Alejandro Parisi's Blog, page 9
March 15, 2021
Taller de Lectura. Encuentro 3. Lectura 6.
La niña y su doble. Fragmento: pág. 154-158.
"En abril, la primavera llenó los jardines y los parques de coloridas flores que a Slawka le hicieron olvidar lo que estaba viviendo. Varsovia resplandecía, y la brisa tibia, el sol y el verdor de los árboles le quitaban dramatismo a los disparos, a las razzias y a las patrullas de SS y soldados ucranianos que recorrían la ciudad en busca de judíos y polacos.
Antes de visitar a sus primos, Slawka se demoraba dando largos paseos junto a sus compañeras de clase. Después de cuatro años de guerra, aquel contraste entre la ciudad primaveral y el oscuro encierro de sus primos a Slawka ya no le parecía una injusticia, sino una situación natural que no terminaría nunca.
Como la llegada de Fridzia, que se seguía postergando semana tras semana. Cada día, su madre la llamaba para preguntarle si tenía novedades, y Slawka debía telefonear a Irene para buscar las respuestas que nadie, ni siquiera su prima le podía dar. Un día, al entrar en casa de Kurchiska, Slawka vio que Roman estaba mejor que otras veces. Había vuelto a leer el periódico alemán que el oficial de la GESTAPO llevaba cada día, y si bien las noticias eran desalentadoras, Roman había recuperado la esperanza.
- Los rusos se están rearmando. Alemania retrocede.
Slawka asintió en silencio. Apenas si lo había escuchado. No podía dejar de pensar en su hermana. La noche anterior, su madre la había llamado más desesperada que nunca, llorando por la suerte de Fridzia. Por eso, Slawka volvió a preguntarle a Irene si sabía algo de su hermana.
- Ven, siéntate – dijo.
Slawka se sentó. Con sorpresa, vio que su prima la tomaba de las manos. Se miraron. En los ojos de Slawka había curiosidad, en los de su prima, sólo tristeza.
- Tu hermana no va a venir – dijo Irene.
Inmediatamente, comprendió todo. No tenía nada para decir. Sólo quería escuchar el final de aquella historia.
- Poco después de que dejaras Varsovia, tu padre le consiguió papeles de polaca. Eran los papeles del hijo de un amigo ferroviario del tío Rudolph. El polaco también le había conseguido refugio a Fridzia en casa de sus propios padres. Así que un día la fue a buscar a la fábrica y juntos se marcharon al campo. Pero en el camino, una patrulla detuvo el carro en el que viajaban. Eran dos soldados. Uno alemán. El otro ucraniano.
- ¿Cómo lo sabes?
- Tu padre me ha contado todo en las cartas que tú misma me has traído.
- ¿Y qué más ocurrió?
- La patrulla le pidió los papeles, y Fridzia se los entregó. Al parecer, el alemán les dio la orden de continuar su camino. Pero el ucraniano no estaba dispuesto a dejarlos partir. Señaló a Fridzia y dijo que era judía. El alemán debía estar cansado de tantas matanzas, porque le preguntó a su compañero qué le importaba que Fridzia fuera judía, si era joven, hermosa e inofensiva. Pero tú sabes cómo son los ucranianos, ¿no, Slawka?
Nusia bajó la mirada. Pensó que si en lugar de aquel soldado, a su hermana la hubiera detenido Bezruchko, el desenlace hubiera sido el mismo, o incluso peor. Pero no dijo nada. Sólo quería escuchar.
- El ucraniano terminó deteniendo a Fridzia, y la condujeron al campo de Janowska. El polaco corrió hasta la fábrica para avisarle a tu padre. Pobre tío Rudolph. Habló con las autoridades de la GESTAPO de la fábrica, y los alemanes lo llevaron a Janowska para que pudiera rescatar a su hija. Habían pasado apenas dos horas desde la detención de Fridzia, pero ya era tarde. Tu padre se encontró con que la habían fusilado al llegar al campo. Esto pasó hace más de un año, pero tu padre nunca se animó a decírselo a la tía Helena. Le ha dicho que tu hermana está bien, que está escondida, le ha inventado mil excusas para no decirle que está muerta.
Sólo al oír la última palabra, comenzó a llorar. Irene le acariciaba la mano lentamente.
- Lo siento, Nusia.
- Pero… ¿qué le diré a mamá?
- Lo mismo que tu padre. Que Fridzia está escondida. Si tu madre descubre la verdad, morirá de pena.
- Pero…
- No puedes hacer nada para cambiar el destino de Fridzia. Pero al menos puedes evitar que tu madre sufra. Dime que lo harás.
- Lo haré – dijo Slawka, acostumbrada a callar angustias y verdades.
El domingo siguiente Claudia la despertó para ir a misa. Se vistieron, desayunaron y se dirigieron a la estación. Allí se despidieron: Claudia tomó un tranvía con destino al hospital, mientras que Slawka tomó otro que la llevaría a la iglesia. A medida que se acercaba al Centro, notó una mayor presencia militar que otros días. Soldados ucranianos, lituanos y alemanes marchaban por las calles de Varsovia cantando canciones de guerra. A través de las ventanillas abiertas también llegaba el sonido de los disparos y un insoportable olor a quemado.
- ¿Qué ha pasado? – preguntó Slawka a uno de los pasajeros.
- Están quemando a los judíos – dijo el hombre en ucraniano, aburrido.
Al llegar a la Ciudad Vieja, Slawka bajó del tranvía. Junto a ella pasó un pelotón de soldados ucranianos que reían y gritaban, excitados por el vodka de las botellas que se pasaban unos a otros. Se dirigían a una de las puertas del ghetto. Desde el interior, lenguas de fuego se alzaban hacia el cielo soltando columnas de ese humo que envolvía las calles con un manto oscuro y putrefacto. Cuando los soldados se alejaron y se llevaron sus canciones, Slawka pudo oír el apagado grito de los moribundos que debían estar agonizando o escapando al otro lado de los muros del ghetto.
Se detuvo en la puerta de la iglesia buscando aire puro. Pero era imposible. Toda Varsovia olía a carne quemada, a maderas y a pólvora. Los feligreses ucranianos contemplaban la destrucción del ghetto desde las escalinatas de la iglesia con sonrisas y gestos de espanto.
De pronto, el repiqueteo de una campana anunció el comienzo de la misa. Poco a poco, los fieles fueron entrando a la iglesia. Y sin embargo Slawka no se movió. Estaba petrificada por el terror y la curiosidad. Con los ojos entornados, intentaba divisar entre el humo lo que ocurría dentro del ghetto. No podía creer que aquello estuviera ocurriendo realmente. Pensó en su hermana, que había sido fusilada por los ucranianos. Pensó en su padre, abandonado a su suerte en Lwow. Pensó en ella, fingiendo ser una más de aquellos que estaban ayudando a los alemanes a destruir el ghetto.
De a ratos, grupos de soldados y civiles pasaban frente a la iglesia corriendo y gritando como desaforados.
Al menos, los judíos se defendían antes de perecer bajo el fuego. Y ella quería ver todo. Cuando se quiso dar cuenta, estaba caminando hacia los muros del ghetto. Entonces, un soldado ucraniano le gritó:
- Sal de aquí, niña. ¿O quieres tomar un arma y disparar tú también?
Regresó a las escaleras en el mismo momento en que las puertas de la iglesia volvían a abrirse. A medida que salían, los fieles se iban deteniendo a mirar las llamas.
- Pobres judíos – dijo uno.
- Se lo merecen. Que los maten a todos de una vez – dijo otro.
Slawka los miró, hastiada.
Se alejó con una sensación de asco que la acompañó ese día y los siguientes. A veces corría al baño a lavarse la cara con violencia porque creía seguir oliendo el perfume de la destrucción en la casa, en la escuela, en todos los sitios que visitaba. Pero para entonces las llamas ya se habían apagado, y el ghetto, convertido en cenizas, era la imagen pura de la derrota."
Taller de Lectura. Encuentro 3. Lectura 5.
La niña y su doble. Fragmento: pág.107-113
"Una mañana, dos semanas después de que Stanislawa ingresara al orfanato, ella y los demás niños recibieron la orden de presentarse en el comedor. Uno a uno, los ochenta y seis niños fueron formando dos filas enfrentadas. El director del orfanato estaba pletórico. Gesticulaba y se detenía delante de cada huérfano para chequear que todos estuvieran presentables. Luego, se alisó su propio traje, se miró los puños de la camisa, se acomodó el cabello pajizo y se dirigió a uno de los extremos del salón. Desde allí contempló a los niños formados antes de salir por una puerta.
Al quedarse solos, todos comenzaron a murmurar.
- ¿Qué ocurre? – preguntó Stanislawa a la niña que estaba junto a ella.
- Habrá una selección.
De pronto, el director volvió a aparecer por la puerta. No iba solo. Lo acompañaba una mujer de rasgos finos y ojos vivaces, vestida con un traje sencillo pero extremadamente formal. Llevaba las manos embutidas en finos guantes blancos y el cabello, a medio camino entre el amarillo y el gris, perfectamente peinado en una trenza que se perdía a sus espaldas.
El director la trataba con obsecuencia y con gestos de vasallo. Stanislawa pensó que aquella mujer debía ser importante. Al fin, el director y la mujer comenzaron a recorrer una de las filas pasando delante de cada niño. La mujer los observaba de reojo, y cuando se detenía frente a alguno, el Director lo describía:
- Mire qué ojos – decía -, qué cabello. Sangre ucraniana de primera categoría.
Sin embargo la mujer no parecía conforme con ninguno.
- Parece débil.
- ¿Y este?
- Demasiado pequeño.
- Esta niña…
- No, tiene un ojo desviado.
Al pasar junto a Nusia, la mujer se detuvo y la miró directo a los ojos. Stanislawa bajó la mirada. La mujer se acercó, tomó una de las trenzas de la niña con la mano enguantada e inclinó la cabeza para oler su cabello con los ojos cerrados. Luego suspiró, como si el aroma de la trenza de Stanislawa le hubiera traído lejanos recuerdos.
Extendió uno de sus dedos, con delicadeza presionó el pómulo derecho de Stanislawa y volvió a acercar la cabeza para mirar el color de sus ojos.
- Ojos verdes. Cabello rubio – dijo el Director.
Al fin, la mujer posó su mano sobre el hombro de Stanislawa diciendo:
- Me llevo a esta.
