Roberto Martínez Guzmán's Blog, page 7

September 17, 2013

Muerte sin resurrección (1os capítulos): Cap. QUINCE (I)


MIÉRCOLES SANTOCapítulo Quince (I)

Antón había bajado a comer algo y Eva, sola en su despacho, miró el reloj: poco más de las once. Ese momento de la mañana en la que nunca se sabe si debemos fijarnos en las horas que han pasado desde el desayuno, o en las que todavía nos quedan para llegar al mediodía. De todos modos, ella todavía no había desayunado. Cuando iba a hacerlo, recibió un fax de Vigo indicándole que, de momento, continuaban con las averiguaciones, y que esperaban poder enviarle el resultado a lo largo del día. El hecho de que la investigación se dilatara podía ser preludio de buenas noticias.

A primera hora del día, había recibido el informe del departamento de huellas sobre la pelota encontrada en la trituradora de Sebas. Curiosamente, habían encontrado unas diez huellas, todas de la misma persona, cuatro de ellas muy claras. El problema: ya las había cotejado en todos los ficheros policiales y la persona a la que pertenecían no estaba fichada. El hilo de esperanza se quedaba en nada, pero también confirmaba una de sus sospechas: la asesina actuaba como una sicario, pero era una persona aparentemente normal, sin antecedentes policiales. Más difícil de detener si cabe. Un delincuente habitual, por lo general, actúa siguiendo unos patrones bastantes definidos. Una persona anónima, no.

Eva pensó que quizá podrían comparar las huellas de la pelota con las que por fuerza tenía que haber en el piso de Aurora. Por un momento tuvo la impresión de estar empezando a valorar como acertadas medidas que, en cualquier otro caso, consideraría desesperadas. De todos modos, cuando llegase el informe de Vigo, decidiría.

Antón no tardó en subir. Llegó de la calle con un pincho de jamón en la mano y el ánimo renovado por el café que se acababa de tomar:

—¿Alguna novedad? —preguntó mientras le daba un primer bocado al pequeño bocadillo.

—No, ninguna. Esperando a que llegue alguna noticia de Vigo y nos dé una alegría.

—Una pena lo de las huellas —dijo él ya sentado—. Tenía la esperanza de que, al menos, nos sirvieran para saber quién es nuestra misteriosa asesina.

—En el fondo, es normal que no esté fichada.

Antón dio un nuevo bocado, se puso cómodo y esperó la explicación de Eva. La conocía lo suficiente como para saber que, después de emitir una conclusión así, siempre añadía la correspondiente explicación.

—Piensa que si estuviera fichada —dijo ella—, se habría cuidado de limpiar la pelota. Tenemos que valorar que, cuando mató a Sebas, estaban los dos solos, no tenía prisa. Así que si nos concede sus huellas es porque sabe perfectamente que, con ellas, no avanzaremos.

A Antón le pareció lógico el razonamiento, pero Eva aún quiso añadirle un nuevo matiz:

—O al menos, no con la rapidez que necesitamos.

—¿Volverá a matar? —preguntó él con aire fatalista.

—Pues: lunes a la noche, martes a la mañana...

En ese momento sonó el teléfono. Eva no acabó la frase, miró el display, luego a Antón, y contestó sin apartar la vista de su compañero:

—Santiago, dígame.

Escuchó con atención lo que su interlocutor le decía, de un modo muy expresivo. Tanto, que antes de colgar ella, Antón ya se había levantado de su silla. Eva se despidió al teléfono:

—Ya vamos ahora.

Cogió su chaqueta y se unió a su compañero, que la esperaba en la puerta:

—Creo que ya tienes tu respuesta.

Los dos se subieron al coche de Eva. Cruzaron a toda velocidad el Puente Nuevo con la sirena conectada y siguieron de frente por la avenida de Marín. No tardaron en ver un nutrido grupo de personas alrededor de un reducido espacio acotado y custodiado por una patrulla de policía. Pararon al lado. Primero se bajó Antón. Eva después, y se quedó junto a la cinta separadora, observando la escena: un coche tuneado, sin una de las ruedas delanteras y dos neumáticos tirados sobre la calle, justo al lado del vehículo. De debajo, sobresalía poco más de la mitad del cuerpo de un varón, sobre un gran charco de sangre y tapado malamente por una manta. El elevador que debía estar utilizando en el momento del suceso reposaba apoyado contra el cuerpo de la víctima. Al pie del parabrisas, una pelota de golf.

El policía que custodiaba el cuerpo charlaba con Antón, mientras su compañero, de espaldas a la escena, controlaba a los curiosos. Los dos eran extremadamente jóvenes. El primero, en cuanto acabó con Antón, se acercó a Eva, hablándole con discreción:

—En teoría parece un accidente. Pero llegamos, vimos la pelota de golf y llamamos a la central. No sé si es lo correcto —parecía excusarse—. Míguez nos ha dado orden esta mañana de que si veíamos una pelota de golf en algún suceso, diéramos aviso antes de hacer nada.

—Sí, está perfecto —Eva tranquilizó al chico mientras continuaba observando la escena.

—Ni mi compañero ni yo tocamos nada —el joven agente continuó con sus explicaciones—. Y creo que la gente tampoco. Cuando llegamos estaban todos horrorizados al lado del coche, pero creo que no llegaron a tocar el cadáver.

—Gracias, agente. Pero no os retiréis todavía.

Levantó la vista hacia el grupo de curiosos y se fijó en la cara de cada una de las personas que estaban allí. Luego volvió a centrar su atención en la escena.

—Está muerto —le dijo Antón después de examinar el cuerpo—. Pero no creo que haga más de media hora.

Eva le señaló las huellas de sangre que había en el suelo:

—Alguien se manchó de sangre los zapatos —dijo al mismo tiempo—. Como mínimo, la suela. Dejó las marcas de haberlos frotado contra el asfalto, para limpiarlos.

Instintivamente, Antón comprobó desde su posición los zapatos de los curiosos. A su lado, Eva llamó la atención de los dos agentes:

—¿Alguno de vosotros ha pisado la sangre? —preguntó en voz alta, sin moverse de donde estaba.

Los dos policías negaron con la cabeza. Luego miró hacia los curiosos: idéntica reacción. Le hizo una seña al primer agente para que se acercara:

—Da aviso para que patrullen los alrededores buscando a una mujer, treinta años, cuerpo menudo y con los zapatos manchados de sangre. Rápido.

El chico se fue hablando por radio. Ella se volvió hacia Antón:

—Tiene que haber una mujer —dijo—. No creo que nos estemos equivocando.

Volvió a mirar a los curiosos:

—¿Alguno de ustedes ha visto algo? —preguntó.

Todos negaron.

—¿Alguien conoce al dueño de este coche? No es un coche muy normal, se habrán fijado en algún momento...

Un hombre levantó la mano:

—Yo sé de quién es este coche —dijo desde detrás de la cinta.

Eva le hizo una seña para que traspasara el cordón de seguridad y se acercara. El hombre obedeció:

—No pise la sangre del suelo —le indicó al hombre cuando estaba llegando al lado del coche—. ¿Se ve capaz de identificar a la víctima?

—No hace falta, es Marc —dijo él en cuanto vio los pantalones que sobresalían de la manta.

El hombre insistió, ante la cara de sorpresa de la inspectora:

—En serio, no tengo ninguna duda de que es él. Era cliente de mi cafetería. Supongo que acababa de salir, porque estuvo tomando allí un café hace nada —Eva escuchaba con atención—. Llevaba esa ropa, este es su coche y sus piernas son inconfundibles: Marc hacía pesas todos los días.

—¿Se vio con alguna mujer dentro de la cafetería?

—No. Estuvo hablando conmigo en la barra mientras tomaba el café. Como todos los días.

—¿Había quedado con alguna mujer o había alguna en la cafetería en ese momento? Haga memoria, es importante.

—Pensaba ir al gimnasio. Y en la cafetería había dos mujeres. Bueno, ahora que lo dice, sobre todo, había una. A Marc le llamó la atención, aunque él era así. Siempre estaba dispuesto a salir corriendo detrás de unas faldas. Mucho más, si eran de alguna jovencita.

—¿Era una chica joven?

—No, no. Esto fue lo que me extrañó. Esta chica sí era guapa, pero ya no era una niña —dijo convencido.

—¿Salieron juntos del local?

—¡Qué va! Ella no le hizo caso alguno. Se fue antes que él y no llegaron a cruzar palabra. Yo creo que eso fue lo que le atrajo de ella. Aunque la verdad es que la chica tenía un aire entre intelectual e interesante, casi soberbio diría yo, que la hacía muy atractiva.

—¿Sabe si se vieron después?

—Ni idea. Eso ya no lo sé.

—¿Me la puede describir físicamente?

—Morena, veinte y muchos años, con gafas, le daban un aspecto simpático.

—Es ella —concluyó Eva, dirigiéndose a Antón.

La inspectora no necesitaba más datos, pero él insistió en sus explicaciones a pesar de que Eva ya estaba de espaldas:

—Creo que era la primera vez que entraba en mi local y estuvo desayunando durante dos horas. Se leyó todos los periódicos. Después se fue, al poco de llegar Marc. Pidió una botella de agua mineral de plástico y se marchó.

Eva se volvió hacia el hombre de repente. Luego miró al coche. Fue corriendo hasta él, se agachó y deslizó un papel de periódico por debajo del automóvil. Salió mojado. Lo olió: agua. Lo acercó a la boca: agua mineral.

—Ahí tienes el modus operandile dijo a Antón—: agua. Simple y vulgar, pero perfectamente válida. Deshinchas una rueda, colocas agua debajo del coche y, cuando está cambiando la rueda, le adviertes del líquido que hay en el suelo y consigues que se meta debajo para ver de dónde procede. Luego, una patada al elevador y hecho —razonó convencida—. Atiende: buscad botellas de agua mineral en las papeleras. Recoged la rueda, quiero saber si realmente está pinchada o solo deshinchada. Y toma declaración formal al camarero. Pero antes de nada, informa a la prensa de lo que ocurre, aunque sin excesos: nombre de las tres víctimas, el detalle de la pelota de golf y descripción de la asesina, junto a su manera de actuar.

Antón hizo un gesto de extrañeza, que no se le escapó a Eva:

—No te preocupes, yo respondo ante Míguez. Quiero que mañana salga la información en todos los periódicos: La Región, La Voz de Galicia y, si es posible, también en El Faro de Ourense. Tres asesinatos en tres días, creo que ya es suficiente para que saquemos algunas conclusiones fiables.

Antón apuntaba los encargos mientras ella continuaba con la explicación:

—Nos lleva ventaja, necesitamos recuperar terreno a base de intuición. Si esperamos los plazos normales en una investigación nunca la alcanzaremos. Hay que empezar a correr riesgos, aunque nos equivoquemos. Hasta ahora le hemos permitido actuar con mucha comodidad. Yo voy a la comisaría a llamar a los de Vigo y a hablar con el jefe. Me llevo el coche —indicó ella mientras se iba.

—No te preocupes, después ya me acerca una patrulla. No creo que tarde.

Cuando ya se dirigía a su coche sonó el móvil de la víctima desde en un bolsillo de su pantalón. Eva se dejó guiar por el sonido y lo extrajo, mirando la pantalla: «Miguel, llamada». Descolgó:

—Marc, ¿dónde demonios te has metido? —se oyó al otro lado.

Luego, silencio, que volvió a romper el interlocutor:

—Llevo media hora esperándote, ¿no te he dicho que tenemos que vernos?

Eva, por fin, respondió:

—¿Miguel?

Ahora el silencio se produjo al otro lado de la línea.

