Roberto Martínez Guzmán's Blog, page 8

June 24, 2013

Muerte sin resurrección (1os capítulos): Cap. OCHO


MARTES SANTOCapítulo Ocho

Sebas miró en la penumbra a María y pensó cómo sería su vida en soledad, sobreviviendo sin la compañía de aquel delicado cuerpo que cada mañana lo acompañaba al despertar. Sabía que en el mundo había almas tristes, seres sin alegría ni ilusión que, de tanto guardarse su amor, habían acabado por olvidar que ese era el bien más preciado que podían ofrecer. También sabía que hasta hacía tan solo dos años, él había sido una de esas almas, perdido por mundos de mentira, sin sospechar que su actual vida no solo podía existir sino también estar a su alcance.Recién salido de la ducha y con su cuerpo aún húmedo, se sentó en la cama y observó a su joven mujer mientras dormía. Acarició su pelo despeinado por la almohada, y como siempre, deseó poder quedarse a contemplarla, poder recorrer con la yema de sus dedos las curvas de su rostro, y acompañarla en su lento despertar, saborear cada rasgo de su cara, cada expresión y cada mirada. Hubiese dado varios años de su vida en aquel momento por poder seguir allí durante horas. En el fondo, por algo tan accesible que solamente tendría que esperar a que llegase el fin de semana para tenerlo.Se levantó sin mover la cama y comenzó a vestirse, a prepararse para iniciar el nuevo día, sin dejar de escuchar el acompasado respirar de María. Luego, regresó al baño. Allí, se afeitó y se peinó cuidadosamente. Cuando acabó, miró el reloj, las seis y media de la mañana. A las siete debía abrir su empresa y no podía perder tiempo. De nuevo en la habitación, acercó sus labios a la suave cara de María, a modo de despedida. La besó dulcemente y la chica abrió levemente sus ojos. Casi todos los días lo hacía en ese momento:—¿Ya te vas? —preguntó con voz somnolienta.—Sí, se me está haciendo tarde. —¿Has desayunado? —No, no me da tiempo. —Nunca desayunas. No puedes ir a trabajar en ayunas. —Ya como algo en la empresa, no te preocupes. Cierra los ojos, aún puedes dormir una hora más —le susurró al oído, mientras volvía a besarla. —Te quiero, cariño. —Yo también. María dio una vuelta en la cama y cerró los ojos bajo la enamorada mirada de su marido. En cuanto esto sucedió, Sebas apagó la luz del baño, cogió algunas galletas en la cocina de forma apresurada y se dirigió hacia la puerta de entrada. Mientras esperaba el ascensor, en el silencio que se respiraba a aquella hora en el edificio, metió en la boca una de las pastas, a la vez que repasaba mentalmente las tareas que debía realizar. Le gustaba tener todo en orden a las ocho, hora en que llegarían sus tres empleados. Todas las máquinas a punto, los encargos preparados y el trabajo de cada uno perfectamente programado.Entró en el ascensor y marcó el sótano, un pequeño garaje vecinal cuya única luz no funcionaba desde el domingo. Estaba seguro de que así seguiría. La eficiencia no era la principal virtud del presidente de su comunidad, por eso era más que probable que el foco permaneciese eternamente fundido hasta que él mismo se decidiera a cambiarlo.En cuanto llegó, dejó la puerta del ascensor abierta, aprovechando su luz. También encendió la pantalla de su móvil para poder iluminar levemente sus pasos hasta el coche, evitando dirigir su vista hacia los distintos automóviles estacionados a cada lado del pasillo central. Una vez dentro de su Opel Astra, activó de inmediato el mando del portalón de salida. Mientras este se abría, ya encendió el motor y los faros del vehículo, encaminándose hacia la salida sin perder tiempo.Sebas intentaba mantener la calma, demostrarse a sí mismo que era absurda su actitud, pero lo cierto era que aquella situación le aterraba. La combinación de oscuridad y automóviles le acercaba hasta el presente siniestros recuerdos desde lo más escondido de su pasado. Episodios vitales superados, pero que le hacían sentir como un ser miserable delante del espejo y, de vez en cuando, provocaban que se despertase de noche en medio de alguna pesadilla.En todo caso, pensó, eso era pasado: los muertos solo regresan en sueños, y yo debo vivir mi presente, mi extraordinaria vida actual junto a María.Solo unas horas después, al mediodía, ya estaría de vuelta a su lado.
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MUERTE SIN RESURRECCIÓN en el blog:
- Prólogo: leer
I. DOMINGO DE RAMOS:
- Capítulo 1: leer
- Capítulo 2: leer
- Capítulo 3: leer
II. LUNES SANTO:
- Capítulo 4: leer
- Capítulo 5: leer
- Capítulo 6: leer
- Capítulo 7: leer
III. MARTES SANTO:
- Capítulo 8: leer______________

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Published on June 24, 2013 06:17

June 17, 2013

Muerte sin resurrección (1os capítulos): Cap. SIETE


LUNES SANTOCapítulo Siete

Cuando a las cuatro de la madrugada el Citroën C4 de Eva paró en el centro exacto de la Plaza del Corregidor, una hilera de jóvenes esperaban de pie al lado de la entrada del pub, custodiados por un agente de uniforme. Entre ellos, sobresalía una chica rubia con la cabeza entre sus manos, sentada en el portal del viejo edificio colindante. A su lado, otro agente custodiaba la entrada evitando que pasara alguno de los escasos curiosos que se habían congregado en la plaza. Escasos, porque al fin y al cabo, el ambiente de la noche de un lunes no daba para mucho más.
Eva se bajó con cierta desgana del coche, y se dirigió directamente al local. Nadie de los presentes en la plaza había reparado en su llegada, excepto el agente de la entrada, que no se molestó en pedirle la acreditación. Su rizada cabellera roja constituía para cualquier miembro del Cuerpo de Policía una presentación mucho más evidente que su propia placa reglamentaria.
—Buenas noches, Inspectora Santiago —la saludó el policía—. Su compañero está dentro.
—Gracias agente, y buenas noches.
Dentro del local, todas las luces estaban encendidas. Aquello ya no parecía un pub, sino una cafetería de desayunos.
—En el baño de señoras —le gritó desde el fondo el Subinspector Cruz, encargado inicialmente del caso—. Le han rajado el cuello a conciencia, desde un extremo al otro. Tremendo, un poco más y lo decapitan.
Eva fue a su encuentro y se paró frente a él.
—Me ha llamado el comisario, y me ha encargado que lleve el caso —quiso aclarar antes de nada—. Ya sabes cómo es Míguez. Me dijo a viva voz: «Santiago, vaya usted allí. Es un asesinato y todo apunta a que buscamos a una chica. Usted es la indicada, sabrá cómo piensa esa mujer».
El Subinspector Cruz, Antón, dejó escapar una sonrisa. Ella prosiguió:
—A veces tengo la sensación de que se cree que las mujeres somos un subgénero animal dentro de la raza humana que nos regimos por claves secretas. Me da alergia la noche y malditas las ganas que tengo de estar aquí. Pero sobre todo, no quiero que pienses que te he querido sacar el caso. Esto no ha sido cosa mía.
—No te preocupes, sabes que no desconfío de ti. Además, pienso que si te ha llamado, es simplemente porque lo que en principio parecía un homicidio ahora se está empezando a complicar un poco.
—¿Qué sabemos? —preguntó Eva, dando por concluido su descargo.
Antón abrió su pequeño bloc de notas:
—Pues la víctima es: Javier Fernández Losada, veinticinco años, residencia oficial en Lugo. Tenía la cartera encima: carnet de identidad,  una tarjeta de débito y algo de dinero. Por lo que aparentemente queda descartado el robo. También llevaba unas llaves, tabaco y un teléfono móvil, con un par de mensajes que nos pueden interesar. Apareció con el cuello rajado y una pelota de golf dentro de la boca.
—¿Antecedentes? —lo cortó Eva.
—No, ninguno. Puede ser un estudiante, pero no está confirmado.
—Y sospechamos de una mujer...
—Sí. Por lo que sabemos, Javier llegó y estuvo todo el tiempo con una chica. Pero el problema es que a esta chica, ya nadie la vio después. Es más, una de los clientes asegura que se cruzó con ella esperando para entrar al baño, y que cuando salió le dijo en tono sereno que «su novio aún estaba dentro». Como le extrañó la situación, llamó para meterle prisa al supuesto novio y, al golpear la puerta, esta se abrió y ahí fue cuando descubrió el desaguisado. La pobre está destrozada.
Antón tomó aire y prosiguió, ahora en un tono más bajo:
—Pienso que la actitud de esta misteriosa mujer, y el hecho de que el cadáver apareciera con una pelota de golf dentro de la boca, la convierten claramente en sospechosa de asesinato —razonó, buscando la aprobación de su compañera.
Pero Eva no era una mujer de conclusiones precipitadas y no se dio por conforme, aunque sí pensó que quizá su compañero no estuviera del todo mal encaminado.
—Y el camarero, ¿qué dice? —preguntó.
—Lo ha identificado. Le suena la cara del chico, pero no como cliente habitual. Recuerda que le sirvió un cubata y un agua. El cubata es ese —señalando al vasar de la pared del fondo.
—¿Y el agua?
Antón se encogió de hombros. Eva se fijó en el vasar. Después buscó con la mirada en los de alrededor. En la barra, por el suelo. Nada. Finalmente, se dio la vuelta y se dirigió al baño, ante la mirada de su compañero.
—Respira hondo antes de entrar... no es agradable —le advirtió él siguiéndola.
La inspectora no respondió, empujó la puerta con cuidado y vio el vómito que había a la entrada. Lo esquivó, avanzó un par de pasos y se fijó en el cadáver pálido y ensangrentado de Javi, tirado sobre su costado derecho. Observó toda la escena con detenimiento, tomándose su tiempo.
—¿Esto? —le preguntó a Antón, señalando el vómito con cierto desdén.
—Nada importante. Es de la chica que lo encontró. Ya te he dicho que se llevó la impresión de su vida.
—¿Seguro que es todo de ella?
—Sí, seguro. Se lo he preguntado y afirma que esa zona del baño estaba limpia cuando se abrió la puerta. Los chicos son todos amigos —siguió hablando ante el silencio de Eva, que parecía estar totalmente concentrada en el cadáver—. Estaban celebrando el cumpleaños de uno de ellos. Creo que no han bebido poco.
—Artilugio casero —se arrancó Eva en alto—, o un cúter a lo sumo. Fíjate en el centro del cuello, el corte es mucho menos limpio que en los lados —dijo, señalando al cadáver—. Tiene el pantalón abierto, casi bajado, pero no estaba teniendo relaciones sexuales. De ser así, lo tendría bajado por completo.
Luego se dio la vuelta, miró a Antón, después hacia la puerta, y comenzó a escenificar la acción:
—Si está orinando, y alguien abre la puerta, es imposible que le haga ese corte, porque a la fuerza, el chico se giraría para ver quién entra. Y si el móvil fuera sexual, el chico pretendiese forzarla y ella se defendió, él nunca le daría la espalda. En conclusión: entraron juntos, él se abrió los pantalones para orinar, y ella lo decapitó por detrás. La pelota se la colocó una vez muerto —concluyó—. Nadie en su sano juicio se mete una pelota de golf en la boca para orinar.
Después volvió a concentrarse en el cadáver del chico y sentenció:
—Entraron juntos y lo mató por sorpresa. Ahora tenemos que averiguar cómo llegaron a esa situación. ¿Qué dicen los mensajes de los que me hablaste? —le preguntó a Antón sin mirarlo.
—Son un par de SMS de un número desconocido, apuesto a que de Vodafone. En teoría, se los envió una «vieja amiga» para quedar con él. Pero, a tenor de sus respuestas, no sabía quién era ella.
—Bien —Eva pareció despertar de repente, saliendo del baño—, hay que moverse.
Se encaminó al centro del pub y comenzó a dar órdenes. Antón la seguía.
—Que alguien de paisano pregunte por los bares y pubs de la zona, aún no sabemos si eran pareja, si eran amigos... o si se odiaban a muerte. También hay que ponerse en contacto con los familiares. Aparte de darles la noticia, necesitamos saber dónde vivía este hombre y qué hacía aquí. De esta manera, también podremos comprobar en qué entorno se movía. Y otro agente que llame a Vodafone, con un poco de suerte la telefonista nos informará de quién es ese teléfono sin esperar a que llegue por escrito. Creo que su propietaria va a tener que darnos alguna explicación.
Antón tomaba nota de todos los encargos.
—Y luego, a ver si hay suerte y la autopsia nos dice algo más que no sepamos —concluyó.
—¿Y las huellas? Habrá dejado alguna... —razonó él.
—Sí, que las busquen. Pero olvídate, es un pub, habrá miles.
Dicho esto, continuó:
—Ponte en marcha con eso y luego nos vemos en Comisaría —Antón asintió con la cabeza—. Yo me quedaré aquí un rato a interrogar a los testigos y después me llevaré a la chica para que vea alguna foto —se tomó un respiro—. Eso, si está en condiciones.
Se encaminó hacia la salida.
—Odio tener que lidiar con niñatos borrachos —murmuró por el camino.


