Alejandro Parisi's Blog, page 11

August 20, 2020

July 29, 2020

July 24, 2020

TALLER DE LECTURA. ENCUENTRO IV. HANKA EN PRENSAS Y ESCUELAS






Hanka en el colegio Santa Rosa.
Hanka en el colegio Santa Rosa.



Hanka en el CCK




Visita a la Embajada Sueca en Argentina.

Escuela Industrial de San Juan. Escuela San Cayetano.










Hanka y Raquel.




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Published on July 24, 2020 08:09

July 20, 2020

Frattini, la muerte y Los Plateros.

Hoy, el querido Carlos Frattini hubiera cumplido 89 años. Lo recordamos así. Siempre. Bien vestido, con joyas en los bolsillos y una sencibilidad a prueba de golpes. Un personaje de película.






Durante los dos años que llevaba trabajando con Martinelli lo había recuperado todo: las joyas, la ropa de etiqueta, los impecables zapatos de cuero, las corbatas de seda, la butaca del Teatro Maipo y hasta su mesa en el restaurante del hipódromo. Ganaba tanto como lo que gastaba. Los consejos del Tano lo habían moldeado hasta convertirlo en un dandy que siempre acaparaba la mirada de todos. Cuando entraba a La Churrasquita vestido con un traje nuevo, las mujeres de sus compañeros lo miraban de reojo. A veces, la mujer de Tito Ramos les decía a los otros:-        Ustedes se tienen que vestir como Pistola. El sabe cómo combinar las medias, el cinturón, el pañuelito… aprendan de él.Y Frattini sonreía con orgullo. Su ropa y sus joyas eran lo único que poseía. Siempre andaba con lo puesto, mudándose de pensión en pensión, viajando en colectivo o taxi, sin siquiera pensar en la posibilidad de ahorrar para comprarse un auto y una casa. Como si creyera que, por el solo hecho de firmar un documento de propiedad, su vida volvería a los rieles a los que había renunciado. Pero lo que más temía era que al figurar en un papel oficial, su nombre atrajera a la policía en cualquier momento. Prefería vestirse bien, gastarse el dinero en restaurantes y boliches, en esa carrera maratónica que había emprendido el primer día que su padre lo echó de casa y que parecía no tener más destino que el sólo hecho de correr. Escapar. Siempre hacia adelante, siempre solo.Un día, él y el Tano Martinelli se dirigieron a la calle Paraguay, a la altura de Callao. Semanas atrás, habían luchado con una puerta que no habían logrado abrir de ninguna manera. Ahora llevaban otras llaves, convencidos de que al fin podrían completar el trabajo. Solían hacerlo. Más que por ambición, porque no soportaban renunciar a ningún alhajero por culpa de una maldita puerta.Mientras el Tano metía una Yale en la puerta de calle, Frattini descubrió que, en el edificio de enfrente, asomada a una ventana, una mujer fumaba un cigarrillo sin dejar de mirarlos. Cuando el Tano abrió y entraron al edificio, Frattini dijo:-        Vamos a esperar un poco en el entrepiso. Laburamos y salimos rápido, que esta mina nos están mirando y nos van a mandar en canaEl Tano asintió.Quince minutos después, salían del edificio con una docena de joyas y unos miles de pesos en billetes chicos. La mujer ya no estaba en la ventana. Comenzaron a caminar por Paraguay hacia el Bajo, en silencio. A las dos cuadras, escucharon la sirena de un patrullero que, a contramano de los demás vehículos, cruzaba la Avenida a toda velocidad y se detenía en el edificio que habían robado.-        Tarde piaste – dijo el Tano, riendo.En un bar, decidieron que desde ese día comenzarían a tomar nuevos recaudos. Antes de plantarse frente a una puerta de calle, lo primero que harían sería mirar si alguien estaba observando sus movimientos. Tampoco se detendrían a probar distintas llaves en una puerta. Era un problema, una pérdida de tiempo y una situación que podía resultar demasiado evidente para los ojos de cualquier vecino que no tuviera nada mejor que hacer que estar mirando por las ventanas. Cuando marcaran una puerta, desde ahora se acercarían con cuatro o cinco llaves preparadas, sujetas entre los dedos de la mano, como si las llaves fueran terminaciones óseas de sus propias extremidades.Después de conversar largo y tendido sobre las nuevas estrategias, visitaron a José, redujeron el botín y se despidieron. -        ¿Adónde vas tan apurado? – preguntó el Tano, que insistía con ir juntos a ver la nueva película de Rita Hayworth, no tanto porque le gustara el cine, sino porque disfrutaba escuchar a Frattini contándole sobre la vida y obra de su actriz favorita.Sin embargo, Frattini volvió a negarse.-        No puedo. Tengo cosas que hacer y ya no llego...No mentía. Apurado, se subió a un colectivo de la línea 29 y se dirigió a La Boca. Era octubre, y el verano comenzaba a insinuarse en esa brisa cálida y en aquel cielo límpido que, a esa hora de la tarde, comenzaba a sangrar sobre los techos de Buenos Aires. Todo, el clima, la ciudad, incluso los colectivos despedían una sensación de placidez, como si todos quisieran disfrutar con tranquilidad de aquel atardecer de primavera.Todos menos Frattini, que miraba su reloj y sacaba cuentas mentalmente. Tenía quince minutos para visitar a Mirtha antes de que llegara su padre. En la parada, Frattini se lanzó del colectivo en marcha y se echó a correr en dirección a la calle Suárez.Al llegar, otra vez se encontró el patio vacío hasta de sombras. Lentamente, se acercó a su casa. En el momento exacto en que pisaba el segundo peldaño de la escalera, desde adentro resonó un grito indescifrable para cualquiera, menos para él. Se maldijo por haber llegado tarde.Mientras se alejaba, se preguntó si la enfermedad de Mirtha podría reblandecer a su padre. Quién podía saberlo. Mirtha moría su vida y él continuaba borracho, gritando como si nada.  Desolado, se alejó de la casa sin saber a dónde ir. Se había ilusionado con pasar un rato con las chicas, escuchándolas, viéndolas cuidar a Mirtha. Pero a esa hora aquello ya era imposible. En la puerta del conventillo se cruzó con el Rengo y Pepe, dos amigos que hacía tiempo no veía.-        ¿Qué hacen?-        Nada. ¿Y vos?-        Acá, vine a ver a mi vieja…-        Anda mal, la Mirtha – dijo Pepe.Frattini asintió. -        Bueno, me voy… - dijo, sin mucho convencimiento. -        ¿A dónde vas a ir? Quedate con nosotros. Una vez que venís al barrio… - dijo el Rengo.Lo de Mirtha lo había deprimido demasiado como para quedarse solo, así que se sentó con ellos en el cordón de la calle, como cuando era un chico de pantalones cortos. Juan Spadavecchia tampoco había cambiado.  -        Todo transpirado, Juan, así no podés atender a los clientes – dijo Frattini y los demás rieron.-        Muchachos, me tienen que salvar. Hay gente importante en la cantina y necesito que alguien los alegre. ¿Vienen?-        ¿No te parece que ya estamos grandes para la pandereta? – preguntó el Rengo.