Alejandro Parisi's Blog, page 13
April 3, 2020
Lecturas de cuarentena: Un caballero en el purgatorio. Capítulos 37, 38 y 39.
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El 11 de mayo de 1976, Frattini fue liberado en Mar del Plata. Allí lo habían trasladado hacía un par de semanas, para que pagara antiguos delitos de falso turista. Cuando alcanzó el portón de salida del Penal, respiró hondo el aire impregnada de sal y alzó la vista al cielo negro apenas salpicado de estrellas. Después, con la mirada atenta a los movimientos de la calle, comenzó a andar hacia la estación de trenes. Al llegar, buscó un teléfono.- Maga, soy yo. Me largaron – dijo, feliz.- ¿Cuándo venís?- Llego a Constitución a las seis de la mañana.- Te voy a buscar.- Te quiero, Maga – dijo Frattini, y no mentía.De los ocho años que llevaban casados, él había permanecido cinco a la sombra. Su mayor condena hasta entonces. Y Maga no había dejado de visitarlo ni un solo domingo. “Me voy a curar”, se dijo Frattini mientras el tren emprendía su viaje a Buenos Aires. Lo necesitaba. Ya estaba cansado de perder, de soportar las violencias propias y ajenas. Quería cuidar a su mujer y a su hija, olvidarse de las llaves, convertirse en un hombre de bien. El maestro Soldi había prometido ayudarlo, y Frattini se decía y se repetía que el dibujo sería su salida de emergencia. Poco a poco, el paisaje comenzó a volverse repetitivo en las ventanillas. Campo y más campo. Frattini se arropó con el saco fino que llevaba. Pensó en Ana, en Maga. Lo despertó el grito del guarda.- Constitución.Apurado, Frattini juntó sus cosas y descendió del vagón con el cuerpo entumecido por el viaje. Maga y Ana lo esperaban en el andén. Las besó mil veces, las alzó en el aire, y lloró con ellas. Los primeros dos días ni se molestó en salir a la calle. Lo único que quería era estar con su mujer y su hija. Al tercer día, se vistió con ropas limpias, se puso una corbata y se preparó para volver a las calles. Maga estaba preparándose para ir al trabajo. Hacía unos meses que había conseguido un buen puesto en el Ministerio de Hacienda. Al verlo, se quedó sin palabras, como si hubiera visto a un fantasma.- Esta la última, Carlos. Si caés una vez más, olvidate de nosotras – dijo.- Ya lo sé. Se acercó a ella y la tomó de las manos. - Voy a cambiar. Voy a pintar y voy a vivir de eso. Quiero que seas feliz.- Entonces quedate en casa dibujando – dijo Maga, y su voz tenía tono de súplica. – Con lo que gano yo podemos vivir tranquilos. No hace falta que salgas. Quedate acá, dibujá…Frattini la abrazó. Quería curarse de esa extraña enfermedad que se había contagiado hacía mucho, hurgando debajo de los sifones. Pero no estaba dispuesto a convertirse en un mantenido. Dibujaría grandes retratos, ganaría dinero, y si no, trabajaría de cualquier otra cosa decente. - Me voy, Maga.- ¿A dónde vas? – preguntó su mujer, incapaz de disimular su angustia.- A ver a Soldi. Él me va a ayudar.Maga lo estrechó entre sus brazos.Tomó un colectivo en dirección al barrio de Belgrano. En los últimos años, la ciudad había cambiado bastante. Desde la ventanilla del colectivo, pudo ver hombres armados vestidos de civil, que viajaban en autos sin patente y se detenían para pedirles documentos a los peatones que andaban por las calles. Con una arquitectura señorial, la casa de Soldi parecía una casona inglesa que había sido transportada mágicamente a la ciudad de Buenos Aires. Árboles en la puerta, una cerca de madera y un timbre que Frattini de pronto no se atrevía a tocar. ¿Se acordaría de él el maestro? Por un momento, pensó en marcharse. Como un acto reflejo que ni el encierro ni sus deseos habían exorcizado, se llevó una mano al bolsillo para tocar las llaves. Alzó la vista: se detuvo a mirar los edificios lujosos que rodeaban la casa del maestro.Entonces recordó que las únicas llaves que llevaba eran las de su casa, y que allí lo esperaban dos mujeres a las que les había prometido cambiar. Soltó las llaves con asco, se acomodó la ropa, el cabello, y al fin tocó el timbre. Desde el interior de la casa, la mujer de Soldi lo miró, confundida, incapaz de reconocer los cientos de rostros que peregrinaban hacia allí para visitar a su marido.- ¿Quién es?- Carlos Frattini. El maestro me dijo que viniera a verlo. La mujer hizo un gesto vago, como si no recordara nada. - Yo pinté el retrato de Borges.La mujer pareció aún más confundida.- En la cárcel de Devoto – dijo Frattini con resignación.- Ah – dijo la mujer, asintiendo. Y mientras abría la puerta cancel, sonrió diciendo: - Venga, pase. Disculpe, es que viene tanta gente…- Me imagino – dijo Frattini.Siguió a la mujer por un pasillo cargado de cuadros enmarcados en madera. Cuando alcanzaron el living, un espacio de cuatro metros por cinco, con una enorme biblioteca atestada de volúmenes de distinto tamaño, y decorada con una sobriedad franciscana, la mujer señaló uno de los sillones diciendo:- Raúl está en el taller, siéntese que voy a llamarlo.- Si quiere voy yo – dijo Frattini con curiosidad.La mujer sacudió las manos, divertida.- No. Imposible. Cuando ella se alejó, Frattini se dejó caer en uno de los sillones de cuero amarronado. Intentó repasar todo lo que había planeado decir, pero se dio cuenta de que tenía la mente en blanco. Nervioso, se incorporó y comenzó a recorrer el salón. Vio cuadros de Soldi, y también obras de otros artistas importantes. No pudo evitar buscar su retrato de Borges, pero no estaba. De lejos le llegó el rumor de una conversación. Volvió la vista, pero nadie se acercaba.Se detuvo frente a una vitrina donde estaban expuestas las plaquetas que celebraban el primer premio del Salón Nacional de 1947 y el primer premio de la Bienal de San Pablo de 1948. En lugar de alentarlo, aquellos logros de Soldi lo avergonzaron. ¿Qué hacía ahí? ¿Por qué no aceptaba que era sólo un ladrón con aspiraciones de dibujante? Poco a poco, la sala comenzó a agrandarse y él, Frattini, se sintió tan pequeño como asustado.- Salió. Felicidades – dijo una voz a sus espaldas.Frattini se volvió y descubrió al maestro sentado en uno de los sillones. No lo había escuchado llegar, y quizá lo estuviera mirando mirar sus premios desde hacía unos minutos. Frattini se acercó y le tendió la mano. - Es un honor, maestro.- Siéntese. ¿Cómo se llamaba?- Carlos Frattini.- ¿Y, Frattini? ¿Está pintando?- Sí – mintió Frattini, y luego de un silencio, se oyó suplicar: -, pero necesitaría que alguien me promocione. Soldi alzó las cejas, hasta que sus ojos se volvieron blancos.- Y quiere que yo lo ayude.Frattini asintió en silencio, avergonzado. No estaba acostumbrado a pedir favores, y mucho menos a gente tan importante como Soldi. Sin decir nada, el maestro tomó el teléfono de la mesa que estaba junto al sillón y marcó un número. Mientras esperaba ser atendido, no le quitó los ojos de encima. Quizá desconfiara, o sólo buscara contemplar la dicha que su propia generosidad podía producir en aquel ex convicto.- Estoy llamando a Canal 11 – le susurró, cubriendo el micrófono del teléfono.Frattini sonrió. - Hola, Antonio. Soldi, habla. Sí, estamos bien. No, al final no vamos a Europa porque ando un poco achacado. La edad. Escuchame, te voy a mandar a un pupilo mío que hace unos retratos bellísimos. ¿Le podés dar lugar en algún programa para promocionar sus obras? Frattini contuvo la respiración, y sólo volvió a respirar cuando el rostro de Soldi se deshizo en un gesto de sorna.- Claro, lo mando con una carta de presentación. Gracias. Sí, sí, le mando.Soldi cortó la llamada, colgó el tubo del teléfono y se cruzó de piernas para contemplar extasiado la sorpresa de Frattini.- No sé cómo se lo voy a agradecer.- Vístase bien, lleve las tres mejores obras que tenga, ¿me escucha?- Sí, sí – repetía Frattini.Con esfuerzo, el maestro se incorporó y le dio la espalda.- Ahora espéreme acá que voy a escribir la carta para el canal.- ¿Puedo conocer el taller? – preguntó Frattini, intrigado.Soldi se volvió para mirarlo.- No. Espéreme que ya vengo.
Al entrar en su casa, se encontró a Maga cocinando mientras Ana hacía la tarea de la escuela. Las dos se sobresaltaron al oír el ruido de llaves, y Frattini lamentó que estuvieran tan acostumbradas a vivir solas. - Me recibió el maestro – dijo con orgullo.- ¿De verdad? – dijo Maga, secándose las manos con un repasador.- Sí, me consiguió una entrevista en Canal 11 para que lleve mis obras y me las promocionen.- ¿Vas a salir en la tele, papi? – preguntó Ana.- Sí - dijo Frattini, emocionado.Ese mismo día pensó en ir al kiosco de diarios a comprar algunas revistas para sacar los modelos de los tres retratos. Sin embargo, se dio cuenta de que no tenía un centavo en el bolsillo. Con un esfuerzo sobrehumano, aceptó pedirle ayuda a su mujer.- Claro, Carlos. Tomá – dijo Maga, abriendo su cartera en busca de dinero.Cuando le tendió los billetes, Frattini se sintió derrotado. Había cumplido cuarenta y seis años, y ni siquiera podía pagar una revista. - Gracias, Maga. Es por ahora. Pero después voy a ganar guita – se prometió.Las semanas siguientes las pasó dibujando. Al fin, cuando tuvo los tres retratos terminados, se vistió con sus mejores ropas y les pidió a Maga y a Ana que lo acompañaran a Canal 11. Ellas corrieron a vestirse, y cuando volvieron a aparecer él las encontró más bellas que nunca.Alcanzaron la puerta del Canal a media mañana. Ana y Maga tomadas de la mano, con una sonrisa imposible de disimular. Frattini, abrazado a sus tres obras como si fueran un salvavidas y el mundo, un mar a punto de tragarlo. En la recepción, presentó la nota de Soldi y le pidieron que esperara. Luego de una hora de incertidumbre, apareció un periodista que olía y respiraba humo de cigarrillos negros.- ¿Usted es el pupilo de Soldi?- Sí – dijo Frattini tendiéndole la carta.El hombre la leyó durante unos segundos, y luego se echó a andar por el largo pasillo que conducía a los estudios de grabación. Frattini lo vio alejarse con tristeza. Sin embargo, tras caminar diez metros, el hombre se volvió para gritarle:- Vengan.Frattini, su mujer y su hija se incorporaron de un salto. Siguieron al periodista por pasillos con puertas enfrentadas. Con los ojos abiertos como dos platos, Ana se volvía para señalar los decorados de las novelas que miraba. Alcanzaron una puerta, y el guía televisivo los detuvo con seriedad.- Ahora va a salir al aire. Vamos a mostrar sus obras y le vamos a dar especio para que usted las promociones – dijo, y después, mirando a Maga y a Ana, agregó: - Si no hablan se pueden quedar detrás de cámara.Ellas asintieron.Frattini estaba tan nervioso que ni siquiera sintió los abrazos y los besos con los que su mujer y su hija le desearon suerte. La puerta se abrió para mostrarles el decorado de un programa de sábado, un falso living, el conductor con tres bailarinas y, enfrentado, un mundo de cámaras, micrófonos y gente que iba de un lado a otro sin dejar de fumar.De pie junto a un productor, esperó que llegara su turno abrazado a sus tres obras. A lo lejos, Maga le arrojaba besos mientras Ana se detenía a ver los monitores, los micrófonos y las cámaras.En algún momento, vio que el conductor del programa anunciaba una pausa publicitaria. Pronto, el set se llenó de maquilladoras y técnicos que reparaban cosas. El productor que estaba junto a él le pidió que le entregara las obras para que las pudieran colocar en un lugar bien visible.- En cinco entra - dijo.Frattini asintió en silencio. Exactamente cinco minutos después, el conductor dijo:- Y ahora vamos a conocer un gran dibujante, pupilo del gran maestro Raúl Soldi, que ha venido a presentar sus bellas obras.Alguien le apoyó una mano en la espalda y lo empujó hacia adelante. Cuando se quiso dar cuenta, estaba delante de las cámaras y el conductor le sonreía con una falsedad tan agradable que parecía sincera.- Bienvenido, Frattini.- Carlos Frattini. Es un orgullo estar acá.Durante una hora, Frattini respondió preguntas y describió los retratos que, gracias a Soldi, debían estar apareciendo en los televisores de medio país. Durante toda la entrevista se las ingenió para desviar sus respuestas sin necesidad de decir dónde había estado en los últimos años. Quería que lo conocieran como dibujante, y no como ex convicto. Y lo consiguió: hacia el final de la entrevista, estaba tan seguro de sí que hasta se animó a hacer comentarios divertidos que el conductor aprobaba con su falsa sonrisa. Detrás de cámara, Maga alzaba sus pulgares con una emoción que se le notaba en los ojos. Al fin, el conductor agradeció su presencia y los técnicos lo despidieron con un aplauso.Frattini estaba feliz.
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Pasó una semana mirando el teléfono sin recibir ni un solo llamado. Al fin, se presentó en casa de Soldi para pedirle algo que ni él sabía qué era.- No sé, maestro, recomiéndeme a sus amigos… si no vendo cuadros no puedo vivir.- Frattini, usted es un artista. No se olvide de eso. Y los artistas tarde o temprano se imponen.- Tiene que ser temprano, no puedo esperar.Soldi torció la boca en un gesto que podía ser de aburrimiento, sorna o agobio. Al fin, dijo:- Voy a llamar a Nélida López French, la gerenta de la Editorial Musical Korn. Ella va a darle una mano.Al día siguiente, vestido de punta en blanco, Frattini se presentó en el edificio que la editorial ocupaba sobre Avenida Córdoba. Nélida lo estaba esperando por pedido de Soldi. Al verlo, lo invitó a pasar a su oficina y le ofreció un café que Frattini rechazó porque estaba demasiado nervioso como para tomar o comer cualquier cosa. - Me dijo el maestro que usted podía ayudarme – dijo sin perder tiempo.- Sí, ya hablé con él. Vamos a hacer una cosa: deme una semana para que le consiga fotografías de gente famosa. Después, organizamos una exposición con los retratos que usted pinte y los invitamos a todos para que compren los cuadros. ¿Le parece bien?Frattini asintió. No quería perder más tiempo. Necesitaba pintar, necesitaba vender sus cuadros. Necesitaba tener dinero para no necesitar volver a las llaves. Esa semana, la espera se le hizo insoportable. Quería empezar cuanto antes. Cada día, antes de marcharse al trabajo, Maga abría la cartera y le preguntaba si necesitaba dinero. Entonces Frattini bajaba la mirada con vergüenza.- No, Maga, gracias - decía.La semana siguiente, Nélida López French lo esperaba sentada a su escritorio, con una montaña de fotografías. - Mire, Frattini, ¿los conoce? – le dijo con una sonrisa, señalando los rostros que aparecían en las fotos.Primero con vergüenza, luego con asombro, Frattini fue mirando las fotos de la pequeña Andrea del Boca, de Horacio Ferrer, de Nacho Manzi, Mirtha Legrand, Piazzola, Discépolo, Troilo, Ramírez y muchos otros músicos y actores famosos que él conocía del cine y de las tapas de los discos.- Gracias, Nélida. Muchas gracias.No llevaba cartera. Y las fotografías eran tantas que tuvo que distribuirlas en todos los bolsillos del saco. Cuando salió de la oficina, besó a Nélida en las mejillas y se lanzó a las calles con la sensación de estar viviendo el primer día del resto de su vida. Comenzó a pintar esa misma tarde.Durante los dos meses siguientes, Frattini pasó más de diez horas al día inclinado sobre la mesa de la cocina, con los ojos como péndulos que oscilaban entre las fotografías y sus retratos. Sólo salía a la calle para ir a buscar a Ana a la escuela o comprar más papel de dibujo. Por la noche, cuando Maga veía los avances de sus obras, guardaba un silencio de asombro.- Son hermosos – decía.- Mirá, el de Pichuco va a quedar mejor que la foto – decía Frattini, satisfecho.Un domingo, al amanecer, mientras afuera la ciudad despertaba con un sonido quedo de sirenas y motores de colectivos, Frattini dejó el lápiz sobre la mesa y se pasó una mano por el rostro. Estaba agotado. Había pasado toda la noche definiendo los últimos trazos del último retrato. Ahora que había terminado sentía que se había quedado sin fuerzas para nada. Con esfuerzo, se incorporó de la silla y comenzó a colocar la veintena de retratos sobre el piso, uno junto al otro, para poder ver el resultado de su trabajo.De pronto, sintió ganas de gritar. Se dirigió al cuarto para contarle a su mujer que había terminado. Pero al entrar y ver a Ana y Maga durmiendo abrazadas, guardó silencio. Las contempló durante unos minutos.- ¿Qué hacés, Carlos? – preguntó Maga, entreabriendo los ojos.- Las miro y pienso en todo lo que me perdí.- ¿No dormiste?- No. Pero terminé de pintar.Maga sonrió y abrió los brazos, invitándolo a que se acostara junto a ellas.
Hacía más de veinte minutos que Nélida López French estaba mirando los retratos, y no había dicho ni una sola palabra. Frattini comenzaba a desesperarse, pero por alguna razón no se decidía a preguntarle nada, como si no tuviera fuerzas para saber si aquello era un triunfo o su última derrota.Al fin, Nélida tomó el teléfono de su escritorio y marcó un número. De pronto la oyó decir:- Horacio, soy Nélida. Tenés que ver algo. No, ahora. Por favor. Nunca te pido nada – dijo, con una voz que no dejaba lugar a la duda. Y después, sonriendo, agregó: - Gracias. Colgó el teléfono y volvió a pasar la vista por los retratos. Se detuvo en el de Troilo, con un interés detectivesco. - El Gordo quedó bárbaro, Frattini.- No entiendo, Nélida – comenzó a decir Frattini, pero se detuvo al ver que ella alzaba una mano.- Usted no tienen que entender nada. Sólo tiene que pintar.- ¿A quién llamó?- ¿No le gustan las sorpresas, Frattini?No respondió. Las sorpresas nunca eran buenas. Sin embargo, guardó silencio y trató de concentrarse en el café que tenía delante, como si en eso se le fuera la vida. Minutos, horas más tarde, alguien llamó a la puerta.- ¿Quién es?- Horacio – dijo una voz.Cuando se abrió la puerta y vio aparecer a Horacio Ferrer, Frattini miró a Nélida con los ojos desbordados de agradecimiento. Ella le guiñó un ojo y le señaló los retratos a Ferrer.- Te presento a Carlos Frattini, un artista que necesita ayuda – dijo Nélida.- Mucho gusto, Horacio Ferrer – dijo el poeta.Frattini estaba tan emocionado que no pudo decir nada.- Quiero que me digas qué te parecen los retratos – dijo Nélida.Ferrer se sentó y comenzó a mirar los rostros de Pichuco, la Legrand, Piazzola. Pasaba de uno a otro con frenesí, sin detenerse más que unos pocos segundos. - Sinceramente, me parecen fantásticos, Frattini – dijo Ferrer al cabo de unos minutos de silencio.- Gracias – dijo Frattini, con un esfuerzo sobrehumano.- Horacio: quiero que escribas un poema para cada retrato – dijo Nélida.- ¿Original?- Original. Sólo van a salir en los cuadros. Eso va a hacer que la gente se interese más. ¿Qué decís?Horacio Ferrer miró a Frattini con un gesto ambiguo. - Espero no arruinarlos – dijo después, tan generoso como su sonrisa.Frattini ya no pudo contenerse. - Maestro, no sé cómo agradecerle. Y a usted, Nélida. Gracias. Gracias a los dos.- En un mes hacemos la muestra en el microcine. Ya pueden empezar a trabajar.
A fines de Julio de aquel año, 1976, cada uno de los veinte retratos tenía un poema original escrito y firmado por Horacio Ferrer. Al ver el resultado de aquellos meses de trabajo, Nélida le auguró un éxito inmediato.- Soldi tenía razón. Usted es un artista. Prepárese, porque todos van a querer un retrato suyo.
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Vestidos con sus mejores ropas, Frattini, Maga y Ana tomaron un taxi en dirección a la Avenida Córdoba. A través de las ventanillas del auto, Frattini creyó notar que la gente lo observaba. Se sentía importante. Y más importante se sintió cuando, apenas al llegar, lo rodearon tres periodistas para fotografiarlo posando con sus cuadros. Nélida estaba exultante.- Confirmaron todos. Va a ser un éxito.No mentía. A medida que pasaban los minutos, el microcine donde estaban expuestas sus obras se iba llenando de periodistas y gente famosa y desconocida. Pronto, se vio frente a aquella niña que salía en televisión y que había retratado con tanto esmero. - ¿Viste que bien saliste en el cuadro, Andrea? – dijo Nélida.La niña miró su rostro retratado y después a Frattini. Tenía la misma edad que Ana, pero estaba vestida como una princesa. El flash de una cámara cegó a Frattini por unos segundos.- Gracias por el regalo– dijo la niña.Nélida sonrió con incomodidad.- Si te gusta el cuadro podés comprarlo, ¿no, Nicolás? – dijo, mirando al padre de la niña con nerviosismo.El padre asintió, y en ese momento se alejaron para saludar a Tania, la mujer de Discépolo, que acababa de entrar al microcine. Cuando se quedaron solos, Nélida le dijo a Frattini en voz baja:- Tranquilo, está saliendo todo bien.Pero a Frattini le resultaba imposible relajarse y disfrutar el momento. No le interesaban los cumplidos, tan sólo quería asegurarse de vender sus cuadros.- Zita, fue él.- Sonrían – dijo una voz.Nélida, Frattini y Zita posaron para la cámara.Frattini trató de concentrarse en lo que oía. Zita. Conocía el nombre. Dejó de mirar al fotógrafo para descubrir a la mujer que, junto a él, se llevaba un dedo al ojo derecho para detener la caída de una lágrima. Nélida le pasó un brazo por los hombros y la besó sobre el cabello.- ¿Quedó lindo?- Hermoso. Gracias por pintar a mi gordito – dijo Zita con nostalgia.- Yo lo admiraba mucho – dijo Frattini.- Gracias. No lo venda que me lo voy a llevar yo – dijo Zita, señalando el retrato de Troilo.Supo que había llegado Soldi con sólo oír los aplausos. Rápidamente, Frattini se acercó a Maga y Ana, que, en un rincón, comentaban en voz baja la entrada de cada famoso.- Esto es increíble, Carlos.- Vení, Maga, quiero que conozcas al maestro.Los tres se acercaron al grupo que asfixiaba a Soldi con cámaras fotográficas y sonrisas embelesadas. Al verlo, el maestro lo señaló con el mentón.- ¿No le dije que los artistas terminan imponiéndose? – dijo Soldi.- Gracias por todo, maestro. Le presento a mi mujer y a mi hija.Pronto, Nélida lo apartó de los periodistas para darle la segunda buena noticia de la tarde.- La secretaria de Ariel Ramírez pidió que le lleves el retrato en la semana – dijo, extendiéndole una tarjeta.Frattini se la guardó en el bolsillo.Los famosos y los desconocidos continuaron acercándose a Frattini durante toda la exposición. Los saludaba con paciencia, agradecía los cumplidos y prometía nuevos retratos. Cuando el público comenzó a marcharse, él había descubierto dos cosas: que sus retratos eran un éxito, y que el éxito era algo demasiado intangible para sus necesidades. Al de Troilo y Ramírez, se habían sumado apenas dos ventas más. Frattini ni recordaba de quiénes eran los retratos vendidos. Le daba lo mismo. Sólo pensaba que con ese dinero podría vivir dos, tres meses a lo sumo. Poco a poco, el microcine comenzó a vaciarse de gente. Soldi fue uno de los últimos en marcharse. Cuando Frattini vio que comenzaba a despedirse de quienes lo rodeaban, se acercó con una idea fija.- Maestro, quiero hablar con usted.- Dígame, Frattini.- Esto va ir lento, ¿no? – dijo Frattini, señalando los cuadros con un gesto vago.- Sí. Puede llevar años. Pero va a terminar imponiéndose en el mundo del arte. Está condenado al triunfo, Frattini.Soldi lo palmeó. Un gesto paternal que Frattini agradeció con una sonrisa, pero que no le bastaba para calmar a sus demonios.- Maestro, le pido un favor. Yo voy a seguir dibujando… - Tiene que seguir dibujando. ¿No vio a esta gente? Se emocionan con lo que usted pinta – dijo Soldi.- Yo voy a seguir pintando en mis ratos libres… pero… hasta que me meta en el mercado del arte… ¿no me puede conseguir un laburito de cualquier cosa?Soldi cerró los ojos con fastidio. Después apoyó sus manos en los hombros de Frattini y, mirándolo a los ojos, dijo:- ¿Trabajar? Olvídese, Frattini. Usted es un artista. Y los artistas pintan, no trabajan. En silencio, Frattini lo vio colocarse el sobretodo y el sombrero. Antes de marcharse, le dijo:- Tenga paciencia. Usted es un artista.A medida que Soldi se alejaba, Frattini creyó sentir que el microcine se llenaba con una bruma pesada, tan sólida como para alzarlo y sostenerlo en el aire, por sobre la cabeza de los periodistas que volvían a retratarlo. De pronto, una voz lo devolvió a la realidad.- ¿Vamos, Carlos?Maga lo tomó de la mano con afecto. En ese momento se acercó Nélida.- Lo está esperando Zita, Frattini. Quiere que le lleve el retrato usted en persona.Las sorpresas nunca eran buenas. Pero aquella era maravillosa. Era un artista, y la mujer de Aníbal Troilo quería que le llevara el retrato de su marido a la casa.- Andá, Carlos. Nos vemos en casa. Saludá a papi, Anita.Besó a su mujer y a su hija y siguió a Nélida hasta la puerta. Allí, un empleado de la Editorial sostenía el retrato de Pichuco envuelto en papel madera. Al verlo acercarse, Zita dijo:- ¿Es mucha molestia si viene a casa? - Es un honor, Zita – respondió Frattini.Cuando llegaron, Zita bajó del auto con el retrato atesorado entre sus brazos. Al ver la indecisión de Frattini, lo animó diciendo:- Venga, Frattini, no sea tímido.Él se apuró a bajar, y luego la siguió por la vereda y entraron juntos a la casa. Apenas pisar el living, Frattini se detuvo en seco. Nunca había visto tantos retratos juntos de una misma persona. Decenas de Pichucos lo miraban con gesto altanero desde las cuatro paredes. Zita lo dejó mirar los cuadros en silencio. Frattini la miró, confundido. ¿Para qué quería otro retrato?- No se quede ahí parado, venga. Descuelgue ese cuadro – dijo Zita, señalando el retrato más grande de todos.Él obedeció. Parado sobre una silla, retiró el cuadro enmarcado y lo apoyó en el piso.- Ahora cuelgue el que pintó usted.Lo hizo, y luego se sentó junto a Zita en el sillón que estaba enfrentado a aquella pared, donde su Pichuco los miraba con ojos de carbón. Sin dejar de mirar el cuadro, Zita le apoyó una mano en la rodilla diciendo:- Lo pintaron todos. Con pinceles, al carbón, de todas formas. Pero usted es el único artista que capturó su verdadera mirada, Frattini. Aturdido, Frattini permaneció algunos minutos compartiendo la nostalgia silenciosa de Zita. Luego, ella le entregó el cheque y lo despidió sin moverse, concentrada en sus propias lágrimas y en aquel Pichuco pintado al carbón que parecía regresar desde la oscuridad de la muerte.
Esa noche, al acostarse, Maga se acurrucó contra su cuerpo. - ¿Estás contento?- Sí, pero vendí sólo cuatro cuadros.- ¿Qué importa? De a poco los vas a ir vendiendo todos. Quedate acá dibujando. Yo trabajo. Yo puedo ganar plata – dijo Maga con una generosidad tan sincera y despreocupada que a Frattini lo llenó de vergüenza.- Es tarde, Maga. Tenés que dormir.Frattini cerró los ojos. “Soy un artista”, fue lo último que pensó antes de dormirse.
Published on April 03, 2020 07:55
April 2, 2020
Lecturas de cuarentena: Un caballero en el purgatorio. Capítulos 35 y 36.
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Era la primera vez que alguien lo esperaba afuera. Eso hacía la espera más llevadera: debía sobrevivir a Devoto hasta 1976, entonces volvería a estar junto a Maga y podría empezar una nueva vida. No tenía otra opción. Maga era clara y directa.- Es la última oportunidad que te doy – repetía cada domingo.No faltaba a ninguna visita. Le llevaba yerba, azúcar, galletitas y todo lo necesario para que el encierro fuera menos cruel. Lo que más le gustaba a Frattini era que le llevara a su hija. El comedor donde recibían a las visitas era un prisma que proyectaba el paso del tiempo: cada domingo, Ana le enseñaba las encías para mostrarle un diente nuevo, repetía palabras recién aprendidas y luego, confundida, como si por primera vez reparara en dónde estaba, decía:- Papi, ¿por qué estás acá?Entonces Maga cambiaba de tema y todo volvía a fluir. En una de las visitas, le pidió a su mujer que le llevara papeles de dibujo y lápices. Maga lo miró con un gesto extraño.- ¿Para qué lo querés?- Para dibujar – dijo Frattini.- ¿Para dibujar? ¿Vos dibujás?Frattini sonrió con vergüenza.- Sí, hago retratos. A la semana siguiente, Maga le llevó una resma de papel y varios lápices. Desde aquel día, Frattini retomó esa afición que sólo aparecía cuando estaba encerrado.
Una noche, mientras intentaba dejar de pensar en Ana y Maga, ansiando caer en la inconsciencia del sueño, creyó oír un grito de mujer. Debía estar soñando. Si algo no había en Devoto era mujeres. De pronto, al grito se le sumaron otros. Parecían gemidos, y sólo podían ser de mujer. Entonces, oyó con más claridad:- Se la llevan a Victoria Bruner – gritaba una voz de mujer.Inmediatamente, los internos que rodeaban a Frattini se incorporaron y comenzaron a gritar en dirección a las ventanas.- Victoria Bruner. Victoria Bruner – repetían, como si aquel nombre fuera un conjuro que les permitiría recuperar la libertad.Pronto, desde el Pabellón vieron que un grupo de guardias arrastraba a una mujer por las escaleras del fondo. Frattini no entendía qué estaba pasando, pero sus compañeros empezaron a gritar.- Sueltenlá, hijos de puta.- Con ustedes no es la cosa – gritó un guardia.- ¿Por qué no se meten con nosotros? – gritó uno.Poco a poco, los ruidos se fueron acallando, hasta que todo Devoto quedó en silencio. Desde arriba, el pasarela los iba señalando con su bastón.- Acostate y dormite, sorete – repetía.Al día siguiente, Frattini ya no podía contener la curiosidad. Mientras tomaba mate con unos compañeros a los que acababa de conocer, preguntó:- ¿Qué pasó anoche? - Las minitas. Se las llevan para violarlas y no aparecen nunca más.- No hay mujeres en Devoto – dijo Frattini, serio, creyendo que se burlaban de él.- Las cosas cambiaron, Pistola. Ahora tenemos hasta guerrilleros.- ¿Guerrilleros?- Sí, hombres, mujeres… los tienen encerrados arriba, sin registrar. Nadie sabe que están ahí. Son pendejos de escuela, de facultad… se hacen los Che Guevara y terminan acá.- Nosotros los ayudamos. - ¿Cómo?- Gritando los nombres a la calle, para que los vecinos sepan que están acá. Con el correr de los meses, Frattini fue enterándose de todo. Los llamados guerrilleros no salían al patio, nunca recibían visitas. Vivían encerrados en la sombra más oscura, sin nombre ni apellido, como fantasmas que sólo salían de noche y no regresaban más.Los internos comunes colgaban banderas desde las ventanas para denunciar las torturas, las violaciones y los fusilamientos para que todos los vecinos del barrio supieran la verdad. No lo hacían sólo por solidaridad. Creían que si ayudaban a los presos políticos en su desgracia recibirían los mismos favores cuando fueran liberados y llegara el día de su bendita revolución. Y ese día llegó mucho antes de lo que todos esperaban. No como una revolución, sino apenas como una amnistía dictada por Cámpora al año siguiente.Pero Frattini y los demás internos no lo supieron por los diarios. Lo descubrieron un día dibujado en el rostro los guardias. Estaban comenzando la requisa cuando de pronto se oyó un estruendo fuera del penal. Frattini pudo ver las miradas que se dedicaron los guardias, sin poder ocultar su confusión. Inmediatamente, interrumpieron la requisa y se marcharon fuera del Pabellón.Intrigados, algunos internos se acercaron a la puerta enrejada. Allí vieron al celador juntar sus cosas con apuro. A pocos metros de allí, el director en persona se había acercado a hablar con los guardias. - Vístanse de civil y hagan lo que puedan por escaparse – lo oyeron decir.Frattini intuyó lo que pasaba.Entonces, uno de sus compañeros, que había trepado a una montaña de camas para mirar qué ocurría afuera, gritó:- Rompieron el portón con un camión. Se están yendo, loco.Poco a poco un rumor de voces comenzó a llegarles desde las escaleras. Cantaban “La marcha Peronista”, y se alejaban gritando y disparando al techo. Era la oportunidad que habían esperado desde hacía meses. Al fin, los guerrilleros habían hecho su pequeña revolución en Devoto, y pronto liberarían a los presos que tanto los habían ayudado. Desesperados, Frattini y los demás corrieron a la reja.- Abran.- Sáquennos de acá.Pero nadie respondía a sus gritos. Quizá estuvieran apurados por continuar su revolución o empezar a preparar la bienvenida del General. Lo cierto es que ninguno de ellos recordó la ayuda que les habían prestado esos presos que ahora gritaban:- Hijos de puta, abran.- Nosotros los ayudamos. - No nos caguen.Con los guardias vestidos de civil dispersos entre los que se fugaban para evitar ser atacados, los pabellones habían quedado librados a su propia suerte. Lo único que detenía a los presos eran las rejas. Al atardecer, los guardias reaparecieron escoltados por un batallón de Infantería. Por la noche ya habían restablecido el orden en el Penal y habían redimido sus frustraciones y miedos rompiendo brazos, piernas y cabezas de presos comunes. Mientras, en la ciudad, los militantes festejaban su liberación pendientes de unos ideales tan altos que les impedían ver lo que habían tenido a su alrededor.
