Alejandro Soifer's Blog, page 5
November 17, 2017
Hoy salió el sol en Toronto
Esta mañana me desperté para ver por la ventana que había salido el sol. Fue una gran novedad: hace una semana que estaba nublado y como el día termina ahora a las 4.30 – 5 p.m. ya estaba empezando a sentir esa famosa depresión por privación de la luz solar.
[image error]
La vista esta mañana desde la ventana de casa. Un día “soleado”.
Hace exactamente una semana también se produjo la primera “nevada” en Toronto. Si bien por casa casi no nevó sino que cayó un poco de escracha-nieve, en otros barrios de las afueras sí se sintió con más fuerza.
[image error]
Misma foto hace una semana atrás, con la primera “nevada” de la temporada.
De cualquier modo, y a pesar del sol que volvió a asomar, la temperatura en la calle era de -5 °C. Con lo que se cumplió algo que nos habían dicho que suele pasar por aquí: los días de sol son engañosos porque uno se ilusiona con que hará más calorcito y en realidad son los más fríos.
Nos seguiremos preparando para el invierno complicado que dicen que es en enero-febrero.


November 16, 2017
Toronto: el extraño caso de la “media casa”
Toronto no es una ciudad específicamente pensada para el turismo, lo que no significa que no tenga muchos puntos de interés turístico.
Lo que quiero decir es que si uno viene a Toronto esperando encontrarse con una ciudad tan vibrante y enloquecida como Nueva York (y no es una comparación caprichosa ya que muchos dicen que “Toronto es la Nueva York del Norte”) seguramente se va a sentir decepcionado: aquí si bien hay mucho movimiento y mucha gente no se experimentan esas calles totalmente saturadas y colas interminables para cualquier actividad o sitio turístico.
Tampoco se topa uno con cientos de negocios y restaurantes pensados para turistas con lo que es posible realizar una experiencia de conocer la ciudad de forma mucho más cercana a como la experimenta un local.
Entre las cosas interesantes o curiosas que esta ciudad tiene para ofrecer se encuentra la “half-house” o “media casa”. Como pueden ver es literal:
[image error]
En la actualidad se encuentra desocupada y con arreglos en camino. Se encuentra ubicada cerca del downtown y vale la pena pasar a visitarla para algunas fotos curiosas que seguramente asombrarán a sus conocidos si se encuentran por la zona.
[image error]
La pueden visitar en el 54 St. Patrick Street, M5T 1V1, Toronto. Y si quieren conocer un poco más de la historia de cómo fue que esta casa terminó a la mitad, les recomiendo este artículo de Atlas Obscura.


November 15, 2017
Un argentino en Toronto
[image error]
La semana pasada se cumplieron tres meses desde que mi esposa y yo llegamos a Toronto. Hasta el momento no pude sentarme a escribir todo lo que nos estuvo pasando en estos días y semanas y meses. En parte porque el programa de maestría que estoy realizando es muy exigente. En parte porque además tengo otras miles de preocupaciones. En parte porque el impacto y la adaptación están siendo intensas y no tuve tiempo ni tampoco forma de poner por escrito todo esto. Ahora, con un poco más de calma y ya adaptado mejor a esta nueva realidad me propongo empezar a contar acerca de esta aventura con la que soñé toda mi vida.
Y por si están preguntando, sí, ya vi el video del stand-up de Dady Brieva. Se los dejos aquí por si ustedes no lo vieron.
De ahora en adelante entonces, pueden esperar noticias desde Toronto con cierta frecuencia.


November 14, 2017
Sangre por la herida: Capítulo 09
Leer Capítulo 01: El .38
Leer Capítulo 02: El charquito
Leer Capítulo 03: Los monoblocks
Leer Capítulo 04: El cajamarquino
Leer Capítulo 05: El lápiz labial
Leer Capítulo 06: La maza y el televisor
Leer Capítulo 08: La pala
Resumen hasta aquí
Mario Quiroz y Milton Mamani se preparan para terminar su tarea y enterrar el cuerpo de Lucía Zabala. Pero nada es tan sencillo como parece en esta larga noche.
Capítulo 10: La pala
[image error]
Sacamos paladas de barro y pasto.
— No muy profundo — dice Milton.
No lo escucho y sigo cavando y ahora me siento como un maniaco, doy paladas y paladas sobre la tierra humedecida. Ya no sale barro sino una tierra cuajada con raíces débiles. La mano de Milton se apoya sobre mi pecho.
— Ya está amigo. Hasta ahí.
Pero quiero seguir cavando. Por lo menos un metro más. Me paso la manga de la camisa por la frente y queda empapada. Es hora de terminar con esto.
Me siento sobre el montón de tierra excavada y respiro hondo. Milton tapa con la mano en posición cóncava el cigarrillo y lo enciende luego de dos o tres intentos.
— Es hora de bajarla — me dice.
Me pongo de pie, abro el baúl, abro la caja de herramientas, saco un par de guantes para mí y otro para Milton. Se los tiro por el aire y me pongo los míos. Palpo el bulto y lo agarro de los pies. Tiro para afuera y lo bajo hasta que toca el piso; Milton se encarga del tronco y lo apoyamos con suavidad en la tierra, al lado del pozo.
La sábana está anudada en los extremos. El peruano saca una navaja del bolsillo y empieza a cortar las sogas, poco a poco el cuerpo de Lucía va asomando. Le descubro la cabeza, la destapo y allí está, con los ojos cerrados y expresión tranquila, parece dormida. La luz azulada sobre su rostro delicado que ni la muerte pudo arruinar destaca su gélida belleza. Parece una muñeca de cera.
Me apoyo contra la puerta del baúl abierta. Quiero decir algo pero apenas me sale un murmullo sin sentido. Atrás mío Milton empieza a correr el cuerpo para meterlo en el pozo. Silba una melodía que no conozco y escucho como empuja la tierra floja con el cuerpo de Lucía como si fuera una escoba barriendo el piso.
Entonces se escucha una queja, un sonido gutural, atragantado.
— Callate negro de mierda.
— Pero es que no fui yo jefe.
Doy media vuelta para mirarlo. El tipo no dice nada.
— No me jodas.
De vuelta el sonido, la queja, de ultratumba, sale de los labios de Lucía.
— Nada para alarmarse — me dice Milton — en el velorio de mi tía Lita, allá en Perú, el fiambre no dejaba de hacer ruidos. Casi pensamos que estaba vivo, pero uno de ahí dijo que eran gases trabados que estaban saliendo.
— Dejá de decir estupideces negro ignorante — doy unos pasos cuidadosos hasta quedar al lado del cuerpo de Lucía, me agacho y apoyo la oreja sobre su pecho. Entonces lo siento, es un pequeño, débil, latido.
— Está viva. — digo. Me levanto cansado.
— ¿En serio? — Milton se arroja encima del cuerpo de Lucía, le sujeta los dedos índice y anular en la tráquea hasta que siente su pulso.
La chica tose.
Me apoyo contra la camioneta.
— ¿Me pasás uno de esos cigarrillos?
Milton me tira por el aire el atado. Enciendo uno y fumo en silencio.
El peruano se pone de pie, los ojos le brillan.
— ¡Esta era la sorpresa que nos prometió el Inca! — exclama repentinamente iluminado — ya sabía yo que no me iba a dejar con las manos vacías.
Se tira encima del cuerpo de Lucía y le desabrocha los pantalones, se los baja y luego la bombacha.
— ¿Qué hacés?
— ¿Qué te parece que hago?
Se baja los pantalones, los calzoncillos, deja al descubierto un pequeño pene negro y peludo que en un instante está erecto. Los ojos se le vuelven dos pequeñas bolas de fuego y tiene la mandíbula caída, llena de saliva que se escurre por la comisura de sus labios.
— Un sólo chancay — dice mientras se arrodilla frente a ella y sube sus piernas a sus hombros. Se escupe la mano y se la frota ensalivada en la vagina a Lucía — ya vas a ver como te voy a cachar.
No pienso y actúo. Agarro la pala con la que acabo de hacer el hoyo para enterrarla. Negro de mierda, y yo que pensaba que lo habían mandado para matarme. Walter Ayala lo eligió porque sabía que es una bestia, sabía que la iba a violar y que después de eso la iba a enterrar viva.