-        ¿Conocen a Los Plateros? – preguntó Juan a su vez.A Frattini se le iluminaron los ojos. Siempre había disfrutado de la música, y aquel grupo americano había sido la banda de sonido de muchas de sus conquistas amorosas. Se incorporó de inmediato. No le vendría mal divertirse un poco.Aquella noche, la cantina de Spadavecchia parecía un decorado de cine. Al entrar, lo primero que Frattini vio fue una mesa con cinco negros vestidos impecable, homogénea, solemnemente con trajes idénticos, y una mujer inabarcable embutida dentro de un vestido rojo cuatro talles más pequeño del que necesitaba. Como dos plantas carnívoras, sus tetas parecían a punto de escapar de aquel débil balcón convertido en escote.En la pista, improvisada en el único sector de la cantina donde no había mesas, una docena de mujeres rubias, vestidas de gala, bailaban coreografías musicales al estilo Broadway.Frattini, el Rengo y Pepe se detuvieron a observarlas.-        Son las bailarinas de la Compañía Las Vegas. Vinieron a actuar al Teatro Ópera con los Plateros – dijo Frattini, que había oído la noticia días atrás en la radio.-        Para mí son todas muñecas – dijo el Rengo, luchando por enderezar su cuerpo.Juan Spadavecchia les alcanzó dos panderetas y una guitarra. Todos los presentes guardaron silencio. Incluso las bailarinas dejaron de moverse, cosa que los tres amigos lamentaron. Después de saludar a aquel público poco acostumbrado a ver cómo otros se llevaban los aplausos, el Rengo tomó la guitarra y Frattini y Pepe las panderetas. Durante quince minutos entonaron una antigua canción italiana, una que cantaban cuando eran niños y debían alegrar a turistas menos prestigiosos que los que los escuchaban ahora.Cuando terminaron de tocar, la cantina estalló en aplausos. Los tres, sonriendo, aceptaron las bebidas que les ofrecieron desde una de las mesas. Con un vaso de agua en la mano, Frattini se separó del grupo y se acercó a la mesa que ocupaban Los Plateros, mientras el Rengo y Pepe se perdían entre las bailarinas.Sin decir nada, Frattini tomó una silla y se sentó junto al grupo. Uno de los músicos le ofreció una copa de champagne. Frattini decidió aparcar su carácter abstemio para no despreciar el gesto. Tomó su copa, la alzó como hacían los otros, y él también brindó por aquel deseo incompresible que pidieron los americanos en su propio idioma.Poco después, en un acto que buscaba honrar a los visitantes pero que pareció más un detalle obsecuente y redundante, Juan Spadavecchia hizo sonar “Only you” en el tocadiscos de la cantina. Al oír los primeros acordes, los músicos se tomaron la cabeza, como si aquel éxito suyo les resultara una carga insoportablemente aburrida. Frattini, en cambio, se incorporó de un salto. Con una reverencia divertida, extendió su mano hacia la cantante negra y la invitó a bailar. Los músicos aplaudieron. La mujer se incorporó, ofreciendo toda la inmensidad de su carne y se dejó guiar por Frattini, que la condujo hacia el centro de la pista.Bailaron esa pieza y otra, y otra, y otra más. Bailaron toda la noche, conversando en susurros, sin entender ni una sola palabra de lo que decían.En un momento, Frattini vio que afuera amanecía. Como si despertara de un sueño, se incorporó y estrechó la mano de los cinco músicos y besó la de la bella cantante negra, que intentó retenerlo con palabras que él no pudo descifrar.Salió de la cantina con paso ligero. Dos copas de champagne podían animar a cualquier abstemio. Tomó la calle Suárez y, sin decidirlo, alcanzó el patio del Conventillo. Consultó la hora. Su padre estaría a punto de salir hacia el trabajo.Durante unos minutos, se quedó petrificado con los ojos fijos en la puerta de su casa. Habían pasado más de veinte años, había abierto miles y miles de puertas ajenas, pero aquella continuaba cerrada para él.Con cuidado, se metió entre los pilares de su casa y trató de ocultarse bajo una pila de hojas de diario. Esperó quince, treinta, cuarenta minutos. En su recuerdo, aquel lugar era más lúgubre de lo que le resultaba ahora. Incluso hasta lo divertía el hecho de estar escondido. Un tipo grande, un atorrante como él, escondido bajo una montaña de diarios. En ese momento se escucharon ruidos que venían de arriba. La puerta se abrió, con aquel crujido que tantas veces lo había paralizado. Pies pesados descendieron la escalera. Los zapatos de su padre avanzaban sin separarse del suelo, incapaces de soportar el peso de mil y una borracheras. Poco a poco, sin darse cuenta, Frattini fue emergiendo de su escondite. Entonces lo vio. Su primera reacción fue la de protegerse, tal vez por eso retrocedió otra vez hacia los pilares, debajo de la casa. Hacía años que no lo veía, y aunque su apariencia no sólo ya no lo asustaba, sino que además era mucho más pequeña de lo que recordaba, Frattini volvió a sentir miedo por su padre, por aquellas manos nudosas que sostenían un cigarrillo Brasil encendido hacía siglos y que nunca acababa de consumirse.  Lo vio alejarse, lo vio salir del conventillo. Sólo entonces Frattini tomó coraje y salió de su escondite. Mientras subía las escaleras, el patio comenzó a llenarse de vecinos que se lavaban y peinaban antes de ir al trabajo y lo saludaban con gestos cansinos. Llamó a la puerta. Estela lo abrazó al verlo.Frattini entró a la casa y fue directo hacia Mirtha. La besó en la frente, y durante los pocos segundos que la tuvo entre sus brazos, pudo sentir sus huesos faltos de carne, el temblor de sus brazos, la debilidad de todo su cuerpo.-        Carlitos, viniste… - dijo Mirtha.-        Hola, mamá – dijo él mientras se sentaba junto a ella.Estela preparó mate y, mientras le cebaba uno a su hermano, le ordenó a sus hermanas que se apuraran si no querían llegar tarde a la escuela. Sin embargo, cuando Francisca y Juana estaban por salir, su madre les pidió que se quedaran. Las chicas miraron a Estela buscando su aprobación. -        Tienen que estudiar – dijo ella.-        Dejalas que se queden, mamá quiere que estén acá – intercedió Frattini.-        ¿Vos venís una vez cada tanto y encima me decís lo que tienen que hacer?Su hermana estaba furiosa.  -        Mandás vos, Estela – dijo Frattini.-        Por favor, Estelita – dijeron las niñas a coro.Entonces Mirtha se incorporó en la cama, soltado un gemido de furia. Con las manos, se tomaba la cabeza y, mirando a Frattini, dijo:-        Sacame la cabeza, no aguanto más.Él se acomodó en la cama, de modo que Mirtha pudiera reposar la cabeza en su pecho. Así se quedó, respirando cada vez más lentamente, mientras Frattini le acariciaba el cabello. Un rato, un siglo después, vio que sus tres hermanas empezaban a llorar, que se tomaban la cabeza y se arrodillaban ante la cama. No sabía por qué. No quería saberlo. Tan sólo quería quedarse así, llorando, acariciando a Mirtha, susurrándole cosas al oído sin importarle que ya no pudiera escucharlo.
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Published on July 20, 2020 05:56