Tres horas más tarde, Eva ya estaba en Comisaría. Delante de ella y sentada frente a su mesa, la joven testigo se esforzaba por reconocer entre cientos de fotos a aquella misteriosa mujer con la que se había cruzado hacía apenas unas horas.
—¿Otro café? —le preguntó Eva.
—No, no, pero estoy algo cansada.
De todos modos, debía seguir viendo fotos. Eva ya había hablado con los padres del muchacho, recién llegados de Lugo, y que habían identificado el cadáver entre llantos. También sollozando le habían asegurado que Javi no tenía relación con el mundo de las drogas, ni una novia conocida, ni idea alguna de quien podía querer verlo muerto. Tan solo hablaron de una mujer desconocida que aquella misma mañana había llamado para preguntar si Javi estaría ese día en Lugo o en Ourense.
Otra vez, todo confluía en la misma misteriosa mujer. Eva se sentó en su sillón, esperando la llegada de su fiel compañero, con la confianza de que trajera buenas noticias.
No las trajo. Antón asomó tímidamente su cabeza por la puerta y le hizo una seña a Eva para que saliera al pasillo. La conversación no duró más de medio minuto. Luego entraron los dos y ella se dirigió a la chica, con cara de preocupación:
—Sara, vete a casa, cariño —le dijo.
—Puedo seguir, no me importa —levantando la vista de las fotos.
—No, da igual, no creo que esté ahí —prosiguió—. Márchate a casa y descansa. Si necesitamos algo, ya te llamo. Gracias por tu colaboración y siento mucho la noche que has tenido que pasar.
La chica se levantó y Antón ocupó su lugar delante de Eva. Esta descolgó el teléfono pensativa:
—Soy Santiago, que un agente acerque a la chica que está saliendo hasta su domicilio.
Luego colgó, se dejó caer en el sillón, y centró su atención en Antón. Era el momento de cambiar de turno, completar el informe del caso e irse a casa. También de hacer balance:
—¿Así que el teléfono desde el que le enviaron esos mensajes a Javier está a nombre de una señora domiciliada en Vigo? —preguntó Eva.
—Sí. Un móvil de tarjeta, comprado hace casi cuatro años y registrado a nombre de Aurora Santiso Varela, 61 años, sin antecedentes y domiciliada en la calle Marqués de Valterra de Vigo. En este tiempo no han realizado llamadas con él, pero han tenido la delicadeza de ir recargándolo periódicamente para que la compañía no lo diera de baja.
—Eso es lo que me extraña. Me da la sensación de que la asesina ha conseguido ese teléfono a nombre de alguien con quien no la podamos relacionar, y por eso lo ha mantenido activo todo este tiempo. Y lo peor de todo: si esto es cierto, tenemos que pensar que lleva años planeando este asesinato.
—De todos modos, y dada la gravedad de este caso, los compañeros de Vigo han ido a su domicilio de inmediato, pero estaba ausente, o no quiso responder. Me imagino que en cuanto sea una hora más prudencial, volverán y harán algunas averiguaciones por el vecindario. No creo que tarden en dar con ella.
—Sí, pero esa no es la mujer que buscamos. Así que puede ser una pista fiable, pero más bien parece un callejón sin salida.
Antón bajó la cabeza, el caso se complicaba cada vez más y las posibles pistas se habían agotado, al igual que el turno de aquella noche. Eva comenzó a redactar el informe policial, pero no dejaba de procesar en su cabeza todos los datos que habían podido ir recabando a lo largo de la noche. En cuanto acabó, pulsó a imprimir, se levantó a recoger el folio que ya estaba a salir por la impresora, y se lo dio a firmar a Antón. Luego lo haría ella.
—Tal como lo veo yo —razonó mientras volvía a su asiento—, todo apunta a un ajuste de cuentas, o a un asesinato por encargo cometido por una profesional que seguramente ya ha salido de la ciudad. Todo, excepto que no conocemos a ninguna sicario que actúe sola, y mucho menos a una que deje como tarjeta de visita una pelota de golf. Además, hay otro dato quizá todavía más definitivo que nos invita a descartar esa posibilidad —dijo, volviendo a recostarse en el sillón.
Antón hizo un gesto propio de esperar la aclaración de Eva, mientras le devolvía el informe:
—Que he estado hablando con los padres del chico y resulta que nuestro amigo Don Javier Fernández Losada era un perfecto don nadie. Cuesta trabajo imaginarse que alguien pueda estar interesado en  pagar un solo euro para verlo muerto.
Los dos se levantaron y salieron juntos de la Comisaría, dejando el informe encima de la mesa. Afuera, una consistente niebla cubría el cercano el río Miño, intentando desafiar a los primeros rayos de luz que ya se vislumbraban en el horizonte. Pronto empezaría un nuevo día.

Contenido del informe:
—Hechos: asesinato en el baño del pub «Corregidor Cuatro».—Víctima: Javier Fernández Losada, 25 años, estudiante.—Procedimiento: corte en el cuello con objeto desconocido (probablemente, un cúter). El cadáver fue encontrado con una pelota de golf dentro de la boca.—Sospechosa: Identidad desconocida.—Descripción aprox.: mujer blanca, 30 años, 1,60, 50 kilos, tez blanca, facciones suaves. Detener e interrogar.—Relación entre ellos: desconocidos o amistad ocasional.—Testigos: Sara Rodríguez Rodríguez (testigo ocular)—Móvil: desconocido.—Pistas: mensajes de texto desde un teléfono de Aurora Santiso Varela, 61 años, vecina de Vigo. Pendiente de localizar e interrogar por la Comisaríade Vigo (pasarán informe)—Acciones inmediatas: comprobar entorno de la víctima. —Pendiente informe de autopsia.

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Published on June 17, 2013 03:39