—Soy la inspectora Santiago, ¿con quién estoy hablando, por favor?

Colgaron. Eva no insistió. Simplemente, se guardó el teléfono en un bolsillo y se fue.


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Published on September 17, 2013 00:57

September 9, 2013

Muerte sin resurrección (1os capítulos): Cap. CATORCE


MIÉRCOLES SANTOCapítulo Catorce

Marc salió de la cafetería leyendo el mensaje. Decía: «¿Dónde estás? ¿Vienes o no? Hazme una perdida cuando llegues, ¿vale?». No contestó. Borró el mensaje, guardó el teléfono en su bolsillo delantero y, mientras caminaba, no pudo evitar exclamar en alto:

—¡Qué mosca le habrá picado a este!

Se acercó a su coche a buen paso. Miguel tenía una gran virtud: la puntualidad. Y un defecto: tratar de imponérsela al resto de la humanidad a base de sermones. Y hoy Marc no tenía ganas de aguantar sermones.

Cuando llegó a la altura de su vehículo, comprobó que este se inclinaba ligeramente hacia el lado del conductor. Bordeó el coche por la parte trasera y pudo ver que su rueda delantera derecha estaba pinchada, con la llanta apoyada en el asfalto. Adiós prisa y bienvenido sermón, pensó en ese momento. Aunque también pensó que estas cosas siempre conviene tomárselas con filosofía.

Abrió el coche con el mando y, desde dentro, accionó la palanca de apertura del maletero, dejando su cazadora en el asiento trasero. En pocos segundos, sacó la rueda de repuesto, que apoyó contra el vehículo, y el elevador, que dejó en el suelo, justo al lado de la rueda pinchada. Luego, se subió ligeramente las mangas de la camiseta, se agachó al lado de la rueda pinchada y aflojó los tornillos que la sujetaban. En cuanto lo había hecho, agarró el elevador, que colocó en el lugar del chasis destinado a tal efecto, y se dispuso a dar vueltas a la manivela, comenzando el vehículo a elevarse de manera inmediata.

—No está pinchada —oyó a su espalda.

Marc se detuvo. Allí, hablándole a su lado, seria, de pie, con su irresistible aspecto de intelectual, estaba la enigmática mujer con la que había pretendido tontear en la cafetería hacía apenas unos minutos. Su imagen, menuda dentro del local, parecía ahora mucho más grande al estar él agachado. Por un momento, se alegró de tener que cambiar aquella rueda.

—¡Vaya! ¿Y tú cómo lo sabes? —le preguntó el chico con una sonrisa en la cara.

—Cuando salí de la cafetería, iba a entrar en la oficina de Correos, pero escuché un ruido, me acerqué y vi a un hombre deshinchando la rueda. Esa precisamente —afirmó señalando la que Marc estaba a punto de cambiar—. En cuanto me vio, el hombre salió corriendo.

—Toda una heroína.

—No, no —le corrigió convencida la mujer—. De serlo, lo habría retenido. Pero para eso, necesitaría disponer de tu fuerza, y creo que no la tengo —dijo mientras miraba los bíceps de Marc.

—Bueno, al menos, tu presencia ha servido para que no siguiera causando destrozos. Te lo agradezco de verdad.

—No tiene importancia, lo hubiese hecho por cualquiera. Es más, no sabía que este coche fuese tuyo.

—Pues sí, sí lo es. Ya ves, qué casualidad.

—Bueno, está claro que ni tu coche ni tú lográis pasar desapercibidos.

Marc no supo cómo tomarse aquella afirmación, pero quiso comprobarlo de inmediato, ahondando en el tema.

—Seguramente te parezco un bicho raro, y no conozcas a muchos chicos como yo. Pero he de decirte que a mí me gustan los coches, los gimnasios y... las mujeres —quiso recalcar la última palabra haciendo una pequeña pausa antes de pronunciarla—. Y no necesariamente por ese orden —concluyó.

—Pues a mí me gustan la literatura, las motos y los hombres —replicó la mujer de inmediato—. No sé qué imagen te habrás hecho de mí, pero no creo que seamos tan diferentes —añadió en un tono insinuante.

La cara de Marc adquirió de repente un tono de satisfacción. Una satisfacción que aquella mujer no pensaba dejar de alimentar:

—Apuesto a que podríamos compartir muchas cosas los dos juntos y divertirnos extraordinariamente haciéndolas —prosiguió su exposición—. Pero para ello, creo que es del todo imprescindible que antes cambies de una vez esa rueda.

El gimnasio puede esperar. Miguel y sus rollos mentales, más aún, pensó Marc en aquel instante. Tensó sus entrenados músculos y se puso de nuevo manos a la obra, accionando la manivela del elevador con un extraordinario brío. La mujer permanecía impertérrita a su lado, mirándolo con una mezcla de curiosidad e ingenuidad que le confería un aspecto intrigante y sensual a la vez.

—Me has dicho que te gustaban las motos, pero si me lo permites, te diré que un coche siempre es un coche —comentó Marc al tiempo que el coche se elevaba—. Y más, si es como este. Ya no se fabrican coches así: doscientos caballos, turbo alimentado, tracción integral, de cero a cien en menos de siete segundos. Una máquina —concluyó dándole unas cariñosas palmadas en el capó—. Y lo más importante ahora mismo: con una rueda de repuesto de verdad, no las ridículas galletas que tienen ahora los coches de última generación.

La mujer no parecía muy interesada en todos los datos que iba desgranando el chico, pero aun así, sabía cómo no resultar descortés:

—Apuesto a que es muy pesado y estable.

—Sí es estable. Y pesado, mil quinientos kilos recién salido de fábrica —ese dato también lo conocía el chico—. Algunos más, con los extras que le he puesto —añadió señalando el alerón.

—Es increíble como un artilugio tan pequeño es capaz de aguantar el peso del coche por sí solo —comentó la mujer mirando al elevador, sonriendo por vez primera en toda la mañana—.

—Claro que lo aguanta —respondió Marc—. Es de una aleación muy resistente.

Una vez que había subido el elevador hasta la mitad, el coche quedó en equilibrio y la rueda deshinchada totalmente en el aire. Acabó de extraer los tornillos y la rueda, quedando la llanta que la sujeta al descubierto. La mujer se agachó un momento:

—¿Y un coche como este es normal que suelte líquidos por debajo? —preguntó sin evitar acompañarse de un tono ligeramente burlón.

En contraposición, Marc se puso serio al oírla.

—No, claro que no.

Se agachó del mismo modo que acababa de hacer la mujer y, efectivamente, comprobó que había un gran charco debajo de su coche.

—Lo acabo de revisar. Es imposible que tenga una avería —dijo levantándose.

—En este mundo, no hay nada imposible.

El chico volvió a agacharse al lado del coche, en paralelo a él, apartó las dos ruedas para facilitar su visión e intentó averiguar de dónde podía proceder la pérdida de aquel líquido.

—Quizá el tipo que te deshinchó la rueda pudo haber tenido tiempo también de provocar alguna avería —quiso aportar la mujer.

—No creo, no es fácil llegar a la parte inferior de este coche desde fuera. Sobre todo, porque tiene la suspensión rebajada y apenas cabe el brazo de un hombre debajo de él. Claro que tampoco yo logro ver el origen de la fuga.

—Quizá si lo subes un poco más... —le dijo señalando el elevador.

A Marc le pareció buena idea. Echó mano a la manivela y en pocos segundos la llevó al tope. El coche se levantó extraordinariamente de aquel lado. El chico no dijo nada. En cuanto acabó, se tiró de espaldas en el suelo en perpendicular al automóvil y se deslizó ligeramente hacia debajo, como haría un mecánico experto. Seguramente no podría evitar llamar a una grúa, pero no estaba dispuesto a que aquella fuga le arruinase el plan sin saber al menos de dónde procedía.

—¿Ves algo? —preguntó la mujer.

—No. Qué raro, el coche está seco, no tiene fugas.

—Fíjate bien. No me gustaría subir a él y quedarme tirada sabe Dios en qué lugar.

Se oyó una pequeña risa debajo del vehículo:

—Ah, pero ¿ya has pensado en subirte conmigo? —dijo Marc, sin salir aún al exterior—. Es curioso, estamos haciendo planes íntimos y aún no sé ni cómo te llamas.

La mujer permaneció callada. El chico no quiso insistir en lo que él se había tomado como una prometedora metedura de pata. Y averiguar el nombre de la chica no era algo que le quitara el sueño en aquel momento.

Una vez que había comprobado que no existía avería alguna, Marc dio por terminada su inspección mecánica. Se movió ligeramente debajo del vehículo y apoyó las manos en el suelo para salir hacia afuera, intentando ver a la mujer. Cuando lo consiguió, aún sin salir del todo, se percató de que la mujer tenía agarrada la manivela del elevador. Con las dos manos, firmemente.

—¿Qué haces? —preguntó.

La mujer siguió en silencio. Simplemente tiró con decisión hacia afuera, provocando que el elevador saliera de su posición bruscamente. El automóvil que ya no se fabrica, el Opel Calibra Turbo de más de tonelada y media, cayó de golpe sobre la cabeza de Marc. La llanta no llegó a tocar el suelo. En su defecto, se oyó un sonido corto, hueco, como si una fruta madura hubiera caído al suelo y se abriese vencida por su propio peso. Nada escandaloso, nada que hiciera sospechar lo que allí había pasado, a excepción del pequeño chorro de sangre que salió despedido de debajo del coche.

—Emma, me llamo Emma. Aunque imagino que nunca te has preocupado por averiguarlo —dijo con cierta desazón.

Después, se apoyó en el techo del coche y miró a un lado y a otro de la calle, inmóvil. Tres personas en la acera, acercándose, aunque a considerable distancia. Unos cuantos coches a su espalda pasaban a gran velocidad en la avenida contigua. Observó durante unos segundos este entorno: ningún automóvil se detuvo, nadie en la acera alteró el paso. Mejor así, pensó. Hubiese sido embarazoso convencer a la familia de Marc de que ella era su pareja. Embarazoso y poco creíble. Y, sobre todo, esa versión requería gritar en aquel momento. Pero no era el caso. Así que se mantuvo en silencio, sacó una pelota de golf del bolso y la dejó en el parabrisas, cuidando de que se mantuviese en equilibrio. Una vez que había acabado, restregó la suela de sus zapatos contra el alquitrán de la calle, para no dejar pisadas de sangre al caminar, y volvió a mirar hacia la acera. Las tres personas se acercaban peligrosamente, a buen paso.

Emma no aparentó tener prisa. Se volvió a atusar el pelo, esta vez sin coquetería, se sacó las gafas, que guardó en el bolso, y se fue andando por la acera, hacia el lado que estaba libre de peatones. Pronto alguien encontraría el cadáver, pero ella ya estaría lejos. Lo suficiente para no levantar sospechas.

