Pedro Cayuqueo's Blog, page 39
November 18, 2017
La segunda transición: Alejandro Foxley
Parto por afirmar mi admiración por la obra, gestión y el libro resumen de la misma de don Alejandro Foxley. Sería largo enumerar las secciones donde su pensamiento actual refleja exactamente la coherencia de vida que el personaje tuvo durante toda su vida pública: dirigente, académico, ministro de Estado dos veces, senador, director de Cieplan.
Tuve el honor de servir tanto en el fundacional Ceplan como en Cieplan varios años y conocer la inspiración de pensamiento y acción que nos entregó como líder.
Hoy, como profesor, he determinado dar como lectura obligada a mis alumnos su nuevo libro La segunda transición. Es lectura recomendada para todo ciudadano que esté atento al devenir del país y a las agitadas aguas de la política partidista, parlamentaria y gremial de la coyuntura actual.
Coincidencias
Seré breve para no repetir las muchas concordancias.
Primero: su invitación a convivir mejor y a lograrlo a través del diálogo con todos. La invitación a proyectos comunes a la conversación y acción dirigidas al largo plazo, obviando y minimizando las actitudes que separan o polarizan. Como uno de los fundadores de la Concertación, Foxley estuvo siempre dispuesto a fomentar y privilegiar la política del diálogo intenso, de la apertura y de los acuerdos. Tuvo -como él mismo reconoce- el apoyo permanente de tres adalides del cambio en democracia: el Presidente Aylwin, el ministro e inspirador político Boeninger y el estratega Correa. Con dicho trío era difícil e improbable no apuntar al progreso de la causa. Aun así, Foxley fue quien vistió de buenas cifras y resultados al equipo de lujo que sirvió al país entre 1990 y 1993.
La otra tesis central del libro es que estamos en una segunda transición, según él ya iniciada, que se basa en los cambios y acuerdos requeridos para dar ahora el salto al desarrollo (en todos los planos), desde una incómoda posición de la “llamada trampa de los ingresos medios”.
Tres críticas para debatir
a.- El contexto histórico: percepción de actores ciudadanos.
Como él mismo reconoce , hubo en 1990-1993 un período muy especial y conveniente para la evolución del país, en base a las estrategias de cooperación que plantea Foxley. El dictador había sido derrotado primero en un plebiscito heroico y enseguida en el hermoso y epopéyico proceso electoral, donde Patricio Aylwin derrota magistralmente al candidato tecnócrata pro-continuidad. Se produce el destape de lo que había sido ocultado y manipulado durante la larga dictadura de Pinochet. Todo ello bajo la constatación de un modelo de desarrollo que aguas abajo tenía niveles de pobreza y desigualdad que las personas constataban todos los días. Estaban, pues, todos los ingredientes para la convergencia pacífica, para la reconstrucción democrática, para ir las grandes mayorías en apoyo y en pos de una estrategia cooperativa, inclusiva, de cambios graduales, y no aventurarse por el camino del conflicto abierto, la divergencia exacerbada, la rigidez y sectarismo de las ideologías puras.
Entonces, Aylwin y sus hombres fueron los visionarios que calzaban justo en la época, con ese espíritu ciudadano que aspiraba a la paz social y al desarrollo concertado.
La pregunta que tengo en torno al libro es: después de las distancias y polarizaciones, de los nuevos lenguajes conflictivos y populistas exacerbados que hemos vivido estos cinco años en Chile y que han atizado a los partidos, parlamentarios, actores sociales, buscando el modelo de un “legado heroico”, ¿estamos de verdad y de hecho -como postula el autor- en la segunda transición?
Me parece que esto habría que analizarlo mucho más a fondo. En mi opinión -que puedo errar-, el contexto social, las expectativas, el lenguaje de los actores que pululan en la polis en 2017, se aleja por considerable margen de la ambientación de contexto cooperativo de 1990. No se puede simplemente, sin más, extrapolar la historia del relato que nos ofrece Foxley para el buen periodo de los años 90, a contextos muy distintos -veleidoso- como son ya en el siglo XXI; en particular, todo lo que ocurre en la presente década.
b.- Sobre trampas y rigideces: algo más…
Existe un factor nuevo en la realidad de todas nuestras naciones, casi completamente exógeno a las mismas, pues viene enteramente de afuera y del cambio de siglo.
Creo que aunque Alejandro Foxley lo menciona por aquí y por allá sin darle debido énfasis, está el nuevo mundo científico-tecnológico como una realidad perpleja e invasora que está cambiando sideralmente el hábitat. Incluyendo, por cierto, los campos de factores del crecimiento, de los diseños y efectos de las políticas públicas, del hábitat urbano-rural, del rol crucial que alcanza el know how tecnológico, su difusibilidad. Basta comprobar cómo nos ha cambiado de manera maciza y diversa la conectividad país, para entender que hay una nueva fuerza dinámica que altera muchísimo la forma de comunicarnos y de dialogar.