June 10, 2013

Muerte sin resurrección (1os capítulos): Cap. SEIS


LUNES SANTOCapítulo Seis

A las diez de la noche, mientras atravesaba a pie el emblemático Puente Nuevo sobre el río Miño, Javi se sentía seguro de haber completado los deberes básicos que todo caballero debe realizar antes de enfrentarse a una cita. Se había duchado de nuevo, se había cambiado de ropa varias veces delante del pequeño espejo que presidía su cuarto de baño, y hasta se había afeitado. La primera vez en las últimas dos semanas. Incluso, y haciendo un exceso, había rebuscado dentro de su anciano bolso de viaje hasta recuperar del fondo un pequeño frasco de colonia, regalo de su madre hacía poco más de un mes, en su último cumpleaños. Sin duda, una ocasión como esta, se merecía el honor de estrenarlo, había pensado.
Pocos minutos después, ya había llegado a Curros Enríquez, lo que significaba que en cuanto cruzase la calle Sáenz Díez, habría llegado a la cafetería. Miró un momento el reloj para asegurarse de que llegaba algo tarde. Un detalle premeditado, pues pensó que así no tendría tiempo para valorar la posibilidad de volverse a casa mientras esperaba la llegada de su acompañante.
Sin embargo, al subir el pequeño escalón de la entrada, no pudo evitar sentir un fuerte cosquilleo en el estómago, pero era demasiado tarde para volverse atrás. Abrió la puerta, entró discretamente y se dirigió a la barra mientras echaba una rápida ojeada a todas las mesas, sin parar la mirada en ninguna. Como por casualidad, pero suficiente para conseguir un listado de todos los clientes: en la primera mesa, una acaramelada pareja, un grupo de cinco amigos en la tercera, y una chica morena en la sexta. Las demás, vacías. Por su parte en la barra, solo vio a otra chica morena sentada sobre un taburete y a un hombre de unos cincuenta años de pie leyendo el periódico, a unos dos metros de la chica. Recordó la descripción de Toño y examinó ya sin disimulo a la chica de la barra. Demasiado pecho.
Salvo el camarero, que esperaba frente a Javi, nadie parecía haberse dado cuenta de su llegada, pero dedujo que, por fuerza, su misteriosa amiga tenía que ser la chica sentada en la mesa del fondo. No había otra opción.
—¿Qué va a tomar? —dijo el camarero, ante la aparente pasividad de su cliente.
Buena pregunta, pensó Javi. Decidió volverse ligeramente para espiar qué estaba tomando su futura acompañante: en apariencia, Coca-Cola. ¿Sola o combinada? Javi se tomó un momento para valorar la situación y luego se giró de nuevo hacia el camarero:
—Coca-Cola con ron. Me siento allí —señalando al fondo—, en la mesa en donde está la chica morena.
—¿Algún ron en especial?
—No, cualquiera —contestó, encaminándose ya hacia la quinta mesa.
No llevaba ni medio recorrido andado cuando la chica levantó los ojos y fijó su mirada en él, al tiempo que se dibujaba una amplia sonrisa en su cara, a modo de bienvenida. Por su parte, Javi había estado toda la tarde ensayando cómo presentarse en ese momento. Alguna de las muchas y por lo general ridículas frases que un hombre puede pensar como ideales para estas situaciones. Aunque, finalmente, solo acertó a decir:
—¿Quién eres?
—Hola —la sonrisa de la chica se hizo ahora aún más evidente—. Ya te lo he dicho, una vieja amiga.
—Pero yo no me acuerdo de ti, ¿debería reconocerte?
—¿No vas a sentarte...? —preguntó ella, intentado relajar el ambiente.
Javi se sentó, mientras el camarero traía su bebida. En cuanto este se fue, la tensión que dominaba al muchacho volvió a dirigir la conversación:
—Sé que estuviste en el Factoría, y vi el ordenador en el que te sentaste —dijo sin preámbulos—. La última persona que estuvo en él, había insertado un anuncio de prostitución. Y el camarero me aseguró que allí solo te habías sentado tú en toda la mañana.
La hasta ese momento perenne sonrisa, se borró de la cara de la chica de repente:
—No eran míos.
—Lo digo porque si esta cita es algún truco para conseguir clientes, o para atracarme, ya te advierto que ni tengo dinero, ni yo...
—No soy prostituta —lo cortó—. No lo soy, ni lo he sido nunca. Ni tampoco tengo intención de serlo en el futuro —remarcó convencida.
—Entonces, ¿por qué me buscas, por qué me has escrito?
—Ya te lo he dicho. Soy una vieja amiga.
—Pero si yo no sé quién eres, ni siquiera cómo te llamas.
Se hizo un silencio incómodo, eterno para Javi. Finalmente, la chica lo miró a los ojos. Una de esas miradas que parece desnudarte el alma:
—Emma, me llamo Emma.
—Pues lo siento, pero no me acuerdo de ti.
—Puede ser. Solo nos vimos una vez, hace ya tiempo, pero aquel día dejaste una huella imborrable en mí. Por eso te he buscado, y también por eso estoy hoy aquí.
—¿Dónde nos vimos, cuándo?
—Puede que no me reconozcas porque desde aquel día he cambiado bastante. De hecho, incluso en alguna ocasión he querido pasar por el quirófano para retocarme la cara. Ya sabes, coquetería femenina.
—Sí, ya me imagino. Pero sigo sin recordar qué aspecto tenías antes.
—El día que me conociste, peor, sin lugar a dudas.
—Pues entonces has debido mejorar mucho con el tiempo.
Emma se lo tomó como un halago, porque en el fondo, no podía ser otra cosa. Pero para ella, en la práctica, también era la ocasión perfecta de desviar definitivamente una conversación que en modo alguno deseaba continuar:
—Y ahora, dime: ¿vas a relajarte y enseñarme la ciudad como acordamos, o vas a seguir interrogándome para averiguar algo que puedes estar seguro que te diré antes de que acabe esta noche?
Luego bajó la cabeza, junto con el tono de voz:
—Quizá no debí llamarte —apostilló haciéndose la ofendida.
—No, no. Me gustó que me escribieras. ¿De verdad, después me vas a decir de qué nos conocemos?
Emma asintió con la cabeza, al tiempo que la sonrisa de su cara adquiría un tono pícaro que ya no abandonaría. Javi también sonrió, por primera vez en toda la noche.

Casi cinco horas más tarde, Javi y Emma caminaban como dos buenos amigos a través de algunas de las estrechas calles que conforman la vetusta zona de vinos orensana. Cinco largas horas regadas de alcohol servido en locales semivacíos, de bromas forzadas y conversaciones intrascendentes. De música sugerente, en algunos momentos, y expectativas masculinas poco confesables, casi siempre. Cada estudiada sonrisa que Emma dejaba escapar, producía en el chico un curioso efecto hipnótico. Y la chica sonreía mucho, de eso no había duda. Javi aún no sabía qué misteriosa razón los relacionaba, cierto, pero «a estas alturas de la noche, a quién le importa eso», se preguntó en algún momento. Además, recordó que en la cafetería ella le había dicho que antes de que acabara esa noche sabría de qué se conocían, y pensó que una chica como Emma, nunca lo engañaría.
—¿Vamos al Corregidor? —sugirió Javi en su papel de anfitrión.
—¿Qué es eso? —preguntó Emma.
—Un pub —se rió él—. Se nota que no has estado mucho en Ourense.
—Sí, hace tiempo que no vengo por aquí.
Frente a la puerta del pequeño pub, Javi razonó que es una costumbre de buen caballero ceder el paso a una dama, y Emma entró primero. También razonó que ese podía ser un momento idóneo para acariciarle la espalda de manera discreta y, desde luego, no pensaba desaprovechar la ocasión. La chica le dejó hacer.
Una vez dentro, Emma dirigió una atenta mirada examinando el largo y oscuro local:
—¿Vamos al fondo? Aquí hay mucha gente —dijo.
En efecto, pese a ser lunes, un buen puñado de jóvenes se concentraba en la primera mitad del local, donde el camarero servía bebidas al mismo tiempo que se afanaba en pinchar a un volumen considerable las canciones de moda. A Javi le pareció buena la idea de Emma.
—Ve yendo mientras yo pido —logró hacerse oír entre la música—. ¿Qué tomas?
—Un agua —La tercera en la noche.
—No bebes mucho...
Emma sonrió de nuevo y se encaminó hacia el final del pub, mientras el chico pedía en la barra. Cuando Javi llegó con las bebidas, Emma seguía inspeccionando aquel sitio:
—¿Ahí están los baños? —le preguntó señalando dos puertas que había frente a ellos.
—Sí.
Emma se acercó y pareció dudar sobre cuál elegir. Abrió la de caballeros, echó un vistazo, reculó y, al final, entró en el de señoras. Salió a los pocos segundos, entre la extrañeza y las risas del chico:
—Solo quería comprobar una cosa —se explicó ella, rozando la oreja de Javi con sus labios mientras hablaba.
—¿El qué? ¿Cómo son los baños?
Emma no contestó. Se limitó a avanzar unos pasos hacia delante, y comenzar a bailar suavemente al son de la música. Javi la observaba detenidamente desde su espalda, sin temor a que ella considerara inadecuada su lasciva mirada. Luego dejó su copa sobre el vasar que estaba a su lado y se recogió el pelo en una coleta. Cuando quiso buscar con su mirada de nuevo a la chica, esta ya se había acercado y estaba frente a él:
—Pensé que serías más lanzado.
El chico palideció. Más por la cercanía de ella que por sus propias palabras.
—Es que no me gusta forzar las cosas —intentó disculparse.
—No tienes que forzar nada, simplemente dejar que ocurran.
Javi entendió. Era imposible no hacerlo, incluso para alguien como él. La misteriosa mujer a la que hacía tan solo unos minutos le había robado una caricia en la espalda, ahora le estaba abriendo las puertas de su intimidad de par en par. Pero esa era una situación que no había previsto. El chico balbuceó:
—Voy un momento al baño. Tengo ganas de...
—¿Quieres que te acompañe?
Él no supo qué responder. Se limitó a no perder detalle de lo que estaba escuchando.
—Los chicos no sabéis sacudirla al acabar, y siempre os olvidáis de la última gota, no es agradable.
Javi comprendió ahora aún más de lo que antes había comprendido. Se sentía desbordado, pero tampoco era cuestión de frenar una situación como aquella, pensó. Emma se abrazó a su cuello y le susurró al oído:
—Nadie nos ve.
Luego soltó el cuello del chico, cogió su bolso y agarrando de la mano a Javi, lo guió hasta el baño de señoras, cerrando la puerta tras de sí. Ya dentro, él se puso frente a la taza y se bajó levemente los pantalones. Al fin y al cabo, era lo que siempre hacía cuando iba al baño. Ella pegó su pequeño cuerpo contra su espalda:
—No creo que pueda así —razonó él.
—Relájate, estamos solos.
No se relajó. Quiso volverse, pero Emma lo evitó colocando también sus dos manos en la espalda del chico.
—No, no te muevas —le indicó ella, al tiempo que iba subiendo sobre el cuerpo de Javi hasta acariciar su cabeza.
Él obedeció. Inmóvil, notó como una de las manos de la chica dejaba de tocarlo, a la vez que la otra se había parado en su coleta, teniendo la sensación de que amenazaba con tirar de ella.
—¿Por qué me agarras la coleta? —protestó con el tono de un bebé disconforme.
No pudo decir más. Sintió un fuerte tirón hacia atrás, y un desgarro en su cuello. Un corte rápido, seguro, firme, de izquierda a derecha. Luego, dolor, humedad, la imposibilidad de hablar, de gritar, y finalmente la luz se transformó en tinieblas.
Cuando todo había acabado, Emma dejó caer el cuerpo despacio, hasta el suelo. Ni siquiera se molestó en subirle los pantalones. Tan solo sacó una pelota de golf de su bolso y se la incrustó cuidadosamente en la boca. Luego comprobó con mimo que ni una sola gota de la sangre de Javi le había alcanzado, ni siquiera en la suela de sus zapatos. Todo en regla, pensó. Por último, lo miró detenidamente, tomándose su tiempo, casi saboreando su obra.
—Estúpido hijo de puta —murmuró para sí.
Después, se dio la vuelta, cogió aire y abrió levemente la puerta, observando el exterior por la estrecha rendija. Pudo ver que una de las chicas que estaba en la entrada ahora esperaba turno para usar aquel baño, apoyada en la pared. Un problema, pero por lo demás, todo despejado. Volvió a cerrar y se alborotó ligeramente el pelo delante del espejo. Poco después salió con decisión, cerrando la puerta tras de sí. En cuanto estuvo afuera, la chica que esperaba hizo ademán de entrar pero Emma la agarró del brazo, cuando ya iba a abrir la puerta:
—Aún está dentro mi novio —le advirtió.
La chica dejó escapar una expresión de disconformidad. Al fin y al cabo, aquel era el baño de señoras y ella tenía prisa. En cualquier caso, esperaría.
Emma volvió al lugar que había ocupado antes en el pub. Introdujo discretamente su botella de agua en el bolso y se encaminó hacia la salida, con tranquilidad. En la entrada, los chicos seguían hablando con el camarero, apuraban sus copas y reían entre ellos. Ninguno reparó en Emma. Cuando ya estaba traspasando la puerta de entrada, un grito estremecedor se oyó a su espalda, venciendo a la música. Tanto, que no volvió a sonar en toda la noche.