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Published on September 09, 2013 04:40

September 4, 2013

Muerte sin resurrección (1os capítulos): Cap. TRECE


MIÉRCOLES SANTOCapítulo Trece

Marc se dirigió al final de la barra con paso firme, siempre lo hacía. Luego dejó caer el teléfono y las llaves sobre el mostrador, con poco cuidado, y esperó la llegada de Roberto, el camarero, que ya acudía a atenderle con paso tranquilo.
—¿Qué les pasa hoy a tus clientes que están dormidos? —lo saludó Marc.
—Tranquilo, mañana cuando llegues, ya te extiendo la alfombra roja.
Marc sonrió. El más vulgar de los recursos, pero que él utilizaba siempre que no encontraba de inmediato una respuesta ingeniosa. Solía ocurrirle a menudo con Roberto, que cercano a la cuarentena, ni ejercía de adolescente deslumbrada, ni sentía una especial simpatía por los hombres musculados. Muy al contrario, tenía la arraigada opinión de que los culturistas, por egocéntricos, constituían uno de los gremios más difíciles de atender desde la barra de un bar.
—¿Un café, como siempre? —preguntó Roberto.
—Sí, muy cargado.
Cuando el camarero ya le estaba colocando la taza delante, Marc se dirigió hacia la puerta del local, sin decir nada. El estridente sonido de su móvil anunciando una llamada hablaba con más claridad incluso de lo que él mismo solía hacer.
—Hombre, Miguel. ¿No eres capaz de esperar un poco para verme y necesitas llamarme? —se oyó en toda la cafetería al tiempo que abría la puerta de entrada.
Al otro lado de la línea, su interlocutor ni quería ni necesitaba exhibirse. Y mucho menos tenía ganas de bromear:
—Déjate de tonterías. ¿Vas a venir hoy al gimnasio? —preguntó con voz grave.
—Claro, no me lo perdería por nada —contestó mirando descuidadamente hacia el interior del local—. Tengo que estar en forma para la noche. ¿Tú no sales hoy?
Cuando acabó la pregunta, seguía mirando hacia dentro, pero ahora su mirada ya no era descuidada y se había parado en una de las mujeres que estaba en la cafetería, muy cercana a la puerta. La mujer leía atentamente el periódico, ajena a todo, con las piernas cruzadas y unas curiosas gafas que le conferían un aspecto sumamente intelectual.
—Sí, sí, pero quería saber si venías al gimnasio porque tengo que hablar contigo cuanto antes —se oyó decir al otro lado del teléfono.
Marc seguía atento a la mujer, sin perder detalle de su actitud. Primero, se atusó el pelo, luego asentó las gafas sobre su pequeña nariz y, finalmente, descruzó y volvió a cruzar las piernas de un modo tan descuidado que acababa resultando sumamente sensual.
—¿Y eso que me quieres decir es algo tan urgente como para que me llames ahora? —preguntó Marc con inusual lentitud.
—Sí, es importante —respondió secamente Miguel, sin dar más explicaciones—. Pero ya te cuento luego con calma.
Marc dejó de escuchar a su interlocutor por un instante. La mujer había levantado la mirada hasta acabar por cruzarla con la del chico, aguantándola unos intensos segundos.
—¿Me estás escuchando? —reclamó Miguel.
—Sí. Lo que te he dicho, que iré como siempre. Sobre las once estoy ahí y ya me dices —concluyó Marc.
Cuando la mujer ya había bajado la mirada, el chico la estudió con atención: unos treinta años, morena, menuda y enigmática, muy enigmática.
—De acuerdo, Marc. Luego nos vemos.
—Ok.
En cuanto colgó, Marc miró su teléfono y reparó por un instante en la conversación que acababa de tener, haciendo un gesto de extrañeza. Miguel, su amigo de la infancia, compañero de gimnasio y cómplice de más de una juerga, no era un tipo de los que se ponía nervioso a menudo. Y mucho menos, desde que había ingresado en el cuerpo de Policía. Por fuerza, debía haber alguna poderosa razón para que lo hubiese llamado cuando tan solo unos minutos después se encontrarían en el gimnasio. En todo caso, luego se enteraría, pensó. Y se olvidó del tema.
Volvió a entrar en la cafetería, mirando con descaro al pasar junto a la enigmática mujer que estaba en la entrada, y se acomodó de nuevo al final de la barra, donde esperaba Roberto.
—¿Quién es la chica que está al lado de la puerta? —preguntó intentando aparentar un cierto desinterés.
—No sé. Creo que es la primera vez que viene, pero lleva toda la mañana ahí sentada —explicó el camarero como si le incomodara aquella actitud.
Marc miró de nuevo hacia la puerta. La enigmática mujer, ajena a la conversación, había cerrado el periódico y ahora se dirigía hacia los dos hombres. Roberto, por su parte, no parecía dispuesto a considerarla un tema de conversación:
—¿Trabajas hoy? —preguntó mirando a su cliente.
—Sí... y no me importaría que una chica así fuese a tomar algo conmigo —señalando a la mujer, que en ese momento pasaba a su lado.
Esta no miró a los hombres, ni alteró el paso. Simplemente, se limitó a pasar y entrar en el baño.
—Muy mayor para ti —apuntó por fin el camarero, mientras se entretenía leyendo uno de los muchos periódicos que estaban encima de la barra.
—Cambiar hábitos de vez en cuando no hace daño a nadie. Empiezo a estar harto de niñatas borrachas.
Roberto hizo un gesto que hablaba a las claras de lo mucho que siempre le costaba entender a su cliente, sin levantar la vista del periódico, mientras este metía la mano en el bolsillo para sacar su cartera.
—Cóbrame.
El camarero cogió el billete de diez euros que le ofrecía Marc y se dirigió a la caja:
—Chico, disfruta mientras seas joven —adoctrinó desde allí—. Fíjate en el dueño de Reciclajes Covelo—dijo señalando al periódico—: veintiocho años, toda una vida por delante, y resulta que se cae en la trituradora y dos minutos después, no es más que carne picada.
Marc agarró el periódico ajeno a la vuelta que le estaba ofreciendo Roberto, y lo leyó durante unos segundos sin atender a nada. Luego exclamó:
—¡Coño, a este lo conozco yo!
—En todo caso, lo conocías... —rectificó el camarero.
—Sí, Sebas. Éramos amigos hace tiempo. Un imbécil engreído.
Roberto no pudo evitar soltar una carcajada.
—Ya veo, ya. Sobre todo, erais eso: amigos —dijo con ironía.
—Sí que lo éramos. Pero luego se casó con una niña bien, el padre lo avaló para poner la empresa y dejó a todo el mundo de lado. Nunca llegas a conocer a una persona por completo ni sabes hasta qué punto puede cambiar.
—¿Dejasteis de ser amigos?
—Completamente, no soporto a este tipo de gente. Antes se pasaba el día pegado a un porro, y ahora entre las piernas de su mujercita. Supongo que él ganaría algo con el cambio. Pero bueno, le está bien empleado por imbécil —apostilló con cierto aire de superioridad.
El camarero no le respondió esta vez. Se dirigió al otro extremo de la barra en donde la mujer, que ya había salido del baño y regresado a su mesa sin que nadie se percatase, lo reclamaba para pagar. Pidió una botella pequeña de agua mineral, para llevarse, y la abonó junto al desayuno que había estado tomando durante dos largas horas. Después, le dedicó una furtiva mirada a Marc y se fue con el mismo aire de intelectual con el que había estado leyendo el periódico.
—La verdad es que no estaba nada mal la chica —dijo el camarero de vuelta.
—Ya te lo dije. Ideal para pasar una larga noche de sexo.
—Chico, creo que tienes demasiada imaginación.
—Tú mismo me lo has dicho antes, disfruta mientras seas joven. Pues eso es lo que intento. Y si el imbécil de Sebas hiciera como yo, una noche y después amnesia total, seguramente aún estaría vivo ahora.
Roberto no pudo seguir la conversación. Un mensaje de texto en el móvil acaparó por completo la atención de Marc. En cuanto lo hubo leído, ya se despidió.
—Me voy, que no sé qué quiere este —dijo señalando el teléfono mientras se iba—. Tiene unos rollos mentales que cualquiera diría que es policía.
El camarero no sabía de qué le estaba hablando. Aunque, en el fondo, tampoco le importaba.
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Published on September 04, 2013 04:44

July 29, 2013

Muerte sin resurrección (1os capítulos): Cap. DOCE


MIÉRCOLES SANTOCapítulo Doce

Marc se sacó la camiseta y contempló su torso desnudo en el espejo. Anchos hombros, tersos pectorales, marcados abdominales. Todo perfecto. Luego unió sus manos delante del abdomen y tensó al máximo su musculatura. Más que perfecto, impresionante. Por último, bajó sus ojos a la zona del hígado, esa en donde adquirir una visible musculatura es casi imposible por las más elementales limitaciones del propio cuerpo humano. La contempló durante un largo minuto, quizá más. Después hizo un satisfecho gesto de aprobación. Ya empezaban a apreciarse unas leves ondulaciones en esa zona. Muy pequeñas, pero muy valiosas para él dado que llevaba tres semanas trabajando intensamente para mejorar esa parte de su cuerpo. Se pueden tener abdominales perfectos, eso no es difícil, pero recubrir el hígado con musculatura ya es otra historia. El hígado es un órgano caprichoso, el talón de Aquiles de cualquier culturista. No se deja tapar por tejido muscular. Por mucho tiempo que se le dedique en el gimnasio, ahí sigue a la vista, plano, como si necesitase ver o respirar a través de la piel.
Acabadas las comprobaciones, Marc volvió a colocarse la ajustada camiseta elegida para ese día. Siempre se había preocupado por tener el cuerpo bien torneado, pero más en serio, cincelado en el gimnasio, desde que había empezado a trabajar como portero de discoteca. También fue en ese momento cuando decidió acortar su nombre. ¿Qué culturista se llamaba Marcos? Ninguno, pensó en aquel momento. Por eso Marc era mucho más adecuado. Le imprimía carácter y personalidad. Hacía de todo esto no más de cinco años.
Se ajustó un ceñido pantalón vaquero y fue a la cocina. Exprimió el zumo de tres naranjas, mezcló en un bol miel con un buen puñado de copos de avena y cogió de la nevera un yogur desnatado y el brick de clara de huevo. Dejó el yogur en la mesa, junto al zumo y al bol y echó en la sartén la medida proporcional a seis claras junto con un huevo entero, previamente batidos conjuntamente. Mientras se cuajaba la tortilla, contempló la taza de leche con cacao que le había dejado preparada su madre antes de marcharse a trabajar. No lo asume, pensó. Por más que le repito que mi desayuno debe ser especial, ella no lo asume. Cuando la tortilla se había dorado la colocó en un plato y la llevó a la mesa, así como su habitual pastilla multivitamínica de todas las mañanas. Al acabar de desayunar, lavó, secó y colocó todos los utensilios que había utilizado. Por último, vació la leche por el fregadero y dejó la taza en él, sucia. Así al menos no tendría que aguantar sermones a mediodía, cuando regresara para comer.
Volvió a la habitación para coger la mochila, el móvil, y calzarse unas cómodas zapatillas de deporte. Ya eran las diez de la mañana y debía marcharse. Por delante tenía un día completo y perfecto para él: una mañana de gimnasio, una tarde de descanso y una noche de trabajo. Antes tomaría un café solo en la cafetería de abajo, muy cargado como siempre, para estimular el sistema nervioso central antes de empezar a trabajar con las pesas.
En cuanto salió del portal situado en la avenida de Marín tomó a la derecha y se encaminó a los aparcamientos. Comprobar el estado de su coche justo al salir de casa formaba parte de su rutina diaria desde hacía años. Marc avanzó solo unos metros y, desde la distancia, contempló a su pequeña joya. Quizá no fuera el más moderno, ni el más sofisticado, pero cumplía perfectamente todo lo que le pedía él a un coche: grande, deportivo y potente. Había invertido mucho dinero en preparar su Opel Calibra del año 94 hasta dejarlo como estaba ahora: rojo impecable, con un imponente alerón y rebajado de suspensión todo lo que la ley  permitía. Y por supuesto, era de gasolina. En un mundo ideal, los coches diésel deberían estar prohibidos, solía decir Marc. Contaminan mucho y solo sirven para poner de manifiesto los complejos de quien los conduce. A menudo, mujeres y hombres que convierten a la modestia en su principal virtud tratando de esconder que, en realidad, tampoco disponen de otras.
En el fondo, podía pagarse un garaje privado, pero ¿quién quiere tener un coche para esconderlo? Marc era de la opinión de que un hombre de verdad tiene que estar orgulloso de tres cosas en la vida: su cuerpo, su coche y sus conquistas amorosas. Y para ello, las tres cosas necesitan de la adecuada publicidad.
No se molestó en acercarse. En cuanto comprobó desde la distancia que el alerón seguía intacto, se dio la vuelta y volvió sobre sus pasos para dirigirse hasta La Rotonda, la cafetería situada en la otra esquina de la calle. Su café matinal le esperaba.
De camino, saboreó la idea de que al ser un miércoles previo a varios días festivos, el pub en donde trabajaba estaría especialmente concurrido a la noche. Esa circunstancia convertía en especial cualquier día. En el fondo, se sentía un privilegiado. Ejercía un trabajo reconfortante que le permitía sentirse poderoso, decidir a su libre voluntad quién puede entrar o no y, a la vez, le abría las puertas a conocer adolescentes deseosas de disfrutar sensaciones íntimas sin el peligro de recibir al día siguiente llamadas no deseadas. Aquellas de pesados que se han enamorado tras una noche de placer o las de los que simplemente pretenden repetir experiencia.
Pero Marc no era de esos. Ni se enamoraba ni estaba nunca dos veces con la misma chica. Su esculpido cuerpo le permitía darse el capricho de cambiar cada noche de pareja. Y siempre jóvenes, muy jóvenes. Porque como a menudo él mismo decía, si una chica tiene cuerpo y ganas, ¿a quién le importa su edad? ¿A quién puede molestarle que una joven adolescente pase un rato agradable entre sus brazos? ¿A sus padres? Si a sus padres les molestara, no dejarían que sus hijas salieran de madrugada. La naturaleza es sabia, no daría deseo a quien le pudiese hacer algún daño calmarlo, concluía siempre.
Tiró de la acristalada puerta y entró, dedicando una mirada circular por todo el local, sin bajar ni un centímetro la barbilla. Sentadas, dos mujeres solas, una en cada mesa. En la barra, un hombre escasamente arreglado, y otro ocioso. En una mesa del fondo, sobre la tarima ajardinada, una pareja disimulaba con esfuerzo que la rutina empezaba a resultarles insoportable.
Pero a pesar de su llegada triunfal, nadie levantó la mirada cuando él entró.
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III. MARTES SANTO:
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Published on July 29, 2013 10:28

