Álvaro Bisama's Blog, page 13
December 23, 2017
El desenlace
No hay peor ciego -efectivamente- que el que no quiere ver. La cantidad de subterfugios a los que el oficialismo ha apelado para explicar su derrota está al margen de toda racionalidad. Que la coalición no hizo primarias; que el candidato no estaba preparado; que él nunca encarnó ni tampoco representó las reformas de la Nueva Mayoría; que su franja no estuvo a la altura de los desafíos; que su comando nunca operó con mínimos niveles de coordinación y efectividad; que el candidato se atrincheró en un círculo de incondicionales que le dio un portazo a la participación; que entre la primera y la segunda vuelta no abrazó con la debida intensidad las demandas que le planteaba el Frente Amplio; que Guillier nunca logró una relación clara con los partidos de su coalición; que su desempeño en el debate de Anatel fue lamentable; que el trabajo territorial dejó mucho que desear…
Sí, puede ser. Son factores atendibles. Pero es raro que se eluda la verdadera y gran explicación del fracaso oficialista: el resuelto rechazo a un gobierno fracasado e impopular y del cual Guillier terminó siendo, luego de su flirteo con la idea de una candidatura ciudadana, la expresión a fardo cerrado de una voluntad incondicional de continuismo. Lo que el progresismo creyó que iba ser su trampolín a la victoria, terminó siendo un peso muerto que nada ni nadie hubiera podido sobrellevar. Ni siquiera un candidato mejor ni una coalición menos dividida ni tampoco con una campaña más estratégica. En esto no hay mucho dónde perderse: puede que a los buenos gobiernos les cueste mucho proyectarse -y que con frecuencia no lo consigan-, pero es casi una ley de la naturaleza que para los malos gobiernos ese reto es imposible, a menos -claro- que entren a operar el chantaje y la manipulación tramposa, dirección en la cual, sin embargo, no fueron pocos los esfuerzos que se hicieron.
Posiblemente la suerte de la candidatura de Alejandro Guillier quedó sellada el día que La Moneda asumió el control de su campaña entre la primera y la segunda vuelta. Fue el momento en que la Presidenta, hasta entonces resignada al triunfo de la derecha y a preparar el funeral político del gobierno con la música de su legado, se convence -o la convencen- de que dos más dos son cuatro y que, por lo tanto, no todo estaba perdido. Era cosa de sumar la votación de los siete candidatos restantes contra la de Piñera y no había cómo la derecha pudiera vencer al 55% que mostraba la sumadora y que le iba a cerrar el paso a su pérfido proyecto. De ahí en adelante, en una experiencia de intervencionismo desembozado y grosero, no hubo día en que la vocera no confrontara a Piñera; la Presidenta dejó los pies en la calle cortando cintas y lavando de noche su delantal para que al día siguiente volviera a verse impecable. Fueron, por cierto, esfuerzos inútiles. El problema no era cosa de mayor o menor exposición y en sus orígenes estaba asociado a una experiencia gubernativa que la mayor parte de la ciudadanía ha juzgado por años lamentable.
No es necesario apelar a Shakespeare para conceder que es difícil que lo que no comienza bien termine bien. Este es el desenlace al cual se llega. En el caso de esta administración hubo falta de reflexión y exceso de compulsión tanto de parte de la Presidenta como de los partidos. A partir de un mal diagnóstico sobre el malestar en Chile, la centroizquierda, junto con abjurar de su legado concertacionista, se embarcó sin mayor sentido de responsabilidad en el proyecto político de la Nueva Mayoría, coalición que menospreció los resultados de la modernización y ninguneó las conquistas que una amplia clase media emergente, pero todavía precaria, había logrado con su propio esfuerzo. Fue ese el sector que precisamente más confió en Bachelet, el que la llevó de vuelta a La Moneda, y el que primero se decepcionó de los rumbos de su gobierno. Y fue el ideologismo de la Mandataria y su segundo piso el que se negó a dimensionar los alcances de esa decepción para rectificar el rumbo, asumiendo -como en los mejores tiempos del despotismo ilustrado- que si la gente no era lo bastante lúcida para tomar conciencia de lo buenas que eran las reformas para ella, entonces tenía que ser el gobierno el que la disciplinara y las impusiera de todos modos, porque al final la historia iba a estar de su lado.
El detalle complicado es que las democracias no funcionan así. Menos aún en sociedades donde las personas -por su educación, por su capacidad de consumo, por su emancipación de las viejas instancias de disciplina social representadas por las élites, los partidos, las iglesias o los medios- se han vuelto cada vez más autónomas que nunca y no están dispuestas, por afligidas que estén, ni a ser pasadas a llevar ni a arriesgar lo mucho o poco que hayan conseguido.