La penetra, Lucía emite un gemido, abre los ojos, nos ve y quiere gritar pero está atragantada.
— Vamos, vamos mi amor, así.
Descargo la pala contra la espalda de Milton con toda la fuerza que me queda en los brazos, el negro grita y se sale de adentro de Lucía. Cae de rodillas en el hoyo.
— ¿Qué mierda hacés Mario conchetumadre?
Alzo la pala de nuevo, el peruano levanta el brazo para protegerse la cara. Le golpeo la mano y pega un grito.
— ¡Pará! — suplica.
Le doy otro palazo, esta vez siento como el impacto rompe el hueso. Se agarra la mano rota y gime. Tengo su sangre en mi camisa. Sigo. Le doy con más furia, le pego en la cabeza, dos veces más, tres veces más, hasta que se le abre la cabeza como si fuese una sandía. Su cuerpo cae de espaldas en la tumba de Lucía que ahora pasará a ser la suya.
Apunto a la cabeza con el filo de la pala y le abro la frente, sigo golpeando, saltan pedazos de cráneo astillado para todas partes, aplasto la pala contra la nariz, los ojos, lo golpeo con el filo en el cuero cabelludo hasta ir despellejándolo. No puedo parar. Siento el pecho hinchado. No puedo parar. No puedo dejar de golpearle cabeza con la pala. Pequeñas gotas de su sangre aterrizan en mi cara y se mezclan con la transpiración y no me importa porque sigo y sigo hasta que empiezo a sentir que los brazos se me acalambran. Cuando ya no queda más que una masa sanguinolienta y deforme bajo la pala, la dejo caer en la tierra y luego me dejo caer yo mismo. Vomito al costado. Se terminó.
La respiración agitada de Lucía me hace levantar la cabeza. Allá está ella. Viva pero ¿por cuánto tiempo? Su cara es apenas una mueca grotesca de pánico. Está sentada frente a mí y sin decir ni una palabra empieza a arrastrarse para atrás, entre gemidos roncos, ayudándose con las manos, intentando mover las piernas agarrotadas, gira el cuerpo en un movimiento doloroso, exhala un grito y logra ponerse de pie pero enseguida trastabilla y cae de rodillas. Se sostiene en cuatro patas y gatea unos metros.
Me ve levantarme del piso y caminar hacia ella, se desespera, quiere correr pero vuelve a caer. La tomo del brazo y la ayudo a pararse.
— Tranquila — digo.
Intenta zafarse, se mueve como un gato adentro de una bolsa, me rasguña con las uñas llenas de tierra la herida que me hizo más temprano, la suelto instintivamente y me tapo el ardor, Lucía corre.
— Quieta — grito pero no me hace caso y me saca rápido unos diez metros de ventaja con un pique. Desenfundo la pistola y disparo al cielo, el eco lo convierte en un trueno — ¡dije quieta!
Como si le hubiera dado un electrochoque, el sonido la deja inmóvil como una estatua. Miro para todos lados y compruebo que estamos solos ella y yo.
La agarro del brazo y la empujo en dirección al auto.
— Vas a hacer lo que yo te diga ¿entendido?
— Chupame la concha — articula desafiante.
— Tranquilizate.
Intenta volver a rasguñarme, soltarse. La tomo de las muñecas con firmeza y la obligo a bajar los brazos.
— Pude haberte dejado con Milton y no lo hice.
— Sos un hijo de puta igual que él.
— Callate te dije. Escuchame. Vamos a salir de acá.
— ¿Me vas a llevar a otro lado para violarme? Hijo de puta.
La empujo hasta el pozo.
— No, por favor — suplica.
La suelto y la rodeo por atrás, cae de rodillas y llora, suplica para que no la mate.
Levanto la pala con la que hasta hace unos instantes estuvo cavando su propia tumba el peruano y con la otra mano le toco el omóplato a Lucía. Da vuelta la cabeza, y veo lágrimas y baba y sangre, raspones por todas partes.
— No me mates te lo suplico.
Choco la pala contra su pecho:
— Ayudame a enterrar a ese hijo de puta — le digo.
Recojo mi pala, la hundo en el montículo de tierra recién removida, la alzo llena y la tiro de nuevo al pozo.
— ¿Qué? ¿te vas a quedar ahí sentada sin hacer nada? Te dije que me ayudaras a enterrarlo.
Lucía contempla la escena de rodillas en estado catatónico.
Sigo paleando tierra y poco a poco el cuerpo deformado de Milton empieza a quedar enterrado; chequeo de reojo a Lucía que sigue inmóvil. Clavo la pala en el piso.
— Lucía — digo con tono firme pero tranquilo — lo mejor va a ser que nos apuremos si tenemos la intención de seguir vivos un tiempo más. Ayudame a enterrarlo así podemos salir de acá.
Pestañea y se ayuda del mango de la pala como de una muleta para ponerse de pie. Durante un momento contempla el interior de la tumba, la cara deformada de su violador y lo escupe.
— Dame un cigarrillo — dice con la voz seca.
— ¿Te parece que es el momento?
Carraspea.
— Estuve prácticamente muerta durante dos horas ¿puede pasarme algo peor?
Busco el paquete, es el que me dio Milton. Se lo paso. Lucía saca un cigarrillo, lo enciende, fuma en silencio.
— Ahora estoy lista — dice y clava la pala en el montículo de tierra movida, da una primera palada y después otra y otra y cada palada de tierra que tira encima del cuerpo de Milton endurece sus músculos, la despierta de su dulce muerte y le reafirma que está viva.
— ¿Entonces? — pregunta con el cigarrillo colgando de la boca.
— Entonces de momento terminamos con esto.
A lo lejos se oye el ruido de un motor que se acerca, giro la cabeza encima del hombro y lo veo; imposible confundirse aún bajo el manto oscuro de la noche, se acerca una Range Rover verde. Como la que tienen los hermanos Edgar y William Flores. No se mueven ni siquiera una cuadra sin subirse a su camioneta.
— Lucía, adentro de la camioneta. Ahora.
Clava la pala en el pasto, arroja el cigarrillo a la tumba, se cruza de brazos, y me pregunta:
— ¿Malas noticias?
— Muy malas noticias, muy malas.
Próximo capítulo: La noche roja.
¿Te gustó? Comprá el libro.
[image error]
Se consigue en formato digital sin DRM (para cualquier lector de eBooks, incluso un teléfono celular) en Amazon y en formato papel también en Amazon y en CreateSpace. También tengo algunos ejemplares que vendo firmados por MercadoLibre.
¿Por qué comprar el libro si lo voy a ir subiendo a este blog de forma gratuita?
Por dos motivos:
1. Porque así no tenés que esperar una semana más para ver cómo sigue la novela.
2. Porque pagando el libro me estarás ayudando a financiar mi próxima novela (El camino del Inca) así como a los increíbles artistas que colaborarán con ella: CJ Camba en ilustraciones y Yamila Caputo y Carolina Herlein en diseño, maquetado, cubierta y contatapa.


September 19, 2017
Sangre por la herida: Capítulo 08
Leer Capítulo 01: El .38
Leer Capítulo 02: El charquito
Leer Capítulo 03: Los monoblocks
Leer Capítulo 04: El cajamarquino
Leer Capítulo 05: El lápiz labial
Leer Capítulo 06: La maza y el televisor
Resumen hasta aquí
Mario Quiroz junto a Milton Mamani se tienen que deshacer del cuerpo de Lucía Zabala pero todavía le quedan muchas horas a esta noche interminable.
Capítulo 08: La noche
[image error]
Bajamos el cuerpo de Lucía por la escalera y lo sacamos por la puerta de emergencia. Meterla en el baúl es la parte más difícil.
Milton introduce con delicadeza la cabeza y yo ayudo con las piernas. Así visto el bulto parece no ser otra cosa que la basura que se saca todas las noches del restaurante.
La noche está clara y despejada, siento una brisa suave que me recorre la piel y me quema en la herida de la mejilla. Un escalofrío me recorre las extremidades.