- Pura sangre ucraniana – dijo el director, satisfecho.
Con un gesto imperceptible, Nusia miró a los otros niños y descubrió que la miraban con envidia. Incluso el pequeño que tenía marcas de viruela se echó a llorar. Ella no terminaba de creer lo que estaba pasando.
- Regresen a sus habitaciones – ordenó el Director, y comenzó a hacer gestos para que todos se marcharan.
Lentamente, los niños fueron rompiendo filas. Parecían derrotados. Stanislawa, en cambio, no podía dejar de sonreír.
- Por aquí – dijo el Director, señalando la puerta que conducía a la oficina donde le habían tomado los datos a Nusia el día de su ingreso.
La mujer la tomó de la mano y juntas siguieron al Director del orfanato. En la oficina, el hombre le ordenó a una de las secretarias que buscara la ficha y los documentos de Stanislawa. Luego se los entregó a la mujer, que los leyó en silencio.
- ¿Eres greco-católica? – preguntó.
- Sí - respondió Stanislawa.
- Yo soy católica ortodoxa. Pero no es un problema, lo importante es que ambas creemos en Cristo. Y tu nombre es… ¿Stanislawa Jendrus? – preguntó, leyendo la ficha.
- Sí – dijo ella.
- Stanislawa – repitió la mujer. Sacudió la cabeza y agregó: - No me gusta. Te llamaré Slawka.
Minutos después, un celador se encargó de empacar todas sus pertenencias dentro de la misma maleta con la que había llegado hacía un par de semanas.
Delante de ella, la mujer convino con el Director que Slawka continuaría asistiendo al colegio en horario de clases. Al fin, el Director besó la mano de la mujer y la despidió con todo tipo de reverencias y demostraciones de respeto.
Se marcharon tomadas de la mano. Cuando cruzaba la puerta del orfanato, Nusia respiró profundo el aire que llegaba desde la calle.
- Tomaremos el tranvía – dijo la mujer, y a Slawka le sorprendió que, dada su importancia, no tuviera un auto con chofer como tenía su padre.
El tranvía las condujo hacia las afueras de Varsovia. A medida que se alejaban del centro, Nusia, Stanislawa y Slawka se convencieron de que al fin se encontraban a salvo.
Bajaron del tranvía y entraron a un edificio cercano a la estación. Subieron las escaleras, pero a Slawka ya no le pesaba el equipaje. En realidad, se sentía ligera, etérea, como si acabara de nacer a una nueva vida.
La mujer se detuvo frente a una puerta del tercer piso. Retiró una llave de su cartera y abrió. El departamento parecía un pequeño museo. Banderas ucranianas, enmarcadas como cuadros, colgaban de las paredes empapeladas hacía tiempo. Sobre un mueble, el retrato de Petliura estaba iluminado por una vela. A su lado había otra fotografía. En ella, Petliura abrazaba al otro militar que aparecía en las demás fotos que decoraban la sala. Imágenes marciales, civiles, de fiestas y actos, donde aquel hombre aparecía vestido de uniforme, con el pecho cargado de condecoraciones. Slawka también descubrió decenas de cajas pequeñas, revestidas con raso de vivos colores, que guardaban insignias y condecoraciones militares por toda la casa.
La mujer, que permanecía junto a ella en silencio, tenía el rostro surcado por una sonrisa de orgullo y satisfacción.
- Esta no es una casa cualquiera, Slawka. Debes saberlo. Mi nombre es Claudia. Te trataré como a una hija. Pero no me llames “mamá”, soy demasiado mayor como para ser tu madre. Puedes llamarme “tía”.
- Sí, tía – dijo Slawka.
- Ahora conocerás a mi marido, el general Marko Bezruchko. Debes besarle la mano. Trátalo con el respeto que merece. Marko es un héroe. Ha sido la mano derecha de Petliura, Dios lo guarde en la gloria. Marko ha luchado valientemente contra los bolcheviques y los judíos.
Slawka asintió. Nusia tragó saliva. Claudia la tomó de la mano y la guió hasta una puerta, que estaba cerrada. En voz baja, repitió:
- Debes besarle la mano.
Entonces llamó a la puerta. Nadie contestó. Sin embargo, ella abrió y entraron. La puerta daba a un estudio de proporciones mayores que la pequeña sala. Las paredes, cubiertas con bibliotecas de madera oscura y brillante, estaban atiborradas de libros. Sobre un escritorio, Slawka vio decenas de mapas de Ucrania con inscripciones militares. También había una cama. En el centro, en bata y pantuflas, un anciano de ojos pequeños y húmedos movía los labios mientras su dedo señalaba las líneas trazadas en el mapa que tenías sobre el regazo. Ni siquiera se volvió para mirarlas.
- Marko… - dijo Claudia.
El hombre alzó las cejas, como si hubiera despertado de un ensueño. Claudia se acercó y se arrodilló delante de él.
- Mírame, Marko.
El general Bezruchko primero la miró con extrañeza, como si fuera la primera vez que la veía. Luego sonrió, como si aquel rostro le recordara tiempos mejores. Entonces Bezruchko giró la cabeza hacia un costado, plegando la piel que cubría sus huesos faltos de músculos y carne para ver a la niña.
- Halina – dijo, emocionado.
- No, Halina está en Viena. Ella es Slawka. Vivirá con nosotros – dijo Claudia, y con una seña le pidió que se acercara.
Slawka se acercó al sillón, hincó una rodilla en el suelo y besó la mano que el general le ofrecía. Al incorporarse, pudo ver que Claudia tenía los ojos llenos de lágrimas.
- Dejémoslo estudiar tranquilo – dijo, señalando la puerta.
Para entonces Bezruchko había vuelto extraviar sus ojos en el mapa, quizá con la esperanza de encontrar el camino de regreso a su juventud.
En la sala, Claudia le dijo Slawka:
- Debes tener hambre, hijita. Hoy es viernes. En casa los viernes no comemos carne, sino pescado.
- En mi casa también – dijo Nusia, recordando el comienzo del Shabbat.
Entonces Claudia alzó las cejas, un gesto breve que a Slawka le dio pánico. ¿Qué estaba diciendo? ¿Así quería mantenerse a salvo? Tenía que inventar algo para despistarla. Inmediatamente, dijo:
- Es que mis tíos eran muy religiosos.
- Esa es una buena noticia – dijo Claudia.
Juntas, se dirigieron a la cocina, donde, además de los enseres y una mesa con dos sillas, también había una cama.
- La casa es pequeña. En Ucrania vivíamos mejor, todo cambió por culpa de los bolcheviques. Dormirás aquí. Pero no te asustes, no serás una criada. Te trataré como a una hija.
Slawka preguntó:
- ¿Halina es su hija?
- No hemos tenido hijos – dijo Claudia, y bajó la mirada.
Slawka vio cómo el rostro de su madre adoptiva volvía a endurecerse con los mismos gestos severos que había mostrado en el orfanato.
- Perdón – dijo Slawka.
- No te preocupes. Halina era la hija del General Zmiienko, compañero de armas de mi marido. Cuando Zmiienko murió en manos de los bolcheviques, Halina tenía tres años. Marko y yo la adoptamos y la criamos como a una hija. Ahora está en Viena, estudiando odontología en la universidad. Está casada, su marido vive en Lublin. Ven, te ayudaré a desempacar.
Entre las dos colocaron la maleta sobre la cama. Al abrirla y descubrir las finas ropas que había dentro, Claudia se sorprendió tanto como sus compañeras de orfanato.
- ¿Una huérfana con semejantes vestidos?
- Se las he robado a una familia judía – dijo Slawka.
Claudia, satisfecha, le acarició los cabellos con afecto.
- Tú y yo nos llevaremos muy bien."
Taller de Lectura. Encuentro 3. Lectura 4.
La niña y su doble. Fragmento: pág.94-98
"Los días transcurrían lentamente en el ghetto. Por la mañana, Rudolph, Helena y Ruzia se marchaban a la fábrica y regresaban entrada la noche. Afuera ya no se oía gritos, sólo disparos y llantos lejanos. Nusia creía que enloquecería si seguía allí. Sentada junto a Fridzia, pasaba las horas mirando la mesa, la puerta, sin atreverse a mirar qué ocurría afuera.
Durante noventa y tres días vivió encerrada, oyendo el ruido de las botas de los soldados que iban vaciando el ghetto. Alemania estaba demasiado concentrada en los frentes de batalla como para encima tener que mantener a sus prisioneros judíos. Ahora se limitaban a matarlos y borrarlos de la Tierra que se estremecía con el sonido de las bombas y el paso atronador de tanques y aviones bombarderos que se dirigían al este.
Un día Helena y Rudolph llegaron a la casa acompañados por la ucraniana que la había llevado al campo.
- Primero te irás tú, luego Fridzia, y luego nosotros – le dijo su madre.
- Tienes que ser fuerte. Tienes que sobrevivir – le dijo su padre con los ojos llenos de lágrimas.
- Mañana vendré a buscarte, Stanislawa – dijo la ucraniana.
- ¿Dónde iré?
- A Varsovia. Allí nadie notará que tu acento ucraniano no es correcto. Ingresarás a un orfanato y te harás pasar por una huérfana ucraniana.
La mujer se marchó y prometió encontrarse con ella, en la fábrica, al día siguiente. Esa noche Nusia permaneció despierta. Quería escapar del ghetto, pero temía por la suerte de sus padres y Fridzia.
Cuando amaneció, sus padres la encontraron sentada en una silla, rodeada por las mismas maletas que se había llevado al campo. Rezaba en silencio murmurando el Padrenuestro, la única estratagema en la que confiaba para sobrevivir.
Rudolph ya se había cambiado. Debían llegar a la fábrica cuanto antes para encontrarse con la ucraniana.
Primero Nusia se despidió de Fridzia, que se marcharía del ghetto días más tarde. Al abrazar a su hermana sintió en la piel aquello que su mente no terminaba de aceptar. Quizá pasaran años hasta que volvieran a encontrarse. Se secaron las lágrimas y se dedicaron una última mirada cargada de cariño e improbables buenos deseos que ninguna se animó a pronunciar.
La tía Ruzia la abrazó diciendo:
- Dile a Eva que se cuide.
- Cuídate, Nusia. Tienes que obedecer en todo lo que te digan... – dijo su madre al besarla.
Estaba tan desolada que no pudo seguir hablando. Rudolph no estaba mejor.