Es bien impresionante que esta administración se despida obstinada en hacer cumplir a rajatabla un programa de gobierno que en rigor nunca interpretó al país y que quiera seguir haciéndolo no obstante el contundente veredicto ciudadano. No todo en este gobierno fue un desastre -puesto que tuvo iniciativas atendibles en educación, en energía y en institucionalidad política-, pero en el plano político su fracaso termina siendo monumental y tiene el tamaño exacto de su ambición. Y, por lo visto, en Palacio hay poca conciencia al respecto. Es bonita la frase de que el gobierno gobernará hasta el último día, porque tributa a un ideal insospechado de responsabilidad republicana. No es tan bonita, sin embargo, la compulsión de forzar los engranajes del sistema democrático aduciendo que el mandato expira a la medianoche del 10 de marzo próximo y que hasta ese entonces hay carta blanca y chipe libre para llevar a cabo justamente lo que el país ya rechazó. Por un asunto de mero sentido común, tampoco las democracias operan así.
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El cambio del aire
Hay que admitir que la contundencia del triunfo de Sebastián Piñera en la votación de segunda vuelta cambió el estado del aire en el país. Una victoria sólida siempre ofrece mejores condiciones para la partida de un nuevo gobierno, pero aquí no se trata de eso, que es más o menos obvio, sino del ambiente de asombro y desorientación que se apoderó del espacio público tras los resultados de la primera vuelta. Fue un ambiente crispado y en su mayor parte posverdadero, porque se nutrió, sobre todo, de caricaturas y groserías intelectuales.
La votación de segunda vuelta devolvió las aguas a sus grandes cauces (no confundir con coaliciones), extinguió las ráfagas de confrontación y le permitió al país confirmar la decisión que ya había anunciado en la primera: que no quería más gobierno de la Nueva Mayoría. La interpretación excesiva que hizo la Presidenta en noviembre (“mayoría por los cambios”) puede haber inducido a cierta confusión, pero al final quedó como lo que siempre fue: una manera de salvar algo del mobiliario, más que un intento serio por sumar a sus huestes a quienes son sus opositores.
Si esa interpretación se hubiese transferido a la realidad, por un acto que habría que llamar mágico, la confusión sería mucho peor y el desconcierto, mucho más fundado. La buena estrella que siempre ha presidido la carrera profesional y política de Alejandro Guillier siguió actuando en la noche del 17 de diciembre, porque tal como los compañeros lo dejaron completamente solo en las horas de la derrota, se habrían convertido en una turbamulta incontenible y protagónica si las horas hubiesen sido de victoria. El comportamiento de la Nueva Mayoría con su candidato, desde el primero hasta el último minuto, ha sido quizás la demostración más rotunda de que no podía seguir en el gobierno. Ya no tenía vigor ni siquiera para mostrar un poco de lealtad. No tenía nada.
Tampoco se trata de que haya triunfado una mayoría “contra los cambios”. Esta es la clase de obviedades que machaca el cerebro de los jóvenes. No hay ninguna sociedad que no quiera cambios, y no existe ningún programa político que proponga la inmovilidad. Pero un programa político tampoco es una simple lista de promesas, sino, en lo esencial, una interpretación sobre la dirección que quiere seguir la sociedad.
La interpretación que Piñera ofreció en la primera vuelta era claramente insuficiente, no sólo en su alcance propio, sino también en su incapacidad de seducir a esa inmensa masa de votos “frívolos” que en noviembre se dedicó a simpatizar, dar señales, juguetear con varios futuros improbables y darles a los candidatos un único minuto de gloria. Piñera no pudo superar ese ambiente liviano y de jolgorio carnavalesco, que no decidió la elección presidencial, pero sí dejó un Parlamento bastante impredecible.
Para la segunda vuelta modificó profundamente su interpretación, la adaptó según una considerable cantidad de variables -no sólo Ossandón, no sólo Kast: bastante más que lo de ambos- y logró acumular votos de los más diversos sectores, incluyendo un mínimo de 13% del Frente Amplio (y, según como se hagan los cálculos, hasta más de un 20%). No hay ningún otro modo de explicar el 54,57% con que concluyó una elección que muchos se empeñaban en vaticinar reñida, a pesar de que existía una abundante evidencia en contrario.
Está bien: una de las diversiones que proporcionan las elecciones es que cada quien puede imaginar lo que quiera, hasta el momento en que el conteo de votos implanta la pedestre realidad. La inmensa imaginación que se desplegó en estas elecciones puede no tener precedente, precisamente porque el resultado final había sido determinado, al menos en una gran parte, con mucha anterioridad.
Esto no resta ningún mérito a la movilización que realizó la derecha, también sin precedentes y con el igualmente insospechado efecto de que hubiese más votantes en la segunda vuelta. Estas cosas son muy notables y es evidente que movieron el aire. Pero no están en el espacio de los grandes números, donde gobiernan otras leyes. Y allí, Piñera sólo podía perder si sufría un retroceso, lo que a su turno sólo era posible si se obstinaba en ser el mismo de antes.