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Published on June 10, 2013 04:14

June 3, 2013

Muerte sin resurrección (1os capítulos): Cap. CINCO


LUNES SANTOCapítulo Cinco
Javi salió apuradamente del portal y avanzó hasta el «Factoría» con su bolso de viaje a cuestas. Toño, el camarero, lo esperaba detrás de la barra. La normal tranquilidad con la que recibió a su joven cliente contrastaba con el incipiente nerviosismo que dejaba ver el recién llegado.
—¿Cómo andamos, joven? —saludó el camarero.
La respuesta de Javi no fue más que una especie de mueca que, de haber provenido de cualquier otro cliente, bien hubiese podido confundirse con un gesto de indiferencia. Pero Toño hacía tiempo que había asumido el peculiar carácter de su cliente.
—¿Café? —insistió con la mano ya en la cafetera.
—Sí.
El camarero puso en marcha el aparato, al tiempo que Javi se acomodaba en la barra sobre un taburete, dejando caer su bolso de manera descuidada en el suelo. Mientras el café se filtraba, consultó su móvil buscando minuciosamente en la agenda todos los números de teléfono que correspondían a mujeres jóvenes. No encontró entre ellos a la candidata ideal. Tampoco tardó en deducir que, de haber tenido aquella mujer su número de teléfono, no habría llamado a su madre, sino a él. En consecuencia, tenía que tratarse a la fuerza de una telefonista cuyo único interés radicaba en venderle algún servicio nuevo. Era consciente de que había empresas que vendían sus ficheros de clientes a otras de marketing con fines comerciales, y que los datos de contacto que incluían no siempre estaban actualizados, por lo que no era descabellado pensar que esa fuera la causa del equívoco. Perdió la vista un momento en la pared y luego se reafirmó:
—Sin duda, eso es lo que ha pasado —pensó para sí.
Ya más tranquilo, dejó el teléfono sobre la mesa y centró su atención en el humeante café que Toño ya le estaba colocando delante.
—¿Te vas de vacaciones?
—Sí, para casa. No lo soporto, prefiero cuando hay clase.
—Hombre, pero también tendrás ganas de ver a tus padres... —dedujo en voz alta el camarero, aun siendo consciente de que estaba aplicando a la situación una lógica que no siempre regía en la cabeza de su joven cliente.
—Sí, cinco minutos. Después, me agobian —insistió Javi—. No sabes cómo es mi madre, se cree que todavía tengo doce años.
Toño sonrió, con cara de entender perfectamente la actitud con que aquella señora trataba a su hijo. De todos modos, prefirió no ahondar en el tema. Sacó de detrás de la barra una cajetilla de tabaco casi sin estrenar y, tomando dos cigarrillos, le ofreció uno a Javi.
—¿Salimos a fumar?
La ley antitabaco española impedía poder disfrutar de un cigarrillo dentro de un local cerrado. Algo que todo el mundo cumplía a rajatabla, incluso en las cafeterías. Por eso, Javi apuró el café y cogió el cigarro, mientras el camarero echaba un vistazo al local, asegurándose de que podía ausentarse durante unos minutos. Toño era un tipo moreno, de pelo corto y cara afable, que conocía mejor que nadie su oficio. A pesar de solo sobrepasar escasamente la treintena, llevaba muchos años atendiendo a diario a clientes detrás de una barra. Algunos, también como Javi. Por eso, sabía cuándo ser discreto y cuando, por el contrario, podía tomarse alguna licencia. Y, por supuesto, distinguía entre el cliente habitual y el que pisaba por primera, y quizá última vez, su local. Incluso, aunque este fuera una mujer joven, agradable y de buen ver.
Toño salió primero del local y se apoyó tranquilamente en la pared de la entrada. Javi lo siguió, encendiendo el cigarrillo:
—Hace un rato vino una chica que preguntó por ti —dijo Toño—. Hará de esto una hora o así.
—¿Quién era?
—No sé. No la había visto antes por aquí.
Javi se volvió hasta colocarse frente a Toño, pensando que esa chica bien podría ser la misma persona que había llamado a su madre. En el fondo, no era habitual que una mujer preguntara por él, por lo que dos en pocas horas, resultaba excepcional. Claro que eso, lo que significaba era que el tema no estaba tan cerrado como parecía. Al menos, no tanto como él había querido creer.
—¿No te dijo cómo se llamaba, o de qué me conocía? —preguntó.
—No. Pero no creo que la conozcas.
Javi hizo un gesto de no comprender lo que le estaba diciendo.
—Me preguntó por ti, nombre y dos apellidos —aclaró Toño—. Yo ya sabía que eras tú, pero le contesté que aquí entraba mucha gente con ese nombre, y que los apellidos de mis clientes no los conocía. Entonces abrió la cartera y sacó una foto tuya. Pero una de hace tiempo, eso seguro, porque tenías el pelo más corto y...
El camarero vaciló un momento.
—¿Y...?
—...y parecías algo más delgado —acabó por decir Toño, intentando evitar ser descortés.
El chico bajó la cabeza, pensativo. Después inspiró una larga calada de su cigarrillo y volvió a levantar la mirada para preguntar:
—¿Mucho más delgado?
—Bastante más delgado —Una confirmación diplomática.
Toño se quedó observándolo, temiendo que su comentario le hubiese molestado. Al fin y al cabo, Javi era un cliente. Este volvió a perder la mirada sobre la acera, aunque no era el comentario sobre su peso lo que le preocupaba:
—No sé quién puede ser. Hace casi cuatro años que no llevo el pelo corto —razonó Javi en voz alta.
—También me preguntó a qué hora solías venir y si ya te habías ido a Lugo. Le contesté que eso no lo sabía, porque en realidad no lo sabía —quiso explicarse—. Y aunque lo supiera, no se lo hubiera dicho.
—¿Hace cuánto tiempo que estuvo aquí?
—Pues, algo más de una hora —contestó Toño, después de consultar su reloj.
—O sea, que como tú no se lo dijiste, decidió llamar a mi madre... —dedujo Javi.
—¿También ha llamado a tu madre? —preguntó extrañado el camarero.
—Me acaba de decir que llamó una mujer a casa preguntando por mí, pero no sé si es la misma persona. ¿Qué aspecto tenía esta?
—Muy guapa, y muy amable. Cuando hablaba, no molestaba. De esas personas que se hace sumamente agradable escucharlas —puntualizó.
Javi arqueó las cejas. Es posible que, hasta ese momento, nunca se imaginara que esa fuese una característica que pudiera definir a un ser humano. Para él, de siempre, hablar era solo eso, hablar. Y si a alguien a quien le hablabas, quería escucharte, pues ya no molestabas.
Toño siguió con su relato:
—Y también era muy guapa —repitió—. Pero no de las que hacen que te des la vuelta en la acera para mirarlas, no. Sino de las que te sientas enfrente de ella, la miras, y dices: «pero que chica más guapa».
—¿Y era rubia, morena, …?
—Morena —contestó con avidez, alzando un poco la voz—. Pelo liso, caído hasta los hombros, jersey de lana, pantalón vaquero, y como tú de alta, más o menos. Curvas nada exageradas, pero bonitas. Y botas planas, sin tacón —La capacidad de observación de un camarero es algo que nunca se debe infravalorar—. También apostaría que era un poco más mayor que tú, pero no mucho, probablemente de mi edad.
—¿Y dices que preguntó por mí? —comentó Javi extrañado, como si no llegara a entender que una chica así pudiese tener algún interés en él.
—Sí.
Toño sintió deseos de decirle que él tampoco entendía que aquella mujer con la que había estado hablando, lo pudiese estar buscando. Aunque en el último instante, pensó que tal vez aquel chico de aspecto descuidado y mentalidad infantil algún día había sido un adolescente interesante. Al fin y al cabo, en la foto no solo se le veía más delgado, sino también mucho más arreglado.
Los dos hombres apagaron los cigarrillos a la vez y entraron de nuevo en la cafetería. Javi aún no había acabado de sentarse, cuando sonó un aviso de mensaje recibido en su móvil. No conocía el número. Lo abrió: «Hola guapo. Vas a irte a Lugo estando yo en la ciudad?».
—Me acaba de mandar un mensaje —le dijo a Toño entre eufórico y sorprendido, con una tremenda ingenuidad.
—¿Ya sabes quién es?
Javi negó con la cabeza mientras escribía: «¿Quién eres?». La respuesta fue inmediata: «Una vieja amiga». Él insistió: «Pero, ¿quién?». Ella respondió de nuevo: «Estuve en el Factoría, pero no te vi. Acabo de llegar a la ciudad, te apetece que tomemos un café esta noche? Además, así podrás saber quién soy».
El chico le enseñó el último mensaje a Toño con cara de asombro que, viendo la ilusión que desprendía el chico, decidió aportarle más detalles:
—Llegó sola y pidió una Coca—Cola. No tardó más de diez minutos en tomarla y luego me preguntó por ti mientras pagaba. Antes de irse, todavía estuvo un rato en los ordenadores, en el de la esquina —explicó Toño, al tiempo que señalaba uno de los ordenadores públicos con que contaba su local—. Si sabes consultar las últimas webs visitadas, quizá pueda servirte de ayuda.
Los conocimientos informáticos de Javi sí llegaban hasta ese nivel. Tomó aire y puso un billete de cinco euros sobre la barra:
—Cóbrame el café y dame cambio.
Cogió la vuelta y se dirigió hacia el ordenador de la esquina. Luego dejó caer una de las monedas en el cajetín y rápidamente buscó las últimas páginas web visitadas. En cuanto las tuvo delante de sus ojos, vio que todas las direcciones electrónicas que aparecían correspondían a páginas de anuncios por palabras. Pensó que aquello sí podía ser una buena pista, pero quiso asegurarse:
—¿Quién se ha puesto aquí después de ella? —gritó desde la esquina.
—Nadie.
Nada podía fallar. Javi volvió a mirar el ordenador, copió una de las direcciones y la puso en el navegador: a través de ella se podía insertar un anuncio en la sección de «Servicios eróticos/profesionales». Comprobó el teléfono de contacto: coincidía con el que le había enviado un mensaje. Luego el texto: «Sumisa española, pequeña, joven y muy guapa. Absolutamente todos los servicios y perversiones que desees. Solo esta semana».
Javi frunció el ceño y se quedó pensativo. ¿Eso significaba que lo estaba buscando una prostituta? Ahora sí que no entendía nada. Por qué lo iba a buscar una prostituta si él nunca había estado con una, se preguntó. ¿Sus amigos, de los que hoy casualmente no estaba ninguno allí, le habían contratado una sin que Toño se enterara? Porque algo sí tenía claro: Toño no sabía nada, pues de haberlo sabido, no le habría dicho lo del ordenador. Eso seguro.
Cogió su bolso, se despidió y se dirigió a la puerta. Mientras salía, marcó un número de teléfono en su móvil.
—Mamá, que no me marcho hasta el miércoles. Me quedo aquí a estudiar estos dos días, ¿vale?
Después escribió un mensaje: «A las diez en el Borea?». Estaba decidido a saber el final de aquella historia, quién era y qué le deparaba aquella misteriosa mujer. Más decidido de lo que nunca había estado con una chica.
Respuesta recibida: «Allí estaré. Un beso».