36
Nunca había dibujado tanto. Pasaba todos los días con el lápiz en la mano y la vista clavada en papel. Dibujaba todos los rostros que caían en sus manos. Los celadores le entregaban fotografías de sus hijos, los presos retratos de sus novias, o fotos de las mujeres y hombres que aparecían en las revistas… A Frattini le daba lo mismo: los dibujaba a todos. Los guardias le pagaban con recreos a deshoras, porciones doble de almuerzo, y un trato respetuoso que muchos envidiaban. Los demás presos le regalaban yerba, papeles, lápices y azúcar. Y sin embargo él hubiera pintado gratis, con tal de mantenerse ocupado.Sólo dejaba de pintar los domingos, cuando Maga y Ana se sometían a la requisa para verlo aunque fuera apenas unas horas. Cuando se quiso dar cuenta ya había gastado dos años enteros de condena entre las visitas de su mujer y su hija y los cientos de retratos que mostraban su evolución como artista, su destreza y obsesión por los detalles. Era capaz de pasar días enteros definiendo el cabello de la hija de un guardia, o perfilando la nariz de la madre de un asesino a sueldo. Para mediados de 1975, todos en Devoto habían dejado de comentar las andanzas de Pistola, los golpes con que había defendido a sus antiguos compañeros, su habilidad para abrir puertas de la ciudad. Ahora sólo hablaban de Frattini, el mejor pintor que había pasado por Devoto.A través de uno de los celadores conoció a otros internos que también dibujaban. Al ver sus obras los felicitó con respeto, sabiendo que parecían apenas bocetos si los comparaba con los retratos que él hacía. Pero el hecho de conocer a otros pintores encerrados lo alentó a persistir. Comenzó a conversar con ellos, se prestaban los lápices, compartían el papel. Entonces se le ocurrió una idea.- Tenemos que hacer una exposición.- ¿Dónde?- Acá, en el penal – dijo Frattini.El pedido de los artistas pronto llegó hasta el mismísimo director de la prisión. Había siete internos que dibujaban como maestros, se mantenían al margen de los conflictos de cada Pabellón, y querían mostrar sus obras. El Director los citó en su propia oficina. Cada vez que un recluso entraba a ese lugar, los demás temían por su vida. Pero esta vez era distinto: los compañeros de Frattini estaban orgullosos de que el Director se interesara en él. Y Frattini creía que aquello podía ser el comienzo de algo importante. - Queremos exponer nuestros cuadros e invitar a algún pintor famoso para que los vea – dijo Frattini.El Director los miraba entre sorprendido y desconfiado.- ¿Sólo para eso? – preguntó.- Sí, queremos que vean cómo dibujamos – dijo otro de los pintores.- ¿Y a qué pintor quieren invitar?Los pintores se miraron, desconcertados. No conocían a ningún pintor, no admiraban a nadie. Ni siquiera conocían sus nombres.- Al que pueda venir – dijo Frattini, sin mucho convencimiento, sabiendo que ningún pintor aceptaría salir de la comodidad de su taller para visitar a siete condenados que pintaban retratos familiares.- Hagamos una cosa – dijo el Director -, ustedes preparen cuatro obras cada uno y nosotros organizamos la exposición en la capilla del penal.- ¿Pueden venir nuestras familias? – preguntó uno.El director bufó.- No. Va a venir un pintor y ustedes le van a mostrar los cuadros. Nada más.- ¿Quién?- Voy a tratar de que venga Soldi.- ¿Quién? – preguntó Frattini.- Raúl Soldi, el maestro – le dijo uno de sus compañeros en voz baja.
Debía poner todo su esfuerzo en esas cuatro obras. Durante días, hizo bocetos sin que ninguno de ellos lo conformara. Cada vez que, furioso, rompía un boceto, sus compañeros del Pabellón trataban de salvarlo diciendo que era un gran dibujo. Pero a Frattini eso no le bastaba. Sus dibujos debían ser perfectos si quería que el tal Soldi se fijara en él. Pasaba las hojas de las revistas con ansiedad, esperando descubrir un rostro que le permitiera mostrarle al mundo que tenía un don. Lo encontró una tarde de octubre. Con las manos apoyadas sobre el pomo de su bastón, Borges lo miró desde una página de la revista Semanario ofreciendo sus arrugas, su incipiente calva y sus ojos secos de tanta lectura. Frattini lo observó durante más de una hora. Luego tomó un lápiz y comenzó a dibujar.Durante días se inclinó sobre la pequeña mesa con que un celador había pagado el retrato de su amante. Comenzaba a dibujar al mismo tiempo que despertaba, y cuando dormía, en la soledad de sus párpados cerrados, iba corrigiendo aquellos trazos que no lo terminaban de convencer. Cuando el retrato estuvo terminado, lo apoyó sobre la cama, contra una pared, y se alejó para observarlo con detenimiento. Era lo mejor que había pintado en su vida. Pero aún debía hacer otras tres obras. Podría haber dibujado actrices famosas, deportistas exitosos, y sin embargo eligió las fotografías de unos niños que jugaban en alguna plaza de la ciudad. Lo convencieron sus rostros despreocupados, su felicidad. En algún punto los envidiaba.
El domingo anterior a la exposición, Maga le llevó uno de sus trajes preferidos. - Va a venir cinco minutos y se va a ir – dijo Frattini, que en los últimos días había pasado de la excitación a la incertidumbre.- Igual, para mí es como si hubieras ganado el concurso nacional – dijo Maga, acariciándole la mano derecha, encallecida por tantos meses de dibujo.Cuando llegó el día, Frattini y los otros artistas se encargaron de asistir a los empleados civiles del penal que tenían la misión de colgar las obras en las paredes de la capilla. Asombrados, nerviosos, los siete contemplaban sus obras con emoción. Tras años de golpizas, torturas, encierro y mal trato, aquella situación los conmovía hasta el silencio. Poco a poco, los demás internos fueron ingresando a la capilla en tandas, para contemplar las obras de los artistas confinados. Se detenían a ver las obras durante largos minutos. Algunos, incluso, se emocionaban y disimulaban las lágrimas soltando ruidosas carcajadas y chistes subidos de tono. En un momento, hubo un revuelo de guardias en la puerta de la capilla. Frattini y los demás se miraron.- Llegó Soldi – dijo uno.Entonces, apareció el Director vestido con sus mejores ropas y una sonrisa de satisfacción. Detrás suyo, un aciano avanzaba repartiendo saludos, tomado del brazo de una mujer.- Les presento a Raúl Soldi y a su mujer – dijo el Director.Los presos le dedicaron cinco minutos de aplausos. Más allá de admirar su carrera artística, que pocos conocían, el hecho de que se hubiera animado a ir al penal acompañado por su esposa era un gesto de confianza que todos valoraban. Nervioso, Frattini y los otros pintores respondieron al llamado del Director. Se acercaron al maestro, estrecharon su mano, la de su mujer, y luego se apartaron para que pudiera recorrer la exposición sin ser molestado. Soldi miraba los cuadros y los pintores lo miraban a él. Al pasar frente a cada retrato, se detenía unos segundos y luego se volvía hacia el grupo de Frattini, moviendo la cabeza con aprobación. Detrás de él, el Director elogiaba su obra como frases pomposas que dibujaban sonrisas de burlas en el rostro de los guardias.Cuando Soldi alcanzó el retrato de Borges se detuvo más tiempo que frente al resto de trabajos. Lo miró a dos metros de distancia. Luego se acercó un poco, luego otro poco más, hasta que quedó a un palmo del retrato. Sólo entonces, preguntó:- ¿Quién dibujó esto?Nervioso, Frattini dio un paso al frente.- Yo, maestro – dijo.- Venga, Frattini – lo alentó el Director del penal.Antes de que terminara de decirlo, Frattini ya estaba frente a Soldi.- ¿Cómo hizo para trabajar el cabello? ¿Qué técnica usó?Frattini guardó silencio. Le hubiera gustado dar una respuesta extensa, con nombres de técnicas pictóricas, pero no hubiera sabido por dónde empezar.- Dibujo y después borroneo con la goma, hasta que se difumina el trazo –respondió con humildad.- Es impresionante. Es el mejor retrato de Borges que vi en mi vida.Frattini sintió los pulmones llenos de aire, a punto de explotar. Intentó decir algo, pero sólo le salió un murmullo inentendible. Soldi había vuelto la vista nuevamente hacia Borges. Al fin, se volvió hacia Frattini diciendo:- Se lo compro, Frattini.- No, de ninguna manera. Para mí sería un honor que el maestro lo aceptara como regalo.Soldi lo miró, y Frattini tuvo la sensación de que era la primera vez que realmente lo veía.- ¿Cuánto le queda de condena?- Tres meses, maestro – resumió Frattini, aunque podía decirle los días y las horas exactas que le quedaban para salir.- Tres meses… - dijo Soldi, sopesando la respuesta:- nada. - Si Dios quiere…Soldi torció el rostro, evaluando a aquel pintor encerrado que lo había sorprendido. Después metió una mano en uno de sus bolsillos, retiró una tarjeta y se la entregó a Frattini.- Cuando salga, venga a verme de inmediato.Esa noche apenas si pudo dormir. No podía dejar de pensar en las palabras de Soldi. En su mano, la tarjeta que el maestro le había dado era como el pase de entrada a un mundo desconocido. Se durmió imaginando cómo sería su nueva vida: trabajaría de cualquier cosa por la mañana y pintaría sus retratos por la tarde. “Basta de llaves”, pensó Frattini. Al fin se curaría aquella maldita enfermedad.
Published on April 02, 2020 05:10
April 1, 2020
Lecturas de cuarentena: Un caballero en el purgatorio. Capítulos 33 y 34.
33
Una mañana de 1970, mientras Maga y Ana salían a hacer las compras, Frattini preparó el mate y se sentó con el diario abierto en la sección de Policiales. Con los años había tomado esa costumbre para enterarse de la suerte de sus amigos. Era la única manera de saber si habían muerto, si se habían fugado o si habían robado algo que valiera la pena contar. Releyó tres veces el título, sin poder salir de su asombro. “Émulos de Rafle”, decía la nota. Y aunque Frattini no sabía que Rafle era un personaje de novela policial, sí sabía que aquello no podía ser nada bueno. Siguió leyendo, y pronto el asombro le dejó su lugar al terror: Carlos “Pistola” Frattini y Carlos María Saralí eran buscados fervientemente por toda la policía de Argentina por robar una joyería de Tandil, otra de Mar del Plata y el Club Joyero de Bahía Blanca. En total, el botín que les adjudicaban ascendía a los doscientos millones de pesos. Frattini se llevó una mano a la garganta, para contener las náuseas. Era hombre muerto. Toda la Federal lo debía estar buscando. El primer cana que lo encontrara lo mataría para robarle la fortuna que no tenía. Hacia el mediodía, alguien llamó a la puerta. Frattini temió lo peor. En la mirilla, la imagen del portero. Frattini entreabrió la puerta.- ¿Salimos a trabajar? – preguntó Carlos, con ansiedad.- No, por un tiempo no vamos a salir a ningún lado – respondió Frattini, dando un portazo.Los días siguientes no salió de su casa. Permanecía detrás de las persianas bajas, escudriñando la calle para adivinar cualquier movimiento sospechoso, cualquier auto que se detuviera en la cuadra. Vendrían a buscarlo, Frattini lo sabía. Cuando descubrieran que no tenía el botín, lo asesinarían para quitarlo del medio. Un ladrón muerto era mejor que un ladrón inocente.Al tercer mes de estar encerrado, terminó de darle forma a una idea que venía masticando desde el mismo día en que se publicó la nota en el diario. Si no la había llevado a la práctica hasta ahora era porque hacerlo suponía enfrentarse a la verdad. Pero ya no soportaba el encierro. Los ahorros comenzaban a acabarse y Maga no dejaba de preguntar. Para entonces, él ya había dejado de inventar excusas. Los deudores morosos habían desaparecido, y con ellos su disfraz de cobrador. El miedo lo había obligado a dejar las estupideces de lado, con tal de conservar su libertad.Aquella noche, después de que su hija se quedó dormida en el cuarto, Frattini se acercó a su mujer y le tendió el diario que tanto lo había preocupado. Con movimientos nerviosos, como si intuyera la verdad, Maga leyó la nota que él le señalaba y luego guardó silencio. No lloraba, no gritaba, ni siquiera parecía enojada. En sus ojos, había algo parecido a la desolación.- Tu tío es inspector, hablá con él para que me ayude – suplicó Frattini.- Tengo miedo de que te pase algo – dijo Maga, retorciéndose las manos en el delantal, en un gesto que lo deprimió aún más.- No me va a mandar en cana, si soy tu esposo… Dale, Maga, por favor. Yo soy inocente.El silencio de su mujer lo animó a continuar.- Preguntale qué pedido de captura tengo.Tres días más tarde, fue el propio tío de Maga quien llamó a Frattini.- Mirá, Carlos, tenés una captura de doscientos millones de pesos… Te está buscando toda la Federal… – dijo el hombre. A pesar de no verlo, Frattini podía imaginar su rostro encarnado, y en los silencios que dejaba entre frase y frase podía notar que el asunto era aun más grave de lo que pensaba.- Pero yo no fui. Si tuviera esa guita no estaría hablando con usted – dijo Frattini, enojado.- Ya lo sé. Por eso hablé con un matón de Robos y Hurtos – dijo.Ni siquiera se preocupó por definir a sus compañeros de una manera más civilizada. No hacía falta, Frattini los conocía bien: eran un enjambre de muertos de hambre que sólo podían remediar su fracaso torturando y asesinando ladrones e incautando sus botines.- ¿Y qué le dijo?- Que le interesaría hablar con vos.Frattini guardó silencio. En su cabeza comenzaba a tejerse una escena que bien podía ser el acto final: lo matarían a balazos, y en Devoto todos se enterarían de su muerte a través de los diarios. Sin embargo, era la única esperanza que tenía.- ¿Dónde?- Le pedí que te viera en un lugar neutral, lleno de gente. Te espera mañana a las nueve en la confitería de Córdoba y Esmeralda. Andá tranquilo, que no va a pasar nada.Esa noche tampoco durmió. A la mañana siguiente, se vistió con un traje azul y antes de marcharse se detuvo para mirar a Maga. Parecía haberse encogido en los últimos días. Tenía el rostro ensombrecido por sus propios temores. Al verla, Frattini sintió ganas de abrazarla. Pero enfrentar el miedo y la tristeza de su mujer hubiera sido aceptar sus errores. - Si no vuelvo decile a tu tío que me saque - dijo.Y se marchó.En la puerta, Carlos, el portero, lo recibió con una sonrisa.- ¿Hoy salimos? – preguntó.Frattini se alejó sin responder.Al llegar a Córdoba y Esmeralda, se detuvo a ver a los clientes que mataban el tiempo en la confitería, tratando de descubrir cuál de todos era el que posiblemente lo mataría a él. Lo descubrió en un rincón: el cabello corto al ras, el rostro contraído en una mueca de desconfianza. Por un momento pensó en salir corriendo. Dejarlo todo, mudarse de ciudad, de país. Y sin embargo abrió la puerta de la confitería y caminó los diez metros que lo separaban del policía. - ¿Así que vos te robaste doscientos millones? – le preguntó el tipo, mirándolo de arriba abajo, como si no terminara de creerse que ese hombre delgado y petiso fuera el famoso Pistola del que hablaban los diarios y los presos de Devoto.- Si tuviera la guita, no estaría acá – dijo Frattini.- Mirá, Frattini, la captura que tenés encima es peor que una condena. Te van a agarrar, te van a robar la plata y después te van fusilar en una esquina cualquiera. Vos ya sabés cómo funciona esto.Frattini no dijo nada nuevo. Tan solo se limitó a repetir:- Yo no fui. Ayúdeme. Por favor.- Lo único que puedo hacer es esto: si trabajás en Capital, hacelo tranquilo que mi gente no te va a detener. Eso sí: si te levantan otros date por muerto. - Gracias – dijo Frattini.- Gracias dale a Dios. A mí dame plata.Frattini asintió y prometió pagar los futuros favores.
Puso el departamento en venta esa misma semana. Tener una propiedad a su nombre era una pista demasiado buena para sus perseguidores. Maga volvió a empacar sin quejarse por nada y se mudaron a un departamento de alquiler en Barracas. Segundo piso al frente. Frattini pasaba los días mirando por las ventanas, sin atreverse a salir. Cada mediodía, Carlos, el portero del edificio anterior, se presentaba en Barracas con la esperanza de que Frattini quisiera volver al trabajo. Y siempre Frattini lo despedía con excusas, sabiendo que si seguía guardado por mucho tiempo más ya no tendría con qué mantener a su familia. Sin embargo, lo que más lo agobiaba era esa conocida sensación de encierro. Necesitaba dinero, pero más extrañaba las llaves.Un sábado a la noche, tomó los prismáticos alemanes que había robado a un juez de la Nación y comenzó a mirar la luna llena sin dejar de pensar en que la ciudad debía estar hirviendo con sus teatros, sus cines y restaurantes mientras él permanecía en cuarentena. Los prismáticos eran tan potentes que pudo reconocer los cráteres lunares, sombras extrañas que parecían moverse sobre aquella esfera plateada. Al fin, aburrido, dejó de mirar el cielo para concentrarse en algo más terrenal: los balcones vecinos. Pronto, sintió que la sangre comenzaba a correrle con más velocidad. Uno de los balcones tenía las persianas bajas, y a través de las hendijas sólo podía ver oscuridad. El departamento estaba vacío, esperándolo a él. Con ansiedad, se alejó de la ventana y comenzó a caminar por el living ante la mirada preocupada de su mujer. Nunca en su vida había robado en el barrio en que vivía. Pero necesitaba plata. Necesitaba salir. En ese momento se le ocurrió una terrible idea que no tuvo el valor de rechazar. Se volvió hacia Maga y dijo:- Necesito que me acompañes al edificio de la esquina.Maga lo miró con tristeza.- ¿Para qué, Carlos? Mejor sentémonos a comer…Frattini se sentó junto a ella y tomó una de sus manos entre las suyas. Se las besó, en un gesto que parecía más suplicante que cariñoso.- Por favor, Maga. No tenés que hacer nada. Sólo te quedás abajo en la puerta y si viene la cana me tocás timbre – dijo Frattini.- No quiero que le robes a la gente – dijo Maga, en un tono seco.- No va a pasar nada.Su mujer lo quería demasiado como para negarse. Dejaron a Ana durmiendo en el cuarto y bajaron a la calle. Maga no hablaba, no lo miraba, ni siquiera parecía respirar. Frattini se palpó el bolsillo derecho del saco, y al rozar las llaves se sintió tan seguro y poderoso como en los viejos buenos tiempos.Al fin, alcanzaron el edificio que buscaban. Entonces, Frattini abrió la puerta con una llave cualquiera y dijo:- Bajo enseguida. Si pasa algo tocá todos los timbres.Y se alejó.Subió las escaleras a los saltos, desbordado por la emoción y la energía que había acumulado en los últimos meses. El departamento que había visto con las persianas bajas estaba en el segundo piso. Llamó a la puerta con dos golpes secos, no fuera que los dueños estuvieran durmiendo desde temprano. Nadie respondió. Y Frattini abrió la puerta. En la mesa de noche encontró dos fajos de billetes grandes. En el cajón de la cómoda, un alhajero pequeño pero cargado de pendientes de oro. Con eso podrían vivir durante tres meses. Salió del departamento y cerró la puerta. Volvía a estar vivo. Sin embargo, al llegar a la calle la alegría se convirtió en vergüenza.Con las manos en el rostro, Maga lloraba sentada en el umbral. - ¿Qué pasó, Maga? – preguntó Frattini mientras se arrodillaba junto a ella.- Recién pasó un patrullero… Frattini miró la calle oscura y luego sonrió, aliviado. - No te preocupes, siguió de largo.- Estuve a punto de pararlo y decirles lo que estabas haciendo… De pronto, Frattini vio todo con una claridad demoledora. ¿Para eso se había casado con ella? ¿Para someterla a esas situaciones? ¿Para usarla de campana? ¿Para obligarla a hacer cosas que iban en contra de su forma de vivir? Trató de abrazarla, pero Maga lo alejó con los brazos. Después se incorporó y comenzó a andar por la calle, llorando en voz baja.
34
Los reproches de Maga y el encierro se le hacían insoportables. Al fin, cuando los diarios dejaron de hablar de los “Émulos de Rafle”, Frattini decidió volver a las calles. A través de José, su reduce de siempre, se enteró de que un anticuario estaba necesitando una ayuda profesional y de confianza. Frattini no pudo resistirse. Ese mismo día entró a la tienda de antigüedades tan bien vestido como siempre.- ¿Necesita comprar o vender algo? – preguntó el hombre vestido de negro que fumaba al otro lado de un escritorio de madera lustrada.- Me manda José, el joyero. Me dijo que necesitabas ayuda.El hombre lo escrutó con la vista durante unos segundos.- ¿Y vos quién sos?- Frattini – dijo Frattini enseñándole su llavero con setenta llaves.Al día siguiente comenzaron a trabajar juntos.El negocio era muy transparente. Cuando encontraba algún aviso en el diario donde se ofrecía alguna pieza valiosa a la venta, el anticuario realizaba una visita al vendedor fingiendo estar interesado y luego se marchaba sin comprar nada. Frattini se presentaba en la tienda alrededor de las cinco de la tarde y recibía las instrucciones:- Acá hay un tipo que tiene un juego de ajedrez con piezas de marfil – decía el anticuario mostrándole la dirección que figuraba en el aviso. Y agregaba: - Vive solo y a esta hora nunca está. La puerta tiene dos cerraduras. Una yale y una larga. Además del ajedrez tiene una colección de mates de plata. Traete todo lo que encuentres.Después Frattini se lanzaba a las calles y se dirigía a cumplir su parte del trabajo. Regresaba a la tienda con todas las antigüedades que podía cargar. Entonces recibía una recompensa generosa: un hecho de esos representaba una semana entera de trabajo con el portero. Pronto, Frattini comprendió que aquello era mejor que todo lo que había hecho en su vida. Entrar a un departamento donde ya sabía qué debía buscar no dejaba sitio para la sorpresa, pero los botines siempre eran enormes y la logística que hacía el anticuario hacía que su propio trabajo fuera seguro.El 31 de diciembre de aquel año, 1970, mientras se preparaba para salir a trabajar, su mujer le dijo:- ¿No te vas a quedar con nosotras?- Tengo que hacer unas cosas y vuelvo para cenar.Maga no respondió.Esa noche, después de apoderarse del bastón que San Alejandro había utilizado durante sus últimos días en Francia, Frattini estaba por salir del departamento donde lo había robado cuando algo le llamó la atención en el cuarto de los niños. Siempre tenía la costumbre de entrar sólo a los cuartos de los mayores, pero esa vez no pudo resistirse. Pensó en Ana. Entonces tomó el ciervo de peluche de tamaño natural y se marchó con él escaleras abajo.Al ver el muñeco, Ana comenzó a gritar de felicidad. - ¿Qué te pasa, Maga? – preguntó Frattini.- Carlitos, le robaste el juguete a un chico… - dijo su mujer con abatimiento y luego, llorando, susurró: - No puedo más, Carlos.- No pensés más… - dijo él, intentando una caricia.- ¿Cómo querés que no piense? Estoy acá con la nena, esperándote con la comida para festejar fin de año y no sé dónde estás, si te mataron o te metieron preso…Ya había pasado el tiempo de las mentiras, había desaparecido cualquier lugar para la metáfora. La realidad era eso: el terror de su mujer, la inocencia de su hija y su adicción a las llaves.
La relación con el anticuario fue haciéndose cada vez más estrecha. Se necesitaban uno al otro, pero también disfrutaban de la compañía. Una noche, al verlo llegar con el tipo, Maga no pudo esconder su fastidio.- No sabía que venías con gente – dijo.- No te preocupes. Donde comen tres comen cuatro – dijo Frattini.- Mucho gusto, señora – dijo el anticuario.- Sí, mucho gusto – respondió Maga, y no volvió a hablar en el resto de la noche.Sólo lo hizo luego de que el visitante se despidiera. Entonces, enfrentó a su marido diciendo:- No me gusta que traigas a esa gente acá.- ¿Qué gente? – preguntó Frattini. No le había dicho quién era su acompañante. - Los que roban con vos. Esos delincuentes. Tenemos una hija, Carlos. No quiero que crezca con esa gente.- Esa gente soy yo – dijo Frattini, y se arrepintió apenas terminó de decirlo.- Pensé que eras otra cosa.A mediados de ese año, por alguna razón que no se animó a contarle pero que Frattini podía imaginar, Maga decidió volver a trabajar. Gracias a su tío inspector, consiguió un puesto en la Secretaría de Turismo de la Nación. Un puesto estable, con un buen sueldo. Frattini sintió aquello como una traición. Pero en realidad sólo era un presagio. Tres días más tarde, al salir de su casa se encontró con su destino. Dos autos bloqueaban la calle. Al verlos, Frattini creyó que se convertía en piedra: no se podía mover, no podía pensar. Lo único que podía hacer era mirar al anticuario en el asiento trasero de uno de los autos, señalando hacia donde él estaba parado, sorprendido, sin poder moverse. Antes de que pudiera reaccionar, tres policías de civil saltaron de los autos y corrieron a detenerlo. - Arriba las manos - gritó uno mientras otro lo golpeaba en el rostro.Lo condujeron hacia uno de los autos. Al pasar junto a la ventanilla desde donde lo miraba el anticuario, Frattini se insultó en silencio. “Estúpido. Enfermo estúpido. Lo trajiste a tu casa y él te vendió”. Sentado en el asiento trasero del otro auto, Frattini parecía ausente.- ¿Quiénes son? – se oyó preguntar.- Robos y Hurtos de La Plata – respondió el que manejaba.Frattini creyó hundirse en un sueño profundo. La ciudad comenzó a pasar por las ventanillas a una velocidad vertiginosa. Después, una ruta, el campo, y al fin una comisaría de La Plata. Lo bajaron a empujones y lo condujeron hasta la oficina del comisario: una mole de cien kilos que lo miraba con intriga desde el otro lado del escritorio. - Frattini, al fin viniste. ¿Sabés que te está buscando toda la policía de capital y provincia?- ¿Por qué? – a Frattini su propia pregunta le resultó estúpida.- Por doscientas millones de razones – dijo el comisario con una sonrisa.De pronto, el aviso del tío de Maga volvía como una sentencia: “Te van a agarrar, te van a robar la plata y después te van fusilar en una esquina cualquiera”.- Yo no fui – dijo Frattini, inquieto. El comisario guardó silencio durante los segundos que demoró en encender un habano que olía a cadáver. Después, soltando el humo por la nariz, dijo:- Ya sé. Pero igual quiero que charlemos, Pistola. Te dicen así, ¡no? Yo sé cómo trabajás vos. Da gracias, porque si te hubiera detenido otro andá a saber dónde estarías fusilado… Pero yo te conozco, sé que laburás bien, que sos buen ladrón, que ganás mucha guita. ¿No?En medio del terror, Frattini tuvo tiempo de sentirse alagado. - Ahora andá a la celda a pensar un rato. Vas a tener que hablar, Frattini. Te lo digo por tu bien. Algo me vas a tener que entregar – dijo el comisario fingiendo estar abatido. Y luego, gritando, ordenó: - Oficial, llévese al reo al calabozo.Lo metieron en una celda donde tres detenidos miraban el piso sentados en un banco. Al oír el chillido de la reja, los tres hombres alzaron la vista y sonrieron. Uno se incorporó, con gesto de sorpresa.- Pistola, ¿qué pasó?- Lo mismo que a vos – dijo Frattini al estrecharle la mano. No recordaba su nombre, pero sí las rondas de mate que habían compartido en Devoto.Estar incomunicado era como esperar en la recepción del purgatorio. Nervioso, Frattini comenzó a caminar por la celda. Sin abogados, sin jueces que intercedieran por él, el incomunicado dependía únicamente de su capacidad para soportar palizas y picanas. Su única salida era denunciar compañeros, hechos y reduces. Pero él no iba a hablar. Nunca iba a hablar. Aunque eso le costara la muerte. De pronto, se detuvo.Maga. Pensó. Ana. Las había olvidado por completo. Entonces, sus fuerzas se esfumaron, y lo embargó una sensación de asco por sí mismo. “Enfermo”. Al caer la noche, sus tres compañeros se tendieron en el piso y se durmieron con placidez. Él, en cambio, no podía dejar de caminar, como si buscara cansarse hasta el agotamiento para dejar de pensar en su propio final. Por la mañana, cuando fueron a buscarlo, estaba psicológicamente destruido. La estrategia del comisario había sido perfecta.- Arriba, Frattini. Nos vamos de excursión.Siguió al oficial sin siquiera volver la vista para despedirse de sus compañeros. Lo condujeron hasta la puerta de calle y lo metieron dentro de un auto negro. Viajaron durante unos minutos que a Frattini le parecieron horas, días. Ante cada movimiento brusco del auto se le aceleraba el pulso. Al pasar por un baldío, rezó para que no detuvieran el auto. Pero el conductor ni se inmutó. Aceleraba como si estuviera ansioso por alcanzar el fin del viaje. Y el viaje terminó justo en la puerta de un galpón abandonado, en las afueras de Berisso.- Llegamos al Teatro – dijo el conductor, mientras su compañero descendía del auto y sujetaba a Frattini del cabello.Lo arrastraron hasta el interior del galpón: una nave industrial de miles de metros cuadrados vacíos, cubiertos de polvo, donde sólo había un objeto. El peor que Frattini podía esperar.- Desvestite – le gritó uno de los policías.“Otra vez no”, pensó Frattini. Entonces, uno de los agentes lo tomó de los cabellos al tiempo que el otro le quitaba la ropa a los tirones. Cuando estuvo desnudo, le taparon los ojos con una venda. - Por favor, no – gritaba Frattini.Pero era imposible resistirse a los golpes. Sintió un rodillazo en la cintura, y luego un golpe seco en la nuca lo obligó a ceder. Lo acostaron sobre el elástico de la cama, lo ataron con unas sogas que parecían destrozarle la piel. Sintió que le colocaban una toalla sobre los genitales y después todo fue miedo, fuego y oscuridad. - No te pedimos los doscientos millones, pero queremos algo.La segunda descarga se la aplicaron sobre los labios. La boca se le durmió, como si estuviera bebiendo plomo fundido. - Queremos hechos… dale, pajarito, cantá.- Quiero agua.La tercera descarga le entumeció las piernas. - Quiero agua.- Y yo quiero datos. Un reduce. Dale, entregame al reduce y se termina todo.- No tengo reduce… si quieren puedo entregarles hechos… - Queremos al reduce.La cuarta descarga le abrazó el pecho. De pronto comenzó a faltarle el aire, ni siquiera podía pensar. - Hablá, mierda.Cuando se aburrieron de torturarlo, le quitaron la venda. La luz que entraba por los ventanales rotos lo cegó. Pero al cerrar los ojos seguía viendo extrañas manchas multicolores que se movían sobre un mar oscuro, con un balanceo que le provocaba nauseas.- Segundo turno – escuchó que decía una voz.Entonces, uno de los oficiales apareció en su radio de visión para escupirlo justo sobre el rostro. Volvieron a ponerle la venda. Volvieron a torturarlo.En un momento se hizo de noche. No podía saberlo por la luz, pero lo intuía por el frío que se extendía en el galpón. Para entonces Frattini pedía a gritos que lo mataran. - Sería más fácil, pero primero necesitamos que hables. - Entreganos al reduce.- No tengo reduce. Les entrego todos los hechos que hice.Siguió repitiendo eso durante toda la noche. Al fin, al amanecer, los oficiales le quitaron la venda y lo desataron.- Bueno, si no tenés reduce, vas a cantar los hechos.- Lo que quieran – dijo, y al hablar sintió que la garganta se le desgarraba.Lo obligaron a incorporarse. Frattini lo intentó, pero sus rodillas estaban demasiado entumecidas como para sostenerlo. Cayó al suelo y allí se quedó, abrazándose las rodillas contra el pecho. - ¿Y este es el famoso Pistola? – dijo uno de los policías.Un rato después, Frattini entraba nuevamente a la celda de la comisaría de La Plata. Allí le dieron un vaso de café aguachento y un trozo de pan. Tenía tanta sed que no le importó quemarse la boca. Tragó el café, pero cuando intentó masticar el pan sintió que le rechinaban los dientes. Ni siquiera podía mover la mandíbula. Sentado en el suelo, comenzó a mirarse el cuerpo. La toalla había evitado que la picana le dejara marcas. Esa tarde, la del tercer día de su detención, un oficial se acercó a la celda y lo obligó a salir de ella. - ¿Dónde me llevan?La sola idea de volver a ser torturado le daba terror. - Tenés visita.Sorprendido y avergonzado, Frattini se dejó guiar hasta una celda vacía. Entró y se sentó sobre el banco, incapaz de mantenerse en pie.Segundos después, los ojos de Maga lo lastimaron más que una decena de picanas.- Hola – dijo, y ya no pudo hablar.En brazos de su madre, Ana lo miraba con espanto.- Anita, vení, dale un beso a papá – rogó Frattini.Maga deslizó a Ana hasta que sus pies tocaron el suelo. Entonces, la niña empezó a llorar. Frattini le tendía los brazos para que se acercara, pero ella no quería despegarse de su madre.- Vení, Ana – dijo Frattini.- Mami, mami – gritaba su hija, llorando.- Tiene miedo – dijo Maga.Frattini bajó la mirada. Se tomó la cabeza. - Llevatelá, Maga – dijo, sin atreverse a mirarla a los ojos. Sintió el rumor de ropas al rozarse. Cuando alzó la vista, Maga estaba junto a la reja, con Ana en brazos.- Oficial, ábrame – gritó Maga.- Perdoname.Ella no contestó. Pero, durante el segundo en que pudo sostenerle la mirada, Frattini vio tanta decepción en sus ojos que prefirió estar muerto.
Al día siguiente, dos oficiales lo subieron arriba de un auto y se marcharon de La Plata. Cuando alcanzaban la Capital, uno de los hombres dijo:- Ahora vamos a pasear por Buenos Aires, y vos nos vas a marcar todos los edificios donde robaste.Esposado en el asiento trasero, comenzó a señalar edificios al azar, sabiendo que cualquiera de ellos habría sido robado en los últimos meses. Entonces, los policías detenían el auto y preguntaban:- ¿En qué piso robaste?- Creo que en el quinto – mentía Frattini.Mientras él esperaba en el auto junto al conductor, el otro oficial se acercaba al portero y chequeaba la información que le había dado Frattini. - Pelotudo, en el quinto no robó nadie. Pero en el séptimo sí.- No me acordaba… Pero ahora sí, es cierto, era el séptimo – mentía Frattini.Después, el oficial volvía al edificio y constataba el robo. Lo pasearon durante todo el día, y cuando Frattini marcó el falso décimo robo, los oficiales dejaron de insistir.Su estrategia le sirvió para calmar la ansiedad de los oficiales pero sobre todo para despistar al juez. Sin el secuestro de la mercancía, nunca podrían adjudicarle esos robos.Sin embargo, su reincidencia bastó para que el juez le diera cinco años de condena. Esa misma tarde, el propio comisario se encargó de trasladarlo a Devoto. En otros tiempos, Frattini hubiera valorado aquel gesto como un reconocimiento de su propia leyenda. Pero ahora eso le importaba poco y nada. Al llegar a Devoto, uno de los guardias de la puerta le dijo al comisario que podía retirarse. Sin embargo, el comisario insistió con acompañarlo él mismo en persona. Así fue que Frattini pasó por el guarda ropa, entregó sus pertenencias y luego atravesó el pasillo que lo condujo hasta la reja de entrada al pabellón. El comisario lo seguía a menos de un metro, con un silencio respetuoso que sólo rompió cuando los celadores y los presos repararon en la presencia de Frattini y se incorporaban para darle la bienvenida.- Acá les traigo un ladrón, pero un ladrón verdadero – dijo el comisario, llamando la atención de todos: -. Hay pocos como él. Tiene códigos y no hace estupideces.¿De qué le servía ese reconocimiento? De nada, más que para asegurarse el respeto de los otros presos, algo que ya había conseguido hacía años, gracias al Yerbatero.