Hoy nos vemos abocados, producto del múltiplo “internet por globalización” a una manera diferente de hacer comunicación y, por ende, también de hacer política…
Ello implica entrar a pronunciarnos sobre la dinámica de las cosas, los tiempos y alcances en el tiempo de los acuerdos. Ello va a alterar mucho las estrategias eficaces para informarse de las nuevas demandas ciudadanas, como de las herramientas precisas para comunicar ideas colaborativas y constructivas, perforando -esperamos- el ruido de la improvisación demagógica.
c.- Instituciones y valores humanos
Los interesados lectores de esta obra hemos reforzado nuestras convicciones -ex ante a su lectura- a favor del valor que el diálogo, la prudencia política, la apertura, la cooperación ofrecen como estrategia para progresar, con sustento a la democracia.
Los llamados que hace Foxley para eliminar la “retroexcavadora” y elevar la calidad de la política son pertinentes y bienvenidos.
Me parece que al enfoque dialogante y cooperativo -que incluso se atreve a contrastar con uno de First Best (abstracto)- el autor agrega como simbiosis el de gradualidad (ir paso por paso; más lento que apurado; etc.).
Las instituciones de una sociedad se fortalecen por vía de la cooperación. Sin embargo, todavía y por amplio espectro, subsisten límites humanos a la cooperación y al diálogo ad infinitum.
No basta con ser dialogante para temas valóricos centrales, como aborto libre, hipoteca al derecho de libertad de enseñanza, omisión o silencio ante represión a derechos humanos ciudadanos (en países de nuestro propio vecindario). Allí hay que anteponer ideas y principios con toda la fuerza del caso. Luchar por alterar las posiciones sectarias, de contrapartes extremas, polarizantes.
Estamos de acuerdo: hay que privilegiar tanto diálogo y colaboración como fuese viable; pero habrá que poner también por delante los límites que, para el humanismo y la dignidad sagrada de toda persona, representan postulados extremos, pasionales y hasta rencorosos.
Finalmente, no puedo dejar de reiterar, una vez más, que la obra reciente de Alejandro Foxley Rioseco merece ser leída, apreciada, difundida. En un país que está más bien seco de ideas nuevas y contributivas, este libro es para nosotros una lectura obligada.
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November 17, 2017
En veremos
Las elecciones con balotaje, es decir, debiendo tener que repetirse cuando no se alcanza la mayoría necesaria, no son sino paréntesis. Como la presidencial de mañana posiblemente, aunque con al menos fecha cierta, un alivio si se la compara con la indefinición que viene sucediendo desde hace rato entre nosotros. El pasa tú primero que luego te sigo yo, con mismos rostros, que pareciera poco menos que acordado en 2010 cuando se dieron cuenta que no podían seguir cogobernando consensuados, consecuencia del empate fundacional producido el ’88. Lo que nos debiera llevar a hacernos la pregunta que nadie quiere hacerse: ¿qué tan decisivas son nuestras elecciones presidenciales si, cualquiera los resultados, se mantienen las mismas fuerzas equiparables en contienda, igual de frenadas? Ganan y, luego, se les quita apoyo (no sólo en Chile).
Es más, esta elección de nuevo (como en el 2013) se ha vuelto previsible. Sus resultados, se ha dicho y repetido, no debieran ser una sorpresa y, de hecho, se han esmerado en que no lo sean. Ha habido temas que se han esquivado, como el constitucional. Lo del “legado” se ha encargado el mismo gobierno de promoverlo, pero más que para defenderlo ante una ciudadanía no muy impresionada, para la Historia, dando a entender que puede pasársele a llevar. A Bachelet, incentivando a la ciudadanía para que vaya a votar, le hemos escuchado aseverar: “como ustedes han visto, pucha que se pueden hacer hartas cosas en cuatro años”. Hacer y “deshacer”, podría haber agregado, aunque para qué, si desde hacía semanas venía comparando su gobierno con el de Piñera, no pudiendo el candidato oficial, tampoco el otro candidato bacheletista, servir de mucho.
Quizá haya sorpresas en las parlamentarias, porque se terminó el binominal y se han rediseñado las circunscripciones. Pero en cuanto a la abstención no tendría por qué haber una inflexión de última hora; con la beatería ésa de que no se puede patalear a menos que se vote, muchos chilenos hace rato que no comulgan. Prefieren mantenerse castos, escépticos, y quizás les halague engrosar una masa sin nombre ni cara, mayoritaria incluso, millones resistiéndose a dar por hecho lo que se les ofrece previsiblemente.
Recuerda al conocido texto de Baudrillard de 1978 referido a simulacros y “mayorías silenciosas” que sostiene: asistimos a una escenificación de un poder que aspira a ocultar que ya no existe. A las mayorías se las puede presentir o sondear en tanto estadística, no representar. No es que no hablen sino que prohíben que se hable en su nombre. El que nadie pueda decir que “representa” a la mayoría silenciosa sería su revancha y, es más, no pudiendo ser representadas tampoco podría revolucionárselas. La masa sería una suerte de hoyo negro: absorbe la fuerza social pero no la refracta. En fin, veamos qué pasa.
