Roberto Martínez Guzmán's Blog, page 6

November 28, 2013

Muerte sin resurrección: Capítulo VEINTITRÉS (I)


VIERNES SANTOCapítulo Veintitrés (I)


Isaac, ese era el nombre. El más pronunciado por los inspectores, el más escuchado por los agentes y el más investigado a lo largo de toda la madrugada en la céntrica comisaría de Ourense. Sin duda, ese era el nombre clave.
Antón había vuelto con rapidez de O Carballiño, una villa cercana a la capital y de la cual era oriundo Miguel. Allí sería enterrado el cadáver, y hasta allí había llegado la noche anterior Samuel, su único hermano. Él fue quien lo apuntó y sus tíos maternos, quienes lo refrendaron. Sí, Isaac, no nos gustaba nada en la familia. No sé por qué, pero tenía algo en la mirada que no nos gustaba. Por suerte, hace años que ya no llamaba a nuestro sobrino, unos cinco o seis, había dicho el tío de Miguel, un hombre de cara curtida por el sol y un más que evidente carácter férreo.
El problema radicaba en que nadie sabía qué había sido de Isaac. Lo máximo que pudo averiguar Antón fue que había estudiado Ciencias Económicas. A Miguel lo llamaba cada vez que venía de fin de semana. Pero un día acabó la carrera, consiguió trabajo y todos le perdieron de vista.
—¿Y no conocían a su familia, ni a algún amigo común? —preguntó Eva.
—No. Sus padres eran emigrantes y lo había criado una abuela. Pero sospechan que la anciana ya murió —aportó Antón.
—¿Tampoco recuerdan por qué zona vivía?
—Sí, eso sí. Por O Vinteún, pero sin precisar. Ya he avisado por radio a los agentes para que indaguen, aunque va ser como buscar una aguja en un pajar.
—De todos modos, hasta que no lo localicemos no podremos saber a ciencia cierta si él es uno de los objetivos de Emma —dijo Eva.
Eva aún conservaba encima de su mesa los teléfonos de las víctimas. Uno a uno, fue comprobando sus agendas en busca de la palabra Isaac. Ya lo había hecho la noche anterior, pero quizá pensó que, por comprobarlo una vez más, no pasaba nada.
—No aparece su nombre en ninguna de las agendas —dijo con desánimo.
Después continuó, dejando de nuevo los teléfonos sobre la mesa.
—La de Javi está llena de amigos de chat, la de Marc, de niñas, la de Sebas, de clientes, y la de Miguel, de simples conocidos. Este hombre no tenía amigos —dijo refiriéndose al último.
—Se ve que salvo Miguel y Marc, el resto no mantenían el contacto en la actualidad. Es extraño, porque no hace tantos años —dijo Antón.
Eva hizo un gesto de aprobación, pensativa.
—Quizá esa sea una de las claves —dedujo.
Luego se quedó en silencio. Al cabo de un rato, preguntó:
—¿Podemos estar seguros de que Samuel no está en peligro?
—Sí, descuida —confirmó convencido Antón—. Lo primero que me dijo fue que él no conocía mucho a los amigos de Miguel porque nunca salían juntos. Tenían pandillas diferentes. Sobre todo, porque Samuel es bastante más mayor. A Javi y a Sebas ni tan siquiera los conocía. A Marc, sí. Pero lo mismo que a Isaac, muy ligeramente.
—Ojalá no nos estemos equivocando, como con Miguel.
—No, seguro. Al preguntar por los amigos de su hermano en aquella época, pude saber si él formaba parte de esa pandilla sin necesidad de planteárselo directamente —dijo él satisfecho.
Eva sonrió antes de responder.
—Pero está claro que a todas las víctimas parece que les va la vida en que no sepamos que están en peligro. Cuando, en realidad, debería ser al revés.
—Algo vergonzoso o ilegal, tú lo dijiste ayer —apuntó Antón.
Ella siguió con su razonamiento:
—Miguel tenía tanto miedo que, una vez muerto Marc, inmediatamente llamó por teléfono a Míguez pidiendo librar también ese día. Sospecho que fue directamente a su casa y se encerró en ella con la pistola en la mano. ¿Te das cuenta de que eso fue precisamente lo que evitó que pudiera ver la foto que nos envió Lago?
—Y, de haberla visto, seguramente no se fiaría nunca de una inocente mujer que llega a su casa cargada de folletos de viajes —completó el razonamiento Antón, al tiempo que comenzaba a sonar el teléfono encima de su mesa—. Y hasta es posible que hubiese podido detenerla —añadió mientras descolgaba.
—Lo que ahora debe preocuparnos es que hoy es viernes y, por lógica, debemos esperar una nueva víctima. Confiemos en que ese tal Isaac no haya llegado a Ourense.
—¡No es él! —chilló Míguez entrando por la puerta.
Eva lo miró con sorpresa. El comisario siguió gritando desde el centro del despacho, al borde del enfado:
—La víctima de hoy es una mujer, una de las Atendo de la estación. Acaban de dar aviso. Se tiró al tren con una pelota de golf en la mano. O la obligaron a tirarse —rectificó—. Y lo peor es que su hijo estaba allí —añadió con voz sentida.
Luego tomó aire y comenzó a disparar órdenes, sin importarle que Antón siguiese al teléfono.
—¡Levántense! Averigüen por qué estaba el niño en la estación, por qué hoy la víctima es una mujer, por qué nadie la ha interceptado aún...
—Porque para eso tendríamos que haber buscado a una mujer rubia con un niño cogido de la mano —lo cortó Antón.
Los tres se quedaron en silencio, solo roto por el pequeño chasquido del teléfono cuando fue colgado.
—Fue a coger al pequeño a la guardería —explicó Antón—, con la placa en la mano. Pero uno de los cuidadores sospechó, lo tenía ahora al teléfono. Coincidió el domingo con ella viniendo en tren desde Vigo. El domingo era morena, hoy ya es rubia. Eso lo despistó en un primer momento, luego recordó.
—¿Dónde está el niño ahora? —preguntó Eva mirando a Míguez.
—Sigue en la estación, con el padre —contestó, ya más calmado, el comisario—. Al principio pensaron que había sido un accidente y avisaron al marido de inmediato.
—¿Cómo has quedado con el cuidador? —pregúnto a Antón.
—Lo he mandado a la estación, para interrogarlo con calma.
—Perfecto.

Una manta cubría el cadáver, custodiado a pie de vía por dos agentes de uniforme. A su lado, Eva permanecía sobre el andén, observando el escenario. Cuando acabó la inspección, bajó y se acercó al cuerpo, levantando por un extremo la manta. En ese instante, los dos agentes apartaron la vista. Ella exclamó, sin mirarlos:
—¿Aún no os habéis acostumbrado a la visión de un cadáver?
—Sí, pero no como este —contestó uno de los agentes.
—Está destrozado —se justificó el otro.
Eva volvió a tapar el cuerpo y miró de nuevo a su alrededor, intentando imaginar la escena.
—Se tiró —apuntó el primer agente.
—No sea ingenuo, no se tiró.
—Sí, se suicidó, no la empujó nadie —insistió el chico, convencido de su razón—. Lo han dicho dos de los testigos que estaban ese momento a su lado.
—Hay muchas formas de empujar a una mujer a suicidarse —sentenció Eva, dando por finalizado su reconocimiento.
Luego murmuró, ya de camino al edificio:
—Sobre todo, a una madre.
En el vestíbulo, una de las psicólogas de la Policía había estado interrogando a Toni y ahora parecía solamente estar esperando a que Eva volviese de su visita a las vías. Cuando esta llegó, la mujer se acercó de inmediato, ofreciéndole una carpeta.
—Inspectora, ya he terminado con el niño y le he mandado para casa con el padre —dijo—. En estos momentos, es bueno que estén juntos y alejados de aquí.
Eva aceptó la carpeta y se puso a ojearla mientras la psicóloga seguía hablando.
—El pequeño está afectado por la vivencia, pero mucho menos de lo que podría pensarse —explicó—. La asesina lo raptó para usarlo de señuelo pero no lo ha maltratado mientras estaba en su poder. Además, ha tenido el detalle de evitar que presenciase la muerte de su madre. Eso siempre es una ventaja.
—Vio a su madre desde el andén con una pelota que le había dado la mujer en la mano —dijo Eva, repitiendo lo que estaba leyendo.
—Sí.
—¿Y luego lo envió a la sala de espera a rezar padrenuestros...?
—Sí, lo mantuvo ocupado.
—Y después, todavía tardó un rato en oír gritar a la gente —siguió leyendo.
—Exacto.
Eva arrugó la frente, cerró la carpeta de golpe y perdió la mirada en el suelo, durante un instante, pensativa. Luego volvió a la realidad:
—Bueno, supongo que el hecho de enseñarle que tenía a su hijo en su poder le bastó para que Sandra tomase consciencia de que no tenía escapatoria.
—A esa misma conclusión he llegado yo —apuntó la psicóloga.
Eva avanzó unos pasos a través del vestíbulo, con la carpeta en la mano. A mitad de camino, hizo un alto.
—Una cosa más —dijo en dirección a la psicóloga—. La mujer no le dijo al niño cómo se llamaba en ningún momento —también lo había leído en el informe—. A nivel psicológico, ¿qué interpretación le da usted a eso?
La psicóloga pensó un momento. Quizá aún no había reparado en ello.
—En principio —contestó pausadamente—, tendríamos que entenderlo como una intención de evitar que el niño cree vínculos con ella.
—Gracias.
Antón aguardaba impaciente delante de la sala de espera. Él había sido el encargado de hablar con Alberto, que preguntaba con insistencia cómo estaba Toni. Esperó a que Eva acabase de hablar con la psicóloga y luego se acercó a ella.
—Necesitaba al niño de señuelo y fue a buscarlo a la guardería esgrimiendo la placa de Miguel. El chico —dijo señalando a Alberto—, la recordaba del tren.
Luego preguntó extrañado:
—¿Emma no tiene coche?
—No, se trajo al niño andando —sentenció ella—. Tiene narices: toda la policía de Ourense buscándola en pleno, y resulta que cruza la ciudad pasando desapercibida simplemente porque lleva a un niño de la mano.
—Y porque se ha teñido de rubio —apuntó Antón a modo de recordatorio.
—También por eso.
Los dos policías se dirigieron a la salida.
—Además, esta vez, la víctima es una mujer —observó Antón.
—Sí, pero eso no tiene por qué ser relevante. Las mismas razones que le puede dar un hombre para que lo mate, también se las puede dar una mujer.
Después continuó, mientras paraba de andar y se daba la vuelta.
—¿Te das cuenta? —murmuró hacia su compañero—. Ayer mató de manera que le permitiera conseguir una placa para evitarnos y, al mismo tiempo, acceder a la víctima de hoy. Me pregunto qué consiguió de Sandra para poder matar mañana.
Eva buscó con la mirada a la psicóloga y le hizo una seña para que se acercara.
—Vamos a ir a casa de Toni —le dijo en cuanto llegó a su altura—. Necesitamos que nos acompañe.
—De acuerdo.

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Published on November 28, 2013 05:35