A medida que los días pasaban y se acercaba el domingo, se preguntaba si Maga iría a visitarlo. Pobre Maga, pensaba Frattini al imaginar a su mujer, frágil, inocente, teniendo que soportar el manoseo de la requisa tan sólo para visitar al hombre que la había condenado con sus propios vicios. En Ana no podía pensar. Cada vez que recordaba su cara de miedo en la celda sentía que el corazón se le abría y se le rompía en pedazos. El domingo, temprano en la mañana, mientras los presos se afeitaban y se vestían lo mejor posible para recibir a sus familias, Frattini no pudo levantarse de la cama. Sabía que Maga no iría a verlo.Y sin embargo, al entrar al comedor, vio que allí estaba. Maga. La mirada triste, el rostro atento a los movimientos de los presos, asustada, incapaz de renunciar a él.
Published on April 01, 2020 06:52
March 31, 2020
Lecturas de cuarentena: Un caballero en el purgatorio. Capítulos 30, 31 y 32.
30
Al llegar a Buenos Aires, tuvo que empezar otra vez de cero. Nueva pensión, nuevo llavero, y un nuevo compañero que reemplazara a Guzmán, que prefería tomar el camino de las armas. Esta vez, prefirió buscar alojamiento en una casa de familia, y no en una pensión donde siempre se corría el riesgo de vivir entre ladrones, soplones y niños que gritaban. A través de sus contactos, llegó a una casa cercana a la Plaza Once, que era propiedad de una mujer de cincuenta y pico de años que lo recibió con una sonrisa que se resistía a pasar de moda. No hizo falta que Frattini pagara por adelantado: su aspecto convenció a la mujer de que sería un buen inquilino.Solucionado el tema de la residencia, lo siguiente era encontrar un nuevo compañero. Sabía que por esa fecha, febrero de 1967, Luis Alberto Ramos estaría por salir otra vez en libertad. Gracias a uno de los mozos de La Churrasquita, supo que Ramos había llegado de Viedma y se había instalado en el Tigre. Se encontraron poco tiempo después, tomaron un café y decidieron empezar a trabajar juntos.La sociedad con Ramos amplió los horizontes de Frattini. Ahora trabajaba en Capital de una a cuatro de la tarde, y cuando caía el sol se trasladaban a la Zona Norte que tan bien conocía Ramos. Pronto, Frattini supo que no se había equivocado. Departamentos por la tarde, chalets al anochecer. En poco menos de seis meses había recuperado la confianza, el dinero y había conseguido un vestuario tan amplio como nunca en su vida. Podía pasar dos semanas sin repetir ni una sola prenda. Incluso se había comprado un equipo de música que pasaba discos. Con el tiempo, se había aficionado a las big bands americanas. Le gustaban las fotos de los discos en que aparecían todos aquellos hombres vestidos con el mismo traje, pero sobre todo disfrutaba con la vivacidad de su música. Glenn Miller, Louis Armstrong… Con sólo escucharlos sentía que el cuerpo se le llenaba de vitalidad.Cada día se bañaba, se afeitaba y se vestía con la dedicación de un galán televisivo. La buena vida era eso. Eso y sentir las miradas soñadoras de las mujeres que cada día iban a jugar a las cartas con la casera y su hija. Al salir del cuarto, Frattini podía oír sus risotadas y sus cuchicheos, que siempre se acallaban con sus pasos. Cuando pasaba por el living en dirección a la puerta de calle, las chicas guardaban silencio, ellas le sonrían y lo despedían con miradas nerviosas. Con caballerosidad, él les deseaba los buenos días, sonría sólo lo justo y necesario, y se marchaba a trabajar.Un mediodía, cuando se marchaba para reunirse con Ramos, la casera lo detuvo.- Carlos, una de las chicas me pregunta quién sos. - ¿Cuál? – preguntó Frattini.- Maga, la morocha de ojos grises. Dice que siempre te ve bien empilchado. Dice que entrás con un traje, y salís con otro. Se la pasa preguntando. Yo lo dije que trabajás… - dijo la casera, con un brillo de complicidad en los ojos.En ese momento Frattini supo dos cosas: que podía confiar en su casera y que podía cosechar una nueva conquista amorosa. Sin perder tiempo, dijo:- Entonces invíteme a jugar a las cartas con las chicas.Esa misma noche, cuando regresó de desvalijar el último chalet del día, se encontró a la casera, su hija y cinco mujeres jóvenes y hermosas esperándolo sentadas a una mesa. Las miró a todas, pero sólo se detuvo unos segundos en Maga. Sus ojos grises parpadearon, llenos de vergüenza.- ¿Me esperan que me baño y vengo? – dijo Frattini.- Claro – dijo la casera, mientras las demás sonreían.Frattini entró a su habitación, dejó las joyas y el dinero que había ganado en el día y se lavó mientras Louis Armstrong quebraba el aire con el gemido lastimero de su trompeta. Después, eligió un traje color crema, una camisa haciendo juego, una corbata de seda y un broche de diamantes y platino. Al verlo regresar, una de las chicas lo miró a los ojos diciendo:- Parece una estrella de cine.- Gracias – respondió Frattini, sin perder de vista las mejillas ruborizadas de Maga. Se sentó a la mesa y, antes de que Lucy comenzara a repartir los naipes, apoyó las manos sobre el mantel diciendo: - Quiero que apostemos algo.Las mujeres se miraron. - Si alguna de ustedes pierde, paga la pizza para todos. Pero si pierdo yo, las invito a todas al cine.Las mujeres sonrieron, pero sólo la sonrisa de Maga era perfecta.Para entonces, Frattini había decidido dejarse ganar. Pero no hizo falta: en poco menos de una hora las chicas le habían ganado con una facilidad que lo avergonzaba. - Señoritas, ¿vamos? – dijo, incorporándose de la silla.Las chicas aplaudieron y gritaron de alegría con los ojos fijos en Frattini. La única que no gritó ni lo miró fue Maga, y ese detalle no hizo más que provocar el deseo de Frattini.Llegaron a Lavalle al atardecer. La gente se volvía para mirarlos: un hombretón impecable, rodeado por cinco jovencitas hermosas. Entre risas, eligieron una película al azar y entraron a un cine. Las chicas no dejaban de mirarlo y sacarle temas de conversación. Maga guardaba silencio. Las demás gritaban e insultaban con una liviandad inquietante. Maga se movía con modales de princesa. Durante las dos horas que duró la película, Frattini intentó que se detuviera a mirarlo, pero sólo lograba que ella se ruborizara más y más. Al fin, cuando salieron del cine las guió hasta la pizzería Los Inmortales. Allí les pagó la cena y algunas botellas de cerveza. Él, en cambio, pidió una gaseosa. Maga hizo lo mismo. Sólo entonces se miraron, con una complicidad efímera que duró un solo segundo. Los ojos de Maga eran grises o verdes, Frattini no podía determinarlo, pero sabía que eran hermosos. Tan hermosos como su cutis pálido, sus piernas torneadas, su caderas delicadas y unos senos pequeños que parecían agitarse con cada suspiro y sonrisa que Maga soltaba en silencio por debajo del coro de gritos y carcajadas de sus amigas. Esa noche se despidieron sin cumplidos, sin promesas, sin tocarse.Los días siguientes no pudo dejar de pensar en ella. Cada día que salía a trabajar, la hija de la casera y sus amigas le decían piropos que a veces lo excitaban y otras veces lo avergonzaban como si fuera un niño indefenso. - Usted debe ser un Don Juan – decía una.- ¿Con cuántas mujeres se acuesta? – preguntaba otra.- ¿Quiere que le limpie la pieza? – decía otra, sonriendo para que él comprendiera la magnitud de su oferta.De haberlo querido, pudiera haberse acostado con cualquiera. Menos con Maga: ella nunca lo elogiaba, nunca le decía nada fuera de tono. Al mes siguiente, Frattini decidió hacer una fiesta. La excusa de su cumpleaños treinta y siete era perfecta para generar un encuentro con Maga. Frattini reservó una mesa para treinta personas en una cantina del barrio de Caballito e invitó a Ramos, su mujer y a otros compañeros de llaves. La noche de la fiesta, estrenó un traje italiano que había retirado del placard de un alto funcionario del Ministerio de Hacienda. Incluso le había robado un juego de gemelos de oro y brillantes, que le hacían juego con el broche de la corbata. Cuando llegó a la cantina, lo rodeó un enjambre de chicas que apenas si sabían caminar sobre sus zapatos de tacos altos. En un rincón apartado, hermosa, callada y frágil, Maga le hizo una seña para que se acercara. - Feliz cumpleaños – era la primera vez que le hablaba, y su voz era apenas un susurro lleno de vergüenza.- Gracias – respondió Frattini, sorprendido por su propio nerviosismo.Pero en ese momento una de las chicas lo tomó de la mano y lo alejó de Maga mientras comenzaba a sonar la música. Frattini comenzó a bailar, rodeado por sus invitados, que aplaudían la destreza con que guiaba a su compañera de baile. Cada vez que ella intentaba besarlo él la obligaba a dar otra vuelta más. Cuando terminó la canción, él le hizo una reverencia y comenzó a bailar con otra de las chicas. Dos horas más tarde, bailaba sobre una mesa, completamente entregado a la música y a su pareja ocasional: una bailarina exuberante amiga de la hija de la casera. Desde abajo, Ramos y los demás escruchantes le sonreían con envidia sin que sus mujeres lo notaran. La bailarina lo rodeaba con los brazos y le hablaba al oído, sus invitados aplaudían… y sin embargo Frattini se bajó de la mesa y fue directamente hacia Maga. - ¿Bailás?Ella asintió.Al rodearla con sus brazos, creyó notar que se estremecía. Bailaron durante un buen rato. Cada vez que terminaba una canción, él intentaba sacar tema para conversar, pero ella se limitaba a bajar la vista y responder con susurros. Cuando, por casualidad, se rozaron las mejillas, ella se apartó de inmediato. Durante los segundos en que dejaron de bailar, Frattini sintió el vértigo de perderla. Era como una de esas muñecas de porcelana que al caerse se rompen en mil pedazos, y él sólo quería protegerla.Poco a poco, los invitados se fueron marchando. Al fin, cuando sólo quedaban él, la casera y las chicas, se acercó a Maga y le ofreció acompañarla hasta la casa. Ella le agradeció el gesto con otra de sus sonrisas tímidas pero, mirándolo a los ojos, dijo:- Las chicas quieren seguir bailando con vos. Pasala bien. Y se fue.Frattini se quedó paralizado frente a aquella criatura que se alejaba con la delicadeza de un ángel y la determinación de un verdugo.
31
La siguiente vez que se vieron, las demás chicas no estaban. No fue una casualidad. La había invitado a cenar a solas para poder conversar sin interrupciones, pero sobre todo sin los gritos groseros de sus amigas, que siempre acallaban su vocecita de pájaro, la única que Frattini quería escuchar. Sentados en un restaurante lujoso del Centro, comenzaron a hablar de sus vidas. Fiel a su costumbre, Frattini le dijo que era cobrador de deudores morosos, y que por eso tenía tan buen pasar. Ella le dedicó media sonrisa. - ¿No me creés? – dijo Frattini, siempre alerta.- Sí, te creo – dijo ella. Y luego, sin poder ocultar su vergüenza, continuó: - Yo nunca salgo con ningún chico. No soy como las chicas…- Ya lo sé, por eso estamos acá. ¿Y por qué saliste conmigo?- No sé, siempre te miro… sos atento, simpático, te vestís como un rey… Mis amigas se quieren acostar con vos, pero vos me invitaste a salir a mí.La niñez de Maga había terminado en el mismo instante que murió su madre. Entonces, ella había dejado la escuela primaria para cuidar de su padre y de sus hermanas menores. - Ahora, además de llevar mi casa también trabajo en una peluquería. No me molesta hacer todo eso, pero a veces extraño a mi mamá.Maga dejó de hablar, conmovida por su propio relato. Para entonces Frattini estaba dispuesto a asesinar a cualquiera que se animara a lastimarla. La tomó de la mano, mientras ella, con la otra mano, intentaba contener las lágrimas. Por un momento sintió ganas de contarle cada una de sus desgracias, pero no lo hizo. No quería asustarla, tan sólo quería estar con ella, cuidarla. Esa noche se despidieron con la certeza de que volverían a verse pronto.
Desde aquel día, cada vez que abría un cajón ajeno y descubría una joya hermosa, Frattini sólo pensaba en regalársela a ella. Lo primero que le regaló fue un reloj de oro. Al verlo, Maga parpadeó, como si la joya la hubiera encandilado.- Es hermoso – dijo.Y- Es hermoso – repitió una semana más tarde, cuando Frattini le cambió el reloj de oro por otro de platino y brillantes.El día que fue a la peluquería para entregarle una pequeña caja forrada de terciopelo, y descubrió la gargantilla de diamantes que guardaba, ella se echó a reír.- Estás loco – dijo.- Vos me volvés loco – dijo Frattini.- Pero… ¿de dónde lo sacaste?- Soy cobrador de morosos. Ya te dije. Me quedo con la mercadería de los que no me pagan.Con temor, Frattini esperó que Maga lo sometiera a un interrogatorio. Sin embargo a ella le bastaba con su palabra. Lo besó en la mejilla, con una delicadeza y una inocencia que lo conmovió. Maga era tan transparente que nunca hubiera imaginado siquiera la más leve de sus mentiras. Y Frattini no estaba dispuesto a perderla: con el correr de los meses, aquella muchacha le había despertado algo que ni él se sentía capaz de experimentar. La deseaba, pero por sobre todas las cosas, la necesitaba. Su sonrisa, su confianza, la ternura que le inspiraban sus ojos tristes…Por entonces, un contacto de Ramos les dio una dirección para que realizaran un hecho. - Es la casa de la viuda de un escritor famoso – dijo Ramos.- ¿Desde cuándo los escritores tienen plata? – preguntó Frattini, siempre desconfiado.- Este la heredó de su familia. Me dijeron que en la casa hay oro, plata, billetes… y unos tapados de pieles que valen fortunas.Durante un segundo, Frattini se imaginó a Maga cubierta de finas pieles. Entonces dijo:- Hagámoslo.Esa misma tarde, en la pensión donde vivía Ramos, él y Frattini buscaron el apellido de la viuda en la guía telefónica. - Hola, sí, queremos hacerle una entrevista. Somos periodistas de Radio Mitre – dijo Ramos al teléfono, con una voz suave y mentirosa. Frattini lo vio sonreír, y al fin Ramos dijo: - No es ningún problema. El domingo estaremos ahí. Y al domingo siguiente, temprano en la mañana, Frattini tocó el timbre de la viuda y dijo que era el periodista que quería entrevistarla. Cuando la anciana abrió la puerta, emperifollada de joyas y un vestido ajustado que parecía plegar aun más su gastada piel rugosa, Ramos dijo:- Métase adentro, señora. Es un asalto.Con delicadeza, guiaron a la mujer hacia el interior del departamento y, sin tocarla, le pidieron que se quedara sentada en el enorme sillón de un living enorme. Mientras Ramos la controlaba, Frattini comenzó a abrir puertas y cajones. En ese momento, desde el cuarto principal oyó que alguien tocaba timbre. Por pedido de Ramos, la anciana se incorporó y le abrió la puerta al amigo que había ido hasta allí para presenciar la falsa entrevista.- Bienvenido – dijo Ramos, divertido: - Venga, siéntese con la señora en el sillón un momentito que nosotros ya nos vamos.Para entonces Frattini ya había dado con un largo tapado de visón que debía valer miles de dólares. Sin embargo, las joyas no estaban por ninguna parte. Revolvió cajones, placares, hasta una caja fuerte, sin encontrar nada.- El dato era una basura – gritó Frattini, furioso con su compañero.Estaba a punto de ordenarle que se marcharan cuando vio la puerta del baño. Entró para lavarse las manos, y por curiosidad se detuvo a mirar las bolsas de tinturas y ruleros que la anciana guardaba dentro de una fina caja de madera lustrada. Retiró los ruleros y debajo, brillante, revelador, divisó el resplandor de un pequeño alhajero de metal. Al abrirlo, supo que el hecho estaba justificado.- Vamos – dijo a su compañero, al llegar al living. Mientras guardaba el alhajero y el tapado dentro de una bolsa, le dijo a los ancianos: - Ahora se quedan tranquilos acá, y nosotros nos vamos sin que pase nada.Al día siguiente, él y Ramos le llevaron el tapado de visón a un sastre amigo y le pidieron que lo utilizara para fabricar dos estolas y dos gorros altos, como los que utilizaban los rusos. Cuando, una semana más tarde, las prendas estuvieron terminadas, Ramos tomó una de las estolas y uno de los gorros y se lo llevó a su mujer. Frattini, en cambio, envolvió todo para regalo y se presentó en casa de Maga. Hacía cuatro meses que salían. Se habían besado, se habían enamorado, pero Frattini la había respetado como a ninguna. Para él, Maga era una puerta que no quería forzar. Tal vez por eso, aquel día, después de entregarle el regalo y verla desfilar por su casa tocada con la estola y el gorro de visón, Frattini dijo:- Ya estoy grande, Maga. Tengo treinta y siete años, y no quiero perder tiempo noviando como un muchachito. ¿Te querés casar conmigo?A Maga se le encendieron los ojos.- Claro que si… - dijo, regalándole la sonrisa más tímida y más bella de todas.Aquella decisión lo enfrentó con algo que nunca le había preocupado hasta entonces: su identidad. Meses atrás, él y Ramos habían sido detenidos durante unas horas en una comisaría de San Isidro. Los policías los habían descubierto tratando de abrir la puerta de un chalet y les habían quitado los documentos por averiguación de antecedentes. Dentro de la comisaría, Ramos, que conocía todos los chalets pero también a todos los agentes de la Zona Norte, se las había ingeniado para sobornar a un policía y se habían escapado por una puerta trasera sin perder tiempo en recuperar sus documentos de identidad. Desde entonces, Frattini se había movido con uno falso: ahora se llamaba Antonio Raúl López, aunque sus amigos seguían llamándolo Pistola. Durante un tiempo eso le había importado poco y nada, pero ahora le resultaba un escollo para casarse legalmente. Debía resolver aquella situación lo antes posible, y Ramos parecía tener la solución. - Los padres de un amigo son porteros de un registro civil de San Fernando. Andá y deciles tu verdadero nombre, que ellos hablan con la jefa y te casan sin documentos ni nada.Ese mismo día, Frattini se comunicó con los padres del amigo de Ramos, que prometieron ayudarlo. Al día siguiente, recibió un llamado de la pareja: habían hablado con una jueza, debía presentarse el cuatro de diciembre para comenzar los trámites de casamiento.Cuando llegó el día, Frattini supo que debía impresionar a la jueza si quería conseguir lo que estaba buscando. Hacía un calor insoportable, y Frattini eligió un traje blanco de hilo, una camisa celeste, una corbata blanca de seda italiana y un par de zapatos de color beige. La imagen que le devolvió el espejo era mejor de la que esperaba: un dandy pulcro y enamorado.El viaje en tren hasta San Fernando le resultó tan agradable como el futuro que Maga insinuaba. El sol rebotaba en los techos de las casas, los árboles ondeaban sus copas cargadas de verdor, anunciando el verano. Observaba todo con una emoción sincera, ilusionada. Nunca en su vida se había preocupado por cuestiones legales, pero por primera vez quería hacer lo correcto. Cuando el tren se detuvo en la estación de San Fernando, Frattini se abrió paso entre los pasajeros y descendió al andén. Cruzó la plaza caminando lentamente, como si quisiera aplazar aquel momento tan esperado. ¿Era cierto que se iba a casar? ¿Era eso estar enamorado? En la plaza reparó en un hombre que fumaba apoyado contra un árbol. Se cruzaron las miradas. Frattini estaba tan feliz que incluso le deseó buenos días. En el registro civil, pidió hablar con la jueza, que lo atendió de inmediato. Le explicó su problema, le rogó ayuda. La mujer, seducida por su apariencia y por el dinero que Frattini le ofrecía, le dio fecha de casamiento para tres días más tarde. Frattini estaba sorprendido: era la primera vez que un juez se decidía a ayudarlo. Al salir a la calle, tuvo la sensación de haber cambiado por completo. Tenía novia, tenía dinero, y pronto podría tener una familia propia. El hombre al que había saludado al llegar continuaba fumando junto al árbol. Mientras cruzaba la plaza, Frattini decidió que le regalaría a Maga una gran fiesta de casamiento.Pero entonces oyó un rechinar de neumáticos. Un auto se detuvo en medio de la calle y dos hombres vestidos con trajes impecables bajaron y se lanzaron sobre él.- Frattini, estás en cana – dijo uno mientras le sujetaba un brazo y se lo retorcía como un trapo de piso.- Vine a pedir turno para casarme – gritó Frattini.- No, viniste a levantar guita - dijo el otro, mientras le sujetaba el cabello de tal forma que a Frattini las lágrimas le saltaron de los ojos.Desesperado, comenzó a gritar.- Me secuestran, auxilio…Una mujer que pasaba por allí se detuvo a observarlos. A la distancia, la escena bien parecía un secuestro: dos hombres arrastrando a un tercero por la calle, tratando de meterlo en un auto.- Dejenló – gritó la mujer.Frattini supo que era su única esperanza.- Llame al abogado Gutiérrez – le gritó a la mujer, sin pensar en lo que hacía – dígale que me secuestraron.Pendientes de la mujer, los policías se descuidaron y Frattini logró liberar uno de sus brazos. Estaba a punto de escaparse cuando vio que el hombre que fumaba junto al árbol cruzaba la plaza para acercarse a ellos. Sin decir nada, le lanzó un golpe en el estómago. Cuando Frattini cayó de rodillas, doblado por el dolor, el tipo le apoyó un pie embarrado sobre el saco blanco y lo obligó a tenderse en medio de la calle. Mientras los otros dos volvían a levantarlo y lo empujaban hacia el interior del auto, el tercero encendió otro cigarrillo. Antes de que el auto arrancara, pudo ver que la mujer anotaba algo en un papel.- Llame al abogado Guitiérrez. Dígale que me secuestran. Soy Frattini.Entonces, un puño voló desde el asiento delantero y le selló la boca con sangre. Durante todo el viaje, Frattini no pudo dejar de pensar en Maga. ¿Qué diría si se enteraba? Minutos más tarde, el auto se detuvo frente a una casa. Los policías lo obligaron a bajar. Uno de ellos llamó a la puerta, que se abrió para enseñarle al policía más gordo y lascivo que había visto en su vida.- Entrá, sorete, que vas a cantar hasta que te quedes mudo.Lo empujaron dentro. La casa estaba vacía, sin un mueble, sin un objeto. Lo guiaron hasta uno de los cuartos, que tenía las ventanas tapiadas con madera. En el centro, el elástico de una cama sin colchón. Frattini comenzó a gritar. - Desvetite, sorete.Mientras el gordo lo inmovilizaba con aquellos brazos que parecían cuellos de toro, los otros dos le quitaron la ropa. Lo empujaron y le ataron los miembros a los cuatro costados de la cama. - Ahora empieza el show – dijo el gordo, escupiéndolo en el rostro.Durante horas lo sometieron a la picana. Cada vez que le apoyaban los cables sobre los genitales, los labios y los brazos, la descarga elevaba su cuerpo por sobre el elástico de la cama, tensando sus miembros como si fueran de hilo.Cuando se desmayó, el gordo le echó un balde de agua fría sobre el cuerpo maltratado.- ¿Qué quieren? – dijo, con un hilo de voz.- Sabemos que te robaste el tapado de chinchilla de Pinky. - ¿De quién? – preguntó Frattini, incrédulo.- De Pinky, no te hagas el pelotudo. La actriz. Vos se lo robaste.- No, están locos. Me caso pasado mañana. Yo no le robé nada a Pinky – dijo, y dejó de hablar al ver que el gordo volvía a acercarse con la picana.En algún momento que él no podía precisar, los policías se aburrieron de torturarlo sin que pudieran obtener ninguna confesión. Lo cierto es que, cuando despertó, estaba tendido en el suelo de la casa y el gordo le gritaba que se vistiera. Con los músculos rígidos por las descargas eléctricas, se movió lentamente y comenzó a vestirse con lo que quedaba de su traje blanco.Lo empujaron hasta la puerta de calle y lo subieron a un auto. Minutos después, entraba en una comisaría y lo conducían a uno de los calabozos. Para entonces ya había recuperado algo de sus movimientos, y toda su conciencia. Maga. Comenzó a caminar por el estrecho calabozo persiguiendo una sola idea: recuperar la libertad, reencontrarse con ella. Pronto, lo invadió un cansancio infinito. Estaba harto de todo: de la policía, de sus fracasos, de vivir al margen de cualquier felicidad.Pero entonces descubrió a Guitiérrez al otro lado de los barrotes conversando con un oficial. Al ver al abogado amigo del reduce, Frattini volvió a vivir. - Sacame, Gutiérrez. Me caso pasado mañana – gritó desde el calabozo.Gutiérrez le hizo una seña que intentaba ser tranquilizadora, pero que a Frattini sólo le provocó más ansiedad. Al fin, el oficial se alejó y el abogado se acercó a la celda.- ¿Qué pasó, Pistola? Me llamó una mina diciendo que te secuestraban…- Me detuvieron por algo que no hice y me caso en dos días. Me tenés que sacar de acá. Mi novia no sabe nada. Salvame.- Tranquilizate. Ahora vuelvo.Gutiérrez se alejó y desapareció durante poco más de una hora. Cuando regresó, su rostro mostraba toda la gravedad del asunto.- Estás jodido, tenías un documento falso. - Por favor, sacame, andá a casa, llevate todo lo que encuentres y pagá lo que haga falta…- Tranquilizate, Carlos…- Sacame, por favor… - gimió Frattini, desesperado, al borde las lágrimas.Gutiérrez volvió a marcharse. Después se acercó un agente, abrió el calabozo y lo llevó hasta la oficina del comisario.- Mirá, grandísimo hijo de puta – dijo el Comisario señalándolo con un dedo grueso y rugoso -, ahora te vas a ir porque te sacó Gutiérrez, pero la próxima vez que caigas acá no volvés ni a tu casa ni a la prisión. ¿Me entendiste? Ahora andate.Asustado, Frattini se incorporó y comenzó a alejarse sin darle la espalda, como si esperara que el tipo le disparara ahí mismo. Sabía que aquellas amenazas siempre se cumplían, y ahora, en la puerta de comisaría, al ver a los dos agentes que lo habían detenido en la estación, pensó que había llegado su hora. Uno de los tipos le apuntó con un dedo y una sonrisa imperfecta. Frattini deshizo sus pasos y volvió a presentarse en la oficina del comisario.- Dígale a esos dos que se vayan, me van a matar.El comisario sonrió.- Hoy no. Así que andá tranquilo.Antes de salir, Frattini buscó con la vista el Torino blanco de Gutiérrez. Tenía que caminar tan sólo cincuenta metros. Se obligó a salir, a caminar sin volver la vista, sin dejar de sentir la mirada de los canas como un soplido en la nuca. Cuando estuvo sentado junto a Guitiérrez, le gritó que arrancara.Al llegar a la casa en la que vivía, se demoró unos minutos en la puerta. Temía que Maga estuviera esperándolo allí. ¿Qué diría al verlo en ese estado, sucio, con cicatrices? Pero Maga no estaba. Rápidamente, se bañó y se cambió de ropa. Esa misma tarde se presentó en la peluquería. Quizá Maga estuviera preocupada por su ausencia. Sin embargo, al verla, supo que más que preocupada estaba furiosa.- ¿Te pasó algo? – le preguntó.- No, nada… me peleé con tu hermana Francisca - contestó Maga.- ¿Por qué? – preguntó Frattini, alarmado.- Cosa de mujeres. ¿Y vos? ¿Por qué estás así?- Me robaron.Se despidió de ella con la excusa de que debía continuar con los preparativos de la boda, pero se dirigió a casa de su hermana. - ¿Qué pasó con Maga? - Está enamorada – contestó Francisca, sosteniéndole la mirada.- No entiendo.- Mirá Carlos, Maga es una chica buena. Cuando desapareciste, me imaginé que te habían metido en cana. Así que fui a la casa de Maga y le dije “Mirá, mi hermano es un pan de Dios. Pero es chorro. Estás a tiempo de salvarte”.Frattini bajó la mirada. Su hermana lo había traicionado, pero no podía culparla. - ¿Y qué te dijo?- Nada. Me pegó un cachetazo y me echó a los gritos diciendo que era una mentirosa. Yo le avisé. Que después no se queje.- No se va a quejar – dijo Frattini, aunque ni él mismo podía asegurarlo. Tal vez por eso agregó: - Me compré una casa. Esta vez va en serio.Su hermana bajó los ojos con tristeza.- Vos no cambiás más, Carlos.
32Dos días más tarde, vestido con smoking, con los zapatos perfectamente lustrados, el cabello bien peinado y las cicatrices disimuladas con el maquillaje de su casera, Frattini esperaba en el altar de una iglesia de la calle Mitre la llegada de su prometida. Desde allí podía ver a sus hermanas con sus maridos, a Ramos, su esposa y una decena de ladrones vestidos de fiesta, y al resto de los invitados a la boda. De pronto, las puertas de la iglesia se abrieron de par en par para dejarle paso a ese ángel vestido de blanco que parecía deslizarse por la alfombra descolorida. Tomada del brazo de su padre, que sonreía con orgullo, Maga avanzaba hacia a él como una promesa de un futuro mejor. Cuando se detuvo a su lado, le dijo que era hermosa. Ella sonrió por debajo del tul que le ocultaba el rostro.La ceremonia acabó antes de que Frattini pudiera quitarle los ojos de encima a la que había sido su prometida y ahora se había convertido en su esposa. Cuando el sacerdote se lo indicó, él le alzó el tul para descubrirle el rostro. Se miraron durante un segundo y después se besaron ensordecidos por los aplausos de sus invitados.Lentamente, comenzaron a alejarse del altar, devolviendo sonrisas hasta alcanzar la puerta. Allí, la lluvia de arroz a Frattini le recordó las bodas del cine. Y como los actores, él se apuró a abrir la puerta de uno de los cuatro Cadillacs que había alquilado para que los llevaran a ellos y también a sus familiares más cercanos a la fiesta.1968 terminaba. La noche era cálida, el cielo un cofre oscuro dónde brillaba tan sólo una moneda de plata. Durante el viaje, Maga y Frattini no dejaron de acariciarse ni un solo momento. Al llegar al salón, los recibió otra sinfonía de aplausos. Frattini estaba orgulloso: de su mujer, de los Cadillacs, de la casa que había comprado. Pero sobre todo estaba orgulloso de haber logrado poner la piedra fundacional de esa familia que no había tenido nunca.Se pasó la noche bailando, brindando con agua sin dejar de contemplar la felicidad de Maga. Poco antes del amanecer, la tomó de la mano y le dijo:- Vamos a pasar la noche de bodas. Eso es lo que hacen los recién casados, ¿no?Maga lo abrazó con todas sus fuerzas.Tomados de la mano, se despidieron de los invitados y se subieron al Cadillac que los esperaba. La ciudad despertaba en las calles, sin embargo Frattini tenía la sensación de estar comenzando un sueño. El auto se detuvo en la 9 de Julio, y ellos entraron al hotel más caro que Frattini pudo reservar los días anteriores. Subieron a la suite, y por primera vez contemplaron sus cuerpos desnudos. Al día siguiente, abrazados en un micro, se dirigieron a Córdoba a pasar la luna de miel entre las montañas. Aquella semana que pasaron en Villa Carlos Paz, fue lo mejor que Frattini había vivido hasta entonces. Ninguna joya, ningún fajo de billetes le había provocado nunca tanta felicidad como ver a Maga contemplando extasiada las montañas, o despertando en la mañana, acurrucándose contra su cuerpo debajo de las mantas, temblando como una flor mientras comenzaba a acariciarla.
De regreso en Buenos Aires, se establecieron en el departamento que Frattini había comprado sobre la calle Hipólito Yrigoyen. Maga, que había llegado con tan solo una valija, tardó una semana en desempacar la ropa de su marido.- ¿Para qué querés tanta ropa? – preguntaba mientras colgaba las camisas de seda.- Para que sigas enamorada de mí. ¿No me visto como un rey? – contestaba Frattini, feliz, y la abrazaba.Aquellos días fueron los primeros del resto de una vida que debía ser maravillosa. Por pedido suyo, Maga dejó de trabajar. Por la mañana se despertaban y desayunaban escuchando la radio. Conversaban, hacían planes. Cuando sonaba alguna canción movediza, él se incorporaba de un salto y la tomaba de la mano para invitarla a bailar. Bailaban por toda la casa hasta que se hacía la hora de encontrarse con Ramos. Entonces Frattini se vestía con un traje impecable, recogía su llavero de sesenta llaves sin que Maga se diera cuenta y la besaba diciendo:- Me voy a trabajar.- Que tengas un buen día – decía Maga, ciega de confianza.Desde la boda, él había decidido trabajar lo menos posible. Salía dos o tres días por semana, lo cual, para un trabajador aplicado como él le resultaba un esfuerzo sobrehumano. Pero Maga merecía eso y mucho más. Si hasta había dejado de ir al hipódromo. Ahora, en cambio, se preocupaba por tener dinero ahorrado para cualquier emergencia. También había comenzado a conservar parte del botín. Cada día, llegaba a su casa y le entregaba un nuevo regalo a su mujer. Un juego de tazas de plata, tapados de piel, un abanico del siglo XVII, pendientes de oro, anillos con brillantes engarzados, figuras de marfil. Tres meses después de la boda, de regreso del trabajo, Frattini se asustó al ver a su mujer tendida en la cama con un paño húmedo sobre los ojos.- ¿Estás bien? – preguntó mientras se arrodillaba junto a la cama.- Mejor que nunca. - ¿Y por qué estás acostada?- Quiero que el bebé descanse.Frattini sintió que el cuerpo se le deshacía como agua. Iba a tener un hijo. Irremediablemente, pensó en su padre, y se preguntó si tendría valor para ser mejor que él. Ana nació al año siguiente: mientras el Hombre caminaba por primera vez sobre la Luna, Frattini tocaba el cielo con las manos.