Al salir, Nusia se volvió para contemplar por última vez a su familia escondida detrás de la ventana. Su tía y su hermana lloraban. Su madre se cubría la boca con una mano, acallando un grito que nadie debía escuchar.
Rudolph y su hija cruzaron la puerta del ghetto cargando las dos valijas. Antes de que los soldados dijeran algo, Rudolph dejó caer unos billetes que sirvieron de respuesta a cualquier pregunta. Caminaron lentamente, sabiendo que al llegar a la fábrica sus historias tomarían una velocidad vertiginosa que podría conducirlos a cualquier parte, a un destino que ahora les resultaba oscuro, improbable.
La ucraniana llegó a la fábrica poco después que ellos. Llevaba un tapado negro, el cabello arreglado y una maleta pequeña que buscaba confundir a cualquiera que la detuviera. La mujer guardó silencio mientras Nusia se despedía de su padre.
Era la primera vez que Nusia lo veía llorar. Rudolph la abrazó con fuerzas y, en voz baja, al oído, le susurró:
- Te quiero, camarada.
Nusia ya no pudo contener las lágrimas.
- Papá, no quiero irme – dijo.
- Tienes que hacerlo.
Sólo entonces la ucraniana decidió intervenir.
- Debemos tomar el tren a Varsovia. De prisa.
Nusia volvió a abrazar a su padre, que con dulzura apoyó sus manos en los hombros de la niña y la fue empujando hacia la puerta de la fábrica. Entonces Nusia y la ucraniana salieron y la puerta se volvió a cerrar.
No dejó de llorar en todo el camino a la estación. Allí, ocuparon un banco y esperaron a hasta que la noche cayó extendiendo un manto de niebla sobre los andenes. Un hombre se encargó de encender las lámparas de petróleo, y de pronto la estación se iluminó con una luz mortecina.
Nusia no podía dejar de pensar en su padre y en el futuro, mientras la ucraniana volvía a repetir que se callara, que pasara desapercibida, que no dejara de rezar.
- Stanislawa, ¿me oyes?
Pero Nusia no la escuchaba. Desde el fondo de la estación se acercaba una figura que ella conocía.
- Papá – gritó Nusia de pronto.
- Calla, Stanislawa – dijo la mujer, incrédula.
Rudolph tampoco creía lo que él mismo estaba haciendo. Cuidadoso como era, no había podido contenerse y había salido a la calle luego del toque de queda para ver a su hija por última vez. Después de abrazarla, le entregó un papel en el que Nusia pudo leer una dirección escrita con una letra temblorosa, distinta a la de su padre.
- Ve a visitar a tu prima Eva. Ella te ayudará.
Después se quedó sin palabras. La contempló durante una milésima de segundo, memorizando sus rasgos, y volvió a abrazarla.
- Cuídate – dijo.
- Señor Stier, esto es peligroso – dijo la ucraniana, y no mentía.
Sólo entonces Rudolph les dio la espalda y se echó a correr.
El tren llegó pocos minutos más tarde. Nusia siguió a la ucraniana hasta uno de los vagones y se sentó junto a ella, frente a las ventanas. Su padre ya no estaba por ninguna parte. Poco a poco se fue serenando, hasta que al fin recuperó el ritmo normal de su respiración. El tren partió poco antes de medianoche. El vagón en el que ellas viajaban estaba repleto de gente que se dirigía a Varsovia.
Se fueron alejando del centro de Lwow, que a esa hora de la noche parecía desierto. Las luces brillaban envueltas en aureolas de niebla, como la cabeza de los santos que el maestro le había mostrado en las estampas.
Pocos kilómetros después de haber dejado la ciudad, Nusia creyó sentir un olor extraño, como si todo se estuviera quemando a su alrededor. Al mirar por las ventanas no vio fuego, tan solo una nieve fina, incorpórea, que se arrastraba por el cielo con el paso del viento.
Entonces escuchó a los pasajeros decir:
- Mira, mira. Aquí es donde queman a los judíos.
En ese momento, dos soldados nazis se acercaron a ella y le pidieron los documentos. Con una serenidad que le parecía ajena, ella retiró la cartilla con una sonrisa y se las enseñó a los alemanes.
- Soy Stanislawa Jendrus, viajo a Varsovia – dijo en un perfecto ucraniano.
En apenas tres años, le habían quitado la casa, la escuela, su familia. La habían vaciado de todo aquello que había formado su identidad, y ahora la obligaban a olvidar su propio nombre. Debía ser otra.
- Muy bien, Stanislawa – dijo la ucraniana, con alivio, al ver que los soldados se alejaban.
- Stanislawa Jendrus – repitió Stanislawa, llorando, mientras se alejaba de su pasado bajo una lluvia de cenizas."
Taller de Lectura. Encuentro 3. Lectura 3.
La niña y su doble. Fragmento: pág. 80-88
"Con la primavera de 1942, los campos de Polonia se llenaron de flores. Nusia pudo verlo con sus propios ojos. Hacía más de un año que no salía de la ciudad, y sin embargo no podía disfrutar del paisaje. Sentada en un vagón de tren, miraba a través de las ventanas como si tuviera un velo sobre los ojos. Miraba sin ver, con la mente azorada por la despedida de sus padres. Iba camino a un pequeño pueblo a 150 kilómetros de Lwow, acompañada por una ucraniana. Al despedirse, Rudolph y Helena le habían dicho una y mil veces que la obedeciera en todo. La mujer, rubia de ojos claros, era maestra en Lwow y había aceptado esconder a la niña en casa de su hermano a cambio de dinero. Ahora, sentada junto a Nusia, no dejaba de darle consejos que ella se resistía a escuchar:
- Nunca hables de más. Y si hablas, ten cuidado. Es mejor que estés callada, porque por más que sepas hablar ucraniano, puedes cometer un error, puedes decir algo que te comprometa, alguien puede notar que tu acento es malo y descubrir tu verdadera identidad.
Nusia tenía los ojos clavados en la ventana, y como el paisaje, sus pensamientos eran manchas borrosas que pasaban a toda velocidad.
- Escúchame, si quieres vivir. Reza, reza mucho tus oraciones católicas. Debes ser como un fantasma, transparente, nadie tiene que fijarse en ti. Si te descubren, te matarán a ti, a mí y al pobre de mi hermano.
Y su hermano las esperaba en la estación. Al ver a Nusia, el hombre le tendió unos documentos.
- Ahora te llamas Stanislawa Jendrus. Eres ucraniana y católica. Les diremos a todos que eres ahijada mía.
Nusia asintió. La mujer ucraniana la abrazó con una familiaridad sorpresiva. Al oído, le susurró lo misma de antes:
- No hables. Reza. Pasa desapercibida.
Luego le entregó un sobre con dinero a su hermano y se marchó en el mismo tren que las había llevado hasta allí.
Cuando se quedaron solos, el hombre ayudó a Nusia a cargar sus maletas a un carro tirado por un caballo famélico, cubierto por mil pliegues de una piel color café. En el camino, le fue hablando lentamente, subrayando la pronunciación de las palabras ucranianas para que Nusia incorporara el acento.
- Iremos a mi casa. Le diremos a mi mujer que eres mi ahijada. Ni ella ni mis hijos deben saber quién eres. Si alguien te descubre, te deportarán y podrían matarme. Sé de muchos que han muerto por ayudar a los judíos. Recuerda: te llamas Stanislawa.
- Stanislawa – repitió Nusia una, dos, tres, mil veces, hasta que el nombre, su nombre, se convirtió en una palabra vacía, apenas un sonido.
El ucraniano vivía en medio del campo. Al llegar, bajaron las maletas mientras los cinco hijos del hombre jugaban en el pasto como cachorros salvajes. A pocos metros, en un corral minúsculo sembrado de pastizales ocres, su mujer ordeñaba una vaca tan famélica como el caballo. Era evidente que la presencia de Nusia la incomodaba o le generaba pensamientos oscuros que se adivinaban en el gesto severo de su rostro.
El maestro reunió a su familia junto al carro y dijo:
- Ella es mi ahijada Stanislawa. Vivirá con nosotros durante un tiempo.
Nusia siguió al maestro hasta el interior de la pequeña casa de madera. Era la casa más pobre en la que Nusia había estado hasta ese momento. La mujer abandonó sus tareas y los siguió mientras los niños regresaban a sus juegos.
Dentro, el maestro señaló la cama de paja donde Nusia dormiría cuando las chinches y las pulgas se lo permitiesen. Al verla desempacar, la mujer del maestro tomó una de sus prendas y acarició la tela con asombro.
- Qué ropas más finas… ¿de dónde las has sacado? – preguntó.
- Eran de unos judíos. Pero las he robado y ahora son mías – respondió Nusia con naturalidad.
- Te felicito – dijo la mujer.
Cada día, Nusia se marchaba con el hombre y sus hijos hacia la escuela donde él daba clase a los niños que vivían en los alrededores. Mientras ella ocupaba un asiento en el aula, los pequeños jugaban fuera, tendiéndose en el pasto, saltado entre los cercos, persiguiendo pájaros y mariposas. Eran como animales, ángeles vacíos de toda inteligencia y toda maldad.
Cuando, en el aula, alguno de sus casuales compañeros le pedía algo o le hacía alguna pregunta, ella respondía con señas y monosílabos, fingiendo timidez. En todo momento se preocupaba por seguir los consejos de la ucraniana. Mientras tanto, iba aprendiendo la literatura, la historia y la lengua ucraniana para darle más definición al disfraz de Stanislawa Jendrus.
En casa del maestro tampoco hablaba. Había días en los que ni siquiera oía su propia voz. El hombre y su mujer la trataban como a una hija más. Compartían su comida con ella, le prestaban cuidados y se preocupaban porque no le faltase nada de lo poco que ellos podían darle. Sin embargo, la mujer del hombre a veces le hacía preguntas con una dureza campesina, y citaba las mismas palabras de Nusia buscando sorprenderla en algún error.
Los sábados, cuando el maestro no trabajaba, le pedía a Nusia que lo acompañara y juntos se internaban en el campo hasta que se aseguraban de que nadie los viera. Lo primero que hacían era persignarse. Y aunque Nusia no sabía quiénes eran el Padre, ni el Hijo ni el Espíritu Santo, trazaba sobre su rostro y su torso una perfecta cruz. Después el hombre retiraba de un bolsillo algunas estampas de color: de un lado, se veía la imagen de la Virgen, Cristo o algún Santo, y, al reverso, una oración católica. En aquellos bosques aprendió a recitar el Ave María, el Padrenuestro y tantas plegarias que no comprendía pero que se esforzaba en memorizar.