July 7, 2020

Taller de Lectura. Primer Encuentro.

Detención de judíos. Alemania 1938.
Vandalización de tiendas judías. Alemania 1938.
Vandalización de tiendas judías. Alemania 1938.

Vandalización de tiendas judías. Alemania 1938.
Destrucción de la sinagoga de Nuremberg. Alemania 1938.
Destrucción de la sinagoga de Hannover. Alemania 1938.
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Published on July 07, 2020 13:48

June 22, 2020

June 16, 2020

El Padrino, Giuliano y el recuerdo de Ítaca.




Anoche volví a ver por enésima vez El Padrino I, quizá la mejor película de todos los tiempos. No vale la pena citar el argumento porque es tan conocido como cualquier historia de la Biblia occidental. Al margen de eso, volví a sorprenderme con la calidad fílmica de Coppola: los planos abiertos como postales, la actuación excelente de cada uno de los actores y actrices que aparecen en escena y esa manera minimalista de narrar. Escenas cortas y contundentes como puñaladas.
Como siempre que la veo, vuelvo a mis abuelos sicilianos. Será por la música omnipresente, como la comida, la risa alta, la burla constante por cualquier defecto o debilidad ajena, y un detalle que las otras veces había pasado por alto. En la escena que muere Don Corleone (bellísima por la locación pero también por el contraste entre lo que está haciendo ese abuelo antes de morir) me acordé que de chico, en la mesa, después de comer, yo también agarraba la cáscara de un cuarto de naranja y, haciéndole un corte horizontal y pequeños cortes verticales para simular dientes, me la ponía en la boca como si fuera una dentadura postiza y sacaba la lengua para asustar al que estuviera desprevenido.
Más allá del talento de Coppola, detrás de todo eso está el gran Mario Puzo, que además de escribir la novela en la que está basada la película fue responsable del guión. Un autor bastardeado porque era demasiado popular como para que la crítica lo tomara en serio. “El último Don”, “Omertá”, “La arena sucia”, “Siete tumbas en Múnich” y “El Padrino” son libros que vale la pena leer.  
Sin embargo, para mí la obra maestra de Puzo es “El Siciliano”, una novela basada en la vida de Salvatore Giuliano, héroe nacional de la isla. Un campesino que se opone a la opresión del gobierno y la mafia siciliana de la posguerra y termina convirtiéndose en una especie de Espartaco que, dos mil años después que el original, logra que el sur se rebele ante Roma. Un libro hermoso, mezcla de documento histórico, tragedia, novela de acción y un canto al honor de los desposeídos. Una vez mi abuela Francisca me contó que su marido, mi abuelo Mariano, conocía bastante a Giuliano. Nunca busqué confirmar o refutar ese dato: me bastó con saberlo para convencerme de que fue así. Quizá las leyendas consistan en eso. Datos remotos que se convierten en bronce.
En El Padrino, Michael Corleone debe exiliarse durante un año en Sicilia. Y la novela “El Siciliano” arranca con Michael Corleone mirando partir un buque en el puerto de Palermo, ansioso por regresar a América. Pero no puede marcharse porque su padre le puso una condición: sacar de Sicilia a Salvatore Giuliano para salvarle la vida.
Después, la novela cuenta de manera hermosa el nacimiento, auge y caída de ese héroe campesino contestatario, idealista, devorado por su orgullo y por las presiones políticas de “la nueva Italia” impuesta por la democracia cristiana, la iglesia, la mafia y los americanos.
En “El Siciliano” está todo el espíritu que sobrevuela a los Corleone, contado con detalle, como una Biblia que da sentido a esa película que volví a ver. Siempre vamos a extrañar a Don Vito, a Michael pero también a Giuliano y a esos abuelos que recorrían la isla buscando salir de la pobreza y la explotación.
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Published on June 16, 2020 06:31