November 18, 2013

Muerte sin resurrección: Capítulo VEINTIDÓS


VIERNES SANTOCapítulo Veintidós



Tres muchachas discutían afanosamente tan solo a dos mesas de distancia de donde ellos se habían sentado. Desde su discreta posición, y con Toni sentado a su lado, Emma podía escuchar con claridad los adolescentes desacuerdos sobre profesores, exámenes y compañeros más o menos atractivos. Una de las chicas, rubia y con un ligero sobrepeso, llevaba la voz cantante. Movía sin descanso su larga melena rizada y parecía empeñada en poner en tela de juicio cualquier opinión que alguien expresara entorno a aquella mesa. Sus dos compañeras de tertulia demostraban con su paciencia haberse acostumbrado a su manera de ser hacía tiempo. En un momento dado, la conversación cambió y las tres chicas comenzaron a especular sobre cuáles serían las oscuras motivaciones que movían a la asesina de la pelota de golf a actuar como lo estaba haciendo. Sin duda, ese era el tema más recurrente aquella semana en la ciudad. Las tres expresaban sus opiniones sin reservas y, al unísono, hablaban de venganzas maquiavélicas, locuras extremas y maldades de todo tipo. Por fin, la muchacha rubia sentenció convencida: Yo nunca haría algo así, jamás, por nada del mundo. Las demás la apoyaron al instante.
Emma observó con curiosidad a las chicas, una por una, y no pudo evitar esbozar una sonrisa. Qué podían saber aquellas arrogantes aprendices de mujer sobre su vida, pensó en su interior.
Una vez comprobada la inocencia de su compañía, miró a su alrededor. Una terraza de cafetería, habilitada dentro de un patio interior y compuesta por mesas de camping blancas con sillas a juego. Sobre las mesas, unas amplias sombrillas resguardaban a los clientes del sol y la lluvia, y asimismo impedían la visión a cualquier vecino curioso. Un lugar discreto y, a esa hora de la mañana, con la única compañía de aquellas inofensivas muchachas. Sin duda, una elección perfecta.
Hecho esto, decidió centrar su atención en Toni. El pequeño se mostraba impaciente, sentado en el borde mismo de su silla y moviendo los pies nerviosamente. Se mantenía en silencio, pero él fue el primero en divisar la bandeja en la que una joven camarera les acercaba las dos consumiciones que habían pedido previamente en la barra: un gran helado de nata y chocolate y un descafeinado de máquina. Cuando llegó a la mesa, la chica no dudó a quién debía entregar cada una: el helado para el niño y el descafeinado para la que, a simple vista, nadie dudaría en identificar como su joven madre.
El pequeño esperó a que Emma le sacase el envoltorio y, acto seguido, se lanzó a comer el helado con entusiasmo.
—¿Habías pensado que no te lo iba a comprar? —preguntó ella sorprendida, mientras removía su descafeinado.
Toni se encogió de hombros y puso cara de sí, pero no quiero confesarlo. Al fin, contestó:
—Mi madre, a veces, me hace promesas que luego no cumple —se intentó excusar, sin dejar de comer.
—¿Qué te ha prometido tu madre que luego se haya olvidado cumplir? —preguntó Emma con curiosidad.
—Pues que no iba a tener que madrugar estas vacaciones.
—¿No te gusta madrugar?
El pequeño negó con la cabeza.
—Bueno, pero piensa que si hoy no hubieras madrugado, ahora no te estarías comiendo ese helado tan grande.
—Sí, hoy fue divertido madrugar —concedió Toni.
—¿Te estás divirtiendo?
—Sí.
Emma le hizo una caricia y se centró en su descafeinado. Tenía la sensación de estar interrumpiendo con sus preguntas un momento realmente especial para Toni. Pero cuando el helado empezaba a llegar a su fin, retomó la conversación:
—¿Qué tal te llevas con Javier?
—Bien —contestó el pequeño, sin que pareciera otorgar una importancia especial a aquella cuestión.
—¿Te trata bien? —insistió ella.
Toni dejó el soporte del helado sobre la mesa y recostó su espalda sobre el respaldo, satisfecho. Luego miró a Emma, con los labios manchados de chocolate, y movió la cabeza adelante y atrás, intentando expresar una gran afirmación. Ella cogió una servilleta y le limpió los restos de chocolate. Cuando acabó, se quedó observándolo en silencio, fijamente.
El pequeño no perdía detalle de todo cuanto acontecía a su alrededor. Observaba alternativamente a las tres chicas, las mesas, las sombrillas, incluso a Emma. En una de estas ocasiones, preguntó:
—¿Cómo se llama este sitio?
—Bekas—contestó Emma con una sonrisa.
Toni hizo un gesto de haber entendido, como si necesitase archivar aquella información en su pequeña cabeza, y después siguió dando rienda suelta a su curiosidad. Pero pasados unos minutos, tuvo que dar por finalizada su labor de investigación:
—Tenemos que irnos —le indicó Emma.
—¿No podemos quedarnos un poco más?
—No, no podemos.
—Yo quiero... —insistió Toni.
—Cariño, a mí también me gustaría quedarme un poco más contigo, pero es hora de que nos vayamos.
Viendo la imposibilidad de cumplir sus deseos, el pequeño se dispuso a levantarse. Mientras lo hacía, Emma quiso justificar su decisión:
—Cuando seas mayor, aprenderás que lo que debemos hacer siempre tiene prioridad sobre aquello que queremos hacer —dijo—. Y que a veces, las decisiones que tomamos, aunque justificadas, no son las que más nos gustaría tener que tomar.
Toni acabó de levantarse sin prestar demasiada atención. No sabía qué significaba aquella frase y además, pensó que cuando fuera mayor, ya no se acordaría de ella para poder entenderla. Lo que de verdad le importaba en aquel momento era que el helado ya no existía y había llegado la hora de irse. De marcharse... a dónde, se preguntó. De ser su madre quien lo acompañaba, hubiese insistido hasta obtener una respuesta. Pero no olvidaba que aquella mujer, aunque amable con él, en el fondo, no dejaba de ser una policía, por lo que no se atrevió a molestarla.
Los dos se pararon un instante en la barra para pagar y, ya en la calle y cogidos de la mano, se dirigieron al centro de la ciudad. Desde allí cruzarían el río por el viejo Puente Romano hasta la parte norte de la ciudad. Emma lo había estudiado con detalle. Un recorrido lo suficientemente alejado de la comisaría con el fin de evitar riesgos inútiles. Había calculado que ese trayecto les llevaría no menos de media hora. De todos modos, podrían recorrerlo con calma.
Nada más acabar de cruzar el puente, Toni reparó en la empinada cuesta que les esperaba enfrente. Su sensación de cansancio se multiplicó en ese momento.
—¿Falta mucho? —preguntó.
—No.
El pequeño respiró profundamente, a fin de recuperar unas fuerzas que ya comenzaban a faltarle.
—Si eres policía, ¿por qué no tienes un coche de policía? —insistió, con toda la ingenuidad del mundo.
—Porque tenemos que ir andando.
Toni miró a Emma y, al instante, reparó en algo que no le encajaba dentro de su cabeza.
—¿Por qué no vistes como los demás policías? —preguntó extrañado.
—Porque así estoy más guapa que si llevara uniforme —dijo ella, evitando contestar a la pregunta.
El pequeño frunció el ceño mientras seguía caminado cogido de la mano de aquella mujer. Esas respuestas no le convencían y se encontraba cansado de verdad. No se atrevió a seguir preguntando, aunque aquello comenzaba a no ser divertido.
Cuando la calle se acabó, pararon ante un semáforo, ya dentro de una nueva avenida. De repente, Toni reconoció el lugar donde estaban, aunque se mantuvo en silencio. No sabía el verdadero motivo por el cual aquella policía lo había llevado hasta allí, pero algo en su interior le decía que ese no era el sitio en donde deberían estar.
Apenas unos minutos después, exactamente a las diez menos cinco de la mañana, Emma y Toni pisaban por primera vez el vestíbulo de la estación Empalme de Ourense. El reloj del panel de información no mentía. Nunca mienten. En él, también se reflejaban las próximas llegadas: Santiago de Compostela-Tren Avant-Vía Uno-10:08, la siguiente.
La estación estaba abarrotada y los Atendo, en esas ocasiones, informan a los pasajeros a pie de vía, sobre los andenes. No se veía a ninguno en el vestíbulo.
Emma se dirigió a la sala de espera y se sentó al fondo, con Toni a su lado. Desde allí, echó una mirada circular para comprobar que el terreno se encontraba despejado, que nadie había sospechado de ella hasta ese instante. En el fondo, una mujer rubia con un niño cogido de la mano pasaría desapercibida en cualquier parte de la ciudad.
Tan solo diez minutos más tarde Emma se levantó y su cara, amable hasta ese momento, cambió de inmediato. La de Toni, agarrado de su mano, intuitivamente también. Para él, aquello ya no era divertido.
Los dos atravesaron discretamente el vestíbulo, parándose justo en la puerta de acceso al primer andén. A la derecha, una mujer con una cazadora de Atendo paseaba de espaldas a unos diez metros de ellos. Debajo de ella, un cuerpo masculino, con las manos en los bolsillos, informaba a un pasajero de avanzada edad. Emma miró entonces de frente: dos vías pegadas, tres y uno, y a continuación un nuevo andén. Desde el andén del vestíbulo, se accede a la vía tres. Desde el siguiente, a la uno.
Emma sacó una pelota de golf de su bolso y la colocó en las manos del pequeño, mientras avanzaban hasta colocarse en el borde de la vía tres.
—No la sueltes —dijo sin esperar respuesta.
Por nada del mundo el pequeño se atrevería a soltarla en aquel momento.
En medio del andén de enfrente, Sandra informaba a los pasajeros de la vía uno. No tardó en reparar en la presencia de sus dos visitantes. Por un momento, no supo qué hacer. En un primer impulso, quiso llamar a Toni, pero al instante se paralizó. La visión de la pelota entre las manos del pequeño la contuvo. La presencia de la mujer sujetándolo por los hombros, en el borde de la vía, todavía más.
Al instante, las lágrimas se apoderaron del rostro de Sandra, mientras se acercaba al borde de su andén. Emma no necesitó decir nada, ni siquiera hacer una señal. Le bastó permanecer durante unos segundos allí, con el niño bajo sus manos, mirando fijamente a Sandra. En ese momento, Toni, asustado, quiso esbozar la palabra mamá entre sus labios, pero la segunda sílaba se apagó como una llama sin oxígeno. También él lloraba, en silencio, sin querer molestar.
Cuando asumió que Sandra había entendido la situación, Emma se agachó levemente, acercando su boca al oído del pequeño, que permaneció inmóvil.
—Cariño, quiero que me des la pelota y me escuches con atención —le susurró.
El pequeño le ofreció la pelota como un autómata. Luego atendió como nunca había atendido en su corta vida.
—Ahora tienes que ir a la sala de espera, donde estuvimos antes, y una vez allí, te sientas al fondo. ¿Me has entendido?
Toni asintió con la cabeza. Emma prosiguió, sin apartar su mirada de Sandra que, frente a ellos, al borde de la vía uno, asistía a la escena impotente:
—Una vez que estés sentado —continuó Emma—, debes rezar el Padrenuestro veinte veces. ¿Te sabes el Padrenuestro?
El pequeño siguió afirmando con el movimiento de su cabeza. Hubiera dicho sí a cualquier pregunta, a cualquier indicación.
—Ni una menos —insistió Emma—. No te levantes hasta que hayas acabado. Pase lo que pase, por nada del mundo —concluyó, soltando a Toni en dirección a la sala de espera.
El pequeño obedece, mira una vez más a su madre y se da la vuelta, perdiéndose entre la multitud.
Sandra ve alejarse a su hijo y mira durante un segundo a Emma, con cara de derrota. Luego, intenta buscar una última imagen de Toni, ya imposible, mientras sus labios pronuncian en silencio, sin emitir sonido: te quiero.
De fondo, la megafonía anuncia la inminente llegada del tren Avant procedente de Santiago de Compostela por la vía uno. El creciente sonido del convoy ratifica su proximidad a la estación.
Desde la orilla de la vía tres, de las manos de Emma sale despedida la pelota de golf hacia la vía uno, sin que nadie más que las dos mujeres se percate. Sandra ve cómo cae a sus pies, rebota un par de veces y se detiene delante de ella. Fija su mirada en ella, toma aire por última vez y luego se santigua. Al paso del convoy, deja caer su cuerpo desplomado sobre los raíles, provocando el instintivo e inútil frenazo del maquinista.
En ese momento, aterradas, dos personas dejaron oír sus gritos. Cuando el último de los vagones acabó de pasar, toda la estación gritó.
Alertada por la tragedia, la sala de espera se vació de repente. Dentro, solamente se quedó un niño, sentado al fondo, rezando en voz baja. Con sus pequeños pies colgando del asiento y sin dejar de llorar.


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Published on November 18, 2013 05:16

November 12, 2013

Muerte sin resurrección: Capítulo VEINTIUNO


VIERNES SANTOCapítulo Veintiuno



Una señora de anchas espaldas y pecho abundante caminaba por el largo pasillo. Altiva y segura, sobre unos sonoros tacones que malamente conseguían disimular su escasa estatura. El traqueteo se oía en toda la guardería cada vez que se desplazaba por el centro, aunque nunca se había parado a pensar si con eso podía molestar a alguien. Al fin y al cabo, aquella guardería era suya. Ella la había abierto siendo casi una niña, ella la había dirigido a lo largo de su existencia y, por supuesto, allí siempre se hacía lo que ella ordenaba. Una cuidadora es más que suficiente para mantener a raya a cuarenta niños, sostenía a menudo con rigor, aunque en el fondo nunca decía que no a las frecuentes y altruistas ayudas de estudiantes en prácticas. Quizá esa fuese la razón por la cual aquel pequeño centro había sobrevivido a lo largo de los años, su excelente rentabilidad económica.
Dentro del aula del fondo, hoy solo había doce niños, aunque por ser un día festivo, casi todos tenían edades diferentes. Miriam, la cuidadora titular, los había distribuido por edades sobre los pequeños pupitres, cada uno con una gran cartulina delante, lápices de colores y hasta tijeras para los más mayores. Entre todos conseguirían realizar un mural que ella misma se llevaría a su casa y colocaría en la pared de su dormitorio. Sin duda, el proyecto había tenido una gran acogida entre los pequeños, que se mostraban encantados con la idea.
Para Alberto, por su parte, hoy era su quinto día de prácticas. Él ayudaba a cortar los trozos de cartulina y aportaba un sinfín de ideas acerca de qué colores serían más apropiados para completar con éxito la muy delicada empresa de realizar un mural, como él la llamaba. Su devoción por los niños era sincera y nunca evitaba echar una breve carrera para acercarse a cualquier alumno que levantara la mano en reclamo de sus servicios. De vez en cuando, cruzaba la mirada con Miriam, y ambos sonreían. Los niños estaban entusiasmados con el proyecto, y por el simple hecho de estar allí. Los dos mayores, quizá más.
Cuando la mujer de anchas espaldas y baja estatura llegó al final del pasillo, abrió la puerta del fondo sin llamar. El aula se quedó en silencio entonces. No saludó. Quizá debió pensar que aquellos pequeños seres no tenían aún la capacidad de juzgar el cumplimiento de determinadas normas de educación. O tal vez, en su cabeza, simplemente no merecían el privilegio de ser saludados.
Avanzó segura por el aula y se acercó a Miriam, haciendo ademán de hablarle al oído. Esta se inclinó ligeramente para que su oreja quedase lo más cerca posible de aquella boca que, ahora sí, parecía que iba a emitir algún sonido. El cuchicheo fue inapreciable.
Al terminar, la chica se levantó lentamente. Por su parte, la mujer dio media vuelta y salió al pasillo, dejando la puerta abierta. Esperaría afuera.
—Toni —llamó Miriam, una vez alcanzada por completo la verticalidad.
En cuanto el niño se dio por enterado, prosiguió:
—Acércate, han venido a buscarte.
El pequeño puso cara de no entender por qué debía irse. Precisamente ahora que ya no tenía sueño y, además, empezaba a pasárselo bien.
La cara de Alberto parecía imitar a la del niño. Miriam se acercó a él y le susurró al oído.
—Ha venido a buscarlo una policía. Al parecer sospechan que su padre puede ser objetivo de la asesina de la pelota de golf y se ve que quieren protegerlo para no correr riesgos.
Alberto la miró fijamente, intentando asimilar lo que acababa de oír.
Ella se dirigió ahora a Toni, viendo que a duras penas lograba abrocharse la cazadora:
—Acércate que te ayudo —dijo.
El niño se dejó hacer.
Al acabar, la chica se agachó y lo peinó un poco con los dedos. Luego le acarició la cara y le volvió a pasar la mano por el pelo, esta vez sin querer peinarlo:
—Pórtate bien —lo despidió, acompañándose de un beso casi maternal.
Toni a duras penas consiguió decir que sí con la cabeza. La presencia cercana de su cuidadora y la pequeña cazadora abrochada hasta el cuello limitaban seriamente su movilidad.
Cuando Miriam acabó de despedirlo, Alberto puso su mano en la espalda de Toni y juntos salieron del aula:
—Lo acompaño abajo —le indicó a Miriam.
Es posible que pensara que aquel ser pequeño e inocente fuese demasiado frágil para ir a solas con la mujer de corta estatura y semblante de mármol.
En cuanto salieron, la mujer comenzó a caminar delante de ellos, imperial. Alberto y Toni la seguían a poca distancia. El chico llevaba al pequeño cogido por los hombros y, este, para seguir el ritmo de los adultos, precisaba dar más pasos corriendo que los que podía permitirse el lujo de dar andando.
Cuando el pasillo se acabó, torcieron a la izquierda. De frente, otro pequeño trozo de pasillo, con tres leves escalones en el medio, y por último la puerta de salida, a la derecha. En cuanto la mujer acabó de bajar los escalones, se dio la vuelta y arrebató a Toni de la compañía de Alberto, cogiendo su pequeña mano hasta la puerta. Allí los esperaba una policía de cabellos rubios y cara redondeada. Alberto la observó desde la distancia. Toni la miró sin comprender por qué lo esperaba:
—Tienes que ir con esta señora, que es policía y te va a tratar muy bien —le dijo la mujer al pequeño sin haber soltado aún su mano.
Toni miró ahora a la mujer, como reclamando una explicación, pero fue la policía quien le habló, intentando captar su atención.
—Ven conmigo que vamos a comprar un helado —dijo con una sonrisa que endulzaba aún más su cara—. ¿Te gustan los helados?
—¿Puedo? —preguntó extrañado Toni.
—Sí —contestó con voz melosa la chica, haciéndose ya con el mando de la situación—. Dime, ¿cuánto hace que no tomas un helado?
El pequeño se llevó la mano a la cabeza como respuesta, acompañándose de una entrañable cara de tanto que ya ni me acuerdo. Ese gesto lo entendió hasta la dueña de la guardería, que ahora sí, dejó escapar una sonrisa.
—Eso es porque estamos en Semana Santa y los últimos meses ha sido invierno. Pronto llegará el verano y habrá helados en todos los sitios pero yo sé de uno que ya los vende hoy —explicó la policía con extremado mimo—. Así que, si te portas bien, vas a ser el primer niño de Ourense en comer un helado este año.
Una oportunidad así no se podía dejar escapar, debió de pensar Toni que, casi sin darse cuenta, ya estaba caminando por la calle de la mano de aquella agente de policía. Esta, mientras hablaba con el niño, volvió la cabeza hacia la escuela y le hizo un gesto a la dueña:
—Gracias —dijo en la distancia.
La mujer esbozó su segunda sonrisa del día, a modo de despedida, y cerró la puerta por dentro. Alberto esperaba al fondo de las escaleras:
—¿Esa chica es policía? —preguntó.
—Sí —contestó secamente la dueña (su cupo diario de sonrisas parecía haberse agotado).
—Pues yo la conozco de algo —razonó él—. No sé de qué, pero estoy seguro de haber visto esa cara antes en algún sitio.
—No creo que los policías cambien de cara cuando se van para casa —ironizó ella con cierto desdén.
—No, no, la he visto antes y... no sé.
—Como puedes imaginar, antes de entregarle al niño, le he pedido que se identificase como manda la ley —dijo al borde de la ofensa la mujer, con la intención de despejar cualquier atisbo de duda en la cabeza de aquel estudiante.
Alberto hizo un gesto de indiferencia y se fue por el pasillo. 
—Quédate tranquilo, está en buenas manos —le gritó la dueña, con ese tono de superioridad solo al alcance de quien se siente seguro del deber cumplido.
El chico se encogió de hombros y siguió su paso. Otros once niños le esperaban en el aula. Pero yo la conozco, se repetía en su interior.