Desde que realizó los ajustes de segunda vuelta, Piñera ha venido dando indicios de que intenta construir un muy sofisticado diagnóstico del estado social. Para allá parecen caminar sus ideas de la “unidad” y el “diálogo”, palabras que pueden ser muy complicadas para quienes han estado pensando en darle guerra a su segundo mandato. El gobierno de la Presidenta Bachelet también parece haber comprendido el alcance del giro, y ha estado produciendo una transferencia del poder que no se había visto nunca antes, con ministros y subsecretarios que visitan al presidente in pectore para informarle del estado de sus sectores mucho antes de que exista siquiera el ambiente de un nuevo gabinete.
Menuda paradoja. Desde hace un año o más, una mayoría del país sabía que iba a ocurrir el grueso de lo que sucedió, o sea, que Piñera sería presidente de nuevo, que la Nueva Mayoría se iría para la casa y que la vida de cada uno seguiría siendo mejor que la del conjunto, según ese oxímoron que vienen repitiendo por tanto tiempo las encuestas. Y con todo eso, ahora resulta que el nuevo gobierno sí podría ser una sorpresa.
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December 22, 2017
Bachelet-Piñera-Bachelet-Piñera
El pueblo votante volvió a confiar y reelegir a Piñera (aunque solo el 26% del universo total, habiendo sufragado únicamente el 49% del electorado). Ocurrió ya una vez con Bachelet y vimos lo que se nos vino encima. Antes, se frenó a Frei en 2010, y Lagos se desistió en 2009. A Lagos, incluso, previo a las primarias, se le terminó por archivar “por secretaría”, el hecho político quizá más histórico de esta elección, más que volviera a salir Piñera. Con todo, hemos vuelto al relevo por turnos o reflujo (en sentido gastrointestinal), no algo inédito en Chile.
La trayectoria de Arturo Alessandri y Carlos Ibáñez debiera venirnos a la memoria. Historia mancornada la suya, como la de dos bueyes atados cargando con la carreta y paciencia de los chilenos; ni que hubiesen sido mandados a hacer de semejantes: ambos personalistas, dispuestos a jugar a derechas o a izquierdas con tal de hacerse del Estado a toda costa, autoritariamente, por eso el presidencialismo les vino de perilla. Historia empatada, sin embargo, que no le hiciera bien al país: impidió que se renovara la política. A treinta o más años incluso, desde los 20 -y con el “León” ya muerto- seguirían sucediéndose el uno al otro (Jorge Alessandri tomando la posta el 58).
Me perdonarán que insista. El sistema, con sus mayorías forzadas, ahonda en mancornadas como éstas. Si tuviéramos un sistema más parlamentarista, Piñera no habría tenido que darse las volteretas que le habrían permitido ganar; Ossandón contaría con solo un voto, el propio en el Senado, siendo los populismos y triunfalismos de derecha tan dañinos como los de izquierda. Por eso hay que estar al aguaite, atentos a lo que pueda venirnos de nuevo encima. A qué tan empoderado se va a sentir el nuevo inquilino de La Moneda; a qué tan “democratacristiano” va a ser Piñera en esta vuelta (aunque su mundo de origen DC haya sido repudiado por el electorado); o a qué tan dispuesto a anular renovaciones de su sector tenderá (Bachelet, versiones 1 y 2, taponeó esa regeneración, y sabemos qué “legado” dejó Piñera el 2014). Hemos visto en estos días la discusión al interior de la derecha -entre “winners” que creen que disponen de un “mandato claro” y quienes sostienen que hay que ser “humildes”- y es como para tener aprensiones.
Harían bien en Palacio atender otras experiencias de reflujos sucesivos, fallidas a la larga. Alternancias, buenas para la democracia (dicen), pero que en Latinoamérica (en México y Argentina, y en especial en Colombia post 1958 y en Venezuela hasta culminar en la Revolución Bolivariana), han servido para mantener a Capuletos y Montescos en lo único que saben hacer: más de lo mismo. Más aún, si tarde o temprano se intentará romper el empate (¡el FA!). Salidas personalistas, como las nuestras, no son salidas del embrollo.
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El otro Piñera
Entre quienes lo conocen, no ha pasado inadvertido el silencio de Piñera en estos días. Concentrado en una suerte de bilaterales con los distintos ministros de Bachelet, el nuevo Presidente se ha mantenido en su casa, alejado de la prensa y de la contingencia, sin hacer declaraciones de ningún tipo.