June 12, 2020

"Tres mujeres en el Holocausto". Taller virtual de Lectura.



Tres mujeres en el Holocausto
Durante diez años tuve el privilegio de acompañar a tres mujeres en busca de los recuerdos de su experiencia como sobrevivientes del Holocausto. Cuando las conocí, Mira Ostromogliska, Nusia Gotlib y Hanka Gzmot tenían alrededor de ochenta años: habían pasado miles de tormentos, pero también habían hecho de sus días un ejemplo de superación. Habían formado familia, eran madres, abuelas… Y sin embargo, aquello que habían padecido cuando eran apenas unas niñas seguía nítido en su memoria con una precisión escalofriante. Las tres tenían un solo deseo: dejar testimonio de lo que habían vivido y visto con sus propios ojos para que “eso”, como ellas llamaban al Holocausto, no le ocurriera a nadie, que no se repitiera NUNCA MAS. El resultado de ese trabajo fueron tres novelas: “El ghetto de las ocho puertas”, “La niña y su doble” y “Hanka 753”, que conforman la Trilogía del Holocausto.
En ese camino que me dejaron transitar junto a ellas, aprendí que cualquier dolor es imponderable y que una historia particular puede mostrarnos todas las dimensiones de un hecho histórico que signó la vida de millones de personas.
Este taller de lectura está centrado en el testimonio de ellas y en mi experiencia durante esas tres novelas regidas por el mismo horror y escritas bajo la misma premisa: contar lo que ellas vivieron. 
Duración: 5 Encuentros de 2 horas aproximadamente.




I Encuentro: El antisemitismo no fue una invención nazi.
II Encuentro: Vida y muerte en el Ghetto de Varsovia.
III Encuentro: Rezar, callar y mentir.
IV Encuentro: El horror de Auschwitz.
V Encuentro: La memoria y el legado de los sobrevivientes.

Formato: Virtual.

Comienzo: Segunda semana de Julio de 2020

Cupos limitados. 


Para más información: alejandro.parisi@gmail.com
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Published on June 12, 2020 06:47

June 9, 2020

Un lugar más alejado. Cuento.






