Alejandro Parisi's Blog, page 8
March 22, 2021
Taller de Lectura. Encuentro 4. Lectura 7.
HANKA 75.. Fragmento: pág.277-283.
"El primer día en Varsovia está tan nerviosa como en las últimas semanas en Buenos Aires. De a ratos, al oír a la gente que pasa hablando polaco ella se sobresalta, mira hacia los costados, acelera el paso, quiere escapar. Es la primera vez que está allí, pero por lo que le cuentan los profesores que conducen al contingente, la ciudad cambió mucho después de los bombardeos nazis y la reconstrucción de arquitectura estalinista que se produjo durante la ocupación soviética.
Tomada del brazo de los chicos, Hanka recorre los monumentos conmemorativos al Ghetto y al Levantamiento de Varsovia. Las imágenes se suceden ante sus ojos sin que ella preste atención a nada. Dominada por la angustia, por la ansiedad, sólo desea que la espera termine, que acabe ese día y al fin se pueda encontrarse con las ruinas de Auschwitz.
Al día siguiente se despierta antes del amanecer. Se viste con una rapidez exagerada, sin sentir dolores de espalda, sin la incertidumbre que la viene acompañando desde que los hombres de la ORT le plantearon viajar. Antes de salir de la habitación, busca una de las pastillas que le dio su médico. No es un día para improvisar. De pronto, al reunirse con los chicos en el micro, Hanka comprende que algo sucedió. No podría describirlo con palabras: es apenas una sensación, algo etéreo que le provoca una ligereza que se expande por todo su cuerpo.
Cuando se ponen en marcha, como hizo desde que el avión despegó en Buenos Aires, comienza responder cada pregunta de los chicos, que quieren saberlo todo.
- ¿Cómo llegó a Auschwitz?
- ¿Cómo eran los días ahí?
- ¿Tenía mucha hambre?
- ¿Cómo hizo para seguir creyendo en Dios?
Se demora buscando cada respuesta. No porque no recuerde los hechos, al contrario: desde que despertó, el pasado volvió a ella con una nitidez abrumadora. Como si fueran figuritas de colores, puede describir con precisión cada rostro, cada lugar, cada recuerdo. Pero no quiere asustar ni perturbar a nadie, y es por eso que se demora buscando cómo adulterar las anécdotas para evitar los detalles más horrendos de lo que vivió allí, en Polonia.
Horas más tarde al fin alcanzan el playón delantero de Auschwitz. Hanka desciende del micro ayudada por dos chicos. “El trabajo los hará libres”. El cartel sigue allí. Respira profundamente, y se sorprende al no sentir siquiera un rastro de miedo. Más aún: le cuesta identificar las construcciones que ve sobre ese enorme campo destruido, ahora sembrado con grama verde. Todo es distinto a como lo recordaba. Quizá, la ausencia de los alambrados electrificados sea la causa de esa extrañeza.
- Está todo cambiado… - se queja.
- ¿Cómo era antes, Hanki? – le preguntan.
Los chicos escuchan su respuesta con interés. León estaría orgulloso de ellos, piensa Hanka. De pronto, a lo lejos, surge una imagen aterradora. Entonces Hanka se detiene.
- ¿Qué es eso? ¿Por qué hay tanta gente esperando entrar ahí? – pregunta.
- Es el Bloque 5, uno de los pocos que sigue en pie.
Mira las paredes a la distancia, en silencio. Siente un brazo sobre sus hombros, y una voz que le dice al oído:
- ¿Querés venir o preferís volver al micro?
No responde.
- Siento que tenés la respiración agitada, Hanka. ¿No sería mejor volver? ¿Tomaste la pastilla?
Y entonces acelera el paso, tanto que a los chicos que la sostienen les cuesta seguirle el ritmo. Avanza entre los cientos de turistas y se detiene frente al Bloque 5, mirando cada ladrillo, cada ventana, cada rincón.
- Pero cambiaron algo… está distinto – dice.
- No sé – dice uno de los profesores.
Se aparta del grupo y camina hacia una de las guías del predio.
- Acá cambiaron algo, las ventanas antes no estaban así – dice, en un polaco perfecto.
- No, antes estaban más abajo, pero las subimos por las inundaciones – responde la mujer, desconcertada por tanta precisión. Y pregunta: - ¿Usted quién es?
- Hanka Dziubas – dice Hanka. Y con un gesto helado, agrega: - 753.
Delante del bloque, una larga fila de personas espera poder entrar para visitarlo. Hanka no quiere esperar, ya esperó demasiado. Se lanza entre la gente para alcanzar el interior y al entrar se inclina para tocar el piso: los mismos mosaicos, el mismo frío que durante tantas noches le heló la espalda. Ensimismada, se aparta y se sienta en un banco justo a la entrada del bloque. Y entonces comienza a hablar. Como si alguien le dictara las palabras, comienza a relatar toda su vida sin omitir detalle alguno. Le tiembla la voz, pero ya no puede detenerse: Lodz, la vejación de su padre, el viaje en tren, el Gallo Rojo, los hornos, la fila, la ceniza volando en el aire, impregnando cada cuerpo, cada uniforme militar, el ladrido de los perros, el patíbulo improvisado, el hambre, la soledad, la nieve, el frío, las bombas…
- Despejen la entrada – grita alguien.
- Dejen entrar a la gente, no pueden ocupar la entrada – grita alguien a lo lejos.
Hanka alza la vista y descubre que está rodeada por un grupo de chicos y chicas mexicanos que la escuchan con asombro, bloqueando la entrada del Bloque 5. No sabe cuánto tiempo lleva allí, hablando sin parar, frente a esos desconocidos que se emocionaron con su relato.
- No se detenga, señora, continúe por favor…
- Pensé que estaba sola – dice, sonriendo.
- Hanka, ¿está bien? – le pregunta uno de los profesores de su contingente, acercándose a ella.
- Sí…
- Vamos, hace un rato largo que está acá sentada bloqueando la entrada. La gente quiere entrar…
- Ah, sí, claro… - dice, confundida, como si acabara de despertarse.
- ¿Se siente bien?
- Sí – dice, sonriendo, y enseguida cambia el gesto para agregar: - Pero si me voy los chicos mexicanos no van a poder escuchar el final de la historia…
- No se preocupe, ellos la van a entender.
Al salir del Bloque 5 no ve soldados alemanes ni mujeres famélicas implorándole a Dios. Tan solo ve a esos cientos de chicos argentinos que esperan oírla hablar. Ella los contempla durante unos segundos, y luego camina hacia una silla que los profesores ubicaron junto a la pared del Bloque 5. Se sienta, abre la cartera y comienza a leer su breve discurso sobre los lentos años del encierro.
Nadie habla. Sólo se oye su voz delante del Bloque 5 de Auschwitz, donde ya no se oyen disparos, ni latigazos, ni llantos desesperados. Hoy en Auschwitz sólo se escucha la voz de Hanka Dziubas evocando a cada mártir, a cada ser humano que murió allí.
Cuando termina de leer, todos se acercan para abrazarla. Lloran, emocionados, y ahora es ella la que intenta consolar a los chicos. Porque, es extraño, pero no siente nostalgia ni tristeza. No lo entiende, no llega a entenderlo. Pero puede sentirlo: eso que comenzó como una incertidumbre dolorosa, que luego se volvió un miedo visceral, hoy desapareció de su cuerpo. Se siente plena, joven, tan joven como lo era en aquel lugar. Tenía casi la misma edad que todos esos chicos que lloran a su lado, que la abrazan, quebrados por su relato, esos chicos que algún día les contarán a sus hijos lo que Hanka y los demás vivieron allí. Mira el cielo de Auschwitz, límpido, sin nubes, sin cenizas flotando en el aire. Piensa en su padre, piensa en León.
- Ahora vamos a recorrer un poco el campo antes de marchar a Birkenau – dice uno de los profesores: - Puede esperarnos acá, si está cansada.
- No, quiero caminar con los chicos.
El contingente se forma en una columna compuesta por casi doscientos jóvenes que marchan por detrás de Hanka, cargando sus banderas. En primera fila, tomada del brazo de dos chicos, al fin comienza a recorrer Auschwitz. Tiene la respiración agitada, pero camina rápido, obligando a los demás a apurar el ritmo de la marcha. Con los ojos cerrados, se deja guiar por esos brazos firmes que la sostienen en medio de sus recuerdos. Está emocionada. Cobijada por aquellos jóvenes, se siente en paz. A lo lejos, cree ver aquella cabellera rojiza que tanto miedo le daba. Pero el Gallo Rojo ya no puede lastimarla y esa cabellera roja pertenece a una chica judía que sostiene una bandera argentina.
De pronto, sin darse cuenta de cuándo empezó ni por qué, escucha una voz conocida. La suya. Está cantando en idish por los pasillos de Auschwitz aquella dulce canción que Malka le cantaba a su padre cuando nadie pensaba que el final estaba tan cerca. Pero para ella no fue el final. Fue el comienzo de una travesía cargada de pérdidas, de ausencias que, ahora lo sabe, acaba de terminar.
Al día siguiente viajan a Cracovia. Luego visitan el campo de Majdanek, ubicado justo al lado de la ciudad de Lublín. Mientras recorren las cámaras de gas, los barracones y los montes de cenizas, ella sigue abrazada a los chicos, consolándolos, transmitiéndoles sus recuerdos, instándolos a que nunca deben olvidar lo que pasó.
A lo lejos, el césped escarchado le recuerda su infancia, su incapacidad para patinar sobre hielo. Se ríe al recordar cómo se caía cada vez que Raquel la invitaba a patinar. Necesita contárselo a alguien. Así es que se acerca a uno de los profesores, lo toma del brazo y comienza a hablar. Al fin, cuando termina de contar la anécdota, el profesor la mira sonriendo y dice:
- No entendí nada, Hanka.
- ¿Cómo que no? - dice Hanka.
- Me contaste todo en polaco.
Ahora se ríe, como una niña se ríe sabiendo que las palabras ya no pueden lastimarla, que la herida cicatrizó.
Más tarde, otra vez en el micro, canta con los chicos mientras viajan hacia el aeropuerto. Trámites, despacho de maletas, fotografías y de pronto aquel inmenso avión de dos pisos con bandera de su próximo destino: Israel.
Sube la escalera y recibe el saludo afectuoso de las azafatas. Sin embargo, cuando se dirige detrás de los chicos alguien la detiene. Es uno de los profesores, que le anuncia:
- Hanka, te corresponde un lugar en Primera Clase.
- Nunca viajé en primera clase – dice, asombrada.
- Entonces, mazel tov.
Se ubica en aquella butaca inmensa, tan cómoda que podría dormirse en ese preciso momento. Podría dormir durante horas, años. Es como si cada músculo, cada centímetro de su cuerpo estuviera agotado, pero satisfecho. En paz.
A través de la ventanilla del avión, mira por última vez los campos de Polonia. Se siente orgullosa de ella misma, de su fuerza, de haber cumplido su misión.
- Disculpe, señora, ¿necesita algo? – pregunta una azafata.
- No. Ya no necesito nada – dice Hanka.
El avión comienza a recorrer la pista. Pronto, las ruedas se separarán de la tierra y ella alcanzará el cielo, donde vuelan las ardillas y los pájaros, donde ya no existe el dolor."
Taller de Lectura. Encuentro 4. Lectura 6.
HANKA 753. Fragmento: pág. 164-177
"Al día siguiente, desde el otro lado de las rejas les llegó una noticia.
- Se acercan los rusos, ya se pueden oír los disparos.
Hanka y las mujeres ni siquiera se alegraron. Que llegaran de una vez, los malditos rusos. Que las rescataran o que las fusilaran, pero que detuvieran el dolor.
Aquella noche se desató un nuevo infierno sobre Ravensbrück. Primero el murmullo, luego el zumbido atronador y al fin los estruendos de las bombas sacudieron todo el campo. Las alemanas corrían en desbandada entre los barracones, donde los prisioneros aguardaban el final sin las fuerzas necesarias como para tomar las riendas del destino: de habérselo propuestos, hubieran logrado romper las rejas, escapar sin que nadie los detuviera. Pero estaban vencidos, más abatidos que el acorralado Reich.
Desde el piso del barracón, Hanka podía sentir los estruendos y la tierra removida por las bombas que golpeaba las paredes. Debido a la fuerza que hacía a causa de las arcadas y los vómitos, la herida de su espalda le había vuelto a doler. Hela y Raquel no estaban mejor que ella, pero trataban de consolarla, de no dejarla caer en ese pozo oscuro de la desesperanza.
Y sin embargo, también sobrevivieron a ese bombardeo. Al amanecer, los aviones regresaron a sus bases para reponer combustible y armamento. Hubo una quietud abrumadora sobre todo Ravensbrück. Poco después, Hanka y las demás oyeron ruidos de motores.