El hombre nunca le preguntaba por su anterior vida, como si temiera que al conocer su historia él quedara en una situación de mayor complicidad. Sin embargo la trataba con afecto, y le daba consejos sobre cómo hablar, cómo saludar y hasta cómo insultar cuando algo no le gustaba.
Pasaban varias horas practicando plegarias hasta que regresaban otra vez a la casa. Entonces almorzaban y luego todos se subían al carro. Aunque viviesen al borde de la pobreza, el maestro se preocupaba porque él y su familia tuvieran contacto con la realidad cultural del país. Cada fin de semana iban al teatro de una ciudad cercana para presenciar las obras donde siempre se hablaba en ucraniano y se desarrollaban temas de aquella nación de exiliados que, lentamente, gracias al apoyo que le brindaban a los nazis, exigía venganza tras los años de ocupación rusa.
Todo marchó bien durante los tres primeros meses. Hasta que un día, cuando Nusia y el maestro regresaban del campo, su mujer los recibió con un ataque de nervios.
- Desgraciado. No me mientas. Stanislawa es tu hija. ¿Con quién la has tenido? – gritaba la mujer.
Nusia y el hombre se miraron. Ella sabía que la confusión de la mujer no podría ser aclarada con la verdad. Por eso el hombre insistía:
- No digas estupideces. Stanislawa es mi ahijada. Es hija de un amigo mío de Lwow.
- Mientes.
- Lo juro.
- Entonces, que regrese a su casa.
- No, no puedo echarla…
- Porque es tu hija, porque es una bastarda.
La discusión continuó durante todo el día. Nusia temía lo que pudiera ocurrir. Quizá la mujer decidiera entregarla a los ucranianos o a los alemanes. No podían decirle la verdad, pero tampoco podían alimentar su desconfianza. Al fin, la mujer dijo:
- Si no es tu hija, que se marche.
- Se marchará – dijo el maestro, derrotado.
Nusia se puso pálida. ¿Qué haría ahora? ¿La entregarían a los alemanes? ¿El hombre la abandonaría en la estación de tren?
Ese mismo día, el hombre ayudó a Nusia a hacer el equipaje. Ella se sentía avergonzada por no haber podido cumplir lo que le había prometido a sus padres. Había seguido las instrucciones al pie de la letra: no hablaba, rezaba, pasaba desapercibida… y sin embargo eso no había bastado para mantenerse a salvo.
Se marcharon de la casa sin despedirse de los niños ni de la mujer. En la estación, un pequeño destacamento de la GESTAPO controlaba a los pasajeros que esperaban en el andén. Durante unos segundos Nusia esperó que la detuvieran y la deportaran como a tantos otros.
Pero el maestro la tomó de la mano y saludó a los oficiales sin mostrar nerviosismo. Cuando llegó el tren, se subieron y ocuparon unos asientos junto a la ventana. Durante el viaje, el maestro la obligó a repetir cada una de las plegarias y oraciones que le había enseñado.
- Muy bien, Stanislawa. No olvides ni una sola palabra. Sólo así podrás sobrevivir a esta locura - le decía el hombre, tomándole la mano, buscando aplacar su propia vergüenza y los temores de la niña.
Al llegar a Lwow, se dirigieron a casa de la hermana del maestro. La mujer se sorprendió al verlos. Cuando el hombre le contó lo que había ocurrido, la mujer soltó un insulto.
- Te has casado con una idiota. Ahora, tú no ganarás dinero y esta niña corre peligro.
- Le he enseñado todo. Es inteligente. Pero su acento es malo. Si se calla, logrará sobrevivir – dijo el hombre, acariciando los cabellos de Nusia.
Antes de despedirse, el maestro le entregó a su hermana los papeles que acreditaban la nueva identidad de Nusia. Después retiró una estampa de la Virgen y se la entregó a ella.
- Cuídate, Stanislawa. Reza, calla, debes sobrevivir.
Cuando el hombre se marchó, Nusia le preguntó a la maestra, en ucraniano:
- ¿Qué ha sido de mi padre?
- Ya lo verás.
Inmediatamente, la ucraniana la condujo a la fábrica. Mientras atravesaban la ciudad Nusia pudo notar que las calles habían cambiado. Si bien la fábrica estaba ubicada en la parte aria de Lwow, allí también se podían comprobar que los pesares de la guerra se habían agravado en los meses en que ella había estado ausente. Grupos de hombres desocupados se reunían en las esquinas y miraban a la gente que pasaba con la vista fija e interesada, como si fueran a arrojarse sobre ellos para robarle sus pertenencias. Soldados alemanes y ucranianos patrullaban las calles mientras un batallón de las SS subía a los camiones de la caravana que los llevaría al frente ruso.
Mientras caminaban, la ucraniana seguía repitiendo su rosario de recomendaciones:
- Reza, habla poco, que nadie se fije en ti.
Lo decía con tanta insistencia que parecía estar repitiéndoselo ella misma. Nusia había dejado de prestarle atención, estaba feliz de reencontrarse con su padre.
En la entrada de la fábrica las detuvo el soldado alemán que controlaba la entrada y la salida de los empleados. El hombre les pidió papeles de trabajo, y a la ucraniana se le quebró la voz cuando dijo que no los tenía. Pero con sólo nombrar a Rudolph Stier lograron que el soldado dejase de molestarlas. Al parecer, su padre seguía conservando el poder y la majestuosidad que Nusia tanto admiraba. Cuando lo vio aparecer por la puerta de la fábrica, se lanzó en sus brazos. Él la besó en las mejillas, en los ojos, mientras le dedicaba una mirada llena de furia a la ucraniana.
- ¿Qué hace aquí? Habíamos quedado que…
- Cumpliré mi palabra, señor Stier – lo interrumpió la mujer: - Ya no puede permanecer en casa de mi hermano, pero le he conseguido papeles y pronto hallaré un nuevo escondite para ella.
- Júrelo.
- Pronto tendrá noticias mías.
La ucraniana besó a Nusia y, en ucraniano, le dijo:
- Acuérdate de rezar, Stanislawa – y se marchó."
March 14, 2021
Taller de lectura. Encuentro 3. Lecturas 1.
La niña y su doble. Fragmento: pág.29-31 y 34-37"La mañana del 16 de septiembre Rudolph salió a la calle. Nusia se asomó a la ventana y vio que afuera la gente iba y venía con bultos, cajones o maletas. Luego, vio a su padre conversar con los campesinos que, en el mercado, no daban abasto para atender a todos los que se acercaban a comprar las provisiones que los ayudarían a sobrevivir hasta que terminara la invasión. Durante unos minutos, Nusia perdió de vista a su padre. Luego escuchó ruido en las escaleras, y abrió la puerta. En la oscuridad, oyó que Rudolph la llamaba desde el piso superior.Las puertas de la azotea estaban abiertas. Con cuidado, Nusia subió los escalones y salió. La claridad le hirió los ojos, sin embargo no le impidió ver a su padre, arrodillado delante de dos gansos. Uno era completamente blanco, el otro tenía una mancha negra en una de sus alas.- Son hermosos – dijo ella.- Nos ayudarán a sobrevivir mientras no haya provisiones.- Rudolph, ¿qué son esos animales?Nusia y su padre se volvieron para mirar a Helena. En sus labios había una mueca de fastidio que Nusia no supo descifrar, pero que Rudolph conocía hasta el hartazgo. - Gansos, mujer – respondió entre dientes.- Ya lo sé, ¿pero qué hacen aquí?- Los he comprado.- ¿Para qué? - Ya lo verás.
Al día siguiente, las calles amanecieron desiertas. La radio polaca había dejado de emitir sus partes de guerra. Sólo se oían las noticias de los rusos y alemanes, que anunciaban la ocupación de Polonia. Stalin y Hitler se la habían repartido como si fuese una de esas tortas que se vendían en el café Roma. Acorralado, el gobierno polaco había escapado a Inglaterra desde donde intentaría apoyar a la resistencia que se ocuparía de llevar a cabo la liberación.Por la tarde, Nusia y su padre subieron a la azotea a alimentar a los gansos. Nusia tenía unos trozos de pan duro en la mano. Arrodillada, extendió la palma abierta hacia las aves, que olisquearon el aire y luego, paso a paso, se acercaron a picotear los mendrugos que ella les ofrecía. Pero entonces los gansos agitaron sus alas, asustados por un ruido ensordecedor.Nusia y Rudolph miraron hacia el cielo. Nusia vio las estrellas rojas que decoraban las alas y el alerón, pintados de verde. El avión cruzó la ciudad y se perdió hacia el oeste. Sólo entonces descubrieron, a lo lejos, las siluetas de los primeros soldados rusos que entraban a la ciudad con sus banderas y fusiles en alto.Su padre la tomó de la mano y juntos regresaron al departamento. No hizo falta que dieran la noticia. Pegada al cristal de la ventana, Helena observaba a los rusos en silencio. - Estamos perdidos – dijo.Durante algunos días, ningún integrante de la familia Stier salió del departamento. Desde las calles llegaban sonidos de disparos y explosiones. - Así lo han hecho siempre – decía Helena – destruyen todo lo que encuentran.(...)