July 22, 2013

Muerte sin resurrección (1os capítulos): Cap. ONCE (y II)


MARTES SANTOCapítulo Once (y II)

Nada más pisar Eva la comisaría, Míguez salió de su despacho de inmediato y le gritó desde el fondo del pasillo:
—¡Santiago!
Luego, esperó en su puerta, mientras ella se acercaba. Eva entró en el despacho del comisario y se sentó frente a la mesa, sin decir nada.
—Dígame, ¿qué ha averiguado? —le preguntó él mientras cerraba la puerta—. ¿Cree que es la misma persona que lo de ayer?
—Sí, estoy casi segura de que sí.
—¿Pistas?
—La del móvil de Vigo —contestó Eva, negando con la cabeza—. Por lo demás, es exquisita actuando. No deja cabos sueltos. Llega a sus vidas por sorpresa, se gana su confianza en muy poco tiempo y cuando están a solas y nadie la ve, actúa con precisión. Fría, cerebral y muy inteligente.
—Bien —Era la confirmación que necesitaba—. Pues entonces, quiero que se dedique las veinticuatro horas del día a este caso —sentenció el comisario—. Con este infeliz, ya tenemos dos cadáveres y mucho me temo que esa loca no se va a detener ahí. Si por alguna razón no se ve capacitada, dígamelo ahora y llamo a Madrid para que nos manden a alguien experto en este tipo de casos. No quiero correr riesgos.
Los ojos de Eva se encendieron ante tal insinuación.
—No, yo me encargo —dijo—. Veinticuatro horas solo con esto, no hay problema. La cogeré —aseguró con decisión—. Solo necesito que me ayude Antón, estoy acostumbrada a trabajar con él.
—De acuerdo —Esa era una condición muy fácil de conceder—. Una última cosa: procure que, al menos de momento, no transcienda el detalle de la pelota. Ourense es una ciudad muy pequeña. Si se corriera la noticia de que hay una loca suelta que se dedica a matar hombres, cundiría el pánico y toda la población se nos echaría encima. La presión sería insoportable y nos dificultaría mucho el trabajo.
—No se preocupe —lo tranquilizó Eva—, ya sabe que no damos información a la prensa por nuestra cuenta. De momento, para todos, lo de ayer a la noche, ha sido un crimen pasional y esto, un desgraciado accidente —La cara del comisario reflejaba la satisfacción de una decisión bien tomada—. Al menos, hasta que vuelva a actuar...
—Esperemos que no. En cualquier caso, manténgame informado de todo —la despidió.
Dos salas más adelante esperaba María, la viuda.
—Buenas tardes. Soy la inspectora  Eva Santiago.
La mujer devolvió el saludo con un tímido gesto. Era evidente que, en aquel momento, no estaba para grandes presentaciones.
—Como creo ya le han informado, está usted aquí porque su marido ha sufrido un desgraciado accidente en la empresa.
—Sí, me han dicho que ha fallecido, pero que no podía ir allí porque estaba bajo investigación policial —la interrumpió María—. No entiendo nada de lo que está pasando y, si he de serle sincera, no sé qué hago aquí —el tono de aquella mujer se apagaba a medida que hablaba—. Por favor, me gustaría poder ver a mi marido cuanto antes.
—No se preocupe, la llevaremos dentro de un momento, pero antes necesito que me conteste a unas preguntas.
—¿Creen que lo han podido matar? —preguntó María con desconfianza.
—Eso no lo sabemos. Pero entenderá que, ante un suceso así, queramos descartar esa opción. Aún debemos confirmar en qué circunstancias acabó dentro de la trituradora.
—Sebas no tenía enemigos —se arrancó a hablar entre sollozos, quizá harta de esperar, de estar viviendo una situación que le resultaba increíble pero, sobre todo, de comprobar que todo indicaba que su marido acababa de morir triturado como un vulgar desecho—. Su vida era su empresa y yo. Es más, creo que tampoco tenía amigos, simplemente conocidos. Y por lo general, de su trabajo. Pero nadie le quería mal, ni siquiera sus empleados.
—¿Y sabe si entre esos conocidos —preguntó Eva con evidente intención—, había una mujer morena, de unos treinta años, más o menos metro sesenta de estatura y complexión delgada?
María la miró en un tono interrogante: no sabía qué pretendía insinuar, ni qué papel podía jugar esa mujer a la que se estaba refiriendo aquella policía en el accidente de su marido.
—No, no conozco a nadie de esas características —dijo—. ¿Quién es?
—No lo sé —Eva no estaba dispuesta a darle más detalles—. Perdone la pregunta, ¿su marido le era infiel?
—Apostaría mi vida a que no.
—Dígame, ¿hace mucho que se conocían?
—En realidad, poco más de dos años. Nos conocimos una Nochevieja y, a los cinco meses, ya estábamos casados. Lo nuestro fue un flechazo, un amor a primera vista, intenso y sincero, muy sincero. Puede hacerme las preguntas que quiera, pero no tengo la más mínima duda sobre la lealtad de mi marido hacia mí, ni sobre su honestidad —quiso cerrar definitivamente aquel debate.
—¿Y qué sabe de la época anterior a conocerla a usted?
—Poco, muy poco, créame —María se paró un momento—. Sí sé que su pasado no había sido del todo ideal, pero tampoco conozco muchos detalles. Ya sabe, él no contaba y yo tampoco preguntaba. Desde el primer día, formamos una pareja ideal, y a nosotros nos bastaba con eso. La noche que nos conocimos, vi como encendía un porro y le dije que eso no me gustaba, que eso no lo quería en mi vida. En aquel momento nos hicimos una promesa: Sebas, de encauzar su vida y yo, de creer en él sobre todas las cosas. Nunca nos faltamos a esa promesa.
A pesar de los sollozos, María hablaba con serenidad, la que solo tiene aquella persona que es consciente que estar relatando la mejor y más rica porción de ese gran pastel que es la propia vida.
—¿Está segura de que es él? —preguntó luego.
—Me temo que sí.
María inclinó la cabeza, mientras Eva se alejó unos metros convencida de que aquella mujer no disponía de las claves que iba a necesitar para resolver el caso.
En el fondo, María también era una víctima, su compañero ideal se había ido y ahora empezaría una nueva vida para ella. Sin duda, peor. Eva observó como sollozaba mientras hablaba, quizá porque todavía mantuviese la esperanza de que su marido hubiera tenido que salir a algún recado y, cuando a la noche ella regresara a casa, se lo encontraría sentado en el sofá, esperándola como cualquier otro día normal. El ser humano suele aferrarse a estos pensamientos en situaciones así. De otro modo, lloraría abiertamente. Eso pensó Eva, con sus ojos clavados en la nuca de aquella mujer.
Pero antes de alejarse definitivamente, la inspectora miró un momento a los lados. Después se dirigió a María:
—Una última cosa —dijo desde la puerta—: estoy segura de que a lo largo del día de hoy ha visto a muchos policías por aquí, ¿conoce usted a alguno de antes?
—No, no conozco a nadie que sea policía. ¿Debería?
—¿Y su marido?
María echó un vistazo hacia el exterior, intentando recordar alguna cara o cualquier situación que se le estuviese escapando. Luego miró a Eva.
—No. Que yo tenga constancia, no.
—Gracias, y lamento mucho lo sucedido.
Eva se encaminó a su despacho y María se quedó allí sentada, con la cabeza entre las manos. Ahora ya lloraba abiertamente.
Antón entró en la comisaría poco después y fue directamente al despacho de Eva, no sin antes fijarse en la sala ocupada por María.
—¿Es la viuda? —preguntó al llegar junto a la inspectora.
Esta afirmó con la cabeza, sin dejar de redactar el informe pertinente sobre la actuación en la empresa de reciclaje.
—Una chica guapa —comentó él mientras se sentaba.
—¿Alguna novedad que no tenga relación con el físico de las víctimas?
—Sí —le entregó las declaraciones a Eva—. He interrogado a los empleados y pienso que ya podemos confirmar que nuestra sospechosa es la misma persona que la chica de ayer. Los tres coinciden en que era morena, 1,60 o 1,65, delgada, facciones suaves, pelo liso. La descripción encaja. Eso sí, nadie la vio lo suficientemente bien como para atreverse a reconocerla por fotos. Del resto, lo que ya sabíamos cuando te fuiste.
Eva firmó el informe y miró por encima la documentación de Antón. Después dejó encima de la mesa todos los papeles para centrarse en su ayudante.
—He estado hablando hoy con el jefe, quiere que me encargue intensivamente del caso. Yo le he dicho que sí, pero también que quería que tú me acompañaras. Te lo digo por si no puedes o no te apetece, lo entenderé.
—Sí, por mí perfecto —la cortó él—. Ya sabes que me gustan los casos difíciles.
—Te necesito porque creo que todo esto no ha hecho más que empezar —siguió con la explicación ella—. Intuyo que esa mujer va a seguir matando, y más o menos al mismo ritmo. Esto es como una carrera: ella escapa, se esconde, actúa, y a nosotros nos toca perseguirla y cazarla. El problema es que nos lleva ventaja, mucha, así que tenemos que recuperar terreno. Y cuanto antes, mejor. No nos queda otra opción.—Pienso exactamente lo mismo.
—Bien —dijo satisfecha Eva—. Pues entonces lo primero es avisar a Sara, a ver si conseguimos hacer un retrato robot de nuestra asesina. Por el momento, creo que va a ser la mejor pista de la que dispongamos.
—Ya me encargo yo de eso —contestó solícito Antón—. ¿Nadie más en el pub se acordaba ayer de su cara cuando les tomaste declaración? Recuerdo que había un chico que, cuando yo llegué, decía que se había fijado en ella —sugirió haciendo memoria.
Eva se recostó en el sillón.
—Sí, había uno. Pero lo que no me quedó claro es si se había fijado en ella él o el alcohol que llevaba encima.Antón esperó a que continuase.
—Qué versión suya prefieres, la de qué cabrona, con lo buena que estaba... o la de no estoy del todo seguro si era morena o castaña—dijo Eva, no sin una buen dosis de ironía—. Como para que nos fiemos de su testimonio...
Él pareció darle la razón sin necesidad de hablar.
—A tus años —continuó ella ante el silencio de Antón—, ya deberías saber que los hombres cuando tenéis que hacerle sitio al alcohol en el cerebro, toda vuestra materia gris huye despavorida y en estampida a refugiarse en la entrepierna. Lo malo de esto es que los penes no piensan.
Después se incorporó y le pasó el informe a su compañero, para que lo revisara.
—Voy a ir a casa a ducharme y comer algo porque he venido directamente desde la cama —Antón hizo gesto de haber entendido, sin parar de leer el informe—. Y también a darle un beso a Ramón, que lo he dejado abandonado y creo que me va a ver poco los próximos días. Antes de una hora estaré de vuelta. Si quieres incorporar algo al informe, hazlo. Luego, pásaselo a Míguez.
Contenido del informe:—Hechos: asesinato en la empresa Reciclajes Covelo.—Víctima: Sebastián Covelo García, 28 años, empresario (en espera de confirmación).—Procedimiento: caída dentro de una trituradora. Se encontró una pelota de golf colocada en el visualizador de la máquina (relacionar con el caso del Corregidor Cuatro.—Sospechosa: Identidad desconocida.—Descripción aproximada: mujer blanca, 25-30 años, 1,65, 50-55 kilos, facciones redondeadas. Interrogar.—Relación entre ellos: indeterminada (los vieron conversar con anterioridad).—Testigos: no.—Móvil: desconocido.—Pistas: ninguna.—Acciones inmediatas: centrarse en el caso Corregidor Cuatro.—Pendiente informes de autopsia y huellas.
Cuando Eva ya salía por la puerta, Antón la reclamó, ofreciéndole el teléfono.
—El inspector Lago, de Vigo —le susurró.
Ella se volvió de inmediato. Cogió el teléfono de pie y luego se sentó. Siguió escuchando con atención, y también con cierto aire de impotencia. Al poco rato, colgó y se quedó pensando. Después levantó la mirada hacia Antón, que estaba expectante:
—Han encontrado el cadáver de Aurora en su domicilio —dijo—. Piensan que ha podido ser un suicidio. Mañana por la mañana nos pasarán un informe con lo que puedan averiguar.
Antón no dijo nada. Sabía el significado de aquella noticia.
Cuando Eva ya se había ido, buscó el informe de la noche anterior, cogió su bolígrafo y añadió en él, justo al lado de la palabra Aurora: «Se ha encontrado en casa muerta (probable suicidio)».
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Published on July 22, 2013 04:17