- Los rusos. Nos salvamos – gritó una de las mujeres.
Con esfuerzo, las sobrevivientes del Bloque 5 de Auschwitz se incorporaron y salieron del barracón para recibir a los rusos. Al otro lado del portón, descubrieron varias ambulancias blancas con una cruz roja pintada a los costados. Salvo sus conductores, no se veía nada alrededor. Las alemanas habían desaparecido, y tampoco se veían tropas del ejército rojo. Hanka se acercó a las rejas. En los barracones contiguos al suyo, las prisioneras continuaban con su desvarío, alzando las manos al cielo, riendo, llorando, masticando tierra.
- ¿Son rusos? – preguntó Hanka.
- No. No hablan ruso – dijo Hela.
- Son alemanes – gritó una.
Todas se alejaron de los portones, incluso aquellas mujeres que habían perdido la razón. Los rusos estaban tan cerca, que por más desquiciadas que estuvieran, no permitirían que los alemanes las trasladaran a otro lugar.
Fuera de su barracón, Hanka vio los estragos causados por los bombardeos. Escombros, maderas ardiendo, humo, cadáveres en el piso. Los conductores de las ambulancias se lanzaron por el campo, observando a través de las rejas de cada barracón. Cada vez que se acercaban a uno, las prisioneras y prisioneros se apartaban de su vista, escondiéndose unos detrás de otros, tratando de no ser seleccionados, ocultando sus heridas para no darles ninguna a excusas a esos hombres que los miraban con sorpresa y un gesto de resignación.
Entonces, el portón del barracón de Hanka comenzó a sacudirse. Ella y las además retrocedieron. Cuando el portón se abrió, entraron dos hombres que comenzaron a revisarlas. Una a una las fueron examinando con la vista. Separaron a dos mujeres que mostraban heridas visibles, una tenía amputada la mano, la otra ni siquiera podía mantenerse en pie.
Los hombres hablaban un idioma incomprensible. En Ravensbrück, Hanka había oído a las prisioneras hablar de los soldados ucranianos y letones que tanto odio sentían por los judíos. En el este, los alemanes los habían utilizado para hacer el trabajo sucio: aniquilar, dejar salir el odio contra aquel pueblo perseguido durante siglos por zares y reyes católicos.
- ¿En qué hablan?
Podía ser letón, ucraniano, lituano, el idioma que fuera. Lo cierto es que debían haber sido enviados para rematar la faena de los nazis antes de que llegaran los rusos. Y ahora estaban allí, observándolas con un gesto extraño, seleccionando a aquellas mujeres que aún tenían fuerzas para realizar ese, su último viaje.
Hela, Raquel y Hanka se tomaron de las manos. Que hicieran lo que quisieran con ellas. Ya no les importaba morir ni que se las llevaran justo antes de que las liberaran los rusos. Les daba lo mismo todo. Se apretaron las manos, respiraron hondo y volvieron a ponerse en manos de Dios, si acaso él había sobrevivido a la barbarie.
(…)
No entendían qué les decían, pero obedecieron. Todas las mujeres elegidas por aquellos hombres los siguieron fuera del barracón y subieron a las ambulancias. Hela, Raquel y Hanka subieron a la misma. Desde la puerta, antes de entrar al vehículo, Hanka miró por última vez en dirección al barracón contiguo al suyo: las mujeres seguían su danza absurda, soltando risas, llantos y plegarias en una realidad paralela construida a base de encierro, hambre y soledad.
Una vez dentro de la ambulancia, como las demás, ella también se dejó caer sobre el suelo metálico, amontonada junto a sus hermanas y las otras, sin miedo, tan sólo con la sensación de abatimiento y aquellos dolores de estómago que les impedían contener las heces. Asqueadas, vieron cómo el convoy de ambulancias se ponía en marcha y abandonaba Ravensbrück. Ya había pasado el tiempo de las preguntas, de la incertidumbre. Todas aceptaron el final con el resto de sus fuerzas. Sólo bastaba saber en qué lugar las matarían.
Derrumbada en la ambulancia, Hanka podía oír el zumbido de los aviones que descargaban su furia destructiva sobre Alemania. En la parte delantera, el conductor y su acompañante parecían asustados. Miraban a través del vidrio del vehículo buscando los aviones en el cielo, nerviosos ante las explosiones que sonaban a ambos lados del camino.
De a ratos, la ambulancia se sacudía por las ondas expansivas que golpeaban el metal con una fuerza inaudita. Continuaban su camino hacia el norte, en busca de algo que ni Hanka ni las demás sabían qué era, pero que inevitablemente sería una fosa común.
No era el miedo lo que las atormentaba. Era ese dolor punzante en el vientre, esa incapacidad por retener las heces y la humillación de ceder ante la presión de sus cuerpos. Todas lloraban con las últimas lágrimas que les quedaban por llorar. Las habían convertido en eso sólo por ser judías, por querer vivir como sus padres, como sus abuelos, como esas generaciones enteras de hombres y mujeres que construyeron templos, que sufrieron exilios, que vagaron por el desierto, que buscaron la Tierra Prometida, que confiaron en el Dios de Abraham. ¿Y dónde estaba él ahora? No podían saberlo, no querían saberlo.
En un momento, todo el convoy se detuvo. Delante, en el camino, un grupo de cadáveres estaba tendido sobre la carretera, en torno a un camión alemán convertido en una pira humeante de hierros retorcidos. Desde el interior de la ambulancia, Hanka pudo sentir el olor a carne quemada, a gasolina, a muerte.
Pronto, la ambulancia se sacudió. Para evitar esa parte de la carretera, el conductor ahora avanzaba por la tierra. Luego, otra vez el camino llano y el andar veloz, apenas alterado por el ruido de las explosiones.
Horas más tarde, por un recoveco de la ventana, Hanka vio un triángulo plateado: el mar. ¿Dónde estaban? El convoy volvió a detenerse. Se oyeron gritos en ese idioma incomprensible que hablaban los conductores de las ambulancias, luego el zumbido de los aviones y el sonido de las alarmas alemanas anunciando un nuevo bombardeo.
Esta vez, al ponerse en marcha, la ambulancia se lanzó a toda velocidad a campo traviesa.
- Se separaron. Nos llevan a lugares diferentes – dijo Hela, pegada al cristal de la ventana.
Con sus últimas fuerzas, Hanka se incorporó. Dos ambulancias se alejaban hacia el mar, buscando refugio en el puerto. Y de pronto aquel zumbido atravesando el aire, los objetos destructores como una lluvia macabra cayendo sobre las ambulancias y la explosión. Con lágrimas en los ojos, vieron cómo la mitad de las sobrevivientes del Bloque 5 de Auschwitz eran alcanzadas por las bombas, y las ambulancias saltaban por el aire como bolas de fuego.
- Les dieron – gritó una de las mujeres, y todas se largaron a llorar.
- Vamos a morir – dijo Hanka.
Se alejaron a toda velocidad evitando las carreteras que estaban siendo bombardeadas incansablemente por los rusos y los Aliados. La ambulancia se sacudía con violencia, rebotando sobre la tierra removida, escalando cuestas, sin un destino claro.
Al llegar allí, los conductores apagaron los motores. Confiaban en que los árboles los ocultaran de la vista de los pilotos ingleses, rusos y americanos. Cuando abrieron la puerta trasera, todas las pasajeras salieron para escapar del hedor de la ambulancia, buscando aire puro. Estaban en un bosque de altos árboles frondosos, a pocos kilómetros del puerto, viendo cómo la ciudad de Hamburgo era removida hasta los cimientos por aquellos bólidos que continuaban derramando sus bombas.
Algunas lloraban, otras buscaban apartarse para liberar sus estómagos, pero Hanka había comenzado a rezar. No sabía para qué, ni siquiera a quién. Y sin embargo no podía hacer otra cosa más que encomendarse a alguien, poner la mente en blanco para evitar pensar en lo que la rodeaba, y centrar todas sus fuerzas, las últimas que le quedaban, en la absurda esperanza de la fe. Desde allí, apoyada en un árbol para poder mantener en pie su cuerpo dolorido, exhausto, Hanka pensó en cada una de las mujeres que habían compartido con ella el hambre, el miedo y el encierro desde 1942, cuando alcanzaron Auschwitz en un tren de carga, cubiertas de carbón. ¿De qué había servido sobrevivir para acabar así, muertas poco antes de que acabara la guerra? Porque fue en ese preciso momento que Hanka supo que la guerra iba a terminar, que los alemanes ya no podrían resistir mucho tiempo el asedio.
Mientras tanto, algunas de las mujeres intentaban conversar con los conductores, que gesticulaban y susurraban cosas incomprensibles. Sobre los árboles, los aviones continuaban yendo y viniendo sin descanso.
Pasaron las horas. El cielo comenzó a volverse rojo, las estrellas hicieron su aparición. Pronto, el bosque oscuro se convirtió en un témpano. Agotadas, doloridas, todas preferían permanecer sobre la hierba, helándose con el rocío a tener que regresar a aquellas tres ambulancias que apestaban con el olor de sus propias heces.
- Que termine todo. No lo soporto más – fue lo único que Hanka le pidió a Dios aquella noche. No le importaba morir ni vivir, lo único que deseaba era que eso ocurriera ya.
(…)
Se hizo de día y los hombres las obligaron a subir otra vez a las ambulancias. Ateridas por el frío, respirando aquel hedor, vieron que los aviones regresaban del este y el oeste mientras las tres ambulancias volvían a ponerse en marcha, alejándose de la destrucción.
Viajaron durante horas en silencio. Hanka y las demás de pronto habían comenzado a valorar aquel silencio. No sonaban disparos ni alarmas. No se oían explosiones.
- ¿Dónde estamos?
- ¿Dónde nos llevan?
Delante, en la cabina, el conductor giró para mirarlas, sonriendo. Volvieron a sentir miedo. Hela se asomó por el cristal de la ventana. Vio un pájaro sobre la rama de un árbol, limpiándose un ala con el pico.
- Hanki, mirá.
Hanka se puso de rodillas y observó: el camino despejado, lejanas granjas con animales, pájaros volando, el cielo claro, vacío de aviones.
Cerca del mediodía, el convoy se detuvo. Al bajar, se encontraron con que estaban delante de un enorme establo. A su alrededor, ni aviones, ni soldados, ni rastros de bombardeos. Tan sólo la grama verde, lisa, hundiéndose a un centenar de metros en una lengua de mar azul profundo que las separaba de la costa de enfrente.
Hanka se detuvo a ver la quietud de las aguas. Con la vista, intentó divisar los famosos destructores alemanes, los submarinos, cualquier cosa que la ubicara en el tiempo y espacio que les había tocado sufrir. Pero la superficie del mar se mantenía serena, más allá de algún pequeño bote a remos que cruzaba de orilla a orilla. No había puentes, ¿habrían sido destruidos?
- ¿Dónde estamos? – le preguntó a Hela.
- No lo sé.
A un costado, Raquel hablaba a los gritos con uno de los conductores, que sonreía como si fuera sordo y mudo.
- No les entiendo nada – se quejó Raquel.
Mientras tanto, algunas de las mujeres habían obedecido los gestos de los hombres y habían entrado al establo. Hanka, Hela y Raquel las siguieron. Dentro, una larga mesa con bebidas y comida, y varios colchones con mantas tendidos en el suelo.
Al ver la mesa, todas olvidaron sus dolores y se lanzaron sobre la comida. Pronto, los hombres se acercaron, gesticulando, quitándoles las piezas de pollo que se llevaban a la boca, como si quisieran detenerlas. Pero a las mujeres no les importaba: bebían y comían con voracidad, sin pensar en lo que les ocurriría a sus estómagos luego de tantas semanas de hambruna. Al fin, los hombres se apartaron de la mesa, gritando cosas que ellas no podían entender, pero sabiendo que no serían capaces de detenerlas.
El placer de la comida duró lo que tardaron en tragarla. Después, poco a poco, todas volvieron a lamentarse. Hanka sentía retorcijones que le cortaban la respiración y revivían el dolor de aquella esquirla que seguía clavada a su espalda.
Afuera anochecía. Doloridas, todas se dejaron caer sobre los colchones del piso.
- ¿Por qué nos dan comida y colchones si van a matarnos? – preguntó Hanka.
- No lo sé – dijo Hela.
Entonces Hanka cerró los ojos y volvió a hablar con su Dios. No tenía fuerzas para mucho, pero no quería dormirse sin agradecerle aquel festín doloroso, quizá el último que había gozado antes de la muerte.
Al día siguiente, cuando despertaron, sólo se oía el silencio apenas alterado por el trino de los pájaros. El establo, como antes las ambulancias, había sucumbido a las heces de aquellas mujeres hambrientas y enfermas. Al salir las recibió una brisa fresca, un cielo límpido y las mansas aguas de aquel mar azul.