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Published on June 03, 2013 06:10

May 27, 2013

Muerte sin resurrección (1os capítulos): Cap. CUATRO


LUNES SANTOCapítulo Cuatro

La noche anterior en el sexto piso del número noventa y ocho de la orensana Avenida de Santiago había sido larga, especialmente larga. Seis horas ininterrumpidas delante del ordenador, cuatro redes sociales abiertas y varias conversaciones privadas de chat sostenidas a la vez, sin duda agotan a cualquiera. Pero él era un experto, lo había hecho muchas veces, y teniendo en cuenta que en su casa paterna de Lugo no contaba con internet, pensó que debía desquitarse. Para eso se había quedado todo el fin de semana en Ourense, aunque sus clases en la universidad hubieran acabado hacía ya varios días. Además, si sus padres querían que estuviera más tiempo con ellos, que pusieran una conexión en casa, o que le compraran un Iphone. Eso ya se lo había dicho muchas veces y deberían tenerlo claro.
Desde la cama, miró el despertador. Las manecillas se estaban acercando peligrosamente a las once y debía apurarse. Tomaría el autobús de las doce con destino a Lugo, pero quería bajar con tiempo para pasar antes por el «Factoría», una coqueta cafetería situada debajo de su piso, y que le posibilitaba mantener su arraigada costumbre de tomar un café muy cargado cada mañana. A diario imprescindible para despejarse, y hoy también para despedirse de sus escasos amigos. Seguro que alguno estaría allí a esas horas.
Después de una rápida ducha, volvió a su habitación y empezó a vestirse, mirando al unísono al reloj y al ordenador. Todavía estaba lamentándose de no disponer de más tiempo para dejar una última despedida en la red, cuando sonó su móvil encima de la mesilla de noche anunciando una llamada. En todas las redes sociales, para todas su ciberamigas, él era «Jackl», pero para su madre, tan solo era Javi:
—Hijo, ¿vendrás en el bus de las dos?
¿Pero cuántas veces tendría que repetírselo? Cómo si él faltase a su palabra alguna vez...
—Sí, mamá. Ya te lo he dicho ayer a la noche.
—Es para saber a qué hora tiene que ir a recogerte a la parada tu padre.
¡Los cojones!, es para asegurarte de que voy sí o sí, pensó.
—Pues eso, que a las dos llego —contestó con cierto hastío.
—¿Ya has cogido todo? No te olvides de traer toda la ropa sucia.
Como si una bolsa de viaje no se pudiera hacer cinco minutos antes de salir...
—No te preocupes, ya tengo todo preparado.
—¿Y has metido los libros? Tienes que aprovechar estos días para estudiar.
Eso, que a los veinticinco años una persona no tiene nada mejor que hacer durante las vacaciones...
—Sí, mamá. Los tengo en el bolso —contestó sin poder evitar mirar la tremenda montaña de libros que habitaba encima de su mesa de estudio.
—Hijo, acaba de llamar una chica preguntando por ti.
—¿Una chica? ¿No te ha dicho cómo se llamaba?
—No, solo quería saber si estarías hoy en Lugo o en Ourense.
Seguro que no era más que la típica vendedora de móviles...
—Vale.
—Hijo, ¿tienes novia?
Novia: persona de sexo femenino, joven, guapa, de la que habitualmente te enamoras como un tonto y que, a cambio, te quiere, te cuida, te mima, y con la que de vez en cuando te das una alegría sexual... Pues no, lo más cerca que había estado de tener algo así fue hace dos años cuando una chica que ni lo mimaba, ni lo cuidaba, ni mucho menos lo quería, completamente borracha se prestó a mantener con él algo que inicialmente prometía ser una interesante relación sexual y acabó siendo el fiasco más absoluto. Aún hoy recuerda que su hombría se sintió seriamente dañada aquel día.
—No, mamá —contestó Javi con desgana—. ¿Estás segura de que esa chica preguntaba por mí?
—Sí, sí. Me dijo tu nombre y tus apellidos, y sabía que vivías en Lugo y estudiabas Derecho en Ourense. Te conocía muy bien —concluyó convencida.
Vaya, pues quizás no sea una vendedora...
—No sé mamá, no tengo ni idea quién puede ser.
—Bueno, abrígate, hijo, que aquí hace frío.
—Lo haré.
Cuando Javi colgó, ya solo pensaba en aquella misteriosa chica. Aunque en el fondo, no quería hacerse demasiadas ilusiones. Pensándolo bien, ¿qué clase de chica se podría fijar en él? Si, en realidad, era todo menos agraciado, y él era muy consciente de ello. Algún día tendría que plantearse adelgazar unos kilos, cortarse el pelo y vestirse decentemente. Y ya puestos, también le harían falta algunos centímetros más de altura. Pero claro, para eso no había remedio. De todos modos, el mejorar su imagen y ponerse a estudiar en serio, era algo que había sopesado muchas veces. Aunque, de momento, no tenía prisa. A sus ciberamigas nunca les daba la posibilidad de verlo en persona, y el chico que aparecía en las fotos que había colgado estratégicamente en sus perfiles, no era precisamente lo que se dice muy parecido a él. 
El chico acabó de vestirse, metió alguna ropa sucia en su viejo bolso, y se fue. Los voluminosos libros de Derecho seguían encima de la mesa.

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Published on May 27, 2013 03:26

May 24, 2013

Muerte sin resurrección (1os capítulos): Prólogo


Prólogo

Tienes en tus manos la nueva novela de Roberto Martínez Guzmán; en esta ocasión, una historia policíaca repleta de asesinatos, pero también con tintes psicológicos. Roberto nos presenta una trama maravillosamente ambientada en dos ciudades muy poco comunes en obras literarias, Vigo y Ourense, y en una época del año tan conocida por todos como es la Semana Santa.El olor a incienso se siente en estas páginas impregnadas de sangre y venganza. Dos son las mujeres que protagonizan el relato, ambas muy inteligentes. Conocerás a Emma, la mano ejecutora, una joven que mata a una serie de personas y que deja su sello en cada cadáver, una pelota de golf. No hay secretos a este respecto, Emma es la asesina, pero… ¿qué le lleva a cometer semejantes atrocidades? Eva es la encargada de descubrirlo, la inspectora de policía que irá tras la pista de la joven, la que tendrá que descubrir qué hay en la mente perturbada de la autora de tales crímenes. Emma y Eva te mostrarán que no todo es lo que parece y que a veces los buenos no son tan buenos, ni los malos tan malos. Gracias a la ágil pluma de Roberto te meterás de lleno en esta historia, la saborearás y disfrutarás, y la leerás sin apenas darte cuenta de que el tiempo pasa a tu alrededor. Lee y descubre lo que esconden estas páginas, pregúntate qué es lo que puede haber corrompido tanto a una muchacha como Emma, ayuda a Eva a atrapar a la asesina y, cuando termines y cierres el libro, detente y piensa: ¿qué habría hecho yo en su lugar?
La narración en tercera persona permite que conozcas de mano de un narrador omnisciente lo que pasa por la mente de cada personaje en todo momento, permitiendo así que te adentres en la historia y reflexiones sobre cuáles serán los siguientes pasos de los personajes. Los capítulos intercalan la historia de Emma con la investigación de Eva, para así poder seguir cada paso de ambas protagonistas, y también los de los personajes secundarios, muchos de ellos, víctimas de la asesina. Decía la maestra del género, Agatha Christie: «La mejor receta para la novela policíaca: el detective no debe saber nunca más que el lector». Muerte sin resurrección hace gala de ello, pues el lector sabe desde el primer momento quién mata y, poco a poco, puede ir adivinando por qué lo hace, mientras que la inspectora tendrá que ir paso a paso por una senda de tragedia. ¿Puede el pasado justificar acciones atroces del presente? Quizá no siempre, pero a veces conseguir la paz del espíritu lo compensa todo. No te entretengo más y te animo a que pases esta página y te encuentres con las verdaderas protagonistas de esta historia, Emma y Eva, ellas te sabrán guiar mejor que yo. ¡Disfruta de la lectura! 
(Natalia Navarro, administradora del blog  Arte literario)
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Published on May 24, 2013 04:30