Sin darse cuenta, en apenas tres años había dejado de ser un presidiario para convertirse en marido y padre de familia. Ahora, en su casa lo esperaban dos mujeres que necesitaban de él. Así fue que Frattini decidió redoblar el trabajo. No sólo porque necesitaba dinero, sino porque estar trabajando en las calles le aseguraba cierta intimidad. Estaba demasiado acostumbrado a la soledad y a las llaves como para renunciar a ellas. Quizá Francisca no estuviera tan equivocada. Por entonces, la relación con Ramos estaba en caída libre. Frattini lo había descubierto robándole las joyas del botín, y desde ese día le había perdido la confianza. Pronto, dejaron de verse. Ahora Frattini salía a trabajar solo. No le gustaba, se sentía indefenso, y sabía que cuatro manos robaban mejor que dos. Necesitaba un compañero confiable.Con el correr de los meses, había trabado cierta relación con Carlos, el portero de su edificio. Cada vez que entraba o salía, el tipo lo miraba con ojos de cordero degollado. Frattini había reparado en eso, y más que fastidiarlo, aquella envidia le resultó prometedora. Un día, bajó hasta la calle con la pequeña Ana en brazos. El portero estaba baldeando la vereda. - Buen día – dijo Frattini.- Buen día – contestó el portero.- ¿Hace mucho que laburás acá?- Sí, pero estoy por dejar. El sueldo no me alcanza para nada.Frattini sonrió.- Si necesitás plata yo te puedo ayudar. - ¿Cómo? – dijo el portero, apoyándose en el mango de la escoba mientras la manguera rebalsaba el balde de agua.- Necesito a alguien que me haga de campana, que se quede en la calle y me avise si viene la cana.Nada más. No le dijo si robaba, asesinaba o algo peor. No hacía falta. El tipo lo había entendido todo.- Estoy acostumbrado a estar en la puerta – dijo Carlos - ¿cuándo empezamos?- Mañana. Pero le pido que no le diga nada a mi mujer. Ella no sabe lo que hago.Al día siguiente comenzaron a salir juntos. Desde entonces, Frattini volvió a trabajar con dedicación. Ahora salía los cinco días de la semana, y los sábados y domingos aprovechaba los paseos de la gente para entrar en sus casas y robar. Pronto, Maga reparó en sus ausencias. Y sin embargo, lo que más le molestaba a su mujer no era que su marido trabajara tanto, sino que no tuviera tiempo para salir con ella.- Te la pasás trabajando, Carlos. Aflojá. Salgamos. Llevame aunque sea a tomar unos mates a los lagos de Palermo.Frattini asentía en silencio, le besaba la frente y volvía a lanzarse a las calles en busca de joyas y dinero. Tras casi un año robando sólo lo necesario, se había comenzado a agobiar. No quería vivir con lo puesto. No quería que le dijeran lo que debía hacer. De pronto, era como si hubiera despertado de aquel sueño que había comenzado con la boda y que parecía deshacerse bajo sus pasos, cada vez que subía o bajaba una escalera.Los reclamos de Maga cada vez eran más desesperados.- Te compraste un auto, tenemos una casa… Dale, pará de trabajar. Llevanos a pasear.Al fin, un domingo soleado, Frattini le preguntó a Maga si quería salir a pasear. A su mujer se le encendieron los ojos. Volvía a ser la muchacha indefensa que lo había sabido enamorar. En pocos minutos, preparó una canasta de mimbre con la merienda, los juguetes de la nena, vistió a Ana con ropas nuevas, se peinó el cabello y estuvo lista para salir.Bajaron a la calle y se subieron al Falcon que Frattini había comprado hacía apenas unas semanas. Maga estaba tan feliz que comenzó a tararear uno de sus tangos preferidos. Frattini condujo el auto por el Bajo, hasta alcanzar la avenida Santa Fe. En brazos de su madre, Ana señalaba los autos y los edificios con asombro. A medida que el auto avanzaba, Maga comenzó a cantar más fuerte, y Ana trataba de imitarla balbuceando cosas incomprensibles. Con las manos aferradas al volante, Frattini las miraba de costado. Nervioso, sentía que comenzaba a faltarle el aire. De pronto, el Falcon le resultó demasiado pequeño como para tres personas. A través de las ventanillas, las calles vacías comenzaron a inquietarlo. Instintivamente, se llevó una mano al bolsillo del saco. Al tocar las llaves sintió que se asfixiaba. Vio un edificio que tenía la puerta abierta, vio ventanas con las persianas bajas, imaginó departamentos vacíos, repletos de joyas.Entonces ya no pudo pensar en nada más que las llaves. De pronto, pegó un volantazo que casi lo hace chocar contra otros autos y estacionó el Falcon sobre la avenida Santa Fe.- ¿Qué hacés, Carlos? – preguntó Maga.- Esperame acá un segundo con la nena que voy hasta lo de un amigo que me debe plata – se escuchó decir Frattini.Cuando se quiso dar cuenta, estaba de pie sobre la avenida, con el llavero en la mano. Eligió la primera puerta que vio y la abrió con la misma facilidad de siempre. Pronto, sintió que la sangre volvía a correrle por el cuerpo. Volvía a respirar.Sin embargo, a medida que comenzaba a subir las escaleras sintió que la alegría y el vértigo se desvanecían. Pensaba en su mujer, ilusionada en el Falcon esperando una tarde en familia. Pensaba en su hija. Y entonces, sólo entonces, pensó en él. Frattini. Tenía la familia que había querido tener. Tenía casa, coche y dinero. Pero todo le resultaba ajeno. Aquello no le bastaba. Derrotado, Frattini alcanzó el último piso del edificio y se sentó en la escalera. Se tomó la cabeza con las manos. Se frotó los ojos.- Estoy enfermo – dijo. Se incorporó lentamente y comenzó a bajar las escaleras sin entrar a un solo departamento. - ¿Estaba tu amigo? – le preguntó Maga cuando él volvió a sentarse tras el volante.- No, salió – dijo Frattini, seco.Sentados sobre un mantel que Maga había colocado sobre el césped, junto a la orilla de uno de los lagos de Palermo, no pudo dejar de pensar en eso que, hasta entonces, nunca había sabido ver como un problema. Enfermo. La palabra lo asustaba, pero más que nada lo enfrentaba con su propia desidia.Junto a él, Ana gateaba sobre el pasto tratando de alcanzar una paloma. Su sonrisa sincera a Frattini le provocaba más vergüenza, más frustración. - ¿Qué te pasa que estás tan callado? – preguntó Maga al tenderle un mate.- Nada. Nada. Eso era lo que veía. Nada: un cuerpo vacío, que sólo respondía a sonido de las llaves.Esa noche no pudo dormir. Junto a él, tendida en la cama con una plácida sonrisa en el rostro, Maga debía estar soñando con el futuro que imaginaba venir: tardes en familia, el sol sobre los hombros de Ana, la sonrisa de su marido. Pero Frattini no tenía motivos para sonreír. En la penumbra del cuarto, pensó que estaba perdido para siempre. La idea lo quemaba por dentro. “Estoy enfermo”. No era por el dinero, ni siquiera por la felicidad de ver cómo se abrían las puertas. Lo que más lo entristecía, lo que lo desesperaba, era saber que no estaba dispuesto a renunciar a eso. Estaba enfermo, pero no sabía vivir de otra forma.
Published on March 31, 2020 06:53
March 30, 2020
Lecturas de cuarentena: Un caballero en el purgatorio. Capítulos 27, 28 y 29.
27
Cuando entró a la joyería, la empleada de José lo recibió con la misma mirada de siempre. Hacía menos de un mes que trabajaba para el reduce, y cada vez que Frattini iba a vender sus joyas ella lo miraba de aquella extraña manera. Se llamaba Marta, tenía una cabellera de largos mechones negros ensortijados y unos ojos negros que atravesaban la carne y los huesos.Estaba atendiendo a una anciana que había ido a comprar un par de pendientes para su nieta. Mientras la mujer elegía entre decenas de joyas, la mayoría fabricadas con el oro que Frattini robaba cada día, Marta le hizo una seña cómica de aburrimiento. Frattini sonrió. Marta también. Y por primera vez, Frattini reparó en la belleza de esa sonrisa.Al fin, la mujer eligió un par de aros de plata, los pagó y se marchó rengueando por la calle Libertad. - Hola, Marta – dijo Frattini, besando la mejilla de la mujer.- Estamos solos. José salió – dijo ella, con un brillo divertido en los ojos.- Al fin – dijo Frattini, doblando la apuesta.En ese momento, la campana de la puerta de entrada tintineó para avisar que alguien entraba a la joyería. Frattini no volvió la vista, no podía despegar sus ojos de aquella morocha que lo provocaba.- Pistola – oyó, y sólo entonces reparó que Amada estaba al lado suyo.- José no está – dijo Marta y, luego, con sorpresa, agregó: - ahí viene.El reduce entró y se alegró de ver a Frattini y Amada. A esa altura, más que socios eran amigos. Quizá por eso los dos compañeros habían decidido consultarlo sobre un asunto tan importante.- Vengan, muchachos… - dijo José, atravesando la joyería en dirección a la oficina del fondo.Lo siguieron.Cuando estuvieron solos, Amada miró a Frattini con nerviosismo. - José, queremos pedirte un favor. - Lo que necesites, Pistola.- Queremos empezar a fundir los metales nosotros mismos.- ¿Y eso? – preguntó el reduce alzando las cejas y, ladeando la cabeza con desconfianza, agregó: - ¿no quieren laburar más conmigo?- No, no es eso… - se apuró en responder Amada.Frattini lo fulminó con la mirada. Después de tantos meses su compañero no había aprendido a reconocer el humor del reduce. - Te está jodiendo, Turco – dijo Frattini. Después, mirando al reduce, continuó: - Nos está yendo demasiado bien, y no queremos tener tantas joyas en casa. Si caemos, la cana las puede reconocer. Así que pensamos que podíamos ir fundiendo el oro y guardarlo en barras. - Y, sí. Es lo mejor. La cana no te puede llevar por tener una barra de medio kilo de oro pero te pueden dar tres años por un par de aros robados – dijo José, mientras anotaba algo en un papel. Luego, extendiéndoselo a Frattini, agregó: - Andá acá. Preguntá por Pascual y decile que vas de parte mía.- Gracias, José – dijo Frattini.Al volver al salón de la joyería, vio que Marta estaba sola. Entonces, le dijo a Amada que lo esperara afuera. Esperó que saliera, sin dejar de mirar a Marta. Al fin, cuando se quedaron solos, Frattini comenzó a hablar:- ¿Te puedo invitar a salir?- Podés hacer todo lo que quieras – dijo Marta.Por un segundo, Frattini sintió que las mejillas se le encendían. Bajó la mirada. Se maldijo en silencio. Al alzar la vista, vio que Marta le tendía un papel escrito con una letra de color rojo.- Pasame a buscar el sábado a las ocho.Y el sábado Frattini se vistió con sus mejores ropas, se subió al Cadillac y se dirigió al barrio de Mataderos. Al ver a Marta enfundada en el vestido negro que dejaba al descubierto sus piernas torneadas y apenas si podía contener la exuberancia de sus caderas, Frattini quiso besarla. Pero no lo hizo por respeto a sus padres, que los habían acompañado hasta la calle y ahora estaban con la boca abierta frente al Cadillac rojo.Con respeto, Frattini saludó a la pareja y luego se apuró a abrir la puerta del auto para que Marta subiera. Una hora más tarde, estaban sentados en un restaurante del Centro, con las piernas entrelazadas bajo la mesa, incapaces de contener sus deseos. Pasaron la noche juntos, y poco antes del amanecer el Cadillac volvió a detenerse en aquella cuadra decrépita de Mataderos, mientras los obreros dejaban sus casas para empezar un largo día de trabajo.
Sentados en medio de la pieza, inspeccionando como chicos aquellas nuevas herramientas que habían comprado, Frattini y Amada comenzaron a jugar a los alquimistas.Con cuidado, depositaron varias joyas de oro sobre un recipiente de hierro y encendieron el soplete. La llama azulada comenzó a calentar el metal. Lentamente, las joyas se derritieron, soltando un perfume agrio, a medida que los metales blandos se evaporaban en el aire.Más tarde, cuando en el recipiente sólo quedaba un líquido viscoso y dorado, lo vertieron dentro de la horma acanalada. En silencio, con los ojos fijos en aquellas cinco canaletas repletas de oro, esperaron que el metal se enfriara. Entonces giraron la horma y le dieron unos pequeños golpes: las cinco barras de oro se desprendieron del hierro y cayeron sobre la mesa con un sonido parecido al del vuelo de los ángeles.Durante unos minutos, sin hablar, casi sin respirar, Frattini y Amada contemplaron extasiados el oro. Después se miraron, incapaces de contener la excitación.Desde entonces, una vez por semana se juntaban a reducir el botín en la pensión de Frattini. A veces, cuando las joyas eran de mala calidad y los metales que debían evaporarse, el conserje golpeaba la puerta quejándose del mal olor. Entonces Frattini deslizaba unos billetes por debajo de la puerta y volvía al trabajo. De haberlo querido, hubiese podido comprarse otro Cadillac. Pero la vida no era eso: para él, acumular era un signo de flaqueza, casi de desconfianza.Por eso vivía como si el mundo fuera a acabarse al día siguiente. Marta lo había entendido rápidamente, y lejos de hacer planes para el futuro, disfrutaba salir a comer, al teatro y a los hoteles de lujo sin preocuparse por el mañana. Era extraño. Frattini nunca antes había estado con una mujer que supiera a qué se dedicaba. Pero ahora disfrutaba entrar a la joyería de José cargado de barras de oro, tomar el dinero y marcharse con Marta del brazo sin que ella lo acusara de nada y luego encerrarse en un hotel, sabiendo que tenía dinero, un Cadillac y los favores de aquella mujer que parecía incansable en el sexo.Al llegar el verano, Frattini le regaló un anillo de diamantes. Estaban sentados en el Cadillac, frente a la costanera. A lo lejos, los barcos se internaban en la noche oscura del Río de la Plata.- Es hermoso – dijo Marta, probándose el anillo.- Quiero que vayamos a Mar del Plata. - ¿En serio? – preguntó Marta, bajando el volumen de la radio.- Sí. Y quiero que vengan tus viejos.Marta se lanzó sobre él, dispuesta a mostrarle todo su agradecimiento.Lejos de ser una estrategia, aquel viaje era lo que Frattini realmente necesitaba. Con el paso del tiempo, había llegado a congeniar con los padres de Marta. Incluso había llegado a fantasear que la relación acabaría por asentarse y ellos se alejarían del crimen y se convertirían en una verdadera familia. Lo único que debía hacer era seguir mintiéndoles a los padres de Marta. Que siguieran pensando lo que quisieran, que era abogado, director de empresa, cobrador de morosos. Para las confesiones quedaba mucho tiempo por delante.
En diciembre de 1962, Frattini, Marta y sus padres atravesaron la Provincia de Buenos Aires en dirección a la Costa subidos al Cadillac. Mar del Plata resplandecía. Era la primera vez que Frattini la veía con ojos de turista, y que en lugar de escudriñar edificios y carteras, se dedicaba a contemplar tan solo el mar azulado, rompiendo contra la playa. Alquilaron un par de habitaciones en un hotel carísimo que él pagó por adelantado. Cada vez que, en un restaurante o en un cine, el padre de Marta intentaba colaborar con algunos billetes, Frattini fingía un gesto de enfado, le devolvía el dinero y pagaba todo de su propia billetera.La madre de Marta, al verlos caminar de la mano, pero sobretodo viendo el auto y la ropa de Frattini, les hablaba de matrimonio, hijos, un hogar. Ellos la oían con atención, pero cada uno a su manera. A Marta parecía excitarla todo eso, mientras que a Frattini le resultaba un augurio de salvación. Quizá Marta lo ayudara a cambiar de vida.Un día, Marta le pidió que la acompañara a visitar a una amiga que estaba veraneando con sus padres. Tomados de la mano, caminaron por una calle peatonal y se detuvieron en un edificio que tenía la puerta abierta.- Es acá – dijo Marta.Frattini asintió, pensando que aquel edificio podía esconder grandes botines que él no podría ni tocar. En realidad podría haberlo hecho, pero prefería pensar en otras cosas. Acostumbrado a correr y saltar por las escaleras, a Frattini le costó relajarse. Nervioso, vio que Marta se bajaba la falda y comenzaba a quitarle los pantalones. Poco después, mientras él se acomodaba la ropa, Marta tocó timbre en un departamento del segundo piso.Como una visión profética, la puerta se abrió para mostrarle el rostro de una mujer regordeta y, detrás suyo, un hombre en camiseta subido a una silla, escondiendo una bolsa dentro de un ventiluz. Las amigas se abrazaron, mientras Frattini seguía con la vista los movimientos del tipo. Lo vio guardar la bolsa, bajarse con esfuerzo y quitar la silla del medio de la habitación. Luego se volvió hacia ellos diciendo:- Martita, qué sorpresa.La visita duró poco tiempo, pero fue muy productiva. Con preguntas aparentemente inofensivas, Frattini pudo conocer las costumbres de la familia, sus horarios, pero sobre todo su preferencia por visitar la playa de mañana. Demasiado fácil como para desechar la oportunidad.Tres días más tarde, Frattini le dijo a Marta que debía visitar a un amigo de la infancia y se lanzó a las calles. Alcanzó el edificio y bendijo al portero que había desaparecido de la puerta. Subió los dos pisos por las escaleras con la boca llena de saliva, incapaz de contener la emoción. Tocó timbre. Nadie respondió.Extrajo una llave de sus bolsillos y con tan sólo un movimiento de muñeca logró abrir la puerta del departamento.
28
En marzo de 1963, después de desvalijar el segundo departamento, Frattini decidió que ya había ganado suficiente dinero por el día. - Me voy a casa - dijo.Amada lo miró con fastidio.- Si recién empezamos, Pistola…- Estoy cansado. Quiero dormir – dijo Frattini, y se marchó.Hacía unos meses que había comenzado a replantearse las cosas. Ahora se limitaba a robar sólo lo suficiente para mantener su nivel de vida. Su noviazgo con Marta era la relación más sólida que había logrado en sus treinta y dos años, y pensaba que podía ayudarlo a dejar atrás el crimen. Como parte de su parcial rehabilitación, el mes anterior había dejado la pensión para mudarse a la casa de su hermana Francisca. Su presencia quizá lo ayudaría a controlarse, a dejar de robar.Los días en que no veía a Marta se le hacían eternos. Sobre todo desde que intentaba controlar su afición a las llaves. Aquella tarde, después de bañarse y cambiarse el traje impecable por otro, se sentó con el diario a escuchar la radio. Durante dos horas leyó y releyó los avisos de empleo. Primero con interés, luego con sorna, fue pasando las ofertas de empleos míseros que podía elegir para cambiar de vida.Al anochecer, cuando su cuñado regresó del trabajo, Frattini ya no soportaba el encierro. Se despidió de su hermana y le dijo que se iba al cine. Francisca lo miró con desconfianza. - Andá al cine… pero andá en serio.Frattini la besó en la frente y salió a la calle, en busca de distracciones.Al llegar junto al Cadillac, metió una mano en el bolsillo. Además de las llaves del auto, encontró un pequeño llavero con siete llaves. Ni siquiera recordaba cuándo las había puesto en ese lugar, ni tampoco si las había utilizado algún día. Durante unos segundos, contempló las llaves con indecisión. Después consultó la hora. Tenía tiempo de sobra antes de que comenzara la película.Subido al Cadillac, dejó La Boca y alcanzó el Parque Lezama. Cuando se quiso dar cuenta, había bajado del auto y comenzaba a caminar por San Telmo. Caminó una, dos cuadras. Sus ojos se detenían en cada edificio, en cada ventana. No podía evitarlo. Al fin, metió la mano en un bolsillo, tomó el llavero y se dispuso a abrir la puerta de un edificio decorado con paneles de mármol. La puerta se abrió con una facilidad alentadora. Entró al edificio y comenzó a subir las escaleras. Eligió una de las dos puertas del tercer piso, y la abrió. El departamento estaba vacío. Absorto en su propia ansiedad, Frattini encendió la luz para facilitarse el trabajo. Se dirigió al cuarto principal, abrió cajones y placares, y sonrió al encontrar una decena de alhajas. Apurado, se las guardó en los bolsillos.Lentamente comenzó a deshacer sus pasos cuando, de pronto, oyó un ruido extraño que llegaba desde la calle. Hubiera preferido que fuera un avión, un bombardeo, y no aquella frenada de auto. Rápidamente, salió del departamento y se lanzó a las escaleras. Con agilidad, bajó los primeros dos pisos. Estaba a punto de alcanzar la salida cuando dos sombras se cruzaron en su camino.- Alto, policía – gritó una voz.- Vivo acá – dijo Frattini.- ¿Y por qué no usás el ascensor? – dijo otra voz, mientras alguien lo empujaba contra la pared de la escalera.- Quieto.Frattini obedeció. Apoyó las manos en la pared, y separó las piernas.- ¿Y todas estas llaves?- Son de mi casa – dijo con la velocidad de un reflejo involuntario.- ¿Y las joyas?Ya no respondió. No tenía nada más qué decir.- Los dueños del tercer piso están de viaje. Prendiste la luz y te entregaste. Te vio un vecino – dijo uno de los policías, mientras le soltaba un golpe a la altura del riñón derecho.Las piernas se le aflojaron, pero antes de que cayera al piso sintió otro golpe, esta vez en la mandíbula. El sabor de la sangre le dio náuseas, y vomitó sobre las escaleras.- Parate, mierda.Lo sujetaron del cabello y lo obligaron a levantarse. Con los ojos llenos de unas lágrimas que no estaba dispuesto a dejar correr, se incorporó en silencio. La luz de la calle le permitió ver el rostro de sus captores. Uno usaba bigotes, el otro marcas de viruela. Con violencia, lo subieron a un auto civil y lo condujeron a una comisaría de La Boca. Durante tres días soportó golpes e insultos. Al cuarto, lo torturaron con la picana. Al quinto día, ya había conseguido un trozo de hoja de afeitar que le había prestado otro detenido. Y así, cuando los agentes se disponían a electrocutarlo nuevamente, Frattini tomó la hoja de afeitar y, sin dudarlo, comenzó a cortarse los brazos. De pronto, estaba cubierto de sangre. Como un susurro lejano, mientras se desmayaba pudo oír los insultos de los policías, frustrados porque ya no podrían divertirse con la picana.
Al entrar a Devoto ya no le quedaban fuerzas para nada. Marta. El Cadillac. Lo había perdido todo. Más que el encierro y las torturas, la sensación de derrota era lo que le había quitado todas sus fuerzas, y sus palabras. De haber sido nuevo, los demás reclusos se hubieran hecho un festín con ese preso derrotado. Sin embargo, atravesó la puerta enrejada del Pabellón sabiendo que allí no tenía de qué preocuparse. Lo confirmó inmediatamente, cuando vio que se acercaba Villarino. Se saludaron con afecto, y recordaron los tiempos compartidos en el desaparecido Penal de las Heras. Los días siguientes pasaron con una lentitud aterradora. Los primeros dos domingos de reclusión, Frattini observó con impaciencia al grupo de familiares que se acercaron para visitar a los detenidos. Buscó con la vista, una y otra vez, pero el rostro de Marta nunca estaba entre los presentes. Al tercer domingo, la que se presentó en Devoto fue su hermana Francisca. Frattini apenas si pudo sostenerle la mirada. - No fuiste al cine – dijo Francisca, mientras le entregaba una bolsa con yerba, azúcar y fideos.Frattini ni siquiera pudo responderle con un chiste. Tan sólo dijo:- Gracias.Su hermana le provocaba los mismos remordimientos que Mirtha, con la salvedad de que Francisca se animaba a enfrentarlo, como antes había enfrentado a su padre. Su hermana era una gran mujer, y pensó que quizá esa grandeza lo ayudara a recuperar lo que más le importaba.- Quiero pedirte un favor.- No quiero saber nada de tus robos.- No, otra cosa. Es por mi novia – dijo Frattini, y se detuvo al oír la palabra que él mismo había pronunciado. Luego continuó: - Marta. La conocés. - Sí. ¿Qué pasa? – en los ojos de Francisca vio un brillo de misericordia, y eso lo animó a continuar.- ¿Le avisás que estoy adentro?- Ya se lo debe imaginar, ¿no? Su hermana volvió a mirarlo con dureza. Y, formando una sonrisa triste con sus labios finos, dijo:- ¿No te vino a ver?Frattini no respondió.- Le voy a avisar mañana, que tengo que ir al Centro a hacer un trámite. - Gracias – dijo, tomando la mano de su hermana.- Si fueras tan agradecido, me escucharías más cuando te digo las cosas.Francisca se marchó con una promesa que lo animó a sobrellevar la semana. Pero el domingo siguiente, Marta tampoco estaba entre las visitas. Sus esperanzas fueron mermando con el correr de las semanas, hasta que, dos meses más tarde, Francisca se presentó para confirmarle todos sus temores.- La fui a ver a la puta esa – dijo, y en su tono no había tristeza, sólo furia. - ¿Y? ¿Cómo está?- ¿Cómo va a estar? Bien. Le dije si te iba a venir a ver…Frattini guardó silencio.- Ni me contestó. Casi la agarro de los pelos. Le dije “bien que te gustaba cuando mi hermano te llevaba a los mejores lugares, a Mar del Plata, y ahora que te necesita ni te acordás que está vivo”. Pero es culpa tuya, Carlitos. Vos te las buscás putas.Las palabras de su hermana eran duras, pero retrataban con exactitud lo que pasaba.Ese día, cuando se despidieron, Frattini aceptó que había perdido todo. Antes de que cayera la noche, ya le había propuesto a dos celadores realizar retratos de sus hijos a cambio de una resma de papel y algunos lápices. Era lo único que sabía hacer para escaparle al encierro. Dibujar. Sólo así podría sobrevivir a una nueva condena.Era extraño, pero cuando estaba en libertad ni se le ocurría dibujar aquellos rostros perfectos que todos valoraban en Devoto. Era como si aquello fuera una habilidad que sólo surgía en el encierro, entre esa la violencia que se respiraba entre los presos. El clima en Devoto era idéntico al que le había relatado Villarino. Esa extraña relación que unía presos y guardias con sobornos, códigos y benevolencia se había roto para siempre. Al fin y al cabo, lo único que había hecho el motín del 62 había sido quitar caretas. Ahora se trataban como lo que eran: enemigos condenados a un encierro compartido. Así, seis meses después de su llegada, Frattini se enteró de un nuevo asesinato.Esta vez le tocó al Loco Prieto. Lo encontraron una mañana, calcinado en su celda. Las autoridades dijeron que se trató de un suicidio, pero en Devoto todos sabían que había sido una venganza de los guardias. Villarino lo repetía cada día. Los guardias no dejarían de amenazarlos hasta que el último sobreviviente del motín del 62 hubiera pasado a mejor vida.Ese temor, y su incapacidad para soportar el encierro, llevaron a Villarino a planear otro de sus grandes escapes. Para eso, él, el Loco Grana y un tercer interno llamado Salinas sobornaron a uno de los celadores del turno noche. El plan era tan sencillo como descabellado: se escaparían saltado de la claraboya del Pabellón 4º. La noche acordada para el escape, Villarino, el Loco Grana y Salinas subieron a la claraboya ante la mirada atenta del celador sobornado. Allí, Villarino se cubrió las manos con retazos de tela y se colgó de uno de los cables que colgaban junto a la pared. Con cuidado, amparado por la oscuridad de la noche, se deslizó por el cable hasta alcanzar la vereda, al otro lado de los muros que limitaban la prisión. Tras él fue Salinas, que también se había procurado pedazos de sábanas para protegerse las manos. Cuando ambos estuvieron libres, el Loco Grana se aferró al cable. Tan apurado como estaba por recobrar la libertad, ni siquiera había oído los consejos de Villarino. Al deslizarse por el cable con las manos desprotegidas, se quemó por la fricción, las manos comenzaron a sangrarle de tal manera que ya no pudo sujetarse. Se quebró una pierna con la caída. Sus gritos de dolor atrajeron las luces de la patrulla que realizaba la ronda nocturna. Cuando lo encontraron, herido y derrotado, Villarino y Salinas ya se habían perdido por las calles de Devoto.La partida de Villarino provocó la admiración de todos los internos, salvo de Frattini. Acostumbrado a las hazañas de su compañero, ahora sólo lamentaba su ausencia. Sin embargo, pronto Frattini fue conducido a Tribunales, donde recibió una condena de dos años y medio, de los cuales ya había pasado uno. El resto de la condena debería pasarla en otro sitio. Viedma. “El culo del mundo”, pensó Frattini, rodeado de guardias, mientras el tren lo conducía hacia el sur, por entre montañas, desiertos y un cielo diáfano que cegaba la vista.
29
No le sorprendió que sus nuevos compañeros de encierro conocieran su historia de antemano. Pero no pudo evitar la sorpresa de saber que los celadores sabían que era aficionado al dibujo y, apenas al llegar, le encargaran varios retratos a cambio de un trato sino amable, al menos civilizado.Pronto, sus dibujos fueron saliendo de la cárcel. Al cabo de unos meses, todos en Viedma sabían que en el penal había un recluso que hacía excelentes retratos a lápiz. Dedicado a su pasatiempo, Frattini se mantenía al margen de todos los conflictos que se producían entre los detenidos y las autoridades. Eso no hizo más que promocionar su imagen de hombre de códigos, dentro y fuera del penal. Y, sobretodo, pasar la condena sin involucrarse en motines o peleas que no le servían de nada.A través del capellán de su pabellón, Frattini entabló una relación epistolar con un tal Isaack, dueño de una enorme cadena de supermercados dispuestos a lo largo y ancho de toda Argentina. Primero con temor, luego con confianza, Frattini le fue pidiendo materiales para continuar con sus dibujos. En agradecimiento, retrató a su esposa y a otros familiares utilizando como modelo las fotografías que el propio Isaack le envió a través del cura. Era la primera vez que alguien que no fuera Francisca le daba una oportunidad para cambiar de vida. Tanto era así que, en 1966, poco antes de completar su último año de condena, Frattini volvió a escribirle para que lo ayudara a establecerse en Viedma con la esperanza de que lo ayudara a cambiar de vida.Isaack le respondió al día siguiente, y como siempre la carta llegó acompañada por una caja repleta de papeles, lápices, yerba y azúcar. Las palabras de su improvisado mecenas le provocaron alegría y desconfianza al mismo tiempo. Isaack prometía ayudarlo, pero Frattini se preguntaba por qué estaba dispuesto a hacerlo. No lo entendía. ¿Qué podía obtener Isaack como recompensa de ese buen trato que le ofrecía? Nada. Salvo dibujos. El día de su liberación, un sábado exageradamente frío, Frattini descubrió otro de los cambios en la política carcelaria. Antes, los detenidos eran liberados a medianoche, en la oscuridad, para ocultarlos de la vista de los ciudadanos comunes. Pero ahora los liberaban a mediodía, como si quisieran que el sol los cegara para siempre. Y el sol de Viedma era implacable. El viento barría la calle del penal como un rastrillo de hielo. Frattini cruzó el portón con las manos embutidas en los bolsillos de su saco. Miró la inmensidad de la Patagonia, que se abría ante sus ojos como un manto frío que se perdía en el horizonte, bajo un cielo diáfano, sin una sola nube. Con las piernas entumecidas por el frío, Frattini pasó junto a un auto que estaba estacionado en la calle, justo delante del penal. Al verlo, el conductor bajó la ventanilla y habló soltando una nube de vapor que se alzó pro el aire. - ¿Carlos Frattini?Frattini le dedicó una mirada tan helada y desconcertante como Viedma.- Soy Ramón, un amigo de Isaack, vine a buscarte. Vení.- Gracias – dijo Frattini, asombrado.La calidez del interior del auto le quitó el frío y le infundió algo de esperanza. Era la primera vez que alguien lo recibía al salir en libertad, y quien lo esperaba era un desconocido. Sin embargo, a Frattini le pareció una buena señal. Lo confirmó cuando el auto se detuvo frente a las puertas de un pequeño edificio de tres pisos del Centro de Viedma. - Isaack te preparó un departamentito que tiene acá para que te quedes unos días – dijo el conductor, bajándose del auto.Frattini lo siguió.Entraron al edificio. Subieron las escaleras y se detuvieron frente a la puerta de un departamento del segundo piso. Cuando Ramón abrió y encendió la luz, Frattini descubrió una cama preparada, un par de cajas con comida, ropa nueva y un equipo de mate. Era más de lo que esperaba, más de lo que podía haber imaginado nunca. Emocionado, intentó agradecerle a Ramón pero este sacudió la cabeza.- A mí no me digas nada. Agradecéselo a Isaack.- ¿Cuándo lo puedo ver? - Mañana a las ocho te pasamos a buscar para ir a pasear por Viedma.Cuando Ramón se marchó, Frattini se tendió en la cama. Desde allí observó los objetos que lo rodeaban. Nunca había recibido tanto a cambio de tan poco. Al día siguiente se despertó a la hora de la requisa. Desorientado, se incorporó de golpe. El pequeño departamento estaba iluminado con la tenue luz lechosa del alba. Cuando Isaack llegó, Frattini ya se había bañado y afeitado, y apenas podía contener la ansiedad que le generaba el encuentro.- Hola, Frattini. Soy Isaack – dijo su mecenas tendiéndole la mano.Agradecido, Frattini se salteó la formalidad y lo estrechó en un abrazo.- No sé qué hubiera hecho sin vos – dijo Frattini, aunque conocía bien la respuesta.- ¿Estás listo para una sorpresa?Salieron a la calle y se subieron al auto cero quilómetro de Isaack: un Ford que les hubiera quitado el aliento a Zamudio y Peralta. Atravesaron Viedma y se detuvieron a las puertas del Hotel Comahue. Descendieron del auto, y Frattini siguió a Isaack en dirección a la galería que se ubicaba en la planta baja del hotel: un pequeño patio de baldosas rojas rodeado por ocho locales de venta de ropa, zapatos y comida. Isaack se detuvo frente a la puerta del único local que estaba desocupado. Retiró una llave y abrió la puerta.Dentro, dijo:- Te voy a dar todo lo necesario para que alquiles este local. Así podés vivir y pintar acá. Además, entra mucha gente, y con mis contactos te voy a recomendar como retratista así podés tener un trabajo decente. Frattini miraba las estanterías polvorientas, la mesa desvencijada sin poder aceptar que todo era real. De pronto, tenía la posibilidad de vivir dedicado al dibujo. Algo que ni siquiera había imaginado. Volvió a abrazar a Isaack deshaciéndose en agradecimientos y promesas de cambio.La semana siguiente ya estaba establecido en el local de la galería. Isaack había cumplido su promesa: además de entregarle varias resmas de papel de dibujo, lápices y gomas, también le había enviado varios clientes que deseaban encargarle retratos de sus seres queridos.Sin darse cuenta, al mes de haber sido liberado, Frattini vivía de lo que dibujaba. Le iba bien. Pintaba un retrato por día. Le alcanzaba para vivir con decencia, de eso no podía quejarse. Pero con Viedma le pasaba algo muy distinto. Acostumbrado a Buenos Aires, se sentía agobiado en aquel pueblo de poco más de quince mil habitantes. Al atardecer, cuando los ojos comenzaban a arderle de tanto dibujar, se cambiaba de ropa y salía en busca de distracciones que nunca encontraba. ¿Cómo podía divertirse en una ciudad que tenía tan solo una confitería y un cine que se empecinaba en repetir siempre la misma película de Sandrini? Parecía que los ciudadanos de Viedma tuvieran que dormir la siesta por decreto municipal. Lo cierto es que después del almuerzo las calles estaban desiertas, las puertas y ventanas cerradas, y él quedaba siempre solo en la calle, sin nadie con quién hablar.Tal vez por esa soledad, cada semana se acercaba al penal para conversar y llevarle algunas provisiones a su amigo Ramos, que todavía tenía pendientes varios meses de condena. Poco después de que se cumpliera el cuarto mes, tuvo una visita inesperada. Era un Guzmán, un escruchante amigo de Ramos, que acababa de salir en libertad. Aquel encuentro a Frattini le quitó la modorra de los últimos meses que había pasado tras su máscara de decencia. Lo recibió con las puertas abiertas, le ofreció mate y galletitas, ansioso por conversar. Sin embargo, en los ojos de Guzmán no había alegría, sólo decepción.- ¿Todo bien, Pistola?- Sí, acá, tranquilo – dijo Frattini, y no mentía.- ¿Cómo no vas a estar tranquilo si esto es una mierda? Es un pueblo, Pistola, vámonos a la mierda, a laburar…Frattini no respondió. Ni siquiera pudo sostenerle la mirada a Guzmán. Giró la cabeza y ocupó la vista en los retratos que estaban dispersos por el local. Una gorda cachetuda de cincuenta años, un viudo de setenta con el rostro surcado por una cicatriz, un niño caprichoso con el pelo revuelto… ¿Eso era su nueva vida? ¿Retratar gente insignificante que ni siquiera valía el trozo de mina de lápiz que gastaba? - Dale, Pistola, vamos a laburar. Dejate de joder con estos dibujos. Vos estás para cosas grandes.Irremediablemente, Frattini asintió.- Está bien. Pero acá no robamos. Nos vamos de Viedma Al día siguiente, después de preparar la valija, se despidió de Guzmán y quedaron en encontrarse en la estación de trenes dos horas más tarde. Sólo entonces Frattini salió a la calle y caminó las cuadras que separaban la galería de la casa de Isaack. A medida que avanzaba, paso a paso, sentía que la mente se le nublaba por el remordimiento. Sin embargo, no pensaba volver atrás.Isaack lo recibió con la misma calidez de siempre. Le ofreció café, le preguntó por sus dibujos.- Me voy – dijo Frattini, de pronto.- ¿Te vas? ¿En serio, te vas?En la voz de Isaack se notaba todo su desencanto. Frattini bajó la mirada.- Sí, gracias por todo.- Pero… Frattini, esta era tu oportunidad de vivir tranquilo…Isaack lo escudriñó con la vista, esperando una reacción, pero se tuvo que conformar con un suspiro de abatimiento. - Si preferís irte, andá. Acá siempre vas a tener las puertas abiertas.¿Por qué no se enojaba? ¿Por qué no lo acusaba? Su generosidad sólo le provocaba más remordimientos. - ¿Cuándo te vas?- El tren sale en un rato – dijo Frattini, mirando su reloj.- Dale, te llevo.Isaack, su mujer y sus hijos lo acompañaron hasta la estación, donde lo esperaba Guzmán. Al verlo llegar rodeado por esa comitiva de gente bien vestida, su nuevo compañero le dedicó una sonrisa burlona. Pero Frattini no estaba para chistes. Quería marcharse y retomar su antigua vida, pero eso ni significaba que fuera tan necio como para burlarse de quienes lo habían ayudado tanto.Con tristeza, abrazó a Isaack y los suyos y se subió al tren que lo llevaría de regreso al pasado.