Abro la puerta del lado del conductor, y me siento; Milton hace lo mismo del lado del acompañante. Enciendo el motor, subo las ventanillas.
—¿Podrías dejarlas bajas? Tengo calor —me dice Milton.
—Yo siento frío —respondo sin mirarlo y pongo primera.
El portón del garage se abre y salimos a la calle. Miro el reloj en el tablero, es muy temprano todavía. Siento que la noche se extendió desde el atardecer con la caída del sol en el bar donde encontré a Lucía hasta ahora que llevo su cadáver en el baúl, apenas unas horas de diferencia pero que parecen días, semanas, meses.
—¿A donde?
—Conozco un lugar que va a estar bien.
Manejo en silencio interrumpido sólo por la respiración nasal de Milton. Hice cosas peores. Muchísimo peores. Pero era joven. Después sólo se trató de sobrevivir. Como ahora.
Milton estira el brazo y toca el botón de encendido de la radio. Había quedado sintonizada en una estación ilegal peruana. Suena estridente la música del altiplano hasta que no soporto más y la apago. Milton me desaprueba pero no dice nada y yo tampoco le digo nada a él. Me pregunto el por qué de esa sonrisa perversa que se le dibujó en los labios cuando Wally le dijo algo a los oídos. Pienso en el Tómbola y luego de nuevo en este tipo al lado mío, grandote, feo y perverso. Lo chequeo de reojo, no disimula la pistola que asoma la culata por la cintura del pantalón. Si me va a matar lo va a hacer cuando lleguemos. Porque de esto se tiene que tratar todo el asunto ¿no? De bajar el cuerpo de Lucía, cavar la tierra unos metros, tirarla a ella y cuando terminemos él sacará esa .38 y me meterá un agujero en la cabeza para que comparta tumba con la chica. Eso es lo que le tiene que haber dicho Wally Ayala; que se deshaga de este viejo de mierda, que termine conmigo, ya no le sirvo. Tiene que haber estado planeado así desde el comienzo. Pienso en mis posibilidades y sé que no puedo permitirme ninguna distracción.
—Se dice que te encontraste más temprano con los muchachos del Loco Bautista – dice Milton.
—Así fue.
—¿Sabés que Wally y Bautista fueron amigos en otro tiempo? – dice con tono aburrido. —Algo de eso escuché. —Wally llegó a este país a los diecisiete años. De niño fue reclutado por Don António y trabajó para él…
—Conozco ese cuento.
—De chico era un demonio, un verdadero demonio. Lo sigue siendo ¿eh? – se apoya contra el respaldo y grita —¡es un demonio! ¿eh, Lucía?
—Basta.
—Vamos Mario, estás muy nervioso. No hace falta tanto dramatismo, ¡pregúntale a Lucía si no! Freno el auto en medio de la calle. Es un páramo desierto apenas iluminado.
—Dije que basta. El peruano me mira sorprendido y con desconfianza.
—Estás susceptible Mario.
Tengo una oportunidad de meterle un tiro en la cara ahora mismo y terminar con este asunto pero mis posibilidades de transportar los dos cadáveres hasta el descampado sin que nadie se de cuenta parecen pocas. Medimos fuerzas y entonces afloja.
—¡Conchetumadre Mario! Me hiciste creer que estabas enojado en serio —dice largando una carcajada nerviosa. Arranco el coche y sigo el camino sin contestar. Ya no me quedan dudas de que el plan de Walter es que Milton me mate cuando terminemos con Lucía.
—Cuando Wally llegó a este país tenía diecisiete años y ya había aprendido a cerrar la nariz ante el olor de la sangre y la pólvora —dice el peruano. —Don António le dio todo. —Todo lo necesario para convertirlo de un niño en el santo de la coca que es hoy. ¿Querés que te cuente entonces cómo se conocieron Wally y el Loco Bautista?
—¿Tenemos un plan mejor?
Atravesamos el límite de la ciudad, ya estamos en las afueras y a tan solo unos unos veinte kilómetros del destino final de Lucía Zabala cuyo cuerpo se está pudriendo en el baúl de esta 4×4 pero eso no lo puedo comprobar porque hace meses que perdí el olfato. Una bendición.
—Bautista es argentino, eso lo debes saber. Fue el contacto de Wally apenas llegó a la ciudad. Don António lo mandó apenas cumplió los diesciete a expandir el negocio, establecer su red. Esa confianza le tenía. No es para menos, Ayala fue su mejor hombre. —¿Tan bueno que decidió deshacerse de él mandándolo lejos del centro de sus operaciones?
—Había un tipo, Gervasio Montes. Una de las manos derechas del brasilero. Estaba un poco celoso de los avances del Inca. Un día quiso deshacerse del mocoso que había llegado para mostrar su valor a los tiros. Wally era una verdadera piraña de niño. Bajaba a su pueblo desde el monte y cumplía con lo que fuera que le hubieran encomendado. Comenzó con pequeños hurtos, transas en las esquinas hasta que Don António lo ascendió a sicario y ahí se convirtió en el mayor experto tirador de la banda. Se subían a una moto que manejaba otro y Wally tiraba desde el vehículo en movimiento. Su marca personal eran las ejecuciones de un solo disparo, siempre directo, en el medio de los ojos. El tipo tiene su honor y creía que un hombre debe verle la cara a su verdugo.
—Riesgo innecesario —mascullo.
—¡Ya lo creo! Esa es una de las razones de su fama. Un asesino a sangre fría, capaz de matar desde una motocicleta en movimiento de un tiro en la frente dejando que la víctima tenga unos instantes de conciencia de que ha llegado su fin y que la Parca lleva la cara de un mocoso sucio recién bajado de la selva.
Las hagiografías de narcos son para los villeros, los ilusos y los que se impresionan con poco —pienso para mis adentros.
—Cuestión que un día el buen Gervasio envió a Wally a una misión de asesinato como cualquier otra. Tenía que cargarse un tipo de negocios, un ejecutivo, uno de esos que andan con maletín y traje. El hombre había trabajado para Don António pero se creía que estaba por pasarse a una banda rival y el mensaje debía ser claro. Por eso se arregló que la ejecución sería en la Plaza principal, a las doce del mediodía. La víctima tenía una rutina diaria poco precavida y repetitiva: salía todos los días de su casa, caminaba bien vestidito y perfumado por las calles pobres del pueblo hasta llegar a un banco del centro donde trabajaba. ¿Te imaginás qué ridiculez? Todos los indios harapientos con sus ropas sencillas y este imbécil con traje. Era un tiro al blanco móvil. Creía tener la impunidad intocable que le daban sus negocios con el brasilero. Wally bendijo las balas junto a la Virgen del Carmen como es su costumbre al día de hoy, se subió a la moto pero se encontró que esta vez quien iba a manejar no era su compañero de siempre, el Pichón Paredes. Un hombre precavido debió haberse dado cuenta de que algo no andaba bien. Pero Wally era todavía muy joven y nunca hubiera sospechado que alguien en su entorno querría hacerle daño. El que se subió a la moto del lado del conductor era Augusto Montes, hijo del propio Gervasio. Todo fue como de rutina hasta que llegaron a la plaza. Esperaron en un lugar apartado bajo la sombra de un árbol hasta que apareció el objetivo y entonces lo de siempre, sólo que apenas a unos metros de alcanzar el punto de contacto con el tipo Augusto hizo un giro muy cerrado con la moto lo que los mandó al piso rodando. La gente alrededor se alarmó, el objetivo se estaba por perder de vista, desde el piso Wally disparó al bulto y alcanzó al blanco, pero el tipo estaba 65 Sangre por la herida preparado, había llevado chaleco de kevlar. Era una emboscada. Augusto se puso de pie mientras Wally estaba todavía en el piso intentando reponerse. Montes sacó su fierro y estuvo a punto de cargárselo por la espalda. La virgencita del Carmen finalmente tiene que haber estado del lado de Wally porque éste se dio cuenta de la situación y llegó a meterle dos plomos al sicario. Uno de ellos en el medio de la frente, tal como era su derecho.
—Luego lo mandaron acá para expandir el negocio —digo.