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Published on November 12, 2013 04:57

November 5, 2013

Muerte sin resurrección: Capítulo VEINTE


VIERNES SANTOCapítulo Veinte



Por dos caprichosas rendijas de la persiana, la tenue luz de la calle se colaba perezosa en la habitación. Dos de esas pequeñas rendijas que en la oscuridad de nuestro dormitorio aportan una ligera luz que tan solo logramos percibir después de permanecer unos minutos despiertos. Sin embargo, Sandra llevaba varias horas en la cama apreciando esa claridad, tumbada boca arriba bajo las sábanas, pensativa. Sabía de memoria la posición exacta en la que se reflejaban los pequeños halos de luz y las figuras que formaban en la pared. Habían sido sus puntos de inspiración durante toda la noche.
A su lado, Javier se dio la vuelta y pestañeó en la oscuridad. Él todavía no apreciaba esa claridad. En silencio, le dio un beso en la mejilla a Sandra, a modo de buenos días, y se arrimó hacia ella guiado por el calor que desprendía su cuerpo bajo las sábanas. Después, alargó la mano sobre su vientre, acariciándolo en pequeños círculos, con suavidad, para poco a poco empezar a dibujar cada una de las voluminosas curvas de su mujer con las yemas de los dedos. Cuando acabó, la besó de nuevo y dirigió su mano hacia rincones más húmedos. Sandra no colaboró, tampoco lo rechazó. Tan solo hizo un pequeño movimiento bajo las sábanas y suspiró.
Al poco rato, el chico retiró su mano:
—¿Aún sigues preocupada?
—Sí —susurró ella.
Javier pestañeó de nuevo y se apartó hacia el otro lado de la cama, perezosamente.
—A mí tampoco me apetece hoy —dijo.
La mujer no contestó. Tampoco hacía falta, algunas costumbres solo se pierden en ocasiones muy especiales.
Poco después encendió la luz, retiró la sábana con un impulso y se puso en pie, encaminándose al baño.
—Tengo que levantarme —dijo sin mirar atrás.
Desde su posición, Javier contempló el cuerpo desnudo de su mujer. Sandra nunca había sido la más guapa, ni la más simpática, ni siquiera la mejor persona. Pero para él siempre había tenido el encanto de las feas. Ese misterioso atractivo por el cual se convierten en permanente objeto de deseo de hombres a los que su baja autoestima les impide aspirar a más. Y Javier no era hombre de grandes ambiciones.
Cinco minutos más tarde, Sandra ya estaba de vuelta.
—¿No te levantas? —preguntó recién duchada y aún medio vestida.
—Ahora.
—Voy a despertar a Toni —dijo saliendo de la habitación.
A sus cinco años, Toni sufría el calvario de tener dos padres con trabajo a turnos. Viernes Santo, todos los niños duermen hasta media mañana, desayunan en la cama, y luego juegan con sus padres. Pero para él su festiva mañana transcurriría en la guardería. Era lo habitual.
Cuando Javier llegó al comedor para desayunar, Toni estaba acabando la leche y Sandra ya se había vestido su chaqueta de Atendo, personas dedicadas a informar a pie de andén en las estaciones de ferrocarril.
—Toni, acaba ya —le gritó a su hijo desde el pasillo.
Este no se inmutó.
—Acaba rápido —le insistió en voz baja Javier mientras se sentaba.
—¿También trabajas hoy? —preguntó Toni, con esa ingenuidad hiriente que solo tienen los niños.
—Solo por la mañana —contestó él—. Anda, termina la leche.
El niño se llevó la gruesa taza a la boca. Sandra, con la pequeña cazadora de Toni en la mano, entraba en el comedor. Esta vez, sus reclamos iban dirigidos a su marido:
—Y tú, ¿aún no has desayunado?
Javier apuraba una última galleta en esos momentos. En cuanto acabó de engullirla, bebió la leche de un trago y se declaró listo para salir:
—Vamos.
En un momento, fue al dormitorio a por una chaqueta. También cogió su teléfono, las llaves del coche, la cartera, y apagó la luz. Cuando volvió, Sandra y Toni ya esperaban con la puerta abierta y el ascensor llamado.
—¿Me acercas primero a la estación y después llevas tú al niño a la guardería? —preguntó Sandra mientras bajaban—. A mí me va un poco justo para entrar.
—Sí.
Los tres subieron al coche, frente a casa. Apenas cinco minutos después, Javier paró frente a la explanada de la estación de ferrocarril. Sandra repartió dos rápidos besos en un momento y se apeó. El automóvil continuó. En el centro de la ciudad se bajó Toni, de la mano de Javier, que ni siquiera apagó el motor del coche mientras lo acompañaba a la puerta de la guardería.
Diez minutos más tarde, el vehículo se detenía definitivamente en el aparcamiento del viejo Hospital Provincial. Eran las siete y media de la mañana. A las ocho, Javier comenzaba su turno como celador de Urgencias. Eso significaba que contaba con media hora para tomar café, leer la prensa del día y vestirse el pijama de trabajo antes de firmar la hoja de entrada. Algún día lo había hecho en menos.
Entró en el centro por la puerta principal y se dirigió a la cafetería. Cogió de una de las mesas el periódico del día y se arrimó a la barra, mientras el camarero ya le preparaba su café habitual, cortado con dos azucarillos. De pie, ojeó la portada:

—La Región: «Cuatro muertos en cuatro días. El agente de policía Miguel Dacal Santos es desde ayer, oficialmente, la última víctima de la asesina de la pelota de golf (pág.2-3)».

Javier se quedó mirando el titular un momento, pensativo. Luego movió la cabeza de un lado a otro, varias veces. No quiso seguir leyendo, plegó el periódico y lo tiró sobre la barra. Acto seguido, apuró de un trago el café que tenía delante y se encaminó a la salida.
—Perdona —lo llamó el camarero, cuando ya estaba a punto de salir—. No me has pagado.
Javier, bajo el umbral de la puerta, al instante cerró los ojos y arqueó las cejas, con la cabeza baja. Volvió sobre sus pasos, sacó una moneda y la puso sobre la barra.
—Lo siento —dijo—. Se me había olvidado por completo.
El camarero la metió en la caja, con una sonrisa en la cara. No pidió más explicaciones. Conociendo a su cliente, sabía que no mentía.


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Published on November 05, 2013 05:16

October 28, 2013

Muerte sin resurrección: Capítulo DIECINUEVE (II)


JUEVES SANTOCapítulo Diecinueve (II)