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Historia repetida
Muchos critican las encuestas, que no hay que creerles, que se equivocan, que están sesgadas. Pero hay un dato indesmentible: si uno mira la encuesta CEP, se puede observar que, desde la elección de 1989, el candidato que puntea en ellas un año y medio antes de la elección, siempre resulta ganador. Otras encuestas, más recientes, también ratifican aquello en las últimas contiendas presidenciales. En suma, en las seis elecciones que hemos tenido desde el regreso la democracia, la situación siempre es la misma. El que puntea primero, gana.
Mirado de esa manera, al menos en Chile, resultaría bastante simple predecir que Piñera será el próximo presidente, toda vez que viene punteando en las encuestas desde hace mucho tiempo. Claro, la historia siempre puede cambiar, puede haber sorpresas, pero mirando los números, nada ni nadie indica que la elección de mañana será una excepción.
Pero eso no es todo. Si la gente decide con tanta anticipación a quien será el elegido, también se puede concluir que todo lo que sucede en los últimos meses previos a la elección, esto es, los debates, los análisis, los millones gastados en campaña, las franjas de televisión y otros, nunca cambian el resultado. Solo sirven para afianzar algo que ya se sabía hace tiempo. Si la elección fuera en silencio, el resultado sería el mismo.
Esto nos puede decir dos cosas: que la gente no se informa para votar. O, que el ruido final no le aporta nada significativo para alterar su decisión. Bueno, yo me inclino por lo segundo. Los electores tienen muy claras la razones por las que eligen una persona. Y, pese a que prestan mucha atención a los debates, franjas o discusiones -todos han tenido alta audiencia-, parece que nada de lo sucedido en ellos, les llama la atención. Al menos para cambiar el voto de la mayoría.
¿Significa aquello que todo esto está demás? Por supuesto que no. Primero, porque los electores necesitan información. Segundo, porque siempre puede haber una sorpresa. Pero, también habla de que la efectividad de aquello pasa por entregar datos relevantes, por un mayor entendimiento de lo que está pasando.
Y, en esto, estamos al debe. Por ejemplo, a Piñera, en las entrevistas y debates, lo cuestionan permanentemente sobre las razones por las cuales no puede ser nuevamente presidente. Le discuten el legado de su primer gobierno o le sacan en cara cualquier hecho de su actuar en el pasado. Esa es una forma de ver las cosas. Pero, dado que sabemos hace tanto tiempo que probablemente será presidente, ¿no sería útil saber por qué sucede aquello? O sea, en vez de intentar doblarle la mano al destino -cosa que no sucede-, ¿no sería mejor intentar entenderlo? Y así ayudar a responder algunas preguntas relevantes que hoy no tienen respuesta: ¿Qué cambió para que vuelva a ser presidente? ¿Acaso se derechizó Chile? ¿Qué espera la gente de Piñera? ¿Solo gestión?
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¿Vendrán tiempos mejores?
La respuesta a la interrogante del título, no es de aquellas de fácil despacho, pues la afirmación o negación depende de muchos factores, algunos que escapan a nuestra capacidad individual o colectiva, y sus causas determinantes están constituidas por elementos que surgen de decisiones de terceros respecto de los cuales poco o nada podemos hacer.
Sin embargo, hay variables que sí pasan por nuestra decisión para contribuir a que la calidad de los tiempos que vengan para la nación sean mejores.Y ello se concreta mañana domingo en el simple, pero trascendente momento de votar. Convocados a sufragar, quienes aceptan esa convocatoria, tenemos en nuestra mano dar o no dar la posibilidad que el porvenir sea mejor.
Por cierto, optar por un candidato que añora y ofrece refundar lo construido por más de dos siglos, y parece tener como espejo Cuba o Corea del Norte, nada bueno podrá esperarse. Apostar a un nostálgico de Pinochet, y que parece considerar los actos violatorios de los Derechos Humanos, más bien como actos inevitables, y por ende aceptables, nada muy halagüeño de un futuro mejor puede presumirse. Qué decir de quien admira el proceso chavista, o de él que sin equipos, salvo su voluntad personal, y entusiasmo, convertido ya en un clásico de las elecciones presidenciales, pretende llegar al sillón presidencial.
¿Qué valdrá más? ¿El esfuerzo, optar por mantener la matriz de la Nueva Mayoría, en una oferta corrida bien a la izquierda, o preferir una alternativa que encuentra aún insuficiente aquello y propone a partir de una Asamblea Constituyente que desde cero, diseñe una estructura jurídica, de derechos, deberes y contrapesos de poder? O por aquella alternativa, que más allá del slogan, indica que el país está en el suelo y requiere de una cirugía mayor, sobre la base de una receta ya conocida de resultados a lo menos muy opinables.