Published on March 30, 2020 05:56
March 29, 2020
Lecturas de cuarentena: Un caballero en el purgatorio. Capítulo 25 y 26.
25El día en que fue liberado, salió del Penal de Las Heras y se marchó sin mirar atrás. Había pasado demasiado tiempo encerrado como para perder siquiera un segundo en nostálgicas reflexiones. Mientras avanzaba por la avenida, creía notar la mirada inquisitiva de los otros, que lo observaban con algo que él creía se parecía a la desconfianza. Por su atuendo, por sus maneras delicadas, nadie podría haber asegurado que era un criminal. Y sin embargo Frattini se sentía amenazado. Al verlo, su hermana Francisca guardó silencio.- Te soltaron – dijo, abrazándolo.- ¿Me puedo quedar unos días? Sólo hasta que consiga plata para alquilarme una pieza – dijo Frattini, entrando a la que había sido su casa.Su hermana lo miraba en silencio, y en sus ojos podía notar el lejano resplandor maternal de Mirtha. Francisca había crecido hasta convertirse en una mujer. Podía notarlo en sus ademanes seguros, pero sobretodo en la alianza barata que llevaba en su mano derecha.- ¿Te casaste? – le preguntó, sorprendido.- Sí, Juan está trabajando. Es un buen muchacho. Me quiere y me cuida más que nadie.Frattini sonrió, feliz porque su hermana hubiera encontrado un hombre que velara por ella. Mientras preparaba el mate, sin atreverse a mirarlo a los ojos, dijo:- ¿Vas a buscar trabajo? – y en su voz había algo de súplica.- Sí – mintió Frattini.- Sos un buen muchacho, Carlitos, tenés que cambiar – dijo Francisca, mirándolo a los ojos.Su hermana no se equivocaba. Frattini tenía que cambiar. Pero no de vida, sino de compañero.Al día siguiente, se dirigió a la esquina de Lavalle y Cerrito. Lentamente, comenzó a caminar en dirección al bajo, con los ojos atentos a cualquier movimiento, pero sobre todo a los rostros que desfilaban por la calle. A la altura de Suipacha, reconoció a dos pistoleros que oteaban la calle con las manos en los bolsillos. Se acercó a ellos y les preguntó si habían visto a alguno de sus antiguos compañeros escruchantes. Los hombres le dijeron que Amada seguía yendo a La Churrasquita cada mediodía. Se despidió de los pistoleros y continuó su camino.A medida que avanzaba, podía notar el movimiento silencioso de los pungas que rastrillaban el Centro, los cafishios que controlaban el ir y venir de sus putas desde las mesas de los bares, la mirada inquisitiva de los policías vestidos de civil, pero sobretodo el andar despreocupado de los peatones, que exhibían sus joyas que refulgían al sol.Al llegar a Florida, giró sobre sus talones y deshizo el camino hasta alcanzar nuevamente la 9 de Julio. El Obelisco seguía allí, impasible, alzándose sobre aquella ciudad de inmigrantes, ladrones y trabajadores. Lo contempló durante unos minutos, reconfortado por el ruido de la calle y el murmullo de la gente que pasaba a su alrededor.Luego, bajó la vista y volvió a andar.Al entrar, los mozos lo recibieron con la misma cordialidad de siempre. Preguntó por Amada, a quien Frattini sólo conocía de nombre. Uno de los mozos le señaló una mesa. Sentado a ella, un hombre se limpiaba los bigotes manchados de tuco con una servilleta. Frattini se acercó a él.Al verlo, Amada se acomodó en la silla con inquietud.- Tranquilo, no soy cana. - ¿Quién sos?- Frattini.- ¿Frattini?- Pistola. Soy amigo del Tano Franco, y de Martinelli.Sólo entonces, el rostro de Amada volvió a relajarse lo suficiente como para esbozar media sonrisa.
En apenas tres meses, todo volvió a la normalidad. Esa normalidad signada por las llaves, los bolsillos repletos de joyas y una colección de trajes y camisas que hubieran despertado la envidia de cualquier actor de Hollywood. Las cosas iban bien. Tan bien que, contra su costumbre, había tenido que buscar un escondite para guardar el efectivo y las joyas que decidía conservar o que no llegaba a gastar antes de recaudar nuevos botines. Al anochecer, Frattini se afeitaba con cuidado, se bañaba, y volvía a vestirse con un traje limpio, una camisa impoluta, una corbata de seda y unos zapatos nuevos haciendo juego. Después salía a la noche con los bolsillos llenos de dinero, y se sentaba en la butaca de un cine o un teatro. Luego cenaba algo liviano en uno de los mejores restaurantes de Buenos Aires, y se marchaba a alguna boîte para bailar hasta que decidiera regresar a la pensión acompañado por alguna mujer hermosa.Su vida había vuelto a ser perfecta.
Una noche, después de cenar decidió caminar un poco por el Centro. A esa hora, por Lavalle sólo se veían parejas que se besaban en los umbrales, criminales que caminaban por la sombra, tratando de ocultarse de los policías que debían controlar la ciudad. Aquella crudeza a Frattini lo llenaba de vida. Al llegar a 25 de Mayo, se detuvo a mirar a los hombres que entraban y salían de los cabarets del Bajo. Así como detestaba las armas, Frattini también odiaba los cabarets. Él, que tenía llaves para robar sin violencia, también tenía encantos para seducir sin pagar. Pero aquella noche estaba aburrido, no quería regresar tan temprano a su cama, y tenía sed. Entre los escaparates, reconoció el nombre del cabaret al que iba Amada. Frattini entró con la misma curiosidad con la que un niño visita por primera vez un zoológico. En la barra pidió una gaseosa, que el camarero le sirvió con sorna. A su alrededor, hombres de ojos inyectados en sangre y labios húmedos bebían whisky, ginebra y manoseaban a las chicas que sonreían con labios pintados de rojo. - ¿No era que no te gustaban las putas? – dijo alguien detrás suyo.Al volverse, descubrió a Amada y a otros dos ladrones que conocía de La Churrasquita. Frattini sonrió.- No me gustan. Vine de visita. ¿Y vos?- Yo de las putas me enamoro – dijo Amada.- ¿Y ustedes? ¿Vinieron a tirarle arroz a los novios? – le preguntó Frattini a los otros.Ellos festejaron el chiste con una carcajada sonora. Al fin, se sentaron junto a Frattini y pidieron licor.De reojo, Amada miraba la puerta de acceso a las pequeñas habitaciones donde ocurría aquello que los hombres iban a buscar. Parecía nervioso.- ¿Todo bien, Turco? – preguntó Frattini.- Sí – dijo Amada, mirando su reloj – estoy esperando que Stella termine de trabajar.- Se pasa todas las noches acá, embobado con esa puta – dijo uno de los hombres. El otro, al que los mozos de La Churrasquita llamaban Cacho, miraba a Frattini con cierta impaciencia, como si no se animara a decirle lo que estaba pensando. Sólo se decidió a hablar después de la segunda copa.- Pistolita, estamos arruinados. ¿Tenés algo para hacer? Necesitamos plata.Eran poco más de la una de la mañana. Frattini estaba cansado. Pero de pronto sintió ese hormigueo que sólo le producían las llaves.- Hay un tipo que es mayorista de artículos para el hogar, y tiene el negocio en Patricios y Suárez. El hijo de puta me cagó guita, y además me gana siempre al billar. Podemos ir a reventar el negocio – dijo Frattini, soltando un largo bostezo.Los hombres intercambiaron miradas y al fin le sonrieron a Frattini, que estaba buscando algo en sus bolsillos. Retiró un pequeño llavero con tres llaves.- Tengo solamente tres – dijo, enseñándoles las llaves -, así que traete la pico de loro, porque si yo no puedo la puerta la reventás vos.Con alegría, Cacho le mostro los dientes manchados de tabaco. Era un especialista. Frattini lo sabía. Amada le había dicho que Cacho podía abrir cualquier puerta, cualquier caja fuerte usando tan solo la pico de loro.- ¿Vos qué hacés? – le preguntó Frattini a su compañero.- Me quedo. La voy a esperar a Stella – dijo Amada, sin quitar la vista de la puerta interior del cabaret.- Bueno, nos vemos mañana – dijo Frattini, incorporándose.Salió a la calle seguido por los dos hombres.En Alem, tomaron un taxi en dirección a La Boca. El negocio era realmente enorme: un edificio de cinco pisos sobre un terreno de quince metros de frente que se extendía hasta el otro lado de la manzana. La única puerta de acceso era pequeña, y de metal. Frattini retiró el llavero y, al observar las llaves, sacudió la cabeza.- ¿Qué pasa, Pistola? – preguntó Cacho.- Con esto no vamos a poder hacer nada. Tené lista la pico de loro – dijo Frattini, malhumorado. Acostumbrado a trabajar con un llavero de cien llaves, el que tenía en la mano le parecía el llavero de un principiante. Sin embargo decidió intentarlo. El desafío, a esas horas de la noche, lo llenó de excitación.Con cuidado, introdujo una de las tres llaves en la cerradura. Podía sentir que Cacho y el otro contenían la respiración a sus espaldas. Con delicadeza, giró la muñeca sosteniendo la llave una, dos, tres veces, hasta que la puerta cedió. Satisfecho, Frattini se volvió para mirar a sus improvisados compañeros.- Nos queda sólo una puerta - dijo.Entraron.Cruzaron un pasillo oscuro y alcanzaron la segunda puerta. A través de los altos ventanales, llegaba el reflejo tenue de una luz de la calle. A Frattini le bastaba con eso. Se sonó los nudillos, se secó las manos sudadas sobre el pantalón y contempló la puerta cerrada. Había dos cerraduras, una debajo de otra. Como siempre, Frattini comenzó desde arriba hacia abajo. Con cuidado, introdujo la misma llave con la que había abierta la puerta de calle. Cerró los ojos, para concentrarse tan sólo en los sonidos reveladores de la puerta. Hizo bailar la llave dentro del tambor hasta que creyó notar que encajaba en la cerradura. Al fin, sacudió la muñeca como un espástico y de pronto oyó el placentero tintineo metálico de la cerradura que cedía.Sintió que alguien le palmeaba la espalda.- Sos un genio, Pistolita – dijo Cacho.- Silencio – dijo Frattini.Necesitaba concentrarse. O, mejor dicho, quería disfrutar de aquello sin que nadie lo molestara.Le quedaba la última cerradura. Pensó en cambiar de llave, pero no lo hizo. A esa altura, después de dos triunfos, apostó por conseguir el tercero y definitivo con la misma llave. Aquello era parte del juego. Cuando la puerta se abrió, Frattini se limitó a sonreír. Había abierto las tres cerraduras con la misma llave. Había ganado. Otra vez, había ganado. Sus compañeros lo miraron con asombro, y festejaron el prodigio con una sonrisa y los ojos abiertos de par en par. Frattini los condujo hacia el interior de la tienda en busca del botín, aunque, lo sabía, lo mejor ya había pasado. - Enciendan un fósforo que no se ve nada.Cacho se apuró a obedecerlo.La llamarada del fósforo les reveló un largo mostrador y, al fondo, la caja registradora, que estaba abierta. Avanzaron mientras la luz del fósforo se extinguía y todo volvía a fundirse en negro. Con el segundo fósforo, descubrieron los treinta mil pesos que los esperaban dentro de la caja registradora. Frattini tomó el dinero.- Salvamos la noche, Pistola – dijo Cacho, agradecido.Pero Frattini no lo escuchó. A la luz del tercer fósforo había descubierto una larga llave de metal dentro de la caja registradora. Tomó la llave y, al girarse, el último resplandor del fósforo se reflejó en la enorme caja fuerte que estaba a sus espaldas.- Vamos – dijo Cacho.- No – dijo Frattini, señalando la caja. Asombrado, Cacho ni siquiera se dio cuenta de que el fósforo le estaba quemando las yemas de los dedos. Lo arrojó al piso y encendió otro, para iluminar a Frattini, que ya estaba junto a la caja fuerte con la llave en la mano.- Recen para que sea esta llave – dijo, mientras introducía la llave.Como siempre, San Pedro escuchó sus plegarias. Dentro de la caja fuerte había dos cajas de cartón.Frattini tomó la primera, y tuvo que redoblar la fuerza de sus manos para poder levantarla. Apoyó la pesada caja sobre el mostrador. Dentro, había más monedas de las que él había robado en sus años de falso sodero. - ¿Qué hacemos con esto? – preguntó.- Las llevamos, ¿qué problema hay? – dijo Cacho, inquieto.- ¿Vamos? – preguntó el otro.- Todavía no – dijo Frattini, mientras regresaba junto a la caja fuerte.En la oscuridad, tomó la segunda caja de cartón y pidió que encendieran otro fósforo. Cuando la abrió, los tres se quedaron sin palabras. Nunca habían visto tanto dinero junto. Rápidamente, cerraron la caja fuerte y colocaron la llave dentro de la caja registradora. Vaciaron el interior de las cajas de cartón dentro de una bolsa de basura y salieron a la calle en busca de un taxi. No hablaban, los nervios apenas les permitían respirar. A las tres de la mañana se detuvieron frente a un edificio del barrio de Congreso, en el cual el padre de Cacho trabajaba como portero. Entraron. Siguieron a Cacho escaleras abajo hasta el subsuelo donde su padre guardaba los enceres de limpieza. Sobre una mesa, vaciaron la bolsa con el botín.Sólo entonces Frattini comprendió la magnitud de su éxito. En la mesa, diez fajos de cien mil pesos cada uno. Un millón en total. Su primer millón. Y todo gracias a una sola llave.Sus compañeros lo abrazaron, felices.Dividieron el botín entre los tres y quedaron en encontrarse al mediodía en La Churrasquita. Antes de marcharse, Frattini tomó la bolsa con las monedas y se la obsequió al padre de Cacho.Al día siguiente, al entrar en La Churrasquita Frattini fue recibido con aplausos. Cacho y su compañero les estaban contando a todos con lujo de detalles lo que Pistola había hecho en la oscuridad, con tan solo una sola llave. Amada lo recibió con una sonrisa amarga.- Yo espero que se terminen de coger a mi puta mientras vos te llenás de guita por ahí… - Te dije que vinieras – dijo Frattini, animado.- ¿Qué vas a hacer con la guita? – preguntó Amada.- Me voy a comprar un Cadillac. Rojo. Siempre quise tener un Cadillac rojo – dijo Frattini.- Pero… ahora ¿qué hacemos, Pistola? – preguntó Cacho.Frattini yo lo había decidido. Cuando descubrieran el robo, toda la Federal saldría a rastrillar las calles en busca de los culpables. Lo mejor era desaparecer por unos días.- Nos vamos a Córdoba – dijo Frattini.- Sí, unas vacaciones para gastar la guita – dijo Cacho.Frattini chasqueó la lengua, desencantado.- No, Cacho. Nos vamos a laburar. - Qué hijos de puta – dijo Amada.- ¿Venís, Turco? – preguntó Frattini. – Yo te invito todo.- Le aviso a Stella y nos vamos – dijo Amada, agradecido, palmeando una rodilla de Frattini.Ese mismo día, llamaron a un amigo de Cacho que era taxista y le compraron su tiempo y su auto por dos semanas enteras. Y así, casi sin proponérselo, Frattini conoció las montañas.
26
Una mañana de septiembre de 1962, Frattini se vistió de punta en blanco y recogió la bolsa con regalos que estaba sobre la cama. Al salir a la calle, lo recibió una brisa tibia, mezclada con el smog de los colectivos que pasaban por la calle. Lentamente, Frattini dejó atrás la puerta de la pensión y se detuvo en la vereda. Durante unos minutos se dedicó a observar el auto estacionado junto al cordón. Era rojo, con ribetes blancos. Era modelo 1954. Era un Cadillac, y era suyo. Cuando logró despertar de aquella ensoñación, el auto seguía allí. Frattini abrió la puerta, apoyó la bolsa sobre el asiento y, con cuidado, recogió la capota y la ajustó en la parte trasera del Cadillac. Luego, alzó la vista para contemplar la calle. La portera del edificio de enfrente estaba baldeando la vereda, como cada mañana. Y como cada mañana cruzaron una mirada lenta, llena de proposiciones que nunca serían pronunciadas. Frattini la saludó con un gesto imperceptible, y encendió el motor.La ciudad estaba en calma. Sin embargo, durante el viaje a La Boca, Frattini notó la presencia de decenas de policías en las calles. Los insultó en voz baja. Frattini y Amada les costaba trabajar con tranquilidad sabiendo que las calles estaban repletas de agentes.Al llegar, estacionó el Cadillac sobre la calle Suárez, justo delante del conventillo. Mientras bajaba, bolsa en mano, pudo sentir el rumor de los vecinos que lo miraban. El Rengo le gritó algo desde la esquina. Frattini le hizo señas para que se acercara.- Hijo de puta, mirá el autazo que te compraste.- Te traje un regalito, Rengo – dijo Frattini, abriendo la bolsa que tenía en sus manos.La cara del Rengo se transformó al ver la afeitadora eléctrica.- ¿Te gusta? Así te afeitás y cambiás un poco la facha, que parecés un pordiosero – dijo Frattini.- Gracias, Carlitos.Feliz, Frattini repitió el gesto cinco veces antes de alcanzar la casa que ahora era de su hermana. Y aunque todos los vecinos sabían de dónde provenían los anillos, las corbatas, las radios y afeitadoras eléctricas que Frattini les regalaba, nadie lo cuestionó. El conventillo era así: se disfrutaba la bonanza de los amigos, y se los ayudaba en la desgracia sin cuestionamientos, sin acusaciones.Después llamó a la puerta de su hermana, que lo recibió con la misma alegría de siempre. Sólo dejó de sonreír cuando Frattini le entregó la bolsa de los regalos. Desde hacía un tiempo, había dejado de regalarles joyas, por miedo a implicarlas en caso de ser detenido. Por eso se conformaba con dejarles electrodomésticos pequeños, dinero y tapados de pieles.- Agarralo, dale una afeitadora a tu marido y vendé el resto. Vas a sacar unos buenos mangos. El tapado quedátelo vos. Es de zorro. Vale una fortuna.- ¿Por qué no lo guardás? Con todas las cosas que regalás podrías comprarte una casa, Carlitos.- ¿Para qué voy a ahorrar? Una hora más tarde, Frattini volvió a subir al auto. Los chicos del conventillo, hijos de aquellos chicos con los que él había compartido la infancia, corrieron detrás suyo gritando y aplaudiendo hasta que el Cadillac se perdió en el horizonte de casas bajas.
Al descender del auto, se detuvo a observar una mancha de excremento de paloma que mancillaba el capot. Con cuidado, retiró un pañuelo de seda, lo humedeció con saliva y limpió la mancha. Luego volvió a mirar el auto. Limpio y brillante. Acarició el metal con la yema de los dedos, como si sintiera nostalgia por separarse de él durante las horas de trabajo. Al fin, le dio la espalda al Cadillac y comenzó a caminar en dirección al Centro. En La Churrasquita se encontró con Amada. Frattini tenía entre ceja y ceja un edificio cercano a la Plaza de Mayo. Hacía semanas que lo observaba a la pasada, y maldecía al portero que nunca dormía la siesta.- Probemos otra vez – dijo Frattini.- El portero tiene insomnio – dijo Amada, bebiendo el último sorbo de café.- Hoy tengo un buen pálpito– dijo Frattini.Amada se encogió de hombros. Nunca se animaba a contradecirlo. Se dirigieron a la Plaza de Mayo con la misma parsimonia de siempre. Podían estar nerviosos, asustados o exaltados, pero nunca, nunca lo demostraban en sus gestos ni en la forma de caminar. El traje de falso peatón debía ser perfecto. Bastaba con que un solo policía los detuviera y, al ver las llaves, los condenara al encierro. Por eso, debían mostrarse seguros, hipócritas serenos, y caminar por la calle como si estuvieran yendo a misa.Al ver la entrada del edificio vacía, Amada silbó de admiración.- ¿Tenés algún otro pálpito? Decime y vamos al Hipódromo.Frattini festejó el chiste con una breve sonrisa, mientras introducía una llave en la cerradura de la puerta. El hall de entrada también estaba vacío. Tras años de insomnio, el portero al fin parecía haberse rendido al cansancio.Subieron por las escaleras hasta el último piso y entraron en el único departamento que lo ocupaba.Al abrir el cajón de la mesa de noche, Frattini descubrió una pistola automática. La tomó entre sus manos y se la acercó a los ojos. - Colt. Police – leyó Frattini.- Es yanqui. Debe valer una fortuna – dijo Amada, mirándola de cerca.- La llevamos y la vendemos – dijo Frattini, mientras le quitaba las balas.Con cuidado, se colocó el arma en la cintura, sujeta con el cinturón. Después siguieron recorriendo el departamento, demasiado grande, demasiado lujoso para ofrecerles tan solo un par de gargantillas y dos alfileres de corbata de oro. - Al menos podemos vender la pistola – dijo Frattini y dejó de hablar al ver que Amada cerraba los ojos intentando descifrar el sonido que llegaba de la calle. Era un zumbido, y se acercaba a ellos.Entonces reconocieron el sonido del avión, y luego las explosiones los obligaron a tenderse en el suelo en busca de refugio.- Se pudrió todo – dijo Amada.Sin perder tiempo, volvieron a cerrar los cajones y salieron del departamento.Al llegar a la calle, los recibió una columna de humo que se elevaba desde la Plaza y se impregnaba en el aire del Centro. Cuando volvieron a oír el zumbido, alzaron los ojos al cielo para ver la formación de aviones que sobrevolaban Buenos Aires cargados con bombas explosivas.Entonces se echaron a correr.Al llegar a la Avenida Belgrano, comenzaron a correr en dirección a la Nueve de Julio. En la esquina de Defensa, justo delante de la Basílica de Nuestra Señora del Rosario, vieron a un policía de tránsito que contemplaba el cielo con un gesto de terror. Al ver pasar a los aviones, el agente se arrancó los cubre mangas de color blanco que lo identificaban como tal, para no ser reconocido por los pilotos, y se echó a correr. Por Belgrano bajaban autos policiales y carros militares a toda velocidad, en dirección a la Casa Rosada. Frattini no supo si se proponían atacar o defender al Gobierno. Tampoco le importaba. Lo único que quería era seguir corriendo y escapar de allí. Armado con una pistola sin balas, pero con los bolsillos llenos de balas y joyas, se lanzó entre los automóviles seguido por Amada. Al llegar a la 9 de Julio, pudieron ver la escena con mayor claridad. Los aviones se perseguían en el aire. Los policías escapaban. Los militares se enfrentaban entre ellos, disparando en medio de las calles convertidas en campo de batalla.Asustados, se alejaron en dirección a Constitución. La Plaza estaba tomada por un regimiento de soldados que disparaban hacia el Hotel, desde donde llegaban los disparos que hacían saltar las flores de la Plaza, provocando una llovizna de tierra, hojas y pétalos que bañaba a los soldados parapetados detrás de los árboles. Las ventanas del hotel estallaban, y los cristales rotos reflejaban el sol durante los segundos que demoraban en caer y estrellarse contra la vereda.Con la mitad del cuerpo oculto tras un auto agujereado por las balas, Frattini intentó descubrir qué pasaba. Sólo entonces notó que los soldados de la plaza llevaban como distintivo un lazo de color azul. En las mangas de los otros, que disparaban desde las ventanas del hotel, vio lazos rojos. - Salgamos de acá – gritó Amada.- ¿Qué?Los estruendos de los disparos y el vuelo de los aviones aturdían.Un grupo de hombres arrojaron una silla contra los cristales de una tienda. En pocos segundos, el saqueo había comenzado. En ese preciso momento, oyeron la voz de alto.Al girarse, Amada y Frattini descubrieron que estaban rodeados por un destacamento de policías que gritaban y los insultaban con energía, como si quisieran demostrarles que lo que sentían no era terror.- Contra la pared.Frattini y Amada se miraron. Amada señaló hacia un lado con el mentón, dispuesto a escaparse. Frattini sacudió la cabeza. Si salían corriendo, lo más probable era que fueran acribillados por la espalda. Lo más seguro era obedecer y esperar que la situación se tranquilizara.Junto a los demás peatones que habían caído en la redada, Frattini y Amada alzaron los brazos y obedecieron. Los agentes los empujaron contra la pared. Ya conocían el resto de la maniobra. Separaron las piernas, alzaron las manos y apoyaron las palmas contra la pared, sin volver la vista para no despertar la furia de los agentes.No serían más de veinte personas. Desde una punta de la pared, dos agentes comenzaron a cachear a los detenidos mientras los demás policías les apuntaban con las armas sin dejar de observar el tiroteo que dejaba cadáveres entre las flores destrozadas de la Plaza. Sólo entonces Frattini recordó que llevaba un arma en la cintura. El cacheo se acercaba. A sus espaldas, oyeron la detonación de una granada que hizo saltar de sus goznes las puertas del Hotel. Los hombres que rodeaban a Frattini comenzaron a gritar de miedo. No exageraban: los disparos se multiplicaban, y algunas balas perdidas impactaban contra la vereda y la pared donde esperaban.Al fin, tan asustado como el resto de la Plaza, el oficial a cargo del operativo les ordenó a sus agentes que interrumpieran el cacheo. Los pasos del oficial se precipitaron. - Vos… vos… vos…Al azar, los detenidos eran golpeados y conducidos a los camiones.Con sorpresa, casi con emoción, Frattini vio por entre sus piernas que los zapatos del oficial pasaban junto a él sin detenerse. Además de Frattini y Amada, habían quedado unos cinco hombres tan bien vestidos como ellos. Entonces, el oficial gritó:- Corran lo más rápido que puedan.Antes de que terminara de completar la frase, Amada, Frattini y la Colt corrían por Garay escapando de las balas. Los enfrentamientos continuaron durante todo el día en distintas partes del país. Azules contra Colorados. Pero eso a Frattini no le importaba. Para él, todos los milicos eran iguales. Lo importante era que se había salvado. Ahora necesitaba deshacerse del arma lo antes posible.
Published on March 29, 2020 06:48
March 28, 2020
Lecturas de cuarentena: Un caballero en el purgatorio. Capítulos 23 y 24.
23
Cuando Domingo Faustino Sarmiento construyó la penitenciaría de la Avenida Las Heras, los porteños pensaron que era demasiado grande para los pocos convictos que había. “Algún día esta cárcel será demasiado pequeña para encerrarlos a todos”, dicen que dijo Sarmiento, y su premonición se cumplió mucho antes de que llegara Frattini. Ubicada en el centro de la ciudad, demasiado cerca de las zonas donde vivían los ricos y los aristócratas porteños, la Penitenciaría parecía una ciudad secreta en la que sólo vivían los hombres prohibidos. Tan prohibidos que ni siquiera podían ser vistos por los vecinos, que por ley municipal debían tener las persianas de sus ventanas cerradas hasta que cayera la noche.Si bien los exteriores del penal estaban delimitados por bellos jardines, al cruzar la reja que protegía el perímetro todo era tan gris como en cualquier cárcel. La diferencia, además del tamaño, era que allí los presos con buena conducta podían mantenerse ocupados realizando distintas tareas. En los talleres podían aprender el oficio de herrero, panadero, carpintero, sastre y decenas de ocupaciones que permitían que el tiempo pasara más rápido. Allí, en los tiempos de Perón, los ocho hornos del Penal trabajaban noche y día, cociendo el pan que se repartía en todas las escuelas y hospitales públicos de Buenos Aires. Aquella, dicen, fue una época dorada para los presos de Las Heras.Al llegar, Frattini fue destinado al Pabellón 1º. En el 5º, le dijeron, estaban los presos más peligrosos del penal. Con el correr de los días, los fue conociendo a todos. Los amigos en común, las historias que uno y otros conocían, los acercaban hasta la confesión.Así conoció a los hermanos Prieto. Mario y Miguel Prieto. Miguel, el Loco Prieto, como lo llamaban la prensa y sus amigos, era uno de los héroes del penal. Su leyenda decía que siempre iba armado, pero que casi nunca disparaba. Eran tiempos de valientes, y no de asesinos. El Loco Prieto podía entrar a un banco y vaciar la caja fuerte sin hacer un solo disparo. Le bastaba mostrar la culata de su pistola, asomando por la cintura, para que todos le hicieran caso. Su leyenda era tan inmensa que había superado los límites de las cárceles. Los diarios hablaban de él. Los policías hablaban de él. A Frattini le gustaba oírlo hablar, siempre con los ojos en blanco, como si tuviera tatuados en las pupilas cada uno de sus hechos.- Si sacás el arma, sólo es para disparar – decía el Loco Prieto.Y no mentía.Algunos presos, que lo habían visto en acción, decían que nunca sacaba el arma en los asaltos. Por más que tuviera que detener un camión en medio de la ruta, le bastaba mostrar su rostro, apretar los dientes y correr levemente el saco para dejar ver la pistola. Frattini valoraba esos detalles como ninguno. Escuchando al Loco Prieto recordaba la estupidez de Zamudio y Peralta, caricaturas de ladrones, más pendientes de dañar que de realizar su trabajo.Dicen que una de las pocas cosas que llevaba a Prieto a sacar el arma era la traición. Para eso no había misericordia. Si un compañero lo vendía o lo estafaba, podía darse por muerto. Entonces no amenazaba, no exigía arrepentimiento, no mediaban las palabras. Directamente, se acercaba al traidor y con crueldad la agujereaba a los tiros. Como un Loco.Villarino era otro peso pesado que tenía muchas cosas en común con el Loco Prieto. Él tampoco usaba su arma. Lo que le interesaba era robar, hacer su trabajo, obtener un botín y marcharse sin problemas. Un profesional que nunca se dejaba llevar por el mal humor del día ni por la sed de revancha que podría sentir hacia la policía que lo perseguía desde hacía años. Durante su primera estadía en Las Heras, Frattini a Villarino sólo lo vio de lejos. Lo llamaban el Rey del Boleto, porque nunca nadie sabía qué parte era verdad y qué parte mentira de todo lo que contaba. Pero lo contaba tan bien, que nadie podía resistirse a sus historias. Otro de los personajes de Las Heras era el Mono Paz. Nunca nadie tuvo un sobrenombre tan acertado como él. Morocho, con la cabeza repleta de pelos negros, cejas espesas, ojos lascivos y una dentadura maltratada, parecía un primate.