Un lugar más alejado
 “No hay, al principio, nada. Nada. El río liso, dorado, sin una sola arruga, y detrás, baja, polvorienta, en pleno sol, su barranca cayendo suave, medio comida por el agua, la isla.”
Juan José Saer, Nadie nada nunca
aEl museo Domingo Faustino Sarmiento del Tigre es una de las construcciones más estúpidas que se hayan visto. Un personaje tan importante - Presidente, Educador de la Patria, Alumno Ejemplar - condenado por el arquitecto que decidió reproducir su antigua casa de veraneo dentro de un cubo de cristal, como si se tratara de la casa de muñecas que le regalé a mi hija para su último cumpleaños. Cada vez que paso frente al museo no puedo evitar pensar en ella. Laly debería ver esto. Entonces busco el teléfono celular en uno de mis bolsillos: es el momento de llamar a la madre y decirle de una vez por todas que la nena también es mi hija y que por lo tanto tengo derecho a llevarla conmigo a donde quiera.  Pero Laly se fue a Brasil con la madre, el nuevo novio de la madre y los hijos del primer matrimonio del nuevo novio de la madre: una encantadora familia moderna.A medida que me alejo del museo aumenta mi indignación, y lo único que me tranquiliza es saber que me espera la soledad de mi casa, el canto de los pájaros y el río marrón, tan peligroso para mí, que no sé nadar, como para cualquiera que intente acercarse a la isla. Al llegar a casa descubro que alguien dejó un enano de jardín en el medio del parque, y si bien hasta ahora no lo sabía, con sólo verlo me doy cuenta de que odio los enanos de jardín. ¿Quién lo habrá dejado? No creo que lo haya traído la crecida del río. Debe haber sido Osvaldo, el isleño que corta el césped: él es el único que viene durante la semana.No necesito ningún nuevo accesorio para la casa, me gusta así como está: paredes de un amarillo muy claro, persianas y puertas de madera, árboles, canteros, flores, ningún enano. Así que trato de levantarlo, pero es tan pesado – debe ser de cemento macizo – que al segundo intento decido tomarlo por la cabeza, es decir por el ridículo gorrito que llevan todos los enanos de jardín, y arrastrarlo hasta el muelle. Al volver la vista descubro el surco que el paso de la estatua dejó marcado en el césped. Con gran esfuerzo cargo al enano en la lancha, me subo y me dirijo a la casa de Osvaldo, rodeada de perros que ladran, se acercan, me huelen y amenazan con morderme. Por suerte sale a mi encuentro su mujer, que muestra las encías para decir que el marido estuvo toda la semana trabajando en la Capital, que todavía no volvió pero que puede llegar de un momento a otro. Le pregunto si sabe algo del enano pero pregunta ¿qué enano? Ese que está ahí, digo y señalo la lancha. Ella se acerca para verlo mejor. Qué bonito, ¿es suyo?, dice y entiendo que es inútil hablar con ella, así que vuelvo a subir a la lancha perseguido por los perros que no dejan de ladrar. bDe pie en la proa, el enano contempla el horizonte con ojos de cemento. Al llegar a casa amarro la lancha al muelle, bajo la estatua y vuelvo a arrastrarla por el surco que, desde hace un rato y hasta que vuelva a crecer el césped, arruina un jardín que antes era perfecto. La isla es el único lugar en el que puedo relajarme. No debería tener estos sobresaltos, mucho menos por una razón tan estúpida y tan pequeña. ¿De qué te reís?, le pregunto al enano pero me doy cuenta de que estoy demasiado alterado, que debería tranquilizarme. Me siento en el suelo, delante de él. Me detengo a observarlo: botas oscuras, pantalón verde, camisa roja, sombrero amarillo. ¿Quién te enseñó a combinar los colores? Lo único que falta es que me conteste. Mejor destapo una cerveza y me olvido de todo.Voy a la cocina y busco una lata bien fría. Acomodo la poca ropa que traje, reviso la alacena: de hambre no voy a morir. Agarro un libro y me siento en el sillón de mimbre que hay debajo del alero del frente de la casa, a unos metros del río, del muelle, de la costa, del jardín y del maldito enano. Pero, ¿cómo abandonarme a la lectura si no puedo dejar de pensar en él? Me conozco: las estupideces pueden captar toda mi atención, así que me incorporo, me acerco al enano y vuelvo a arrastrarlo hasta el muelle. Pienso en tirarlo al agua pero por alguna razón que desconozco no me animo, entonces lo escondo debajo de la ligustrina, para no tener que verlo.Vuelvo al sillón, bebo un trago de cerveza y trato de leer.Quince minutos más tarde estoy cargando otra vez al enano, lo arrastro hasta el jardín y vuelvo a pararlo donde lo encontré. Si a Laly le gusta puedo dejarlo acá para que juegue con él cada vez que venga. ¿Cómo pude ser que mi hija todavía no conozca esta casa?cMás tarde suena el teléfono celular. Atiendo a Lola, que dice estar en el puerto fluvial del Tigre esperando una respuesta: ¿querés que vaya?, dice y, sin detenerme a pensarlo, le digo que compre un poco de pescado, una botella de vino y que tome la primera lancha taxi que encuentre. Controlo el tiempo en mi reloj: una hora y diecisiete minutos más tarde escucho el motor de la lancha que se acerca. Pienso que debería ir al muelle para recibir a Lola, pero enseguida me digo que ese gesto podría jugarme en contra, así que me acomodo en el sillón e intento concentrarme en la lectura. ¿Qué estoy haciendo? , pienso al llegar al muelle, y extiendo los brazos para recibir a Lola. La ayudo a bajar de la lancha. Nos besamos largamente. Ella me entrega las bolsas con la comida, la mochila y sube las escaleras. Pensaba que querías estar solo, dice y bajo la mirada. A eso me refería con que esperarla en el muelle podía jugarme en contra. Pero no es tan terrible: el color marfil del vestido ajustado resalta sus formas y su piel bronceada parece más suave todavía. dAlmorzamos a la sombra de un pino, que el viento mueve de forma amenazante. Lola se sobresalta por la caída de las piñas y propone cambiar la mesa de lugar: debajo del limonero es más seguro, dice y creo que tiene razón. Un minuto más tarde reanudamos la conversación lejos de cualquier peligro.      