Creo, sinceramente que la mejor de las opciones en competencia, es aquella que encarna la cotidiana construcción de una sociedad, que fue capaz en estas casi tres décadas de pasar de un PIB per cápita de US 5.839 (1990) a uno de 24.588 (2017), y en el mismo período de un PIB de 33.158 millones de dólares a uno de 263.206. En que la esperanza de vida al nacer pasó de 73.4 años, a casi 80. En que las personas en situación de pobreza eran un 38.6 en 1990, y hoy son un 11.7 (cifra aún dramática).
La persistencia en ese derrotero parece ser la mejor opción, los datos objetivos lo acreditan, los tiempos mejores no caen del cielo, se construyen con buenas políticas y buenos políticos.
Permítanme citar un párrafo del muy buen libro que recientemente publicó el columnista de éste diario, Sergio Muñoz Riveros, que a mi juicio reseña de muy exacta manera el desafío que tenemos que afrontar mañana:“Chile progresará si define políticas viables y duraderas, y eso exige el respaldo de mayorías amplias. Necesitamos cuidar lo que hemos construido porque allí están los cimientos para abordar las nuevas tareas: reducir la desigualdad, lograr una prosperidad compartida, hacer retroceder las injusticias, construir una sociedad más inclusiva, perfeccionar las instituciones”.
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Grave error
El Tribunal Oral de Temuco adoptó dos decisiones en el caso Luchsinger-Mackay. En primer lugar, absolvió de manera unánime a todos los acusados, por falta de participación. En segundo lugar, tuvo por acreditado el delito – incendio con resultado de muerte -, pero sostuvo que no era una conducta terrorista.
Esta decisión ha motivado un debate indispensable sobre ciertas características del sistema procesal penal (la dificultad de condena con prueba indiciaria, por ejemplo, o la necesidad de contar con la excepción de cambio de jurisdicción, para casos complejos). Pero también abrió discusión sobre los delitos terroristas. Sobre este punto me detengo en lo que sigue. El terrorismo es un fenómeno social, mucho más que jurídico. Por lo tanto, el conflicto excede cualquier análisis legal. Tal vez movido por la complejidad del problema, el tribunal incurrió en un error grave al desestimar el carácter terrorista del delito de incendio con resultado de muerte, sin saber quiénes fueron los responsables.
Para explicar esta inconsistencia, se debe efectuar una reflexión previa. Nuestra legislación caracteriza los delitos terroristas desde un punto de vista subjetivo, es decir, por el propósito o fin que persigue el autor. Se podría haber optado por un método diferente, caracterizándolos objetivamente, por ejemplo, en razón de los medios empleados. Sin embargo, se optó erróneamente por el modelo opuesto. En Chile no existe el “acto terrorista” propiamente tal; solo intenciones terroristas.
De este modo, el autor no solo debe conocer y aceptar que su conducta ocasionará temor en la población o una parte de ella, sino que perseguir precisamente ese efecto. Como se observa, se trata una exigencia que se vincula con la interioridad del autor.
Las dificultades del modelo son obvias: indagar acerca del fin que persigue quien incendia iglesias o maquinaria agrícola, constituye un escollo probatorio prácticamente imposible para cualquier acusador. Esta finalidad normalmente no se exterioriza o bien se mezcla con otras, que la diluyen.
A la luz de lo expuesto, ¿resolvió bien el tribunal oral cuando desestimó la calificación terrorista de los hechos?. La respuesta es no.
En un modelo legal que se pregunta acerca del fin que perseguía el autor, resulta indispensable conocer su identidad. Solo desde ese conocimiento se podrá efectuar un juicio sobre la motivación del sujeto.
Si los autores permanecen en el anonimato, nada podremos decir sobre los fines que perseguían al actuar. La intencionalidad no pertenece al mundo de lo objetivo, sino que al mundo de la subjetividad, al alma de cada individuo, por decirlo de otro modo.
Aquí está la inconsistencia. Al absolver, el tribunal oral declaró que los acusados no participaron en el incendio con resultado de muerte del matrimonio Luchsinger-Mackay. Por lo tanto, para estos tres magistrados los responsables están en algún lugar, aún sin identificar.
Si la identidad de los autores está aún en las sombras y sus motivaciones ajenas a cualquier escrutinio, la otra parte de la sentencia, aquella que desestimó el carácter terrorista de los hechos, carece de sentido y es inconsistente. Qué podría decir un tribunal acerca de la finalidad que habrían tenido autores desconocidos; que observaron el juicio como espectadores y que, por lo tanto, son anónimos tanto en nombres como en intenciones.
En un delito como éste, de su extrema gravedad y repercusión, resulta incomprensible desestimar su carácter terrorista antes de conocer la identidad de quienes los cometieron e indagar su intencionalidad. Si el tribunal afirmó que los acusados eran inocentes, entonces nada podía resolver acerca del carácter terrorista de sus intenciones. Esa decisión solo le corresponde al tribunal que dicta condena, no al que absuelve.