La ciudad se había llenado de soldados, agentes secretos y civiles rusos. La policía y el ejército polaco habían sido desarticulados, asesinados y tomados prisioneros. Para entonces Podolski ya se había marchado de Lwow, y, si había logrado escapar de los rusos, ahora debía estar en casa de su primo, en el campo.El décimo día de la ocupación, Rudolph subió a la azotea para alimentar a los gansos. Uno, dos minutos después, regresó a su casa gritando:- Desgraciados, ladrones…- ¿Qué ha pasado? – preguntó Helena.- Me han robado los gansos.- Debes agradecerlo. Generalmente, los rusos hacen cosas peores.Rudolph tomó su chaqueta.- ¿Qué haces?- Recuperar lo que es mío. Salió del departamento sin prestar atención a los pedidos de su esposa. Caminó los ciento cincuenta metros que lo separaban del edificio donde antes había estado la gobernación polaca y donde ahora se alojaban los funcionarios, militares y civiles responsables de la ocupación soviética. Las banderas polacas habían sido reemplazadas por banderas rusas, y en la puerta ya no había policías polacos sino soldados vestidos de verde que lucían la estrella roja.Rudolph se dirigió a uno de ellos en un perfecto ruso.- Me han robado – dijo.- ¿Qué le han robado?- Unos gansos que tenía en la azotea. ¿Los ha visto?- Ayer, a esta misma hora.- ¿Quién los tiene?- El cielo. Han pasado volando. Eran dos. Uno tenía una mancha negra en el ala derecha.- Me está mintiendo. Me los ha robado. Debo hablar con un oficial.El soldado sonrió. El desplante de aquel hombre le provocaba más gracia que violencia. Le hizo una venia a Rudolph y entró por la puerta del edificio. Minutos después, un general con charreteras doradas y medallas en el pecho se acercó a hablar con él. Rudolph volvió a repetir su denuncia. - Señor, no le han robado nada – dijo el ruso.- Los gansos se han escapado volando. - No puede ser…- ¿Se tomó el trabajo de recortarle las alas antes de dejarlos en la azotea?Rudolph sintió una mezcla de vergüenza y derrota, y guardó silencio. El General bolchevique sonrió con benevolencia.- Por sus ropas adivino que no es campesino, así que no se culpe. No tiene por qué saber cómo viven los gansos. Y lo felicito, su ruso es casi perfecto.- Gracias. Pensaba alimentar a mi familia con las aves – dijo Rudolph, desconcertado por la propia ingenuidad de sus planes de supervivencia.- No se preocupe, la ciudad pronto recuperará su funcionamiento y usted podrá trabajar como antes.La conversación continuó amigablemente y derivó en otros temas. Al fin, Rudolph invitó al militar a beber una taza de té en su propia casa. El ruso no sólo aceptó, sino que pidió permiso para invitar también a un compañero de armas. Después de todo, aquel polaco era el primer habitante de Lwow que se mostraba hospitalario.Al abrir la puerta y ver los dos uniformes soviéticos, Helena no pudo contener un grito de espanto. Los dos rusos sonrieron. Uno señaló la mezuzhá enclavada en el marco de la puerta.- No se preocupe, señora. Nosotros también somos judíos.Helena permanecía en su lugar, bloqueando la entrada. Rudolph la miró y le hizo un gesto imperceptible buscando que entrara en razón. Al fin, ella se apartó y los hombres entraron al departamento. Rudolph señaló los sillones de la sala y les pidió a los dos militares que se sentaran mientras él se encargaba de todo. Helena lo siguió hasta la cocina.- ¿Te has vuelto loco? – le dijo a su marido.No. He perdido dos gansos pero he ganado dos camaradas."
March 8, 2021
Taller de Lectura. Encuentro 2. 5: Edwarda y Teo.
El ghetto de las ocho puertas. Fragmento: pág. 129-130.
Desde la detención de Pietruszka, su mujer se convirtió en nuestro contacto. En septiembre, Edwarda le preguntó si había visto a Teo últimamente. Antes de responder, la polaca dudó un momento, y luego dijo que Teo se había ido a casa de la madre de la señora Stempke. Ahora estaba a salvo con sus hermanos postizos lejos de Varsovia. “¿Pero lo ha visto?”, insistió Edwarda. La polaca sacudió la cabeza, su honestidad era inquebrantable. Mi hermana alzó la voz: “¿Y si está muerto? ¿Cómo puedo saberlo? Quizá esos polacos dicen que está en otra parte para seguir cobrando el dinero…” Boris intentó calmarla, pero mi hermana insistió: “Tráigalo, quiero ver a mi hijo.” Al principio la mujer de Pietruszka se negó porque le parecía demasiado peligroso para el niño. Pero al ver que mi hermana estaba tan desesperada no pudo hacer otra cosa que aceptar su pedido: “Si descubren que el niño es judío conseguirá que lo deporten. No podrá acercarse a él, no podrá hablarle, sólo podrá verlo de lejos”. Mi hermana aceptó llorando: hacía más de un año que no veía a su hijo.
Llegaron una mañana. Tres niños rubios acompañados por una anciana. A través de las ventanas intentamos reconocer a Teo, pero los tres eran mucho más grandes que el niño que se había llevado Pietruszka. “Es aquel”, dijo Edwarda de pronto, señalando al más bajo, un hermoso niño de cabellos dorados. Pronto, los hijos de Jarosz salieron de la casa y se unieron a los juegos de Teo y sus dos hermanastros. El rumor de sus voces nos animaron a salir. Edwarda lloraba y sonreía al mismo tiempo. “Está hermoso”, decía. La ansiedad la fue empujando más allá del garaje y pronto alcanzó el último árbol del jardín. Desde el portón Jarosz nos hizo una seña tranquilizadora, así que nosotros también seguimos a Edwarda.
Teo corría entre los árboles y de vez en cuando nos miraba al pasar, sin decir nada. Pensé que Edwarda no tardaría en traicionar su promesa y correría a abrazar al niño, gritándole que era su madre. Pero no fue así. Mi hermana estaba extasiada con tan sólo verlo. En un momento, Teo se separó del resto de los niños y buscó un lugar apartado, detrás de un árbol, para orinar sin que lo vieran los polacos. Edwarda fue tras él. Se arrodilló ante su hijo y lo ayudó a bajarse los pantalones sin decir una sola palabra. Teo tampoco hablaba. Cuando terminó de orinar, los dos se miraron a los ojos en silencio. Entonces, inesperada, breve, dulcemente, Teo besó a su madre en la frente y se alejó en dirección a los otros niños.
Taller de Lectura. Encuentro 2. 4: destrucción del ghetto.
El ghetto de las ocho puertas. Fragmento: pág. 104-114.
En general, para mis cumpleaños no acostumbraba pedir regalos costosos ni celebrar fiestas espectaculares. Prefería una buena comida en la intimidad de mi casa. Así pensaba hacerlo el 19 de abril de 1943. Aquel año mi cumpleaños coincidía con la víspera de Pesaj. Para la cena había conseguido una botella de vino dulce y un pan de Matzá, algo que por entonces era un lujo impensado. Esa noche, los pocos sobrevivientes que quedaban de mi familia y la de Edek vendrían a cenar a la casa de la calle Leszno para festejar mis veintiún años. Una tía de Edek había sugerido que Bozena debía regresar al ghetto para pasar las fiestas junto con su familia, pero Edek se opuso porque temía que al regresar al ghetto su prima corriera peligro. No se equivocaba: al amanecer, por las calles marcharon cientos de soldados lituanos y letones. Un oficial de las SS anunciaba a los gritos que los últimos judíos que quedábamos en el ghetto debíamos presentarnos para partir hacia una fábrica de Poniatowa. Cuando nos enteramos, Mietec, Hilary, Jacob y yo estábamos en la fábrica. Edek había entrado con un gesto de preocupación; al conocer la noticia se había quedado desconcertado, y en su desconcierto sólo había atinado a tomar una pequeña bolsa con sus fotos familiares. Ni siquiera llevaba abrigo.
Dejamos de trabajar y nos dirigimos a la puerta, donde Musialowa se burlaba de todos los judíos que pasaban. Mientras fichábamos vimos entrar a Konarski. Las ojeras le ensombrecían el rostro como dos manchas de cabrón; en el centro, sus inquietos ojos claros, miraban a un lado y otro, contagiados del frenesí de la fábrica: por los pasillos varios hombres iban y venían cargando bultos, mientras otro grupo se encargaba de desmantelar las máquinas y las estanterías.
Konarski parecía sorprendido o apesadumbrado de vernos. “Aún están aquí”, dijo. Dispuesto a despedirse, Edek le agradeció toda la ayuda que nos había prestado durante los años que habíamos pasado en el ghetto. Después dijo que íbamos a presentarnos ante los alemanes para ser deportados a una fábrica de Poniatowa. Konarski sonrió: “Idiota, nos matarán a todos. Hoy mismo destruirán la fábrica, el ghetto y a todos los judíos que quedamos.” Sólo entonces oímos los primeros disparos. “Cuando la resistencia se enteró de los planes de los alemanes, comenzaron a arrojar bombas molotov y a tender barricadas. Deben que esconderse”, dijo Konarski. Edek y sus hermanos se miraron. “¿Dónde?”, pregunté. Konarski sacudió la cabeza: “En una de las casas del frente de la fábrica. Ya he escondido a algunos, pero sólo quedan cuatro lugares”. “Id vosotros, yo puedo esconderme en el ático de la casa de Shosha”, dijo Mietek con decisión. Abrazó a sus hermanos, me besó las mejillas y se marchó.
Antes de que pudiéramos reaccionar ya estábamos siguiendo a Konarski. Se oían órdenes en alemán, en polaco. A saber por lo que contó, Konarski era uno de los treinta judíos que Schultz había elegido para que desmantelaran las fábricas del ghetto: debían desarmar las máquinas y colocar sus piezas en las mismas cajas donde él nos pensaba ir sacando a nosotros y a los demás judíos refugiados en el escondite.
Lo seguimos hasta los pies de una escalera que llevaba a los pisos superiores del edificio. Pudimos oír el rumor de las botas alemanas trotando por la calle, al otro lado de la pared, y el melódico tintineo de las cintas que sujetaban los fusiles. Konarski retiró la plancha de madera que ocultaba la entrada al escondite, bajo la escalera, y el sótano se nos reveló como una boca negra y tibia, presta a devorarnos. La luz de la escalera iluminaba unos rostros pálidos y asustados; asomando desde el interior para buscar aire fresco, pude ver a una mujer que sostenía un bebé en brazos. Entramos de uno en uno: el lugar era estrecho, y apenas si cabíamos sentados en el suelo; no había rejillas ni ventanas, por lo que el aire estaba cargado con aliento de todos.
Antes de cerrar la puerta, Konarski se dirigió a Edek, como si él fuera el líder del grupo. “No salgáis por nada del mundo. No habléis. Se oye todo desde afuera. Sólo debéis permanecer en silencio hasta que mis hombres vengan a buscaros”. Entonces cerró la puerta y nos quedamos a oscuras, en silencio. Qué silencio. Podía oír la respiración agitada de Edek, justo delante de mí. Sin darme cuenta, con la tensión había presionado una parte del pan que llevaba en la mano hasta convertirla en migas. Lo dejé en suelo, entre mis rodillas, junto con la botella de vino. Poco a poco mis ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad, y los rostros de mis compañeros no se volvieron nítidos, pero al menos pude descubrir sus rasgos. Además de los padres del niño, había dos hombres jóvenes que trabajaban en la fábrica.