July 16, 2013

Muerte sin resurrección (1os capítulos): Cap. ONCE (I)


MARTES SANTOCapítulo Once (I)
Poco había avanzado el reloj desde las tres de la tarde cuando Eva todavía dormía plácidamente en la oscuridad de su habitación. El asesinato de Javi le había afectado de tal manera que no había sido capaz de conciliar el sueño hasta bien entrada la mañana. Lo había repasado detenidamente, valorando punto por punto todas las posibilidades, incluso aquellas que a los ojos de cualquiera podían parecer las más descabelladas, pero no lograba encontrar una explicación lógica al caso. Siempre había algo que no le encajaba, una conexión que no le convencía, y acabó por desesperarse entre las sábanas. En el fondo, la coherente idea de una asesina a sueldo le parecía del todo disparatada para una ciudad pequeña y tranquila como Ourense.
Solamente un vaso de leche caliente a media mañana, tomado en la penumbra de la cocina, consiguió que lograra dormirse profundamente. Eso, y volver a la cama imaginando el cariñoso despertar con el que su joven marido Ramón la obsequiaría al regresar de trabajar a las tres y media.
Sin embargo, su apacible descanso se veía ahora amenazado por el estridente tono de su teléfono móvil, sonando con insistencia encima de la mesilla de noche, pugnando por entrar en sus sueños. Cuando por fin logró identificar aquel sonido en la realidad, alargó el brazo con los ojos aún cerrados y llevó el aparato torpemente hasta su oreja, pulsando el botón de contestar.
—¡Santiago! —La ronca voz del comisario sonó dentro de la cabeza de Eva como el más cruel y eficiente de los despertadores—. ¿Todavía está usted en la cama?
Eva apartó levemente el teléfono de su oreja para consultar la hora: las tres y diez. Luego volvió acercar el aparato a su cara.
—Jefe, ayer tuve turno de noche, ¿se acuerda usted? —contestó con voz somnolienta.
—Santiago, ¿conoce usted Reciclajes Covelo?
—¿Qué? No, creo que no. No sé qué es eso...
—Es una empresa de reciclaje que está en O Vinteún. Se dedica a triturar todo tipo de materiales.
—Pues creo que es la primera vez que oigo hablar de ella. ¿Por qué me lo pregunta, debería conocerla por algo? —Pero qué historia me está contando, pensó dentro de su cabeza a la vez que contestaba.
—Porque hoy, hará una hora o así, un hombre se cayó dentro de una trituradora y todo indica que fue el dueño, Sebastián Covelo. ¿Le suena de algo ese nombre?
—¡Ay, pobre!
—Déjese de pobres y de sentimentalismos gratuitos. La cuestión es que tenemos un cadáver presentado en trocitos que ha aparecido después de haberlo visitado una mujer morena a primera hora de la mañana —expuso él con energía—. Cuando uno de sus empleados volvió de hacer su reparto, descubrió el cadáver...
—Jefe, ¿me despierta para que cubra un accidente? —lo interrumpió Eva, todavía sin entender la situación.
—Le despierto porque al lado del cadáver había una pelota de golf. ¿Le sigue pareciendo un accidente?
Eva dio un salto que la sentó en la cama.
—¿Una pelota de golf? —preguntó al instante.
—Sí, colocada cuidadosa, y me temo que estratégicamente, en el visualizador del aparato. Por eso la he llamado. Creo que ayer a la noche entabló usted amistad con una de esas pelotas.
—Sí, voy ahora —contestó atropelladamente ella, mientras salía de la cama—. Deme diez minutos. ¿Quién está allí ahora?
—Las dos patrullas que enviamos. Y también Miguel y Juan, que estaban aquí para iniciar su turno y quisieron ir también. Pero todos son agentes y necesito a un inspector, ¿quiere ir usted o envío a otro? —insistió el comisario.
—No, no, me visto y voy —respondió saliendo ya de la cama—. Hágame un favor, llame a Antón y envíelo para allí.
—¿Cómo? —exclamó de inmediato el comisario—. Santiago, él también hizo ayer turno de noche. Usted es la inspectora, ¿no es capaz de arreglárselas sola hasta que él entre a trabajar a su hora?
—No, llámelo —contestó ella con sequedad—. Y no se preocupe, que ya se lo explico yo.
Eva colgó el teléfono y, sin perder tiempo, acabó de vestirse. Acto seguido, anudó su rizada melena en una coleta, cogió su abrigo del perchero, tres rebanadas de pan de molde de la cocina y, antes de salir, escribió en el tablón de notas de la nevera:
«Cariño, imprevistoslo siento mucho, mucho, mucho, mucho.y te quiero aún másy te deseo.Besos»
Todo, en menos de un minuto. Acabar de arreglarse y comer, lo haría por el camino. Rara habilidad la de maquillarse delante del retrovisor mientras se conduce un coche de policía a toda velocidad con un bocado de pan en la boca.
Cuando estaba a punto de llegar al lugar de los hechos, Eva apagó la sirena y bajó la empinada Rúa do Vinteún con su C4 azul como si de un coche más del vecindario se tratara. Al final de la calle, se acababan los edificios y comenzaba el polígono. Llegar sin anunciarse era una vieja costumbre que ponía en práctica siempre que la ocasión lo requería. Quizá fuese una falsa intuición, pero algo dentro de su cabeza le indicaba que el interés de Juan y Miguel por acudir a aquel lugar era mayor del que por lógica deberían tener en condiciones normales.
Desde la mitad de la calle, divisó al fondo tres coches de policía y, a su lado, una cinta separando un amplio entorno delante de una gran nave. Presidiendo la puerta de entrada, un gran cartel blanco y verde: Reciclajes Covelo. Aparcó a la derecha, a la altura de las últimas viviendas, y en cuya acera los vecinos se arremolinaban intentando curiosear la escena. Se bajó con la última rebanada de pan en la mano y se acercó hasta la fábrica comiendo con tranquilidad. Nadie de los presentes sospechó que fuera policía.
Cuando todavía estaba a cierta distancia, saludó con un gesto al agente que custodiaba la cinta separadora, que le devolvió el saludo a la vez que conversaba de manera forzada con un periodista. Luego se centró en los movimientos que se estaban produciendo dentro de la zona reservada: tres hombres de distintas edades esperaban al lado de la nave con gesto desencajado. Dentro de uno de los coches de policía, un agente permanecía sentado, mientras otro, Miguel, hablaba con el hombre de más edad que esperaba fuera. En conclusión, los otros tres agentes tenían que estar dentro de la nave.
Al lado de la cinta, casi a su lado, un joven fotógrafo de prensa contemplaba la escena a la espera de poder captar alguna foto relevante, sin haberse percatado de la llegada de Eva. Esta tragó el último bocado de pan y se acercó a él:
—¿Qué ha pasado? —preguntó a su espalda.
—¡Inspectora! —respondió el chico sorprendido—. ¿Me lo está preguntando usted a mí?
—Sí, me acaban de avisar —se explicó ella—. Además, estoy segura de que sabes sonsacar información a un testigo mejor que alguno de mis hombres —continuó.
—Eso seguro —dijo él convencido—, no entiendo tanto afán por conseguir respuestas en un accidente —dijo señalando a Miguel, que seguía interrogando con insistencia a aquel hombre—. A no ser que no sea un accidente...
—Aún no lo sé —Eva no se inmutó por la insinuación—. Seguramente sí lo es, pero antes de confirmarlo, siempre debemos descartar todas las opciones.
El chico encajó la respuesta con indiferencia, la de quien no espera de su interlocutor concesión alguna. En realidad, ni siquiera entendía como una inspectora se había parado a hablar con él antes de entrar en la escena de un crimen.
Eva avanzó hacia el interior de la cinta y se acercó sigilosamente a donde estaban los tres hombres en compañía de Miguel. En cuanto este se percató de su presencia, se volvió hacia ella:
—Buenas tardes, inspectora.
—Agente, aquí los interrogatorios a los testigos los hago yo —le susurró Eva casi al oído—. No lo olvide.
Miguel bajó la cabeza. Su cara reflejaba el semblante de un niño al que su profesora acaba de sorprender copiando. Luego dijo, excusándose:
—Solo le estaba preguntando. Si la ha visto, tiene que recordar algo de esa mujer.
—Y yo espero que usted recuerde lo que le acabo de decir.
No hizo falta que insistiera. Miguel echó una mirada contenida a los tres hombres y después se subió al coche patrulla, en el que le esperaba Juan, su compañero. Arrancaron al instante. Al fin y al cabo, ellos no deberían estar allí.
En cuanto el coche patrulla se fue, Eva se dirigió hacia el interior de la nave. Allí, el tradicional aroma a metal triturado no lograba disimular el frío y a la vez penetrante olor de la sangre tibia. Apenas había avanzado unos pasos, divisó a su izquierda lo que indudablemente era la oficina. De frente, la trituradora, delante de la cual uno de los agentes tomaba notas sin cesar. A la izquierda de esta, y bordeando la oficina, el resto de la nave: un espacio alargado y perpendicular a donde ella estaba. Dedujo que los camiones con el material triturado saldrían por la entrada principal y entrarían con el material sin triturar por el otro extremo, aunque seguramente ese era un detalle intrascendente para la investigación, por lo que prefirió centrar su atención en la trituradora y en las más que evidentes secuelas de aquella mañana sangrienta. El agente que tomaba notas no tardó en acercarse a ella:
—Buenas tardes, inspectora. ¿Lleva usted el caso? —quiso confirmar.
—Sí, me ha llamado Míguez —No necesitaba dar más explicaciones—. ¿Qué se sabe?
—Pues que este desgraciado ha tenido una muerte brutal —un tono de compasión y fatalismo marcaba su voz—. Y sus tres empleados han tenido que ver lo que un ser humano nunca querría ver. Imagínese el panorama, uno de ellos llegó y se encontró con la trituradora funcionando a tope y una masa roja y humeante debajo de la boca de salida. No creo que hiciese ni diez minutos que había pasado. Después llegaron los otros dos y entonces ya dedujeron que tenía que ser su jefe el que había caído dentro. Estaba solo, y no esperaba a nadie.
—¿Y la pelota? —preguntó Eva mirando al display, en donde aún seguía colocada en perfecto equilibrio.
—La descubrió el primero, en cuanto fue a apagar la máquina. Se la encontró encima de los mandos. Por lo que me han dicho, no solo les llama la atención la pelota sino también que él no tenía razón alguna para encender la trituradora y el hecho de que, a primera hora de la mañana, lo había visitado una mujer muy bien vestida y a la que nunca antes habían visto.
Eva no perdía detalle de lo que el agente le decía.
—Ya les tomará usted declaración formal —continuó él—, pero ya le digo desde ahora que dan todo lujo de detalles, y sin necesidad de preguntarles mucho. Supongo que es por la impresión. Yo avisé a la central de que algo me olía mal aquí y el jefe me dijo que iba a mandar a un inspector de inmediato. Mientras llegaba usted, me he tomado la libertad de ir recogiendo datos, y la otra patrulla está tomando fotos de todo —explicó buscando la aprobación de su superiora—. Pero no hemos tocado nada.
—Le agradezco su trabajo, agente. Dígame, ¿le explicaron por qué estaba él solo en la empresa?
—Sí.
El policía consultó las primeras hojas de su bloc antes de continuar, pasando incluso el dedo por el papel. Todo lo tenía allí apuntado.
—Al parecer como es Semana Santa —dijo—, solo trabajaban de mañana. Por eso salieron todos a la vez a repartir a última hora, para acabar pronto. Según ellos, no es algo habitual, pero lo decidió él —señaló a los restos de Sebas con una expresión de fatalismo terrible.
—¿Por casualidad, o porque tenía interés en encontrarse a solas con la mujer que lo había visitado a la mañana? —apuntó de un modo casi instintivo Eva.
El agente se encogió de hombros, frunció el ceño y movió la cabeza adelante y atrás. Las tres cosas al mismo tiempo. Quizá asumió que todavía le quedaba mucho que aprender para llegar a ser inspector.
—Buena pregunta —razonó luego pensativo—. Lo siento, pero esa posibilidad creo que no se nos ha pasado por la cabeza ni a mí ni a ellos —dijo señalando a los empleados con un leve gesto.
—No se preocupe —pasó página Eva sonriendo—. ¿Sabe si tenía familia?
—Sí, esposa. Otra patrulla ha ido a darle la noticia, me imagino que viene para aquí.
—No, no —reaccionó ella—. Avíseles por radio, que la lleven a la comisaría. No quiero que llegue y vea a su marido así.
El agente se retiró a hablar por radio, entregándole todas las notas que había ido tomando a Eva. En ese momento, ya entraba por la puerta Antón.
—Eva. Me ha llamado el jefe. Dice que la asesina de ayer a la noche ha vuelto a actuar —dijo mientras se acercaba a buen paso—. ¿A qué huele aquí?
Pregunta fuera de lugar, y con una respuesta que serviría para centrarlo. Pero ni Eva pensaba responder, ni él lo necesitó. Justo en el momento en que había acabado la frase, sus ojos se posaron en la boca de la trituradora:
—¡Ostia!
Eva pasó delante de la petrificada figura de su ayudante sin concederle importancia a su impresión:
—Llama a Vigo y pregunta si ya han encontrado a Aurora, la dueña del teléfono de ayer. Yo, mientras, voy a echar un vistazo a la oficina.
Él pareció no haberla escuchado.
—¡Muévete! —le chilló.
—Sí.
Antón marcó los dígitos sin poder dejar de mirar los restos de Sebas hasta que entabló conversación con su interlocutor. Apenas llevaba un minuto hablando cuando fue hasta la puerta de la oficina, separó el auricular del oído y se lo ofreció a Eva con cara de pocos amigos. Esta lo cogió y volvió a entrar, mientras él esperaba fuera. Cuando Eva alzó su tono de voz dentro de la oficina, pudo escucharse en toda la nave:
—No, quien no lo entiende es usted. Aquí tenemos a una desalmada que se ha cargado a dos personas en un plazo de doce horas, y que seguramente no se detendrá ahí. La única pista que tenemos es esa mujer, así que encuéntrenla como sea.
Ese fue el final de la conversación. Luego le devolvió el teléfono a Antón, que aprovechó para preguntar, ya recuperado del susto anterior:
—¿Quién es la víctima?
—El jefe, Sebastián Covelo.
—¿Y cómo puedes estar tan segura?
—Porque lo vieron hablar con nuestra asesina esta misma mañana. El dueño de la empresa era su objetivo, sin duda alguna. Si no fuese él, no lo habría matado aquí.
Antón intentó asimilar aquella deducción. Eva siguió hablando y le despejó las dudas:
—Esta mujer entra en sus vidas, se gana su confianza y ataca por sorpresa. Como una sicario profesional, pero no es una sicario. De serlo, no mataría a dos objetivos diferentes en tan pocas horas, necesitaría más tiempo. Pero intuyo que ella tiene a sus víctimas estudiadas con anterioridad. No sé a cuántas, ni quiénes son, pero ya están decididas, y preparada la estrategia para atacarlas. Tampoco sé el porqué, aunque tiene que haber una razón que la lleve a actuar de esta manera. Y eso es lo primero que debemos averiguar.
Cerró la puerta de la oficina por fuera, dando por terminado su registro, y se dirigió a la salida:
—Quédate a esperar al juez, y a la policía científica —le dijo a Antón antes de marchar—. Que busquen huellas en la pelota, a ver si hay suerte y ha cometido un error. Yo voy a comisaría a hablar con la viuda. Espero que pueda darnos algunas explicaciones para empezar a encauzar el caso. Te espero allí, no tardes.