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La mejor prueba disponible
El denominado caso Luchsinger ha despertado un radical interés de la ciudadanía en el fenómeno de la persecución penal y con ello en la manera de razonar de los jueces. Ciertamente, el apresuramiento propio de un juicio irreflexivo aparece frustrado por la sentencia del Tribunal Oral en lo Penal de Temuco: se ha dado muerte a dos personas de avanzada edad mediante el incendio de su casa lo que a todos nos resulta dramático.
Esos hechos, repudiables y propios de los que Ernesto Garzón Valdés entendería como la base de “aquello que rechazamos” no son suficiente para justificar una condena. Quemar y matar personas es intolerable para la vida social pero no es condición suficiente para encarcelar a los acusados.
Este ha sido el objeto de este juicio. El juicio trató sobre la relación entre esos hechos y un grupo de personas que fueron sindicadas como responsables de los mismos. Un hecho humano, a diferencia de un hecho “natural” puede ser atribuido a alguien para responsabilizar. El tribunal ha acertado en la comprensión de estos hechos usando las reglas que el derecho le provee.
Es por esto que el punto central en el que el mencionado tribunal acierta es en la exigencia del mejor escenario probatorio disponible para justificar la condena por esos hechos. Es decir, para atribuir responsabilidad a alguien respecto de unos hechos resulta ineludible cierto grado de confirmación entregado por las pruebas del caso.
Es por eso que los jueces afirman que “resulta necesario preguntarse ¿es esta la mejor prueba de cargo que podía traerse a juicio? Creemos que la respuesta a dicha interrogante es negativa. En efecto, la prueba del persecutor fiscal estuvo plagada de defectos que disminuyeron su poder de convicción”.
Lo que aparece de manifiesto en este pasaje es la clara función de la duda razonable como supuesto de racionalidad en el conocimiento de los hechos. El acuerdo social sobre lo horrible del mal expresado en un crimen no es suficiente para condenar a una o más personas determinadas ni para considerar a ese crimen “terrorista”. Obviar este punto, nos conduciría a una justicia basada en la venganza.
La venganza tiene como característica principal que diluye el mal del crimen. Podemos vengarnos tanto de cosas que calificaríamos de “buenas” o “correctas” como de “males”. La venganza entraña un mal en sí mismo.
La sentencia del caso Luchsinger nos llama a tener en cuenta que no podemos, ni en el caso del horror más transversalmente compartido, vengarnos irreflexivamente con defectos en la prueba. Esto incluso cuando se trata de la calificación terrorista de un delito que no puede depender de la mera afirmación de ese carácter como del efecto subjetivo que se atribuya al crimen.
Es por eso que el tribunal acierta y formula esta pregunta casi retórica sobre la “mejor prueba posible”, entendiendo por tal a los elementos de juicio que coherentemente expliquen los hechos de la acusación y que refuten a toda hipótesis de hecho que muestre a los acusados como inocentes. Para ello debe recurrir a la forma en que los hechos son conocidos, dando por establecido sólo aquello que tenga la capacidad de definir la verdad del caso.
Persistiendo una duda razonable es natural que el tribunal se vea en la obligación de absolver, aun haciéndose parte del dolor que supone reconocer el mal cometido en contra de las víctimas.
En este sentido, la decisión es una muestra de justicia que no permite ser modulada en términos emotivos. Ello hace a nuestras instituciones más sanas y desprovistas de prejuicios.
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La incertidumbre
Una pregunta que debe hacerse la clase política entera, luego de las elecciones inminentes, es qué pasa en el pueblo. El nuestro es un momento cargado de intensidad. Una indeterminada e inquietante latencia, un difuso ambiente propagado nos envuelven sin que logremos dar fácilmente con el tenor de la situación.
Se habla de malestar. Pero -cual se narra en la parábola- cuando se nos encuesta, vemos el mal cerca de los demás, no, en cambio, de nosotros. Es cierto también que más chilenos concurren al consumo que a la protesta, al mall que a la calle, al CDF que a programas políticos. De allí algunos infieren -ya como objetivos analistas, ya como nerviosos partisanos del modelo en su versión actual- que no hay crisis o malestar, o que la crisis o el malestar no serían hondos.
Es difícil saber lo que realmente ocurre. Pasa que el instrumental con el que contamos no es capaz de penetrar directo en lo profundo. Sus capacidades de prospección son acotadas. ¿Cómo saber de eso, el pueblo, sus anhelos?
Ningún estudio es capaz de acumular en una unidad que haga sentido el infinito misterio que es cada sujeto, cada familia, cada barrio, el conjunto al que llamamos pueblo o nación. Sólo contamos con indicios. Opiniones que se vierten aquí y allá. Irrupciones en algún lugar. Un restarse masivo en cierta instancia.