Los conductores fumaban junto a las ambulancias, despreocupados. Les sonrieron con sonrisas que podían ser cínicas o sinceras, no podían saberlo.
Al fin, señalaron las ambulancias.
- Quieren que entremos – dijo Raquel.
- No, nos van a llevar a los hornos – dijo una mujer y todas quedaron paralizadas por el miedo.
Los hombres volvieron a gesticular, y una a una ellas fueron entrando a las ambulancias. Se encendieron los motores, se pusieron en movimiento. Esta vez, el viaje duró unos pocos minutos.
Cuando bajaron, vieron que estaban frente a un enorme ferri amarrado en un puerto. Hanka y las demás se miraron. ¿Qué debían hacer? ¿Era una trampa? ¿Hundirían el barco cuando ellas estuvieran a bordo? Una intentó escapar, pero uno de los conductores la sujetó del brazo, señalando el ferri. La mujer, presa de un ataque de pánico, comenzó a gritar y no se detuvo hasta que una de sus compañeras la abrazó y la condujo lentamente hacia la rampa que conducía al barco.
- ¿Subimos? – preguntó Hanka.
Sus hermanas, tan agotadas y confundidas como ella, se encogieron de hombros. Y las tres se echaron a andar.
- Los hombres no suben, es una trampa – dijo otra de las mujeres.
Hanka miró hacia el puerto, donde los conductores de las ambulancias las despedían agitando las manos, sonriendo. La confusión era tal que esperaban que ocurriera cualquier cosa.
Hubo un zumbido de motores, y todas miraron al cielo en busca de los aviones. Les llevó varios segundos comprender que el sonido provenía del motor del ferri y no de los bombarderos, que no se veían por ninguna parte. Lenta, parsimoniosamente, el ferri comenzó a alejarse de la orilla para cruzar aquel estrecho mientras Hanka y las demás guardaban silencio.
Tardaron media hora en alcanzar la orilla de enfrente. Desde la cubierta, vieron que las esperaba un grupo de personas y otro convoy de vehículos. Cuando el ferri se detuvo, bajaron a tierra y se dejaron conducir a los vehículos. Para entonces ya ninguna hablaba. Cansadas de aquel idioma incomprensible que sonaba a su alrededor, ya no esperaban saber qué ocurría, a dónde las llevaban, qué pasaría con ellas.
Subieron a unos camiones sin lona, y pudieron observar la quietud del paisaje durante los pocos minutos que duró el trayecto. Ante sus ojos volvió a aparecer un grupo de barracones delimitados con cercas sin alambrados.
- Otro campo – dijo Hela.
- El último – dijo Hanka, señalando el centro del grupo de barracones donde, alta, vomitando su macabro humo blanco, se alzaba una enorme chimenea de ladrillos rojos.
Se dejaron conducir hacia el interior del predio. Entraron a un enorme galpón y la rutina volvió a repetirse como una pesadilla recurrente. Las obligaron a quitarse la ropa, y entonces una de las mujeres gritó señalando el fondo del galpón.
- Los hornos, los hornos.
Al ver la puerta de aquel horno inmenso, todas comenzaron a gritar. Llorando, gimiendo, Hanka impedía que le quitaran la ropa. Quizá así no la asesinaran, quizá no quisieran que se quemara aquella ropa que podría servirle a otra prisionera.
- No, no… - gritaban, escondiéndose unas detrás de otras, mientras un grupo de mujeres y hombres las obligaban a desnudarse a la vista de todos, frente a aquel horno asesino que tantas vidas se habría llevado.
Las personas que las rodeaban trataban de comunicarse, pero era imposible hacerse entender en medio de aquel paroxismo. Hanka vio cómo todas volvían a estar desnudas, derrotadas a las puertas de un horno.
De pronto, uno de los hombres que estaba con ellas alzó las palmas de las manos, llamando la atención de todas las prisioneras, que lo miraron juntar la ropa sucia que ellas mismas se habían quitado.
- Nos van a quemar vivas.
El hombre tenía un gesto que ellas no podían descifrar. Y sin embargo juntó hasta la última prenda de ropa y luego, lentamente, sin dejar de mirar a las mujeres, comenzó a acercarse a la puerta del horno, que estaba abierta, mostrando su infierno de llamas rojas y amarillas.
Al fin, el hombre lanzó la ropa dentro del horno y cerró la puerta, sonriéndoles a las mujeres que, completamente confundidas, continuaban llorando.
Con cuidado, un cuidado que a Hanka le resultó extraño, quizá exagerado, pero siempre impensado, aquellos que las habían recibido en la puerta del ferri las fueron llevando a un enorme vestuario. Todas lloraban, pero entre las lágrimas pudieron distinguir los caños en el techo. Pronto, comenzó a caer agua tibia, plácida, reconfortante. Por las puertas del vestuario ingresó un grupo de personas que llevaban jabones, shampoo y esponjas.
Hanka miró a sus hermanas, llorando. ¿Era cierto? Con gestos serenos y sonrisas, aquellas personas desconocidas, ¿eran ángeles?, comenzaron a bañarlas con delicadeza, como si ellas pudieran romperse ante un movimiento brusco. Hanka los miraba hacer, totalmente emocionada. ¿Estaba pasando de verdad? Cuando todas estuvieron limpias y perfumadas por los jabones y los productos para el cabello, les tendieron blancas toallas para que pudieran secarse.
Luego, otro grupo de mujeres ingresó al vestuario y comenzaron a repartir ropa interior y prendas de vestir entre Hanka y las demás sobrevivientes del Bloque 5 de Auschwitz. Poco a poco, las mujeres se fueron calmando. Lloraban, pero ya no era por el miedo.
- Nos salvamos – dijo Hanka, llorando, abrazando a sus hermanas.
Los nazis no las habían matado, ni siquiera habían podido separarlas."
Taller de Lectura. Encuentro 4. Lectura 5.
HANKA 753. Fragmento: pág. 118-130.
"Era extraño, pero por más hambre y frío que pasaban, ninguna de las prisioneras del Bloque 5 se había enfermado. Ni siquiera un resfrío, como si el tiempo y sus cuerpos se hubieran detenido en el vacío, en aquel limbo llamado Auschwitz. O como si alguien las protegiera. ¿Y si era Dios? Fue por entonces que Hanka comenzó a hablar con Él. De alguna manera, eso la ayudaba a evitar evocar sus recuerdos, a darle una entidad a esa esperanza absurda que la ayudaba a llegar viva a la noche, a vivir un día más. Le hablaba con sus propias palabras, avergonzada de no saber las plegarias acordes que debía pronunciar. ¿Y si era ese desconocimiento lo que le impedía a Dios escuchar sus ruegos y salvarla?
En algún momento de ese tiempo que llevaba en el campo había cumplido catorce años. No sabía cuándo, pero eso tampoco importaba. Ahora, al pasarse la mano por la cabeza, notaba una escasa alfombra de cabellos cortos donde habitaban piojos y liendres. Pero al menos ya no estaba calva. Eso la alentaba. Cerraba los ojos para perderse en una imagen blanca y difusa, sin texturas ni rostros, un lienzo ciego donde a veces surgía el rostro de Dios. Debía sobrevivir, llegar a la noche. Si su pelo estaba creciendo, el resto de su cuerpo también superaría todo lo demás.
Una mañana, al salir del Bloque 5, se sorprendió al descubrir que los bloques que rodeaban al suyo ahora estaban vacíos. Ninguna mujer, ni dentro ni fuera. Sin embargo, esa tarde los barracones volvieron a llenarse con otras mujeres que nunca había visto hasta entonces. El Bloque 4 había recibido a un grupo de polacas de Varsovia. En el Bloque 6, otras mujeres lloraban y se quejaban en distintos idiomas que Hanka no podía entender. Alguien le dijo que eran ucranianas. Otra, que provenían de Francia, o de Hungría.
Desde entonces, el movimiento de gente en el campo fue constante. Los barracones se vaciaban y volvían a llenarse con nuevas prisioneras. Pero, ¿y las demás? ¿Qué hacían con ellas?
- Las queman en los hornos – le dijo una mujer del Bloque 4.
- No puede ser… - dijo Hanka, confundida.
- ¿No olés el aire? ¿No sentís el olor a carne asada?
- Es el olor de cocina de los alemanes, por eso…
La mujer la interrumpió con energía.
- Cuando liquidaron el Ghetto de Varsovia, mandaron a todos los sobrevivientes a la cámara de gas, y luego a los hornos. ¿Por qué ninguna de ustedes quiere aceptar lo que está pasando?
- ¿En Varsovia no quedan judíos? – preguntó Hanka, confundida.
- En Varsovia no queda nada – dijo la mujer.
Otra se acercó al alambrado para decir:
- Pero los judíos de Varsovia al menos enfrentaron a los nazis. Los atacaron con bombas caseras, mataron a algunos antes de que los aviones bombardearan la ciudad… Ahora están retrocediendo. Los rusos se acercan cada vez más. Están tan cerca que los alemanes huyen hacia Alemania.
- Si sobrevivimos a esto, pronto nos van a liberar…
- Silencio. El Gallo Rojo – dijo Hanka al ver la cabellera que pasaba por fuera del Bloque 4.
Esa noche, cuando regresaron al Bloque 5, Hanka les contó a algunas de las mujeres lo que había oído de Varsovia. Ninguna le prestó atención, ni siquiera sus hermanas. En silencio, Hanka se tendió en el suelo junto a Hela y Raquel.
- Las mujeres de Varsovia también me dijeron que los rusos se acercan, que nos van a liberar.
Hela sonrió con tristeza y le acarició la frente. Raquel tampoco dijo nada: la esperanza de ser liberadas era una quimera que ninguna se atrevía alentar.
- De verdad. Van a liberarnos pronto.
- No lo creo, Hanki – dijo Hela.
- Raquel, vos tenés que creerme…
- Descansemos – dijo Raquel, cerrando los ojos.
Hanka se puso furiosa con sus hermanas. ¿Por qué era la única que se ilusionaban con el final de aquella pesadilla? Al menos se alegraba de que Raquel hubiera decidido alimentarse, porque si las cosas ocurrían como le había dicho aquella mujer del Bloque 4… Pero la mujer también había hablado de hornos. Eso Hanka no se lo había contado ni a sus hermanas ni a nadie. Se aterrorizaba con sólo pensarlo. No podía ser cierto.
Sin embargo, a su alrededor, los barracones seguían vaciándose y volviéndose a llenar implacable, constantemente con mujeres que llegaban de lejanos lugares hablando distintos idiomas, compartiendo aquel mismo horror.
¿Cuánto tiempo tardarían en vaciar el Bloque 5? Hanka no podía saberlo. Pero tampoco quería pensar en eso. Sólo debía olvidarse del hambre y del frío que sentía, sólo debía esforzarse en sobrevivir un día más para que el final, cualquiera que fuese, la encontrara de pie.
Días más tarde, Hanka vio cómo desalojaban a las mujeres del Bloque 4 para que les dejaran el lugar a otro grupo recién llegado de alguna parte. Al ver marcharse a las mujeres con las que había conversado en los últimos días a través de los alambrados, sintió ganas de llorar. Habían sobrevivido al levantamiento de Varsovia y ahora las conducían quién sabía a dónde. ¿Las quemarían en los hornos, si es que los hornos existían? ¿O simplemente las fusilarían en un lugar apartado? ¿Tirarían sus cuerpos a los perros? De alguna manera, ella se había ilusionado con la llegada de los rusos, con la liberación. Pero el campo se vaciaba, la gente llegaba y volvía a marcharse. Día a día los rostros que habitaban los otros barracones eran reemplazados por otros. Como animales, números de una lista que debía desaparecer.
Cada vez que llegaba un nuevo grupo de prisioneras, Hanka temía que las condujeran a su barracón. De pronto, estar allí había dejado de ser una condena para volverse parte de la salvación. Debían mantenerse enteras, vivas hasta que los rusos lograran llegar.
Pasaba de la esperanza a la desesperación en cuestión de minutos. La nieve caía mansamente desde el cielo. Pero también había otra nieve, más fina, seca, que Hanka no tardaría en conocer.
(…)
- Afuera – gritaron en alemán.
Hanka tardó en reaccionar. Aún se sentía cansada por haber pasado el día de pie. Abrió los ojos: aún era de noche. ¿Por qué las despertaban?
Hela y Raquel la ayudaron a incorporarse y siguieron a las demás hacia afuera, donde se encontraron con un centenar de prisioneras que esperaban al otro lado del alambrado. Al verlas recién rapadas, Hanka supo que eran nuevas, y temió lo peor.
- Andando – dijo una de las alemanas.