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II. LUNES SANTO:
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III. MARTES SANTO:
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- Capítulo 10: leer
- Capítulo 11: leer (I)______________
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Published on July 16, 2013 03:58

July 8, 2013

Muerte sin resurrección (1os capítulos): Cap. DIEZ


MARTES SANTOCapítulo Diez
Emma entró en la empresa cuando apenas había transcurrido una hora desde el momento en que Sebas colgó el teléfono. Llegó con dos agendas en la mano y una gran sonrisa en la cara. Exquisitamente perfumada y elegantemente vestida. El discreto tacón de sus zapatos se combinaba a la perfección con una elegante gabardina negra que, a su vez, hacía presuponer que la falda que cubría no podía ser demasiado larga. Resultaría imposible no fijarse en ella.
Se dirigió directamente al despacho en donde estaba Sebas. No le dio tiempo a llamar a la puerta, él la vio desde el otro lado del cristal y le hizo una seña para que entrara.
—Buenos días, señorita...
—Pérez, Emma Pérez. ¿No le ha hablado Jaime de mí?
—Pues no. Pero también he de reconocer que hace meses que no lo veo, prácticamente desde el día en que firmamos el seguro de la empresa.
—Sí, he estado revisando su seguro en la oficina pero, como le dije por teléfono, quiero comprobar si todos los datos son correctos para poder hacerle una buena oferta. ¿Me puede enseñar la maquinaria de valor que tiene en la empresa? —preguntó Emma al tiempo que se desprendía de la gabardina, dejando a la vista un ceñido y corto vestido que resaltaba de manera especial su menuda figura.
Sebas afirmó con la cabeza, echó un vistazo nervioso a su mesa, luego otro a la mujer y finalmente dijo intentando aparentar seguridad:
—Vamos.
En menos de un minuto, los dos estaban recorriendo las instalaciones. Emma apuntando en una de las agendas medidas, potencias, etc., y Sebas intentando ejercer de perfecto anfitrión:
—El reciclaje es el futuro. Entre todos, nos estamos cargando el planeta —dijo en un tono transcendental, casi pedante.
Ella lo seguía, asentía con la cabeza y dejaba entrever un gran interés en lo que el hombre le explicaba. De vez en cuando, preguntaba algo.
—¿Y su empresa solo se dedica a reciclar?
—Sí. Aunque, en realidad, no llegamos a completar el proceso. Nosotros solo trituramos materiales como paso previo al reciclaje, porque después cada material requiere un tratamiento distinto.
—Me parece un trabajo apasionante —exclamó Emma—. Me imagino que una persona se puede sentir completamente realizada desarrollando un trabajo así, sabiendo que aporta un granito de arena en la conservación del medio ambiente —concluyó mirando al hombre con ojos de admiración.
Sebas no quiso decir nada, pero en su cara se dibujó una expresión de satisfacción. En el fondo, hasta aquel momento nunca se le había ocurrido pensar que su trabajo pudiera ser tan interesante. Pensó que, para él, siempre había sido una actividad vulgar: triturar materiales de desecho porque las demás empresas no contaban con la maquinaria necesaria. Pero, en todo caso, si aquella mujer se empeñaba en decir que su trabajo era apasionante, no sería él quien le contradijera.
—¿Tiene usted hijos? —preguntó Emma luego.
—No. Mi mujer y yo solo llevamos dos años casados y... digamos que, por el momento, nos gusta disfrutar de la vida.
—Sí. Se le nota enamorado.
La satisfecha cara de Sebas cambió durante un instante, rompiéndose la animada conversación que estaban manteniendo hasta ese momento. No es que tuviera interés en Emma, y mucho menos que alguna vez se le hubiese pasado por la cabeza serle infiel a María, pero aquel comentario no era exactamente el que más le habría gustado escuchar de su boca. De manera inconsciente, se quedó pensativo: ¿llevaría una especie de cartel imaginario colgado de su cuello que pusiera estoy enamorado así que, aunque te guste, yo no seré capaz de fijarme en ti?
—¿Exactamente cuántos empleados tiene? —le devolvió a la realidad de repente Emma.
—Tres —respondió de forma automática—. Aquí recibimos todo tipo de materiales y, como le he dicho, los trituramos como preparación previa a su reciclaje. Esa es la trituradora —señaló hacia una gran máquina que presidía todo el recinto—, y esta es la nave de preparación —indicó hacia el lado contrario—, porque si los materiales nos llegan en piezas muy grandes, antes los acondicionamos. En resumen, nosotros vamos a recogerlos a domicilio, los trituramos y luego los entregamos donde nos encarguen, tenemos camiones para ello. Prestamos lo que se podría definir como un servicio integral —concluyó parándose delante de la nave de preparación, en donde estaban sus tres empleados en ese momento.
Emma echó un vistazo en círculo a la estancia desde la puerta, convirtiéndose en ese momento en el centro de las indiscretas miradas de los otros hombres. Sebas la rodeó con su brazo por los hombros y se la llevó de vuelta al centro de la fábrica, sin que llegasen a entrar en la nave.
—Y somos la única empresa de Ourense que se dedica a esto —siguió hablando él, intentando disimular la situación—. Por eso tenemos siempre tanto trabajo.
La mujer parecía no perder detalle de lo que estaba viendo, intentando captar todos los datos que fuera capaz, aunque en realidad ya hacía un rato que había dejado de escribir en su agenda.
—¿Solo tienen una trituradora? —preguntó.
—Sí —Sebas pareció ofenderse—. Es la más cara del mercado. Hace un año que abrimos y necesitamos solicitar dos créditos, uno de ellos solo para poder comprar la trituradora. Suerte que mis suegros nos avalaron. De otro modo, esta empresa nunca se hubiera podido poner en marcha.
Se dirigió hacia la máquina con un orgullo que pretendía hacer contagioso, para que su invitada entendiera la valía de aquel aparato.
—Venga, se la enseñaré.
Ella lo siguió. Subieron por la endeble escalera hacia una especie de andamio situado a la altura de la tolva de la trituradora.
—Desde aquí podemos controlar que todo el proceso es correcto. ¿Ve esas cuchillas? Cuando se ponen en marcha no hay material que se les resista.
Emma se inclinó para mirarlas. Luego comentó:
—Pero parece un aparato peligroso.
—Sí, bueno, hay que tener algo de cuidado. Sobre todo cuando se tratan determinados materiales puede saltar algún trozo. Pero si no se acerca al borde de la tolva, no hay peligro.
—¿Cree usted que una persona salvaría su vida si cayese dentro?
Sebas dejó escapar una gran carcajada. Se sorprendió de la ingenuidad de su acompañante. A decir verdad, él nunca se había llegado a plantear esa posibilidad.
—Si una persona se cayese dentro estando en funcionamiento —empezó a razonar—, y no hubiese nadie cerca de los mandos para activar la parada de emergencia, sin duda, tendría unas consecuencias fatales. Y aun deteniéndola con rapidez —se quedó pensando—, no me gustaría estar en esa situación. Pero, precisamente por eso, nunca la conectamos cuando está una persona sola en la empresa.
—Dios mío, no me atrevo ni a pensarlo —observó Emma compungida, al tiempo que comenzó a bajar por la escalera.
—No, no. El peligro, si lo hay, es que salte alguna muesca desde dentro —razonó con gran seguridad detrás de la mujer—. Caerse dentro es imposible. Habría que subir hasta aquí y tirarse en la tolva adrede. Imposible del todo —concluyó.
Antes de llegar al fondo, Emma se paró y echó una última mirada al andamio. Sebas también se detuvo y respondió con una sonrisa a la curiosidad de la mujer, aunque no llegaron a cruzarse las miradas. Luego, Emma se volvió y los dos siguieron bajando, dirigiéndose a la oficina. Una vez dentro, ella insistió:
—¿Se necesita tener un carnet especial para manipularla?
—¿La trituradora? —preguntó Sebas sorprendido de la insistencia de Emma—. No. Aquí la usamos todos, es muy fácil. Y le digo más, de haber venido un poco más tarde, nos hubiese encontrado trabajando con ella. Es una pena porque, de ese modo, podría comprobar que no es peligrosa en absoluto. Estoy seguro que se quedaría usted mucho más tranquila.
En realidad, no entendía como una máquina tan sofisticada pero en el fondo tan sencilla de manejar podía causar una impresión tan grande a aquella mujer.