El resultado de todo esto ha sido muy positivo. Primero, porque transmite una calma no muy usual en Piñera. Acostumbrados a su ímpetu agotador, sus ganas de estar en todas las discusiones, de las opiniones rápidas, la imagen actual es una suerte de bálsamo reponedor para un país que se vio en extremo agitado y fraccionado en el período electoral. La actitud del nuevo mandatario ha calmado las aguas, recuperando la tranquilidad que se necesita para pensar en lo que viene.
Esto también se nota en las reuniones con los ministros salientes. Se trata de conversaciones privadas, donde salvo una fotografía protocolar, Piñera nunca se ha referido a ellas. Pero, por lo que cuentan sus interlocutores, parecen ser momentos de conversación distendidos y amables, donde más que discutir, el Presidente busca entender la situación en las distintas carteras y los desafíos pendientes.
Todo esto transmite también una suerte de aura republicana, de seriedad y formalidad que, al final, solo engrandece el cargo, y muchos asocian a personalidades tipo Ricardo Lagos, pero no mucho a Piñera. Esta fue una crítica permanente en su primer gobierno, pero esta semana el presidente electo también ha hecho gala de estar a la altura de aquello.
Por otra parte, este tipo de reuniones y su tono, entregan una señal política importante. Está presente la idea de que, pese a que los gobiernos cambian, siempre hay una cierta continuidad. Recuperar esa visión de que los países no se reinventan cada cuatro años, la famosa retroexcavadora de Bachelet, es una señal muy potente y republicana también.
Finalmente, se logra algo muy potente para la derecha, porque transmite una suerte de madurez política que hoy la distingue de la angustia colectiva de la izquierda, que no deja de recriminarse por la derrota que sufrió. Era el momento de tomar distancia de aquello y mostrar una señal de gobernabilidad para los tiempos que vienen.
Es cierto, uno no puede sacar conclusiones de solo una semana. Pero las primeras señales son importantes. Nublarse con un triunfo tan contundente hubiera sido muy fácil. Salir a pontificar también. La soberbia siempre ha sido mala consejera, y un estigma de la derecha. Alejarse de aquello es lo que corresponde. Por eso, este Piñera, menos ansioso, más silencioso, pero igual de trabajador, es una imagen que debiera tratar de que no sea pasajera y mantenerse cuando llegue a La Moneda. No solo lo ayuda a él, porque lo hace crecer, sino que también entrega una imagen de calma y madurez que puede ser muy útil para su nuevo gobierno.
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La izquierda no puede morir
Lo que púdicamente llamaremos la derrota del 17D (la llaman también paliza, debacle…) plantea desafíos mayores. Para la derecha representa la oportunidad de renovarse rompiendo con su pasado autoritario y ultraconservador. Si en la batalla interna triunfan los sectores más liberales representados por figuras emergentes como Felipe Kast, Gonzalo Blumel o Jaime Bellolio, puede aspirar a abrir un ciclo que podría extenderse por más de un período de gobierno. Esa es la ambición de Sebastián Piñera.
Para el centro es su subsistencia misma la que está en cuestión. Debe demostrar que tiene un programa interesante que le asegure una razón de ser y un espacio significativo en el sistema político. No es tarea fácil. Grandes partidos como la DC italiana sucumbieron en el intento.
Por su parte, la izquierda no puede eludir el debate que debió producirse luego de la derrota del 2010. En esa ocasión, la posibilidad de recuperar rápido el poder de la mano de la Presidentra Bachelet, tuvo el efecto de una anestesia que impidió una reflexión de la profundidad requerida.
Los partidos de la izquierda tradicional no advirtieron la fuerza de las nuevas tendencias y no produjeron las respuestas que estas demandaban. Los costos han sido enormes.
El viejo eje histórico PDC-PS, que dio vida a la Concertación y condujo la transición, ya no tiene la misma significación. Hace tiempo que la DC dejó de ser el principal partido político con un respaldo electoral cercano al tercio del total. En la actualidad es una fuerza que no supera el 10%. Asimismo el PS, que mantiene una representación parlamentaria importante, no consiguió convertirse en la “casa común” de la izquierda. En su momento lo desafió el Partido por la Democracia y en la actualidad lo hace el Frente Amplio.
Con todo, lo que genéricamente se podría denominar la “izquierda” rompió en la primera vuelta de la pasada elección el techo del tercio, empinándose a cerca de la mitad del electorado (suma de votos alcanzados por Guillier, Sánchez, ME-O y Navarro). Se trata sin embargo de un archipiélago fragmentado que está muy lejos de disponer de una fuerza política equivalente.
La recomposición de una alianza entre el centro y la izquierda no ha perdido toda su pertinencia. Hasta nueva orden es la única manera de construir una mayoría social y política duradera.
Hay, sin embargo, una cuestión previa: la izquierda tiene que hacer las cuentas consigo misma, identificando con rigurosidad sus errores e insuficiencias. Ese es el punto de partida para la generación de una propuesta posneoliberal que responda a las demandas diversas, y a veces contradictorias, de una sociedad que ha experimentado transformaciones que no hemos terminado de comprender.