Además de historias de robos y asesinatos, a veces los presos contaban historias de regeneraciones fallidas. Muchos habían intentado cambiar de trabajo, dejar las armas, ser como los demás. El aburrimiento, el aislamiento, el silencio, pero sobretodo la soledad del encierro los enfrentaba con sus miserias, con las ausencias que habían acompañado sus años criminales. Algunos incluso lloraban, y perjuraban que cuando acabaran de cumplir la condena dejarían todo para reinsertarse en la sociedad. Durante meses leían los diarios buscando anuncios con ofertas de trabajo. Se presentaban en todos, acompañados por su prontuario pero sobretodo por una inexperiencia que no podían ocultar: ninguno sabía hacer otra cosa que robar, y aunque estuvieran dispuestos a aprender cualquier tarea, los empleadores nunca se decidían a contratarlos. Así, empujados al desempleo, volvían a dedicarse a lo único que sabían hacer. Acaban siendo asesinados o, en el mejor de los casos, detenidos y confinados otra vez a prisión.Por entonces Frattini había aprendido que la regeneración de un delincuente no dependía de su deseo, de su decisión, sino de la respuesta que encontrara en el mundo que lo rodeaba. Un mundo que desconfiaba de ellos y les negaba cualquier posibilidad de rectificación.Otros, como Frattini, sólo querían recuperar la libertad para poder continuar su carrera criminal. De esos, Frattini y la mayoría se limitaban a soportar la condena en silencio, esperando el día de la liberación. Otros, en cambio, habían sido condenados a demasiados años de prisión, un tiempo precioso que no estaban dispuestos a resignar. A esos la única esperanza que les quedaba era la fuga, como a Lacho Pardo. En Las Heras todos sabían que pronto se iba a fugar. Frattini se preguntaba cómo haría el Lacho para sortear los seis controles que separaban a los presos de la libertad. Un día, en el recreo, oyeron por los altavoces la orden de regresar al Pabellón. El ajetreo de los guardias, las armas que portaban, todo indicaba que algo había pasado. Todos los internos se presentaron para una nueva requisa improvisada. En voz baja, Frattini le preguntó al que tenía al lado qué había pasado. El preso lo miró y, con ojos soñadores, dijo:- El Lacho Pardo se las tomó.Días después, al fin supieron lo que había pasado. Una hermana del Lacho lo había ido a visitar emperifollada con dos vestidos, uno debajo del otro. Inexplicablemente, la chica se había quitado uno y se lo había entregado al Lacho sin que los guardias se dieran cuenta de nada. Al día siguiente, disfrazado de mujer, Pardo se había mezclado entre las visitas y había cruzado los cinco primeros controles sin ser descubierto. Al fin, al llegar al último puesto de seguridad, los pantalones que llevaba debajo del vestido se deslizaron por sus piernas y el guardia descubrió la verdad. A los gritos, comenzó a alertar al resto del personal penitenciario, pero ya era tarde: el Lacho Pardo corría por Avenida Las Heras como una mujer enajenada, alzando los brazos con felicidad. Lo esperaba un auto. Se subió y nunca más volvió a caer en prisión. Pero Frattini nunca pensó en escaparse. Los meses que pasó en Las Heras fue un ejemplo de buena conducta. Tanto es así que logró que lo trasladaran al penal de Santa Rosa. Cuando se iba de Las Heras, alguien le dijo, con cierta envidia, que se iba de vacaciones. Frattini entendió a qué se refería cuando llegó a La Pampa y vio aquel cielo límpido, brillante que se abría sobre el playón del penal. Todos los internos que aguardaban la libertad allí, contaban con una condena, es decir que habían logrado escapar del limbo donde miles de otros presos purgaban sus penas no reconocidas. Como en Las Heras, allí también había talleres de oficio, y rápidamente Frattini consiguió que lo designaran a la panadería.El horario de trabajo iba a contramano de la vida carcelaria. Mientras los presos dormían, él y otros pocos trabajaban en torno a los grandes hornos. Lejos de fastidiarlo, aquello era una excelente forma de escapar de la realidad. Cuando todos se acostaban, él se marchaba a trabajar. Cuando todos tenían que vivir encerrados en cuatro paredes, él saludaba a los guardias y salía del penal para dirigirse a la panadería. Cuando todos despertaban sin saber qué hacer, él llegaba agotado por el trabajo, listo para dormir.Ya no podía escribirse con sus amigas de la revista O Cruzeiro, pero al menos podía entretenerse con tareas que creía nunca le podrían interesar. Pero aquello era una panacea para su encierro. En menos de un mes, ya había entablado relación con los convictos más peligrosos, pero también con aquellos que sufrían el encierro con temor a ser asesinados, violados o torturados por el resto. Quizá fuera el recuerdo de Zamudio, quizá su propia infancia, lo cierto es que se interesaba por aquellos desvalidos que no podían defenderse. Así conoció al Turquito, un muchacho delgado y nervioso de apenas veintiún años.Un amanecer, luego del trabajo, Frattini regresó a su celda con la idea de tomar unos mates antes de irse a dormir. Al pasar junto a la celda del Turquito, lo vio en calzoncillos y camiseta de pie sobre la cama. Su rostro era una máscara de espanto, como si el suelo de la celda estuviera repleto de alimañas que quisieran devorarlo. A pocos metros de distancia, el celador contemplaba el pasillo y miraba con interés hacia la celda del Turquito.- ¿Qué pasó, Turco? ¿Qué hacés así? – preguntó Frattini, sosteniendo la mirada del celador.El Turquito lo miró, abstraído en una ensoñación. Al fin pareció reconocerlo y dijo:- Ahora me viene a buscar la requisa, pero no voy a ir. - ¿Y por qué te vienen a buscar?- Dicen que rompí un vidrio. Pero yo no fui. Te lo juro, Pistola. Yo de acá no pienso irme. No, no me van a sacar… - dijo el Turquito, temblando.El miedo lo había convertido otra vez en lo que era: un muchacho asustado encerrado en una cárcel llena de convictos peligrosos y guardias ansiosos por matar el tiempo torturando gente.- Quedate tranquilo, no va a pasar nada… - dijo Frattini, sin mucho convencimiento.El Turquito sacudió la cabeza. - Me quieren matar, Pistola. Yo no rompí el vidrio. Me sacaron al patio… estaba aburrido y le tiré un par de piedras a las palomas, pero vidrio no rompí ninguno. Ayudame.- Vos quedate tranquilo. No te va a pasar nada.Frattini se alejó. Estaba demasiado cansado para aguantar los miedos ajenos. Además, el Turquito siempre había sido un chico exagerado. Lo más probable era que lo confinaran un par de días al calabozo, y nada más.Frattini entró a su celda, que estaba abierta. Ese era otro de los beneficios de tener un trabajo a contra tiempo: como sus horarios cambiaban permanentemente y tenía tan buena conducta, los celadores nunca se preocupaban en cerrar su celda.Agotado, se sentó en la cama y comenzó a preparar el mate. Encendió la radio que había conseguido a cambio de un par de retratos, y puso música.Un rato después, los gritos del Turquito callaron el parafraseo del Polaco Goyeneche.- Verdugos, suéltenme… no me van a llevar – gritaba desesperado, el Turquito.Frattini sintió que la boca se le llenaba de saliva. Dejó el mate y salió de su celda para ver qué pasaba. Entonces vio que dos guardias tomaban al Turco de los brazos y las piernas e intentaban sacarlo de la celda. Aterrorizado, el Turquito se retorcía y gritaba pidiendo auxilio. En el forcejeo, tal vez sin intención, los guardias le golpearon la cabeza contra las rejas de la celda. - Suéltenme…Poco a poco, los presos que dormían comenzaron a despertarse por los gritos. Todos se acercaron a los barrotes para ver lo que pasaba. Frattini, que estaba fuera de la celda, se acercó al Turco e intentó calmar a los guardias, diciendo que el Turquito tenía un ataque de nervios. Los guardias lo insultaron y volvieron a tirar del muchacho, que en su frenesí, se golpeaba contra el suelo y las paredes mientras lo llevaban al calabozo de castigo.De pronto, Milla, uno de los presos importantes, gritó:- Pistola, abrí las celdas que lo están fajando al Turco.Frattini no lo dudó ni un segundo. Inmediatamente, abrió cada una de las celdas del pabellón. A la distancia, previendo un nuevo motín, el celador cerró las rejas que permitían el acceso al pabellón y se marchó corriendo para dar la voz de alarma. Pronto, todos los presos estaban fuera de sus celdas y golpeaban los barrotes con todo lo que tenían a la mano, exigiendo la liberación del Turquito.Pasaron las horas. Por la noche, el director del penal se presentó en el Pabellón.- Métanse en las celdas – dijo.- Primero liberen al Turco – dijo uno de los presos.- El pibe no hizo nada – dijo Frattini.El Director sacudió la cabeza.- Era el único que estaba en el patio. Si no fue él quien rompió el vidrio, ¿quién fue? ¿El espíritu santo?- Pero le golpearon la cabeza contra la pared, casi lo matan – dijo Milla.- No exageren, fue un accidente – dijo el Director. Y luego, en tono amenazante, agregó: - Si no vuelven a las celdas va a ser peor.- Queremos al Turquito de vuelta – dijo Milla.El Director resopló, aburrido. Luego hizo un gesto con su mano derecha y se retiró acompañado por los guardias. Todos imaginaban lo que podía pasar: un motín que duraba mucho siempre terminaba mal. Las cosas se conseguían de inmediato, o no se conseguían nunca.Al amanecer, con el rostro descansado por el sueño, el Director emitió su sentencia:- Bueno, muchachos, se terminó. Frattini, Milla y los demás cabecillas se van a ir al calabozo de castigo, y los que no entren en las celdas en este momento, también van a ser castigados. Piensenló. Yo los espero acá. Tengo toda la vida para esperarlos.Bajo la desganada mirada del Director, que estaba junto a la reja, los presos se reunieron a debatir mientras los guardias observaban la escena desde lejos. Frattini y Milla tomaron la palabra:- Nos entregamos. Si no, la va a pagar todo el Pabellón.Los demás asintieron.Al fin, Frattini llamó al Director y dio por terminado el motín. Lentamente, los presos regresaron a sus celdas. Cuando todos estuvieron dentro, el celador activó el mecanismo y las rejas se cerraron. Frattini, Milla y otros dos permanecieron en sus lugares, con las manos en alto. Sólo entonces el Director dio la orden de que los guardias se acercaran. Formaron dos filas en torno a la puerta para custodiar la salida de los cuatro cabecillas. La reja del Pabellón se abrió con un ruido metálico. El Director invitó a Frattini y a los demás a salir. Así lo hicieron, con las manos a la espalda. A medida que pasaban por el cerco de guardias, recibieron una descarga de insultos, golpes y patadas. El ataque era feroz, pero sólo podía ser el prólogo de un largo y cruel castigo: encierro, picana, torturas. De pronto, Frattini vio que Milla se llevaba una mano a la boca, retiraba la Gillette que tenían escondida bajo la lengua y comenzó a cortarse los brazos para evitar la picana.Pronto, los brazos de Milla comenzaron a sangrar a chorros. - González, pare esa hemorragia – gritó el Director, desesperado, temiendo que si Milla moría le cayera un destacamento de funcionarios judiciales.Inmediatamente, González y otro guardia tomaron a Milla e intentaron detener la sangre con sus manos. Milla gritaba, dolorido y excitado por el dolor, mientras su sangre se derramaba por las manos de los guardias.- Deje eso oficial – dijo el Director.González, lleno de sangre ajena, retiró sus manos de los brazos de Milla, que reía y los insultaba a los gritos. Al fin, Milla fue conducido a la enfermería, mientras que Frattini y los otros dos esperaban ser conducidos al calabozo de castigo. Pero se equivocaban. Con sorpresa, Frattini vio como lo sacaban del penal bajo un sol que quemaba la vista. Los cargaron en un camión, les pegaron, los transportaron hasta una comisaría de Santa Rosa y los ubicaron en calabozos individuales.Con una nostalgia anticipada, Frattini comenzó a extrañar su trabajo en la panadería, el cielo calmo del amanecer y cada uno de los privilegios que había sabido ganar hasta entonces. Sin embargo, con el correr de los días, se sorprendió de la suerte que había tenido. Estaba esperando el almuerzo cuando se acercó un hombre a los barrotes de su calabozo.- Pistola, qué orgullo tenerte acá – le dijo el tipo.- ¿Y vos quién sos? – preguntó Frattini.- Un preso como vos. Pero por buena conducta me encargo de cocinarles a los canas. Así que vos, Milla y los otros van a ser mis invitados – dijo el tipo, sonriendo con las encías.El grupo de presos que cocinaba en la comisaría conocía a la perfección todas las anécdotas, desde el golpe al Yerbatero hasta el motín de los últimos días. La fama lo había precedido, y desde aquel día Frattini y los demás recibieron más atenciones que de sus propias madres. Al fin, pasado un mes en el que se comportaron como obedientes inquilinos, él, Milla y los otros dos obtuvieron un permiso para pasar media hora al día al aire libre. Aquella primera salida descubrió que la comisaría estaba frente a una plaza. Cada vez que ellos salían a caminar, esposados y custodiados por varios agentes armados, unos parlantes pregonaban al pueblo que esos cuatro hombres eran peligrosos y habían comandado un cruel motín. Era mentira, pero bastaba para que los vecinos los señalaran de lejos y para que los niños que jugaban en la plaza se marcharan corriendo a sus hogares. Y todo por defender al Turquito miedoso.Cuarenta y cinco días después del motín, Frattini y los demás regresaron al Penal de Santa Rosa. Para entonces la historia se había derramado sobre todos los oídos de los Pabellones, y fueron recibidos como héroes. Durante cuatro días, regresaron a la vida carcelaria, gozando de los recreos, de los partidos de fútbol al aire libre y de la mísera libertad del preso que no está castigado. Frattini pensó que lo peor había pasado, que las autoridades habían olvidado el hecho. Sin embargo, al cuarto día, los cuatro cabecillas del motín fueron conducidos ante el Director.- Ahora van a ir a la ropería a buscar sus cosas - dijo.- ¿Adónde vamos? – preguntó Frattini, confundido.- A Las Heras.Los cuatro presos bajaron la vista. Las vacaciones se habían terminado.
24Era extraño. Después de estar tres años encerrado, había olvidado lo que era la libertad. Y ahora, mirando los campos de la llanura, comprendía la magnitud de todo lo que se estaba perdiendo por estar encerrado.Al llegar a Retiro, fueron conducidos hasta un camión celular que los llevó por Avenida Libertador hasta las proximidades de la Penitenciaría. Al pasar junto al Hipódromo, Frattini sintió que el pulso se le aceleraba. Al fin, el camión cruzó los altos portones del Penal de Las Heras y el paisaje volvió a recuperar la monotonía grisácea de los últimos años.La primera semana la pasaron encerrados en los calabozos de castigo. Al octavo día, al fin fueron liberados. Sin embargo, ocurrió otra cosa inesperada que puso en juego la tranquilidad de Las Heras. Ocurrió ese mismo día. Milla, que no se despegaba de Frattini ni un segundo, buscando la protección que le daban los contactos de este, lo seguía a todas partes. Así fue que juntos entraron a los vestuarios para cambiarse antes de jugar un partido de fútbol. Después de dos meses de confinamiento, Frattini estaba ansioso por correr detrás de la pelota, como si eso le bastara para recuperar la alegría que le había quitado el encierro.En el vestuario, mientras comenzaban a desvestirse, notaron que el resto de los presos se marchaban. Para los ojos perspicaces de Frattini aquello sólo podía significar una cosa: la inminencia del peligro. Sin embargo no tenía miedo. Nadie podía acusarlo de nada. Salvo con la policía, su padre y la ley, Frattini no tenía cuentas pendientes con nadie. Al fin, un hombre entró al vestuario y se lanzó sobre Milla. Antes de que pudieran reaccionar, el tipo le había clavado una púa en pecho para vengar alguna traición que Frattini desconocía. Mientras el asesino se escabullía entre los internos que contemplaban la puerta del vestuario, Milla, malherido, comenzó a desvanecerse. Si Frattini no le hubiera tendido los brazos, se habría partido el cráneo contra el piso. Al entrar, los guardias encontraron a Frattini cubierto de sangre, sosteniendo a su compañero herido.Pronto, Milla fue conducido a la enfermería y Frattini a la oficina del Director, que lo esperaba con un gesto de reprobación sentado al otro lado del escritorio. Frattini permaneció de pie, ladeado por dos guardias.- Frattini, Frattini… - comenzó a decir el Director mirando sus propias manos que recorrían el borde del escritorio, como si más que enojado estuviera agobiado por la presencia de Frattini. – La población acá está tranquila… Y ustedes llegaron después de encabezar un motín, y encima, el primer día acuchillan a tu compañero… ¿Cómo te explico? – El Director hizo un silencio, alzó la vista y le clavó los ojos a Frattini, para agregar: - No quiero quilombos en mi cárcel.Frattini bajó la vista para aparentar sumisión.- Yo tampoco – dijo -, no tengo idea por qué lo acuchillaron a Milla, no lo conozco, la primera vez que lo vi fue en Santa Rosa…- Mejor así. Se salvó de pedo. Pero las cosas se pagan, así que es posible que lo maten cuando salga de la enfermería. Ahora te vas a ir a un Pabellón, pero a la primera de cambio, se te pudre todo.- No se preocupe – dijo Frattini, sabiendo que lo peor ya había pasado.La suerte volvía a estar de su lado. Lo supo apenas entró al Pabellón 5º. - Pistola, el destino quiere que estemos juntos – gritó Franco, mientras se acercaba con dos de sus hermanos.Frattini los abrazó con alivio. Sólo entonces reparó que los hermanos Prieto también se acercaban para saludarlo, junto a Villarino, al que hasta entonces sólo conocía de vista.Aliviado, se sentó con ellos y les contó con lujo de detalles el motín de Santa Rosa.Tras oír su relato, Villarino, al que todos trataban con una obediencia ciega que rayaba en admiración, lo miró diciendo:- Estuviste bien, Pistola. Ese muchacho necesitaba una mano.De pronto, Frattini volvía a estar a salvo. Lo sabía, y lo confirmaban las miradas temerosas del resto de los presos, que lo veían rodeado por los más renombrados delincuentes, los héroes, los macabros, en fin, lo más parecido que tenía a una familia. De su propia familia no tenía noticias desde hacía más de un año. Cansadas de la requisa, sus hermanas habían dejado de visitarlo.
Al poco tiempo de haber regresado a Las Heras, Frattini, que no había sido destinado a ninguno de los talleres, recibió la visita del Sargento. - Frattini, vos vas a trabajar en el carrito, con dos más.- Gracias – dijo Frattini, que en verdad estaba agradecido por recibir una tarea y dejar de pensar en su encierro.El carrito era una de las tareas más valoradas del penal. Consistía en una especie de carretilla profunda en la que él y sus compañeros debían colocar toda la basura que encontraran en todos los Pabellones. Pronto, comprendió el valor que tenía esa tarea: a diferencia del resto de talleres, donde los internos estaban encerrados, los encargados del carrito tenían libertad para moverse por todo el penal. A la mañana siguiente, luego del cambio de guardia y el recuento de las seis, el celador comenzó con sus gritos de siempre:- Panadería, carpintería, herrería… al trabajo. Y los carritos también.Entonces Frattini se incorporó y comenzó a aprender sus nuevas tareas. No eran difíciles: debían recorrer los pabellones prestando atención a la basura que se acumulaba en los rincones, y en los cestos de las oficinas de los guardias. Si bien debía soportar el olor nauseabundo de los desperdicios de sus compañeros, al menos podía manejarse con libertad, sin hacer mayores esfuerzos ni soportar el asedio de ningún encargado.Se movían con ligereza, y les bastaban un par de horas para realizar todo el recorrido. Pronto, Frattini comenzó a entablar relación con los presos que tenían asignadas las tareas más importantes, como la cocina. Esas amistades prosperaron de tal manera, que rápidamente Frattini comenzó a transportar todo tipo de alimentos a espaldas de los guardias.Un día, el cocinero le entregó un churrasco. En otro momento de su vida, Frattini hubiera sentido asco por ese trozo de carne macilenta, pero ahora las cosas eran distintas: cansados de comer guisos de fideos y arroz, la posibilidad de comer un trozo de carne era poco menos que el augurio de una fiesta para el Tano Franco, los Prieto y Villarino.De modo que se colocó el churrasco entre el cinturón y sus caderas, bien oculto de la vista de los guardias. Se alejó de la cocina arrastrando el carrito, mientras sus dos compañeros se retrasaban para recoger la basura acumulada en el pasillo que conducía al Pabellón 2º. Estaba a punto de cruzar la reja cuando el celador lo detuvo.- ¿Todo bien, Frattini?- Sí – respondió él sin detenerse.- Pará, no te apures – dijo el celador, cruzándose en su camino. Frattini comenzó a sudar mientras el celador lo requisaba con la vista.- ¿Qué traés ahí? - Nada – dijo Frattini.El celador arqueó las cejas.- ¿Nada? A ver… sacate los pantalones.Frattini bufó, mientras se bajaba los pantaloness y el churrasco se escurría entre sus piernas. Al ver la carne y el gesto incómodo de Frattini, el celador empezó a reírse a carcajadas. Frattini no pudo contener la sonrisa.- ¿Cómo te diste cuenta, hijo de puta? – dijo con curiosidad.- Tenías la hebilla del cinto un poquito corrida… y vos siempre te vestís a la perfección – dijo el celador, riendo.Frattini sacudió la cabeza, derrotado.- Ahora hacemos una cosa: yo me quedo el churrasco y vos te vas una semanita de vacaciones al calabozo – dijo el celador, que ya no reía.
Durante una semana, Frattini permaneció confinado a la sombra. El único contacto que tenía con el exterior era el propio Villarino que, siempre atento a los gestos humanitarios, valoraba que Frattini se hubiera expuesto al castigo para que sus amigos pudieran comer un poco de carne. Cada mañana, Villarino se presentaba en el calabozo con una taza de café con leche y un trozo de pan para que Frattini tuviera un buen desayuno. Los demás castigados lo miraban con envidia, no tanto por el desayuno sino porque contara con el apoyo de semejante personaje que se movía por el penal como si fuera su propietario.- Buen día, Pistola – decía Villarino, luego de pasar los controles amparado en su apellido y el terror que despertaba en los guardias.El domingo siguiente, Frattini esperó a Villarino durante dos horas. Al fin, cuando el sol escaló hasta la altura de las ventanas, supo que algo no marchaba bien. Quince minutos después, los altoparlantes del penal vomitaron la noticia como un loro asustado:- Jorge Eduardo Villarino, Jorge Eduardo Villarino, Jorge Eduardo Villarino. Tres veces. Pero a Frattini le había bastado oírlo una sola vez para entender que Villarino se había fugado.
Un domingo, mientras los internos estaban en el comedor escuchando un partido en la radio, Frattini, que no tenía ánimos ni siquiera para levantarse, estaba acostado sobre su cama intentando dormir cuando notó que le faltaba el aire. Se sentó en la cama, abrió la boca todo lo que pudo, pero no encontró aire que respirar. Se llevó una mano al pecho. A su alrededor, las paredes comenzaron a moverse, como si la celda se encogiera. Intentó llamar al celador, pero no le salieron las palabras. Volvió a respirar hondo, pero lo que le llegó a los pulmones no fue oxígeno, sino un humo viscoso cargado de espanto.Sus gritos atrajeron la atención del pasarela.- ¿Qué pasa?- Me muero – balbuceó Frattini.- Celador – gritó el pasarela.Pronto, frente a la celda de Frattini aparecieron dos guardias.- Abrime la puerta que me ahogo.Los guardias, que conocían demasiado a Frattini como para suponer que estaba fingiendo, se apuraron a llamar al médico del penal. Frattini sólo dejó gritar cuando el médico lo obligó a tragar una pastilla. Después, poco a poco, fue sintiendo que el aire volvía a animarlo mientras su cuerpo comenzaba a ceder a la somnolencia que le producía el remedio.Al día siguiente, luego de doce horas de un sueño profundo, irreal, Frattini se presentó en el hospital de la cárcel. El médico lo sometió a todo tipo de pruebas físicas sin encontrar nada extraño.- No sos el primero que miente para que lo traten mejor.- Le juro que no estoy mintiendo.- No tenés nada.- Ayer casi me ahogo.- Vos te querés escapar, o querés que te liberen por enfermedad.- No. Me quedan cuatro meses, no voy a escaparme ahora.El médico lo observó durante unos segundos. Frattini abrió la boca. Volvía a faltarle el aire. Se incorporó y se acercó a la ventana para tragar quilos y quilos de aire.- ¿Sabés lo que tenés? – dijo el médico, y Frattini se volvió para escucharlo: -Psicosis carcelaria.Aquello le sonaba a locura de preso, a desesperación acumulada. - Voy a dar la orden de que te permitan estar con la puerta de la celda abierta y la luz encendida hasta que termines la condena.- Gracias, doctor – dijo Frattini, sinceramente agradecido.
Pocos días después, mientras dormía en su celda, lo despertó la voz del celador. A Frattini le resultó extraño que no le gritara, y al notar que el tipo susurraba se incorporó de un salto, listo para defenderse. Sin embargo, no podía hacer nada:- Vestite que salís a la calle.- ¿Amnistía? – preguntó Frattini, entre dormido.- No, velorio. Una hora más tarde, vestido con su antiguo traje de calle y custodiado por dos policías de civil, Frattini descendió del patrullero que había estacionado sobre la calle Suárez. Antes de cruzar la puerta del conventillo, uno de los policías se acercó para quitarle las esposas.- Entrá solo a tu casa. Hacé lo que tengas que hacer, tranquilo. Nosotros no te vamos a molestar. - Gracias – dijo Frattini.- Eso sí, - dijo el otro agente: - si intentás escapar, te cagamos a tiros.Frattini asintió. Lentamente, fue ingresando al conventillo. El patio estaba lleno de gente, vecinos que se alegraron de verlo y se acercaron para darle el pésame.- Bien muerto está ese hijo de puta que te pegaba – dijo el Rengo, abrazándolo con todas sus fuerzas.Sin embargo, Frattini no se sentía aliviado por la muerte de su padre. Al contrario. Se sentía culpable. Subió los peldaños de la escalera con cierta extrañeza. ¿Cómo sería vivir sin temer los golpes o las crueldades de aquel monstruo que sólo se alimentaba a base de cerveza y cigarrillos rubios? Llamó a la puerta con tristeza, más que con miedo. Al verlo, sus hermanas se echaron a sus brazos.- Se murió – dijo Estela.- El hijo de puta se murió – dijo Francisca.Frattini se apartó de ellas para acercarse a la cama donde su padre había agonizado durante una semana. Ahora tenía el rostro ablandado por el rictus plácido de la muerte. Al verlo allí tendido, indefenso, Frattini comprendió que todos los golpes, todo el maltrato que su padre no había bastado para que él lo odiara. Detrás suyo, sus hermanas permanecían en silencio.Al fin, Francisca lo abrazó por detrás y apoyó su rostro sobre la espalda de su hermano. En voz baja, muy baja, le dijo:- ¿Sabés lo que me dijo antes de morirse? “El domingo voy a ir a visitar a Carlitos. Hace mucho que no lo veo”. ¿Puede ser tan hijo de puta?Primero fue un gemido. Luego, un suspiro profundo. Y al fin, Frattini ya no pudo contener el llanto. Durante una hora lloró arrodillado frente al cadáver de su padre, mirando sus manos quietas, al fin quietas, esperando, deseando que al menos revivieran para darle otra golpiza.
Published on March 28, 2020 06:34
March 27, 2020
Lecturas de cuarentena: Un caballero en el purgatorio. Capítulos 20, 21 y 22.
20
Aquel día, el Tano Martinelli se había despedido de él más temprano que de costumbre. Frattini se había quedado con los bolsillos llenos de joyas y billetes sin saber qué hacer. Podía volver a la pensión, pero no quería estar solo. Podía ir a visitar a sus hermanas, pero ellas le habían contado que, lejos de suavizarse, con la muerte de Mirtha su padre se había vuelto más violento todavía.Así fue que decidió ir a tomar un café a La Churrasquita. Apenas llegó, se alegró de encontrar a tres escruchantes conocidos. Los saludó, se sentó con ellos. Mientras los mozos limpiaban las mesas y alzaban las sillas para dejarle paso a la escoba y al trapo de piso, sus amigos le dijeron que se marchaban. Frattini lo lamentó tanto que se le notó en el rostro.- ¿Qué vas a hacer, Pistola? – preguntó uno de ellos.- No sé…- ¿Por qué no te venís con nosotros? Dale, así jugamos a las cartas…- Dale, vení. Yo no puedo estar en la calle de noche, me están buscando.Frattini lo pensó. Sabía que sus amigos vivían en una villa, pero cualquier pobre compañía era mejor que una soledad cinco estrellas. Así fue que se incorporó junto a ellos, saludó a los mozos y los siguió por Avenida Corrientes hasta la 9 de Julio, donde tomaron un colectivo en dirección a la Provincia.A medida que se alejaban de Capital, el paisaje se iba agrisando. En Avellaneda, bajaron del colectivo y fueron a pie por la Avenida 25 de Mayo hasta Dock Sud. Si bien aquella zona estaba junto al Río al igual que La Boca, carecía de todo colorido. Amontonados en las villas, los inmigrantes del país tomaban el fresco de la tarde fuera de sus enclenques casillas de chapa. Frattini y su pulcritud resaltaban en aquel paisaje desolado.Sus amigos lo guiaron hasta un pasillo, se internaron en la villa y se detuvieron frente a un rancho. Uno dijo:- La casa es chica, pero el chorro es grande – y todos rieron. Entraron y se quedaron jugando a las cartas hasta pasada la medianoche. Sus amigos bebiendo vino, él manteniéndose despierto a base de galletitas y agua. Cuando terminaron la última partida, tiraron unas mantas en el suelo y se acostaron a dormir. Frattini estaba acostumbrado a dormir en cualquier parte. Nunca le incomodaba el frío ni la dureza del piso, y siempre que tenía una manta con la que taparse pensaba que todo no estaba tan mal. Estaba soñando con Rita Hayworth cuando lo despertó una explosión. Abrió los ojos. En la penumbra del rancho, pudo ver la puerta que primero se sacudía y luego caía al suelo, tumbada por los golpes. Como un panal, la casilla se llenó de un enjambre de policías armados que los redujeron en unos pocos segundos. Esposados, los cuatro fueron conducidos afuera. Frattini y los demás guardaban silencio. Sabían que cualquier cosa que dijeran no serviría de nada. “Qué idiota”, pensó Frattini. Callados, golpeados e insultados, fueron cargados en tres patrulleros que esperaban a la salida de la villa.El trayecto fue corto: los autos se detuvieron en la puerta de la comisaría 1ª de Avellaneda. Rápidamente, los detenidos fueron presentados ante comisario de uno en uno.Cuando llegó su turno, Frattini se sentó en la silla frente al escritorio. El comisario lo miraba con curiosidad.- ¿De dónde sos, Frattini?- De Capital.- ¿Y qué mierda hacías en Dock Sud?- Discutí en casa y me fui a la mierda – dijo, sosteniendo la mirada de acero del comisario, que se incorporó. Mientras caminaba hacia la puerta, dijo: - Esta cancioneta ya la escuché. No sé por qué, pero no te creo.El comisario salió de la oficina, cerrando la puerta con llave. Los minutos que Frattini pasó allí encerrado le sirvieron para descubrir que no había ni una sola ventana. Estaba atrapado por dónde lo mirara. Ansioso, comenzó a mover una pierna, siguiendo el ritmo de una canción imaginaria que acabó en el mismo momento en que la puerta se abrió y el comisario volvió a entrar a la oficina.Frattini lo vio sonreír, y sentarse estrepitosamente. Después suspiró, y al fin dijo:- ¿Así que vos discutiste en tu casa? ¿Con quién? ¿Con las pistolas o con las llaves?Frattini bajó la mirada para evitar esa sonrisa socarrona que lo condenaba desde el otro lado del escritorio.Sin embargo, fue al único que no le dieron picana. Mientras que a sus compañeros se los llevaban para ablandarlos con descargas eléctricas, tres agentes entraron al calabozo. Lo rodearon y, antes de que pudiera cubrirse, le dieron una paliza antológica. Patadas, rodillazos, piñas, pisotones. Quince minutos después, lo dejaron tirado en el suelo con la boca y la nariz sangrando y el cuerpo aterido por los golpes. Atontado, sin poder mover un solo músculo, vio cómo lo cargaban en un patrullero que se perdía en las calles. Afuera amanecía, o quizá aquella luz lechosa, insoportable, tan sólo fuera el refucilo de los golpes que le habían dado y que le seguían aturdiendo los oídos.En un momento del viaje, creyó ver que cruzaban a Capital. Se lo confirmó el color de los patrulleros detenidos en la puerta de la Comisaría donde se había detenido el auto en el que viajaba. Lo obligaron a bajar, y lo empujaron hacia el interior del edificio. Lo hicieron entrar en una oficina vacía, dónde apenas había una cama de metal sin colchón. No necesitaba saber nada más. Podía imaginarse el resto.Cuando se lo ordenaron, se quitó la ropa. Pero cuando le pidieron que se acostara, no se movió. Dos golpes más tarde, yacía atado de pies y manos a las cuatro esquinas de la cama. La primera descarga de picana le llenó la boca de saliva. La segunda, le secó los labios. La tercera, aplicada directamente sobre sus genitales, le arrancó un grito que podría haberse escuchado desde Dock Sud.- Hablá, mierda, puto, decí qué robaste – gritaba uno de los policías que contemplaban la tortura.- Que se quede callado, así puedo seguir jugando – dijo el encargado de la picana.Poco a poco, Frattini sintió que los miembros se le separaban del torso. Sus brazos y sus piernas, atados, parecían alejarse y quebrarle cada una de las articulaciones. - Hablá, gil.Lo intentó, pero su lengua parecía una pelota de trapo áspera y muerta.- Pará, pará… - gritó uno de los policías, sin embargo su compañero demoró unos segundos más hasta que al fin apartó la picana del cuerpo de Frattini.- ¿Recuperaste la memoria?Frattini asintió. De nada servía callar a cambio de tanta picana. - Dos departamentos, en Callao y Paraguay, y en Avenida de Mayo y Perú – dijo, con su último aliento.- Laburás en Capital y caés en Provincia. Te pasó dos veces. Vos sí que sos un pelotudo… - se burló uno.- Este aparato es prodigioso – dijo el de la picana y, antes de desconectarla, aplicó una descarga de despedida sobre el cuerpo maltrecho de Frattini.Lo arrastraron desnudo hasta un calabozo y lo dejaron tendido en el suelo. Luego, alguien le arrojó la ropa sobre el rostro. Pero para entonces Frattini se había desmayado, y soñaba con un banderín de Boca Juniors tirado en el piso.