—¿Tienen horarios fijos para cada trabajo? —preguntó ella, pensando en lo que Sebas acababa de decir.
—No, qué va —Esta mujer no tiene ni idea de lo que es una empresa, pensó—. Pero hoy es diferente, solo trabajamos por la mañana, por ser Semana Santa. En principio, hasta las tres. Pero si no hay imprevistos, sobre las doce, o quizá algo antes, la conectaremos. Trituramos, cargamos y a la una ya podrán salir a repartir los chicos mientras yo me quedo aquí acabando el trabajo de oficina. De este modo, calculo que a las dos y media ya habrán llegado de vuelta y podremos irnos todos a casa.
—Se ve que es usted muy organizado —dijo la mujer más relajada, esgrimiendo una amplia sonrisa—. Con una persona como usted al frente, no debe de ser difícil conseguir que sea rentable un negocio.
El ego de Sebas se vio altamente alimentado por aquel comentario, aunque pensó que no era un buen momento para exteriorizarlo.
—Imagino que sus empleados estarán encantados —siguió la mujer que, ahora sí, ya parecía totalmente repuesta de su impresión.
—Bueno, yo solo intento que las cosas sean más fáciles en la empresa. ¿Ya tiene todos los datos que necesita?
—Sí, creo que sí —su satisfacción era más que evidente—. Entre los que he tomado y los que ya constan en la oficina, pienso que podré presentarle una gran oferta el día que vuelva.
—Eso sería una buena noticia, sin duda —Sebas también se notaba satisfecho.
—Sí, confíe en mí. Pero le llamaré antes de volver a visitarlo, para no romperle la programación de ese día —dijo sonriendo, mientras se vestía su gabardina.
Sebas también sonrió a modo de despedida. Le acompañó hasta la salida de la empresa y la siguió con la mirada durante un buen rato. Luego volvió a la oficina. Sus empleados estaban a punto de acabar y, en cuanto lo hicieran, empezarían a triturar entre todos.
Por su parte, Emma se alejaba lentamente. Concentrada, con cara seria, y tan solo una agenda en la mano.

Cuatro horas más tarde, Sebas miró de reojo el reloj de su despacho. Marcaba casi las dos. Sus empleados no tardarían en regresar y él, por su parte, ya había acabado el trabajo de administrativo. Incluso había programado el del día siguiente.
En cuanto llegaran todos con las entregas completadas, darían por finalizada la jornada. Mientras esperaba, decidió que sería una buena idea escribirle un SMS a María. Un detalle romántico siempre favorece una convivencia cariñosa, pensó. Probablemente ella ya hubiese llegado a casa, y él esperaba no tardar en hacerlo también.
Abrió el cristal del despacho, se sirvió el último café de la mañana y, recostándose en la silla, comenzó a escribir con una sonrisa en la cara: «Hola cariño. ¿Cómo está mi niña? ¿Ya has llegado? Yo seguramente hoy salgo pronto, así que he pensado que, si preparas la bañera, antes de comer podríam...». No acabó de escribir la palabra. Al otro lado del cristal, una sombra se movió por delante de sus ojos e, instintivamente, él levantó la mirada.
—¡Hola, Emma! —exclamó.
—Hola, ¿está solo? —preguntó ella—. Qué silencio.
—Sí. Aunque no creo que tarden en volver los chicos. Pero bueno, me temo que he cometido un error muy tonto: cuando se fueron no les advertí de que en cuanto llegasen los tres, ya nos iríamos para casa. Así que no me extrañaría que alguno decida hacer tiempo para no llegar de vuelta mucho antes de las tres y así ahorrarse el tener que empezar con otro encargo —explicó riéndose—. Pero dígame, ¿qué le trae por aquí?
—Verá, he llegado a la oficina y me he dado cuenta de que no tenía una de las agendas que siempre llevo conmigo. Como es vital para mi trabajo, intenté recordar todos mis pasos de esta mañana y estoy completamente segura de que solo me la he podido dejar olvidada aquí.
—Pues yo no he encontrado nada —pareció excusarse él, mientras miraba sobre su mesa—. Pero bueno, podemos buscarla, tengo tiempo —propuso.
Una tímida sonrisa de Emma bastó para hacerle entender que esa era justo la invitación que estaba esperando oír. Sebas tampoco se hizo de rogar. Dejó el móvil en la mesa, se levantó de la silla y salió de la oficina. Fuera, pudo comprobar que la falda de Emma se había acortado aún más y los pequeños tacones de primera hora de la mañana ahora habían dejado paso a unas cómodas zapatillas de deporte.
—Recordé que me había dicho que no saldrían hasta las tres y no dudé en venir de nuevo hasta aquí —apuntó la mujer cuando se acercaba él.
—Buena memoria. Y usted, ¿aún está trabajando a esta hora?
—No —contestó Emma con cara maliciosa—. Esta visita es personal.
Sebas no supo cómo entender aquella frase pero, en el fondo, no le desagradaba el tono que acababa de emplear la chica. Pensó que siempre resultaba estimulante sentirse halagado por una mujer así. Y mucho más, durante una visita sorpresa.
—Y dígame, ¿tiene usted alguna idea de en qué momento se le pudo quedar olvidada?
—No, la verdad.
—Recuerdo que no llegamos a entrar en la sala de preparación —intentó ayudar Sebas.
—Sí, de eso sí me acuerdo. Pero en donde estuvimos fue ahí arriba —dijo ella señalando el andamio.
—¿Cree que se le pudo quedar ahí?
—Es posible —contestó, encogiéndose de hombros—. Pero no se preocupe, ya subo yo.
La mujer no esperó respuesta y se dirigió hacia las escaleras, bajo la mirada atenta de Sebas. En el primer peldaño, se volvió y dijo:
—¿Por qué no conecta la trituradora un momento, mientras miro allí arriba? Así, de paso, podré ver cómo funciona.
—¿No se suponía que le parecía peligrosa? —replicó sorprendido, aunque en el fondo le encantaba la curiosidad que demostraba aquella mujer.
—Sí, pero usted dijo que si la viese funcionando, me convencería de que no lo era.
No hizo falta que ella insistiese. Él se dio la vuelta y, en un momento, los rodillos de la máquina comenzaron a desperezarse delante de la mirada de Emma, que ya había llegado arriba. Se apoyó con aparente entusiasmo en el borde y contempló el interior de la tolva durante unos instantes. Luego miró a Sebas, que permanecía junto a los mandos, expectante. En apenas un segundo, volvió a dirigir su mirada al interior de la máquina, pero esta vez el entusiasmo se transformó en sorpresa, en mucha sorpresa.
Llamó la atención de Sebas desde arriba y le hizo una seña para que subiera. Él obedeció. Cuando llegó junto a ella, Emma le señaló el fondo de la tolva.
—¿Qué es eso que está ahí? —preguntó.
El hombre miró hacia el centro, sin entender qué estaba pasando.
—No veo nada anormal —dijo.
—Sí, debajo de los rodillos.
Sebas se acercó hacia delante y trató de localizar aquello que tanto sorprendía a Emma.
—No veo nada. Está todo normal —insistió él.
—Sí, ahí—también insistió ella—. Eso negro. Dios mío, parece... —dijo refugiándose detrás del hombre.
Ante la insistencia de la mujer, Sebas decidió inclinarse sobre la tolva, que le llegaba un poco más abajo de la cintura, apoyándose con una mano en el borde. Estando él en esa posición, en menos de un segundo, Emma se agachó a su espalda, le agarró con decisión los pies y lo empujó hacia delante. Lo hizo con todas sus fuerzas, como si en ello le fuera su propia vida.
—Hasta nunca.
Sebas gritó, miró hacia Emma aturdido, alzó su mano como un náufrago desde el fondo de la tolva, notando como cada una de las cuchillas se clavaba en su carne engulléndolo poco a poco y sin remedio. Entonces, por un momento, el sonido de la máquina se hizo más opaco, apenas durante un leve instante. Unos segundos después, la trituradora recuperó su sonido habitual, sin mayor esfuerzo.
En cuanto esto pasó y ya nada se veía en la tolva, Emma bajó por la escalera y se paró frente al visualizador de la máquina, cuidando de evitar el charco de sangre que empezaba a extenderse por el suelo con rapidez. Allí colocó cuidadosamente una pelota de golf, perfectamente en equilibrio. Luego se encaminó lentamente hacia la salida, sin mirar atrás.
Antes de abandonar aquel lugar, entró una última vez al despacho de Sebas y alzó ligeramente un lateral del sillón de invitados, el mismo sobre el que horas antes había dejado su gabardina. Alargó su mano hacia abajo y recogió su agenda perdida. Nadie la hubiera visto en muchos días.
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Published on July 08, 2013 04:25