—Don António lo sacó del medio. Se dice que usó sus propias manos para empuñar el machete con el que le cortaron la cabeza a Gervasio Montes. El brasilero lloraba, se despedía de quien había sido casi un hijo para él.
—¿Qué sucedió luego?
—La advertencia había quedado hecha, pero seguía siendo peligroso para Walter quedarse en el Perú. Entonces llegó aquí.
—¿Cómo es la historia con el Loco Bautista?
—¿Te gustan las historias de traición Mario? Me cosquillean los dedos, es el impulso de cerrarle la boca de una trompada.
—Creo que deberás esperar un rato para eso. Tenemos compañía.
A veinte metros un patrullero estacionado al lado del camino; un agente nos hace gestos de luces para que paremos en la banquina para un control. Casi puedo escuchar la risa irónica llegando del mas allá, de los labios muertos de Lucía Zabala en el baúl del auto
Próximo capítulo: Un hoyo en la tierra.
¿Te gustó? Comprá el libro.
[image error]
Se consigue en formato digital sin DRM (para cualquier lector de eBooks, incluso un teléfono celular) en Amazon y en formato papel también en Amazon y en CreateSpace. También tengo algunos ejemplares que vendo firmados por MercadoLibre.
¿Por qué comprar el libro si lo voy a ir subiendo a este blog de forma gratuita?
Por dos motivos:
1. Porque así no tenés que esperar una semana más para ver cómo sigue la novela.
2. Porque pagando el libro me estarás ayudando a financiar mi próxima novela (El camino del Inca) así como a los increíbles artistas que colaborarán con ella: CJ Camba en ilustraciones y Yamila Caputo y Carolina Herlein en diseño, maquetado, cubierta y contatapa.


August 20, 2017
Me mudé
[image error]Hace un par de semanas que no estoy pudiendo postear con tranquilidad por un simple motivo: me mudé a Toronto, Canadá.
Vine a realizar una maestría en estudios hispánicos en la University of Toronto y me estoy adaptando a mi nueva ciudad de residencia. Pronto volveré a la normalidad y seguiré subiendo mi novela Sangre por la herida.
¡Hasta pronto!


July 28, 2017
Sangre por la herida: Capítulo 07
Miércoles por medio un nuevo capítulo de Sangre por la herida ilustrado por CJ Camba.
Leer Capítulo 01: El .38
Leer Capítulo 02: El charquito
Leer Capítulo 03: Los monoblocks
Leer Capítulo 04: El cajamarquino
Leer Capítulo 05: El lápiz labial
Leer Capítulo 06: La maza y el televisor
Resumen hasta aquí
Mario Quiroz se prepara para enfrentar el momento que menos deseaba en esta oscura noche que no parece tener fin: el momento de enterrar el cuerpo de Lucía Zabala por orden Walter Ayala.
Capítulo 07: El cuerpo
[image error]
— Me tengo que ir — digo y apoyo un billete sobre la mesa.
— ¿Tan pronto?
— Tengo trabajo.
Busco en mi billetera de cuero negro ajado y separo unos pesos más, los deslizo por la barra hasta donde está Gladys
— Esto es por el servicio.
Pasa la mano rápido por la mesa y los hace desaparecer.
— Siempre un placer.
Salgo del bar y cruzo la calle oscura.
Entro al restaurante y no me distraigo en mi camino hasta el fondo.
— El jefe te espera arriba — me recibe Milton. Dejo que me cache de armas una vez más.
Subo las escaleras, el mismo espectáculo deprimente de hace un rato: los hermanos Flores siguen jugando al pool como si nada. El Boliviano Choque me mira impávido, con esa cara de indio jetón al que no le interesa lo que pasa.
Me indica la puerta del jefe con un gesto de la cabeza.
La atravieso.
En un rincón, en el ángulo, atrás del escritorio hay una sábana blanca envolviendo un bulto.
Quijada se entretiene con un hueso a medio masticar con restos de carne.
Wally Ayala larga una carcajada sonora. Está parado frente a su mascota. Se mira las manos, tiene los nudillos despellejados.
No tengo de qué arrepentirme o por qué sentirme mal. Hice esto miles de veces y es un trabajo como cualquier otro. Pero por algún motivo esto de hoy se siente mucho peor.
Aprieto los dientes, trago saliva y cierro los puños. “Era sólo una pobre piba” pienso y veo pasar por la retina la imagen de Lucía, su cuerpo desnudo sobre Charly Brun, veo a Gladys con su simpatía profesional, me veo entre sus piernas en el recuerdo de noches pasadas, veo a la chica que me salvó la vida hace un año, veo a mi hija Agustina.
Ayala da unas vueltas en círculo alrededor de su escritorio, su perro ladra.
— ¡Quieto Quijada! — grita y la cara no vuelve a su posición natural porque directamente sus labios se acomodan junto con la mandíbula en una perversa expresión sádica; está sonriendo. No es bueno estar cerca de Walter Ayala cuando sonríe. Me palmea el hombro.
— Te va a acompañar Milton.
Milton Mamani. Ese pequeño pedazo de mierda. No me gusta tenerlo cerca, no me gusta cómo miró a Lucía y cómo aprovechó para manosearla más temprano.
— Sí — sigue Ayala a quien le gusta escuchar su propia voz.
Ayala vuelve hasta su sillón, se sienta con placidez y estira la espalda sobra el respaldo.
— Aquí Quijada — el perro mueve la cola y trota dos metros hasta su amo, se sube sobre su falda y le da un lengüetazo en la cara.
Toma el control remoto de su escritorio, apunta al monitor que muestra imágenes en blanco y negro de la sala contigua y aparece la imagen de Milton Mamani aburrido en la jaula, sentado en la silla mientras juguetea con su teléfono. Toca el botón del intercomunicador y lo llama.
Sin demorarse el tipo pasa al otro lado de la jaula y empieza a subir las escaleras.
El peruano alcanza el rincón de su escritorio donde descansa una botella de ron selecto.
Con un gesto me señala dos vasos sucios sobre una repisa a mi derecha, entre una figura en yeso de la Virgen del Carmen de Celendín y un pequeño bouquet de flores.
Se los alcanzo, se ensaliva los dedos y los usa para limpiarlos.
— Este, mi querido Mario, es un muy rico ron de mi Perú. La gente acostumbra a tomar Pisco Sour y verás que hay pocos que te aceptan un ron tan rico. Pero en mi opinión hay que dejarle el pisco a los huevones chilenos. El agua que desciende de los Andes alimenta los campos de caña de azúcar en el Valle de Chicama, allá en el noroeste y da la mejor materia prima para hacer este exquisito ron que nada tiene que envidiarle al de los cubanos.
Alza su vaso y yo hago lo mismo, inclina el brazo y hace chocar los cristales.
— Brindemos Mario, esta noche ya se termina. Y brindemos también por esa rica y nutriente agua que desciende de los Andes para alimentar los campos de coca tan rica que nosotros con toda la humildad que nos caracteriza traemos aquí para procesar, distribuir y hacer bien a la gente. Porque, si a la gente le gusta nuestra coca, ¿por qué no podemos vendérsela?
Trago el ron. Tiene sabor intenso en boca y fuerte.
La puerta de la oficina se abre y por ella pasa el cuerpo lánguido y ancho de Milton Mamani.
— Acá estás. Necesito que acompañes a Mario a deshacerse de ese paquete.
Abre un cajón del escritorio, revuelve y saca unas llaves, me las arroja y las tomo en el aire
— Lleven la Grand Cherokee.
— Yo tomo la cabeza — dice Milton y se posiciona al lado del bulto.
Voy por las piernas. Los alzamos. En la pared, en el piso, quedan manchas de sangre fresca. Pasamos por la puerta de la oficina con el paquete. Primero yo, luego Milton y Walter sigue la operación con displicencia mientras toma otro vaso de ron.
Cuando Milton está por terminar de pasar por la puerta Ayala nos pide que nos detengamos, se acerca hasta él y le dice unas palabras al oído.
Milton sonríe. Es una de esas mismas sonrisas perversas y criminales que se dibujan en la cara de Walter Ayala cuando algo horrible está por suceder.
Próximo capítulo: La noche.