El día pasó lentamente. El levantamiento del ghetto de Varsovia nos llegaba en forma de disparos, explosiones y gritos de festejo. A veces, la casa se sacudía sobre nosotros y las vigas que sostenían el techo del sótano dejaban caer el material cuarteado por las continuas explosiones. De a ratos mirábamos hacia arriba, más preocupados porque se desplomara el techo que porque entraran los alemanes.
A oscuras era difícil contar el paso de las horas. Al fin, con la alarma del toque de queda supimos que era de noche, que el día había terminado y nadie había venido por nosotros. Recostada sobre su pecho, acariciaba el arco de piel suave que se extendía entre el dedo pulgar y el índice de Edek, como si eso bastara para alejar sus temores y engañarme a mí misma: “Nos salvaremos, Konarski nos rescatará”, le decía.
Pero al día siguiente todo siguió igual: acurrucados unos sobre otros, nos estremecíamos con el sonido de las bombas y los disparos. Estaba impaciente; necesitaba salir, ir al baño. Al fin, uno de los hombres pidió perdón y luego se orinó en sus pantalones. Los demás lo seguimos, inevitable, tristemente, y el aire del sótano comenzó a volverse agrio y espeso.
Cuando volvió a sonar el toque de queda, comimos un trozo de pan y bebimos pequeños sobros de vino. En un momento, oímos los pasos de dos soldados alemanes que, supongo, se detuvieron a fumar junto a la pared de nuestro escondite. Los oímos reír, festejar el avance alemán sobre el ghetto. Aunque Edek no lo dijera, yo sabía que estaba pensando en su hermano escondido en el ático de la casa. Me quedé dormida con la mano aferrada a las fotos que llevaba colgadas al cuello; en sueños vi a papá bajar del tren que lo traía de Francia, con una cesta llena de pistolas y panes.
El tercer día nos trajo la desesperación de sabernos olvidados. El regreso de Konarski era menos probable que la victoria de la resistencia. Sin embargo, sus hombres regresaron para esconder a otras tres personas. Debíamos esperar.
El cuarto día llovió. El sonido de la tormenta parecía una burla divina ante la sed que estábamos pasando. Frustrados, bebimos las últimas gotas de vino.
El quinto día vimos cómo los hombres de Konarski se llevaban a los tres nuevos y volvían a encerrarnos. Esa noche se acabó el pan.
Entonces el niño, que durante los cinco primeros días se había mantenido en calma prendido permanentemente a los pechos de su madre, la mañana del sexto día acabó por perder la paciencia. Primero soltó una queja enternecedora, de niño satisfecho; luego el gemido se fue intensificando hasta convertirse en llanto. Un llanto desgarrador, el mismo que hubiéramos querido soltar nosotros si no hubiésemos estado tan empecinados sobrevivir. Todos miramos a la mujer, que se apuró en acunar al niño. Lo volvió de espaldas, le golpeó cariñosamente la cola, lo hizo eructar, y sin embargo no consiguió calmar su llanto. La pobre mujer también lloraba, pero en silencio y ante nuestras miradas de reproche.
“Hágalo callar”, dijo Jacob, con voz nerviosa. Alguien le alcanzó un pañuelo. La madre se encargó de contener las patadas que pegaba el niño mientras el padre intentaba amortiguar sus gemidos cubriéndole la boca con el pañuelo. Sólo lo lograba en los momentos en que el niño se ahogaba, tosía y juntaba fuerzas para volver a llorar. Estuvimos esperando a los alemanes un rato, unas horas, todo un día. Los estruendos de las bombas, el sonido de los carros de asalto y el clamor de las tropas que ingresaban al ghetto habían logrado silenciar el llanto del niño durante todo el día. Pero los ruidos se acallaron por la noche y, en el silencio del ghetto era imposible no escuchar semejantes gritos. Contuve la respiración durante un rato, creyendo que con mi esfuerzo el niño dejaría de llorar. En la penumbra pude ver que el padre del niño buscaba algo en sus ropas gastadas. Extendió la palma de su mano hacia Jacob, enseñándole un pequeño sobre de color blanco. “Es cianuro, déselo al niño antes de que os delate. Yo no puedo, soy el padre”, dijo. Jacob miró al padre del niño directo a los ojos: en los suyos no había odio ni tristeza ni desesperación, sólo enojo. “Hágalo usted”, dijo. En el silencio que siguió quedó plasmada la vergüenza de todos: ¿acaso valía la pena matar a un niño para salvar diez vidas? Al fin, el padre del niño guardó el cianuro para otro momento. El niño aún lloraba, pero nuestra desazón nos hizo olvidar el llanto y poco a poco dejé de prestarle atención.
Al día siguiente el niño dormía sereno en brazos de su madre. Con la boca reseca por el hambre y la sed, ese, el séptimo día, comencé a desesperarme. Quería salir, ver qué pasaba allá afuera: quizá todo había terminado, quizá los Aliados habían bombardeado las posiciones alemanas y ahora los de la resistencia estarían liberando a todos los judíos… “Lo más probable es que los hayan matado a todos”, dijo Edek. De todas formas, ¿cómo podíamos saberlo escondidos allí, bajo las calles donde se producía el levantamiento del ghetto de Varsovia? Justo cuando iba a salir, unos disparos que sonaron frente a la fábrica me hicieron cambiar de opinión.
El noveno día sentimos unos pasos junto a la escalera. Era temprano, quizá poco después del amanecer. Alguien retiró las maderas que encubrían la entrada al escondite, y a continuación apareció un hombre. No era alemán, sino uno de los treinta judíos elegidos por Shultz. “Me manda Konarski”, dijo. Esta vez, los dos elegidos para salir éramos Edek y yo. Mientras me incorporaba y le deseaba suerte al resto, Edek se despidió de sus hermanos con la promesa de esperarlos afuera.
Al salir del sótano, lo primero que hice fue hinchar mis pulmones con aire limpio. Con una mano me protegí los ojos: después de pasar nueve días a oscuras, la claridad que se filtraba a través de las ventanas me hería la vista. Seguimos al hombre de Konarski hasta la fábrica: salvo por cuatro enormes cajones de madera, el salón principal estaba vacío. Ya habían empaquetado las máquinas, las herramientas y las telas, y ahora las estaban cargando en un camión para sacarlas fuera del ghetto.
Los hombres de Konarski nos escondieron detrás de un armario y nos dijeron que esperásemos ahí, que alguien nos vendría a buscar cuando llegara el momento indicado. Pero no vinieron, ni ellos ni nadie. Acurrucados detrás de unas estanterías enclenques, que apenas si podían ocultar nuestros cuerpos, contamos las horas como cuentas de una soga tensa que estaba a punto de romperse. Se hizo de noche: por los cristales de las ventanas comenzó a entrar la luz de la luna, que transfiguraba las motas del polvo que había levantado el trajín de la mudanza.
Prefería enfrentarme a las balas alemanas antes que seguir escondida. Ya vería si terminaba reuniéndome con mamá en la tierra de los muertos o con Edwarda en la calle de los vivos. “Saldré: que me atrapen, que me maten… me da igual”, dije y Edek no pudo detenerme. Al avanzar podía sentirlo caminar detrás de mí, susurrando reproches y amenazas. Nos acercamos a una ventana. Afuera continuaba el ir y venir de los treinta judíos encargados del trabajo. En el rumor de voces, Edek reconoció la de Shultz, que llamaba a Konarski a los gritos. Alcanzamos la puerta con temeridad, y desde allí Edek comenzó a llamar: “Olek, Olek”. Oímos pasos. La voz de Konarski llegó antes que su cuerpo maltratado: “Edek, me había olvidado de vosotros”, dijo, pasándose un pañuelo sucio por el rostro. Sus ojos ya no mostraban la misma vivacidad de antes. Habló rápido, como si todos los tiempos estuvieran a punto de acabarse: el ghetto estaba fuera de control, los judíos atacaban a los alemanes, había trincheras de la resistencia y francotiradores nazis apostados en los tejados de toda la ciudad. “Nos quieren matar como perros, pero algunos judíos están armados y ya han matado a una decena de alemanes. Rápido, están por salir las últimas dos cajas.” No pude contener la pregunta: “¿Y los demás?” Konarski suspiró: la salvación de decenas de judíos estaba en sus manos cansadas.
Lo seguimos hasta las últimas dos cajas que saldrían del ghetto. Abrió una de un metro de ancho por dos metros de largo y quitó algunas piezas de las maquinas para hacernos lugar. Nos metimos con esfuerzo, en posiciones invertidas, mis pies rodeando la cabeza de Edek y los suyos a un lado y otro de la mía, los dos apresados entre las planchas de acero y los engranajes cubiertos de grasa. “Mis hermanos están en el sótano y el otro en el ático, tiene que salvarlos”, dijo Edek. Konarski hizo un movimiento de cabeza que bien podía significar una disculpa como una afirmación. Al ver que Edek esperaba otra respuesta, dijo que intentaría sacarlos por las alcantarillas. Antes de que volviera a cerrar la caja, Konarski dijo: “Quedaos callados, cuando lleguéis al depósito no hagáis nada: mandaré a dos hombres de confianza para que os saquen de allí”. Sin tiempo para despedidas, comenzó a sellarla con largos clavos de acero.
Oímos pasos de botas y dos voces que se burlaban de Konarski en un imperfecto alemán. Debían ser soldados letones. Uno le gritó al otro que le pasara la botella de vodka. Después de beber, alzaron la caja de golpe, y durante unos metros zarandearon la caja por el aire hasta que la soltaron sobre lo que debía ser el camión. Con el golpe, sentí que algo me lastimaba el tobillo.
Al salir, noté que el aire frío de la calle cargado de un fuerte olor a quemado. Se oían disparos lejanos, ahora los enfrentamientos se estaban dando lejos de la fábrica. Cerca del camión en el que estábamos, un coro de voces quebradas entonaba canciones militares alemanas. Los soldados gritaban y reían animados por el alcohol, mientras el traqueteo del camión sacudía la caja.
De pronto, una voz dio la orden encender las antorchas. Pude sentir el calor del fuego rodeando nuestro camino. Las posiciones que ocupábamos en la caja no me permitían verle el rostro, pero notaba cómo Edek se estremecía, sollozando de impotencia y dolor al saber que las llamas sorprenderían a Hilary y Jacob dentro del sótano. Me hubiera gustado poder abrazarlo, besarlo, susurrarle al oído que íbamos a salvarnos todos…, pero la caja era demasiado estrecha y a mí ya no me quedaban motivos para esperar nada bueno.