July 2, 2013

Muerte sin resurrección (1os capítulos): Cap. NUEVE


MARTES SANTO
Capítulo Nueve
Diez minutos exactos tardó Sebas en llegar a la puerta de su fábrica. La distancia desde su domicilio en el barrio de O Couto hasta el pequeño polígono industrial de O Vinteún no superaba los tres kilómetros, y su recorrido en automóvil resultaba muy sencillo de completar. Mucho más a esa hora de la mañana.Sebas se apeó del coche y miró su reloj, las siete en punto. No era que lo esperase alguien o que tuviera que entrar necesariamente a esa hora, no, pero a él le gustaba llegar a las siete en punto a la empresa. Siempre había sido una persona ordenada, pero desde que había inaugurado su empresa, mucho más. La buena marcha de su negocio se había convertido en un reto personal desde el primer día. Habitualmente sostenía que su orden y puntualidad le permitían ahorrar un empleado y, por consiguiente, su sueldo. Algo imprescindible para cuadrar las cuentas, por lo que no pensaba cambiar.Abrió la persiana de entrada, encendió todos los interruptores de electricidad de un impulso y se dirigió a su despacho, con algunas de las galletas que había cogido en casa aún en la mano. Conectó la cafetera y marcó un café solo, bien cargado. Dejó las galletas al lado del aparato. Luego fue hasta su mesa y repasó los pedidos que debían entregar ese día. Se realizarían sin falta, puesto que nunca incumplían un plazo. También ojeó las entradas de material que esperaban recibir, menos de las habituales al estar en Semana Santa.En el fondo, en eso consistía su actividad: en recibir todo tipo de materiales de desecho y convertirlos en material granulado. En solo un año de vida habían adquirido gran notoriedad en la provincia y les enviaban desde papel hasta complejas estructuras metálicas. Era una empresa en auge, con escasa competencia y que gozaba de gran prestigio en la provincia por la seriedad con que trabajaban.Cuando ya había hecho esto, se acercó a la cafetera y se sirvió el café, que llevó hasta su mesa junto a las galletas. No pudo evitar pensar que bien valía la pena tener que desayunar allí a cambio de contemplar a María un rato mientras dormía. Sin duda, ese era uno de los mejores momentos del día para él. Se metió una de las galletas en la boca y removió lentamente el café. En cuanto acabó, se levantó y salió a encender las máquinas.Una vez hecho esto, regresó a su despacho.—Buenos días, jefe —le gritó José, apareciendo por la puerta al mismo tiempo que empezaba a sonar el teléfono de Sebas. —Buenos días. Cámbiate y después ven a la oficina que te doy la tarea para hoy. —¿Hay mucho trabajo? —No, hoy hay poca cosa —respondió Sebas mientras descolgaba—. Estamos en Semana Santa... —Ahí tienes un encargo nuevo —replicó José refiriéndose a la llamada, a la vez que entraba en el vestuario. Sebas contestó al teléfono con desgana. La verdad es que deseaba menos incluso que sus empleados que aquella madrugadora llamada le trajera trabajo urgente. En su interior, albergaba la esperanza de poder regresar a casa pronto. María le estaría esperando desde las dos.—Reciclajes Covelo, dígame.—Buenos días, ¿don Sebastián Covelo, por favor? —preguntó una voz femenina al otro lado. —Sí, soy yo. —Buenos días. Soy Emma Pérez, de la correduría. —¿De la correduría...? —se quedó pensando un momento Sebas—. ¡Ah, sí! De los seguros. De la agencia de Jaime, ¿no? —Exacto. Le llamo porque me gustaría pasar a visitarle hoy a la mañana. —¿Y Jaime no está? —preguntó, mientras saludaba con la mano la llegada de sus otros dos empleados. —No, se ha tomado esta semana de vacaciones, aprovechando que ahora somos dos en la correduría. La verdad es que las necesitaba. Cierto, siempre había pensado que aquel hombre trabajaba demasiado.—¿Trabaja usted con él? —Sí, desde hace un mes. Jaime se ha dado cuenta de que debe atender mejor a sus clientes y me ha encargado que visite durante esta semana a los más importantes. He estado estudiando personalmente su caso y creo que puedo ofrecerle una póliza más económica sin perder coberturas o, en su defecto, incluir una mejor prestación contra un hipotético robo. —Eso suena interesante. —Lo es, créame. Por eso le he llamado. De todos modos, me gustaría poder actualizar sus datos antes de configurar un nuevo presupuesto a su medida. No le robaré mucho tiempo. —Bueno, hoy a la mañana estaré aquí. Puede pasar a la hora que desee —Como decía ella, no debería entretenerlo mucho aquella cita. Sus planes de salida rápida seguirían en pie. —Pues si le parece bien, quedamos dentro de una hora. Hoy tomaré unos cuantos datos, y la semana próxima, le visitaré con más calma a fin de presentarle todas las opciones que podamos ofrecerle. Usted tiene siempre la última palabra. —Le espero entonces para dentro de una hora —concluyó él.A Sebas le agradaba lo que aquella mujer le estaba proponiendo, pero sobre todo, la determinación y profesionalidad que demostraba al otro lado del teléfono. Qué perro viejo es Jaime, pensó, se ha buscado una buena colaboradora, eficiente y simpática. También se preguntó si además sería guapa. En todo caso, se conformaba con que su trabajo le permitiese ahorrar algunos euros.En cuanto colgó el teléfono, fueron desfilando por su despacho los tres empleados, uno a uno. Apenas dos minutos más tarde, ya había acabado de encomendarles el plan de trabajo para la mañana. Si todo iba como había previsto, a la una los tres podrían dedicarse a repartir pedidos. De este modo, todos acabarían el trabajo de aquel día sobre las dos y media. Él contactaría con los clientes y atendería a la mujer.Un plan perfecto.

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Published on July 02, 2013 03:32

July 1, 2013

Resultado del sorteo.

Hola a todos.

Como sabéis hoy era día de sorteo. Antes de nada, os dejo la lista final de participantes:

TWITTER:

1. Loli elmisteriodelasletras
2. K@ry
3. Javier R. Porras
4. Muntsa Barna
5. Fuencisla Talens Galicia
6. Yolanda Martín
7. Domenicus
8. Maria Esther Borrero
9. Nadia de nada34 
10. Helltop
11. Ramos Montse
12. Elvira Villaseñor
13. Elmer D. Escoto R.
14. Diana Ivett Sánchez
15. Kyosuke
16. Patry Fernández
17. Virginia Vir
18. Rixard
19. Luisa Menargues Polo
20. JositoZ
FACEBOOK:

1. K@ry
2. Muntsa Barna
3. Fuencisla Talens Galicia
4. Yolanda Martín
5. Rosa Espiñeira
6. Maria Esther Borrero
7. Jordi Cambra
8. Patry Fernandez
9. Virginia Vir
10. Luisa Menargues Polo
11. Iñaki Murua
GOODREADS:

1. K@ry
2. Muntsa Barna
3. Maria Esther Borrero
4. Jordi Cambra
5. Domenicus
GOOGLE+:

1. K@ry
2. Loli elmisteriodelasletras
3. Muntsa Barna
4. Fuencisla Talens Galicia
5. Yolanda Martín
6. Rosa Espiñeira
7. María Esther Borrero
8. Jordi Cambra
9. Domenicus
10. Elmer D. Escoto R.
11. Virginia Vir
12. Rixard
13. Luisa Menargues Polo
14. Iñaki Murua


El vídeo ya lo colgué hace un rato en Facebook y Twitter, y es este (dejo el enlace porque no me sale el iframe, no sé si es fallo mío o de blogger. En todo caso, si más tarde lo doy puesto, lo edito).

Ver video
Eso significa que los ganadores son: 

- Loli elmisteriodelasletras  (1), en Twitter
- Patry Fernández (8), en Facebook
- K@ry (1), en Goodreads
- e Iñaki Murúa (14), en Google+

Felicidades a los cuatro y ya me podéis mandar vuestra dirección de envío a mi correo (roberto.mtnez.guzman@gmail.com ).

Saludos y gracias por participar!!!


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Published on July 01, 2013 00:19

June 25, 2013

MUERTE SIN RESURRECCIÓN cumple un año!!!


Hola a todos.
Como he venido diciendo últimamente, este mes se cumple un año que publiqué por primera vez mi novela MUERTE SIN RESURRECCIÓN, concretamente fue el día 30 de Junio de 2012 cuando salió a la venta en Amazon como eBook.
Dicha celebración constará de tres partes:
1) En primer lugar, el día 30 celebraré un sorteo de 4 ejemplares físicos entre los amigos y seguidores que tengo en Twitter, Facebook, Google+ y Goodreads, uno por red. Es decir, un libro entre la gente que me sigue en Twitter y se apunta, otro entre la que me sigue en Facebook, y así sucesivamente. Este sorteo será internacional.
2) Una nueva edición, tanto en eBook como en papel, que estará disponible a partir de ese día 30. He pensado que era el momento de retomar los archivos y volver a editar la novela para que el resultado final sea lo más parecido posible a un libro de editorial.
3) Por último, he decidido que la nueva edición de novela esté como promoción desde el día 1 y hasta el 15 de julio, al precio de un euro en formato eBook y a nueve euros en papel en todo el mundo.
Requisitos para el sorteo:
1.-Debéis dejar un comentario en esta entrada diciendo en cuáles de los cuatro participáis.
2.-Es imprescindible que dejéis el link a vuestro perfil para que yo lo pueda comprobar (algo lógico).
3.-Mis perfiles son:
- Twitter: (se requiere ser seguidor) https://twitter.com/RMartinezGuzman
- Facebook: (ser amigo o seguidor) https://www.facebook.com/roberto.martinez.guzman
- Goodreads: (ser fan, abajo a la izquierda) http://www.goodreads.com/robertomtnezguzman
- Google+: (haberme incluido en vuestros círculos) https://plus.google.com/robertomartinezguzman
4.-Al final de esta entrada colocaré la lista de cada uno, que iré actualizando una vez al día.
5.-Los cuatro sorteos los realizaré por el sistema de Random y colgaré los vídeos aquí en el blog y en las cuatro redes sociales.
6.-El plazo para apuntarse acaba el 30 de junio a las doce de la noche (hora española).
7.-Los participantes son: 
TWITTER:
FACEBOOK:
GOODREADS:
GOOGLE+:


Cualquier duda que tengáis podéis escribirme al correo: roberto.mtnez.guzman@gmail.com

Suerte y gracias!!!

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Published on June 25, 2013 16:01