A primera hora de la tarde, Eva continuaba en su despacho. Llevaba tres horas encerrada, llamando por teléfono, apuntando datos, haciendo esquemas. Muchas veces perdía la mirada indefinidamente en la pared hasta que comenzaba a escribir de manera compulsiva en un folio que, al poco rato, tiraba a la papelera para empezar otra vez de cero. Por eso, la papelera estaba casi llena, su cabeza al borde del agotamiento, y el teléfono de encima de su mesa, siendo utilizado ahora por última vez.
—Señor Álvarez, por fin le localizo. Soy la inspectora Santiago, me encargo de investigar el asesinato de Sebas.
—Sí, me acuerdo de usted. Dígame, ¿hay alguna novedad?
—De momento, no. Seguimos investigando, por eso deseaba hacerle una pregunta en relación al caso.
—Le escucho.
—Si no recuerdo mal, cuando yo llegué el martes a la fábrica, usted estaba a la entrada con sus otros dos compañeros, y un policía le preguntaba en ese momento insistentemente por el aspecto físico de la mujer que había visitado a Sebas aquella mañana.
—Me acuerdo, pero es que ninguno de nosotros nos fijamos en ella lo suficiente como para poder dar una descripción muy detallada.
—No, no le llamo por eso. Haga memoria, porque es importante. ¿Ese policía pretendía que usted le dijera qué aspecto tenía esa mujer o que le confirmara un físico que él ya conocía?
El hombre pensó un momento al otro lado del teléfono. Luego contestó dubitativo:
—Pues a decir verdad, ahora que me lo pregunta usted, yo creo que no tenía la menor idea de cómo era su aspecto hasta que nosotros se lo dijimos.
—¿Está seguro?
—Sí, yo creo que sí.
—Muchas gracias, y le tendremos informado de cualquier avance.
Eva apuntó en uno de los folios que tenía delante y esbozó una sonrisa. Una pícara, de las que surgen inconscientemente cuando creemos que hemos descubierto algo al alcance de muy poca gente. Luego miró el reloj. En su última llamada, Antón le había anunciado que no tardaría más de media hora en llegar y ya casi se había cumplido el tiempo. Se levantó y se encaminó a la máquina de café de la entrada, con los folios en la mano. Allí sacó un café con leche y salió a la entrada a tomarlo. A aquella hora, un tímido sol intentaba calentar el frío Jueves Santo orensano.
Apenas había empezado a remover su café, llegó Antón:
—¿Qué te ha dicho la Guardia Civil? —lo recibió Eva.
—Poca cosa. Me han pedido un día más. No encuentran el atestado porque como no tenemos ni la fecha ni el lugar exacto, no pueden saber qué destacamento cubrió el accidente. Esa carretera la cubren varios.
—Bueno, da igual. Vamos para dentro a ver si está el jefe libre y hacemos recuento de la situación. Lleva toda la tarde queriendo hablar con nosotros.
Los dos recorrieron el pasillo hasta el fondo y llamaron a la puerta del despacho de Míguez. A sus espaldas, la comisaría entera parecía un funeral. Desde dentro, la inconfundible voz del comisario les contestó:
—Pasen.
Primero entró Eva, luego Antón, sentándose a la vez en las dos sillas situadas frente a la mesa, bajo la atenta mirada de Míguez. El comisario permanecía en silencio. Un silencio que, en cuanto ellos acabaron de acomodarse, lo rompió sin compasión, con una mirada en los ojos capaz de helar la sangre del mortal más templado:
—Espero que tengan algo, y algo bueno. Esa desgraciada se ha cargado a uno de los nuestros.
Se tomó un respiro, luego se reafirmó:
—A uno de los nuestros, y en nuestras narices. La quiero ya, viva, muerta o en formol. Eva, desde ahora, tiene a todos los agentes a su disposición, para lo que los necesite. Pero quiero ver a esa mujer en el calabozo ya —Su tono subía a cada palabra que repetía—. Y si hace falta salgo yo a la calle a perseguirla, pero nadie, nadie, se carga a uno de mis hombres y luego se va a su casa a dormir tranquilamente, ¿me entienden?
Los dos policías afirmaron con la cabeza al unísono. Luego continuó, ya algo más calmado:
—Díganme que ya han averiguado algo relevante...
Eva tomó la palabra:
—Jefe, la muerte de Miguel nos afecta a todos y somos enteramente conscientes de la situación —El comisario seguía a la expectativa—. Respecto al caso, creo que debemos mantener la cabeza fría, y si lo hacemos, veremos que este último asesinato revela muchos datos interesantes. Miguel es clave, porque es la única víctima a la que conocimos vivo y muerto.
—Le escucho.
—Creo que ya estamos en disposición de determinar la manera de actuar de la asesina y, a su vez, una parte de las motivaciones que la impulsan a hacerlo. Es posible que nos equivoquemos en algún punto, pero ese es un riesgo que debemos correr. Si la queremos atrapar, necesitamos perfilar conclusiones ya. De lo contrario, se nos escapará antes de que logremos acercarnos.
Eva hizo un alto para ojear los folios que había cogido en su despacho y que, hasta ese momento, había mantenido en su regazo.
—Sabemos que la asesina es Emma y pensamos que, seguramente por venganza, lleva años diseñando un plan con la finalidad de matar a siete hombres concretos durante esta Semana Santa. Todos en Ourense, y uno por día. En este sentido, el hecho de que nos haya enviado la pelota de golf lo interpreto simplemente como su manera de señalar que Miguel es la víctima del jueves. Sin otro significado. Piense que si no nos la hubiese enviado, su cadáver no hubiera sido descubierto hasta el lunes o martes. Y siete porque el lunes ya habrá acabado su plan, puesto que el propio Miguel pensaba regresar a la ciudad ese día.
El comisario estaba atento a las explicaciones que le daba su inspectora, sin pretender interrumpirla.
—Pues bien, en este plan —siguió ella—, Emma ha ordenado a las víctimas, y ha diseñado cómo matarlas, de tal manera que le permite no solo acceder a ellas sino también poder seguir haciéndolo con las demás. Así, Javi, fue la primera. Lo mató por sorpresa el lunes. Él tenía que ser el primero porque todos los lunes en vacaciones se iba a Lugo. Además, necesitaba retenerlo hasta la madrugada, porque así mataría a Sebas, el segundo, a la mañana siguiente, evitando de esta forma que pudiera enterarse por medio alguno de su presencia. Miguel aún no lo sabía y si salía en la prensa, habiendo ocurrido de madrugada, no se publicaría hasta el miércoles. Por esa razón y porque podía estar avisado por Miguel, a Marc lo tanteó primero en un bar. Disfrazada de estudiante, comprobó si el chico sospechaba algo. De ser así, llevaba el veneno como plan B pero, en el probable caso de que no la reconociese, usaría el plan A, que era el ideal para ella y consistía en un accidente cuando cogiera el coche a media mañana. Como al chico le hizo gracia aquella supuesta estudiante, y no estaba avisado, tuvo vía libre. Ese veneno, en cambio, sí era el plan A con Miguel, que por ser policía estaba sobre aviso. Pero una vez en su piso, Emma atajó al ver la pistola. Eso sí, necesitaba que no sospecháramos que Miguel era una posible víctima, para que no lo controláramos. Por eso se preocupó de disfrazar como crimen pasional la muerte de Javi, y como accidentes, el segundo y tercer asesinato.
Ahora se dirigió a Antón:
—Tú me lo dijiste al encontrar el cuerpo de Miguel: No podías saberlo. Piénsalo, no podía saberlo porque nos había hecho creer que necesitaba que las víctimas no se enteraran de que las estaba matando. ¿Cómo podíamos imaginar que él era una de ellas?
Antón confirmó con la cabeza. Eva prosiguió:
—Deduzco que, después de cometer un crimen, inmediatamente se centra en el siguiente. De no ser así, no tendría posibilidad de descubrir el viaje de vacaciones de Miguel. He conseguido hablar con la dependienta de la agencia y Emma estuvo allí justo unos minutos después que él. Pero cuidado, no creo que a Miguel lo haya adelantado en el orden de su plan por querer marcharse. Más bien, pienso que él siempre fue la cuarta víctima porque necesita su placa para acceder a la quinta víctima, que mucho me temo que será asesinada mañana.
—¿Quién es la quinta? —preguntó Míguez, temiéndose la respuesta que estaba a punto de oír.
—Desgraciadamente, eso aún no lo sabemos. Pero en este sentido, también tenemos información, y la búsqueda y protección de las tres futuras víctimas será la única línea de investigación que sigamos a partir de este momento. Sobre todo, ahora que sabemos que no toda la ciudad está en peligro.
—Si las víctimas fueran aleatorias —apuntó Antón—, nunca hubiese ido a por un policía que, además, no estaba investigando el caso.
—¿Están seguros de desechar la posibilidad de que pueda ser una asesina en serie que se ha crecido y que esté eligiendo a sus víctimas al azar? —quiso asegurarse el comisario.
—Sí, sus ataques son demasiado elaborados —contestó Eva—. No es una asesina en serie sino que mata por alguna razón concreta. Seguramente, por venganza.
—Sí, yo también lo creo —la respaldó Míguez.
—Además —añadió ella—, aunque tuviéramos dudas, no disponemos de tiempo ni personal suficiente para cubrir con garantías dos líneas de investigación. Y, de elegir una, está claro cuál debe ser.
Míguez dio por concluido aquel punto y pasó directamente al siguiente:
—¿Qué información tienen sobre la identidad de las próximas víctimas?
—Antes de nada —contestó Eva—, hay que decir que si nuestras previsiones son correctas, debemos pensar que la quinta víctima le facilitará el acceso a la sexta, y esta, a la séptima. Eso sí, estas en teoría deben estar enteradas de que va a por ellas. Es más, me atrevería a decir que el hecho de que siempre deje una pelota de golf tiene la finalidad de aterrorizarlas. Si no les ha avisado Miguel, ya se habrán enterado por la prensa. Y algo importante, ha dejado la pistola y el veneno en casa de Miguel porque no los necesita en su plan y, a su vez, con ello puede hacernos creer que ya ha acabado. Podría ser que así quiera conseguir que no intenten marcharse como Miguel, por lo que en mi opinión debemos facilitar el nuevo asesinato a la prensa.
—Estoy de acuerdo —la cortó Míguez, con mucho aplomo—. Al fin y al cabo, más presión de la que tenemos no nos va a reportar. Y si con ello podemos salvarle la vida a alguien, bienvenido sea.
—Respecto a la identidad de las víctimas —retomó la palabra Eva, a la vez que cambiaba de folio—, estoy segura de que todas se conocen, aunque en la actualidad no mantienen relación en la mayoría de los casos. ¿Qué les une y que hace que estén en la lista de Emma? Pues por el momento no lo sabemos con exactitud, pero sí que es algo muy vergonzoso, o incluso delictivo, ocurrido en Ourense y hace de cinco a siete años. Vergonzoso o delictivo, porque de no ser así, Miguel no lo habría escondido aun sabiendo que estaba su vida en peligro. Ni los demás se lo ocultarían a su entorno, como Sebas a su mujer. Ocurrido en Ourense, ya que Miguel y Sebas nunca salieron de aquí, y los demás, poco. Juntos, seguramente nunca. Y por último, tuvo que suceder hace cinco, seis o siete años, porque es el período de tiempo que abarca desde que Javi vino a Ourense a estudiar y Emma sufrió un accidente y cambió de aspecto. Esto último, unido al paso de los años, explicaría que ninguno de ellos la conozca físicamente. Ese accidente ocurrido en Ourense hace seis o siete años y también en Semana Santa puede ser el principio de todo, pero no logramos tener el atestado. Nos han dicho que fue un accidente normal, pero estamos a la espera de poder concretarlo.
—¿Y cómo es que no tienen aún el atestado? —preguntó Míguez.
—Las fechas y el lugar no son exactos —aclaró Antón—. Vengo de estar con la Guardia Civil y me consta que lo están buscando en los archivos de manera intensiva, pero esa época no está informatizada y es un proceso lento. De todos modos, me han garantizado que mañana lo tendremos.
—Pero en cualquier caso, yo tengo dudas de que el accidente sea la causa —apuntó Eva—. Y me explico. Después de pensarlo, lo que más me puede encajar es que otro coche se les cruzara y los echara de la carretera. Pero en un coche solo caben cinco personas, no siete, y además, de haber sido así, Emma no habría podido ver la matrícula para localizarlos con tanta precisión. Y además, deduzco que no había pintura ajena en el vehículo, ni rodadas en la carretera, porque entonces no archivarían el accidente como una salida de vía sin causa aparente.
Eva guardó los folios antes de continuar:
—No, le he dado muchas vueltas en la cabeza y, en mi opinión, fue algo que pasó en esa época, pudiera ser incluso que esa noche, pero no concretamente el accidente. Es posible que esté relacionado, pero no creo que sea la causa directa. Y es de suponer que Emma y su familia hacían ese recorrido a menudo aquellos años, por lo que cabe la posibilidad de que tampoco fuese esa noche —concluyó.
—Cuando llegue el atestado, infórmenme —dio por zanjadas las hipótesis Míguez—. Díganme, ¿cómo van a continuar la investigación?
—De momento, vamos a localizar a todos los contactos del teléfono de Miguel. He estado comprobando las agendas de los cuatro móviles de las víctimas y Miguel está en la de Marc, y viceversa. Eso ya lo sabíamos. Pero cometimos un error: hasta ahora cuando moría uno, comprobábamos si en su móvil estaban las víctimas anteriores, pero no si los últimos estaban en las agendas de los primeros. Yo lo he hecho hoy y sí, hay uno, Miguel está en el móvil de Javi, que dicho sea de paso, tiene una agenda enorme.
—¿Piensan que las futuras víctimas pueden estar en algún móvil?
—Pienso que debemos comprobar todas las llamadas de los últimos días de Miguel, puede ser que haya avisado a alguien más como quiso hacer con Marc. En caso de no tener suerte, buscaremos todos los chicos de veintipico años de Ourense y que tengan amistad con ellos desde hace siete u ocho años. Tenga en cuenta que los padres de Javi no conocían las amistades que tenía su hijo aquí, y que Sebas y Miguel son huérfanos. Los padres de Marc tampoco conocen por el nombre a sus amigos y menos los que tenía aquellos años. Solo Miguel tenía un hermano, que llega esta tarde. También lo interrogaremos e, incluso, no podemos descartar que también esté en el punto de mira de Emma. No nos queda más remedio que buscar por nuestra cuenta intentando anticiparnos.
—Espero que tengan suerte.
Los dos policías salieron del despacho de Míguez cabizbajos, en silencio. En el pasillo, se repartieron las tareas. Antón quiso ir a recibir al hermano de Miguel y darle el pésame. Labor ingrata. Eva llamaría por teléfono. El resto de agentes, con la foto de Emma en la mano, buscarían e identificarían en la calle a cualquier mujer sola que tuviera ese aspecto.
En cuanto todo el mundo se puso en marcha, Eva volvió a encerrarse en su despacho. Cogió el teléfono de Miguel y miró las llamadas realizadas en los dos últimos días: solo Marc.
—¡Qué cabrón! —exclamó.
Dejó el teléfono sobre la mesa. Se soltó el pelo, lo atusó sin prisa y lo volvió a recoger con una goma. Consultó de nuevo el móvil y marcó el primer contacto masculino que aparecía en la agenda: Abel.
—Dígame —una voz ronca sonó al otro lado.
—Hola, quería hablar con Abel.
—Sí, soy yo.
—Le llamó de la Policía. ¿Conoce usted a un chico llamado Miguel, moreno, veintisiete años y que es compañero nuestro en el cuerpo?
La respuesta de Abel no tardó ni un segundo en llegar:
—Pues así, de repente, no sé quién es.
—Este número al que estoy llamando consta en su agenda —inquirió Eva.
—No le digo que no, pero usted está llamando a un taller mecánico y este es el móvil del taller. Supongo que será un cliente. Si me dice qué coche tiene, o mejor, la matrícula, puedo mirar en el ordenador y seguro que ya lo identifico. Pero, por el nombre, no sé quién es, y tampoco les pregunto a mis clientes en qué trabajan.
—No se preocupe, no es necesario.
—No hay inconveniente. O si prefieren pasar por aquí, hoy estamos hasta las nueve, aunque tengamos la puerta cerrada.
—Descuide, pensé que usted era otra persona. Gracias por su colaboración.
En cuanto colgó, Eva volvió a coger el móvil y corrió la agenda para abajo. No llegó al final. Luego miró para los otros tres aparatos. A continuación, consultó el reloj, las cinco y media de la tarde. Lanzó un suspiro.
Más allá de las doce de la noche, no se puede llamar a nadie, pensó.

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Published on October 28, 2013 05:40

October 21, 2013

Muerte sin resurrección: Capítulo DIECINUEVE (I)


JUEVES SANTOCapítulo Diecinueve (I)

Día 5 de abril de 2012, titulares de prensa:
—«Tres jóvenes aparecen muertos en extrañas circunstancias. Javier Fernández Martínez, Sebastián Covelo García y Marcos Dorribo Vázquez han aparecido muertos en lo que va de Semana Santa después de recibir en todos los casos la misteriosa visita de una joven morena y de mediana edad». La Región.
—«Semana Santa negra en Ourense. Un asesinato la noche del lunes, y lo que en principio parecían ser dos trágicos accidentes, el martes y miércoles, sacan a la luz la presencia en la ciudad de una asesina en serie». La Voz de Galicia edición Ourense.
—«Una supuesta asesina en serie siembra el terror en la ciudad. El hallazgo de una pelota de golf al lado de todas las víctimas, su macabra seña de identidad». El Faro de Ourense.