Anduvimos cerca de veinte minutos; de a ratos nos llegaba el canto de las tropas que regresaban del ghetto en busca de descanso. Tras el rechinar de unas puertas, el camión se detuvo por completo. Los pasos de las botas se acercaron y bajaron la caja al suelo. El camión se marchó y nos quedamos en medio de un silencio; dentro de la caja no teníamos forma de saber dónde ni con quién estábamos.
Pasó un rato, diez minutos o tres horas; desde la mañana del 19 hasta aquel 28 de abril el tiempo había tomado un ritmo a su vez frenético y desganado: la espera prolongaba los minutos y las horas pasaban fugaces con los giros de las circunstancias. A lo lejos, las explosiones que se producían en el ghetto se confundían en un rumor impreciso que no decía nada.
Con las manos, Edek recorría las juntas de la caja en busca de un clavo flojo que pudiera ser quitado por dentro. Agotada por la espera y la desesperación, me esforcé por mantener los ojos abiertos hasta que me fui rindiendo al cansancio.
Me despertó el ruido de la puerta. Como un acto reflejo, intenté incorporarme y me golpeé la cabeza contra la caja. Ni siquiera recordaba que estábamos ahí encerrados. En alguna parte, a nuestro alrededor, alguien preguntó: “Edek, Mira… ¿dónde estáis?”. Al reconocer la voz de Holson, un antiguo vecino de Edek, los dos empezamos a gritar. De pronto la caja comenzó a sacudirse. Cuando le quitaron la tapa, descubrimos dos rostros colorados mirándonos directo a los ojos. Más arriba, un techo altísimo sugería que estábamos en un depósito enorme. Los dos hombres nos ayudaron a salir y luego se encargaron de volver a cerrar la caja. Holson dijo que los dos polacos nos sacarían de allí. A nuestro alrededor, cientos de cajas contenían las distintas partes de la fábrica. No había soldados, ni agua que me calmara la sed que venía sufriendo desde hacía días.
Al ver a Edek, noté que aún tenía los ojos rojos de tanto llorar. Nos abrazamos con fuerza, como si no nos hubiéramos visto durante años. El polaco que habló era gordo y alto, muy alto: “Os tenemos que sacar de aquí antes de que regresen los soldados. ¿Tenéis donde ir?” Edek y yo nos miramos y pronunciamos el nombre de Pietruszka casi al mismo tiempo. “Si quieren vivir, quitaos eso”, dijo el más pequeño de los dos, señalando el lazo con la estrella de David que llevábamos puesto en el brazo.
Taller de Lectura. Encuentro 2. 3: exilio de Teo.
El ghetto de las ocho puertas. Fragmento: pág. 87-89.
Si al comienzo de la guerra los judíos de Varsovia éramos 350.000, en marzo de 1941 el número se elevó a 445.000 debido a la llegada de los judíos de toda Polonia y los demás países ocupados por los alemanes. Su presencia confirmaba la expansión del Reich que tanto celebraban los periódicos nazis: eran rumanos, servios, lituanos, búlgaros que no comprendían el polaco pero que se hacían entender con los gestos universales del hambre y el miedo. Llegaban de a miles. Los rostros, marcados por las cicatrices de golpes y torturas, tenían el rictus de la derrota que les daba un aire fantasmal, como si fueran muertos en vida. Cruzaban el portal del ghetto en silencio. Algunos se quedaban frente al cartel que en un idioma incomprensible para ellos rezaba “Zona epidémica. Sólo se permite atravesarla”, como si intentaran descifrar el designio que regiría sus vidas a partir de entonces. Otros permanecían un rato en medio de la calle, con la vista perdida en los escombros del ghetto. Grupos de hombres y mujeres, niños y ancianos abandonados a la suerte de un Dios que seguía expectante, ausente, sin mostrar misericordia. Luego del silencio, las penurias del viaje afloraban transformadas en desesperación: entonces estallaban en llanto y comenzaban a hablar cada uno en su dialecto, como en una Babel que no crecía hacia el cielo sino hacia una fosa común, bajo las calles de Varsovia.
La llegada de los deportados también nos traía las noticias del mundo exterior, ese mundo que se extendía más allá de los muros que cercaban el ghetto. Muchos de nosotros nos negábamos a creer estas noticias, después de todo en Varsovia aún no habían comenzado las matanzas directas, sólo nos habían encerrado y sometido al hambre. Furiosos por nuestra ignorancia, los deportados acababan por darnos la espalda y mezclarse con los demás.
Aquellos que pocos que los tenían, buscaban refugio en casa de sus familiares de Varsovia. Los demás se debatían en vivir amontonados en los pisos que estaban ocupados, entre los escombros de las casas bombardeadas o a la intemperie de las calles. No era fácil conseguir alojamiento, y en todo caso los problemas no terminaban ahí: en los pisos, decenas de personas debieron acostumbrarse a vivir hacinadas. Las cloacas no daban abasto para drenar la basura y los desechos, que se acumulaban en las cañerías, en las calles y en todos los rincones, produciendo un hedor nauseabundo. En aquellos tumultos de camas y cuerpos, además de las chinches, acechaban las enfermedades: bastaba que algún miembro de una familia se enfermara para que se contagiaran los demás.
La epidemia de tifus mataba a miles de personas por día. La madre de Edek enfermó y murió en poco menos de un mes. La noche de su muerte, Edek dijo que no permitiría que su madre fuera enterrada en las fosas comunes como un animal infectado. Gracias a sus contactos, consiguió un salvoconducto y, por la noche, junto a dos de sus hermanos cargaron el cadáver, saltaron el muro y la enterraron en el cementerio judío. No tuvieron tiempo de rezar el Kaddish, pero al menos lograron enterrarla como la tradición lo exigía.
Con el paso de los días, las ropas de los deportados se iban desgastando, o eran cambiadas por comida. Así, las calles se llenaron de judíos harapientos, que tiritaban de frío buscando en vano un rayo de luz que les calentara el cuerpo. El invierno de 1941 fue implacable: como los alemanes prohibieron el abastecimiento de carbón en el ghetto, tuvimos que quemar muebles, instrumentos musicales, cualquier objeto que nos brindara un poco de calor. Nada era suficiente. La primera nevada que cayó se cobró la vida de setenta niños en un solo día: fueron encontrados congelados entre las ruinas de un asilo.
El frío arrasaba las calles, un manto blanco cubría los cadáveres que un hombre recogía una vez al día con una carretilla desvencijada. A veces eran tantos los muertos que la carretilla no daba abasto, y los cadáveres permanecían en la calle durante días. El hedor de la muerte lo impregnaba todo.
Si bien los deportados compensaban las bajas que el frío, la hambruna y las pestes causaban en la población, los nazis volvieron a reducir el ghetto. Mamá y yo nos vimos obligadas a dejar el piso del número 28 de Chtodna para mudarnos a casa de Boris y Edwarda, en el número 3 de Mlawska. La casa quedaba a una distancia mayor de la fábrica, y cada día al recorrer las calles del ghetto me enfrentaba al horror. Una mañana, de camino al trabajo, un hombre salió de un callejón y me empujó al piso. Yo llevaba unas medias envueltas en papel, lo que a los ojos de los desesperados podía representar la ilusión de comida. El hombre, sin fuerzas, gruñendo con la boca y las tripas, me clavó los dedos en las muñecas para que soltara el paquete. Llorando, le dije que no era comida. Entonces, despertando de su sopor, él se arrastró por la calle dejando un regadero de de babas y orín.
Me alcé lo más rápido que pude, llorando aún, desconsolada por lo que nos rodeaba, por lo que nos estaba ocurriendo. En la siguiente esquina, unos niños rodeaban el cadáver de un anciano que tenía el agujero de un disparo en medio de la frente y, divertidos, le hacían cosquillas buscando esa sonrisa que nunca iba a llegar. El embrutecimiento, la irracionalidad de todo aquello nos estaba convirtiendo en animales. La gente defecaba en la calle, acuclillada junto a los muertos, mientras los soldados alemanes se fotografiaban como si estuvieran en un zoológico. Cada día, al llegar a la fábrica pasaba unos minutos llorando en un lugar apartado. Para entonces las máquinas habían dejado de producir, y ahora todos nos abocábamos a remendar los uniformes de los soldados alemanes muertos en el frente. Las balas de los Aliados, esas balas que debían liberarnos del yugo nazi, abrían agujeros que nosotros debíamos cerrar. Supervisaba a las costureras polacas que remendaban los agujeros con esmero y dedicación con tal de mostrarse laboriosas, y así seguir conservando los beneficios del trabajo. Los judíos nos mirábamos con la desazón de los salvados, que cargábamos sobre nuestras espaldas el peso de los que se hundían a nuestro alrededor.
Taller de Lectura. Encuentro 2. 2: Hambre y muerte en el ghetto.
El ghetto de las ocho puertas. Fragmento: Pág. 79-82
Si al comienzo de la guerra los judíos de Varsovia éramos 350.000, en marzo de 1941 el número se elevó a 445.000 debido a la llegada de los judíos de toda Polonia y los demás países ocupados por los alemanes. Su presencia confirmaba la expansión del Reich que tanto celebraban los periódicos nazis: eran rumanos, servios, lituanos, búlgaros que no comprendían el polaco pero que se hacían entender con los gestos universales del hambre y el miedo. Llegaban de a miles. Los rostros, marcados por las cicatrices de golpes y torturas, tenían el rictus de la derrota que les daba un aire fantasmal, como si fueran muertos en vida. Cruzaban el portal del ghetto en silencio. Algunos se quedaban frente al cartel que en un idioma incomprensible para ellos rezaba “Zona epidémica. Sólo se permite atravesarla”, como si intentaran descifrar el designio que regiría sus vidas a partir de entonces. Otros permanecían un rato en medio de la calle, con la vista perdida en los escombros del ghetto. Grupos de hombres y mujeres, niños y ancianos abandonados a la suerte de un Dios que seguía expectante, ausente, sin mostrar misericordia. Luego del silencio, las penurias del viaje afloraban transformadas en desesperación: entonces estallaban en llanto y comenzaban a hablar cada uno en su dialecto, como en una Babel que no crecía hacia el cielo sino hacia una fosa común, bajo las calles de Varsovia.