21
La dieta de golpes y picana duró dos semanas enteras. Ni siquiera sabía dónde estaba. Al fin, una mañana le anunciaron que lo trasladaban a Devoto. Subió al camión de traslado con obediencia, se sentó y durante todo el viaje pensó que lo peor ya había pasado. Ni siquiera se lamentaba por haber perdido todo lo que había conseguido con el Tano Martinelli. Sabía que, al no tener noticias suyas, sus vecinos o el dueño de la pensión ya habrían desvalijado la pieza, quedándose con la ropa, las joyas, la radio y la afeitadora. Estaba otra vez solo y desnudo. Quizá fuera hora de aceptar su destino. Al descender del camión, Frattini notó ciertas diferencias que lo inquietaron bastante. Lo primero fueron las ropas de los guardia. Durante el tiempo en que él había estado afuera, todos los penales habían pasado de la Policía a manos del flamante Servicio Penitenciario Federal, cuya cúpula seguía integrada por varios españoles que habían servido en los penales más remotos y terroríficos del país, como el de Ushuaia. En la ropería, se lamentó al quitarse el único traje que tenía ahora. Vestido con las ropas de interno, con el cabello rapado y decenas de heridas que aun no terminaban de cicatrizar, Frattini se presentó ante el celador y cruzó la puerta enrejada.Nada más entrar, oyó un grito.- Miren quién llegó.Pichón Laginestra emergió de un grupo de internos, mostrando una sonrisa y los brazos abiertos en busca de un abrazo. Frattini también se alegró de verlo, y recordó que en el 54, antes de ser liberado, Pichón le había dicho “nos vemos acá en dos años”. Se habían retrasado un año, pero los dos habían acudido a la cita.Se saludaron con afecto, casi con cariño. - Pistola, qué alegría – dijo Pichón.- Pichón, te agarraron, al final.- No sabés, ahora te cuento – dijo Laginestra, entusiasmado por poder contarle a alguien distinto aquella historia que había repetido cien veces desde que había regresado a Devoto: - Vení, cuando llegás a un hotel primero hay que registrarse. Se dirigieron al dormitorio y, entre los dos, le propusieron al preso que ocupaba la cama junto a la de Pichón que se la dejara a Frattini y buscara otra en un rincón más alejado. La primera reacción del preso fue negarse. Sólo entonces Pichón dio un paso adelante, con la mirada perdida y los labios brillando, cubiertos de saliva como los de un perro de ataque.- ¿Vos sabés quién este? – dijo Pichón señalando a Frattini.- No me importa – dijo el preso.Frattini contemplaba la escena con asco, pero también con cierta satisfacción. La herida del Yerbatero seguía dándole beneficios.- Es Pistola. No me pongas loco, andate y no seas gil – insistió Pichón.Al preso se le encendieron los ojos al escuchar ese sobrenombre que, con el paso de los años y la repetición de la anécdota, había tomado envergadura de leyenda. - No hay problema, Pistola. Me busco otra cama – dijo el tipo, y se marchó.- Estos no respetan a nadie – dijo Pichón, haciéndole una seña a Frattini para que lo siguiera.En el comedor, un centenar de presos ahogaban el tiempo con litros y litros de mate. Algunos escuchaban la radio, otros conversaban o jugaban a las cartas. Frattini y Pichón cruzaron la estancia en dirección a una mesa apartada. - Volviste, Pistola.- Te extrañábamos.- Atorrante, te agarraron.- ¿Me vas a hacer un dibujo algún día?- Al fin un jugador como la gente para este pabellón de pataduras.- Hola, muchachos – repetía Frattini, estrechando manos y abrazando gente.Cuando llegó a la mesa, Pichón ya había preparado el mate y ahora le tendía uno. Frattini bebió el primer sorbo lentamente. Pichón no dejaba de mirarlo, entre sorprendido y nostálgico.- ¿Querés que te cuente, Pistola? – dijo, suplicando.- Por favor.- Hace seis meses, mi compañero cayó con armas. Le dieron tanta máquina que me mandó al frente. Yo sabía que me buscaban porque hasta publicaron un aviso con mi cara en el diario. No sabía qué hacer. No quería irme afuera, a Uruguay o a Brasil, vos sabés que yo me deprimo con sólo cruzar la General Paz.- ¿Y qué hiciste?Pichón sonrió, satisfecho de su propia imaginación.- Me escondí en un cisterna.- ¿En un tanque de agua?- No, boludo, adentro de un camión cisterna – dijo Pichón, soltando una carcajada que provocó un ataque de tos. Cuando se recuperó, siguió hablando: - Me pasé dos meses metido ahí adentro. Los primeros días tenía visiones por el olor de la nafta. - Vos estás loco.- Loco o no, tardaron dos meses en encontrarme. Y acá estoy…Pasaron el día contándose la vida que habían tenido en los últimos años. Hablaron del Tano Martinelli, de Franco, que por entonces estaba encerrado en Neuquén, y de los otros ex compañeros de encierro. Aquel día, Frattini disfrutó de cada uno de los reencuentros, de las historias que habían vivido sus compañeros durante los años en que habían estado en libertad. Pero al día siguiente, apenas despertó, la rutina carcelaria volvió a aplastarlo. A las seis de la mañana, puntuales como monjes de clausura, los celadores hicieron sonar sus silbatos en cada uno de los pabellones de Devoto. - Arriba, vagos de mierda – escuchó Frattini al despertarse.Hacía años que no se levantaba tan temprano. Y sin embargo ahí estaba, abandonando la cama al primer aviso, vistiéndose y parándose firme para que el celador tomara lista.Después de ser contados, la mayoría de los presos volvió a refugiarse bajo las mantas aunque eso estuviera prohibido. El celador no dijo nada: prefería que sus pupilos durmieran antes que se levantaran y comenzaran con sus riñas de siempre. Mientras se acostaba, escuchó que Pichón le decía:- Y ahora una siesta.Pero no pudo dormirse. No podía dejar de pensar en lo estúpido que había sido. Si en lugar de ir a Dock Sud se hubiese ido a cenar y a bailar, ahora, en lugar de estar encerrado, estaría preparándose para salir a laburar con el Tano Martinelli. Pobre Tano. El primer día lo habría estado esperando durante horas en La Churrasquita. Después, tal y como habían acordado, se habría guardado una semana, sin salir, sin pisar la calle, sabiendo que su compañero había sido detenido y posiblemente hubiera hablado con la picana. Pero el Tano no tenía por qué preocuparse. Frattini podía caer preso, podía soportar golpes, podía desmayarse con la picana, pero nunca, nunca, delataría a un compañero.Cansado de pensar, a las nueve se levantó con el resto de los internos. Fue al baño, se lavó, y regresó a la cama para tomar mate con Pichón. Su compañero estaba lavando la pava con una esponja de metal. - Chorro pero limpio – dijo Frattini.Conocía de sobra las estrategias que los presos tenían para ocupar el tiempo. Si se detenía a mirar, podía comprobar la obsesiva limpieza las pavas, los calentadores y los mates de todo Devoto. Pasaban horas limpiando los ínfimos enseres, y con cada lavada, con cada lustre, el tiempo se escurría y la condena se acortaba.Tomaron mate hasta las once, escuchando la radio que la mujer de Pichón le había llevado el mes anterior. A las doce, en todas las ranchadas comenzaron a preparar el almuerzo. Pichón eligió un paquete de fideos de sus reservas personales, y se acercó con Frattini a otro interno que estaba pelando cebollas. Se saludaron, y pronto llegaron otros dos internos con una lata de puré de tomate. Mientras el cocinero freía la cebolla en una lata de dulce colocada sobre el calentador, los demás prepararon mate y comenzaron a conversar sobre sus familias.Todos fumaban y todos se asombraban de que Frattini aún no hubiera sucumbido al vicio. El Turco, uno de sus compañeros, sacó un papel y un lápiz y comenzó a escribir una carta. Frattini lo envidió. ¿A quién podía escribirle él? ¿A sus hermanas, para que su padre se enojara con ellas? ¿A José, para que los celadores al leer la carta antes de enviarla descubrieran a su reduce? ¿A los mozos de La Churrasquita? A la una en punto se sentaron a almorzar. Veinte minutos después, ya habían lavado los platos y estaban preparando otra vez el mate. Aburrido, a las dos Frattini se unió a los internos que caminaban de un extremo al otro del pabellón como ratas encerradas, tratando de agotar su energía en esa especie de procesión que no conducía a ninguna parte.Cansado de caminar, a las tres se acostó a dormir la siesta. Estaba tan aburrido que ni siquiera le quedaba imaginación para idear ningún sueño. A las cuatro se despertó y volvió a lavarse. Cuatro y diez estaba otra vez en el comedor tomando mate, escuchando las historias de sus compañeros. El cambio de guardia de las seis de la tarde los ayudaba a distraerse. Al cambiar el celador, al menos cambiaban los insultos que escuchaban. El maltrato, en cambio, siempre era el mismo. Con el cambio de guardia llegaban los enormes ollas con aquel guiso aguachento que los celadores llamaban cena. A Frattini le daba tristeza ver a sus compañeros con el tenedor en la mano, usándolo de arpón para capturar los dos o tres pedazos de carne, hueso o grasa que flotaban en el guiso. A las siete ya esta sentados otra vez en el comedor, con el calentador entre los pies, tomando mate y conversando mientras en las pequeñas altas ventanas la luz del sol se apagaba con la caída de la noche. Al fin, a las 12, el toque de queda dio por terminado el día. Frattini y los demás se acostaron con la voz del pasarela de fondo, insultándolos, amenazándolos, exigiéndoles que se callaran y se durmieran de una vez por todas. Y poco a poco todos se iban quedando dormidos, mientras algunos conversaban en voz baja, aliviados de haber sobrevivido a otro día de condena.El día siguiente fue igual, idéntico a los que lo siguieron.Durante unas semanas Frattini se acopló a aquella rutina que se repetía con una exactitud agobiante. Despertarse con los gritos del celador, dormirse con los insultos del Pasarela. En el medio, mate, aburrimiento, historias repetidas.Al mes de estar allí, cuando el Turco volvió a escribir una carta, Frattini comenzó a desesperarse.- ¿A quién le escribís? ¿A tu novia?El Turco sonrió.- Ojalá. Pero nunca se sabe… - respondió, misterioso.- Dale, boludo, te pregunto en serio.- ¿Querés saber?- Claro.El Turco se incorporó y se dirigió a la ranchada. Cuando regresó, llevaba una revista en la mano.- O Cruzeiro. La mejor revista del mundo – dijo mientras abría la revista y pasaba las páginas buscando algo.Al fin, le mostró una página a Frattini, con el título “Cartas al lector”.- Mirá, escriben un montón de minas que quieren “entablar amistad”, no te rías, boludo, le dicen así… Las minas escriben y dejan sus datos para cartearse con gente de cualquier lado. Yo me estoy escribiendo con una peruana.Frattini guardó silencio, pensativo. Después dijo:- ¿Vos no tenés condena?- Todavía no. Cuando la tenga, sólo le voy a poder escribir a mi familia. Pero por ahora, disfruto con mi peruanita.- Yo tampoco tengo condena – dijo Frattini.- ¿Y qué estás esperando? Dale, escribí hasta que te corten el chorro – dijo Turco tendiéndole la revista.Frattini se pasó la tarde leyendo y releyendo cada una de las “cartas a los lectores”. Lo bueno de O Cruzeiro era que, al ser distribuida por toda América Latina, algunas lectoras también escribían en castellano, como la peruana del Turco. Por la noche, eligió cuatro chicas que escribían desde Puerto Rico, Córdoba, Río de Janeiro y Montevideo. Al día siguiente pidió papel y lápiz y, con un esfuerzo sobrehumano, le escribió una carta a cada una. No le costaba pensar en otra cosa, pero su dominio del lenguaje no era el mejor. Por eso escribía, tachaba y a veces se quedaba en silencio durante minutos tratando de hallar la palabra apropiada que expresara lo que quería decir. Después de la cena, cuando las cuatro cartas estuvieron terminadas y sólo restaba firmarlas y poner el remitente, se detuvo. - ¿Vos cómo firmás? - Salvador Alí Amud. Ese es mi nombre artístico – dijo el Turco, soltando una carcajada.Frattini pensó un momento, recordando las telenovelas y los teleteatros de Puerto Rico y Brasil, donde vivían las chicas a las que les había escrito. Al fin, tomó el lápiz y firmó:- Carlos Alberto del Soler Frattini, para servirle.
22
Las cartas fueron tan efectivas que Frattini no necesitó recurrir al dibujo para mantenerse ocupado. Un tiempo después, Frattini recibía diez cartas por día. Hasta el cartero se sorprendía con la cantidad de sobres que llegaban. Frattini las leía todas, pero sólo conservaba las mejores. Con el paso del tiempo había aprendido que el valor de una “amiga” no se relacionaba tanto con la descripción física que esta hiciera de sí misma, sino con lo que le contara en las cartas, con las palabras que usaba, con las historias que lo ayudaban a pensar en otra cosa, a olvidarse de los muros y del tiempo. Las cartas que no le importaban tanto se las daba a sus compañeros para que se entretuvieran con la lectura. Había semanas que ni el Turco ni él daban abasto para escribir tantas respuestas.Entre sus cartas favoritas estaban las que le enviaba Irma, una cordobesa de Río Cuarto. A Frattini lo había sorprendido un frase en especial: “No me preguntes si soy linda, fea o renga… yo te voy a escribir todos los días hasta que salgas en libertad”. Así lo hizo. En las primeras cartas no hablaron de amor ni de nada parecido. Pronto, se convirtieron en los mejores amigos. Conversaban sobre cine, teatro, política… Irma escribía tan bien que cada vez que recibía una carta de ella, sus compañeros le pedían que se las leyera en voz alta.Un año y cientos de cartas después, el celador lo despertó a las seis de la mañana y le dijo que debía presentarse ante el juez que dictaría su condena. Frattini y los demás que debían ir a Tribunales se fueron a afeitar mientras el resto de los internos regresaban a la cama. Vestidos y aseados, los viajeros se sentaron a tomar mate. No hablaban. Sabían de sobra que aquel viaje sería peor que un día de encierro.Al fin, el celador se presentó en el comedor y les ordenó que lo siguieran. Frattini formó fila detrás del tipo y junto a los demás se dirigió al otro lado de la puerta enrejada. En la oficina, él y los demás fueron requisados con una violencia mayor, incluso, que la que soportaban las visitas. - Abrite los cantos. Levantate los huevos. Abrí la boca. Frattini obedeció cada orden al pie de la letra. De nada servía resistirse ahora que no contaba siquiera con el apoyo de sus compañeros. Los hicieron esperar desnudos durante media hora, mientras los celadores tomaban mate y los insultaban. Luego, ya vestidos, los condujeron hacia el patio, donde los esperaba el camión de la penitenciaría. Frattini y los otros veintitrés presos fueron divididos en las doce celdas de un metro cuadrado, que tenía el camión. Hacinado junto a otros dos presos, Frattini se alegró de viajar en el primer camión del día. En el 54 había viajado en el camión del mediodía, y había pasado la tarde entera encerrado en las leoneras de Tribunales. Ahora, con suerte, podría regresar antes de la siesta.Viajaron durante más de una hora sumidos en un silencio de velorio. Desde afuera, las bocinas y el ruido de los autos llegaban hasta sus oídos como una promesa o una burla de la ciudad que los había exiliado. Frattini alzaba el cuello tratando de respirar algo del aire que entraba por los pequeños agujeros del respiradero sin conseguirlo, agobiado por el aire rancio con perfume a orina que despedía el camión.Cuando se detuvieron, todos se prepararon sabiendo que lo peor estaba por comenzar. Entraron los guardias, abrieron las celdas, los golpearon, los insultaron, y los bajaron a empujones. Rodeados por dos cercos de agentes de la Policía Federal, Frattini y los demás fueron conducidos hasta las mazmorras de los Tribunales. Durante los cinco segundos que estuvo en la calle, Frattini miró todo con curiosidad, con nostalgia, sabiendo que a pocas cuadras de allí José estaría fundiendo el oro de joyas robadas mientras en La Churrasquita los escruchantes desayunaban antes de empezar a trabajar.Cuando entró a la leonera, como llamaban a las pequeñas celdas para cuatro personas del subsuelo, pensó que se desmayaba. El aire era irrespirable, peor que la del camión. En cada celda, doce presos se hacinaban contra los barrotes. Lo hicieron entrar a una de ellas, y sólo lo logró empujando a los presos que lo rodeaban. Rostros amenazantes, surcados de profundas cicatrices y horas de desvelo, lo observaron con fastidio. Un rato después, les sirvieron una sopa fría. Con el pasar de las horas, la celda se fue vaciando. Al fin, cuando quedaban ocho personas, Frattini pudo ver que la pared del fondo de la celda estaba completamente escrita con mensajes de los presos que habían pasado por ahí: “Dios ayudame a salir de esta”, “Dios cuidá a mi vieja”, “Dios en vos confío”. Cuando escuchó su nombre, había perdido la cuenta del tiempo que llevaba en Tribunales. Se incorporó, se acomodó la ropa y siguió al agente que lo había llamado. Cruzaron un pasillo, tres puertas, y Frattini al fin llegó hasta la oficina donde lo esperaba el juez. Entró y, tal como le había dicho el agente, permaneció de pie ante el escritorio. El juez estaba leyendo unas notas, seguramente su prontuario. Con una mano, le hizo señas de que esperara. Frattini lo observó con cuidado, tratando de intuir su destino en los gestos de aquel juez que no dejaba de tocarse el bigote.- Bueno, Frattini, ¿cómo andás? – dijo sin mirarlo.- Bien.- ¿Te tratan bien en Devoto? – dijo, y esta vez lo miró directo a los ojos.- Sí, todo bien.El juez sonrió ante la mentira de Frattini, que conocía el procedimiento y sabía de sobra que al juez lo único que le interesaba era cumplir con esa visita de rutina que imponían las leyes. Lo mismo le daba que lo hayan violado, herido o torturado en Devoto. Tan sólo quería escuchar que los presos “estaban bien” para poder analizar el caso y empezar a determinar la condena.- Bueno, por lo que veo te van a caer algunos años.- ¿Cuándo sale la sentencia? – preguntó Frattini.- ¿Estás apurado? – dijo el juez – Ya te vas a enterar. Oficial, puede llevárselo.Frattini regresó a la leonera y tuvo que esperar un par de horas más hasta que lo subieron de nuevo al camión. Anochecía sobre Devoto cuando regresó y volvieron a requisarlo. Entró al pabellón agotado física y psicológicamente. El protocolo era perfecto: de Tribunales los presos siempre regresaban sabiendo que ningún abogado, ningún juez, nadie velaba por ellos.
El verano de 1960 fue insoportable. El sol parecía apuntar con toda su luz y su calor exclusivamente hacia el Penal de Devoto. Desde hacía cinco días, Frattini estaba confinado en un calabozo del Celular 5º a causa de una pelea en la que no había participado pero de la que había preferido no dar detalles a los celadores. El silencio tenía esas cosas: generaba tanto la confianza ciega de sus compañeros como la furia de los guardias. - Ah, ¿no vas a hablar? Entonces al calabozo – le habían dicho.Y allí estaba: asándose en el celular del quinto piso junto con otros cuatro internos castigados. El calabozo era tan estrecho, que a veces se rozaban los codos o las rodillas bañadas de sudor. El aire parecía estancado allí dentro. De a ratos, Frattini y los demás se turnaban para respirar el aire limpio que entraba por las ventanas tan altas que bordeaban el techo.Cuando llegó su turno, ayudó a bajar al compañero que estaba subido sobre sus hombros y cambiaron los roles. Con cuidado, Frattini pisó las rodillas del tipo, apoyó sus propias rodillas en los hombros del otro y al fin consiguió pararse. De pronto, algo le llamó la atención. En la esquina, un hombre fumaba con una campera doblada sobre su brazo.- Ese boludo de ahí tiene campera. Con el calor que hace – dijo, para compensar el interés que sus compañeros mostraban debajo de él.Pero entonces vio algo que no esperaba.De pronto, frente a la ventana a la que estaba pegado, vio caer algo, y otra cosa más. Cuatro bultos pasaron delante de sus ojos y, abajo, se convirtieron en presos que emprendían su fuga. - Se escapan, hay unos turros que se están escapando – gritó Frattini, excitado.- ¿Quiénes son? – preguntaron sus compañeros.- Creo que son del 7º…Cuando cayó el quinto preso, él tuvo que quitar la cabeza de la ventana para no ver lo que pasaba. - No, pelotudo – gritó Frattini.- ¿Qué pasa, Pistola? - Es Hidalgo.Había caído con tanta mala fortuna que se había clavado una de las lanzas de la reja en medio del pecho y había rebotado hasta la calle. Ahí estaba ahora, con una terrible herida, gimiendo en medio de un charco de sangre. En ese momento, mientras Hidalgo sangraba y los otros escapistas dudaban qué hacer, comenzaron a oírse las sirenas. Pronto, por la calle del desaguadero Frattini vio acercarse a un Jeep cargado de guardias que disparaban hacia el lugar donde los otros presos se ocultaban, aun dentro del penal. - ¿Qué pasa, Pistola?Frattini no entendía lo que oía. Estaba completamente absorbido por las imágenes. Y en ese preciso instante, vio que el hombre de la esquina tiraba el cigarrillo al piso con parsimonia, y dejaba caer la campera que hasta ese momento había ocultado la ametralladora que tenía en la mano. Entonces comenzó a disparar. - Qué huevos que tiene ese hijo de puta – gritó Frattini, emocionado.Los cartuchos caían de la ametralladora mientras los guardias retrocedían, volvían a subirse al Jeep y se marchaban de la escena. Desde su posición privilegiada, Frattini vio que el hombre de la ametralladora les hacía señas a los presos. Ellos comenzaron a saltar la reja mientras el tipo volvía a descargar otra balacera sobre la parte trasera del jeep que se alejaba. Hidalgo estaba perdido, pero los demás ya corrían en libertad. La calle estaba desierta. Con sorpresa, con fascinación, Frattini vio que el hombre volvía a ocultar el arma debajo de la campera y se alejaba caminando tranquilamente. Después lo vio subirse a un auto que lo esperaba y se marchó, dejando tras de sí cientos de cartuchos de bala y decenas de policías heridos. El otro intento de fuga que presenció aquel año fue menos espectacular, pero no por eso menos divertido.En el patio se comentaba que unos internos del Pabellón 3 estaban planeando una fuga. La mujer de uno de ellos había logrado ingresar al penal con una lima dentro de un paquete de yerba. Cuando se enteró, Frattini no pudo contener una sonrisa. Había que estar desesperado para pensar que aquello podía tener éxito. Sin embargo, los internos habían pasado las noches de dos meses enteros limando los barrotes de una de las ventanas. Por lo que se sabía, la fuga ocurriría muy pronto. Al fin, una noche, mientras los escapistas se preparaban para quitar los barrotes, fueron sorprendidos por la requisa.La frase que uno de los guardias les dedicó a aquellos presos fue valorada por todos en el patio. El guardia había entrado al Pabellón fumando, muy tranquilo, decían. También decían que no había necesitado amenazas para obtener la confesión de los presos. Tan sólo se limitó a decirles que, aunque podía esperarlos abajo y matarlos uno por uno a medida que bajaran, prefería que le entregaran la lima sin hacer quilombo. No hizo falta que lo pensaran. Entregaron las herramientas y, agradecidos, se dirigieron al calabozo de castigo sabiendo que habían escapado de una muerte segura.
Al fin, en marzo de 1960, Frattini volvió a Tribunales. - Tengo una noticia buena y otra mala. ¿Cuál preferís que te diga primero? – preguntó el juez.Frattini encogió los hombros.- La mala es que tenés condena. Te vamos a trasladar a la Penitenciaría de Las Heras. - ¿Y la buena? – preguntó Frattini, aceptando que ya no podría seguir intercambiando cartas con sus amigas.- Que la condena es de tres años, y ya cumpliste dos. En un año vas a estar afuera de nuevo.Frattini asintió. Su encierro ya tenía fecha de vencimiento.
Published on March 27, 2020 05:04
March 26, 2020
Lecturas de cuarentena: Un caballero en el purgatorio. Capítulos 18 y 19.
18
Obsesivos y aplicados, Frattini y el Tano Martinelli trabajaban los siete días de la semana. Durante aquellos meses lograron botines extraordinarios. En el camino, Perón había sido derrocado, y había cambiado la casa de Gobierno por un carguero de bandera paraguaya mientras el General Lonardi se autonombraba Presidente de la República. A fin de año, Frattini le preguntó al Tano dónde pasaría las fiestas.- Con vos en la calle, pelotudo – dijo el Tano.Así fue que, el 24 de diciembre a las nueve de la noche, los dos socios recorrieron la avenida Santa Fe vestidos con sus mejores ropas. A esa hora, los porteños ya se encontraban sentados a una mesa que los vería embutirse de comida y alcohol hasta pasada la medianoche. Y ellos, como los Reyes Magos Chorros que eran, abrían puertas y desvalijaban departamentos mientras el país celebraba la Navidad. Por los departamentos decorados con árboles de Navidad, por las joyas abandonadas, por el dinero que todos habían cobrado del aguinaldo, por la soledad de las calles, por la ausencia de la policía que se encerraba en las comisarías a brindar y beber sin prestarle atención a los delitos, aquellos días fueron espectaculares. El 31, al forzar una puerta de un tercer piso de Recoleta, los ruidos llamaron la atención de un vecino. Cuando lo vieron en el palier, Frattini le mostró la caja vacía envuelta en papel de regalo que llevaba para la ocasión.- Vinimos de Rosario de sorpresa a visitar a nuestros primos – dijo, mostrando el falso paquete.- Qué lástima, se fueron hace un rato – dijo el vecino.- Feliz Navidad – gritaron Frattini y el Tano a coro, conteniendo la carcajada, mientras se alejaban escaleras abajo.A las doce de la noche, las explosiones de los petardos que saludaban el año nuevo acallaron el ruido de las puertas que Frattini y el Tano cerraban. Sólo entonces, cargados de dinero, de oro y brillantes, se marcharon a una cantina a cenar y festejar, y bailaron hasta el amanecer con bellas mujeres que eclipsaban las luces titilantes de las marquesinas decoradas con bolas rojas y hojas de muérdago.
Poco después, en enero de 1956, Frattini y el Tano Martinelli se marcharon tras las hordas de gente que se dirigía a pasar el verano en Mar del Plata. Vestidos con trajes color crema, zapatos lustrados, corbatas de seda y el cabello peinado a la perfección, tomaron el tren hacia la Costa como dos estrellas de cine. Durante el viaje, mientras los demás pasajeros dormían, ellos los observaban sopesando sus ropas, sus alhajas, calculando si aquella sería una buena temporada.Cuando bajaron del tren, rodeados de turistas excitados que cargaban valijas, bolsos y canastas de mimbre, Frattini oyó que alguien lo llamaba por su apellido. En el andén los esperaba un comité de bienvenida formado por dos policías vestidos de paisano. Sin embargo no se sorprendieron. Sabían que durante el verano cada una de las comisarías de Capital enviaba un par de efectivos para reforzar las dependencias provinciales con agentes que conocieran a los ladrones de Capital que, como Frattini y Martinelli, iban a trabajar a la Costa.Los dos policías se acercaron y les estrecharon las manos con naturalidad.- Eh, ¿no se puede ir de vacaciones en este país? – dijo Frattini.- Por supuesto. Vengan, vamos a tomar un café – dijo uno de los policías.Eligieron una mesa apartada de uno de los bares de la estación. Pidieron café. Frattini guardaba silencio, ensimismado. Cuando el mozo les llevó el pedido y se marchó, uno de los agentes dijo:- Bueno, muchachos, bienvenidos a Mar del Plata. ¿Dónde van a laburar?- ¿Laburar? Vinimos de vacaciones… - dijo el Tano.- No me pelotudiés, Martinelli. ¿Dónde van a laburar?- No sé, primero vamos a ver cómo viene la mano… qué sé yo… en Los Troncos, supongo – dijo el Tano.Al ver que entendían de qué se trataba aquella reunión de bienvenida, los dos agentes se relajaron. Encendieron cigarrillos, bebieron café.- Bueno, vamos a hacer una cosa… - dijo uno y, soltando el humo, continuó: - Una vez por semana nos vamos a encontrar acá. Queremos seis mil pesos por semana y algunos regalitos…- Es mucha plata, eso… - se quejó Martinelli.- ¿Vos querés laburar tranquilo o querés volverte a Capital en patrullero? El Tano alzó las palmas de sus manos y agachó la cabeza. - Prefiero el tren – dijo.- Entonces hacé lo que te decimos. Los estábamos esperando. Nosotros también queremos plata y ustedes necesitan banca, ¿no?- Sí – dijo Frattini.- Entonces, nos avisan donde van a laburar. Si caen adentro, nosotros vamos y los sacamos y ustedes vuelven a laburar sin ningún problema.El acuerdo podía ser perfecto si la temporada era buena. Si no, tendrían que trabajar sólo para pagar favores.Se despidieron con recelo. Frattini y el Tano tomaron un taxi y se dirigieron a un hotel del Centro, donde ocuparon dos habitaciones grandes y luminosas.Durante los primeros tres días, se dedicaron a hacer tareas de logística, recorriendo los barrios y las calles para marcar chalets y edificios que, a simple vista, merecían ser visitados. Al cuarto día, mientras tomaban café en un bar, Frattini sintió que alguien le tocaba el hombro. - Eh, no pasó ni una semana – se quejó el Tano.- Ni siquiera empezamos a laburar – dijo Frattini, molesto.Los dos agentes que los habían esperado en la estación no parecieron conformes con sus respuestas. Uno de ellos palpó el bolsillo de Frattini, y al encontrar el inmenso llavero dijo:- Tantas llaves… ¿tenés todas esas casas? Me parece que vamos a tener que llevarlos adentro… - dijo el policía, como si no los conociera.- ¿Qué pasa, muchachos? ¿Necesitan plata? – dijo Frattini, y bebió un sorbo de café.- ¿A vos qué te parece?Frattini y Martinelli intercambiaron miradas durante una fracción de segundo. Luego, Frattini metió una mano en el bolsillo de su saco y retiró mil pesos. Era un cuarto de todo el dinero que tenían. Los dividió en dos fajos y le entregó quinientos a cada uno de los policías.- ¿Viste que no es tan difícil?Frattini arqueó las cejas. Ya empezaba a fastidiarlo el humor de aquellos dos tipos.Antes de marcharse, el policía que no había hablado dijo:- No se olviden de usar bronceador. Acá se pueden quemar feo.
Empezaron a trabajar al día siguiente. Los horarios más apropiados eran distintos a los de la Capital: salían de diez a doce y de tres a cinco, cuando los turistas se marchaban a la playa. Aquel primer día, entre los cuatro chalets a los que entraron en Los Troncos, recogieron medio kilo de oro en alhajas y algunos miles de pesos en efectivo. Por la noche, contemplando el botín que habían desparramado sobre la cama de la habitación de Frattini, los dos socios se quedaron extasiados.- Es una fortuna – dijo Frattini, incrédulo.Se vistieron con sus mejores ropas y se lanzaron a las calles a gastar el efectivo, convencidos de que al día siguiente tendrían las mismas ganancias. No se equivocaban.
Los que los veían caminar por la rambla los saludaban con la amabilidad que todas las personas parecen recuperar durante el breve lapso de tiempo que duran las vacaciones. Frarttini y el Tano devolvían saludos y sonrisas vestidos con trajes de baño y con cámaras fotográficas colgando del cuello, que hacían aún más reales sus disfraces de turistas. El Tano llevaba un traje de baño estampado de mil colores que a Frattini le parecía un insulto al buen gusto. Por eso una mañana le ofreció acompañarlo a una tienda para que se comprara uno nuevo. - Nos van a meter en cana por tu ropa, Tano, se ve desde Montevideo – le dijo Frattini, riendo, mientras observaban la vidriera de un negocio.Pero entonces vio algo que lo hizo olvidarse de lo que estaba haciendo allí. Junto a ellos, tres chicas señalaban un maniquí vestido con malla enteriza. No era eso lo que le había llamado la atención, sino el sobre que una de ellas tenía en la mano. Frattini entornó los ojos. Fingiendo interés en la vidriera, se acercó para leer el remitente. Memorizó la dirección y luego le hizo señas a su compañero para que lo siguiera. Mientras se alejaban del negocio, el Tano dijo:- ¿Te arrepentiste? Yo te dije que en Brasil se usan estas mallas…- Vení. Esas pibas viven acá cerca. Es un cuarto piso.El Tano lo miró, asombrado.El departamento estaba vacío. No les costó mucho trabajo encontrar el dinero que las chicas habían guardado dentro de una lata de galletitas Bagley.
Siempre alerta, siempre a la expectativa, sólo descansaban por las noches. Sin embargo, a veces los riesgos eran demasiado altos. Como aquella tarde en que entraron a un quinto piso de la Avenida Luro. Habían recogido unos miles de pesos y unos cien gramos de oro, cuando escucharon el ruido del ascensor. Inmediatamente, los dos se ubicaron a cada lado de la puerta, en silencio. Pronto, oyeron el ruido de la llave en la cerradura, que no abría quizá porque ellos habían alterado los pernos al abrirla con una llave que no era la más adecuada. Se miraron, nerviosos, conteniendo la respiración. Al fin, harto de esperar el desenlace, fue el propio Frattini quien abrió la puerta. La dueña de casa aun tenía la llave dentro de la cerradura. Era una mujer de unos cincuenta años, emperifollada con aros, cadenas y una capellina blanca. Detrás de ella, una niña se quitaba la arena de los pies. Al verlos, ambas se quedaron petrificadas. - ¿Qué hacen acá? – dijo la mujer.- Nos encontramos con su marido en la calle y subimos a tomar una copa – dijo Frattini, rápido de reflejos.- Soy viuda – dijo la mujer.El Tano Martinelli no pudo contener la carcajada.Frattini suspiró con fastidio. Tomó a la mujer de los hombros y, con un tono neutro, como si le estuviera dando el pronóstico del tiempo, le dijo:- Entre, señora, es un asalto.La mujer y la niña entraron, aterrorizadas. Temblando, la mujer empezó a decir:- Por favor, no nos lastim…Pero ellos ya se habían marchado. Cinco minutos después, en un bar del San Alejandro, el Tano pidió un Vermouth y Frattini, siempre abstemio, un Komari con soda. Brindaron. Estaban pletóricos. Si bien no les gustaba ser descubiertos, cuando se daban aquellos encuentros con los dueños de los departamentos se divertían como dos niños. Un rato después, los dos policías llegaron para recoger su pago. Aquel día, Frattini y el Tano estaban de tan buen humor, que además de pagar la cuota de protección les regalaron cadenas de oro para sus mujeres y sus hijas. Antes de irse, uno de los policías les dijo:- Ojalá todos los chorros fueran como ustedes. Laburan sin hacer quilombo, sin joder a nadie.Frattini y el Tano alzaron sus copas en dirección a los policías, que se marchaban tan satisfechos como ellos mismos.A fin de mes, cargaron todo el botín en sus valijas y regresaron a Buenos Aires. Cada uno llevaba alrededor de un kilo de joyas, entre oro y brillantes. El efectivo lo habían dejado en las mesas del Casino, en los salones de baile y en los mejores restaurantes de Mar del Plata. Al llegar a la Capital, visitaron al reduce y luego, satisfecho por la gran temporada playera, bronceado y feliz, Frattini fue al conventillo de la calle Suárez para visitar a Mirtha, a quien los médicos seguían sin poder ayudar con sus extraños dolores de cabeza. Además, quería llevarles a sus hermanas la caja de alfajores que les había comprado. Después de todo, eso era lo que hacían los turistas que volvían de la Costa.El patio del conventillo estaba vacío. Aquello le resultó un mal augurio que se confirmó cuando vio que la puerta la abría Estela, su hermana mayor. Al entrar, pudo ver a Mirtha tendida en la cama, con un paño frío sobre la cabeza y rodeada de sus hijas más pequeñas. Frattini se desembarazó de la caja de alfajores. Se sorprendió que sus hermanas no se le echaran encima, como hacían siempre que llegaba con regalos. Estela lo tomó de la mano. Hacía tiempo que había dejado de ser una niña. - Mamá está mal – le dijo, gravemente. Pudo comprobarlo con sus propios ojos. Mirtha se apretaba la cabeza con fuerza y se lamentaba en silencio. Juana y Francisca se incorporaron. Mientras las abrazaba, Frattini pudo notar que lloraban con el rostro vuelto de costado, para que su madre no las pudiera ver.Sin embargo, Mirtha dijo:- No lloren, que se van a arrugar.Frattini se sentó junto a ella.- ¿Cómo estás?- Peor.- Yo te veo linda como siempre – mintió Frattini.Por un momento, los ojos de Mirtha se abrieron de par en par con lejano fulgor.- Carlitos… - dijo, sonriendo.Inmediatamente volvió a cerrarlos.- Hasta la luz me hace doler la cabeza.Al rato, Mirtha se quedó dormida. Sólo entonces, Estela le hizo señas a su hermano de que la siguiera hasta el rincón más apartado de la sala, donde Mirtha no podía verlos. Frattini obedeció.- Tiene un tumor en la cabeza – dijo su hermana, de pronto y sin aviso. - ¿Y entonces…? – dijo Frattini, sin atreverse a terminar la frase.- Y entonces se va a morir, Carlos. No pueden hacer nada. Sólo hay que esperar – dijo ella, llorando.Los ojos de Frattini también se llenaron de lágrimas. En un segundo, la mente se le llenó de recuerdos. Había sido Mirtha quien lo había vestido aquel lejano día de su llegada, desnudo y asombrado, temblando de frío y curiosidad, allá por 1935. La sonrisa de Mirtha. Su voz tarareando tangos. Sus manos retorciéndose en el delantal, librando una oscura batalla con pensamientos con nunca le revelaría a nadie. Mirtha. Casi una madre que no era su madre pero que siempre lo había tratado como a un hijo a pesar de sus propios temores.Tuvo ganas de quedarse la noche entera allí mismo, velando el sueño desgastado de Mirtha… pero entonces Francisca, la más chica de las chicas, se acercó con cara de asustada, y le dijo:- Papá está por venir, Carlos. - Ya sé – dijo él, mirando su reloj pulsera. - Quedate igual – dijo Estela.- Dale, quedate a comer – dijo Dora, arrepentida.Los tres regresaron junto a Mirtha y Juana, que no se había movido del lado de su madre. Frattini quería quedarse, debía quedarse. Sin embargo, no quería perturbar el descanso de Mirtha con la furia que despertaría su presencia. Al fin, luego de entregarle una buena cantidad de dinero a Estela, Frattini hincó una rodilla frente a la cama, besó la frente de la enferma. Y se marchó.