Los tiempos que abrió la derrota del 17D serán fértiles en recriminaciones y ajustes de cuentas. La catarsis es tan dolorosa como inevitable. Pero hay que ir mucho más allá. Chile necesita una izquierda fuerte, capaz de interpretar los anhelos de las grandes mayorías trabajadoras. La izquierda no puede morir o vegetar en la mediocridad. En lo inmediato, es fundamental generar humilde y pacientemente los espacios que hagan posible un debate amplio y constructivo que supere el momento de los puros reproches y lamentos.
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Una visión claramente triunfadora
En las elecciones presidenciales el domingo pasado hubo dos posturas distintas en competencia. No hay nada sorprendente en esto, pero su carácter esta vez fue diferente. Había una visión particularmente crítica del desarrollo que ha venido experimentando el país desde 1990, que ve en él muchas más sombras que luces. Su representante fue Alejando Guillier. La campaña del Presidente electo, en cambio, representó una visión más amable de estas casi tres décadas. Por cierto, reconoce las oscuridades de este proceso, pero no cree que ello requiera de transformaciones estructurales. De ahí, el cuestionamiento severo al actual gobierno por parte del candidato opositor. Fue ésta la primera administración en inaugurar una mirada tan crítica del orden democrático y socioeconómico de las últimas décadas.
La elección del 17 de diciembre no cabe duda que sancionó el fracaso de ese proyecto político. El triunfo de Sebastián Piñera fue demasiado categórico para dar espacio a otra interpretación. En casi 75 por ciento de las comunas del país obtuvo una votación de 50 o más por ciento. En apenas 13 comunas una votación inferior a 40 puntos porcentuales. No faltan voces que sugieren que su votación representa apenas el 27 por ciento de los potenciales electores, que los que no votaron pueden adherir a proyectos muy distintos, pero la realidad es que la principal diferencia entre los que votantes y los no votantes es fundamentalmente la motivación para ir a votar. En las demás dimensiones no parecen ser demasiado distintos.
El actual gobierno asumió pensando que en nuestro país había “un malestar ciudadano bastante transversal”, en gran medida porque “durante mucho tiempo nos dedicamos a hacer ajustes y cambios al modelo” (las citas son del discurso de Michelle Bachelet al anunciar su candidatura a la Presidencia). Era el tiempo, entonces, de reformas profundas y un cambio de ciclo político, económico y social, con el combate a la desigualdad como eje ordenador de las transformaciones. Las reformas a las que este diagnóstico dio origen no fueron acogidas por la población. Muy rápido, particularmente en las clases medios, la popularidad de la Presidente Bachelet se derrumbó. En noviembre de 2014, de acuerdo a la encuesta CEP y antes de que estallara Caval, el nivel de aprobación a su gobierno solo alcanzaba al 33 por ciento.
La visión relativamente lúgubre sobre el estado de la sociedad chilena no cuadraba con los elevados niveles de satisfacción que exhibía la población y el optimismo que respecto del futuro manifestaban los chilenos (ratificados, por ejemplo, en el Informe Mundial de la Felicidad 2017). Tampoco con el progreso material que exhibe Chile en diversos frentes. Por cierto, todo proceso de modernización económica genera nuevas fragilidades e incertidumbres que deben ser atendidas. Aquí se concentran una parte relevante de las demandas ciudadanas. Las reformas de Bachelet más que resolverlas crearon aparentemente fueron nuevas incertidumbres: un cambio de “modelo” sin un horizonte claro y con un futuro más bien difuso. La candidatura de Alejandro Guillier no logró despejar esa sensación.
La visión de Piñera quizás es más precisa. Promueve cambios, pero también estabilidad. Por supuesto, si no atiende las fragilidades mencionadas su gobierno puede volver a tropezar. El resultado de primera vuelta, contrariamente al fenómeno que se desprendía de las encuestas, fue interpretado como un apoyo al diagnóstico gubernamental. Así, la segunda vuelta fue, de alguna manera, un enfrentamiento entre dos diagnósticos alternativos. No cabe duda que se impuso con claridad aquel que tiene una visión más optimista. El resultado del 17 de diciembre reveló un castigo contundente al oficialismo y a su mirada de la sociedad chilena. Si alguna duda había quedado en la primera vuelta, ella quedó ahora completamente despejada.