Hay algunos de esos indicios que se dejan interpretar. Y así, de alguna forma, más en una labor comprensiva a partir de información incompleta que al modo de inferencia, podemos ir entendiendo el tiempo presente.
Señales que hablan con cierta elocuencia son la paralela confianza personal y en el entorno próximo, y la desconfianza en el contexto institucional que revelan porfiadamente los estudios de opinión. Alguna coherencia parece haber entre esa confianza/desconfianza y la abstención electoral. Un estado de cierta satisfacción con la propia existencia y rechazo a lo que ocurre allende nuestros muros, se expresa en el desinterés por votar. Si la situación personal y familiar se viese directamente comprometida por la acción de la institucionalidad, la participación probablemente sería más alta.
Otras señas elocuentes vienen de los índices sobre salud mental. Un 17,2 por ciento de la población presenta algún tipo de síntoma depresivo, según la Encuesta Nacional de Salud. Comparativamente, el nuestro es un país con altos niveles de angustia y ansiedad. ¿Son la contracara del consumismo, de jornadas de trabajo y tránsito agobiantes, de un tiempo libre que deviene banal, de una tecnología barata de pantallas y nimiedades? Sería simplista contestar de plano. Pero alguna relación parece haber entre esa señal y una existencia alejada del otro y la naturaleza, donde toda interacción tiende a ser virtualmente mediada. Se pierde intensidad vital, rostros, olores, misterio, riesgos, la capacidad de contemplar tranquilo, de conversar. Algo, probablemente, incida también el hacinamiento, las condiciones laborales, la “narcocultura”. Algo el modo en el que enfrentamos la vida y la muerte. Algo la pérdida de lazos, familiares, vecinales, comunitarios.
La pulsión popular se abre paso por el camino que encuentra. No espera a una elaboración plenamente autónoma y desplegante a la vez, sino que irrumpe. Y los canales por los que se cuela no parecen estar siendo los adecuados. Las formas de trabajo y ocio, de acción y pensamiento van dejando un material residual demasiado pesado y tóxico como para quedarnos persistiendo en el mismo camino o mirando con mueca de indiferencia y una media sonrisa que induzca a la calma.
Es menester tomar en serio lo que ocurre, el significado de la época histórica, el dolor y la añoranza popular, el vacío de sentido. No para pretender llenarlo. Ni el asambleísmo revolucionario ni el desenfreno economicista pueden colmar un anhelo que no se cumple por medio de mecanismos.
Es menester parar. Detenerse y, más que provocar, abrir espacio y tiempo a la posible plenitud. Se necesita una política capaz de eso, de abrir espacio y tiempo a la posible plenitud. Una política no mecánica, sino comprensiva, atenta a lo singular y único de la situación histórica. Lúcida respecto de lo misterioso, de las honduras de la vida y del pueblo, de la estética del paisaje, del significado silente de la tierra. Atenta a las armonías y proporciones: ecológicas, urbanas, geográficas, económicas.
La política requiere de una reforma de sí misma: que la vuelva a calibrar, a dejar en una posición equidistante respecto tanto de la institucionalidad como de la pulsión popular. Para que sea capaz de ver no sólo a la pulsión desde la institucionalidad, sino, especialmente, a la institucionalidad desde la pulsión.
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Perú al Mundial, 36 años después
Es difícil, para quien no haya experimentado el drama en carne propia, entender lo que significa para los peruanos haberse clasificado -in extremis- al Mundial de Rusia 2018.
Decir que hace treinta y cinco años que el Perú no va a un Mundial (serán treinta y seis cuando arranque el certamen) no basta para expresar la humillación que ha significado para millones de peruanos que dos generaciones de ciudadanos no tengan noción alguna de lo que es ver a su país participar en él. Esa humillación tenía dos componentes. Por un lado, parecía confirmar todo lo que, en otros campos, especialmente el de la política y la vida institucional, iba mal. Por el otro, parecía compensar negativamente todo lo que iba bien: el salto económico de un país que en 1982, cuando la selección participó en un Mundial por última vez, estaba en seria decadencia y carecía de una clase media numerosa y ambiciosa, y que tres décadas después tiene una cualidad altamente mesocrática y codiciosa.
En ese lapso sin Mundiales, el Perú despegó económicamente de la postergación hasta situarse en mitad de la tabla, pero su política y sus instituciones retrocedieron. El país estaba escindido entre el desarrollo que le prometía su progreso económico y el subdesarrollo al que lo arrastraba su vida política. En ese forcejeo, el fútbol –improbable, extrañamente– jugaba su rol, acaso no de un modo demasiado consciente. ¿En qué sentido? Era el fiel de balanza, el factor que podía inclinar al país psicológicamente en una dirección, la del desarrollo, o la contraria.