Armadas con metralletas, rodearon al grupo de mujeres del Bloque 5 y las obligaron a alejarse para que las mujeres que esperaban afuera pudieran entrar y dormir. Antes de marcharse, Hanka se volvió para ver cómo aquellas nuevas prisioneras ocupaban su lugar. Todo había terminado. Lo sabía. Dios no había entendido sus palabras, o no la había querido escuchar. Y sin embargo no le quedaban fuerzas para revelarse, para huir. Ni a ella ni a sus hermanas ni al resto. Obedecían a cada grito y se alejaban de los barracones hacia otra parte del campo.
Caminaron bajo la nieve arrastrando los pies descalzos. Alcanzaron el patio donde habían ahorcado a aquella chica que había intentado escapar, pero no se detuvieron. Pasaron junto a la estación de tren, y vieron varias formaciones cargadas con miles de personas que bajaban amenazadas por armas y perros negros. La actividad en aquella parte del campo era total: un hormiguero en movimiento permanente. Gritos, órdenes, y una sincronización macabra.
- ¿A dónde nos llevan? – preguntó Raquel, pero hizo silencio al ver que el Gallo Rojo se unía al grupo de alemanas para custodiar a las mujeres del Bloque 5.
Siguieron caminando. Detrás, a los costados, delante, otros grupos de mujeres y hombres avanzaban en medio de la noche. Y entonces Hanka la vio: la chimenea crecía de tamaño a medida que avanzaban. En ese preciso momento dejó de sentir el frío, el viento, la nieve sobre su piel. No sentía nada. Sólo miedo.
Las obligaron a detenerse junto a un barracón. Allí, tan sólo una orden:
- Quítense la ropa.
Lentamente todas se fueron desnudando. Ya ni siquiera tenían vergüenza. Desnuda, ella volvió a caminar. Cruzaron otros patios, rodearon más barracones y al fin alcanzaron una enorme explanada donde había cientos, miles de personas desnudas formadas en una larga fila que acababa a los pies de aquella chimenea que no dejaba de vomitar humo blanco. Desde su lugar en la fila, podía oír hablar en rumano, ruso, húngaro, francés, polaco, idish… miles de lenguas que se dirigían a aquella torre de Babel que ardía incansablemente.
Había dejado de nevar, pero en el viento flotaba un polvo fino, seco, que se trasladaba en el aire con parsimonia, cayendo sobre las cabezas rapadas, sobre los cuerpos desnudos y los rostros surcados de lágrimas de cada uno de los prisioneros. Ahora que sabía la verdad, por más hambre que tuviera, el olor a carne asada le resultaba espantoso.
De pronto, un hombre comenzó a gritar. Se acercaron unos alemanes con sus perros, lo apalearon, pero el hombre no se detuvo. Al contrario, herido como estaba por los golpes, se apartó de la fila y se echó a correr. Con parsimonia, uno de los alemanes le apuntó con su arma y disparó. El hombre detuvo su carrera, cayó de rodillas y luego se desplomó. Los demás, formados en esa fila eterna que no se movía ni un paso, lo observaron durante un segundo y luego apartaron la vista. Hanka cerró los ojos para refugiarse en ese telón blanco que era su mente, su refugio, y comenzó a rezar con apuro, buscando las palabras más adecuadas, sin saber qué decir, sin saber cómo evocar a su Dios. ¿Era su Dios? ¿Existía algún Dios ahí, en ese campo de muerte?
La noche avanzaba más rápido que la fila. A su alrededor, sollozos, gritos, plegarias. Y sobre ella esa fina nieve de cenizas que iba cubriendo sus cuerpos, la explanada y todo lo que había allí. De a ratos, los alemanes se sacudían las ropas con las manos, asqueados o molestos. Hanka no podía saberlo. No eran seres humanos. No podían ser como ella. Esa era la única coartada que le permitía resistir a la locura. Era preferible pensar que eran demonios, fantasmas, cualquier cosa ajena a la humanidad.
¿Dónde estaban los rusos? ¿Cuándo llegarían los Aliados? ¿Por qué nadie bombardeaba esas vías, esa chimenea infernal? Completamente vencida, Hanka comenzó a repasar los pocos años que había vivido. ¿Eran trece o catorce? No importaba. Ya no importaba nada.
A lo lejos, en un momento se oyó una explosión. Hanka pensó que eran los rusos. Se acercaban. Voy a salvarme, voy a salvarme, pensó. Miró una estrella: Dios, me vas a salvar. El eco del estruendo fue apagándose de a poco. Hanka aguzaba el oído, buscando otra explosión que confirmara la llegada de los rusos o los Aliados, pero en el campo sólo se oía el silencio. Voy a morir, pensó, y se echó a llorar.
Pasaron las horas. Algunos ya no podían soportar la espera, y se orinaban encima, provocando la risa de los nazis que se turnaban para controlar el lugar. La única que permanecía allí sin descanso era el Gallo Rojo, repartiendo latigazos entre los prisioneros.
- Nos van a matar – dijo Hanka en voz baja, al fin.
- No, nos van a mandar a otro campo – dijo Hela.
- No me mientas – dijo Hanka.
- No te miento – dijo Hela, y no mentía.
Como Raquel y tantos otros, ella también estaba convencida de que al final de la fila no las esperaba la muerte. Quizá por eso eran tan pocos los que intentaban escaparse. Hanka, en cambio, tan sólo deseaba que la fila avanzara y todo terminara de una vez. Pero la fila no se movía: cada vez llegaban más grupos de prisioneros desnudos, que los alemanes por alguna extraña razón conducían directo a la chimenea, sin hacerlos esperar, demorando el final de los otros. Eran tantos que de haber decidido atacar a los alemanes los hubieran vencido sin oposición. Pero ni siquiera tenían fuerza para pensarlo. Los años de torturas y encierro les habían quitado la fe, el valor, la razón.
Llevaba tantas horas oliendo aquello que ya no podía contener las náuseas. ¿Qué sentiría al quemarse? ¿Cuánto tardaría en morir? ¿Tendría tiempo para asustarse con las llamas? Era lo único que le preocupaba. Pensaba que iba a morir, pero a los pocos minutos creía que podía salvarse. Lo que no soportaba era la espera. Alzó la vista al cielo, que comenzaba a clarear. Divisó una nube teñida por el amanecer. Y pensó: me abandonaste, Dios.
(…)
Se hizo de día. El sol bañó la explanada, revelando la desolación de aquellos miles de cuerpos desnudos, enflaquecidos hasta los huesos, que continuaban aguardando de pie. A un costado, el Gallo Rojo reía su joven belleza conversando con los nazis, bebiendo de unos recipientes. ¿Sería café? ¿Qué importaba eso ahora?
De pronto, la fila comenzó a avanzar.
Alcanzaron un sector donde varias alemanas comenzaron a revisarlas con detenimiento. Separaron de la fila a una mujer que rengueaba, luego a otra que tenía una herida en una mano y a otra que tenía una mancha roja en espalda. Hanka tuvo un pensamiento que le heló la sangre.
- Hela, no alces los brazos – dijo con un susurro.
Desde hacía una semana, su hermana mayor se quejaba de que tenía una erupción en la axila. Apenas una muesca, pero eso bastaría para que las alemanas la apartaran de la fila y la separaran de sus hermanas. Dieron uno, tres, diez pasos. Hela quedó a merced de las alemanas. La rodearon, le miraron las piernas, las manos, el rostro. Con los brazos pegados al torso, Hela intentaba ocultar eso que podría condenarla.
- Siguiente – dijo la alemana.
Al ver que su hermana continuaba en la fila, Hanka suspiró. Pero tuvo poco tiempo para disfrutarlo. Había llegado su turno.
La revisaron de pies a cabeza. Derrotada, hambrienta… y aún así logró pasar aquel control, al igual que Raquel. Continuaron en la fila, viendo cómo las alemanas se llevaban a cada prisionero que mostrara renguera, lunares, cicatrices, cualquier imperfección. Se los llevaban hacia el comienzo de la fila y nunca los veían volver. Sólo entonces Raquel acercó su boca al oído de Hanka para decir:
- Tenías razón: nos van a matar.
Hela se volvió para mirarlas. Estaba paralizada por el miedo. No hablaba, no lloraba. Estaba en shock, como si por primera vez en tantos años fuera consciente de lo que les estaba ocurriendo. Raquel ya no podía contener las lágrimas.
- Dios va a salvarnos – dijo Hanka, y extendió una mano hacia adelante y la hacia atrás.
Sus hermanas se aferraron a sus manos, como si en lugar de ser la más pequeña Hanka fuera la hermana valiente, la que todo sabía, la que las ayudaría a escapar. Pero no podía hacer nada: nunca podría proteger a sus hermanas como ellas la habían protegido desde la desaparición de su padre. Apretó la mano de Hela y la de Raquel con fuerzas, como si quisiera fundirse con ellas. Al menos, las tres habían logrado permanecer juntas.
El Gallo Rojo caminó hasta ellas y se soltaron, quedándose cada una con su propia tristeza, con la vista puesta en el comienzo de la fila, donde las esperaba el final.
El sol volvió a caer. Llevaban un día y dos noches allí, acercándose lentamente a un final que se demoraba. Y entonces pudieron oírlo. De inmediato, un rumor de voces se alzó entre las mujeres del Bloque 5. Aturdidas por el hambre y el cansancio, Raquel y Hela no entendían qué pasaba.
- ¿Qué dicen los altoparlantes?
- Que el Bloque 5 debe presentarse en los barracones. Que nos mandan a otro sitio a trabajar – dijo Hanka, asombrada.
- ¿Estás loca? – preguntó Hela, llorando.
Junto al grupo de mujeres del Bloque 5 se presentó un alemán que llevaba un papel en la mano. El Gallo Rojo, látigo en mano, se había acercado al ver el movimiento en esa parte de la fila.
- Bloque 5, síganme – dijo el alemán, y no hizo falta que lo repitiera.
Hanka, Raquel y Hela se lanzaron detrás de él, sin importarles estar desnudas delante de un hombre, sin importarles nada más que alejarse de aquellos hornos donde estaban quemando a los judíos.
Alcanzaron un barracón, donde volvieron a revisarlas para elegir solo a aquellas que estaban en buenas condiciones físicas. Hela volvió a esconder la erupción de su axila, y las tres vieron como las elegían para ir a trabajar. ¿Adónde? Eso no les importaba. Una a una, las cien mujeres del Bloque 5 fueron examinadas, y sólo fue seleccionada la mitad. Las demás, entre gritos y llantos, fueron conducidas de regreso a la fila del purgatorio.
Allí mismo, a las cincuenta mujeres elegidas, les entregaron ropa sucia y les anunciaron:
- A los transportes.
Caminaron detrás del alemán que las había rescatado sin perderlo de vista. Lo seguían a apenas un palmo de distancia. Llegaron a un patio adoquinado donde había dos camiones militares con la parte trasera cubierta por una lona de color verde.
- Arriba, judías – ordenó el alemán.
No perdieron tiempo. Con una agilidad renovada por el excitación de esa repentina huida, Hanka y las demás treparon al camión y se ubicaron en la caja, muy juntas bajo la lona que les impedía ver el cielo y las estrellas, pero también aquella nieve seca que ellas mismas habrían podido ser.
Mientras el camión arrancaba, Hanka miró a sus hermanas. Las tres lloraban. Hela le tomó la mano y se la besó.
- Tenías razón – dijo.- Dios iba a salvarnos."
Taller de Lectura. Encuentro 4. Lectura 4.
HANKA 753. Fragmento: pág. 84-93.
"En agosto de 1944 finalmente la Judenrat comenzó a desmantelar el ghetto. Apenas si quedaban unos pocos miles de sobrevivientes. A mediados de aquel mes, Hanka, Hela y Raquel vieron cómo se llevaban las maquinarias de las fábricas, y se quedaron sin trabajo. ¿Qué iban a hacer ahora? ¿Cómo iban a sobrevivir? Lo supieron durante aquella semana., cuando los altoparlantes reclamaron la presencia de todos los sobrevivientes del ghetto.
Así, se unieron a esos espectros que ahora permanecían de pie en la calle, abatidos, dispuestos a enfrentar su destino. La mayoría eran mujeres, sobre todo mujeres jóvenes. Hanka y sus hermanas permanecían muy juntas, tomadas de la mano, como si esa proximidad pudiera protegerlas de todo. Poco a poco, los hombres de la Judenrat se acercaron por la calle y anunciaron el final:
- Hoy todos serán deportados.
Hanka miró a sus hermanas. Raquel y Hela le apretaron las manos para tranquilizarla, pero esta vez en sus rostros no encontró esperanza, tan solo agotamiento.
- Ustedes son los últimos. En marcha – volvió a decir el hombre de la Judenrat.