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Sobre el significado de la derrota
¿Significa el resultado de la elección del último domingo que la agenda transformadora ha sido rechazada? Esto es lo que la derecha esperaba: recibir (quizás incluso en primera vuelta) un mandato relegitimador del modelo neoliberal. Eso no ocurrió. Es decir, ese discurso restaurador fue rechazado. Sebastián Piñera supo entenderlo, y redirigió su campaña después del 19 de noviembre. Ahora reclamaba haber estado siempre a favor de la gratuidad, y defendió incluso la idea de una AFP estatal. La campaña de Alejandro Guillier no pudo o no supo asumir este cambio de escenario, y se mantuvo en una ambigüedad y falta de claridad que ratificaba exactamente las razones por las cuales muchas personas habían dejado de votar por la Concertación/Nueva Mayoría. Eso nos llevó a la amplia derrota del 17 de diciembre.
Habrá quienes dirán que el 17 de diciembre la idea de una agenda transformadora fue rechazada de plano. Pero los procesos políticos no son tan instantáneos. A mi juicio, la derrota de ese día se debe a varias razones: a la impresión de que con la Nueva Mayoría habían vuelto los vicios por los que la Concertación ya había sido desplazada del poder en 2009, en particular la de tratar a los órganos del Estado como un botín sujeto a “repartija”; al rechazo a reformas realizadas desde arriba, sin atender a los actores involucrados, como la de educación superior; a la promesa de que un gobierno de Sebastián Piñera conduciría de una manera más eficaz la economía; al temor a “Chilezuela”; al hecho de que la candidatura de Alejandro Guillier, que originalmente había surgido en oposición a los “políticos tradicionales”, terminó pareciendo sujeta a los mismos cálculos y vicios políticos, etc.
Las diversas razones para la derrota obligan a la izquierda a una reflexión más profunda que lo habitual. No a abandonar la idea de transformaciones profundas, por cierto. Ellas son hoy tan urgentes como antes. Pero esa tarea necesita una izquierda que pueda llevarla a cabo, una izquierda moderna que entienda que la modernización del Estado es una tarea prioritaria, que es necesario vincular de nuevo a la política con la sociedad, que los partidos políticos que hoy existen no han estado a la altura porque son cada vez menos políticos.
La tarea para los tiempos que vienen es la conformación de un amplio Bloque por los Cambios, entendido como una amplia alianza política que una a la izquierda histórica y la emergente y también a una Democracia Cristiana que después de la elección parlamentaria queda reafirmada como fuerza progresista. Una alianza de sectores que siendo distintos tengan en común la superación del modelo neoliberal, es decir la profundización democrática mediante una nueva constitución y la ampliación de la ciudadanía mediante derechos sociales.
Este Bloque por los Cambios ha de aprender de lo que llevó al triunfo de la derecha: unidad política y social para un proyecto de superación del neoliberalismo; convergencia de partidos que hayan vuelto a ser dignos de la confianza ciudadana porque han hecho coherentes discurso y acción política, superando los vicios de la corrupción y el clientelismo; restablecimiento de la relación con la sociedad civil y sus organizaciones. No se trata solo de sumar partidos o parlamentarios, sino de un esfuerzo transformador político y social que se conecte con lo mejor de la tradición democrática chilena.
Esto es lo que permitirá articular una ruta de salida del modelo neoliberal que sea política y económicamente responsable, progresiva y genuinamente transformadora.
El día de la elección un periodista me preguntaba qué significaría, cuando lo recordáramos retrospectivamente, este período en que se sucedieron Bachelet/Piñera/Bachelet/Piñera. Yo creo que la respuesta será: es que el modelo neoliberal se resistía a ser superado.
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Macri resiste
Mauricio Macri ha superado una verdadera prueba de fuego. Una reforma que pretende poner algo de orden en un fisco desquiciado por años de clientelismo populista se convirtió esta semana en una batalla campal de la que salió vivo.
La violencia, organizada por grupos de extrema izquierda, la mayoría trotskistas, y el sector radical del peronismo enfeudado a Cristina Kirchner, pudo haber impedido la aprobación de la reforma en la Cámara de Diputados y dejar herido de muerte al Presidente, pero no lo logró. La Casa Rosada ha sobrevivido. El proceso de reformas que se le reclamaba a Macri en sus primeros dos años parece estar, ahora sí, en marcha. Y con ella, la posibilidad de que el mandatario argentino sea reelecto en 2019.
Macri no está privatizando las pensiones ni mucho menos. Sólo pretende cambiar la manera en que ellas se actualizan para que, en lugar de que lo hagan en función de la evolución de los salarios y la recaudación del ente que paga las jubilaciones, lo hagan ahora, en un 70%, de acuerdo con la inflación y, en un 30%, de acuerdo con los ingresos de la entidad estatal. Para compensar a quienes se vean perjudicados este año, el gobierno otorgará un bono excepcional. Bajo el kirchnerismo se otorgó derecho pensionario a varios millones de personas que nunca hicieron aportes al sistema y, para dotar d e dinero al ente que paga las jubilaciones, se utilizó ilegalmente dinero que debía ser destinado a las gobernaciones. Un sistema pues, que hoy, además de ser ilegal, está quebrado.