Ella se encarga de contarme las noticias más importantes, que hoy parecen ser muchas: presidentes que renuncian, gente en las calles, barricadas, piedras contra las vidrieras de los comercios y de los bancos, comerciantes armados que contratan seguridad privada, tiros al aire, muertos. El rostro de Lola se ilumina con la pasión de su propio relato. Vuelvo a llenar las copas y propongo un brindis: por esta isla, digo, que me permite ignorar todo lo que vos querés contarme. Después del almuerzo ella enciende un cigarrillo y me convida uno, que rechazo porque tomé la decisión de dejar de fumar. ¿Desde cuándo?, pregunta y no siento vergüenza al responder: desde este momento. Es evidente que mi decisión le molesta, pero después dice que ella también debería dejar de fumar. El sol comienza a caer y poco a poco su luz invade la mesa. Esta vez soy yo quien propone correrla hacia la derecha, a la sombra de los ciruelos. Al mover la mesa y las sillas siento calor, entonces bebo otro sorbo de vino blanco, me incorporo, beso a Lola y voy a bañarme al río. La crecida elevó el nivel del agua a una altura demasiado peligrosa, sumergiendo varios de los escalones del muelle. Si me parara en el último escalón, el agua me llegaría a la altura de los hombros. Además, la corriente podría arrastrarme lejos del muelle… Tendría que aprender a nadar. Decido sentarme en uno de los primeros escalones: el agua me llega hasta el pecho y para refrescarme sólo debo inclinarme hacia delante y sumergir la cabeza. Después me paso una mano por el rostro para quitarme el agua que quedó acumulada en mi barba. Para bañarme en este muelle no es necesario aprender a nadar. Al volver a la mesa paso junto la estatua del enano. Lola ya encendió otro cigarrillo. Le pregunto si se dio cuenta de que hay un enano de jardín, pero no me escucha porque está pensando en otra cosa. Sus ojos entrecerrados me dicen que es algo importante.Se sirve vino y, antes de que yo pueda decirle nada, se lleva el dedo índice a los labios para pedirme silencio. ¿Qué irá a decir? Después señala el fondo de la casa, donde un perro muy pequeño persigue a un pájaro que, sin éxito, intenta levantar vuelo. La persecución es angustiante: la torpeza del cachorro le permite al pájaro tomar unos centímetros de ventaja, hasta que al fin el perro lo apresa entre sus dientes y va a esconderse detrás de unos arbustos.Qué desagradable, comienzo a decir, pero las palabras de ella son demasiado fuertes como para agregar nada: estoy embarazada, dice.eTodavía no encontré a la mujer de mi vida y ya engendré dos hijos. Lola vuelve a servirse vino. Acerca la copa hasta sus labios pero, arrepentida, vuelve a apoyarla en la mesa. La miro y no puedo creerlo. Nos conocemos desde antes de que yo me divorciara, pero hace menos de un año que estamos juntos. Que tenga más méritos que la madre de Laly no es suficiente, aunque debo reconocer que eso me tranquiliza un poco. Seguro que Laly preferiría jugar con un hermanito y no con un enano de jardín que ni siquiera es mío. Debería callarme la boca: ¿es mío?, me escucho decir. Lola no contesta, levanta la copa, la vacía de un trago. Durante el silencio que sigue se me ocurre que tendría que comprar una casa en un lugar más alejado, tal vez en Ciudad Oculta o Medio Oriente. Me pongo de pie y practico un recurso de telenovela: me acerco a ella, la abrazo, me arrodillo a sus pies. Voy a ayudarte, le digo pero ella sonríe, dice gracias y enciende otro cigarrillo. Desde el suelo puedo ver cómo el humo comienza a alejarse en dirección a los ciruelos.No deberías fumar, digo en tono de reproche, y me resulta el reproche más estúpido que podría decirle en este momento, cuando en mi cabeza se repiten insultos y millones de preguntas referidas a los métodos anticonceptivos que hasta hoy creía que nos protegían. Me incorporo y vuelvo a observarla. Voy a darme un baño, dice y se va. Unos segundos más tarde escucho el sonido de su cuerpo al zambullirse en el agua. Lola sabe nadar.fLola ya no es tan joven, y existe la posibilidad de que el embarazo se complique. Por otra parte, yo no pensaba tener otro hijo, ya tengo una y ni siquiera puedo verla cuando me da la gana. Lola podría hacer lo mismo que la madre de Laly, llevarse a nuestro hijo fuera del país, esconderse. Este razonamiento no me lleva a ningún lado, es más: corro el riesgo de que tener otro pre infarto, o un infarto o una embolia cerebral, y todo por algo que debería alegrarme. ¿Debería alegrarme?Comienzo a caminar en dirección al muelle pero me detengo frente al enano. Su sonrisa me altera. Apoyo una mano sobre el sombrero de cemento que cubre su cabeza de cemento y lo empujo con fuerza hacia atrás para que caiga de espaldas al suelo. Así está mejor.Desde el muelle puedo ver el cuerpo de Lola extendido boca arriba sobre el agua. A unos cincuenta metros hacia el sur, el río se ensancha en un recodo para girar hacia el este. Cualquiera podría llegar a creer que el agua desemboca sobre los sauces que están en la orilla de la isla de enfrente. Me detengo a ver el río, que también arrastra hojas, ramas, peces muertos. Poco a poco entra en escena la proa de un velero que avanza hacia el norte. Ahora también puedo ver al capitán sentado en la popa. Sobre el costado izquierdo del velero leo un cartel con la inscripción: SE VENDE. Las velas recogidas sugieren que avanza por el impulso de un motor fuera de borda. Lola parece no haber notado la proximidad del barco. Por un momento imagino un accidente: si la proa la golpea en la cabeza, Lola pierde el conocimiento y se ahoga. Una muerte rápida, la solución para algo que se había convertido en un problema. A Laly le hubiera gustado tener un hermano con quién jugar.  