Sólo entonces una cuadrilla de SS ingresó al ghetto, apuntando con sus fusiles al grupo de sobrevivientes que no tuvo más opción que ponerse en marcha. Lentamente, comenzaron a avanzar a pie hacia la estación de tren. Nadie hablaba. Nadie intentó escapar. Estaban tan derrotados que habían perdido todo rastro humano: ya no tenían esperanzas, rebeldía, temor. Ese había sido el triunfo más cruel de los nazis.
Cuando alcanzaron la estación, Hanka pudo ver a ese monstruoso gusano metálico vomitando humo. Las puertas estaban abiertas. Pronto, los alemanes dividieron al grupo de sobrevivientes en los vagones de carga, tres para las mujeres y otro para los pocos hombres jóvenes que habían sobrevivido hasta ese día, el último día del ghetto de Lodz.
Las mujeres comenzaron a amontonarse frente a la puerta del vagón que les habían asignado. Sintió que alguien la empujaba, luego un pisotón, luego un golpe en la espalda. Había perdido de vista a sus hermanas.
- Hela, Raquel… ¿dónde están? – gritó, sin obtener respuesta.
- Suban, judías – gritó un alemán, y ellas comenzaron a subir.
A simple vista, Hanka podía imaginar que aquel vagón no podría contenerlas a todas. Pero eso a los alemanes les importaba poco y nada. En un momento, sintió que alguien le sujetaba la mano. Hela. Dentro del vagón, Raquel extendía sus brazos para ayudarlas a subir. Empujada por las demás, Hanka pudo alcanzar el piso del vagón, y lo encontró lleno de polvo, un polvo negro que se agitaba con los pasos de las mujeres que seguían subiendo, incontables, apretándose entre ellas en aquel lugar tan estrecho. Hanka sintió que algo áspero le entraba en la boca.
- Es carbón, todo está lleno de polvo de carbón – gritó una mujer.
Otras comenzaron a llorar. Una rezaba. Otra, en medio de un ataque de pánico, gritaba que iba a morir. Cuando las puertas se cerraron, Hanka sintió que le faltaba el aire. Rodeada y oprimida por otros cuerpos, intentó respirar aire limpio acercándose todo lo posible a las pequeñas ventanas del vagón. Era imposible. El polvo de carbón flotaba en el aire, tapándole los poros, dándole una sensación de sed y sequedad.
- ¿Adónde nos llevan? – preguntó Hanka.
- A trabajar – dijo Hela, tosiendo.
- Nos van a quemar en los hornos – dijo una mujer, golpeando con sus puños las paredes de madera.
- No le creas. Todo va a estar bien – dijo Hela, apretándole la mano.
Entonces el vagón se sacudió y el tren se puso en movimiento. El chirrido de las ruedas sobre los rieles era tan agudo que hacía doler los oídos. Pero a ella no le molestaba. Ni eso ni el polvo que le entraba por la nariz y la boca, ni los gritos, ni el llanto de las demás mujeres que se empujaban y la pisaban. Todo había dejado de importarle y las vanas promesas de su hermana mayor eran solo eso: vanas promesas de una esperanza que ella había perdido en el mismo momento en que se llevaron a su padre, y cerraron las puertas del tren.
Se marchaba de Lodz, donde había llegado hacía ya diez años con su padre y esos seis hermanos de los cuales sólo conservaba a dos. Malka estaba perdida en Argentina, Bernardo había muerto en la frontera, Abraham y Oskar en algún lugar del ghetto, su padre había sido vejado delante de sus ojos. Y así, en la oscuridad de aquel vagón colmado de mujeres asustadas y derrotadas, Hanka sintió que la vida y la muerte eran tan parecidas que ella no podía discernir cuál era mejor. ¿Adónde la llevaban? Tampoco le importaba eso. Se conformaba con haber sobrevivido hasta ese día, de estar junto a sus hermanas, de seguir de pie. De haber un futuro, ya no podía ser bueno. Ningún futuro podría borrar de su mente lo que había vivido hasta entonces. Aunque en ese momento Hanka no sabía que lo peor aún estaba por llegar: que la vida, para aquellos judíos que iban camino a la nada, podía ser mucho más cruel que cualquier tipo de muerte.
(…)
Viajaron durante horas. Se hizo de noche, y con la oscuridad también llegó el frío. Los cuerpos que la rodeaban no bastaban para darle calor. De a ratos, el cansancio la obligaba a cerrar los ojos pero enseguida alguien la pisaba o la golpeaba y debía reaccionar para no ser lastimada. El vagón se sacudía, las mujeres sollozaban. Y sin embargo el tren continuaba su marcha, sin que ningún país del mundo hiciera nada por detenerlo.
Más tarde, por las pequeñas ventanas enrejadas vieron que el cielo se encendía con los colores del alba. El frío se hizo más intenso. Entonces el tren comenzó a reducir la velocidad y finalmente se detuvo. Desde afuera les llegaron gritos, órdenes pronunciadas en alemán, rumor de botas sobre el piso y un olor extraño.
- ¿Dónde estamos?
- No sé, Hanka. No sé – dijo Hela.
Durante un tiempo que les resultó eterno permanecieron allí paradas, asustadas, respirando partículas de carbón. Luego, la puerta del vagón se sacudió con violencia. Cuando se abrió, la claridad les perforó los ojos. Instintivamente, las mujeres comenzaron a retroceder, tratando de esconderse, de pegarse a la pared opuesta a la puerta. Pero era imposible escapar.
Afuera, mujeres alemanas vestidas con ropas militares comenzaron a gritarles cosas que ellas no podían entender. Volvieron a apretujarse contra el interior del vagón, provocando una nueva nube de polvo negro que comenzó a salir hacia el exterior. Entonces se oyó un disparo. Apuntándoles con un arma, una de las alemanas dijo en polaco:
- Abajo, judías.
Poco a poco fueron abandonando el vagón. Les costaba mover las piernas luego de pasar tantas horas de pie. Sólo entonces pudo contemplar el rostro de sus hermanas completamente teñidos de carbón. ¿Ella estaría igual? Se tocó la cara, vio el dedo negro. Como las demás, ella también abrió los ojos de par en par para ver las rejas que rodeaban un predio donde se elevaban precarios barracones. Más allá, una enorme chimenea se alzaba hacia el cielo diáfano, soltando una columna de humo blanquecino. Mientras evitaba los empujones de las alemanas, Hanka siguió con la mirada las rejas hasta que descubrió un cuerpo quemado y aún humeante sujeto a los alambrados electrificados.
- Eso es lo que le pasa a los que quieren escaparse – dijo una de las alemanas en polaco, para que todas entendieran.
Condujeron a los sobrevivientes del ghetto de Lodz a fuerza de golpes y amenazas a través de un sendero de tierra, en dirección al portón por el que se ingresaba al inmenso campo. Hanka caminaba en silencio, arrastrando los pies, rodeada por Hela y Raquel. Al atravesar el portón, miró hacia arriba: “El trabajo los hará libres”, decía un cartel forjado con letras de hierro.
Alcanzaron la puerta de un barracón, donde había varias mesas con oficiales hombres sentados ante unos cuadernos de hojas largas donde fueron inscribiendo el nombre de las recién llegadas. Cada vez que una mujer se acercaba, la obligaban a desnudarse y, luego de preguntarle el nombre y el origen, le otorgaban un número de varias cifras. Hanka vio cómo dos alemanas le quitaban la ropa a Raquel y la increpaban a los gritos. El cuerpo blanquísimo por los años de encierro, y el rostro, el cuello y los brazos negros de carbón. Avergonzada, Raquel demoraba sus movimientos. Al recibir un golpe en las costillas comenzó a apurarse. Cuando terminó, se volvió y pudo ver que lloraba. Siguieron pasando otras mujeres. Y entonces llegó su turno. Lentamente, caminó hasta la mesa, dijo su nombre. El hombre la contempló con una media sonrisa, y dijo un largo número del cual ella sólo puedo retener las últimas tres cifras:
- 753.
Ya no era Hanka Dziubas. Hasta eso le habían quitado. Ahora era 753, apenas un número en aquel engranaje de odio y destrucción. Pensaba en ese número cuando dos alemanas comenzaron a quitarle la ropa. Su primera reacción fue resistirse, pero al recibir el primer golpe no pudo hacer otra cosa más que obedecer. Pronto, la vergüenza superó al miedo. Mientras la desvestían, ella intentaba cubrirse sus partes íntimas con las manos para que el oficial de las SS no viera su desnudez.
La condujeron junto a las demás mujeres desnudas y allí tuvo que esperar que el grupo entero se registrara, se desnudara y obtuviera su número de identificación. Junto a la mesa del SS se había formado una montaña de ropa sucia. ¿Y ahora? Con la mirada buscó a sus hermanas. Estaban petrificadas, tan sorprendidas y asustadas que no le dedicaron ni una sola palabra de esperanza. Sólo silencio.
Las obligaron a caminar hasta otro lugar donde tuvieron que formar una fila. Una a una, las mujeres fueron presentándose ante una alemana corpulenta que sostenía una máquina extraña que Hanka nunca había visto.
- ¿Qué nos van a hacer? – preguntó.
Pronto tuvo su respuesta. La alemana sujetó la cabeza de la primera mujer de la fila y comenzó a cortarle el cabello hasta dejarle la cabeza completamente rasurada. Llegó su turno, y debió caminar sobre una alfombra de cabellos mutilados. Se dejó tomar la cabeza con violencia, y poco a poco vio cómo aquellas trenzas que Mordejai acariciaba iban cayendo al suelo, como el traje de aquella niña que Hanka ya no volvería a ser. Cuando la alemana terminó, 753 fue a reunirse con sus hermanas y el resto de las mujeres de rostros negros y cabezas rasuradas. No pudo evitar llevarse una mano a la nuca y acariciar esa piel áspera que ahora le cubría la cabeza. Enflaquecidas, calvas, derrotadas, todas miraban el suelo. ¿Qué más podía ocurrirles?
Mientras la última mujer de la fila perdía sus cabellos rubios, las alemanas eligieron algunas prendas estrechas de entre la montaña de ropa y señalaron a tres chicas que a pesar de las carencias del ghetto aún se mostraban obesas. Riendo, las alemanas las obligaron a vestirse con esas ropas demasiado pequeñas para sus cuerpos exuberantes, que dejaban sus partes íntimas a la intemperie. Una de las alemanas empezó a aplaudir y las demás obligaron a las tres chicas a que bailaran para ellas. Las tres lloraban, pero obedecían. Bailaban y lloraban mientras Hanka y las demás se desmoronaban y comprendían que habían llegado a un lugar mucho más peligroso que el ghetto.
Las alemanas se aburrieron o recordaron que estaban allí para otra cosa, y entonces condujeron a todo el grupo a un barracón vacío. Durante unos segundos, Hanka y las demás esperaron que las asesinaran. Pero de pronto, desde los caños que atravesaban el techo, comenzó a caer una lluvia de agua helada. Hanka temblaba. Con las manos intentaba lavarse el rostro, las manos, la cabeza áspera, viendo cómo un río ennegrecido por el carbón comenzaba a escurrirse por el suelo.
Al fin, las duchas se apagaron y otro grito las obligó a salir al sol del campo. Allí, otras mujeres que no llevaban ropas alemanas les fueron entregando ropa al azar. Apenas unos vestidos de tela fina, sin ropa interior ni calzado. Hanka se apuró en vestirse. La sensación de no tener ropa interior la hacía sentirse desnuda, expuesta ante un peligro y una humillación mucho más peligrosa que los fusiles nazis.
Las dividieron según habían viajado en los vagones y recibieron la orden de avanzar. La noche comenzaba a caer. Descalza y hambrienta, caminaba junto a Hela y Raquel hacia un grupo de barracones, cada uno separado del otro con alambrados electrificados que rodeaban el perímetro del barracón y dejaban diez metros cuadrados vacíos, con tierra reseca.
- Entren.
Todas las mujeres se lanzaron deprisa hacia el interior mientras Hanka leía el cartel que estaba sujeto sobre la puerta: BLOQUE 5. En un momento vio que sus hermanas entraban, y las siguió. Dentro, todas las literas de dos y tres pisos que rodeaban las paredes ya estaban ocupadas por otras mujeres. El resto se habían acostado sobre los mosaicos del suelo, sin esperar nada. Agotadas por el viaje y las vejaciones del día, todas guardaban silencio y se disponían a dormir o, al menos, descansar el cuerpo. Buscó un sitio junto a Raquel y Hela, que seguían sin hablar. Ella tampoco tenía ganas de decir nada. Acostada en el piso helado, apenas sintiendo el contacto de sus hermanas y la presión de los otros cuerpos que la rodeaban, podía oír quejidos, suspiros, murmullos lastimeros que no decían nada.