¿Te gustó? Comprá el libro.
[image error]
Se consigue en formato digital sin DRM (para cualquier lector de eBooks, incluso un teléfono celular) en Amazon y en formato papel también en Amazon y en CreateSpace. También tengo algunos ejemplares que vendo firmados por MercadoLibre.
¿Por qué comprar el libro si lo voy a ir subiendo a este blog de forma gratuita?
Por dos motivos:
1. Porque así no tenés que esperar una semana más para ver cómo sigue la novela.
2. Porque pagando el libro me estarás ayudando a financiar mi próxima novela (El camino del Inca) así como a los increíbles artistas que colaborarán con ella: CJ Camba en ilustraciones y Yamila Caputo y Carolina Herlein en diseño, maquetado, cubierta y contatapa.


July 19, 2017
Los chicos que faltan parte IV
[image error]
Con paso lento pero firme sigo con mis reseñas de novelas policiales con argumentos que giran en torno a la desaparición de niños (pueden ver mis entradas anteriores: parte I, II y III).
En esta oportunidad le toca el turno a Disapearance At Devil´s Rock de Paul Tremblay (de quien ya reseñé hace poco su gran novela A Head Full of Ghosts) con lo que el género, si bien contiene elementos del policial, se acerca más al terror. El argumento de todos modos habilita a tomar la novela en esta serie: una noche desaparece un adolescente en un parque. Lo extraño es que el chico no estaba solo sino acompañado por otros dos amigos. Ese es el momento inicial de una novela que se construye con cierta lentitud, con un narrador que va retaceando información con el objetivo final de la construcción del misterio. Este método que me parece más logrado en la anterior novela de Tremblay que leí, cumple una función fundamental para la construcción del fantástico y hacerlo parte del misterio. Porque dijimos que esta novela entra dentro del género del terror y para hacerlo se vale de las herramientas del género fantástico. Esa es una característica que más disfruto de los libros que leí de Tremblay: su construcción del terror se asienta sobre la base de la sospecha, lo ambiguo, lo indefinido, en pocas palabras, exprime la definición del fantástico que señala que debe ser un tipo de relato donde la experiencia sobrenatural puede encontrar tanto una explicación de ese mismo orden (es decir, sobre-natural, por fuera de lo natural) pero también una explicación racional. Jugar en esa ambigüedad, considero personalmente, es el más riesgoso de los juegos literarios porque mantener el equilibrio entre explicaciones racionales y sobrenaturales mucha precisión; cualquier mínimo desvío termina generando una explicación absoluta para uno o para otro lado (por lo general, sobrenatural).
Ahora, es precisamente por culpa de ese juego de ambigüedad que plantea el narrador que hay algunos momentos de la novela que parecen pedir demasiado suspension of disbelief del lector: la investigación policial de la desaparición del adolescente no podría ser peor; la mujer policía encargada de la misión tiene algunos pequeños pasajes de construcción de personaje pero termina quedando relegada a un segundo plano y parece así un retrato incompleto e innecesario; los amigos del adolescente desaparecido ocultan demasiadas verdades durante demasiado tiempo sin ningún motivo demasiado creíble dadas las circunstancias.
La novela se centra por el contrario en la desesperación de la familia (madre y hermana, el padre falleció años atrás en un accidente de tránsito) por encontrar respuestas a la desaparición del chico. Son esos los momentos quizás más logrados porque con la excusa de la desesperación y el dolor muchos de los hechos sobrenaturales encuentran una explicación lógica dejando lugar todavía a otros que no la encuentran, balanceando perfectamente la lógica del género fantástico.
Quizás lo que hay también en la novela es cierto exceso de personajes y situaciones secundarias que son planteadas y parecen no terminar de conducir a ningún lado en concreto: específicamente toda la subhistoria de la relación fallida entre los padres del chico desaparecido. Era un material con un potencial muy rico (incluso se llega a plantear, casi al pasar, que a la madre la opinión pública la condena por la desaparición de su hijo porque la ve responsable de su fracaso familiar) que apenas es un elemento más que se suma al contexto general de los personajes pero nunca se profundiza.
En cuanto a los elementos del terror y el fantástico hay presencia de doppelgänger, fantasmas, posibles posesiones satánicas, y terrores más reales como abusadores de menores.
Tremblay por otra parte demuestra buen manejo del registro adolescente: los personajes juegan Minecraft y divagan acerca de zombies y otras ideas típicas de chicos de doce o trece años en la actualidad.
El balance de la novela es positivo: un terror que se va construyendo capa a capa, un misterio principal y algunos diversificados a partir de éste que se van acoplando como capas sucesivas para brindarnos el final sorpresivo al que nos tiene acostumbrados Tremblay.


July 12, 2017
Sangre por la herida: Capítulo 06
Miércoles por medio un nuevo capítulo de Sangre por la herida ilustrado por CJ Camba.
Leer Capítulo 01: El .38
Leer Capítulo 02: El charquito
Leer Capítulo 03: Los monoblocks
Leer Capítulo 04: El cajamarquino
Leer Capítulo 05: El lápiz labial
Resumen hasta aquí
Luego de entregar a Lucía Zabala a su jefe el capo narco Walter “el Inca” Ayala, Mario Quiroz intenta olvidar la noche en el Bar de Rocky, justo frente al restaurante peruano de su jefe. Pero cuando piensa que la noche terminó recibe un mensaje: tiene que ir a encargarse del cadáver de Lucía mientras espanta los fantasmas de su pasado reciente que no dejan de atormentarlo.
Capítulo 06: La maza y el televisor
[image error]
Tengo un trabajo que hacer: tengo que ir a buscar un cadáver a la oficina del Inca Ayala y sacarlo de ahí, deshacerme de él, pero siento que me abandonan las fuerzas y durante un momento me viene a la mente cómo es que llegué hasta acá. No sólo como llegué acá a esta noche y esto que tengo que hacer sino a cómo llegué a trabajar para el Inca Ayala.
Sé que empezó el día que Mercedes se fue.
Sabía que algo andaba mal ese día. Esa misma tarde, mientras subía en el ascensor hasta el séptimo piso de ese edificio sereno y con clima de modorra de media tarde, sentí el primer indicio de que algo no estaba bien. Hacía ya cinco meses que me estaba dedicando al oficio. No iba mal. Mercedes había comprendido mucho mejor de lo que yo esperaba, eso me dio a entender, que ya no estaba en la fuerza. Quedarme sentado en casa mirando el techo me iba a matar. Los bares de viejos nunca fueron lo mío. Lo intenté. No funcionó. Supe que iba a terminar matando a algún cliente si seguía yendo. Entonces lo asumí. Alquilé una oficina modesta, puse un anuncio en el diario: “Detective Privado” y mi teléfono. Sin datos, sin nombres. Era fácil y me mantenía disperso, ocupado. El trabajo tardó en llegar y pasé un mes mirando el techo de la oficina, leyendo el diario con los pies arriba del escritorio, haciendo pasar las tardes a fuerza de whisky. Eventualmente recibí un llamado. No era una hermosa rubia con una propuesta arriesgada como en las novelas, pero igual sirvió. Rescaté a un perrito, un caniche toy, de las manos de una banda que se dedicaba a secuestrar mascotas de raza en las plazas.
La señora quedó muy contenta con mis servicios y de pronto empecé a recibir más llamados y variedad de trabajos.
Sirvió. Durante unos meses me pude olvidar de todo lo malo que había vivido en los tiempos anteriores a ese trabajo.
Mi último caso en la Fuerza no había sido el paseo del triunfo que había soñado. Me echaron por meterme donde no me querían. Una cosa muy desagradable, unos crímenes rituales. Resolví el caso. Fue un final digno, aunque sin la gloria que había soñado. Necesitaba un cambio de aire. Ese asunto había sido demasiado turbio y sobretodo necesitaba bajar el perfil, salir de la mirada de los que me habían sacado de la Policía. Entonces no me había parecido una mala idea.