Antón había salido del despacho en busca de café hacía casi media hora, mientras Eva daba una nueva ojeada a la prensa del día. Dos cafés solos, extraídos de la vetusta máquina situada a la entrada de la comisaría. Un euro veinte en monedas, y apenas un minuto para el proceso de elaboración. Por fuerza, Antón tenía que haberse parado en el trayecto, dedujo ella. No es que le importara la ausencia de su compañero, pero ya empezaba a asumir que aquel café llegaría frío hasta sus manos.
Cuando por fin entró, Eva se lo tomó con humor:
—Antón, ¿estaba estropeada la máquina?
—¿Cuál? —preguntó él mientras le colocaba el vaso de plástico encima de la mesa.
—La del café...
—No. ¿Por qué lo dices?
Eva puso cara de chico no te enteras de nada como respuesta. Antón entendió y se fue a su sitio explicándose mientras removía su café:
—Estuve en la entrada viendo cómo funciona el nuevo escáner.
—¿Y funciona bien...? —Sin duda, una poderosa razón para retrasarse, pensó sarcásticamente Eva.
—Sí, ya lo creo. Acaba de llegar un paquete para Miguel y es increíble: lo pones sobre la bandeja, le pasas el escáner por arriba y sale la imagen al instante, como una radiografía. Si trajese algo metálico en su interior, se vería en la pantalla.
—Pues si es para Miguel, ya se lo podéis guardar en un lugar seguro, porque hasta el lunes no creo que venga para recogerlo.
Eva bajó la cabeza dando por terminada la conversación y retomando los periódicos. Solo un segundo después, la volvió a subir de repente:
—¿Un paquete para Miguel?
—Sí. Lo ha traído un mensajero.
—¿Qué tipo de paquete?
Antón dejó su café sobre la mesa y se levantó:
—Una caja —dijo, intuyendo que algo no iba como debería—. Una cajita —rectificó—. Pequeña... —La describía con las manos mientras hablaba. Y sí, aquella caja era realmente pequeña.
Eva salió de la oficina en dirección al despacho de los agentes, a la mesa de Miguel, con Antón detrás. Allí estaba: era una caja pequeña, ligera. Eva la agitó en el aire y comprobó que algo se movía dentro. Retiró el papel que la envolvía y la abrió. Dentro había otra caja. Hizo lo mismo con esta y descubrió una nueva caja, más pequeña que la anterior. También la abrió, deprisa, y finalmente pudo confirmar sus peores temores: una pelota de golf.
—Llama a Miguel —dijo de inmediato.
Antón no reparó en que Eva ya le estaba ofreciendo su teléfono. Corrió hacia su móvil, y luego a la entrada. Allí pidió el número de Miguel al agente de guardia que, de inmediato, consultó una extensa lista. No tardó en encontrarlo. Antón marcó los nueve dígitos y esperó a oír los tonos. Eva pasó a su lado, gritando:
—Vamos. ¡Ya!
Antón la siguió con el teléfono en la oreja. Dos coches patrulla hicieron lo mismo. Las sirenas sonaban al unísono. Sin esfuerzo, el convoy se abría paso en la festiva mañana orensana.
—No contesta nadie —dijo Antón después de marcar por tercera vez aquel número.
—Mierda —soltó Eva con evidente nerviosismo—. Sigue intentándolo.
No fue necesario. Apenas unos segundos después, los tres coches pararon a la vez frente al número setenta de la calle Vasco Díaz Tanco. Varios vecinos salieron alertados por el ruido. Una mujer entrada en años limpiaba el portal, con la puerta abierta. Al ver llegar los coches, se apartó asustada.
Eva subió las escaleras en primer lugar, los demás policías la siguieron a duras penas. Cuando llegó a la puerta del segundo piso, dio varios golpes a modo de llamada. Luego hizo sonar el timbre. Después, y sin esperar aún respuesta, volvió a golpear la puerta con la palma de la mano.
Todos escucharon. Nadie contestó.
—Huele a pólvora —apuntó Antón, sin dejar de ser una pregunta.
Los seis policías inspiraron a la vez. La mujer del portal, también.
El policía más corpulento propinó una certera patada a la cerradura y la puerta acusó el golpe, abriéndose ante ellos. Todos desenfundaron sus pistolas.
Eva entró en el pasillo y miró a su derecha: la cocina. Luego, a su izquierda. Entró en el salón y se frenó de repente, ante la visión del cuerpo de Miguel. Estaba delante del sofá, tirado sobre la pequeña mesa, encima de un gran charco de sangre. Ella se acercó rápidamente y, agachándose, le tomó el pulso. Nada.
Se levantó despacio.
—Mierda, mierda, mierda —repetía mientras salía de la habitación.
En el pasillo, dio un puñetazo contra la pared. Después, se apoyó contra ella. Primero uno de sus hombros y luego la cabeza. Antón se acercó, Eva no se movió.
—¿Estás bien? —preguntó él.
—Lo sabía, lo sabía —murmuró ella.
—No, no podías saberlo.
—Todavía está caliente...
Antón no contestó, Eva permaneció en silencio un instante. Luego se dio la vuelta y miró de frente a su compañero, una mirada indefensa:
—¿Puedes cubrir tú el escenario? Necesito estar sola un momento.
—Sí, no te preocupes.
—Aunque seguro que no ha dejado nada que nos sirva —razonó—. Si me necesitas estoy abajo —añadió luego.
—Tranquila, ya me encargo yo. En serio.
Eva bajó las escaleras con desgana, mirando al suelo, pensativa.
—¿Le ha pasado algo a Miguel? —preguntó la mujer que limpiaba, al llegar a su altura.
La inspectora la miró y contestó con la cabeza, afirmativamente. Luego le preguntó:
—¿Ha visto usted entrar o salir a una mujer joven?
—No.
No había más preguntas.


Eva se alejó de la casa, dio la vuelta a la esquina y se acomodó en una de las terrazas de los pequeños bares de la zona. Era el único cliente que estaba a aquellas horas allí. Los demás habían salido a curiosear qué sucedía alertados por las sirenas.
Sentada con una gran taza de café con leche delante y su pelo rojo cubriéndole gran parte de la cara, nadie sospechó que aquella mujer formara parte de la Policía. Eso era exactamente lo que ella buscaba. Allí podría pensar con tranquilidad, ordenar sus ideas a salvo del inmenso revuelo que se vivía en la calle de al lado. Miró el cartel, Café Ultreia. El sitio perfecto, pensó ella.
Antón no le había preguntado dónde lo esperaría, pero la conocía lo suficiente para saber cómo encontrarla. Llegó pasada una hora, mostrando en alto una bolsita hermética y transparente, de las que guardan las pruebas a examinar, con un envase pequeño en su interior. Una especie de tubo que originariamente debía haber contenido perfume o, en su defecto, alguna especia para cocinar.
—Veneno —dijo acercándose a la mesa de Eva, que no se inmutó—. Por lo que se ve, había pensado envenenarlo pero, por alguna razón, tuvo acceso a la pistola y no desaprovechó la ocasión —explicó mientras se sentaba—. También he comprobado su móvil. Había recibido tu llamada y, un poco antes, una de una cabina. Había folletos de viajes en la mesa y dos vasos con café. Deduzco que Emma se enteró de que pensaba marcharse de vacaciones y lo llamó con la excusa de cambiar o ultimar algún detalle del viaje.
Luego dejó el frasco sobre la mesa y continuó:
—Apuesto a que es tetradotoxina —dijo—, pero tendremos que analizarlo para asegurarnos.
—¿Tetradotoxina? —La afición de Antón por los más diversos venenos era conocida por todos en la comisaría.
—Sí, es el veneno del pez globo, del fugu —puntualizó—. Permaneces consciente en todo momento mientras se te van paralizando los músculos. La muerte se produce por asfixia a las pocas horas. Un final duro, tanto física como psicológicamente, porque no hay antídoto y lo normal es que lo sepas mientras notas cómo te vas muriendo.
Eva sonrió no sin cierto sarcasmo, a la vez que un camarero, alertado por la presencia de Antón, se acercaba hasta la mesa:
—¿Va a tomar algo? —preguntó.
—Sí, un café solo.
En cuanto el hombre se fue, Antón volvió a dirigirse a Eva, pero esta vez con un tono más personal:
—¿Qué tal estás? —le preguntó mirándole a los ojos.
—Bien, bien —contestó ella con lentitud—. Sabía que nos mentía, pero nunca me imaginé que él también estaba en el punto de mira de Emma. Supongo que no llegué a deducirlo, entre otras cosas, porque él mismo no quería que lo hiciese.
—¿Con fuerzas para seguir?
—Por supuesto —contestó Eva, reafirmándose con una sonrisa—. Más que nunca, te lo aseguro. Si abandonase ahora, ella me habría vencido. Y no te equivoques, puedo concederle la victoria en una batalla, pero no en la guerra —sentenció.Luego se recogió el pelo y añadió:
—Solo necesitaba un momento para ordenar mis ideas. Estos últimos días casi no he dormido, y supongo que empiezo a acusarlo. Pero ya estoy lista.
La conversación se paró cuando el camarero dejó el café de Antón sobre la mesa, junto con el ticket de caja. Antón lo cogió, sacó dos monedas del bolsillo y se las dio al hombre.
—Quédese con el cambio —le dijo.
—Gracias.
Otra vez a solas, él retomó los detalles del caso:
—Lo curioso es que lo mató con su propia arma reglamentaria, y luego la dejó sobre la mesa de la cocina, junto al veneno. Eso ya es extraño, pero más aún cuando tuve una corazonada y se me ocurrió buscar la placa, pensando que también la encontraría. Pues no la encontré.
Eva se incorporó en la silla:
—¿No está su placa en el piso?
—No —contestó él, negando también con la cabeza—. La busqué en el salón, en la habitación y en la cocina, pero nada. Teniendo en cuenta que vivía solo, no creo que deje la pistola a la vista y, sin embargo, guarde la placa en algún escondite secreto.
—Hay que buscarla a fondo para asegurarnos. Por un momento, había pensado que Miguel podía ser la última víctima, tenía sentido —razonó—. Pero si se ha llevado la placa seguramente es porque piensa seguir matando y la necesita para acceder a la siguiente víctima.
Antón ya estaba llamando por radio a las patrullas que seguían en el piso de Miguel. La orden para todos era clara: buscar la placa hasta debajo del colchón. Así se haría. Luego se dirigió a Eva:
—¿Y no crees que se pueda estar exhibiendo? Lo mata de un disparo, pero deja en el escenario del crimen la pistola y un frasco de veneno que no ha utilizado, antes de enviarnos a la mismísima comisaría su seña de identidad, para que encontremos el cuerpo. La placa puede ser simplemente un trofeo.
—No, para eso tendría que haberse envalentonado, y de haber esa posibilidad, ya lo habría hecho antes.
—Quizá el que la noticia saliese publicada en prensa le haya engordado su ego.
—No. Un hombre se crecería, pero una mujer no. Si algo empuja a una mujer a diseñar un plan tan minucioso como este, interpretando personajes, estudiando a sus víctimas al detalle, después no lo abandona porque le vaya saliendo todo bien. En eso somos más cerebrales.
Eva paró su exposición, dejó caer de nuevo su espalda contra el respaldo y perdió la mirada en la acera, buscando inspiración. Luego, continuó:
—Emma es fría y metódica, y lo seguirá siendo. Eso seguro. Solo así puede llevar cuatro asesinatos casi perfectos en cuatro días, sin que hayamos tenido una opción real de atraparla. Nos está vapuleando. Pero porque, en la práctica, no solo ha estudiado al milímetro la forma de matar sino que también ha tenido en cuenta cómo manejar las reacciones de las víctimas, y las nuestras, para poder seguir haciéndolo. Y eso no lo habíamos tenido en cuenta hasta ahora.
Antón no entendió muy bien qué pretendía decir su compañera, pero antes de que le pidiera una aclaración, ella se anticipó:
—Dicho de otra forma, sospecho que ha ordenado a las víctimas de tal forma que al matar a una, a su vez, se está procurando la oportunidad de acceder a la siguiente, y así sucesivamente. ¿Has acabado en el piso de Miguel? —preguntó levantándose.
—Sí. Solo falta tomar la declaración por escrito a los vecinos —contestó él mientras apuraba el último sorbo de café—. Pero le he dicho a los agentes que se encarguen ellos porque ya nos ha dicho todo el mundo que nadie ha visto nada.—Pues entonces, vamos a comisaría. Necesito hacer unas llamadas para confirmar algunos detalles. Puedes dejarme allí y, mientras tanto, aprovechar para hacerle una visita a la Guardia Civil, a ver si agilizan el atestado.
—Perfecto.
Antón también se levantó.
—Miguel es clave —remarcó Eva ya de camino al coche—. Puede parecer una víctima más, pero en realidad no lo es. Sospecho que para Emma era la más complicada de encajar en su plan pero, para nosotros, es la que nos indica cómo interpretar la información que tenemos.
Los dos entraron en el C4 de Eva y tomaron rumbo a comisaría, sin pararse a subir al piso de Miguel. No era imprescindible y no podían perder tiempo. Quedaba mucho trabajo por delante.

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Published on October 21, 2013 03:14