Junto las manos alrededor de mi boca y grito Lola con todas mis fuerzas. Ella se incorpora en el agua y al ver el barco que se acerca comienza a nadar. La lentitud del velero le permite llegar hasta el muelle y subir los escalones para sentarse junto a mí. Al ver su cuerpo húmedo y tostado brillando al sol, puedo imaginar cómo se irá deformando en el transcurso de los próximos nueve meses. g¿Y esto?, pregunta Lola al ver la estatua tendida en el suelo. Le digo que no sé, que alguien la dejó acá por equivocación. Debe ser un regalo, dice como si regalar enanos de jardín fuera lo más normal del mundo. Cuando se inclina para levantarla, recuerdo el esfuerzo que tuve que hacer para cargarla hasta el muelle. Observo sus movimientos sin decir una palabra. Unos segundos más tarde descubro dos cosas: a) que mi silencio tiene como único fin comprobar la superioridad física del género masculino sobre el femenino, y b) que Lola tiene mucha más fuerza de la que yo imaginaba.  Volvemos a la mesa y, como era de esperar, al tema del embarazo. Decido averiguar todo de una sola vez: ¿Qué pasó con las pastillas anticonceptivas? ¿Por qué no me lo dijiste antes? ¿De cuántos meses estás? ¿Cómo te sentís? Lola me deja hablar, tan segura de sí misma que da miedo. Antes que nada, y para respetar el orden de las cosas, su boca dispara tres respuestas implacables: no te lo dije antes porque primero quería tomar una decisión, estoy de once semanas y la verdad no estoy segura de cómo me siento.Sus palabras golpean más fuerte que un martillo de acero.¿Cómo que primero quería tomar una decisión? Supuestamente también es hijo mío. Pero es su cuerpo…, y es obvio que si me detengo a pensar en estas cosas sólo es para postergar la pregunta fatal: ¿y qué decisión tomaste? Los ojos de Lola parecen estar vacíos, su mirada es impenetrable. Busco el paquete de cigarrillos, enciendo uno y exhalo el humo con violencia. No es un buen momento para dejar de fumar. Dos cigarrillos, ninguna palabra. Al fin ella dice lo voy a tener, pero vos no estás obligado a nada. Otro martillazo. ¿Quién te creés que soy?, digo, orgulloso, con el último hilo de voz que me queda. Ella sonríe para decir el padre de mi hijo. La frase es cursi pero me tranquiliza. Extiendo una mano sobre la mesa, tomo la suya, intento una caricia. hPor la tarde Lola se acuesta a dormir la siesta. Yo, en cambio, busco una lata de cerveza y vuelvo a la lectura. Pronto me distraigo con el canto de un pájaro que, a pesar de mi esfuerzo, no logro divisar. Cuanto más busco entre los árboles, el sonido de su canto parece más cercano. Al fin vuelve el silencio, y a continuación un pájaro negro cruza el parque en dirección al río: vuela tan bajo que debo agacharme para evitar cualquier accidente. Observo cómo el pájaro se detiene en una rama, extiende las alas que a la luz del sol emiten destellos azules, y vuelve a arrojarse sobre mi cuerpo. Desde el suelo puedo oír su aleteo y evadir su vuelo rasante.Me pregunto qué es lo que lleva a un animal, un ave en este caso, a querer enfrentar a una persona que no lo agredió. Me parece normal que las personas se maten unas a otras sin razones, pero que un animal decida molestarme sin motivos me llena de dudas con respecto a mi lugar en el mundo.¿Qué hice con mi vida?, me pregunto mientras camino en cuatro patas en dirección a la casa. Al entrar me doy cuenta de que olvidé el libro sobre la mesa. Entonces voy al cuarto y me acuesto junto a Lola, que duerme un sueño profundo.iAl despertarme veo que Lola ya abandonó la cama. En su lugar, encuentro unas monedas que, supongo, deben haberse caído de uno de mis bolsillos. Por un momento imagino que Lola dejó las monedas para pagar los servicios sexuales que no le presté. Guardo las monedas en un cajón y voy al muelle a darme un baño. Lola, que está sentada al sol en una reposera, abre los ojos y al verme me recibe con una sonrisa. ¿Pagarías por acostarte conmigo?, le pregunto y ella suelta una carcajada descalificadora. ¿Sí o no?, insisto y ella se incorpora y me abraza para decir claro, pagaría lo que fuera necesario. Su mentira me devuelve la confianza.El río está tan quieto que la superficie del agua parece de arena o de algún material resistente, como si la turbia superficie espejada fuera capaz de soportar el peso de una persona… Reflexionar al sol no es bueno: uno comienza a sudar antes de llegar a la primera idea sensata. Así que bajo las escaleras hasta que el agua me llega a la altura de los hombros, y como el nivel del agua bajó entre treinta y cuarenta centímetros, me ubico en uno de los últimos escalones. Tengo que prestar atención si no quiero perder el equilibrio y caerme, lo que podría ser terrible. Pero a mis espaldas, escucho a Lola decir: hace dos meses que dejé de tomar las pastillas. Sus palabras primero me hacen perder cualquier equilibrio y luego me empujan al agua. Me hundo. Cierro la boca para no ahogarme pero me falta el aire. Al volver a la superficie siento que voy a vomitar, miro en dirección al muelle y escucho a Lola decir que esta es su última oportunidad de tener un hijo.  Estás loca, grito y lo único que dice es: calmate. No sé si es el miedo o el odio, pero hay algo que no me permite avanzar, y muevo los brazos y pataleo y me hundo en el agua. Sabía que algún día iba a llegar este momento: tendría que haber aprendido a nadar. Emerjo del agua para insultar a Lola, y ni siquiera puedo pronunciar la frase completa. Estoy agitado, intento respirar hondo pero comienzo a tragar agua. ¿Voy a morirme?Entonces Lola grita: estirá las piernas que ahí donde estás podés hacer pie. Que tenga razón me molesta tanto como su tono de voz, maternal...   