En el aire, entre los olores fétidos de aquellas mujeres que llevaban horas enteras sin poder ir a un baño, creyó sentir el dulce perfume de la carne asada. Sintió hambre, se le llenó la boca de saliva y su vientre emitió un quejido. Llorando, buscó la mano de Hela y se aferró a ella con todas sus fuerzas, como si ese mínimo contacto bastara para quitarle el miedo.
Habían llegado al infierno de Auschwitz."
Taller de Lectura. Encuentro 4. Lectura 3.
HANKA 753. Fragmento: pág. 71-75.
"Durante un mes ni siquiera se levantó de la cama. No hablaba, y a veces quedaba tan agotada por el llanto que perdía las fuerzas para volver a llorar. Además de la tristeza, la ausencia de su padre las había expuesta a otra cosa, tan dolorosa como ineludible. Con el correr de las semanas, sin el alimento que Mordejai traía del trabajo, el hambre se había hecho constante.
De a poco, comenzaban a acostumbrarse a las nauseas que les llenaban la boca de saliva, su único alimento. Algunos días, sus hermanas salían a la deriva por las calles y se las ingeniaban para conseguir unos mendrugos de pan que Hanka devoraba con una fruición que se desvanecía en milésimas de segundo para volver a arrojarla a ese pozo oscuro y helado que era su cama en medio del ghetto.
- Papá va a volver. Y si vuelve no le va a gustar encontrarte así, acostada, derrotada – le dijo Hela.
Ninguna de las tres esperaba que su padre regresara. A esa altura, ni siquiera Hanka esperaba que Mordejai estuviera vivo ni que ella misma lograra sobrevivir. Pero poco a poco comenzaba a sentirse responsable de la preocupación de sus hermanas. Aquellas dos mujeres que le anunciaban falsas esperanzas y se esforzaban en ocultar su propio dolor, siempre cuidarían de ella. O al menos hasta que se lo permitieran sus fuerzas, los nazis y la destrucción.
Entonces un día, sin más explicaciones, al fin Hanka se puso de pie. Como ardillas voladoras, Hela, Raquel y ella también debían luchar para escaparse, para sobrevivir.
- Tenemos que conseguir trabajo – dijo Hela. - Podríamos preguntar a los conocidos de papá… o podría buscar a Moshe…
- Moshe debe estar muerto, sino hubiera venido a verte. Nos van a matar a todos– dijo Raquel, temblorosa.
- Si nos quedamos sin hacer nada vamos a morir de hambre. Debemos trabajar.
- ¿Yo también voy a trabajar? – preguntó Hanka, acercándose a sus hermanas, que ya estaban en el vano de la puerta.
- No, vos sos pequeña.
- Ya tengo doce años…
- Vos tenés que quedarte encerrada en la casa. Ni siquiera vas a salir cuando haya una nueva selección. ¿Me escuchaste? Desde hoy, nadie tiene que saber que estás viva. No podés abrir la puerta, no podés asomarte por las ventanas – dijo Hela, inclinándose hacia abajo, hablándole lentamente, como si temiera que sus palabras terminaran de quebrar esa repentina entereza que mostraba su hermana menor.
Cuando se quedó sola, regresó al cuarto y se acostó. Pero al oír un disparo en la calle volvió a incorporarse y se dirigió a la sala. Estaba a punto de mirar por la ventana cuando recordó el consejo de Hela, y se detuvo. ¿Qué estaba pasando afuera? ¿Les habrían disparado a sus hermanas? No podía saberlo. Desde la desaparición de su padre ni podía escuchar conversaciones ajenas que la ayudaran a comprender qué era lo que ocurría. Sabía que se estaban llevando a los judíos, pero no podía entender a dónde o para qué, aunque intuía que el destino de aquella gente no podía ser bueno.
Con el correr de los días, en la soledad de la casa, su horizonte se había limitado a esas paredes que día a día parecían estrecharse un poco más. Al cabo de un tiempo, de horas o meses, quizá terminaran por aplastarla y anularla por completo.
Hela y Raquel lograron su objetivo: consiguieron trabajo y, lo más importante, una absurda libreta de racionamiento donde figuraba la cantidad de migajas que les correspondían por trabajar para los nazis. Desde entonces, cada tarde llegaban agotadas por el trabajo, pero ambas se empecinaban en fingir entereza para que Hanka no las viera sufrir. Cada tarde, también, retiraban de entre sus ropas la comida que les habían entregado en la fábrica y que no habían querido comer para poder compartirla con ella. Pero un trozo de pan duro y media zanahoria mustia no bastaban para irradiar esperanza ni valor. La vida era eso que transcurría entre cada pedazo de pan duro y el siguiente, en el encierro más sórdido y silencioso que nadie se hubiera podido imaginar.
Cuando afuera los parlantes gritaban su reclamo diario de vidas, sus hermanas salían a la calle para exponerse a una nueva selección, confiadas en sus permisos de trabajo y la importancia de ser útiles para los nazis. Regresaban en silencio, azoradas por aquello que veían en la calle pero que se empecinaban en ocultar.
Había días en que ni siquiera contaban con el alimento que les correspondía por la cartilla. Entonces Hela se escurría entre las puertas de la cocina de la fábrica y robaba las cáscaras de papas tiradas en el suelo y la borra del café que bebían los nazis. Lo llevaba escondidos en sus ropas, un amasijo fétido que al llegar a casa colocaba sobre la mesa y durante minutos observaban primero con asco, luego con interés, pero siempre con el hambre implacable que les corroía los cuerpos por dentro.
Sin espejos, no podía saber lo que la falta de alimento estaba causando en su cuerpo. Pero mientras masticaba los granos de café y las cáscaras de papa podía ver los huesos de sus hermanas tensando su piel cetrina por el encierro, antes rosada y perfumada por esa juventud que les estaban robando. Aquellas niñas que se habían convertido en mujeres durante los años que llevaban en el ghetto, aquellas hijas que Mordejai y Gita habían soñado con un futuro exitoso y matrimonios convenientes, ahora apenas si podían sonreír para alejar los miedos de su hermana menor.
Las horas se estiraban asfixiándola, y cada día recibía un papel amarillento cargado de silogismos que a veces le resultaban incompresibles, tan ajenos como un idioma extranjero que no lograba descifrar.
- ¿Por qué tengo que hacer esto?
- Porque si no hacés nada te vas a sentir peor. Además, cuando todo termine vas a necesitar saber leer y escribir para tener una vida digna. Hacé la tarea, papá hubiera querido eso – repetía Hela.
Pero había días en que incluso Raquel se mostraba más asustada y derrotada que Hanka.
- Tiene razón, papá ya no está y nos van a matar a todos.
- Callate Raquel – bramaba Hela - No nos van a matar. – Y, mirando a Hanka, acariciándole la frente, repetía: - Hanki, nadie te va a matar a vos.
Ella permanecía escondida dentro de la casa en un eterno presente, sin reparar en el paso del tiempo. Un día, al regresar de la fábrica, sus hermanas la abrazaron más fuerte que otras veces.
- Hoy es tu cumpleaños – dijo Raquel.
- Ya tenés trece años, Hanki.
Había momentos en que deseaba salir a la calle y ver qué ocurría afuera. Juntaba valor, suspiraba, apoyaba su mano en el picaporte de la puerta y luego el miedo se apoderaba de ella y volvía a acostarse con una mano sobre el vientre, tratando de acallar los rumores del hambre. Ya ni quiera podía identificar sus sensaciones: todo se mezclaba, ateriendo sus músculos inmóviles, sus piernas cada vez más largas que sólo podía usar para recorrer una y otra vez cada palmo de la casa, como una ardilla voladora encerrada en una trampa de la que ya nunca podría escapar."
Taller de Lectura. Encuentro 4. Lectura 2.
HANKA 753. Fragmento: pág. 66-70.
"A comienzos del año siguiente, 1942, el ghetto de Lodz se cubrió con un manto de nieve. La falta de alimento y la prohibición alemana que impedía el ingreso de gas y carbón dejaron a los judíos a merced del invierno. Aquellos que aún conservaban muebles no dudaban en destrozarlos y armar fogatas improvisadas dentro de las casas para mantener la temperatura y no morir congelados.
Fue por aquella época que llegaron nuevos exiliados desde el este y el oeste. En la fábrica, el propio Mordejai pudo trabar amistad con un judío alemán que había gastado toda su fortuna en sobornar oficiales de las SS para mantenerse con vida, aunque fuera trabajando doce horas al día como un verdadero esclavo. Pero el hombre traía algo muy valioso para Mordejai y todos los habitantes del ghetto, que llevaban un año encerrados, sin noticias del mundo, ni siquiera del resto de las ciudades polacas, mucho menos sobre el avance de la guerra en Europa, África y las tierras del este.
Aquel día, Mordejai regresó del trabajo con un gesto de derrota tan evidente que hasta Hanka pudo notarlo.
- ¿Qué te pasa, papá?
- Nada, estoy cansado – volvió a repetir Mordejai, como si aquel mantra lograra tranquilizar a su hija pequeña.
Más tarde, cuando Hanka intentaba dormir recordando los humildes manjares que tiempo atrás habían llenado la mesa de su familia, desde el cuarto pudo escuchar a su padre hablando con Hela.
- Los nazis están invadiendo el mundo entero.
- Pero alguien va a detenerlos… – dijo Hela.
- Sólo Dios lo sabe. Ya invadieron Belgrado, Atenas, Egipto, Riga, Tallin, Zagreb, París… los países caen ante los ejércitos de ese miserable Hitler – se lamentó Mordejai.
Desde el cuarto pudo sentir la amargura que enronquecía la voz de su padre. Por más que aquellos lejanos y extraños lugares sucumbieran ante la maquinaria infernal nazi, nada podía ser peor que ese dolor de estómago y el estruendoso clamor de su cuerpo. ¿Habría comida en aquellos sitios que nombraba su padre? ¿Qué comerían en París, en Belgrado, en Egipto?
Día y noche los trenes abandonaban Lodz cargados de gente y regresaban vacíos para recoger a los demás. Para Hanka, cada selección era peor que la anterior. Cuando sonaban las alarmas en el ghetto, su cuerpo se resistía a obedecerla. Aquel día de 1942, cuando los altoparlantes exigieron la presencia de los judíos en las calles, ella dijo:
- No quiero salir.
- Si te quedás acá, van a venir a buscarte y va a ser peor – le dijo Mordejai, acariciándole la frente. Inclinado sobre la cama donde Hanka permanecía inmóvil, propuso: - Hagamos una cosa: te voy a llevar en brazos así no tenés que caminar.
- Pero te duele la espalda… y ya soy grande.
- Vos siempre vas a ser mi hija pequeña. Y yo no soy tan viejo como parezco.
Hanka sonrió y se dejó alzar por los brazos temblorosos de Mordejai, que se afirmó en sus rodillas para salir de la casa con ella en brazos, acompañado por sus dos hijas mayores. Hela encabezaba la fila, y Raquel caminaba lentamente, como si su tardanza pudiera salvarla de algo.
Desde la primera deportación, las calles se habían ido vaciando de tal manera que ya no era posible ocultarse detrás de nadie. Los pocos sobrevivientes quedaban expuestos ante los ojos de los nazis, que los observaban como si se tratara de animales. Los Dziubas se ubicaron en un extremo, con la esperanza de que la distancia que mantenían con el selector de turno los ayudara a pasar desapercibidos.
Los alemanes fueron eligiendo a algunos hombres que condujeron hacia el camión. De pronto, en el cielo, Hanka descubrió un hermoso ganso que pasaba agitando sus alas y soltando un graznido que retumbó en las calles del ghetto. ¿Tenía alguna figurita con la imagen de un ganso? No podía recordarlo. Sólo pensaba en las ardillas voladoras, en sus propias ganas de lanzarse por el aire de la mano de su padre y alcanzar un lugar lejano, donde no hubiera nazis.
El sonido de las botas retumbaba en la calle. De pronto, el selector comenzó a acercarse. Hanka cerró los ojos. En brazos de su padre, frente a aquellos monstruos, en silencio.
Un profundo silencio.
Al abrir los ojos descubrió que el selector estaba frente a ellos y señalaba a su padre. Entonces Hanka gritó:
- No, papá.
Los soldados comenzaron a tirar de la ropa de Mordejai para apartarlo de su hija, pero ella no lo soltaba. Subida a sus brazos, se aferraba a sus ropas pegando patadas al aire mientras los soldados reían e insultaban.
- Voy a estar bien, Hanki – le susurró Mordejai, mirando a Hela y Raquel, que lloraban.
El selector alemán volvió a gritar, y esta vez los soldados tomaron sus fusiles y con las culatas golpearon a un lado y otro los riñones de Mordejai, que tuvo que liberar un brazo para dejar a Hanka en el piso. Pero ella seguía tomándolo de la mano, clavándole las uñas, decidida a no dejarlo partir. Los gritos retumbaban en la calle.