Muerte sin resurrección (primeros capítulos): Prólogo


Prólogo

Tienes en tus manos la nueva novela de Roberto Martínez Guzmán; en esta ocasión, una historia policíaca repleta de asesinatos, pero también con tintes psicológicos. Roberto nos presenta una trama maravillosamente ambientada en dos ciudades muy poco comunes en obras literarias, Vigo y Ourense, y en una época del año tan conocida por todos como es la Semana Santa.El olor a incienso se siente en estas páginas impregnadas de sangre y venganza. Dos son las mujeres que protagonizan el relato, ambas muy inteligentes. Conocerás a Emma, la mano ejecutora, una joven que mata a una serie de personas y que deja su sello en cada cadáver, una pelota de golf. No hay secretos a este respecto, Emma es la asesina, pero… ¿qué le lleva a cometer semejantes atrocidades? Eva es la encargada de descubrirlo, la inspectora de policía que irá tras la pista de la joven, la que tendrá que descubrir qué hay en la mente perturbada de la autora de tales crímenes. Emma y Eva te mostrarán que no todo es lo que parece y que a veces los buenos no son tan buenos, ni los malos tan malos. Gracias a la ágil pluma de Roberto te meterás de lleno en esta historia, la saborearás y disfrutarás, y la leerás sin apenas darte cuenta de que el tiempo pasa a tu alrededor. Lee y descubre lo que esconden estas páginas, pregúntate qué es lo que puede haber corrompido tanto a una muchacha como Emma, ayuda a Eva a atrapar a la asesina y, cuando termines y cierres el libro, detente y piensa: ¿qué habría hecho yo en su lugar?
La narración en tercera persona permite que conozcas de mano de un narrador omnisciente lo que pasa por la mente de cada personaje en todo momento, permitiendo así que te adentres en la historia y reflexiones sobre cuáles serán los siguientes pasos de los personajes. Los capítulos intercalan la historia de Emma con la investigación de Eva, para así poder seguir cada paso de ambas protagonistas, y también los de los personajes secundarios, muchos de ellos, víctimas de la asesina. Decía la maestra del género, Agatha Christie: «La mejor receta para la novela policíaca: el detective no debe saber nunca más que el lector». Muerte sin resurrección hace gala de ello, pues el lector sabe desde el primer momento quién mata y, poco a poco, puede ir adivinando por qué lo hace, mientras que la inspectora tendrá que ir paso a paso por una senda de tragedia. ¿Puede el pasado justificar acciones atroces del presente? Quizá no siempre, pero a veces conseguir la paz del espíritu lo compensa todo. No te entretengo más y te animo a que pases esta página y te encuentres con las verdaderas protagonistas de esta historia, Emma y Eva, ellas te sabrán guiar mejor que yo. ¡Disfruta de la lectura! 
(Natalia Navarro, administradora del blog  Arte literario)

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Published on May 24, 2013 04:30

May 20, 2013

Muerte sin resurrección (1os capítulos): Cap. TRES


DOMINGO DE RAMOSCapítulo Tres

A las 17:55 horas, y con puntualidad exquisita, el Trenhotel partió de la estación de Vigo Guixar en dirección a Barcelona Sants. Por delante, catorce horas de largo viaje. La mayor parte de ellas, coincidían con la noche, por lo que no era de extrañar que muchos de los pasajeros optasen por adquirir un pasaje en «Cama», y solo unos pocos, los más valientes o aquellos para los cuales su trayecto acababa antes, viajaran en el vagón de «Butacas». Estas se distribuían en una hilera de bloques de dos asientos, a la izquierda del pasillo central y, a la derecha, en una fila de asientos individuales. Emma había elegido deliberadamente los de la izquierda, al quedar en la estación más alejados al andén. Poco después de haberse sentado, también se había ocupado el asiento contiguo, pero sin que ella llegara a prestar demasiada atención a su acompañante debido a la tensión de aquel momento.
En cuanto el tren comenzó a moverse, Emma reclinó ligeramente el asiento y, ya mucho más relajada, se fijó en el chico que viajaba a su lado. Camisa impecable, pelo engominado, facciones suaves… y una cosecha de años más bien escasa. Dada la pobre ocupación de ese vagón, sospechó que quizá su condición femenina podría haber tenido algo que ver en la decisión del muchacho. En la de sentarse a su lado y, ahora, en la de ofrecerle amablemente su ayuda:
—Perdona, ¿te ayudo a subir la maleta al portaequipajes?
Viendo a Emma, resultaba bastante evidente que si aquel equipaje seguía en el pasillo, era por la escasa corpulencia de su propietaria. Ella le dejó hacer.
—Yo soy Alberto, ¿tú? —El chico siguió con su acercamiento.
Emma dudó en la respuesta.
—Elena, me llamo Elena —dijo con una sonrisa complaciente.
Mejor así, pensó.
—¿Y vas hasta Barcelona en butaca?
—No, solo hasta Ourense —al fin y al cabo, se daría cuenta en cuanto se bajara.
—Vaya, yo también, qué casualidad. ¿Vives allí?
Ella decidió mentir de nuevo.
—No. Solo voy a pasar un día con unos familiares. Mañana ya me vuelvo a Vigo.
El chico recordó la pesada maleta que acababa de subir y se puso serio. La seriedad que se dibuja en la cara de alguien que empieza a sospechar que le están tomando el pelo de una manera gratuita. Pero Emma estuvo rápida:
—Ya sabes cómo somos las mujeres. Pensamos en meter en la maleta solo lo justo y, al final, que si ropa, que si maquillaje, regalos para los niños... Soy consciente de que la mitad de las cosas que llevo no las voy a necesitar, pero...
—¿Tú tienes hijos? —La cortó Alberto.
Esta vez la que se puso seria fue Emma:
—No.
A pesar de la reacción que acababa de provocar, el chico decidió avanzar un paso más en su acercamiento:
—Pues eres muy guapa para no tener hijos. Al menos, ¿tendrás pareja?
Demasiadas preguntas, demasiadas respuestas forzadas, y mal camino el que estaba iniciando su joven acompañante. Emma decidió que era el momento de dar por terminada su charla de cortesía con aquel pretencioso aspirante a galán:
—Si no te importa, voy a descansar un poco —dijo con exquisita educación—. He dormido mal de noche.
Alberto no insistió en la conversación. Se limitó a ver como la mujer cerraba los ojos, aislándose por completo de su entorno.
Apenas hora y media más tarde, el tren redujo la marcha para parar en la estación de Ourense Empalme, y las luces de la ciudad empezaron a divisarse a través de la ventanilla. Emma se apresuró a levantarse de su asiento antes que su compañero de viaje. Con cara seria, le pidió ayuda para bajar el equipaje y luego se dirigió a la salida sin permitir que pudiera seguirla. Después de la conversación que habían mantenido, no quería que comprobara que de todos aquellos «familiares» a los que iba a visitar, ninguno se había molestado en venir a esperarla en la estación. Creyó que podría resultarle raro. En el fondo, pretendía impedir que aquel inocente muchacho descubriera que, en realidad, había llegado sola, permanecería sola en la ciudad, y cuando se fuera, justo dentro de una semana, se iría sola.
En el momento en que el convoy se detuvo, Emma ya esperaba impaciente a que las puertas del tren se abrieran. Sin perder tiempo, bajó al andén y cruzó la pequeña estación sin mirar atrás.
Una vez en la calle, se dirigió al primer taxi que esperaba delante del edificio y le entregó un papel al conductor.
—¿Podría llevarme a esa dirección, por favor?
El taxista miró la nota con desgana y puso el coche en marcha para dirigirse hacia la zona universitaria de la ciudad, en donde numerosos pisos de todo tipo están ocupados durante el invierno por estudiantes. Paró en la dirección indicada.
Emma llamó a un viejo timbre y esperó, mientras el taxi se alejaba a su espalda. No tardó mucho en aparecer una chica de baja estatura, cara de haber bebido una cantidad inconfesable de alcohol la noche anterior, y con un más que evidente nerviosismo. Quizá encontrar una compañera más de piso se hiciera del todo imprescindible para su economía. Viendo el edificio, no debía resultar una tarea fácil.
—No hay interfono ni ascensor, pero supongo que Marta ya te lo ha advertido —dijo la chica nada más abrir el portal.
—Sí, eso no me importa. Ya le dije por teléfono que este era el tipo de piso que estaba buscando.
—¿Ya tienes decidido que quieres quedarte?
—Sí, sí. Seguro.
—Entonces, ¿puedo considerarte nuestra nueva compañera a todos los efectos?
Emma asintió con la cabeza, al tiempo que las dos comenzaban a subir al segundo piso por una vieja escalera que dejaba ver con claridad que no había sido limpiada en mucho tiempo.
—¿Te llamas...? —Preguntó la chica mientras abría la puerta del piso.
—Elena, Elena Monteagudo —dijo Emma—. ¿Va a ser necesario que firme algún contrato?
—No hace falta, el contrato ya lo hemos firmado nosotras a principio de curso. Solo necesitábamos a alguien para que colaborase en pagarlo. En el piso somos tres. Contigo, cuatro. Todas estudiamos y estaremos esta semana de vacaciones. Las demás ya se han ido y yo también me marcho ahora, así que hasta el domingo que viene estarás sola en casa. ¿Tú también estudias?
—No, voy a empezar a trabajar.
La chica, que se encaminaba hacia el final del pasillo, se volvió para mirar a Emma con cara de incredulidad:
—Este piso es una mierda —acabó por decir—, y difícilmente cumple los requisitos mínimos para poder vivir en él. Pero es barato, y para nosotras que somos estudiantes, ya te imaginas que todo el dinero que nos podamos ahorrar es bueno. Esa es también la razón por la que buscamos a una compañera más. Pero tú, ¿estás segura de que quieres vivir en un sitio así?
—Sí, al menos mientras no consigo un trabajo mejor. Aún no sé cuánto ganaré.
Ante la firmeza de su nueva compañera de piso, la joven decidió no insistir y abrió una vieja puerta de madera.
—Esta es tu habitación —dijo encendiendo la luz—. Y el baño está enfrente. La cocina es de uso común y cada una compra y hace su comida. Puedes subir a quien quieras y no hay vecinos a los que puedas molestar, porque los otros dos pisos están deshabitados. Eso sí, asegúrate de tener siempre cerrada la puerta del portal, para que no entren mendigos a dormir.
—De acuerdo.
—Lo que sí necesito es que me des tu parte del alquiler ahora. Aún he de pasar a pagarle esta mensualidad al dueño antes de irme.
Emma sacó cien euros y se los entregó a su ya compañera de piso que, al instante, pareció tranquilizarse. Era el precio acordado.
Tan solo una hora después, Emma ya estaba sola en aquel edificio. Un viejo edificio de paredes amarillentas y grandes descorchados en el portal, de escaleras mugrientas y alquileres sin contrato.
Después de ducharse, volvió a la habitación y abrió su maleta. Llenó una cajonera colocada a modo de armario con su ropa y el resto de enseres los distribuyó encima de una mesa de estudio situada al lado de la cama. Junto a ellos, situó siete pelotas de golf perfectamente alineadas. Una vez hecho esto, buscó dentro de su cartera siete pequeños recortes de papel y colocó uno delante de cada pelota. Finalmente, sacó una vieja foto y la puso detrás de todas las cosas, apoyada en la pared. En ella se veía la imagen a un hombre apuesto, de mediana edad, y sentado sobre la hierba sosteniendo a un bebé en brazos. Emma se acostó en la cama y, desde allí, se quedó mirándola. Era un bebé precioso, con muy poco pelo, de cara redonda y mirada limpia.