Por eso era tan trágico que al Perú le pasaran los Mundiales por el costado mientras sus vecinos acudían a ellos. Por eso era humillante que países cuyo fútbol había estado, tradicionalmente, detrás del peruano, como Ecuador e incluso Colombia, o con los que había una rivalidad estrecha, como Chile, superaran a un Perú que iba perdiendo la magia, la imaginación, en la cancha. Quedar rezagados -ser superados por los vecinos- en fútbol equivalía a que la balanza se inclinara del lado del subdesarrollo, del atraso. En cierta forma, implicaba que se inclinase del lado de la política (la mediocridad) en lugar de la economía (que progresaba y parecía poner al Perú en las inmediaciones del desarrollo).
El fútbol era para los peruanos mucho más que fútbol. Estar en los Mundiales y codearse con los grandes era acceder al estadio superior al que su afanosa economía y su creciente clase media parecía acercar al Perú; quedar fuera de los Mundiales era frustrar esa aspiración, despertar del sueño del desarrollo estancado en una realidad subdesarrollada.
De la mano de Ricardo Gareca, la selección peruana -y esos muchachos desacomplejados que han recuperado una antigua tradición de fútbol creativo, posicional, de toque fino, sin renunciar al juego físico cuando es necesario- ha conseguido algo más que colocar al país en Rusia 2018. No me refiero a que han contribuido a vengar una herida histórica o a desagraviar una humillación poco menos que nacional. No: apunto a algo más importante. Han neutralizado, aunque sea por un momento que parece una eternidad por lo intenso del logro, la sensación de que el país está, como su política, condenado a la derrota. Han inclinado, por un momento, la balanza hacia al desarrollo como aspiración materializable, como meta alcanzable. Es un efecto mental parecido al que, gracias a muchos años de progreso económico, ayudaron a tantos peruanos a superar la frustración de la pobrísima vida política del Perú.
Imagino que los neozelandeses a los que el Perú ha logrado derrotar en Lima no sospechan cuánto estaba en juego en esa importantísima cancha.
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Las opciones de mañana
Mañana Chile enfrenta una elección presidencial crucial para su futuro. Ocho candidatos se disputan el cetro. De menor a mayor relevancia. El primero está anclado en el estalinismo de mitad del siglo pasado. El segundo está obsesionado por ese curioso movimiento que murió con su creador y que se llama socialismo del siglo XXI. Los 3 que siguen están disputando el cuarto lugar en forma estrecha y mañana sabremos quien logra ese premio de consuelo. Uno ha hecho de su candidatura a presidente una nueva profesión. No escatima ideas del más diverso origen para estar ahí. Como si la ambición de poder fuera anterior a las ideas que representa. Le sigue un candidato novedoso. Levantó la mano en la coalición de derecha para decir que no le gustaba la mezcla híbrida que ese bloque representa. Ha hablado claro y mirando a los ojos. Merece ser el genuino representante de esa derecha conservadora que requiere una voz directa y que se cansó de estar mezclada con la derecha más liberal en el clásico sentido de la palabra. Más abajo queda claro por qué le deseo que lo logre. Luego viene una candidata que ha ido de peor a mejor. Siendo una fiel representante de la agenda del actual gobierno en todas sus reformas, entendió que había que retomar la bandera de la identidad del social cristianismo. Representa la herencia de la Concertación, esa alianza entre social cristianos y social demócratas que tanto bien le hizo al país por 20 años, pero que ya no va más. La candidata que viene es otra novedad positiva de la política chilena. En el proceso de involución de la izquierda, emerge esa transformación socialista que viene con cara joven y recetas viejas. Quieren cambiar la política chilena, hacerla más inclusiva y solidaria, pero con propuestas que han fracasado una y otra vez.
El estatismo que representan puede y debe virar en U y retomar una oferta de izquierda viable hacia el futuro. Para ello sus cuadros jóvenes deben recapacitar, reencantarse con la democracia representativa, abondanar la ilusión de reemplazarla con una democracia participativa que siempre lleva al autoritarismo, y volver a revisar los textos de la economía de mercado, que muchos de ellos han estudiado pero han descartado demasiado temprano.
Y llegamos a los dos candidatos que después de mañana, y por 28 días, competirán por el cetro final. Dos proyectos demasiado distintos para estar indiferentes. Uno representa la continuidad del actual gobierno. Crítico de los partidos y a favor de un gobierno ciudadano, representa un quiebre con lo mejor de la democracia liberal representativa, la única que funciona. Una mezcla híbrida entre el populista socialismo del siglo XXI y del Estado de Bienestar. Busca una mayoría frustrada para acceder al poder y no comprende las claves del crecimiento en una economía de mercado. Demasiada confianza en la solución del Estado, de la aplanadora y la retroexcavadora. No tiene mucho que ofrecer al país.
Mi candidato no está en la papeleta. Pero sí puedo discernir que en esta crucial elección Chile tiene una buena chance de retomar el reencuentro y de avanzar hacia esa segunda transición que nos lleve al desarrollo con inclusión y coesión social, que tanto ha proclamado ese gran intelectual y hombre público que es Alejandro Foxley. Chile requiere una transformación, una verdadera transformación capitalista que extienda a todos sus beneficios. Para ello el próximo presidente deberá poner su foco en esta nueva democracia de los acuerdos, y recordemos que se trata de acuedos con los derrotados.