Por más que los alemanes tiraban de la ropa de Mordejai, no lograban separar esas dos manos entrelazadas. Al fin, uno de los alemanes alzó el fusil y con la culata descargó un golpe seco sobre la cabeza de su padre. De pronto, sintió que la mano que la sostenía se le escurría entre las suyas, inerte, mientras Mordejai caía al piso con el rostro cubierto de sangre y el mundo entero se detenía por completo.
- Papá… - gritó mientras Hela la cubría con sus brazos.
Los alemanes cargaron a Mordejai y lo arrojaron a la caja del camión que ocupaban los otros deportados. El megáfono de la Jundenrat volvió a sonar:
- Regresen a sus casas – decía.
Hanka no quería alejarse, ni siquiera podía moverse. En puntas de pie, intentaba ver que su padre se asomara por el camión, que estuviera vivo, que la saludara, que le dijera que eran las mejores ardillas del mundo y que nada ni nadie los podía atrapar. Pero el camión se alejó soltando un aire viciado sin que Mordejai se asomara.
Raquel y Hela la abrazaron y la obligaron a alejarse del lugar.
De regreso en la casa, Hela dijo:
- Se lo llevaron a trabajar, no tengas miedo.
- Vas a ver que en unos días vuelve a casa – dijo Raquel, llorando.
- Mentira – gritó Hanka y corrió a refugiarse en la habitación.
Acostada, se frotaba la mano que había sostenido la de su padre y cerraba los ojos para no pensar en el rostro cubierto de sangre. Se acostó y comenzó a nombrar cada uno de los animales que recordaba."
Taller de Lectura. Encuentro 4. Lectura 1.
La nila y su doble. Fragmento: pág. 39-43.
"En febrero, los primeros edictos nazis impusieron la expropiación y confiscación de todas las posesiones de los judíos, incluidas las casas, las tiendas, las fábricas, las joyas… Además, se prohibió todo tipo de contacto entre católicos y judíos, y se estableció que todos los judíos debían limitar su residencia a la zona de la Ciudad Vieja y el barrio Baluty. Muchos tendrían que abandonar sus casas para cumplir con el edicto, ya que la advertencia era clara: cualquier judío que se encontrara fuera de los límites impuestos, sería asesinado de inmediato.
Los Dziubas no pudieron escapar de eso.
Sentada en su cama, Hanka contemplaba el cuarto con tristeza. Sobre sus rodillas, el álbum de figuritas coloreadas se iba humedeciendo lágrima a lágrima. Cuando se abrió la puerta, entró Mordejai.
- ¿Esto tampoco? – preguntó Hanka.
- No.
- ¿Y vamos a dejar todo? ¿La cama, las sillas? ¿Dónde nos vamos a sentar?
- En la casa que nos asignaron debe haber todo eso. Y como sólo nos permiten llevar un bulto, debemos darle prioridad a la ropa, las mantas, las cosas de la cocina…
- Pero, papá… ¿puedo llevarme un libro, aunque sea?
Mordejai se arrodilló ante ella, para verla directamente a los ojos.
- Lo siento, Hanki. Cuando todo esto termine, te voy a comprar diez libros.
- No – dijo Hanka, con interés. Y pensando en su amiga Friedl, propuso algo mejor: - Cuando esto termine, yo quiero que me compres una muñeca.
- ¿Una muñeca?
- Sí, con vestido y cabello largo.
- Entonces te voy a comprar una muñeca y diez libros.
Desde el living llegó el rumor de sus hermanas, que sufrían sus propias frustraciones mientras empacaban lo poco que podían llevar. ¿Podría recordar los nombres y las formas de todos esos animales extraños si dejaba de consultar sus figuritas?
- Es la hora, Hanka – dijo su padre.
Se incorporó y miró por última vez su cuarto antes de seguir a su padre. En la sala, Hela, Abraham, Oskar y Raquel la recibieron en silencio. Mordejai miró a sus hijos y dijo:
- Esto no puede durar para siempre. Vamos a volver pronto.
Y salieron a la calle, abandonando esa casa en la que habían pasado los últimos años para unirse al río de personas que debían exiliarse en su propia ciudad. En las veredas, los polacos contemplaban la escena con un feliz desconcierto: ahora que los judíos se marchaban del barrio, ellos podrían ocupar sus amplias casas gracias a los nazis. Poco a poco, los Dziubas fueron avanzando entre la gente en dirección a la Ciudad Vieja. Hanka ni siquiera lloraba: de alguna manera, la consolaba ver al resto de los judíos compartiendo su misma tristeza. Junto a ella, otros niños se desplazaban con gesto ausente, algunos llorando, otros riendo, durmiendo en brazos de sus padres o en los carros que habían improvisado para cargar los bultos.
Lentamente, fueron alcanzando la zona señalada por los nazis. Mordejai los fue guiando hasta que al fin se detuvieron frente a un viejo edificio.
- Es acá – dijo.
Sus hijos lo siguieron puertas adentro. Cuando entraron al departamento que les correspondía, descubrieron una pequeña sala sin muebles y dos cuartos ínfimos y helados.
- Todo va a ir bien. Yo ya voy a empezar a trabajar en la fábrica.
- La fábrica que era tuya y que ahora es de los nazis – se quejó Abraham.
- Al menos tengo permiso de trabajo y una libreta de racionamiento. Ustedes no se preocupen por nada. Todo va a salir bien.
- Hace frío – dijo Hanka.
- Vas a tener que acostumbrarte. Los alemanes prohibieron que los judíos usemos gas o carbón – dijo Abraham.
- No lo necesitamos – dijo Mordejai, quitándose su largo abrigo y cubriendo con él a Hanka, que estaba sentada en el suelo.
Al día siguiente, temprano en la mañana, Mordejai se preparaba para ir al trabajo cuando Hanka preguntó:
- ¿Para qué es esa cinta?
- Para que sepan que soy judío.
- ¿Y yo tengo que usarla, también?
Mordejai se acercó a su hija.
- No, Hanki. Vos no vas a salir. Vos no vas a ir a ninguna parte, ¿me escuchaste? Ni siquiera quiero que te asomes o te muestres en las ventanas.
- Pero, papá…
- Hanka, es una orden. ¿Me escuchás?
- Sí, papá.
- ¿Y qué voy a hacer acá todo el día?
- Cuidarte mucho.
- Nosotros vamos a cuidarla – dijo Hela, que estaba junto a Raquel en un costado de la sala, viendo la calle desde las ventanas sucias de aquella, su nueva casa.
Al fin, Mordejai besó a cada uno de sus hijos, volvió a sujetarse la cinta con la estrella de David que llevaba en el brazo izquierdo, y salió a la calle. Cuando se quedaron solos, sus hijos comenzaron a conversar.
- Tengo que ir a ver a Shosha. Hace una semana que no la veo, ni siquiera sé si está bien – dijo Abraham, que hacía unos meses había comenzado a salir con una chica judía de su antiguo barrio.
- No, Abraham. No tenés papeles, si los nazis te encuentran podrían matarte – le dijo Oskar.
- ¿Y vos qué sabés? Yo podría ir y venir…
- No, bastante con haber perdido a Bernardo. Basta, por favor – gritó Hela y, de inmediato, su hermano se incorporó, soltó un insulto de protesta y fue a encerrarse al cuarto que ahora compartía con su padre y Oskar.
Poco a poco fueron acostumbrándose a la nueva casa, esa oscura y húmeda prisión en la que el tiempo parecía estirarse hasta el hartazgo. Cada vez que alguna de sus hermanas o hermanos regresaban de hacer una compra y Hanka les preguntaba qué habían visto en la calle, ellos siempre respondían lo mismo:
- Nada.
Sin embargo, todos podían ver en la calle a los judíos que hacían colas para conseguir la escasa ración de alimento que ofrecía la Judenrat, la policía judía que se ocupaba de mantener el orden dentro de la zona asignada a los propios judíos. Sólo unos pocos privilegiados como Mordejai habían conseguido trabajo y derecho a comida, además de los que habían logrado esconder algunas joyas para intercambiar por comida en el mercado negro. Un día, en un intento por encontrar a Shosha, el propio Abraham había descubierto que, amenazados por los nazis, una cuadrilla de judíos comenzaban a cercar el barrio con palos y alambres de púas. Dentro, más de 160.000 judíos esperaban que su Dios los protegiera mientras ansiaban que los alemanes se hubieran conformado con eso: con encerrarlos, con robarles todo, con mantenerlos prisioneros dentro de esa estrecha parte de la ciudad que les habían asignado y que ahora todos llamaban el ghetto de Lodz."
Entrevista a HANKA 753
Nos preparamos para el último encuentro del Taller de Lectura Tres mujeres en el Holocausto.
El martes 23/3 a las 19:30 hs vamos a estar compartiendo HANKA 753, la novela que cierra esta serie de historias del Holocausto.
Los y las esperamos.
March 15, 2021
Taller de Lectura. Encuentro 3. Lectura 8.
La niña y su doble. Fragmento: pág. 237-243
El internado se fue vaciando rápidamente. Todos sus compañeros viajaron a casa de sus familias para pasar la Navidad. Incluso Ígor, ansioso por marcharse, decidió irse antes que ella.
- ¿Para qué quieres quedarte dos días más?
- Tengo cosas que hacer – dijo Slawka.
- Como quieras. Nos veremos en Altheim cuando llegues.
Durante dos días, Nusia esperó que alguien respondiera su carta. Al fin, al tercer día, aceptó que nunca recibiría una respuesta. Así fue que aquella noche del veintidós de diciembre de 1946, Slawka tomó su maleta y comenzó a hacer el equipaje para viajar a Altheim.
En ese momento, alguien llamó a la puerta del dormitorio. Slawka miró en derredor. Estaba sola. Era la última de las niñas en partir. ¿Quién llamaría? Se acercó a la puerta con curiosidad.
Al abrir, descubrió a tres hombres. Inmediatamente, Slawka recordó que las armas de los muchachos seguían escondidas debajo del colchón de Lala. Los hombres la miraban con un gesto gélido y unos ojos impenetrables. ¿Serían americanos? No, debían ser rusos. Dos de ellos eran de la misma altura que Slawka y no parecían demasiado fuetes. Pero el tercero, un gigante de dos metros con un cuerpo de hierro y rostro encarnado, le inspiraba terror. Slawka retrocedió un paso, dispuesta a tomar las armas y defenderse en caso de que la atacaran.
- ¿Está Slawka? – preguntó uno de los hombres en alemán.
- Soy yo. ¿Qué es lo que quieren? – dijo ella, desafiante.
- Te traemos saludos de tu madre – dijo otro.
Slawka lo miró con desconfianza.
- ¿De mi madre? Qué extraño. Si estoy a punto de viajar a Altheim…
- No hablamos de tu mamá ucraniana. Quien te manda saludos es tu madre judía.
A Slawka comenzó a faltarle el aire. A tientas, buscó su cama y se sentó. Por un momento, estuvo a punto de rendirse ante la esperanza de Nusia. Pero a Slawka le resultaba evidente que aquellos rusos la estaban sometiendo a una prueba. Lo había vivido mil veces. En Varsovia, en Lwow, en Viena. Sólo debía mentir una vez más.
- Están locos. Yo no tengo madre judía – dijo e, inmediatamente, se incorporó y volvió a preparar su equipaje.
De pronto, el hombre que había hablado primero abrió su chaqueta y buscó algo en uno de los bolsillos interiores. Slawka contuvo el aliento. Sin embargo, el hombre no le apuntó con ningún arma. Lo que había retirado de su bolsillo era un papel.
- En esta carta tú preguntas por Roman… - comenzó a decir el hombre, y le mostró que el papel era nada más y nada menos que la carta que ella misma había enviado a Polonia.
Después de mucho tiempo, Slawka volvió a sentir miedo. El hombre comenzó a leer, fingiendo estar confundido:
- Roman… ¿Roman? ¿Desde cuándo se llama Roman? Su nombre es Abraham…
Slawka se puso pálida. ¿Cómo conocían sus verdaderos nombres?
- También preguntas por Irene, pero de ella no sabemos nada. Si quieres, podemos darte noticias de tu prima Eva…
- No sé de qué hablan… - dijo ella.
Llorando, Slawka les dio la espalda a esos hombres que habían venido a burlarse de ella o a amenazarla, y trató de concentrarse en el armado de la maleta. Pero era imposible, temblaba, lloraba, se le caían las cosas… Al fin, se tomó el rostro con las manos y volvió a sentarse en la cama.