La respuesta violenta (162 heridos, intento de tomar el Congreso, destrucción material) no guarda proporción con la modestia de la reforma. Modesta, al menos, en comparación con las pensiones de tantos países latinoamericanos en los que son privadas. Recordemos que el sistema de capitalización individual iniciado en 1993, durante el gobierno de Menem, fue eliminado y confiscado por Kirchner en 2008. Ahora, en lugar de volver a un sistema privado, Macro sólo pide a la sociedad aceptar un poco de racionalidad en la gestión previsional estatal.
Esa racionalidad hará posibles las siguientes reformas, la tributaria y la fiscal, todavía pendientes de aprobación. No hay forma de devolver seriedad a la economía argentina si el Estado populista y mafioso que imperó durante años no se vuelve un Estado mínimamente disciplinado y transparente.
Felizmente así lo entienden muchos argentinos no peronistas, pero también muchos peronistas sin los cuales la situación parlamentaria de Macri no permitiría hacer reformas. La victoria de esta modificación previsional en Diputados, por 127 votos contra 117, se debió a que muchos diputados que responden a gobernadores peronistas (el peronismo controla dos tercios de todas las gobernaciones del país) votaron a favor de ella.
La coalición tácita entre Macri y parte del sector peronista no kirchnerista, muy reforzada desde que el oficialismo ganó las elecciones legislativas de mitad de mandato, es la clave de los próximos años. La clave de tres cosas: la continuidad de las reformas, la capacidad de resistir al embate kirchnerista y la posibilidad de ganar las elecciones en 2019.
No será nada fácil: Cristina Kirchner, cuya situación judicial es cada vez más grave, está decidida a huir hacia adelante y, con ella, el sector radical, que no se agota en La Cámpora, su núcleo duro al interior del peronismo. Los gobernadores peronistas desconfían de la capacidad de Kirchner de resucitar electoralmente y, en cambio, ven que la mejora de la economía abona en favor de Macri. Lo que quiere decir que abona en favor de los recursos fiscales que a ellos también les tocan.
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Echarse a andar
Varias veces me he preguntado qué reacciones hubo entre los vecinos de Concord, a la fecha un modesto villorrio de Nueva Inglaterra, cuando el 23 de abril de 1852 Henry David Thoreau leyó por primera vez un manifiesto propio ante una concurrencia incierta al interior del Lyceum. El ensayo, titulado Caminar, o lo salvaje, instaba a una comunidad más bien agraria e industriosa a dejar de pensar en el trabajo y a concentrarse en lo que le era crucial al orador: pasear por la naturaleza, a campo traviesa o a través de pantanos y bosques tupidos, sin otra cavilación en mente que el acto mismo de deambular en contemplación extática. No hay duda de que los laboriosos concordinos miraron con desdén a esta especie de vago iluminado, o a este flojonazo delirante, que, aun así, llegó a convertirse con el correr del tiempo en el padre del ecologismo moderno.
Thoreau nació hace 200 años y los homenajes para celebrar su figura, la vigencia de su pensamiento, se han llevado a cabo con variada intensidad en el mundo entero. En lo personal, avanzo lentamente en una fascinante biografía suya que acaba de lanzar la profesora Laura Dassow Walls, de la universidad estadounidense de Notre Dame. Y aquí se acaba de publicar una edición bilingüe de Caminar, fruto de las labores mancomunadas entre una editorial chilena y otra mexicana. Alexia Halteman, la traductora, hizo un excelente trabajo en términos generales –la prosa anticuada de Thoreau puede ser compleja incluso para un hablante nativo–, aunque yo hubiese modernizado un poco la puntuación del autor. Deduzco, finalmente, que Halteman es mexicana, puesto que habla de “chícharos” en vez de arvejas.
El peculiar filósofo estimaba que Caminar era la fuente más precisa de su pensamiento, pensamiento que alcanzó su máxima expresión luego de aquel experimento personal descrito en esa obra maestra que es Walden, o la vida en los bosques. En Caminar, Thoreau sostiene que el hombre ha de ser considerado como “una parte o parcela de la Naturaleza, más que como un miembro de la sociedad”. En cuanto a la dedicación que el deambular requiere, anota que “ninguna fortuna es capaz de comprar el necesario tiempo libre, la libertad y la independencia que constituyen el capital de esta profesión”. Al menos cuatro horas al día, “del todo libre de compromisos mundanos”, dedicaba nuestro andariego a recorrer el entorno de Concord. Y aunque asistió a la cercana Universidad de Harvard y paseó por los lejanos bosques de Maine, la tierra natal fue su principal campo de observación.