October 14, 2013

Muerte sin resurrección: Capítulo DIECIOCHO


JUEVES SANTOCapítulo Dieciocho

Apenas una hora después de que Miguel tomase el último trago de café  alguien llamó al interfono de la vieja casa del barrio de A Cuña. Tres veces, como habían acordado.
—¿Don Miguel Sarmiento? —preguntó una voz femenina a través del interfono—. Vengo de la agencia, hemos estado hablando por teléfono.
Miguel pulsó el botón que abría el portal. Una vez que había oído como se abría la puerta, contestó:
—Asegúrese de que la puerta queda cerrada.
—Sí, de acuerdo —se oyó al cabo de un rato.
La mujer debió de entrar, volver sobre sus pasos al oír la voz del hombre, contestar y volver a entrar. Por si aún tenía alguna duda, debió de quedarle claro que su cliente pretendía convertir su domicilio en un fortín. Al fin y al cabo, el muelle de la puerta provocaba que esta se cerrara apenas dos segundos después de entrar alguien.
Subió por las escaleras hasta la primera planta. Desde dentro del piso se oyeron las pisadas con total nitidez, se hubieran podido contar de haberlo querido: once escalones, luego tres y finalmente, otro bloque de siete. Dos pasos más en el rellano y, automáticamente, el sonido del timbre.
Miguel observó a su visitante a través de la mirilla durante un buen rato. Efectivamente, aquella mujer era rubia, absolutamente rubia, y también estaba maquillada, muy maquillada. Podía apreciarse incluso a través del pequeño orificio por el que la observaba. Una comercial al uso, pensó.
Descorrió el cerrojo de un golpe, y luego dio un par de vueltas a la llave:
—Buenos días, pensé que se había ido sin esperarme —dijo la mujer en cuanto se abrió la puerta, intentando hacer una broma.
Miguel no se rió, o quizá no entendió aquella frase como graciosa. Más bien, pareció que se había tomado al pie de la letra el significado de las palabras que acababa de oír.
—No, sigo aquí, pero necesito irme hoy y usted es mi gran esperanza —contestó al tiempo que le brindaba el paso a la mujer, encaminándola al salón.
—No se preocupe, como le he dicho por teléfono, siempre hay algún cliente que cancela su viaje a última hora —dijo ella con una sonrisa en los labios.
Miguel se sintió aliviado al escuchar estas palabras y su semblante se iluminó de repente. Dentro del salón, la mujer se sentó a un extremo de la mesa y él al otro, enfrente, sin dejar de mirar la enorme carpeta que ella estaba colocando encima de la mesa. Sin embargo, todavía no tenía intención de abrirla.
—Soy Elena Monteagudo —se presentó ofreciéndole su mano por encima de la mesa—. Como le he dicho por teléfono, soy la responsable de zona de la empresa y le aseguro que mi visita al domicilio de un cliente es del todo excepcional, al igual que su caso.
—Lo siento, pero debe entenderlo, para mí es importante salir hoy.
—Descuide, en menos de media hora, ya habrá escogido un nuevo viaje de vacaciones.
Miguel asintió con la cabeza. Elena agarró su carpeta, haciendo ademán de abrirla, aunque en el último momento, pareció arrepentirse. El chico seguía expectante.
—Pero antes de nada —se arrancó ella, pasando su mano por la frente—, ¿puede darme un vaso de agua? He venido caminando un buen tramo.
—Sí, claro —dijo Miguel levantándose—. ¿Prefiere café? Tengo la cafetera preparada.
—Estupendo —contestó Elena, esbozando una gran sonrisa.
Miguel se encaminó a la cocina. Al instante, se oyó conectar la cafetera y preparar dos vasos, cucharillas, y abrir un mueble para coger azúcar. La mujer le hablaba desde el salón:
—¿Alguna preferencia por el país? Me imagino que querrá viajar a un destino con playa, como era Cuba.
—No, da igual —contestó él desde la cocina.
—Entonces le sugiero algún país de Europa.
Miguel esta vez no respondió. Al cabo de unos segundos, la mujer se asomó a la cocina:
—O mejor, Estados Unidos. ¿Ha visitado alguna vez Nueva York?
—No —respondió Miguel.
En cuanto se dio la vuelta alertado por la cercanía de la voz, vio a la mujer en la puerta, petrificada, mirando la pistola que todavía seguía sobre la encimera. El chico se dio cuenta al instante:
—No se asuste, soy policía —contestó con rapidez, al tiempo que colocaba un paño encima de la pistola—. Es mi arma reglamentaria, perdone el descuido.
Aquella simple explicación pareció bastar para que Elena recuperase el habla:
—Dígame, ¿vive usted solo? —preguntó echando una mirada a los utensilios del desayuno, que permanecían sobre la mesa.
—Sí, ¿por qué?
Miguel también miró el desorden de su cocina y entendió la pregunta. Suerte que no ha visto el dormitorio lleno de latas vacías, pensó.
—No esperaba visita —quiso justificarse.
—No se apure, sé cómo son los pisos de solteros —respondió ella, sin poder evitar esbozar una sonrisa.
Cuando los cafés estuvieron listos, los dos volvieron al salón, sentándose en la misma posición. Elena, ahora sí, abrió su carpeta y sacó unos cuantos catálogos con diversas fotografías de Nueva York, que mantuvo en su mano mientras hablaba:
—Si usted nunca ha visitado la ciudad de los rascacielos, es un destino que le recomiendo personalmente para estas fechas.
A Miguel le pareció bien, efectivamente nunca había visitado esa ciudad, y lo que parecía ser más importante para él en aquellos momentos, Nueva York estaba muy lejos de Ourense. Además, si ella le estaba recomendando ese viaje, deducía que era porque podría salir de inmediato. Elena colocó dos de los catálogos sobre la mesa, comenzando a enumerar lugares míticos que estaban incluidos en el plan de viaje: el Empire State, la Estatua de la Libertad, Central Park, la Catedral de St. Patrick, etc.
—Estos son los lugares más típicos de la ciudad, los que suelen ofertar todas las agencias —añadió—. Pero hay otros menos conocidos que, sin embargo, tienen mucho más encanto. Nueva York es una ciudad con una gran personalidad, y eso es algo que la mayoría de las agencias olvidan cuando ofertan un viaje. Por el contrario —acabó—, nosotros los incluimos todos en nuestras ofertas.
La mujer hablaba mirándole a los ojos, como si ya tuviera decidido que esa era la oferta que le convenía a su cliente y esos, los argumentos que harían que acabara por aceptarla.
Miguel cogió los catálogos en la mano, y ella se inclinó hacia delante para hacerle indicaciones sobre ellos.
—Este recoge los lugares típicos. Y este —dijo, indicándole el otro catálogo—, los que casi nadie incluye. Creo que, a alguien como usted, le gustará visitarlos.
El chico volvió a dejar sobre la mesa el primero y se decantó por curiosear más detenidamente el folleto de lugares menos comunes. Elena observaba con atención cómo Miguel estaba centrado en las fotografías.
—¿Le importa que coja un vaso de agua en la cocina? —preguntó ella por sorpresa, levantándose—. Para tomar con el café. Una vieja costumbre, siempre bebo agua después de tomar café.
—Sí, claro. Pero no la tengo envasada, tiene que ser del grifo.
Cuando Miguel hizo ademán de acompañarla, Elena se acercó a él y puso la mano sobre su hombro, en clara señal de que no lo hiciera:
—No se levante —le indicó convencida—, ya me sirvo yo.
Miguel volvió a centrar su atención en las fotografías.
—Nueva York no es una ciudad que deba abandonarse por un simple vaso de agua —dijo ella en tono jocoso desde la puerta del salón.
El chico sonrió, ahora sí había entendido aquello como una broma.
Ya dentro de la cocina, Elena cogió uno de los vasos del escurridor, abrió el grifo, lo llenó, lo vació en el fregadero, y lo volvió a llenar de nuevo. Luego, le dio un buen trago, hasta la mitad, y lo completó otra vez debajo del grifo. Lo dejó sobre la encimera.
—Fíjese en el Winter Garden Theatre, está en el segundo catálogo. Es mi favorito —le gritó desde la cocina, mientras destapaba la pistola—. Es todo tradición. No asistir a una de sus representaciones sería como desperdiciar el viaje.
—Ya me estoy haciendo una idea… —se oyó responder.
La mujer tomó el arma en su mano, cuidando de no hacer ruido contra la encimera de mármol. Introdujo su dedo índice en el hueco del gatillo y se acercó hasta la puerta del salón, agarrando con fuerza la culata. Miguel seguía ojeando los detalles sobre el teatro.
—¿Y cuándo sale el vuelo para Nueva York? —preguntó al intuir el regreso de la mujer.
—Hoy mismo si así lo desea —contestó ella al tiempo que alzaba la pistola con el brazo estirado, para minimizar el retroceso.
—Entonces, perfecto —razonó él, que seguía sentado de espaldas a la puerta y sin poder sospechar que su nuca ya estaba en el punto de mira del cañón.
El chico dejó el folleto sobre la mesa, luego hizo un gesto de conformidad, y finalmente quiso darse la vuelta para ver dirigirse a la mujer. No llegó a completar el movimiento. Elena presionó el gatillo y la detonación fue inmediata. El disparo sonó como un petardo entre aquellas paredes cerradas a cal y canto. Después, silencio, e incertidumbre. La mujer se quedó durante un instante en la puerta, inmóvil, esperando cualquier movimiento, cualquier voz proveniente de la calle, o del propio edificio. No oyó nada.
Miguel, impulsado por la bala, yacía sobre la mesa en la que unos segundos antes miraba ilusionado su posible destino. Un hilo de sangre proveniente de su cabeza resbalaba sobre la colorida foto de Central Park, hasta desembocar en el suelo. Su cuerpo todavía palpitaba en plena agonía, irregularmente, como expulsando en cada impulso la poca vida que aún conservaba.
Elena cogió su bolso y se dirigió de nuevo a la cocina, dejando la pistola sobre la mesa. A su lado, colocó un pequeño frasco de perfume, rellenado con veneno para la ocasión.
—Más fácil así —murmuró para sí.
Luego tomó el vaso de agua y lo bebió hasta el fondo. Cuando acabó, lo lavó y lo dejó en el escurridor, al lado de los otros. Echó una última ojeada y se encaminó al dormitorio. Allí, examinó la estancia desde la puerta, viendo al instante la placa de Miguel sobre la mesilla de noche. Entró sorteando las latas del suelo, la cogió y la introdujo en el bolso. Luego echó una nueva ojeada a la habitación. A la cama, a la mesilla de noche, también a las latas.
—¡Cerdo! —exclamó en alto con desprecio.
Después volvió sobre sus pasos y se asomó de nuevo a la puerta del salón: los espasmos de Miguel habían terminado. No recogió la carpeta, ni los catálogos.
Se dio la vuelta y escuchó tras la puerta de entrada, durante unos segundos. Definitivamente, nadie había reaccionado afuera. Todo el edificio seguía en silencio.

Era el momento de irse.
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Published on October 14, 2013 03:52

October 7, 2013

Muerte sin resurrección: Capítulo DIECISIETE


JUEVES SANTOCapítulo Diecisiete

Después de la larga noche en vela y cuando ya había acabado la última cerveza del segundo pack, Miguel se levantó de cama y se desperezó. Eran poco más de las nueve de la mañana y hasta las tres de la tarde no tenía que estar en el aeropuerto de Lavacolla. A esa hora tomaría el vuelo con destino a La Habana pero, de momento, no tenía prisa.
Miró a los pies de la cama, veinticuatro latas de Heineken adornaban el suelo. Las correspondientes a dos packs de doce: tarde noche uno y madrugada, otro. Cogió la pistola de encima de la mesilla de noche, le sacó el seguro y salió de la habitación, dándole una patada a una de las latas. Al fondo, el cerrojo de la puerta de entrada al piso seguía echado y la llave en su lugar, como él siempre acostumbraba a dejarla. Nada se había movido.
Avanzó despacio por el pasillo y comprobó de modo sucesivo el cuarto de baño, el trastero y el salón. En las tres estancias, siguiendo la misma rutina: primero abría la puerta, después alargaba el brazo desde fuera para encender la luz, y por último entraba en la habitación correspondiente. Todo en orden en las habitaciones, vacías y con las persianas bajadas.
Repitió la misma operación en la cocina, situada enfrente del salón y al lado de la puerta de entrada. Una vez dentro, dejó con cuidado la pistola sobre la encimera, y se puso a preparar el desayuno. Colocó dos rebanadas de pan en la tostadora y sacó de la nevera mantequilla y mermelada. Luego, conectó la cafetera y exprimió el zumo de tres naranjas. Ya con él en la mano, se sentó en uno de los taburetes que acompañaban a la pequeña mesa de cocina, a la espera de que se doraran las tostadas y el café acabara de hacerse.
Apenas había dado un sorbo al zumo cuando oyó sonar el teléfono en su mesilla de noche. Dejó apresuradamente el vaso encima de la mesa y se fue a buen paso hacia la habitación para cogerlo. No reconoció el número entrante. Dudó un segundo, aunque al final decidió contestar.
—Dígame.
—¿Don Miguel Sarmiento? Le llamo de la agencia. Disculpe que le moleste a esta hora, pero tengo que informarle de que se han cancelado algunos vuelos, y mucho me temo que afectan a su plan de viaje.
—¿Cómo? —preguntó sin esconder cierto malestar.
—Espero no haberle despertado, pero entenderá que haya creído conveniente avisarle cuanto antes —contestó la mujer, segura de que su interlocutor había entendido su primera explicación—. Usted ha contratado con nosotros un viaje a Cuba con salida hoy, ¿verdad?
—Sí, de tres días. Pero no he oído que hubiese alguna huelga prevista para este fin de semana.
—No es un problema de España. Ha habido un fallo informático en el aeropuerto de La Habana y hasta el sábado no creen que pueda estar solucionado. Sentimos no haberle avisado hasta hoy, pero a nosotros nos han llamado hace tan solo una hora.
Miguel se sentó en la cama y permaneció un momento en silencio, intentando asimilar la noticia. Finalmente, contestó:
—Y digo yo, ¿no pueden hacer escala en otros países, o desviar los vuelos a otros aeropuertos?
—Se podrían desviar por Estados Unidos, pero me imagino que estará usted al tanto del bloqueo. En fin, nosotros no los ofertamos, porque es un lío.
—¡Mierda! —exclamó él en voz baja.
La mujer continuó con sus explicaciones, intentando disculparse por una incidencia de la que no parecía ser responsable:
—Siento mucho la incomodidad —dijo—. Por nuestra parte, lo único que podemos hacer es ofrecerle la devolución íntegra del importe pagado. O bien, el cambio del viaje para otra fecha, a elegir por usted y sin coste alguno.
—No —la cortó Miguel sin disimular un cierto nerviosismo—. Necesito, deseo irme esta Semana Santa —dijo después de manera entrecortada—. ¿Lo entiende usted?
—Sí... necesita... esta Semana Santa —repitió la mujer, intentando asumir lo que él acababa de decir.
—Cuanto antes —la corrigió Miguel en un tono más tranquilo, aunque no menos firme.
La mujer se tomó un tiempo.
—En ese caso —dijo ahora—, supongo que podríamos buscar alguna solución.
—Sí, búsqueme usted una solución. Me da igual el lugar de destino, no tiene que ser Cuba, puede ser otro país. Pero me gustaría salir hoy mismo.
—¿Cualquier otro lugar le sirve? —preguntó ella extrañada.
—Sí. A ser posible, lejos.
—Bueno, tendría que estudiarlo —La mujer intentaba seguirlo—. Pero imagino que sí se podría arreglar.
—Estúdielo. Y le repito, me gustaría salir hoy, como había contratado.
—De acuerdo, de acuerdo. Pero necesito algo de tiempo, supongo que lo entiende usted.
—¿Cuánto tiempo?
—Bueno, teniendo en cuenta que siempre hay clientes que cancelan sus viajes a última hora, creo que podría incluirlo a usted en alguno de ellos sin mayor problema —razonó la mujer en voz baja al otro lado del teléfono—. Y también tengo que comprobar que no sea necesario que se vacune previamente. De todos modos —elevó su tono de voz—, comprometo mi palabra y la de mi empresa a que hoy mismo sale usted de viaje.
—¿Me vuelve usted a llamar?
—No, no, tengo que entregarle los nuevos pasajes. Y también es necesario que usted firme el nuevo contrato, por el seguro.
—¿Tengo que ir a su oficina? —La voz de Miguel volvía a mostrar claramente un tono de disconformidad.
—No, hoy es festivo y está cerrada al público. Esto es una gestión de urgencia, y extraordinaria si usted quiere cambiar el destino pero no las fechas —dijo la mujer con firmeza—. Si le parece, y de manera también extraordinaria, me paso yo misma por su domicilio —se tomó un segundo para pensar—. En una hora, como máximo, creo que tendré todo solucionado. ¿Puedo visitarle en el domicilio que nos ha proporcionado?
—Sí, Vasco Díaz Tanco. ¿Va a venir usted aquí?
—Ese es el que tengo —confirmó ella—. Sí, en una hora más o menos. Si a usted le parece bien, claro.
—Espere, espere. ¿Cómo es usted?
—¿Yo, cómo soy? —exclamó la mujer sin entender la pregunta de su cliente—. ¿Tiene alguna importancia mi aspecto físico para que usted me reciba en su casa?
—No, no, lo siento —se disculpó Miguel—. Es una cuestión mía. Pero dígame cómo es usted físicamente, para reconocerla cuando llegue —acabó por apuntar.
—Pues... rubia, estatura media, pelo largo, no tengo ningún rasgo especialmente característico. Pero no entiendo este formalismo.
—¿Es usted rubia? —inquirió de nuevo él, intentando asegurarse de haber escuchado correctamente.
—Sí, rubia. ¿Tiene usted algo en contra de las rubias? Seguramente le habrá atendido en su día una chica morena, pero yo soy la jefa de zona y, dada la gravedad de la situación, me estoy encargando personalmente de...
—No se preocupe —la cortó—, no tengo nada en contra de las rubias, no es eso.
La mujer se mantuvo en silencio al otro lado del teléfono. Miguel continuó después de un momento de pausa:
—Una última cosa: si hace el favor, cuando llegue, llame tres veces al interfono. Si no, no creo que le abra, porque no suelo recibir a nadie en mi domicilio.
—De acuerdo. Así lo haré —Resultaba evidente que a la mujer ya no le apetecía discutir esta nueva excentricidad de su cliente.
Miguel colgó el teléfono con cierto nerviosismo en el cuerpo. Aunque, de todos modos, si aquella mujer, simpática y rubia, hacía bien su trabajo, ese contratiempo no debería cambiar en absoluto sus planes.
Aún sentado sobre la cama, pensó en adecentar un poco el piso. Entre otras cosas, recoger las latas que tenía allí en la habitación, tiradas por el suelo. Aunque también pensó que, al fin y al cabo, aquella mujer era una vendedora, y la recibiría en el salón. Y el salón estaba perfectamente presentable. Al menos, a sus ojos.
Volvió a la cocina, donde su desayuno le esperaba. Pero cuando llegó, el zumo estaba caliente, las tostadas frías y el café se había quemado. Y a la hora de comer, Miguel era un sibarita. Tiró todo, y se puso a hacer de nuevo su desayuno. Volvió a esperar por las tostadas y el café sentado a la mesa y con el zumo en la mano, como en el primer intento.
Esta vez consiguió dar dos tragos antes de que sonara de nuevo su móvil. Dudó si contestar. Al final, la posibilidad de que fuera una llamada anunciándole su nuevo viaje le convenció. Deducción equivocada.
—¿Miguel? Soy la inspectora Santiago.
—Dígame.
—¿Está usted bien?
—Perfectamente. ¿Me llama en mi día libre a las nueve de la mañana para preguntarme cómo estoy?
—No, lo siento —se disculpó Eva queriendo ser agradable—. Le llamo sobre todo porque he pensado que ayer quizá me excedí dudando de usted.
—No se preocupe.
—Solo pensé que debía excusarme antes de que usted se marchara. ¿Porque se marcha usted hoy, verdad?
—Sí —Él no quiso dar más detalles.
—¿Pronto? —Eva sí quería más explicaciones.
—A mediodía —O antes, si todo iba bien, pensó Miguel para sí.
—Pues entonces, le repito mis disculpas y le deseo un buen viaje.
—Gracias, inspectora.
Miguel se fue de nuevo a la cocina. Esta vez, el café todavía no se había hecho y las tostadas continuaban dorándose. Le dio un tercer sorbo al zumo, pensativo, confiando en que aquella jefa de zona de la agencia de viajes hiciera bien, y rápido, su trabajo.
En una hora llegaría y lo informaría de su nuevo destino. Entonces, ya podría empezar a hacer la maleta porque sabría qué tipo de ropa tendría que llevar. 
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Published on October 07, 2013 05:13