En ese momento, el gigante, que había permanecido en silencio desde su llegada, dio un paso al frente, se acercó a ella y le dijo con una voz tan suave que parecía imposible que saliera de semejante cuerpo:
- Nusia, Nusia… ¿no me recuerdas? Yo iba a tu casa con Abraham a visitar a tu familia. Eras pequeña, muy pequeña. Mientras jugábamos al bridge, tú solías sentarte en mis rodillas…
- ¿Mi madre vive? – preguntó ella, con un hilo de voz.
El gigante le acarició la frente con sus manos ásperas.
- Helena te espera en Polonia.
Entonces Slawka perdió el control.
- Mienten – gritó.
Nusia se derrumbó en el suelo, gimiendo, llorando a los gritos. De a ratos, volvía la mirada a los hombres, que intentaban calmarla con dulces palabras de consuelo. Pero ella no podía escucharlos, estaba fuera de sí. De pronto, Nusia era reclamada desde el fondo del infierno y Slawka no sabía qué hacer.
- Nusia, cálmate… - decían los hombres.
- Nusia, Nusia… - repetía Slawka, como si quisiera convencerse de que aquello que estaba viviendo era real. Hacía más de cinco años que nadie la llamaba por ese nombre.
Horas más tarde, agotada y feliz, Nusia preguntó:
- ¿No me están mintiendo?
- Nunca mentiríamos sobre algo así – dijo el gigante.
- ¿Entonces por qué mi madre no aparece en las listas?
- Se inscribió con su nombre de soltera, Remer, ¿las has buscado con ese apellido?
- No… - dijo Nusia, sonriendo, feliz de encontrarle una explicación a aquel desencuentro.
Uno de los hombres abrió la puerta del dormitorio y miró hacia afuera. Al volverse, ordenó:
- Está despejado. Vamos. Debemos ir al correo a enviarle un telegrama a tu madre. Está desesperada. Lleva años buscándote.
Nusia asintió. Haría cualquier cosa que decidieran sus salvadores.
Buscó un abrigo, y los siguió escaleras abajo. Mientras caminaban por calles oscuras, los hombres miraban por sobre sus hombros, al frente, a sus espaldas, como si aún continuaran escapando de los alemanes.
Al llegar al correo, uno de ellos escribió una breve esquela cargada de felicidad: “Helena: Nusia vive”. Al ver a Nusia sonreír, el gigante le pasó un brazo sobre los hombros.
- Helena vive en Bytom, una pequeña ciudad de Alta Silesia que ahora es parte de Polonia. Los rusos han cambiado hasta las fronteras. Lwow, tu ciudad, ahora se llama Lviv, y forma parte de Ucrania. Pero tú no tienes por qué preocuparte, Nusia. Pronto te reunirás con tu familia.
Nusia lo abrazó y le dio un beso la mejilla. Quería gritar, cantar, bailar. Por primera vez en cinco años se sentía feliz de verdad. Mientras volvían a ponerse en marcha, Nusia preguntó:
- ¿Quiénes son ustedes?
- Buscadores – dijo el gigante.
- Buscamos a los sobrevivientes por toda Europa – aclaró otro de los hombres.
- ¿Y cómo me encontraron?
Los hombres rieron.
- No lo creerás – dijo el gigante.
- No me subestimes. He visto muchas cosas en estos años – dijo Nusia.
- El muchacho al que le entregaste la carta creía que tendría un romance contigo. Cuando comprendió que eso no ocurriría, le quitó importancia a la carta. Así fue que, en un campo de refugiados de camino a Lwow, entró a un baño y, aburrido, comenzó a leer lo que habías escrito. Le pareció extraño que preguntaras por la suerte de tantas personas, con nombres que no eran polacos… Salió del baño y comenzó a preguntarles a todos quién era de Lwow. Un hombre dijo que iba camino a esa ciudad, que había nacido en ella. Entonces el muchacho le dijo que tenía una carta muy extraña de una ucraniana que preguntaba por Roman Vinter. El hombre tomó la carta, la leyó y descubrió que eras tú, Nusia, la hija de Helena Remer – dijo uno de los hombres.
- Inmediatamente, el hombre, que conoce a tu madre, viajó a Bytom y le dio la noticia – completó el otro.
- Y aquí estamos – dijo el gigante, deteniéndose en la puerta de un edificio.
Nusia vio que en la puerta había una bandera polaca.
- ¿Qué hacemos aquí?
- Es el Comité Polaco. Pediremos tu repatriación para que puedas regresar a Polonia.
Entraron. Los hombres se encargaron de todo. Hablaron con las autoridades, dieron el nombre de Nusia y firmaron los papeles correspondientes. Estaban acostumbrados a hacer aquellas cosas.
Cuando terminaron el trámite, los cuatro volvieron a salir a la calle. Mientras se dirigían de regreso al internado, el gigante dijo:
- Ahora recoge tus cosas. Nos iremos de aquí. Ya no necesitas esconderte entre los ucranianos.
Por primera vez en la noche, Nusia guardó silencio. Venía pensando en eso desde hacía unas horas. Con la mirada ensombrecida, Slawka dijo:
- No puedo irme así. Debo despedirme de mi madre adoptiva.
- ¿Lo dices en serio? – preguntó uno de los hombres, asombrado.
- Si no fuera por ella, estaría muerta como los otros.
Los hombres se miraron. En sus gestos, Nusia pudo leer el fastidio que los embargaba. Pero, aunque se muriera de ganas de regresar de una vez por todas con su madre, Nusia sabía que Slawka debía hacer aquel último viaje a Altheim.
Les estrechó las manos, les besó las mejillas. No sabía cómo expresar su agradecimiento.
- Si necesitas algo, búscanos en el campo de refugiados – dijo el gigante.
Taller de Lectura. Encuentro 3. Lectura 7.
La niña y su doble. Fragmento: pág. 230-234
Cuando llegó el mes de agosto, todos estudiantes del internado se despidieron y se marcharon a pasar las vacaciones con sus familias. Slawka e Ígor viajaron en tren hasta Braunua am Inn, y de allí se dirigieron a Altheim a bordo de un camión, con los dos muchachos con los que habían viajado hacía ya un año.
Durante el viaje, Slawka intentó concentrarse en las montañas, en el canto de los pájaros o en la brisa que le removía el cabello trenzado. Pero no podía. Todo le recordaba a su madre, a la ausencia de su madre. Ígor conversaba con los muchachos y hacía planes para las noches que pasarían en el pueblo. Al llegar a Altheim, se dirigieron a casa de Claudia. A medida que avanzaban, podían descubrir los cambios que se habían producido en su ausencia: Altheim estaba más vacío que antes. Sus pobladores, desesperados, se habían marchado a las ciudades en busca de trabajo y dinero.
Como Halina e Iván, que seguían planeando su viaje a América. Slawka e Ígor lo supieron el mismo día de su llegada. Iván le había escrito a un tío suyo que vivía en Winnipeg, Canadá, y habían recibido una respuesta alentadora. El tío los esperaría hasta que pudieran viajar. Por eso, en casa de Claudia se respiraba un aire nuevo, cargado de expectativas y esperanza. El reencuentro con Claudia fue un bálsamo para Slawka. Ahora que sabía que su madre había muerto, la figura de Claudia había tomado más relevancia. Aquella mujer que la había salvado de los nazis, seguía siendo su único apoyo.
Esa noche cenaron todos juntos y luego Ígor y Slawka se marcharon para encontrarse con los muchachos del camión y otros amigos ucranianos. Al verla partir, Claudia le dedicó una sonrisa:
- Cómo has crecido, Slawka. Vé, diviértete. Pero regresa temprano, que mañana iremos juntas a misa.
Slawka la besó y se marchó con Ígor.
Pasaron toda la noche conversando y escuchando música con otros jóvenes. Slawka regresó poco antes del amanecer. Se sentía extraña. Era como si su alma, esa alma moldeada a partir de persecuciones y mentiras, quisiera hacer las paces con ese cuerpo que la albergaba y al que todos llamaban por un nombre que no era el suyo. Con cuidado, entró a la casa y se acostó sin hacer ruido para no despertar a Claudia.
Minutos, horas, días después, oyó que la llamaban.
- Slawka, despierta.
Con los ojos cerrados, Slawka estiró las piernas y volvió a arroparse en la cama.
- Slawka, ya es tarde – insistía la voz.
Slawka sabía que había llegado el momento.
- Slawka, es domingo. Debemos ir a misa – dijo Claudia, al fin.
Con los ojos cerrados, Slawka oyó a Nusia decir:
- Soy judía.
Sólo entonces abrió los ojos. Quería comprobar el efecto de sus palabras, y se encontró con los ojos desorbitados de su madre adoptiva, que no podía salir de su asombro.
- ¿Qué dices? – preguntó Claudia.
- Que soy judía – dijo Slawka, o Nusia. Ya no sabía quién era la que hablaba. Lo único que sabía era que la guerra había terminado, que su familia biológica había muerto y que ella estaba harta de mentir.
- Estás loca, Slawka – dijo Claudia con el rostro desencajado.
- No lo estoy. No voy a ir más a la iglesia porque soy judía.
Lentamente, Claudia fue dejándose caer sobre la cama, hasta sentarse junto a Slawka.
Se miraron en silencio. Slawka había fantaseado con ese momento durante todos los años que llevaba viviendo con Claudia. Siempre se había preguntado lo mismo: ¿qué diría ella cuando se enterara que había adoptado y protegido a una judía polaca y no a una huérfana ucraniana católica? Pero ahora eso le importaba poco y nada. Lo único que quería, que necesitaba, era hablar, contar, dejar que Nusia y Slawka se enfrentaran de una vez por todas con todos los fantasmas de los que venían escapando hacía ya tanto tiempo.
- Nací en Lwow. Mis padres eran judíos. Vivíamos muy bien, incluso después de que llegaron los rusos. En 1942, cuando los alemanes invadieron, mi padre me consiguió los documentos de Slawka Jendrus, una niña ucraniana muerta. Así llegué a Varsovia, y entré en el orfanato donde nos conocimos. Mi padre y mi hermana murieron poco después, en Lwow.
Claudia la escuchaba en silencio. En su rostro, no había un solo gesto de reproche, de acusación ni de furia.
- Irene, aquella chica que conociste en Varsovia, era mi prima. Ella también era judía. Mi madre y la madre de Irene también vivían en Varsovia cuando nosotras nos marchamos y los alemanes bombardearon la ciudad – dijo Nusia, llorando.
En el rostro de Claudia, Slawka pudo ver que ahora se estaba librando una batalla que podía definir su futuro. Sin embargo, Claudia le tomó la mano y preguntó:
- ¿Pero tu madre…? – sin atreverse a completar la frase.
- Está muerta. No figura entre los sobrevivientes.
- Pero… algún familiar tuyo habrá sobrevivido, ¿no? – preguntó Claudia, casi con culpa.
- Ninguno. Estoy sola – dijeron Slawka y Nusia al mismo tiempo y siguieron hablando durante horas.
Claudia oyó toda la historia en silencio, sin interrumpirla. Cuando Slawka dejó de hablar, su madre adoptiva se incorporó y fue hasta la cocina. Regresó con un vaso de agua, y se lo tendió a Slawka. Ella bebió un sorbo, pero el agua fresca no bastó para aliviar el ardor que sentía en la boca, en la garganta, en el pecho.
Al fin, Claudia la miró a los ojos diciendo:
- ¿Y qué piensas hacer?
Slawka bajó la vista.
- No pienso en nada. No tengo a dónde ir, todos han muerto. Estoy sola.
- ¿Quieres quedarte con nosotros? – preguntó la mujer de Bezruchko.
- Sí – dijeron Nusia y Slawka al mismo tiempo.
- Entonces debes bautizarte – dijo Claudia, incorporándose.
Slawka asintió.
A esas alturas le daba lo mismo. Después de todo, siempre sería una judía perseguida. Poco le importaba someterse a un ritual de una religión que no era la suya. Lo único que quería era conservar el cariño de Claudia, la seguridad que le daban sus caricias, las únicas caricias que el mundo tenía para ella.
Así fue que, días más tarde, Slawka fue bautizada en una iglesia ortodoxa de Altheim. Una ceremonia íntima, lo necesariamente íntima como para que nadie en el pueblo conociera la verdadera identidad de Slawka. Cuando el sacerdote la ungió con el agua bendita, Claudia le sonrió a la distancia.
Ni ese día ni los siguientes que permaneció en Altheim oyó un mínimo reproche de Claudia. Su madre adoptiva la había aceptado con una condición, y ella había cumplido sus deseos. No se debían nada más que el cariño que las unía. Al fin, llegó el momento de regresar a Salzburgo. Al despedirse de Claudia, Slawka la oyó decir:
- Disfruta tus últimos días en la escuela. Pronto todos nos marcharemos a Canadá y comenzaremos una nueva vida.
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