jSus razones no me convencen. Debería arrodillarse y pedirme perdón, pero, en cambio, toma mi mano entre las suyas, la acaricia con una dulzura irritante y me dice que un hijo es lo mejor que nos puede pasar en la vida. ¿Y Laly?, digo. Va a tener con quién jugar, dice sin entender la razón de mi pregunta. ¿Cómo sé que Lola va a permitirme seguir viendo a mi hijo después del fracaso de nuestra pareja y de la separación definitiva? Porque es evidente que ninguna pareja puede sobrevivir a una situación como esta.Le pregunto si se hizo revisar por su ginecólogo, aunque ahora que lo pienso también debería consultar a un psiquiatra. ¿Te das cuenta de lo que hiciste? Sí, dice, sí… y deja de hablar para tomarse la cabeza con ambas manos y hundirse los dedos en el cabello. Después deja caer las manos, lentamente las desliza por su rostro, y se cubre los ojos y se apoya en el respaldo de la reposera. Todavía estamos a tiempo…, dice sin atreverse a completar la frase. No contesto, y mi silencio me resulta una venganza estúpida, infantil e innecesaria. Con una energía que me asombra digo que no, que así no es como se debe resolver este "asunto". Odio verla llorar: ella lo sabe y por eso se incorpora y me pregunta si me molesta que esta vez cocine ella. No, digo, y por un momento me detengo a ver la palidez de su rostro entristecido.  kAl quedarme solo en el muelle descubro el resplandor violáceo del atardecer que comienza a caer sobre los árboles, al otro lado del río. El agua baja hacia el sur, arrastrando el reflejo de un cielo aún vacío de estrellas. A esta hora el silencio siempre es absoluto, y parece que el tiempo se detiene. Me tranquiliza sentarme en el muelle  y disfrutar de estos momentos porque luego ya no será lo mismo: el aire se impregnará de millones de mosquitos que intentarán picarme, los murciélagos saldrán de sus cuevas y el río comenzará a subir hasta cubrir el muelle. Me siento en la reposera que ocupaba Lola: la lona del respaldo aún está tibia y tal vez por eso de pronto tengo ganas de ir junto a Lola, abrazarla. Me tranquiliza saber que debe estar a mis espaldas, vestida con mi delantal de cocina, observándome a través de las ventanas.  Pero cuando estoy a punto de incorporarme, escucho el motor de una lancha que se acerca: el ruido contrasta con la poca velocidad que desarrolla. Al llegar, Osvaldo se quita la gorra - una gorra con visera en la que se puede ver las iniciales NY -, me saluda y amarra la lancha al muelle. Me dijo mi mujer que me andaba buscando, dice, ¿necesita algo? No, contesto, quería saber si el enano era suyo. ¿Quién? El enano. ¿Qué enano? Venga, digo y acompaño el pedido con un gesto de mi mano derecha. Con una agilidad de la que no lo creía capaz, Osvaldo salta de la lancha al muelle y me sigue a través del jardín. Ese que está ahí, digo señalando al enano. Osvaldo lo mira con curiosidad, por un momento entrecierra los ojos hasta que al fin todos los músculos de su rostro se contraen en una mueca de interés. ¿Dónde lo compró?, pregunta. Sus ojos van del enano a mí y de mí al enano, como si nos estuviera comparando. ¿No le digo que lo dejaron acá?, pensé que era suyo. Yo no sé nada, se lo deben haber dejado de regalo, dice. ¿Cómo? Además yo no compro enanos chinos, porque este enano es chino, dice. No lo parece, digo y Osvaldo se acerca a la estatua, la observa con detenimiento y dice: ¿no ve que tiene la bandera china en la parte de atrás del gorrito? Me acerco al enano para ver que Osvaldo tiene razón. Tiene razón, Osvaldo, le digo y él vuelve a señalar la bandera. Dice: la pintan chiquita para que la gente no se dé cuenta, pero a la noche brilla tanto que se pueden ver desde lejos. Orgulloso por sus conocimientos sobre los enanos de jardín, Osvaldo enciende un cigarrillo y pregunta si necesito algo más.Lo acompaño hasta el muelle. Desde la lancha me grita: si no lo quiere no lo tire al agua porque trae mala suerte. Estoy seguro de que me está mintiendo, pero tampoco me interesa que mi suerte empeore, si eso es posible. La lancha se aleja pero el eco del motor continúa durante unos segundos. En el cielo despejado y azul pueden verse las primeras estrellas. LAl entrar en la casa le digo a Lola que el enano es chino y que tiene los ojos redondos. Ella apenas me mira, murmura algo referido a la industria china. Pero después de un silencio se quita mi delantal de cocina y me clava los ojos para preguntarme: ¿cómo vamos a llamar a nuestra hija? Me había olvidado de que estaba embarazada, ¿cómo puedo ser tan necio?Simón, me gusta Simón, digo. Ella me toma una mano, la besa y dice que no, que le gustaría tener una nena y llamarla Lucía. La observo durante algunos segundos con la misma sonrisa estúpida de mi enano de jardín. Entonces ella también sonríe, y comienza a llorar, y vuelve a sonreír y a llorar… aunque esta vez sus lágrimas no me molestan. Lucía es un lindo nombre, me escucho decir y en ese mismo momento me doy cuenta de que ya nada va a ser como antes.


Publicado en la antología “La Joven Guardia”, Editorial Norma, 2005.
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Published on June 09, 2020 07:47

June 3, 2020

La Trilogía del Holocausto en la Biblioteca del Ministerio de Educación.

Es una alegría que El ghetto de las ocho puertas, La niña y su doble y Hanka 753 formen parte de la Biblioteca Virtual del Ministerio de Educación de Argentina. Siempre, desde que empezamos a conversar con Mira, Nusia y Hanka, nuestra idea fue que estas novelas, basadas en sus testimonios y experiencias durante el Holocausto, sirvieran para que las nuevas generaciones conocieran "eso" que les tocó vivir a ellas para que no se repita nunca más. Y que los alumnos de las escuelas públicas puedan leerlos de manera gratuita es otro granito de arena.




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Published on June 03, 2020 05:07

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Alejandro Parisi
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