En un rapto de osadía, pero a la vez de honestidad, el autor asevera que no ve esperanzas para él “en céspedes y campos cultivados, ni en pueblos o ciudades, sino en pantanos impenetrables y movedizos”. La llamada a recluirse en lo silvestre es uno de los grandes mensajes del libro, y puede que no haya frase suya más citada, ni más glosada, que la que aquí se lee en la página 27: “(…) en lo Salvaje está la preservación del Mundo”. El saber universal, y lo que entendemos por civilización, resulta ser una trampa mortal para el este genuino revolucionario: “La ciencia de Humboldt es una cosa, la poesía es otra. El poeta hoy en día, a pesar de todos los descubrimientos de la ciencia, y el conocimiento acumulado de la humanidad, no goza de ventaja sobre Homero”. Enfrentado a la ignorancia de cualquier interlocutor, Thoreau la prefiere por lejos al “llamado conocimiento”, que muchas veces le parece “peor que inútil, y además feo”. Recordar el pasado es algo que también cae en lo banal dentro de su concepción de mundo, pues “no podemos permitirnos no vivir en el presente”.
¿Era Thoreau realmente un nihilista, según han planteado algunos exégetas contemporáneos? ¿O un pensador menor, como sospechaba con mezquindad Ralph Waldo Emerson, quien fue nada menos que su mentor? Ni lo uno, ni lo otro. Así lo prueba esta hermosa, profunda y atinada declaración de principios: “Mi deseo de conocimiento es intermitente, pero mi deseo de bañar mi cabeza en atmósferas desconocidas para mis pies es perenne y constante. Lo más alto a lo que podemos aspirar no es la Sabiduría, sino a la Simpatía por la Inteligencia”.
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Por favor, Viejito
Pensé en pedirte un regalo, pero la verdad es que este año no me he portado muy bien. Más bien mal. Por eso es que sólo prefiero enviarte una lista con algunos deseos que tengo para esta Navidad. Ojalá puedan cumplirse.
En primer lugar, me gustaría que le traigas un buen Director Técnico a la selección nacional. Entre los candidatos que van quedando prefiero que sea el colombiano Reinaldo Rueda. Su experiencia en tres procesos clasificatorios sería muy valiosa para conducir en su última etapa a la generación dorada.
También sería bueno que los directivos de la ANFP como Salah y Corradossi no viajen con sus esposas con platas de la institución, para después pagar esas facturas sólo cuando son denunciados por un medio de comunicación. Hicieron un enorme daño a la transparencia de la que tanto hablaron cuando asumieron su mandato.
Asimismo, me encantaría que personas como Patrick Kiblisky no estén más en el fútbol chileno. El mismo que ayudó a Sergio Jadue a abrir cuentas corrientes en el extranjero para esconder sus platas, fue visto en los pasillos de la ANFP haciendo lobby para una de las empresas oferentes en la venta del CDF. Personas como él deberían estar proscritas en nuestro fútbol.
Por otro lado, para el próximo año deseo que traigas sabiduría y nivel al arbitraje. En el 2017 hubo muchos errores imperdonables que no pueden repetirse. Los fallos se repitieron en varios partidos con el agravante de un cuarto juez inadecuadamente muy influyente. Más que eso, el escándalo sucedido con Eduardo Gamboa desconociendo el reglamento en la definición entre Vallenar y Melipilla por el ascenso a Primera B nos dejó un triste registro. Su actuación no sólo perjudicó a dos ciudades, también puso al fútbol chileno en los periódicos del mundo entero, haciendo repetir una definición por penales por primera vez en la historia. Triste, lamentable, vergonzoso.
En otro plano, sería bueno que los presidentes de los clubes que van a participar en la Copa Libertadores imiten tu ejemplo y sean generosos con las billeteras en los refuerzos. Así se intentaría evitar un nuevo papelón a nivel internacional.
A propósito, qué lindo sería que los directivos de la Federación de Ciclismo tengan alguna sanción por la enorme vergüenza a la que sometieron al país en la Copa del Mundo que organizaron. Sé que es una ingenuidad, tan grande como escribirte. Deben castigarse entre ellos y eso nunca va a suceder.
También me gustaría que deportistas como Arley Méndez no sean discriminados con el estúpido argumento de la cantidad de años que alguien necesita estar aquí para ser chileno. El pesista entrena y vive en nuestro país desde hace años y por eso no sólo representa a Chile y su historia, sino que también es un símbolo del nuevo Chile del siglo XXI, migrante, inclusivo, integrador.
Por último, Viejito Pascuero, me gustaría que mi amigo Felipe Bianchi no critique a colegas desde la autoridad del resultado y menos que exija no hacer columnas con volteretas disfrazadas cuando yo le vi efectuar una de antología con Pizzi.
Gracias Viejito
PD: si puedes tráeme una pelota. Me la iba a regalar Felipe, pero ya no creo que suceda.
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