September 30, 2013

Muerte sin resurrección: Capítulo DIECISÉIS


JUEVES SANTOCapítulo Dieciséis

La luz de la habitación llevaba muchas horas encendida, con las persianas bajadas. Exactamente las mismas que la puerta de entrada al piso se había mantenido cerrada con llave y el grueso cerrojo de seguridad echado. Tantas horas ya, que hacía tiempo que se había hecho de noche.
Dentro de la habitación, diez latas de cerveza descansaban en el suelo vacías y abolladas, junto al cabecero, mientras una medio llena se mantenía en difícil equilibrio sobre el colchón, amenazando con caerse con cualquier movimiento. Encima de la mesilla de noche, otra lata de cerveza todavía esperaba a ser abierta, en primera fila del mueble, rozando la culata de la pistola. Detrás de ambas, su placa reglamentaria. No era casual la distribución. En determinados momentos, existen prioridades vitales.
Miguel seguía vestido, sentado sobre la cama. No se había movido de allí desde que, ya entrada la tarde, regresara de su visita a comisaría. Y también de ultimar en la agencia los detalles de su inminente viaje de vacaciones. Ahora solo debía esperar, dejar que pasaran las horas, que la noche se consumiera y el sol decidiese inaugurar un nuevo día.
Una vez más, Miguel cruzó las manos en su regazo y escuchó durante un momento. Todo el piso estaba en silencio, desierto, en total soledad. La misma de cada noche del último año, la que habitualmente torturaba su cabeza sin piedad. A pesar de ello, hoy la apreciaba de un modo especial, como si su propia vida dependiera de ello.
Cerró los ojos levemente y recostó su espalda contra el cabecero. Pensó que al día siguiente a esa misma hora estaría dentro de un avión, sobre el Atlántico, de camino a Cuba. Allí le esperaba una lujosa habitación de hotel y mil sensaciones por descubrir en sus playas y en sus sugerentes locales de ocio, pensados para turistas ávidos de diversión a cualquier precio. Entonces ya no desearía aquel silencio, ni tendría que esperar encerrado en su piso. Pensó que, quizá, al día siguiente, tampoco estuviese solo. Miguel se sentía bien imaginando su futuro inmediato. Aquellas vacaciones en el Caribe suponían todo un oasis de paz en su tenso desierto de los últimos días.
Casi sin darse cuenta, un inconfundible olor a mar inundó su habitación. Un olor a algas y arena, agradable, tonificante. Respiró profundamente, varias veces, llenando sus pulmones de aire y exhalándolo luego lentamente, disfrutando esa sensación. Miguel vio como el agua le rodeaba, encontrándose dentro de un mar azul, cristalino, que apenas alcanzaba a cubrirle las rodillas. Se sentía relajado. El tacto de la arena debajo de sus pies le regalaba un agradable masaje a cada paso que daba y el suave oleaje balanceaba el agua alrededor de sus muslos de una manera armónica. Se fijó en el vello de sus piernas, mojado sobre una piel ahora extraordinariamente bronceada para lo blanca que solía lucir durante la mayor parte del año. No tenía calor, aunque se dio cuenta de que, en realidad, tampoco sentía más fría el agua. Era como si aire y mar estuviesen a la misma temperatura. Y cuando intentó ver la orilla, más por curiosidad que por deseo de acercarse, descubrió que no le alcanzaba la vista. Pero sin embargo, por alguna razón, él sabía que estaba allí, cerca, a su alcance, por lo que aquella situación no le preocupó.
Dentro de ese mar ideal y casi infinito, Miguel se encontraba rodeado de gente que también disfrutaba del agua. Los niños jugaban entre risas y los adultos paseaban de un lugar a otro por puro ocio, despreocupados. Miguel los miraba y no comprendía su actitud porque, a la derecha de donde él estaba, se veía un agujero dentro del mar por el que caía el agua. Era un agujero de considerables dimensiones, y que podría engullir a más de una persona en el supuesto de que se acercasen a su borde. Quiso avisar del peligro, pero se dio cuenta de que todo el mundo se movía de un lado a otro pero, en realidad, nadie se caía en él. Todos lo evitaban sin necesidad de variar su paso. Niños y mayores actuaban como si no existiese, los adultos caminaban dibujando líneas rectas que nunca lo cruzaban y los niños jugaban a la pelota a su lado, pero sin que estas entraran en él.
Entonces, Miguel se fijó que al otro lado del agujero, a su izquierda, también su madre estaba dentro del agua. Pero a diferencia del resto de las personas, ella estaba quieta, inmóvil, como si estuviese anclada al suelo. No era que no se pudiera mover, más bien parecía que el propio movimiento nunca había estado dentro de sus capacidades. Ella le hablaba, le hacía gestos, parecía querer indicarle algo importante, pero él no lograba entenderla. Empezó a caminar hacia su posición. En el fondo, tan solo pretendía ver su cara de cerca, volver a contemplarla, a recordarla.
Ya había dado unos pasos dentro del agua, cuando se percató de que a cada uno que daba, incomprensiblemente se alejaba de ella y se encontraba más cerca del agujero. Miguel se extrañó, porque él caminaba hacia su izquierda pero, sin embargo, iba avanzando hacia la derecha. Se paró un momento y comprobó la situación. El agujero seguía en el mismo sitio, él era el que se movía, pero por más que intentaba desplazarse hacia donde estaba su madre, solo conseguía alejarse de ella. Entonces, Miguel decidió no moverse. Pero ya no era capaz de permanecer quieto, y cada uno de sus movimientos, por pequeños que fuesen, le acercaba sin remedio al peligro. También se daba cuenta de que los gestos de su madre eran cada vez más expresivos, más elocuentes, y ahora ya eran casi desesperados. Semejaba intentar decirle que se alejara de aquel lugar, pero él no era capaz de hacerle ver que no sabía cómo conseguirlo. A su alrededor, los niños seguían tirándose el balón unos a otros, y sus padres continuaban sus paseos como si él no existiese, ajenos a la situación que estaba viviendo. Quiso gritar pero no fue capaz, y cuando intentó mirar de nuevo a su madre, sintió que se caía dentro de aquel agujero sin remedio, hacia el infinito.
En medio de esa caída, Miguel abrió los ojos de repente, sobresaltado. En su renovada visión, pudo darse cuenta de que la cerveza se había derramado sobre el colchón de su cama, alcanzando sus rodillas. También recordó que su madre llevaba diez años muerta, y que en Ourense nunca ha habido mar.
Colocó la lata ya vacía en el suelo, junto a las otras, y alargó el brazo para coger la que seguía esperando sobre la mesilla. La abrió, dio un largo trago y volvió a escuchar, expectante.
Todo el piso seguía en silencio, solitario. Su inconsciente sueño había terminado.
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Published on September 30, 2013 03:18

September 23, 2013

Muerte sin resurrección (1os capítulos): Cap. QUINCE (II)


MIÉRCOLES SANTOCapítulo Quince (II)

De camino a la comisaría, Eva se paró a comer algo. En un lugar anónimo, donde nadie la conociera, en soledad. Necesitaba reponer fuerzas y, lo más importante, ordenar sus ideas. Pidió medio bocadillo de jamón, que devoró en pocos minutos, y un café bien cargado. Luego otro, la noche había sido larga.
Mientras comía repasó mentalmente todos los detalles de los tres casos. No sabía cuánto tiempo se habría tomado la asesina en preparar los asesinatos, pero intuía que mucho: días, semanas, incluso meses. Ella debía recuperar ese terreno y atraparla en solo una semana. Estaba convencida de que no disponía de más tiempo.

No tardó en ir a comisaría. En cuanto llegó al edificio, quiso confirmar que Miguel seguía teniendo turno de tarde. Preguntó al agente de la entrada, y sorpresa: el día anterior había solicitado cuatro días de permiso, de jueves a domingo. No solo eso, hacía tan solo unos minutos, había llamado pidiendo coger libre también aquella tarde. De todos modos, aún debía ir al despacho del comisario para firmar este último permiso.

Eva dio orden al agente de que, en cuanto llegara, se asegurara de que pasara por su oficina. No estaba dispuesta a permitir que se marchara sin haberle dado una explicación.

Aún estaba en la entrada cuando una voz la sobresaltó:

—¡Santiago! ¿Se ha vuelto usted loca o ha dormido mal esta noche? —le gritó el comisario Míguez desde la puerta de su despacho.

—Pues sí, he dormido poco y mal, pero creo que loca aún no estoy.

—Venga a mi despacho —la cortó.

Eva obedeció.

—¿No le he dicho que no informe a la prensa sobre el caso?

—No lo he olvidado, créame.

—Entonces, ¿puede explicarme usted por qué hasta el último periodista de Ourense sabe que hay una asesina suelta que deja pelotas de golf junto a sus víctimas?

—Jefe, creo que a veces se olvida usted de que nuestra misión no es detener culpables, sino proteger inocentes. Y las dos cosas no siempre coinciden. Nuestra sospechosa se introduce en la vida de las víctimas, se gana su confianza y las mata aprovechando un descuido. Por nuestra comodidad, le estamos haciendo el juego a ella. Sospecho que las víctimas están ya elegidas. Hay algo que las une, todavía no sé lo qué, pero quiero darles la oportunidad de que estén avisadas. Jefe, se merecen saber a qué se enfrentan, que esta mujer va a por ellas. Además, quizá tengamos suerte y se presente alguien para explicarnos qué está pasando.

—Me acaba de llamar el redactor jefe de La Región requiriendo más información, preguntando si vamos a ofrecer una rueda de prensa.

—No le explique más detalles. Esto es muy grande y la prensa se ha movido con rapidez, pero ya tiene todo lo que necesita. Le he dicho a Antón lo que debe salir en los periódicos: nombre completo de las víctimas, que siempre aparece una pelota de golf junto a los cadáveres y que todos los casos parecerían un accidente de no ser por el contacto previo de los fallecidos con una mujer desconocida y morena. Es normal que quieran más información pero, de momento, con eso es suficiente. Además, no tengo ninguna duda de que usted tiene tablas suficientes para manejar esta situación.