En su involución, la izquierda se dividió naturalmente entre quienes no debían seguir juntos. En su evolución, la derecha también deberá pasar su proceso de sinceramiento. El presidente no debe aceptar los condicionamientos de un mundo conservador, que desean imponer su modo de vida a los chilenos que no queremos vivir como ellos. Cómo se desgrana ese choclo es una incógnita, pero es un requisito de la nueva democracia de los acuerdos. Mi voto es para Sebastián Piñera.
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El mapa negro del horror
Además de referir a una expresión en clave que se utilizaba para denominar a una extendida red de apoyo antiesclavista, el tren bajo tierra al que alude el título de la escalofriante novela de Colson Whitehead realmente existió como tal y tuvo, cómo no, un propósito humanitario: facilitar la fuga de esclavos desde el sur de Estados Unidos, donde la esclavitud era legal, hacia lugares en el norte en los que los afortunados que conseguían beneficiarse de la operación secreta podían ser tratados casi como seres humanos, lo que ya es bastante decir, considerando las aberraciones que padecieron los africanos y sus descendientes en las plantaciones sureñas. Construido bajo tierra a principios del siglo XIX, el ferrocarril era operado por abolicionistas blancos y por negros que, por alguna u otra razón, fuese legal o no, se habían liberado del látigo y el cepo que los vio nacer. Cora, la protagonista del libro, cree a ratos pertenecer a este último grupo, aunque pronto se da cuenta de que la esclavitud es una maldición que dura de por vida, al menos en lo que concierne a traumas, cicatrices en la piel morena y sombras acechantes.
El tema del sometimiento y la explotación que sufrieron los negros en Estados Unidos durante los siglos XVIII y XIX ha sido tratado con maestría por varios escritores y escritoras de origen africano, como Frank Yerby, Maya Angelou y Toni Morrison. Colson Whitehead, el autor de El ferrocarril subterráneo, es el último entre ellos (nació en 1969), y con esta brutal novela brutal obtuvo el Premio Pulitzer 2017. El libro, centrado en Cora, consiste en las desventuras de tres generaciones de esclavas –abuela, madre e hija–, desde la partida del puerto africano de Ouidah, hasta el miserable día a día que las mujeres soportaban en una plantación algodonera de Georgia. Poco dado a las licencias de la fabulación, y sin duda que valiéndose de los innumerables testimonios históricos que existen al respecto, Whitehead compone un mapa del horror que cobra una siniestra trascendencia en la actualidad, ahora que vemos casi a diario cómo el racismo contra los afroamericanos es una fuerza latente y poderosa en Estados Unidos, país que, paradójicamente, se desangró a sí mismo en una guerra civil para evitar que algo así continuase ocurriendo.
Los dueños de la plantación Randall en Georgia, lugar en el que transcurre parte del relato, no son seres especialmente abyectos o despreciables. O sea, vaya que lo son, pero con esto quiero decir que no son personas diferentes a sus pares: la infamia resulta ser la costumbre extendida entre los llamados planters. Otro tanto podría decirse de los cazadores de esclavos fugitivos, entre los que destaca el forajido Ridgeway, un personaje que en muchos sentidos evoca a los más despiadados canallas creados por Cormac McCarthy. El tipo ganó su renombre gracias a la “facilidad con que garantizaba que la propiedad siguiera siéndolo”. Mabel, la madre de Cora, fue una de las pocas presas que consiguió escapar de Ridgeway. Y el vínculo que a lo largo de la novela se desarrolla entre el cazador y Cora viene a ser uno de los ejes dramáticos mejor logrados de la literatura contemporánea.
“En esa zona del país la literatura abolicionista era ilegal. Los abolicionistas y simpatizantes que visitaban Georgia y Florida eran expulsados, azotados e insultados por turbas, embreados y emplumados. Los metodistas y sus sandeces no tenían lugar en el corazón del Rey Algodón. Los hacendados no toleraban el contagio”. La complacencia y la indiferencia del hombre blanco, niños incluidos, ante los diferentes tipos de escarmientos, torturas y asesinatos dispuestos para los negros es un rasgo más de aquello que primero sorprenderá, luego inquietará y finalmente paralizará de espanto al lector no familiarizado con la cultura esclavista de Estados Unidos. En las afueras de un pueblo de Carolina del Norte, por ejemplo, “los cadáveres colgaban de los árboles como adornos en descomposición. Algunos estaban desnudos, otros parcialmente vestidos, con los pantalones manchados donde habían vaciado las tripas al partírseles el cuello”. La visión no perturbaba a nadie, y a la horrorosa hilera de muerte y putrefacción el ingenio blanco la denominaba, con sarcasmo infamante, “Senda de la Libertad”.
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