Aurora vio partir el tren con Emma dentro y se quedó mirándolo durante un buen rato, incluso cuando había desaparecido por completo en el horizonte y ya nadie permanecía en el andén. Finalmente, atravesó la estación y emprendió el camino de regreso hasta su casa sin prisa, andando tranquilamente, observando aquellas calles que siempre habían formado parte de su vida. Pensó que algún tiempo había sido feliz en ese mundo, muy feliz. Pero durante muy poco tiempo, ese era el problema. Y peor aún, sabía que esos días ya no volverían.
Cuando se sorprendió delante de su portal, subió como una autómata. Su casa tenía el aroma de siempre, se había dejado la televisión encendida y todo parecía normal. Todo, excepto que su única hija se había ido para no volver jamás. En el fondo, como el resto de las personas que habían integrado su familia.
Entró en el baño y se puso frente al espejo. La imagen que le devolvió le resultó insoportable, patética. Vio en ella a la humilde mujer que un día había logrado tener todo cuanto en su vida necesitaba para ser feliz, y a la que ahora ya no le quedaba nada. Maldijo profundamente a Dios, y al destino.
Se sentó en la cocina y llenó de whisky un vaso grande. Luego se lo tomó entero, de un trago. Tosió varias veces. Sintió el ardor del alcohol en su garganta, y en su estómago. Llenó el mismo vaso con agua y bebió la mitad. Ello mitigó el ardor. Guardó la botella y se retiró a su habitación, con parsimonia, llevándose el vaso de agua.
Allí se recostó en la cama, abrió el primer cajón de su mesilla de noche, y fue tomando cada una de las pastillas que le habrían servido para dormir durante las noches de los próximos tres meses. Las tomó sin prisa, pero sin pausa. Cuando acabó, bebió el resto del agua, se tapó ligeramente y esperó. En esa espera, recordó a Manuel, su marido, a Emma, a Borja, y también a Salva... qué buen yerno. Cuando su corazón ya latía perezoso y el sueño empezaba a mecerla entre sus brazos, los situó a todos juntos, cenando en una Nochebuena cualquiera, alrededor de una gran mesa preparada con mimo. Todos hablaban y reían, bromeaban entre ellos y brindaban como una gran familia. En el apagado rostro de Aurora, se dibujó una sonrisa. Y se durmió para siempre.
El recuerdo más dulce, el final más amargo.

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MUERTE SIN RESURRECCIÓN en el blog:
- Prólogo: leer
I. DOMINGO DE RAMOS:
- Capítulo 1: leer
- Capítulo 2: leer
- Capítulo 3: leer 
II. LUNES SANTO: 
- Capítulo 4: leer______________

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Published on May 20, 2013 03:49

Muerte sin resurrección (primeros capítulos): Cap. TRES


DOMINGO DE RAMOSCapítulo Tres

A las 17:55 horas, y con puntualidad exquisita, el Trenhotel partió de la estación de Vigo Guixar en dirección a Barcelona Sants. Por delante, catorce horas de largo viaje. La mayor parte de ellas, coincidían con la noche, por lo que no era de extrañar que muchos de los pasajeros optasen por adquirir un pasaje en «Cama», y solo unos pocos, los más valientes o aquellos para los cuales su trayecto acababa antes, viajaran en el vagón de «Butacas». Estas se distribuían en una hilera de bloques de dos asientos, a la izquierda del pasillo central y, a la derecha, en una fila de asientos individuales. Emma había elegido deliberadamente los de la izquierda, al quedar en la estación más alejados al andén. Poco después de haberse sentado, también se había ocupado el asiento contiguo, pero sin que ella llegara a prestar demasiada atención a su acompañante debido a la tensión de aquel momento.
En cuanto el tren comenzó a moverse, Emma reclinó ligeramente el asiento y, ya mucho más relajada, se fijó en el chico que viajaba a su lado. Camisa impecable, pelo engominado, facciones suaves… y una cosecha de años más bien escasa. Dada la pobre ocupación de ese vagón, sospechó que quizá su condición femenina podría haber tenido algo que ver en la decisión del muchacho. En la de sentarse a su lado y, ahora, en la de ofrecerle amablemente su ayuda:
—Perdona, ¿te ayudo a subir la maleta al portaequipajes?
Viendo a Emma, resultaba bastante evidente que si aquel equipaje seguía en el pasillo, era por la escasa corpulencia de su propietaria. Ella le dejó hacer.
—Yo soy Alberto, ¿tú? —El chico siguió con su acercamiento.
Emma dudó en la respuesta.
—Elena, me llamo Elena —dijo con una sonrisa complaciente.
Mejor así, pensó.
—¿Y vas hasta Barcelona en butaca?
—No, solo hasta Ourense —al fin y al cabo, se daría cuenta en cuanto se bajara.
—Vaya, yo también, qué casualidad. ¿Vives allí?
Ella decidió mentir de nuevo.
—No. Solo voy a pasar un día con unos familiares. Mañana ya me vuelvo a Vigo.
El chico recordó la pesada maleta que acababa de subir y se puso serio. La seriedad que se dibuja en la cara de alguien que empieza a sospechar que le están tomando el pelo de una manera gratuita. Pero Emma estuvo rápida:
—Ya sabes cómo somos las mujeres. Pensamos en meter en la maleta solo lo justo y, al final, que si ropa, que si maquillaje, regalos para los niños... Soy consciente de que la mitad de las cosas que llevo no las voy a necesitar, pero...
—¿Tú tienes hijos? —La cortó Alberto.
Esta vez la que se puso seria fue Emma:
—No.
A pesar de la reacción que acababa de provocar, el chico decidió avanzar un paso más en su acercamiento:
—Pues eres muy guapa para no tener hijos. Al menos, ¿tendrás pareja?
Demasiadas preguntas, demasiadas respuestas forzadas, y mal camino el que estaba iniciando su joven acompañante. Emma decidió que era el momento de dar por terminada su charla de cortesía con aquel pretencioso aspirante a galán:
—Si no te importa, voy a descansar un poco —dijo con exquisita educación—. He dormido mal de noche.
Alberto no insistió en la conversación. Se limitó a ver como la mujer cerraba los ojos, aislándose por completo de su entorno.
Apenas hora y media más tarde, el tren redujo la marcha para parar en la estación de Ourense Empalme, y las luces de la ciudad empezaron a divisarse a través de la ventanilla. Emma se apresuró a levantarse de su asiento antes que su compañero de viaje. Con cara seria, le pidió ayuda para bajar el equipaje y luego se dirigió a la salida sin permitir que pudiera seguirla. Después de la conversación que habían mantenido, no quería que comprobara que de todos aquellos «familiares» a los que iba a visitar, ninguno se había molestado en venir a esperarla en la estación. Creyó que podría resultarle raro. En el fondo, pretendía impedir que aquel inocente muchacho descubriera que, en realidad, había llegado sola, permanecería sola en la ciudad, y cuando se fuera, justo dentro de una semana, se iría sola.
En el momento en que el convoy se detuvo, Emma ya esperaba impaciente a que las puertas del tren se abrieran. Sin perder tiempo, bajó al andén y cruzó la pequeña estación sin mirar atrás.
Una vez en la calle, se dirigió al primer taxi que esperaba delante del edificio y le entregó un papel al conductor.
—¿Podría llevarme a esa dirección, por favor?
El taxista miró la nota con desgana y puso el coche en marcha para dirigirse hacia la zona universitaria de la ciudad, en donde numerosos pisos de todo tipo están ocupados durante el invierno por estudiantes. Paró en la dirección indicada.
Emma llamó a un viejo timbre y esperó, mientras el taxi se alejaba a su espalda. No tardó mucho en aparecer una chica de baja estatura, cara de haber bebido una cantidad inconfesable de alcohol la noche anterior, y con un más que evidente nerviosismo. Quizá encontrar una compañera más de piso se hiciera del todo imprescindible para su economía. Viendo el edificio, no debía resultar una tarea fácil.
—No hay interfono ni ascensor, pero supongo que Marta ya te lo ha advertido —dijo la chica nada más abrir el portal.
—Sí, eso no me importa. Ya le dije por teléfono que este era el tipo de piso que estaba buscando.
—¿Ya tienes decidido que quieres quedarte?
—Sí, sí. Seguro.
—Entonces, ¿puedo considerarte nuestra nueva compañera a todos los efectos?
Emma asintió con la cabeza, al tiempo que las dos comenzaban a subir al segundo piso por una vieja escalera que dejaba ver con claridad que no había sido limpiada en mucho tiempo.
—¿Te llamas...? —Preguntó la chica mientras abría la puerta del piso.
—Elena, Elena Monteagudo —dijo Emma—. ¿Va a ser necesario que firme algún contrato?
—No hace falta, el contrato ya lo hemos firmado nosotras a principio de curso. Solo necesitábamos a alguien para que colaborase en pagarlo. En el piso somos tres. Contigo, cuatro. Todas estudiamos y estaremos esta semana de vacaciones. Las demás ya se han ido y yo también me marcho ahora, así que hasta el domingo que viene estarás sola en casa. ¿Tú también estudias?
—No, voy a empezar a trabajar.
La chica, que se encaminaba hacia el final del pasillo, se volvió para mirar a Emma con cara de incredulidad:
—Este piso es una mierda —acabó por decir—, y difícilmente cumple los requisitos mínimos para poder vivir en él. Pero es barato, y para nosotras que somos estudiantes, ya te imaginas que todo el dinero que nos podamos ahorrar es bueno. Esa es también la razón por la que buscamos a una compañera más. Pero tú, ¿estás segura de que quieres vivir en un sitio así?
—Sí, al menos mientras no consigo un trabajo mejor. Aún no sé cuánto ganaré.
Ante la firmeza de su nueva compañera de piso, la joven decidió no insistir y abrió una vieja puerta de madera.
—Esta es tu habitación —dijo encendiendo la luz—. Y el baño está enfrente. La cocina es de uso común y cada una compra y hace su comida. Puedes subir a quien quieras y no hay vecinos a los que puedas molestar, porque los otros dos pisos están deshabitados. Eso sí, asegúrate de tener siempre cerrada la puerta del portal, para que no entren mendigos a dormir.
—De acuerdo.
—Lo que sí necesito es que me des tu parte del alquiler ahora. Aún he de pasar a pagarle esta mensualidad al dueño antes de irme.
Emma sacó cien euros y se los entregó a su ya compañera de piso que, al instante, pareció tranquilizarse. Era el precio acordado.
Tan solo una hora después, Emma ya estaba sola en aquel edificio. Un viejo edificio de paredes amarillentas y grandes descorchados en el portal, de escaleras mugrientas y alquileres sin contrato.
Después de ducharse, volvió a la habitación y abrió su maleta. Llenó una cajonera colocada a modo de armario con su ropa y el resto de enseres los distribuyó encima de una mesa de estudio situada al lado de la cama. Junto a ellos, situó siete pelotas de golf perfectamente alineadas. Una vez hecho esto, buscó dentro de su cartera siete pequeños recortes de papel y colocó uno delante de cada pelota. Finalmente, sacó una vieja foto y la puso detrás de todas las cosas, apoyada en la pared. En ella se veía la imagen a un hombre apuesto, de mediana edad, y sentado sobre la hierba sosteniendo a un bebé en brazos. Emma se acostó en la cama y, desde allí, se quedó mirándola. Era un bebé precioso, con muy poco pelo, de cara redonda y mirada limpia.