El comisario no parecía convencido del todo. Ella insistía:

—Incluso intuyo que, por alguna razón, ella cuenta con que no demos detalles. Todos los asesinatos parecen accidentes, excepto el primero, ¿verdad?

—Exacto.

—Pues, en mi opinión, hay una razón: Javi era estudiante y se marchaba a Lugo. Fíjese, a todos los mata en Ourense, pero este se iba, tuvo que improvisar un plan y lo disfrazó de un crimen pasional. Los demás son accidentes. No creo que planee un crimen casi perfecto en un día y, si los tiene planeados de antemano, deberá cambiar de estrategia al destapar nosotros lo que ocurre. Piénselo: si se hubiera hecho público el primero, en los dos siguientes tendría que haber actuado de otra manera. No lo sé, pero quizá la desconcertemos y cometa un error. Usted lo dijo: me ha dado el caso a mí porque soy una mujer y sabré cómo piensa la asesina, ¿se acuerda? Pues es lo que hago. Cumpla usted su parte.

—De acuerdo —acabó por decir el comisario—. Pero manténgame informado.

—Una cosa más, comisario. Creo que Miguel debe pasar por aquí a firmar un permiso.

—Sí, ha quedado en venir ahora —confirmó Míguez.

—¿Podría asegurarse de que no se va sin hablar antes conmigo? Quiero preguntarle algo en relación al caso de Sebas y, si se marcha, no lo volveré a ver hasta la próxima semana.

Míguez le mostró su conformidad con un gesto. Eso bastaba. A pesar de su habitual mal humor y una más que conocida impulsividad, era un hombre que defendía y apoyaba a sus subordinados en todo momento, y ante todos. Eva no tenía duda alguna sobre ello.

En cuanto salió del despacho del comisario, se fue directamente al suyo, dejando la puerta abierta. Comprobó en el visualizador del teléfono que no había llamadas perdidas y se puso a repasar los informes de los dos asesinatos anteriores. También comenzó a redactar el de Marc. Tres asesinatos en tres días y con una ejecución casi perfecta. Se paró a pensar un momento: claro que tenía que haber alguna razón que llevara a aquella mujer a actuar así, y claro que debía de haber algo que relacionaba a las víctimas entre sí. Seguramente, ahí estaba la clave que les podría permitir anticiparse a sus actos para conseguir atraparla.

La voz de Antón al fondo del pasillo le devolvió a la realidad. Desde el despacho, oía cómo daba instrucciones sobre las pruebas y hablaba de manera informal con Míguez. No tardó en llegar al despacho. Eva lo saludó con la mano, pidiéndole silencio. Ambos escucharon: ahora, a lo lejos se oía a Míguez darle instrucciones a Miguel. A su manera: firme y vaya al despacho de Santiago sin falta. No se le ocurra salir del edificio sin haber hablado antes con ella. Buen viaje.

El agente debió de tomarse un tiempo para firmar, y quizá también para prepararse ante una conversación que, desde luego, no le apetecía tener. Al cabo de un rato, los dos policías oyeron cómo se acercaba. Antón se sentó frente a un ordenador a buscar en los ficheros de huellas y Eva se concentró en los documentos que tenía delante.

—Inspectora... —se presentó el agente.

—Siéntese.

Eva lucía cara seria y miraba por enésima vez los informes de Sebas y Javi. Cuando el agente ya se había sentado, ella levantó la vista y clavó sus ojos en los de Miguel.

—Creo que no es la primera vez que hablamos hoy —le espetó sin miramientos.

Al oír la frase, el chico bajó la cabeza.

—No —contestó—. Marc era amigo mío y antes, cuando me respondió usted, me imaginé lo peor.

—¿También era usted amigo de Javier y Sebas?

—No. A ellos no los conocía.

—Míreme —Eva levantó la voz y, acto seguido, comenzó a tutearlo—. Te lo voy a preguntar directamente, de policía a policía, ¿de acuerdo?

El agente afirmó con la cabeza, mirando ya a la inspectora.

—¿Puedes darme alguna explicación sobre lo que está pasando?

—No. No sé por qué han matado a Marc —balbuceó el chico—. Yo no conocía todo lo que él hacía.

Eva se tomó un respiro. Luego continuó:

—¿Por qué querías ver a Marc hoy con tanta urgencia?

—Porque me voy unos días de vacaciones y él me debía algún dinero. Poco, pero que me vendría bien que me lo hubiese devuelto ahora.

—¿Te vas de vacaciones?

—Sí, a Cuba. Unos días.

—¿A Cuba? ¿Y lo has decidido así de repente? —Algo no acababa de encajar en la cabeza de Eva—. Que yo sepa no habías pedido los cuatro días libres hasta ayer...

—No lo había hecho porque estaba esperando a conseguir alguna oferta buena. Me avisaron ayer mismo de la agencia de viajes y los solicité. Me voy mañana a la tarde. Después pensé en solicitar también el día de hoy porque debo preparar el equipaje con tiempo.

—El equipaje con tiempo... —repitió instintivamente Eva.

Un discurso perfectamente coherente... y preparado, pensó ella. Se tomó un respiro, y luego decidió dar por terminado aquel simulacro de interrogatorio, convencida de que de Miguel no iba a conseguir una respuesta que la hiciera avanzar.

—De acuerdo, agente. Esto es todo —lo despidió con frialdad, dejando de tutearlo—. Disfrute usted de sus vacaciones.

El agente se levantó con rapidez y salió del despacho sin mirar atrás, y sin despedirse. Su asiento frente a la mesa de Eva lo ocupó de inmediato Antón, que no había perdido detalle de la conversación desde el otro extremo del despacho:

—¿Qué opinas? —preguntó él nada más sentarse.

—Que miente. No sé por qué, pero miente.

—¿Por qué piensas eso?

—Porque es policía. Si estuviera diciendo la verdad, no aguantaría que sospechara de él de esta manera. Pero, sin embargo, no se enfadó.

—¿Alguna teoría?

—Sí, alguna —Hizo una pausa—. Aunque ojalá me equivoque.

No quiso explicar más. Tampoco pudo. En aquel momento sonó una llamada telefónica que Eva no dudó en atender en cuanto vio de dónde procedía:

—¿Inspectora Santiago? Soy el inspector Lago, de Vigo.

—Buenos días, dígame.

—Le llamo por el caso de Aurora Santiso. Ayer quedé en mandarle un informe a primera hora, pero he preferido acabar con la investigación antes de hacerlo. Se lo voy a enviar ahora por fax pero también quiero hablar con usted sobre el caso, porque pienso que le va a ser útil.

—Gracias, inspector.

—Podemos hablar con franqueza, me imagino.

—Sí, por supuesto. Le escucho.

—Veamos. Ayer, le decía que a primera vista me parecía un suicidio y hoy, aún sin disponer de los resultados definitivos de la autopsia, he de decirle que sigo pensando lo mismo. En principio, no hay nada que me haga sospechar que no ha sido así: no hay signos de violencia, nadie en el edificio oyó algo raro y todo en la casa se ajusta al protocolo de un suicidio.

—Pero a mí me sigue pareciendo un suicidio muy oportuno —lo cortó Eva—. ¿A usted no le extraña?

—Sí, y soy de los que siempre desconfía de las casualidades. Estoy al tanto de su caso y créame, lo he tenido en cuenta a la hora de investigar el fallecimiento de Aurora. Pero ya le digo que, al menos de momento —quiso remarcar este matiz—, debemos pensar que esta mujer se ha suicidado.

La cara de Eva reflejaba la desolación de ver como su principal pista se le estaba esfumando. De todos modos, Sara acababa de entrar dispuesta a hacer el retrato robot de la mujer con la que se había cruzado en el pub. De momento, tendrían que conformarse con eso, pensó Eva.

—Pero bueno, ayer y hoy hemos recabado mucha información entre los vecinos —continuó el inspector Lago al otro lado del teléfono.

—¿Algo que nos pueda interesar?

—Sí, sí, ya lo creo. Por eso he querido llamarla. Usted busca a una asesina, y quiero que sepa que Aurora convivía con una hija, Emma, a la que no hemos podido localizar. También hemos buscado en la casa el número de teléfono que nos ha enviado usted y, ni la víctima, ni la hija, tenían ese número. No hay rastro de él, nadie lo conoce y no aparece en ninguna agenda. De todos modos, si quiere mi opinión, tiene usted mucho trabajo por delante.

—No me diga... —apuntó en tono irónico Eva.

—Pues sí, sí le digo. Según nos han informado los vecinos, la hija de Aurora sufrió un accidente de tráfico hace unos cinco o seis años. Además, en esta época, durante la Semana Santa. Emma viajaba de noche con su marido y su hijo de año y medio, y se salieron de la carretera. La versión que sostiene todo el mundo es que el marido era el que conducía y se durmió al volante. Perdió el control del vehículo y chocó contra un árbol, para acabar cayendo por un barranco. Nadie vio el accidente ni los auxilió, hasta que un vecino de la zona encontró el coche a la mañana siguiente. Hasta aquí todo normal. Pero ahora viene lo que más o menos me resulta extraño.

—Dígame.

—Vamos a ver —comenzó el inspector con el tono de quien se prepara para iniciar un discurso—. Primero, se supone que volvían de Lugo de cenar en casa de los padres de él, pero nadie supo explicarme por qué regresaban tan tarde, y más aún en invierno y viajando con un niño tan pequeño. Segundo, al parecer el barranco es impresionante. Está en la zona de O Carballiño o Cea, usted la conocerá mejor. Una persona que lo vio asegura que, si alguien se cae por allí, es difícil pensar que pueda sobrevivir. Pues efectivamente, su marido y su hijo murieron en el acto, pero Emma se salvó. A la mañana siguiente la encontraron agachada en el espacio que hay entre los asientos. Se cree que iba dormida atrás, sin cinturón, y el impacto previo contra el árbol la tiró al suelo. Tenía la cara destrozada y múltiples fracturas. Varias operaciones, alguna de cirugía estética, muchos meses recuperándose pero, en realidad, su vida nunca corrió peligro. Eso sí, y ya sabe que estas cosas hay que cogerlas siempre con pinzas, económicamente, a Emma el accidente le salió muy rentable. Entre el seguro de vida del marido, enorme y al parecer recién contratado, indemnizaciones varias y demás, las malas lenguas del edificio aseguran que puede permitirse vivir sin trabajar el resto de su vida. Por el contrario, ni Aurora ni su difunto marido superaron nunca la muerte de su nieto y, de hecho, creen que fue la causa del infarto que lo mató a él hace unos dos años.

—Curiosa historia. ¿Cree que puede ser Emma la mujer que buscamos?

—Eso no sabría decírselo, pero tiene usted un testigo, ¿no?

—Sí, está aquí para hacer un retrato robot.

—Pues a lo mejor no le hace falta. Le acabo de enviar por fax el informe completo con una foto de todos los miembros de la familia: de Emma y de sus padres.

Antón ya se había levantado al oír la llegada del fax y venía con uno de los folios en la mano. Eva le indicó con una seña que se la enseñara a Sara que, en cuanto la vio, se le encendió la mirada. El inspector continuó hablando al otro lado del teléfono:

—No sé si son recientes porque estaban en el salón —dijo—, pero me imagino que, de ser ella, bastará para que la reconozca su testigo.

—Sí, buena idea —Eva hizo una pausa—. Espere un momento.

El hombre esperó. Sara le había señalado algo a Antón en la foto, y este se la puso delante a Eva. La chica se acercó por detrás de él y le señaló con el dedo a la inspectora a una de las mujeres que aparecían en la foto.

—Es ella, estoy segura —ratificó Sara—. Está muy cambiada. No sé, la cara ahora es diferente. Pero seguro que es esta mujer —remató la chica al tiempo que volvía a señalar en la foto a la misma mujer.

Eva miró detenidamente la foto, ante la insistencia de la chica. Luego retomó el teléfono:

—Inspector, ¿Emma es la que aparece en la foto con una blusa blanca, a la izquierda?

—Sí, exacto.

—Pues es ella. La acaba de reconocer nuestra testigo.

El inspector Lago soltó un profundo suspiro al otro lado del teléfono:

—Pues eso abre muchas opciones —dijo a continuación.

—¿Qué opina usted? —preguntó Eva, sin haber encajado aún las nuevas piezas del caso en su cabeza.

—Básicamente, lo que le acabo de decir, que tenemos que barajar muchas posibilidades, y más si la asesina es fría y manipuladora como se deduce. No creo que se pueda descartar ningún extremo: puede que el accidente lo haya provocado ella, también cabe la posibilidad de que su madre sea su primera víctima, o que...

—¿Ha encontrado alguna pelota de golf en el piso? —lo cortó ella.

—No, ninguna.

—Entonces su madre no es una de sus víctimas —dijo Eva con rotundidad.

—Pero eso nos abre otra posibilidad: que Emma haya visto a su madre muerta y sus actos sean una reacción a eso. Bien porque se ha vuelto loca y mata sin motivo alguno, o bien porque está cobrando deudas a gente a la que culpa del suicidio de su madre. De todos modos, creo que sería más que conveniente ver el atestado de la Guardia Civil sobre el accidente. Las fechas que le he dado son aproximadas y no creo que las pueda concretar más. En estas condiciones, imagino que usted tendrá más fácil conseguirlo desde ahí.

—Sí, yo también creo que puede ser un buen punto de partida. Intentaré ponerme en contacto con ellos y ver si es posible localizar ese atestado.

—De acuerdo. Si necesita algo más, hágamelo saber —concluyó el inspector Lago.

—Muchas gracias por su ayuda, inspector. Le mantendré informado.

Ya tenían una pista. Difusa, porque lo más probable es que aquella foto de hace años y seguramente tomada antes de alguna de sus operaciones no fuera válida para publicar en prensa a modo de advertencia, ni solicitando la colaboración ciudadana. Tampoco sabían aún sus razones, ni en base a qué elegía a sus víctimas. Pero, al menos, la misteriosa asesina ya tenía una cara visible para la Policía y también un nombre: Emma.

Con él se denominaría al expediente en el que se recogerían los respectivos informes de los tres asesinatos.



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Published on September 23, 2013 05:01