Quizás debería haber seguido ese camino pero entonces pasó eso, el día en el que subí en el ascensor siete pisos en un edificio tranquilo y sin ninguna cualidad en especial. Era un martes. 29 de octubre. No lo voy a olvidar nunca. Hacía un calor insoportable, pegajoso y húmedo y yo estaba subiendo al séptimo piso de ese edificio horrible con una maza entre las manos. Infidelidades, búsqueda de personas perdidas, extorsiones pero lo que más plata me daba eran las cobranzas. Es un trabajo sucio y pesado, pero alguien tiene que hacerlo y entendí que yo era particularmente bueno para llevarlo a cabo. El ascensor llegó al piso siete, la puerta se abrió y salí sintiéndome ligero, pero entonces cuando golpee la puerta del departamento “H” volví a sentir esa sensación de que algo no estaba bien. Quizás fue mi olfato policial o un vicio más de mi paranoia, sólo supe que algo iba a ocurrir y pronto. Algo desagradable. Sentí el estómago revuelto. Se abrió la puerta y asomó la cara descuidada de un tipo gordo, con el pelo húmedo, la barba de varios días, los dientes amarillentos y desparejos.
— ¿Quién sos?
— Busco a Martín Gómez.
— No está — dijo y quiso cerrar de un portazo pero llegué a meter la maza en el medio.
— Pero cuanta descortesía — dije y empujé la puerta hasta abrirla del todo. El gordo saltó adentro del departamento. Era una pocilga roñosa con un sillón rojo destartalado en el centro, un televisor viejo, de tubo, encendido en silencio donde pasaba un partido de fútbol y una pila de platos sucios, latas de cerveza vacías, bolsas de snacks todas acumuladas alrededor. El tipo dio unos pasos hacia atrás y yo entré siguiéndolo con absoluta comodidad, sin molestarme, pero dejando bien a la vista la maza.
— ¿Qué querés?
— Ya sabés a qué vine.
El tipo tenía el cuerpo mojado, la cara, el pelo brillante. Se pasó la palma de la mano por la frente y se secó pero al instante ya era una fuente de transpiración de nuevo.
— ¿Te manda el Turco? Ya le dije que me diera una semana más. Por favor…
— El Turco es una persona generosa, ya te dio bastante tiempo.
— No tengo nada acá. Mirá, te doy, te doy lo que quieras — suplicó el gordo mirando a su alrededor. Se detuvo en el televisor. Fue hacia él, lo levantó entre los brazos y se acercó a mí — tomá, llevátelo vos. Esto es para vos. Mañana consigo la plata y te pago sin falta. Tomalo como garantía.
— ¿A mí? A mi no me debés nada Gómez. Al tipo que me está pagando es al que le debés.
— Ya sé, ya sé — se desesperó el gordo — pero llevate el televisor vos. Te lo doy para que veas que tengo voluntad de pagar. Mañana está la plata. Ni se va a enterar el Turco.
— ¿Y qué hago yo con una tele vieja?
— Quedátela, toda para vos. No me la tenés que devolver. Sólo te pido que lo convenzas al Turco de que la guita va a estar mañana sin falta.
— Sabés que no es así como funciona — dije y bambolee la maza en el aire.
El gordo empezó a llorar.
— Mirá como vivo hermano, no me queda nada. La timba se llevó todo. Mi mujer, mis hijos, vos querés venir ahora y romperme una pierna porque no le puedo pagar al Turco ¿qué clase de justicia es esa?
— Creo que te equivocás de abogado. Eso tenés que reclamárselo a tu ángel de la guarda, yo vengo a cobrar lo que le debés a mi cliente — levanté la maza en el aire una vez más. Se trata de romper una rodilla. El dolor es inconmensurable, inhabilitante pero el tipo podrá volver a caminar y procurarse un modo de conseguir la plata para pagar. Cobrar deudas muchas veces es un trabajo en dos movimientos: primero la ejecución y luego la recaudación que es una consecuencia del miedo y el dolor que se infunde en el deudor. Lo que dije: un trabajo desagradable pero era el que mejor pagaba.
El gordo vio venir el mazazo y me tiró el televisor encima. El aparato chocó contra mis costillas, era una caja negra y pesada, una TV de las de antes, maciza, rígida, caí sentado al piso, la maza me golpeó el hombro. El tipo corrió para afuera del departamento. Me levanté usando la maza como apoyo y corrí tras él. Me llevaba unos metros y a pesar de su cuerpo excedido estaba en mejor estado que yo. Agarró las escaleras de un salto hasta el descanso y siguió bajando a toda velocidad hasta llegar al sexto piso. El edificio parecía deshabitado o a nadie le importaba lo suficiente el vecino del 7° H como para hacer algo por él. Si había alguien estaba metido en lo suyo porque nadie asomó por ninguna puerta o pasillo.
La cacería se prolongó durante tres pisos. El calor era sofocante, comenzó a perder ventaja, su cuerpo le pedía un descanso y entonces lo agarré en el tercer piso.
Lo tomé de la remera, lo empujé hasta el ascensor, subimos de nuevo hasta el séptimo. Suplicaba piedad entre lágrimas. Le apoyé la maza en la cara, justo debajo de la nariz.
— Una palabra más y… — lo amenacé.
Lloraba. Lo llevé a empujones de vuelta a su departamento.
— Ya sabés qué pasa ahora — le dije con algo de melancolía auténtica.
— No tiene que ser así — me suplicó. Se puso de rodillas, alzó los brazos en súplica — ¡Por favor!
Sin decirle nada más le rompí el brazo derecho de un mazazo. El tipo cayó sobre el sillón desgarrado de dolor, en un llanto que me puso incómodo.
— El Turco quiere lo suyo para mañana. Si no lo tenés, me va a mandar a mí de nuevo pero no voy a venir con esto sino con un soplete. Ni tu familia va a poder reconocerte en la morgue de cómo te va a quedar la cara.
El tipo lloraba y suplicaba piedad.
Me fui. Nunca supe si pagó o no. Supongo que lo habrá hecho.
Tiempo después pude entender que era lo que esperaba en casa lo que me había estado molestando como una sombra negra durante todo ese día. Por más que lo intenté mil veces, nunca pude recordar exactamente cómo sucedieron las cosas desde que salí del edificio del pobre tipo al que le partí el brazo. Ese es mi último recuerdo claro de ese día. No sé qué hice con la maza pero cuando entré en mi oficina ya no la tenía conmigo. Eso sí recuerdo, como una foto gastada, medio velada, entrar en la oficina, levantar del piso unos sobres con las cuentas de la luz y el teléfono, apoyarlas en el escritorio, colocar el abrecartas de marfil sobre ellas y decirme que ya era tarde y que había tenido un día completo, que me encargaría de eso al día siguiente. No lo hice. Al día siguiente no fui a la oficina. No volví a ir desde ese día, como si volver a la oficina algún día me hiciera volver a vivir lo que pasó, como si pudiera repetirse. Volví a casa.
— Mecha, ya llegué.
Nadie respondió.
No había nadie. Era raro porque mi esposa nunca salía. Se había acostumbrado a apoltronar su cuerpo en el sillón del living frente a las novelas de la tarde y pasar el día entero allí. Recorrí el resto de la casa y tampoco encontré a nadie.
Arriba de la mesa del living había una carta manuscrita. Distinguí su letra antes de tomarla en mis dedos temblorosos.
Mario:
Antes que nada sabé que lo siento. Me fui para no volver nunca más. No me busques. Estoy en buena compañía. Un hombre que realmente me ama y puede darme lo que necesito en esta etapa de mi vida. Hagas lo que hagas no me busques. Voy a estar bien y vos también. Ambos sabemos que esto es lo mejor para los dos. Si te hubiera dicho no me lo hubieras perdonado, no me hubieras dejado ir, me hubieras matado. En serio te lo digo: no me busques porque sabemos que vamos a terminar los dos muertos.
Con el amor que te tuve en otra época,
Mercedes.
Entonces caí de rodillas al piso y lloré. Exhalé una enorme bocanada de aire y por primera vez no sentí el olor de las azaleas del balcón frente mío. Había perdido el olfato.
Pasé varias semanas sin salir de casa hasta que recibí una llamada. Rechacé la propuesta pero insistieron. Sin nada que perder, al séptimo día de llamados insistentes no descansé sino que acepté la propuesta y empecé a trabajar como el guardaespaldas de Walter Ayala.