Aurora vio partir el tren con Emma dentro y se quedó mirándolo durante un buen rato, incluso cuando había desaparecido por completo en el horizonte y ya nadie permanecía en el andén. Finalmente, atravesó la estación y emprendió el camino de regreso hasta su casa sin prisa, andando tranquilamente, observando aquellas calles que siempre habían formado parte de su vida. Pensó que algún tiempo había sido feliz en ese mundo, muy feliz. Pero durante muy poco tiempo, ese era el problema. Y peor aún, sabía que esos días ya no volverían.
Cuando se sorprendió delante de su portal, subió como una autómata. Su casa tenía el aroma de siempre, se había dejado la televisión encendida y todo parecía normal. Todo, excepto que su única hija se había ido para no volver jamás. En el fondo, como el resto de las personas que habían integrado su familia.
Entró en el baño y se puso frente al espejo. La imagen que le devolvió le resultó insoportable, patética. Vio en ella a la humilde mujer que un día había logrado tener todo cuanto en su vida necesitaba para ser feliz, y a la que ahora ya no le quedaba nada. Maldijo profundamente a Dios, y al destino.
Se sentó en la cocina y llenó de whisky un vaso grande. Luego se lo tomó entero, de un trago. Tosió varias veces. Sintió el ardor del alcohol en su garganta, y en su estómago. Llenó el mismo vaso con agua y bebió la mitad. Ello mitigó el ardor. Guardó la botella y se retiró a su habitación, con parsimonia, llevándose el vaso de agua.
Allí se recostó en la cama, abrió el primer cajón de su mesilla de noche, y fue tomando cada una de las pastillas que le habrían servido para dormir durante las noches de los próximos tres meses. Las tomó sin prisa, pero sin pausa. Cuando acabó, bebió el resto del agua, se tapó ligeramente y esperó. En esa espera, recordó a Manuel, su marido, a Emma, a Borja, y también a Salva... qué buen yerno. Cuando su corazón ya latía perezoso y el sueño empezaba a mecerla entre sus brazos, los situó a todos juntos, cenando en una Nochebuena cualquiera, alrededor de una gran mesa preparada con mimo. Todos hablaban y reían, bromeaban entre ellos y brindaban como una gran familia. En el apagado rostro de Aurora, se dibujó una sonrisa. Y se durmió para siempre.
El recuerdo más dulce, el final más amargo.
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Published on May 20, 2013 03:49

May 13, 2013

Muerte sin resurrección (1os capítulos): Cap. DOS


DOMINGO DE RAMOS
Capítulo Dos


Madre e hija, Aurora y Emma, comieron en silencio. Hacía tiempo que no había nada que decir en aquella casa. Entre ellas, ya no había celebraciones, ni confidencias, ni tan siquiera algo que reprocharse.
En cuanto acabaron, Emma se retiró a su habitación y echó el cerrojo interior, intentando hacer el menor ruido posible. Un viejo cerrojo, colocado en una vieja puerta de madera, de uno de los muchos viejos y húmedos pisos de la calle Marqués de Valterra, en la zona noroeste de Vigo. En esta parte de la ciudad, la sal se filtraba por las ranuras y lo impregnaba todo con su olor característico y su humedad permanente.
Cuando estuvo segura de que nadie podía entrar, sacó una gran maleta del armario y la abrió en el suelo. Luego buscó una nota que había guardado en el primer cajón de la mesilla de noche, y la ojeó con atención. En ella estaba anotado meticulosamente lo que debía llevar. Hacía meses que se sabía aquella lista de memoria, pero quiso seguirla punto por punto: ropa para una semana, un despertador, unas gafas... Una vez que había acomodado todo dentro de la maleta, se sentó en la cama. De fondo escuchaba a varias personas discutir acaloradamente en el mismo programa de televisión de siempre. Miró la nota de nuevo, esta vez con desgana, y se regaló unos minutos para recobrar fuerzas, o más bien, para adquirir valor.
No tardó en abrir con cuidado el cerrojo y dirigirse sigilosamente al cuarto de baño. Allí aún debía coger el resto de enseres: maquillaje, tinte para el pelo, un cepillo de dientes, un peine, un pequeño secador, cuchillas de afeitar... La televisión seguía encendida y, dentro de ella, la discusión había subido de tono. Suficiente para que Aurora no reparara en las idas y venidas de su hija por el estrecho pasillo.
Pero cuando pasadas las cinco de la tarde, volvió a salir de la habitación para marcharse, Emma se encontró con su madre de frente en el pasillo, posiblemente alertada por el ruido que emitían las ruedas de la maleta, o por puro instinto maternal. Los ojos de Aurora se posaron de inmediato como losas en el equipaje:
—¿Te marchas? —Preguntó.
Emma la miró un momento y avanzó sin responder. Luego abrió la puerta y llamó el ascensor. La espera en el rellano se le hizo eterna. Sentía los ojos de su madre clavados en la nuca, suplicantes, pero no volvió la vista en ningún momento. Simplemente esperó. La peor de las respuestas.
Entró en el ascensor tirando torpemente de su maleta, al tiempo que oyó cerrar la puerta del piso. Tras ella, y antes de que pudiera ponerse en marcha aquel aparato, también entró Aurora. Emma hubiese preferido dejar la casa de sus padres, donde había nacido y crecido, y en donde había vivido también durante los últimos años, en soledad. Sin despedidas, sin hacer más difícil ese momento. Pero, en el fondo, entendía a su madre.
La puerta se abrió y Emma salió tirando otra vez de la maleta. Aurora se limitó a seguirla, buscando en su cabeza alguna pregunta que no lograba encontrar.
Las dos se acercaron a la roída orilla de la acera y esperaron.
—He pedido un taxi. No creo que tarde —dijo Emma.
Cuando este llegó, el taxista no tuvo dudas de que aquellas dos mujeres debían ser por fuerza las que habían requerido sus servicios, y rápidamente se apeó del coche y colocó la maleta en el coche. Mientras, Emma se sentó en el asiento delantero y bajó la ventanilla. Desde ella, miró a su madre, paralizada sobre la acera, y le hizo una seña para que subiera. Qué problema podía haber en que la acompañara, pensó.
—A la estación de tren —indicó al taxista.
—¿A Guixar?
—Sí.
Las obras en la estación principal motivaban que, desde hacía meses, todos los trenes saliesen de la vieja estación situada en la Avenida de Guixar. Pese a ello, el taxista tenía la sana costumbre de preguntar siempre a los clientes. Habitualmente, esa simple cortesía era el cauce ideal para entablar una conversación, pero en este caso, no fue así.
Durante el camino, Emma intentaba no hacer concesiones de las que se pudiera arrepentir y Aurora, sencillamente se sentía derrotada. Sentada en el asiento trasero, por fin encontró una pregunta relevante a su entender:
—¿No llevas tu coche?
—No, no lo necesito —respondió Emma con sequedad.
Tendría que seguir pensando. El taxi bordeó la gasolinera del Berbés y luego avanzó por los túneles de Beiramar a toda velocidad. Nadie conduce despacio en Vigo, y el taxista no era una excepción. En algún momento, sintió deseo de hablar del tiempo, como haría en cualquier otro servicio, pero intuyó que sería más apropiado limitarse a conducir. Aurora, por su parte, cada vez era más consciente de que se le estaba acabando el tiempo:
—¿Ni siquiera vas a darme una explicación?
—No.
Aurora acusó la cortante respuesta de su hija y no se sintió con fuerzas para insistir. Sabía que podía buscar mil preguntas pero, en el fondo, ya sabía todas las respuestas. También la explicación que estaba pidiendo a su hija. A decir verdad, llevaba un año esperando este momento. Pero ahora, había descubierto que no estaba preparada para afrontarlo con entereza.
Ya en la estación, Emma se acercó con paso seguro hacia la taquilla y se colocó en la cola. Tres personas, y cinco minutos más de agónico adiós. Aurora esperó a su lado. Cuando les llegó su turno, la chica miró de reojo a su madre, y luego se dirigió a la empleada de Renfe:
—Un billete para Barcelona Sants.
—¿Cama?
Emma dudó.
—No, butaca.
—Ciento cinco con cincuenta, por favor.
Sacó tres billetes de cincuenta euros de un buen fajo y se los dio a la empleada, esperando por la vuelta. Luego se volvió y miró de nuevo a su madre, pero esta vez de frente y con aire interrogador.
—¿Qué? —Preguntó.
—No te vas a Barcelona… —contestó Aurora, vencida.
Emma pensó que tendría que cuidar más los detalles de sus engaños. Aunque desde luego, ya sería con otras personas como víctimas.
Las dos mujeres se acercaron parsimoniosas a los andenes. De alguna manera, el corto trayecto desde las taquillas al tren sustituyó a cualquier tipo de despedida. No hubo besos, ni abrazos, ni tan siquiera un simple adiós. Emma subió al primer vagón y recorrió a pie todo el tren, hasta sentarse en la zona de butacas, en la fila más alejada al andén.
Aurora la siguió por fuera como pudo y se paró a su altura. Se quedó allí mirándola, de pie, con los ojos humedecidos. En lo más profundo, sabía que no volvería a verla.

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Published on May 13, 2013 03:54