19Durante los dos años que llevaba trabajando con Martinelli lo había recuperado todo: las joyas, la ropa de etiqueta, los impecables zapatos de cuero, las corbatas de seda, la butaca del Teatro Maipo y hasta su mesa en el restaurante del hipódromo. Ganaba tanto como lo que gastaba. Los consejos del Tano lo habían moldeado hasta convertirlo en un dandy que siempre acaparaba la mirada de todos. Cuando entraba a La Churrasquita vestido con un traje nuevo, las mujeres de sus compañeros lo miraban de reojo. A veces, la mujer de Tito Ramos les decía a los otros:- Ustedes se tienen que vestir como Pistola. El sabe cómo combinar las medias, el cinturón, el pañuelito… aprendan de él.Y Frattini sonreía con orgullo. Su ropa y sus joyas eran lo único que poseía. Siempre andaba con lo puesto, mudándose de pensión en pensión, viajando en colectivo o taxi, sin siquiera pensar en la posibilidad de ahorrar para comprarse un auto y una casa. Como si creyera que, por el solo hecho de firmar un documento de propiedad, su vida volvería a los rieles a los que había renunciado. Pero lo que más temía era que al figurar en un papel oficial, su nombre atrajera a la policía en cualquier momento. Prefería vestirse bien, gastarse el dinero en restaurantes y boliches, en esa carrera maratónica que había emprendido el primer día que su padre lo echó de casa y que parecía no tener más destino que el sólo hecho de correr. Escapar. Siempre hacia adelante, siempre solo.Un día, él y el Tano Martinelli se dirigieron a la calle Paraguay, a la altura de Callao. Semanas atrás, habían luchado con una puerta que no habían logrado abrir de ninguna manera. Ahora llevaban otras llaves, convencidos de que al fin podrían completar el trabajo. Solían hacerlo. Más que por ambición, porque no soportaban renunciar a ningún alhajero por culpa de una maldita puerta.Mientras el Tano metía una Yale en la puerta de calle, Frattini descubrió que, en el edificio de enfrente, asomada a una ventana, una mujer fumaba un cigarrillo sin dejar de mirarlos. Cuando el Tano abrió y entraron al edificio, Frattini dijo:- Vamos a esperar un poco en el entrepiso. Laburamos y salimos rápido, que esta mina nos están mirando y nos van a mandar en canaEl Tano asintió.Quince minutos después, salían del edificio con una docena de joyas y unos miles de pesos en billetes chicos. La mujer ya no estaba en la ventana. Comenzaron a caminar por Paraguay hacia el Bajo, en silencio. A las dos cuadras, escucharon la sirena de un patrullero que, a contramano de los demás vehículos, cruzaba la Avenida a toda velocidad y se detenía en el edificio que habían robado.- Tarde piaste – dijo el Tano, riendo.En un bar, decidieron que desde ese día comenzarían a tomar nuevos recaudos. Antes de plantarse frente a una puerta de calle, lo primero que harían sería mirar si alguien estaba observando sus movimientos. Tampoco se detendrían a probar distintas llaves en una puerta. Era un problema, una pérdida de tiempo y una situación que podía resultar demasiado evidente para los ojos de cualquier vecino que no tuviera nada mejor que hacer que estar mirando por las ventanas. Cuando marcaran una puerta, desde ahora se acercarían con cuatro o cinco llaves preparadas, sujetas entre los dedos de la mano, como si las llaves fueran terminaciones óseas de sus propias extremidades.Después de conversar largo y tendido sobre las nuevas estrategias, visitaron a José, redujeron el botín y se despidieron. - ¿Adónde vas tan apurado? – preguntó el Tano, que insistía con ir juntos a ver la nueva película de Rita Hayworth, no tanto porque le gustara el cine, sino porque disfrutaba escuchar a Frattini contándole sobre la vida y obra de su actriz favorita.Sin embargo, Frattini volvió a negarse.- No puedo. Tengo cosas que hacer y ya no llego...No mentía. Apurado, se subió a un colectivo de la línea 29 y se dirigió a La Boca. Era octubre, y el verano comenzaba a insinuarse en esa brisa cálida y en aquel cielo límpido que, a esa hora de la tarde, comenzaba a sangrar sobre los techos de Buenos Aires. Todo, el clima, la ciudad, incluso los colectivos despedían una sensación de placidez, como si todos quisieran disfrutar con tranquilidad de aquel atardecer de primavera.Todos menos Frattini, que miraba su reloj y sacaba cuentas mentalmente. Tenía quince minutos para visitar a Mirtha antes de que llegara su padre. En la parada, Frattini se lanzó del colectivo en marcha y se echó a correr en dirección a la calle Suárez.Al llegar, otra vez se encontró el patio vacío hasta de sombras. Lentamente, se acercó a su casa. En el momento exacto en que pisaba el segundo peldaño de la escalera, desde adentro resonó un grito indescifrable para cualquiera, menos para él. Se maldijo por haber llegado tarde.Mientras se alejaba, se preguntó si la enfermedad de Mirtha podría reblandecer a su padre. Quién podía saberlo. Mirtha moría su vida y él continuaba borracho, gritando como si nada. Desolado, se alejó de la casa sin saber a dónde ir. Se había ilusionado con pasar un rato con las chicas, escuchándolas, viéndolas cuidar a Mirtha. Pero a esa hora aquello ya era imposible. En la puerta del conventillo se cruzó con el Rengo y Pepe, dos amigos que hacía tiempo no veía.- ¿Qué hacen?- Nada. ¿Y vos?- Acá, vine a ver a mi vieja…- Anda mal, la Mirtha – dijo Pepe.Frattini asintió. - Bueno, me voy… - dijo, sin mucho convencimiento. - ¿A dónde vas a ir? Quedate con nosotros. Una vez que venís al barrio… - dijo el Rengo.Lo de Mirtha lo había deprimido demasiado como para quedarse solo, así que se sentó con ellos en el cordón de la calle, como cuando era un chico de pantalones cortos. Juan Spadavecchia tampoco había cambiado. - Todo transpirado, Juan, así no podés atender a los clientes – dijo Frattini y los demás rieron.- Muchachos, me tienen que salvar. Hay gente importante en la cantina y necesito que alguien los alegre. ¿Vienen?- ¿No te parece que ya estamos grandes para la pandereta? – preguntó el Rengo.- ¿Conocen a Los Plateros? – preguntó Juan a su vez.A Frattini se le iluminaron los ojos. Siempre había disfrutado de la música, y aquel grupo americano había sido la banda de sonido de muchas de sus conquistas amorosas. Se incorporó de inmediato. No le vendría mal divertirse un poco.Aquella noche, la cantina de Spadavecchia parecía un decorado de cine. Al entrar, lo primero que Frattini vio fue una mesa con cinco negros vestidos impecable, homogénea, solemnemente con trajes idénticos, y una mujer inabarcable embutida dentro de un vestido rojo cuatro talles más pequeño del que necesitaba. Como dos plantas carnívoras, sus tetas parecían a punto de escapar de aquel débil balcón convertido en escote.En la pista, improvisada en el único sector de la cantina donde no había mesas, una docena de mujeres rubias, vestidas de gala, bailaban coreografías musicales al estilo Broadway.Frattini, el Rengo y Pepe se detuvieron a observarlas.- Son las bailarinas de la Compañía Las Vegas. Vinieron a actuar al Teatro Ópera con los Plateros – dijo Frattini, que había oído la noticia días atrás en la radio.- Para mí son todas muñecas – dijo el Rengo, luchando por enderezar su cuerpo.Juan Spadavecchia les alcanzó dos panderetas y una guitarra. Todos los presentes guardaron silencio. Incluso las bailarinas dejaron de moverse, cosa que los tres amigos lamentaron. Después de saludar a aquel público poco acostumbrado a ver cómo otros se llevaban los aplausos, el Rengo tomó la guitarra y Frattini y Pepe las panderetas. Durante quince minutos entonaron una antigua canción italiana, una que cantaban cuando eran niños y debían alegrar a turistas menos prestigiosos que los que los escuchaban ahora.Cuando terminaron de tocar, la cantina estalló en aplausos. Los tres, sonriendo, aceptaron las bebidas que les ofrecieron desde una de las mesas. Con un vaso de agua en la mano, Frattini se separó del grupo y se acercó a la mesa que ocupaban Los Plateros, mientras el Rengo y Pepe se perdían entre las bailarinas.Sin decir nada, Frattini tomó una silla y se sentó junto al grupo. Uno de los músicos le ofreció una copa de champagne. Frattini decidió aparcar su carácter abstemio para no despreciar el gesto. Tomó su copa, la alzó como hacían los otros, y él también brindó por aquel deseo incompresible que pidieron los americanos en su propio idioma.Poco después, en un acto que buscaba honrar a los visitantes pero que pareció más un detalle obsecuente y redundante, Juan Spadavecchia hizo sonar “Only you” en el tocadiscos de la cantina. Al oír los primeros acordes, los músicos se tomaron la cabeza, como si aquel éxito suyo les resultara una carga insoportablemente aburrida. Frattini, en cambio, se incorporó de un salto. Con una reverencia divertida, extendió su mano hacia la cantante negra y la invitó a bailar. Los músicos aplaudieron. La mujer se incorporó, ofreciendo toda la inmensidad de su carne y se dejó guiar por Frattini, que la condujo hacia el centro de la pista.Bailaron esa pieza y otra, y otra, y otra más. Bailaron toda la noche, conversando en susurros, sin entender ni una sola palabra de lo que decían.En un momento, Frattini vio que afuera amanecía. Como si despertara de un sueño, se incorporó y estrechó la mano de los cinco músicos y besó la de la bella cantante negra, que intentó retenerlo con palabras que él no pudo descifrar.Salió de la cantina con paso ligero. Dos copas de champagne podían animar a cualquier abstemio. Tomó la calle Suárez y, sin decidirlo, alcanzó el patio del Conventillo. Consultó la hora. Su padre estaría a punto de salir hacia el trabajo.Durante unos minutos, se quedó petrificado con los ojos fijos en la puerta de su casa. Habían pasado más de veinte años, había abierto miles y miles de puertas ajenas, pero aquella continuaba cerrada para él.Con cuidado, se metió entre los pilares de su casa y trató de ocultarse bajo una pila de hojas de diario. Esperó quince, treinta, cuarenta minutos. En su recuerdo, aquel lugar era más lúgubre de lo que le resultaba ahora. Incluso hasta lo divertía el hecho de estar escondido. Un tipo grande, un atorrante como él, escondido bajo una montaña de diarios. En ese momento se escucharon ruidos que venían de arriba. La puerta se abrió, con aquel crujido que tantas veces lo había paralizado. Pies pesados descendieron la escalera. Los zapatos de su padre avanzaban sin separarse del suelo, incapaces de soportar el peso de mil y una borracheras. Poco a poco, sin darse cuenta, Frattini fue emergiendo de su escondite. Entonces lo vio. Su primera reacción fue la de protegerse, tal vez por eso retrocedió otra vez hacia los pilares, debajo de la casa. Hacía años que no lo veía, y aunque su apariencia no sólo ya no lo asustaba, sino que además era mucho más pequeña de lo que recordaba, Frattini volvió a sentir miedo por su padre, por aquellas manos nudosas que sostenían un cigarrillo Brasil encendido hacía siglos y que nunca acababa de consumirse. Lo vio alejarse, lo vio salir del conventillo. Sólo entonces Frattini tomó coraje y salió de su escondite. Mientras subía las escaleras, el patio comenzó a llenarse de vecinos que se lavaban y peinaban antes de ir al trabajo y lo saludaban con gestos cansinos. Llamó a la puerta. Estela lo abrazó al verlo.Frattini entró a la casa y fue directo hacia Mirtha. La besó en la frente, y durante los pocos segundos que la tuvo entre sus brazos, pudo sentir sus huesos faltos de carne, el temblor de sus brazos, la debilidad de todo su cuerpo.- Carlitos, viniste… - dijo Mirtha.- Hola, mamá – dijo él mientras se sentaba junto a ella.Estela preparó mate y, mientras le cebaba uno a su hermano, le ordenó a sus hermanas que se apuraran si no querían llegar tarde a la escuela. Sin embargo, cuando Francisca y Juana estaban por salir, su madre les pidió que se quedaran. Las chicas miraron a Estela buscando su aprobación. - Tienen que estudiar – dijo ella.- Dejalas que se queden, mamá quiere que estén acá – intercedió Frattini.- ¿Vos venís una vez cada tanto y encima me decís lo que tienen que hacer?Su hermana estaba furiosa. - Mandás vos, Estela – dijo Frattini.- Por favor, Estelita – dijeron las niñas a coro.Entonces Mirtha se incorporó en la cama, soltado un gemido de furia. Con las manos, se tomaba la cabeza y, mirando a Frattini, dijo:- Sacame la cabeza, no aguanto más.Él se acomodó en la cama, de modo que Mirtha pudiera reposar la cabeza en su pecho. Así se quedó, respirando cada vez más lentamente, mientras Frattini le acariciaba el cabello. Un rato, un siglo después, vio que sus tres hermanas empezaban a llorar, que se tomaban la cabeza y se arrodillaban ante la cama. No sabía por qué. No quería saberlo. Tan sólo quería quedarse así, llorando, acariciando a Mirtha, susurrándole cosas al oído sin importarle que ya no pudiera escucharlo.
Published on March 26, 2020 05:36
March 25, 2020
Lecturas de cuarentena: Un caballero en el purgatorio. Capítulos 16 y 17.
16
Estaba sentado al sol con el Yerbatero en uno de los rincones del patio, tomando mate. De pronto, su compañero alzó la cabeza como si hubiera descubierto un viejo recuerdo entre todos los que había contado aquella mañana. Pero no era un recuerdo, al menos no todavía. - Mirá, Pistola. Ese se llama Faría – dijo el Yerbatero señalando a un interno que caminaba solo por el patio.- ¿Y qué pasa?- Ya vas a ver. Mirá, ahí viene Roldán.De pronto, los demás presos se apartaron y Frattini pudo ver que otro se acercaba a Faría, con una mano en el bolsillo. Al llegar junto a Faría, Roldán retiró la mano de su bolsillo. Durante una milésima de segundo, Frattini pudo ver el brillo del metal. Luego, la mano de Roldán incrustó la faca en el pecho de Faría y la removió dentro de su cuerpo. Al caer, Faría ya iba camino al infierno. Roldán soltó la faca y escupió sobre el cadáver. - Ya lo mató. Ahora corramos… - dijo el Yerbatero, incorporándose de golpe.Él y Frattini corrieron hacia el interior del Pabellón, entre otros presos que gritaban y los guardias que salían con los bastones en alto.Durante dos horas, los guardias requisaron los Pabellones e interrogaron a cada uno de los internos sin obtener respuesta. Nadie había visto nada. Nadie sabía quién había sido el asesino. Sin embargo, Frattini no podía dejar de pensar en el rostro de Roldán en el momento justo en que hería de muerte a Faría.Cuando las aguas se aquietaron, o mejor dicho, cuando las autoridades del penal aceptaron que los internos preferían compartir la condena por asesinato que denunciar al asesino, Frattini se acercó al Yerbatero y le preguntó:- ¿Por qué lo mató?- Faría y Roldán eran muy amigos. Cayeron juntos hace tiempo. Cada vez que la mujer de Roldán venía a visitarlo, a Faría se le iban los ojos. Como Faría tenía una condena menor, cuando salió lo primero que hizo fue a visitar a la mujer del Roldán. Se la cogió una vez sola. Y la semana pasada cayó en cana otra vez. Anoche lo trasladaron acá. - Lo peor que puede hacer un preso es cogerse a la mujer de un compañero que está adentro. Aprendételo de memoria, Pistola – dijo Pichón Laginestra,. Pero Faría no era el único que había sufrido una venganza en Devoto. El Yerbatero, que no había querido vengar el golpe de Frattini, parecía conocer todas aquellas historias. Incluso una que lo incluía al propio Franco.- Cuidate del Tano – le dijo el Yerbatero un día - Es buen pibe, pero le gusta tanto la guita que caga a cualquiera. Frattini no dijo nada, conocía demasiado a su amigo como para sorprenderse.- Cuando llegó, acá había unas piernas que habían sido compañeros suyos. El Tano les había cagado plata en un hecho, y cuando lo vieron llegar le pegaron tanto que casi lo matan.
Como al Yerbatero, a todos los internos les gustaba contar historias. Era una manera de matar el tiempo que debían pasar encerrados. Porque dentro del Penal los días se sucedían iguales unos a otros y una historia podía servir para tachar un par de horas de condena. Al principio Frattini se sorprendía al oír las conversaciones que le permitían conocer el historial de cada uno de sus compañeros y el de aquellos que habían pasado por el Pabellón. Pero con el correr de los días, notó que las anécdotas que contaban sus compañeros iban incorporando nuevos elementos, nuevos peligros, y se volvían más fantásticas cada vez que volvían a ser contadas. Después de contar su historia tres veces, Frattini también comenzó a mentir, no tanto por darse aires heroicos, sino porque hasta a él mismo se aburría.Pero el aburrimiento se interrumpía los días de visitas. De pronto, aquel lugar sórdido se llenaba con la risa de los hijos de los presos, con el afecto de sus padres, con la sensualidad de sus mujeres y las siluetas de sus hermanas. Como en el reformatorio, Frattini volvió a sentir envidia del Tano, que recibía la visita de su familia de manera ininterrumpida. Además de brindar un poco de afecto y aire nuevo, las visitas les llevaban yerba, azúcar, cigarrillos, galletitas. Montones de mercadería que servían para el consumo, para sobornar celadores o bien como moneda de cambio que les permitía conseguir drogas y privilegios.Antes de entrar al Pabellón, hombres, mujeres, niños y ancianos debían desnudarse y soportar el maltrato obsceno de los guardias. Aquello alejaba a las visitas y desolaba a los internos, que esperaban hasta último momento con la esperanza de ver entrar a sus familias. Al fin, cuando terminaba el horario de visita, muchos terminaban a los gritos, insultando al pasarela que se burlaba de ellos desde las alturas. Cada vez que un interno dejaba de recibir visitas comenzaba a desmoronarse. Pasaba días enteros acostado, se irritaba, dejaba de lavarse, como si más que una visita esperara la llegada de la muerte.Acostumbrado a la soledad y al abandono, Frattini ni siquiera esperaba tener visitas. Quizá por eso se emocionó tanto el día que oyó su apellido resonando en el pasillo.- Frattiniiiiiiiiiii, Frattiniiiiiiiiiiiiii – gritaba una voz de niña.Al asomarse, descubrió a su hermana Francisca buscándolo entre los internos. De inmediato, Frattini se echó a correr hacia la niña. La tomó en brazos y la besó en la frente, mientras sus hermanas mayores y Mirtha lloraban de alegría.- Las nenas te querían ver, Carlitos.Carlitos. Su propio nombre le resultaba tan ajeno como esas caricias que le dedicaban sus hermanas.- ¿Cómo hicieron para venir? Papá… - comenzó a decir Frattini, y se detuvo.Por un momento sintió que se le helaba la sangre. Carlitos, el niño golpeado seguía escondido dentro de él, detrás del hombre duro en el que se había convertido y que ya no le temía a nadie, ni siquiera a su padre. - ¿Cómo está él?- Igual que siempre. No sabe que vinimos – respondió Mirtha.
Ocho meses después del ingreso, Peralta y Zamudio se despidieron de Frattini y se marcharon de Devoto. Zamudio lo retuvo entre sus brazos temblorosos durante un buen rato, incapaz de decir nada, pero incapaz de ignorar lo que Frattini había hecho por él. - Andá tranquilo, Zamudio. No te metas en quilombos – dijo Frattini, pegado a la reja, viendo cómo se alejaban aquellos dos amigos tan idiotas, peligrosos y queridos.Franco salió al poco tiempo. De pronto, Frattini se había quedado solo en Devoto. Hasta el Yerbatero se preparaba para marcharse. Sin embargo, poco antes de cumplir su condena quiso presentarle a alguien. Estaban en el patio, y el Yerbatero se le acercó acompañado por otro hombre. - Pistola, te presento al Tano Martinelli.Frattini estrechó la mano del desconocido y pudo ver que tenía los brazos atravesados por infinitas cicatrices. El Tano notó la mirada de Frattini, y sonrió.- Mucha picana. - Se nota – dijo Frattini.- El Tano es uno de los mejores escruchantes de Buenos Aires – dijo el Yerbatero, pasando un brazo por los hombros de Martinelli. Y, en voz baja, con gesto serio, agregó:- Si lo escuchás, vas aprender muchas cosas, Pistola.- Franco me habló muy bien de vos – dijo Frattini.Desde ese día, el Tano Martinelli se convirtió en un su amigo. Aunque para Frattini más que un amigo resultó ser un verdadero maestro. Como estaba en otro Pabellón, sólo podían compartir los recreos, pero en esos ratos Frattini lo escuchaba con atención, memorizando cada uno de los consejos que le daba.- De caño no vas a hacer nada, ¿me escuchaste? La condena por mano armada es larga, así que yo te voy a enseñar algunos trucos con las llaves. Es un laburo seguro, y podés ganar mucha plata. Durante días, Martinelli le enseñó los secretos del buen escruchante. Primero había que aprender a identificar las llaves y clasificarlas según las combinaciones que cada una permitiera. La llave más sencilla era la que el Tano llamaba “petisa”, que tenía apenas cinco combinaciones. La Yale, esa que se usaba para abrir las puertas de calle de los edificios, era la más compleja de todas, con más de 100.000 combinaciones. - ¿Vos trabajabas las llaves? - No – respondió Frattini.- Tenés que trabajarlas todas. Tu llavero tiene que ser como el muestrario de un tapicero: cada llave debe tener su propia textura, su propio color, su propio canal y su propia cantidad de dientes. Limalas de un lado y del otro. Cuantas más llaves distintas tengas, más puertas se te van a abrir. - Ya tengo ganas de salir…- ¿Para qué querés salir a robar?- Para poder vivir.- Para poder vivir podés limpiar baños – dijo el Tano, con un tono de reproche. Después, mirándolo a los ojos, agregó:- No, Pistola. Si salís a robar, es para vivir bien. Para ir a los mejores restaurantes, para tomar el mejor vino, para tomar la mejor falopa, para vestir las mejores pilchas del mundo y para cogerte a las mejores minas. Si no es para eso, ¿qué sentido tiene arriesgarse?- Yo no tomo y no me falopeo – dijo Frattini, con el orgullo herido.- Mejor. Y si algún día empezás a tomar falopa, hacelo cuando no trabajes. El que se falopea para salir a robar es un gil. No tiene reflejos y se saca y puede terminar matando a alguien. Y eso no es de buen ladrón.La proximidad del fin de su condena y las conversaciones con el Tano envolvieron a Frattini en una ansiedad que lo asfixiaba. Cada día, se detenía a mirar el cielo con la boca abierta, como un pez afuera del agua. Cuando el Tano Martinelli salió, el aburrimiento se le volvió insoportable. Estaba harto de la rutina. A veces, mirándose al espejo, creía notar que su piel estaba verde, quizá por el encierro, quizá por el mate que pasaba de mano en mano, como si eso bastara para que el tiempo pasara de una vez por todas. Cerraba los ojos para imaginar las calles de Buenos Aires, los cines, los restaurantes y las puertas que esperaban ser abiertas para regalarle joyas y billetes.Fue por aquellos últimos meses de condena que, sin darse cuenta, empezó a dibujar. Desde sus épocas de estudiante que no se concentraba en algo más que no fueran llaves y cerraduras. Pero aquel día encontró una fotografía de Rita Hayworth en una revista y no pudo contenerse. Pidió prestado un lápiz, un papel, y comenzó a dibujar el retrato. Lentamente, otros internos se fueron acercando para contemplar el prodigio. - Pistola, ¿quién te enseñó a dibujar así? – le preguntó Pichón Laginestra.Pero Frattini no le contestó. Ya había comenzado a copiar el rostro de Glenn Ford. No podía detenerse. Cada línea que dibujaba, cada minuto que pasaba, era uno menos ahí adentro.
17
Eran las doce de la noche cuando cruzó aquel mismo portón por el que había entrado hacía ya un año. La calle estaba desierta. Antes de alejarse del Penal, lo observó con detenimiento. De las ventanas de los pabellones le llegó el desconsuelo mudo de sus ahora ex compañeros de encierro. Frattini se desabrochó los primeros botones de la camisa para superar esa sensación de asfixia que lo había acompañado durante toda su condena.Esa misma noche alquiló una pieza en una pensión del Once. Aunque estaba agotado por los nervios, le costó dormirse. Él, que siempre había sido un niño, un joven, un hombre solitario, de pronto extrañaba los murmullos, el roce de las mantas y los ronquidos de los demás internos que habían sido su canción de cuna durante todo un año.Pero al día siguiente disfrutó darse una ducha en soledad. Se afeitó, se vistió con las únicas ropas que tenía y salió a la calle. Si bien en Devoto había fantaseado con los robos que haría el primer día de libertad, ahora que había llegado el momento algo en su interior le decía que no podía cometer los mismos errores.Antes que nada, quería visitar a Mirtha y las nenas. Poco a poco, a medida que se fue acercando a La Boca, su cuerpo se fue aflojando, como si las calles por las que había vagado de niño sólo le trajeran recuerdos felices. Los saludos de los vecinos, de los almaceneros, de los canillitas que lo conocían lo pusieron de buen humor. Después de un año entre ladrones, asesinos y violadores, La Boca era el paraíso.Al entrar al patio del conventillo, las mujeres lo abrazaron.- Carlitos, no te metas en quilombos – le decían.El las abrazaba, las besaba en las mejillas y les preguntaba por cada uno de sus hijos, maridos o nietos. Al fin, se decidió a entrar en su casa. Subió las escaleras con el recuerdo de las noches que había pasado allí escondido, escapando de los golpes de su padre.Llamó a la puerta, y Mirtha lo recibió con una sonrisa. Entró y se sentó a la mesa. Mirtha le sirvió facturas y mate, con ese gesto tan suyo que encerraba el silencioso sometimiento al que la había condenado su marido. En un momento, Mirtha se llevó ambas manos a la cabeza y comenzó a presionarse la frente con los pulgares. Con los ojos cerrados, se masajeó las sienes respirando lentamente, como si los movimientos le costaran demasiado esfuerzo.- ¿Qué te pasa? - Nada. Me duele la cabeza.- ¿Tomaste una aspirina?- Sí, pero no se me pasa. Todos los días es igual. Y cada vez me duele más. A veces, ni siquiera puedo dormir.- ¿Fuiste al médico?- Sí, pero dicen que no es nada.Conversaron durante un rato, hasta que Frattini comenzó a sentirse inquieto. Miraba las paredes, las camas, los juguetes de sus hermanas y, además de la emoción del reencuentro y los recuerdos, sintió una terrible extrañeza con todo lo que lo rodeaba. Era y no era su casa. Era y no era su infancia. Era su vida, pero él quería otra.Al fin, se incorporó y se despidió de Mirtha.- ¿No te quedás a comer? Las nenas van a llegar del colegio en un rato… siempre preguntan por vos – dijo Mirtha, retorciéndose las manos en el delantal.- No, mamá. Vengo otro día. Tengo mucho que hacer.- Cuidate, Carlitos. Por favor, cuidate.
Al verlo entrar, los mozos de La Churrasquita se acercaron para saludarlo. - Carlitos, tanto tiempo…- Hola, hola…Mientras estrechaba manos y repartía abrazos, buscaba entre los comensales el rostro que había ido a buscar. Lo encontró sentado a una mesa, comiendo un enorme plato de carnes y ensalada. Cuando estuvo junto a él, el Tano Martinelli, que se estaba llevando el tenedor a la boca, se incorporó de un salto.- Pistola, viniste.Se abrazaron con afecto.- Vení, sentate – dijo el Tano, mientras alzaba una mano para llamar a uno de los mozos.- ¿Qué desean los señores atorrantes? – preguntó el mozo, que los conocía demasiado.- ¿Qué comés, Pistola? – le preguntó el Tano.- Ya comí – mintió Frattini.El Tano ladeó la cabeza.- Dale, dale. Yo invito.Mientras comían, conversaron sobre la suerte de sus compañeros. Al fin, cuando les retiraron los platos y les sirvieron el café, el Tano se puso serio. Había llegado la hora de hablar de negocios.- Me imagino que no viniste solamente para saludarme – dijo.- No.- ¿Querés volver a laburar?Frattini retiró de su bolsillo un llavero con más de cincuenta llaves que había limado y perfeccionado tal y como el Tano le había enseñado en los recreos de Devoto.- Epa, estuviste con el cerrajero, veo.- Sí, pero necesito un compañero – respondió Frattini mirándolo a los ojos.- ¿Dónde vas a encontrar un compañero que te garpe la comida? – dijo el Tano, señalándose el pecho.Frattini sonrió. Otra vez estaba en el ruedo.
Era el mes de mayo, y el cielo de Buenos Aires comenzaba a fundirse en gris plomo, cubriendo de sombras las calles, el hollín de las iglesias que habían sido incendiadas el año anterior, la fachada de los edificios y hasta la Casa de Gobierno, cercada por los conspiradores. Y sin embargo, Frattini y el Tano Martinelli disfrutaban de una eterna primavera iluminada por el brillo de las joyas.Desde el comienzo de aquella sociedad, Frattini había incorporado cada uno de los tics que el Tano le había enseñado en Devoto. Para el Tano, estaba prohibido tomar ascensores. Después de abrir una puerta de calle, subían las escaleras hasta el último de los pisos. Elegían una puerta, y entonces el Tano se quitaba el alfiler de la corbata con delicadeza y la utilizaba para abrir la mirilla de la puerta. Si la casa parecía despejada, entraban. Si alguna sombra se movía, se echaban a correr por las escaleras como dos atletas olímpicos. Siempre la misma rutina, siempre grandes botines. Era una época dorada, literalmente. Frattini podía notarlo en cada cajón, en cada cómoda, en cada alhajero que desvalijaba.Tantas joyas había que en apenas un par de semanas pudo comprarse trajes a medida, camisas, medias, zapatos y sobretodos mejores que los que había tenido antes de ser detenido y que, quién podía saberlo, habrían sido robados por sus antiguos vecinos de pensión o, incluso, por los mismos policías que lo habían detenido allá por 1954.Ahora hasta podía darse el lujo de conservar algunas joyas. Así fue que, un día, al abrir un cajón de una mesa de luz de un departamento de Palermo, se encontró un anillo de metal blanco con una enorme piedra engarzada. Al recogerla, lo primero que hizo fue enseñársela al Tano Martinelli. - Lindo anillo – dijo su compañero.Frattini se acercó el anillo a la boca y le arrojó una bocanada de aliento. Al ver que la piedra no se empañaba, su corazón latió más fuerte.- Es una piedra buena – dijo.- Dale, vamos a ver qué dice José.Se marcharon del departamento cargados de joyas. En la calle Libertad, José los hizo pasar a la oficina del fondo. El Tano y Frattini vaciaron los bolsillos sobre el mostrador. Después de analizar, pesar y ponerle un precio a las joyas, el reduce les entregó el dinero que les correspondía. Sólo entonces Frattini retiró el anillo de su bolsillo y se lo enseñó a José, diciendo:- ¿Qué tan bueno es?José volvió a colocarse el monóculo, tomó el anillo y lo observó detenidamente. - Es un brillante. Cinco quilates. - ¿Y tiene carbón?- Nada. Te lo compro.- No, me lo voy a quedar – dijo Frattini y le entregó la mitad de su valor al Tano Martinelli.- Guardá la plata. Te lo regalo – dijo su compañero. Y, riendo, agregó: - Así se lo regalás a alguna mina.Frattini consultó la hora. Tenía una hora antes de que su padre regresara del trabajo. Debía apurarse, comprar aspirinas y visitar a Mirtha, que seguía con sus terribles dolores de cabeza.
El 16 de junio de aquel año, 1955, mientras almorzaban, el Tano Martinelli le dijo que hacía tiempo que quería entrar a un edificio de la esquina de Avenida de Mayo y Perú. - Vamos, hoy estoy cansado, no quiero caminar mucho – respondió Frattini.- Vos no caminás, Pistola, vos volás. Como cuando jugabas a la pelota. Si te vieras, no te reconocerías. Vas en el aire… - se rió Tito Ramos, uno de los otros escruchantes que compartían mesa con él y Martinelli.- Dale, pedí la cuenta y vamos.Al salir a la calle, sintieron un ruido extraño. Alzaron la vista, para descubrir el cielo cubierto por una espesa neblina.- ¿Qué pasa? – preguntó Frattini.- Qué sé yo. Dale, tenés que ver ese edificio.Bajaron por Corrientes hasta Florida, y allí doblaron en dirección a la Avenida de Mayo. Las calles estaban sembradas de policías que no dejaban de mirar el cielo, como toda la gente que entraba y salía de los bancos, las oficinas y los negocios. ¿Tanta curiosidad podía darles esa neblina? Al llegar a la esquina de Perú y Avenida de Mayo, el Tano le señaló el edificio. Cabezas de Cupidos, ángeles o niños sobrealimentados decoraban la fachada revestida de mármol y yeso. La puerta, de hierro con apliques de bronce lustrado, se abrió tan fácilmente que sólo podía ser un buen augurio. Subieron hasta el tercer piso por las escaleras impecablemente barridas y enceradas. Se detuvieron frente a la única puerta que encontraron. El Tano se quitó el alfiler de la corbata, y abrió la mirilla. Se acercó para mirar el interior del departamento y sacudió la cabeza, dando a entender que estaba vacío. Con cuidado, Frattini insertó una de sus llaves en la cerradura. Cerró los ojos, tomó el picaporte con la otra mano e hizo girar la llave. Cuando la puerta se abrió, volvió a abrir los ojos. Entraron.El departamento ocupaba todo el piso. Recorrieron las cinco habitaciones con tanto éxito que las joyas apenas si les cabían en los bolsillos del pantalón y del saco. El Tano sonreía, feliz y orgulloso.- Te dije, Pistola.- Vamos – dijo Frattini.Mientas bajaban las escaleras oyeron un zumbido estridente. Se miraron, asustados. - Dale, dale – murmuró el Tano, saltando de a tres escalones.- ¿Qué mierda es? – preguntó Frattini.Lo supieron al salir a la calle.La gente corría de un lado a otro, como si la ciudad fuera un hormiguero. Pronto, oyeron una gran explosión que provenía desde la Plaza de Mayo. Alzaron la vista, y entonces los vieron: los aviones que habían pasado toda la mañana sobrevolando la ciudad por sobre la neblina, ahora se lanzaban en picada sobre la Plaza, soltando racimos de bombas. Desde la 9 de Julio vieron que se acercaba una muchedumbre.Desesperados, se echaron a correr en dirección a la Plaza. Al llegar, se detuvieron completamente desorientados, aterrorizados y confundidos por los cráteres que abrían las entrañas de Buenos Aires y los árboles que ardían como si fuera una pesadilla. El grito de los heridos a Frattini le dio más pavor que todas las peleas y las requisas que había presenciado en Devoto. En ese momento, por Balcarce ingresaba un autobús. Entonces el aire de la plaza se cortó por el zumbido de un avión que pasaba en vuelo rasante. Segundos después, el ómnibus estallaba y se alzaba sobre la plaza convertido en una maraña de fuego e hierros retorcidos.A Frattini le retumbaban los oídos, el corazón. No podía moverse. De pronto, el Tano Martinelli lo tomó del brazo. - Corré, pelotudo – le gritó.Se echaron a correr sin mirar atrás, sin prestar atención a los cadáveres, a los heridos, a los edificios que comenzaban a derrumbarse por las bombas.Llegaron a San Telmo con el último aliento. Frattini temblaba. Se despidieron poco después, cuando los aviones se habían marchado a Uruguay, buscando refugio tras el Golpe de Estado fallido.Esa noche Frattini compró la edición de la tarde de un periódico. Entró a un restaurante, se sentó en una mesa y abrió el diario. Vio una fotografía del autobús que había visto estallar delante de sus ojos. Pidió la comida. Entornando los ojos, leyó el epígrafe de la foto. El autobús estaba repleto de niños que iban a la escuela. Regresó a la pensión sin probar un solo bocado.
Published on March 25, 2020 05:20
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