La llegada de los deportados también nos traía las noticias del mundo exterior, ese mundo que se extendía más allá de los muros que cercaban el ghetto. Muchos de nosotros nos negábamos a creer estas noticias, después de todo en Varsovia aún no habían comenzado las matanzas directas, sólo nos habían encerrado y sometido al hambre. Furiosos por nuestra ignorancia, los deportados acababan por darnos la espalda y mezclarse con los demás.
Aquellos que pocos que los tenían, buscaban refugio en casa de sus familiares de Varsovia. Los demás se debatían en vivir amontonados en los pisos que estaban ocupados, entre los escombros de las casas bombardeadas o a la intemperie de las calles. No era fácil conseguir alojamiento, y en todo caso los problemas no terminaban ahí: en los pisos, decenas de personas debieron acostumbrarse a vivir hacinadas. Las cloacas no daban abasto para drenar la basura y los desechos, que se acumulaban en las cañerías, en las calles y en todos los rincones, produciendo un hedor nauseabundo. En aquellos tumultos de camas y cuerpos, además de las chinches, acechaban las enfermedades: bastaba que algún miembro de una familia se enfermara para que se contagiaran los demás.
La epidemia de tifus mataba a miles de personas por día. La madre de Edek enfermó y murió en poco menos de un mes. La noche de su muerte, Edek dijo que no permitiría que su madre fuera enterrada en las fosas comunes como un animal infectado. Gracias a sus contactos, consiguió un salvoconducto y, por la noche, junto a dos de sus hermanos cargaron el cadáver, saltaron el muro y la enterraron en el cementerio judío. No tuvieron tiempo de rezar el Kaddish, pero al menos lograron enterrarla como la tradición lo exigía.
Con el paso de los días, las ropas de los deportados se iban desgastando, o eran cambiadas por comida. Así, las calles se llenaron de judíos harapientos, que tiritaban de frío buscando en vano un rayo de luz que les calentara el cuerpo. El invierno de 1941 fue implacable: como los alemanes prohibieron el abastecimiento de carbón en el ghetto, tuvimos que quemar muebles, instrumentos musicales, cualquier objeto que nos brindara un poco de calor. Nada era suficiente. La primera nevada que cayó se cobró la vida de setenta niños en un solo día: fueron encontrados congelados entre las ruinas de un asilo.
El frío arrasaba las calles, un manto blanco cubría los cadáveres que un hombre recogía una vez al día con una carretilla desvencijada. A veces eran tantos los muertos que la carretilla no daba abasto, y los cadáveres permanecían en la calle durante días. El hedor de la muerte lo impregnaba todo.
Si bien los deportados compensaban las bajas que el frío, la hambruna y las pestes causaban en la población, los nazis volvieron a reducir el ghetto. Mamá y yo nos vimos obligadas a dejar el piso del número 28 de Chtodna para mudarnos a casa de Boris y Edwarda, en el número 3 de Mlawska. La casa quedaba a una distancia mayor de la fábrica, y cada día al recorrer las calles del ghetto me enfrentaba al horror. Una mañana, de camino al trabajo, un hombre salió de un callejón y me empujó al piso. Yo llevaba unas medias envueltas en papel, lo que a los ojos de los desesperados podía representar la ilusión de comida. El hombre, sin fuerzas, gruñendo con la boca y las tripas, me clavó los dedos en las muñecas para que soltara el paquete. Llorando, le dije que no era comida. Entonces, despertando de su sopor, él se arrastró por la calle dejando un regadero de de babas y orín.
Me alcé lo más rápido que pude, llorando aún, desconsolada por lo que nos rodeaba, por lo que nos estaba ocurriendo. En la siguiente esquina, unos niños rodeaban el cadáver de un anciano que tenía el agujero de un disparo en medio de la frente y, divertidos, le hacían cosquillas buscando esa sonrisa que nunca iba a llegar. El embrutecimiento, la irracionalidad de todo aquello nos estaba convirtiendo en animales. La gente defecaba en la calle, acuclillada junto a los muertos, mientras los soldados alemanes se fotografiaban como si estuvieran en un zoológico. Cada día, al llegar a la fábrica pasaba unos minutos llorando en un lugar apartado. Para entonces las máquinas habían dejado de producir, y ahora todos nos abocábamos a remendar los uniformes de los soldados alemanes muertos en el frente. Las balas de los Aliados, esas balas que debían liberarnos del yugo nazi, abrían agujeros que nosotros debíamos cerrar. Supervisaba a las costureras polacas que remendaban los agujeros con esmero y dedicación con tal de mostrarse laboriosas, y así seguir conservando los beneficios del trabajo. Los judíos nos mirábamos con la desazón de los salvados, que cargábamos sobre nuestras espaldas el peso de los que se hundían a nuestro alrededor.
Taller de Lectura. Encuentro 2. 1: creación del ghetto de Varsovia.
El ghetto de las ocho puertas. Fragmento: pág. 68-68
Salvo por los secuestros, desapariciones y asesinatos arbitrarios, si es que este peligro era leve, el primer año de la ocupación alemana transcurrió sin mayores novedades. Al menos para nuestra familia.
El 1º de septiembre de ese año, 1940, un edicto del gobernador nazi de Polonia estableció que todos los judíos debíamos entregar nuestros bienes a las SS. Lo único que se podía conservar era la cantidad de 1.000 zlotys en efectivo por familia. Este duro golpe agitó las calles de Varsovia: las SS registraron casa por casa en busca de joyas, dinero, títulos de propiedad. Aquellos que eran descubiertos escondiendo dinero eran fusilados sin más explicaciones.
Los disparos se oían en cada calle, en cada rincón de Varsovia. Hombres y mujeres se rasgaban las ropas, lloraban y gritaban ante la risa de los alemanes, que organizaron el saqueo con esa obsesión burocrática con que hacían todo. Aunque se suponía que los bienes expropiados debían servir para engrosar las cuentas de Reich y financiar la guerra, los soldados alemanes se apuraban en esconderse fajos de billetes y joyas entre las ropas.
A pesar de la amenaza que significaba ser descubiertos, muchos de nosotros logramos esconder una parte de nuestros bienes en trampas disimuladas con alfombras, en cajones de doble fondo, y no faltaron los desesperados que se comieron diamantes y anillos de oro para salvarlos de la requisa.
Pero los alemanes no se conformaron con marcarnos y robarnos. Otro edicto, publicado a mediado de mes, ordenaba a todos los judíos de Varsovia a mudarse al barrio judío antes del 31 de octubre. Vencido el plazo, cualquiera que fuera visto en la zona aria, como llamaron al resto de la ciudad que no era el barrio judío, también sería apresado.
Al leer aquella orden, sentí una enorme desolación. A pesar de que vivíamos a apenas una cuadra de distancia de los límites del barrio judío establecidos por los alemanes, esto significó que debíamos mudarnos. Al principio me opuse a dejar nuestro departamento. Luego, mamá dijo que la guerra no podía durar por siempre, que pronto llegaría el día en que los alemanes fueran vencidos y todo volvería a la normalidad y nosotras a nuestra casa. Eso me enojó aún más: ciega de juventud y esperanza, aún conservaba el orgullo que mi madre había sabido esconder cada vez que había sido necesario y que, por otro lado, la había mantenido con vida hasta entonces.
Gracias a Boris conseguimos un departamento en la misma calle, pero en el número 28. Aquellos días previos al vencimiento del plazo, las calles de Varsovia se llenaron de gente que, como nosotras, abandonaba su casa para mudarse a otro sitio. Judíos venidos de toda la ciudad, católicos que vivían en el barrio judío y que debían dejar sus casas para dirigirse a la zona aria, gente de todos los lugares recorrían las calles cargando bultos y atillos, instrumentos musicales y muebles, ropas y reservas de comida escondidas bajo las mantas… un ir y venir de fantasmas acorralados por los edictos que, como tablas de una nueva Ley, regían nuestras vidas con la amenaza del castigo.
El 30 de octubre, después de trabajar en la fábrica, regresé a casa y junto con mamá dejamos el piso en que habían vivido y muerto mis abuelos. En silencio nos unimos a aquellas familias que arrastraban los pies, abatidos. A los judíos de Varsovia pronto se unieron los judíos de los alrededores, que eran acarreados como ganado hacia la ciudad. Familias enteras llegaban con las pocas pertenencias que habían logrado salvar de los alemanes. Los ojos de los campesinos se abrían de par en par al ver las calles de Varsovia; lejos de sus tierras, sin ningún sitio para sembrar, despojados de sus herramientas, de sus animales, se preguntaban cómo harían para sobrevivir en un lugar tan extraño. Lo habían perdido todo en manos de los alemanes y ahora debían buscarse un sitio donde dormir en una ciudad que no era la suya. Y eso no era fácil: sólo los judíos de la ciudad éramos el treinta por ciento de la población total, y el lugar que nos habían asignado ocupaba menos del tres por ciento de la superficie de Varsovia.
Nosotras habíamos conseguido un departamento pequeño, pero al menos estábamos solas y, comparadas con los demás, bastante cómodas. Sentada en la cama, la vista detenida en la manada de hombres, mujeres y niños que pasaban frente a mi ventana, me preguntaba cómo harían para vivir 350.000 personas en un sitio tan estrecho como ese. Todos nos preguntábamos lo mismo, y la respuesta era obvia: los que podían, como nosotras, viviríamos en una casa más pequeña pero con la comodidad necesaria; los otros, los pobres o los que no tenían los contactos apropiados para asegurarse una casa adecuada, vivirían hacinados: familias enteras entre cuatro paredes, sin las camas necesarias ni baños ni cocinas suficientes para todos.
Quizá sólo querían eso: marcarnos, robarnos, agruparnos… Pero no: también querían encerrarnos. Y fueron los mismos judíos quienes debieron enterrar los postes, tender los alambrados y rematarlos con alambres de púas que desalentaban hasta a los más aventureros que querían saltar la frontera. Como si eso no bastara, luego comenzaron a construir un muro de tres metros de altura que alcanzó un largo de dieciocho kilómetros. Poco a poco, ese muro se erigió como la frontera que nos separaba del mundo y de la vida. Así fuimos reunidos todos los judíos, asimilados y ortodoxos, ricos y pobres, urbanos y campesinos. El 16 de noviembre, el muro quedó terminado y el barrio judío se convirtió en el Ghetto de Varsovia.
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