Próximo capítulo: El cuerpo.
¿Te gustó? Comprá el libro.
[image error]
Se consigue en formato digital sin DRM (para cualquier lector de eBooks, incluso un teléfono celular) en Amazon y en formato papel también en Amazon y en CreateSpace. También tengo algunos ejemplares que vendo firmados por MercadoLibre.
¿Por qué comprar el libro si lo voy a ir subiendo a este blog de forma gratuita?
Por dos motivos:
1. Porque así no tenés que esperar una semana más para ver cómo sigue la novela.
2. Porque pagando el libro me estarás ayudando a financiar mi próxima novela (El camino del Inca) así como a los increíbles artistas que colaborarán con ella: CJ Camba en ilustraciones y Yamila Caputo y Carolina Herlein en diseño, maquetado, cubierta y contatapa.


June 28, 2017
Sangre por la herida: Capítulo 05
Todos los miércoles un nuevo capítulo de Sangre por la herida ilustrado por CJ Camba.
Leer Capítulo 01: El .38
Leer Capítulo 02: El charquito
Leer Capítulo 03: Los monoblocks
Leer Capítulo 04: El cajamarquino
Resumen hasta aquí
Cumpliendo con su trabajo, Mario Quiroz finalmente logra llegar hasta el restaurante de Walter “el Inca” Ayala donde le entregará a Lucía Zabala, la novia infiel del narco.
Con el trabajo cumplido, la noche se termina. Al menos eso es lo que quiere creer el ex policía.
Capítulo 05: El lápiz labial
[image error]
Se dice que Walter Ayala no tiene sentimientos, que mató a su propia madre para demostrarle al capo brasilero Don António que era digno de confianza y que en su camino a la cima del poder en el bajo mundo del narcotráfico dejó un camino de cadáveres que alineados uno atrás de otro podrían hacer un puente entre su Celendín natal y esta ciudad deprimente que eligió como su refugio definitivo.
El mito que construyó Ayala sobrepasa la realidad pero eso no lo hace al Inca menos impiadoso, cruel y desalmado.
Excepto con su perro, Quijada, un pitbull terrier marrón grisaceo con un manchón blanco en el pecho, orejas cortas y puntiagudas siempre echadas hacia atrás, colmillos afilados, agresivo y territorial como su amo.
Algunos rumores también señalan que más de un enemigo de Ayala terminó devorado por la pequeña bestia fibrosa del peruano, pero no creo que sea más que otro de sus alardes.
Resulta difícil de creer cuando uno lo ve, como ahora, en un rincón de la oficina de Wally, recostado, con sus pequeños ojos marrones fijos en su amo al lado de un cuenco dorado lleno hasta el tope de comida balanceada.
— ¿Quieren un poco? — convida Ayala cocaína — es de primera. La que me meto yo.
Rechazo con un gesto de mano.
— ¿Eh? ¿Lucía?
— No.
El narco se para, acaricia a su mascota que le gruñe amistosamente.
— ¿Saben por qué amo a mi perro?
Silencio.
— Porque es fiel. En cambio las personas son traicioneras. Y yo odio la traición.
Quiero terminar con esto lo antes posible, bajar las escaleras, atravesar el restaurante deprimente, cruzar la calle y sentarme en la barra del Rocky a tomar whisky hasta el amanecer.
— A ver, vamos, Mario, contame lo que tengo que saber.
Trago saliva y recuerdo cómo comenzó la noche. Se suponía que iba a ser una noche tranquila, que a esta hora estaría yo en esa mesa de pool jugando con el Boliviano o los hermanos Flores, quizás estaría sentado donde ahora descansa la masa mórbida de Edgar Flores, leyendo alguna novela de misterio pero no, así no va a terminar esta noche para mí.
— La seguí — digo echándole una mirada de reojo — corroboré que se estaba viendo en secreto con un tal Charly Brun, cantante de una banda de rock que se dedicaba a tocar en bares de mala muerte.
Ayala camina en círculos alrededor nuestro.
— Ya veo, ya veo — dice.
— Salieron juntos del bar y los seguí hasta una casa de las afueras donde tuvieron una pequeña sesión de drogas y sexo.
Siento la respiración del capo narco en la nuca.
— Le tomé unas fotografías hasta que Brun me descubrió en el jardín de su casa.
— ¿Es cierto eso Lucía?
La chica no responde, aparta la mirada.
— ¿Están esas fotos?
— Sí — digo y saco la cámara. A pesar de los contratiempos está intacta, en una pieza.
El peruano empieza a pasar las fotos. Su respiración se intensifica y la piel morena cobra un repentino color morado durante unos instantes, luego vuelve al ritmo normal y me devuelve el aparato.
— ¿Qué pasó con el pelado que aparece en las fotos cogiéndose a mi novia?
— Me tuve que encargar de él.
Ayala nos da la espalda, camina con tranquilidad hasta su escritorio, se deja caer en su sillón ejecutivo y nos contempla en silencio durante unos segundos.
— ¡Conchetumadre Mario! — grita y golpea la mesa con el puño cerrado.
Quijada responde con un ladrido seguido de un gruñido.
— ¿Y a mí que diversión me queda ahora?
— No tuve opción. La situación se salió de control.
— Ya, ya, no interesa — Ayala se pone de pie nuevamente de un salto, se para frente a
Lucía — ¿te dio algún problema?
Siento un pinchazo en la herida que me hizo el roce de la bala en la mejilla.
— Nada que no forme parte del trabajo.
— Claro, claro, esta gatita tiene garras afiladas ¿no es cierto?
El perro está sentado sobre sus cuatro patas con la cabeza en alto y el cuerpo tieso, alerta, gruñe en dirección a Lucía.
— Bien puta resultaste ser — le dice a Lucía.
— Puedo explicarte Walter.
— No hay nada que explicar.
— Hay algo más, Walter.
— ¿Qué?
— La banda del Loco Bautista nos interceptó cuando entramos a la Capital. Tuve que
encargarme de ellos también.
— Detalles — dice con frialdad.
— Una Ranger nos alcanzó en un semáforo. Hubo un tiroteo. Están muertos.
— Mi chiquita se va con otro, el Loco Bautista quiere lo que me pertenece, mi guardaespaldas me quita el dulce placer de entregarle a Quijada la mierda que se cogió a mi novia, ¿qué pasa esta noche?
Lo mismo me pregunto yo. ¿Qué está pasando esta noche?
El perro gruñe y muestra los colmillos.
— Tiene hambre — sonríe Ayala — vamos a ver si le podemos dar algo de comer — acaricia a Lucía por atrás y le da un pellizco — vos, ya podés irte.
Abro la puerta, estoy saliendo y miro a Lucía. Sé que es la última vez que la voy a ver viva y esa certeza, que tantas veces me produjo alivio, esta vez me perturba.
Ella alza la cabeza, me devuelve la mirada con ojos pétreos y expresión suplicante.
Apenas termino de pasar un grito de Ayala atraviesa la puerta y sacude la modorra de los hermanos Flores:
— ¡Edgar! ¡William! Vengan que tengo un juego para ustedes.
El gordo Edgar sacude la cabeza, se despabila y comienza a mover su cuerpo de ballena por fuera del sillón. El otro apoya el taco de pool y se trona los dedos:
— Hora de trabajar.
La cabeza me da vueltas, cierro los ojos y los vuelvo abrir, me acerco como puedo hasta el sillón que dejó Edgar Flores desocupado y me siento. Cierro los ojos de nuevo, cuento hasta diez. Entonces se empiezan a escuchar gritos, golpes, llanto que proviene de la oficina de Walter Ayala.
— ¡Ahora vas a ver ruca reparinputadetumadre! — escucho la voz ronca del Inca Ayala.
Tengo suficiente con esto. Me levanto y bajo las escaleras, Milton me devuelve mi pistola.
El tacto con ella me hace sentir centrado de nuevo, como si fuera lo único que me queda, lo único que me pertenece en este mundo. Estoy saliendo cuando me apoya la mano en el hombro.
— Oye, ¿sabés si se puede participar?
— ¿De qué mierda hablás?
— Ya sabés, allá arriba — alza las cejas — cachar con la Lucía antes que la dejen tiesa.
Siento un sabor de boca amargo. No respondo atravieso como un muerto en vida el restaurante que a esta hora ya está casi vacío y cruzo la calle directo hasta el bar de Rocky. Es un bar bullicioso y lamentable. Las columnas pintadas de negro tienen manchones de yeso al descubierto que dan cuenta de la desidia de Rocky. En una mesa del fondo están sentados el “Cebolla” García, Justo Villaroel y Germán Montaño, son tres soldados de Wally Ayala.
Me siento en la barra y pido whisky.
Hago un gesto con la cabeza de saludo a la mesa de la banda y me responden alzando sus copas.
Frente mío el vaso con la bebida ambarina, sin hielo porque esta noche no lo necesito.
Me lo llevo a los labios, lo saboreo en la boca. El bar es a esta hora una caja de zapatos oscura y ruidosa.
Al fondo de la barra está Gladys, una de las prostitutas que suelen parar por acá buscando clientes entre los peruanos que salen del restaurante de Ayala, los matones de Ayala o algún desgraciado perdido.
Me está mirando hace un rato. Le hago un gesto para que se acerque y no pierde tiempo.
Se sienta al lado mío.
— Hola oficial, tan guapo como siempre — me saluda y apoya sus labios empastados en ese rouge fucsia vencido que lleva desde que la conozco en mi mejilla lastimada.
— Esta noche no, preciosa.
— ¿Nada? Si no tiene para el hotel podemos arreglarnos con algo más rápido en la esquina. A esta hora nadie nos va a ver. — dice y me guiña un ojo.
— No.
— Como quiera. Aunque usted ya sabe que mi debilidad son los agentes de la ley.
— Ya te dije que no estoy más en la Fuerza — digo sacando el encendedor para prenderle el cigarro que ya cuelga de su boca.
— Un policía nunca deja de ser policía — le enciendo el pucho. Exhala humo.
Tiene el pelo rubio con las raíces negras visibles en el centro de la cabellera que cae lacio en cascada. La cara grotescamente empolvada, los ojos delineados con trazo grueso y las uñas violeta.
— ¿Está triste Comisario?
— Solo una noche de trabajo más, Gladys.
— No es lo que se comenta.
— ¿Y qué se comenta?
— Que tenga cuidado.
— Siempre ¿algo más?
— Algo. El tiroteo de esta noche, parece que el Loco no la quiere a la chica solamente para joderlo a Wally, parece que además tiene un tema pendiente con la piba.
— ¿Entonces Walter la va a usar para negociar? — por un segundo pienso que quizás Lucía sobreviva a esta noche.
Larga una pequeña carcajada.
— Oficial ¿acaso no conoce la historia del Tómbola?
Gladys exhala el humo del cigarrillo.
— Tendría que haber seguido la carrera médica. Como mi hermano. Podría haberle curado la herida — dice señalándome la mejilla con la rajadura que me hizo el roce de la bala — Además así no tendría que estar acá esta noche.
— No es tan grave.
— ¿No?
— Hablaba de la herida. Pero si lo pienso, si no hubieras seguido esta carrera nunca nos
hubiéramos conocido. Por lo tanto, no es tan grave.
Larga una carcajada ronca.
— Eso no lo sabe Oficial. Mi hermano no es tampoco un ejemplo de ciudadano.
— ¿A qué te referís? — inclino el vaso hasta el fondo y termino el whisky, lo apoyo sobre la mesa y le muestro al barman que me sirva otro.
— A pesar de haberse roto el alma estudiando se cansó de prescribir analgésicos en una guardia y pensó que había una forma más rápida de ganarse la vida — expulsa el humo del cigarrillo sin cuidado sobre mi cara — y se puso a vender tratamientos de dieta. Se le murió una paciente. Una mina de mucha guita. Le sacaron la licencia.
— Una lástima que la honestidad sea un bien tan menospreciado en nuestra sociedad.
— Supongo que es de familia esta idea de ganar plata rápido sin pensar demasiado en las consecuencias.
La contemplo unos instantes; lleva una musculosa muy escotada en animal print naranja y negro que deja al descubierto los tatuajes de dos colibríes enfrentados, uno en el extremo de cada una de sus crestas ilíacas, un short de jean corto y desflecado, unas botas largas que le llegan casi hasta las rodillas. Es una verdadera lástima que haya terminado así. De joven debe haber sido hermosa y pienso en las malas elecciones que la terminaron dejando acá esta noche.
— ¿Entonces? ¿no va a invitarme un trago? — se sienta al lado mío.
Le pido al barman que le sirva un whisky con hielo a Gladys.
— ¿Y tus amigas?
Refunfuña molesta.
— Vanessa se fue hace un rato con uno de sus clientes habituales. Por lo general le paga toda la noche, le hace regalitos. Todo un caballero. Samira debe estar por llegar. La noche es joven. Pero, ¿no tiene suficiente conmigo?
— ¿Y Jenny Joanna?
Hace una mueca de fastidio.
— Jenny hace dos semanas que no viene. Consiguió uno que la lleva de viaje. Las ventajas de ser jovencita. Debí aprovechar cuando todavía me daba el cuerpo, pero no tuve tanta suerte.
Jenny Joanna es una morocha menudita, con buenas tetas y culo firme de veinte años.
Toda una vida menos que Gladys. Toda la diferencia entre ellas.
— Contame, ¿qué hace ahora tu hermano?
Gladys toma un trago y me responde:
— ¡Ah! Sigue ganando plata. De hecho, está haciendo más que antes. Le vende sus servicios médicos a gente que no puede permitirse aparecer en un hospital o con un médico matriculado. Usted me entiende.
— ¿Saca balas de cuerpos heridos?
— Chorros, transas, lo que sea. Otras chicas del oficio a las que la cosa se les puso pesada.
— Pesada.
— Pesada como de cargar el bombo lleno. Ese tipo de peso ¿sabe cuánta plata perdemos si quedamos embarazadas? Sí, hay perversos a los que les gusta y hasta pagan más por un servicio de embarazada, pero no en este barrio, no en esta zona, no en este ambiente.
— ¿Te pasó?
— ¿Qué? ¿quedar embarazada o que me ofrecieran más plata por hacerlo embarazada? No quiero acordarme. Pero antes que lo piense, mi hermano no se encargó del tema. Me recomendó a alguien. Era muy chica. El hijo de puta me dejó fallada. Quizás era lo que tenía que pasar, no perdí “días de trabajo” — gesticula con los dedos las comillas — de todos modos no quiero hablar de eso.
Es una chica brava. Eso explica cómo es que todavía está en la calle viva.
— Podés hablar con tranquilidad conmigo, ya te dije que no estoy más de servicio.
— ¿No quiere hacerse ver eso que se hizo hoy?
Me toco la herida, ahora es sólo un rasguño de sangre seca con bordes de piel apenas levantados, pero sí, va a quedar una cicatriz.
— No, creo que me gusta la idea de que me quede como recuerdo de esta noche y del trabajo que hago.
La pierna me vibra, es el teléfono celular.
— Disculpame — le digo y leo el mensaje.
“Volvé que tengo un paquete” dice.
El Inca tiene un cadáver y quiere que yo me deshaga de él. Hora de volver al trabajo.
Próximo capítulo: La maza y el televisor.
¿Te gustó? Comprá el libro.
[image error]
Se consigue en formato digital sin DRM (para cualquier lector de eBooks, incluso un teléfono celular) en Amazon y en formato papel también en Amazon y en CreateSpace. También tengo algunos ejemplares que vendo firmados por MercadoLibre.
¿Por qué comprar el libro si lo voy a ir subiendo a este blog de forma gratuita?
Por dos motivos:
1. Porque así no tenés que esperar una semana más para ver cómo sigue la novela.
2. Porque pagando el libro me estarás ayudando a financiar mi próxima novela (El camino del Inca) así como a los increíbles artistas que colaborarán con ella: CJ Camba en ilustraciones y Yamila Caputo y Carolina Herlein en diseño, maquetado, cubierta y contatapa.

