Óscar Contardo's Blog, page 28
December 3, 2017
La ciudad de los presidenciables
Como miembro del equipo programático de Sebastián Piñera, muchos me han preguntado por qué la ciudad no aparece como tema en los debates presidenciales, siendo que el 90% de los chilenos vivimos en ellas y encarnan parte importante de las demandas por mejor calidad de vida. Ahora que las posiciones se polarizan entre las pensiones o gratuidad en la educación, mi hipótesis es que en ciudad y vivienda al menos existe un diagnóstico compartido.
Ese consenso es fruto de la Política Nacional de Desarrollo Urbano promulgada por el presidente Piñera y validada en un proceso transversal por todos los sectores, al punto que fue recogida por la presidenta Bachelet en su programa de gobierno. Pese a lo anterior, la actual administración concentró sus esfuerzos en los exitosos proyectos de integración social y programas de parques urbanos, descuidando los temas de ciudad y desatendiendo a los campamentos, cuyo número ha aumentado en el último tiempo.
En este sentido invito a revisar y comparar las propuestas de ciudad de los candidatos. Si bien ambos parten de un diagnóstico común, las diferencias son evidentes:
Mientras Piñera propone implementar en forma inmediata una serie de “Planes de Ciudad” en los principales centros urbanos, que terminen con la fragmentación por comunas y permitan coordinar la planificación de la ciudad, sus espacios públicos y transporte como un todo, promoviendo la densificación a lo largo de corredores de transporte y generando sistemas de parques lineales en cauces urbanos y bordes costeros; Guillier descansa en que los problemas urbanos se resolverán con la panacea de una Nueva Constitución, o en base a una serie de proyectos de ley de incierta tramitación; desde uno que pretende capturar plusvalías -desconociendo la existencia de las contribuciones de bienes raíces-, hasta un proyecto de ley donde el burócrata de turno determinará el diseño y tamaño de las viviendas en altura, inhibiendo la innovación necesaria para encontrar diseños que promuevan la densidad sin hacinamiento y reconozcan nuevas dinámicas domésticas como la cohabitación.
Más allá de las expectativas o pragmatismo, lo que marca la diferencia finalmente está en el compromiso y establecimiento de metas claras. Aquí, Piñera vuelve a jugarse con plazos, tal como lo hizo al fijar cuatro años para la reconstrucción el 2010. En su programa hoy se compromete a reducir a la mitad el déficit habitacional en seis años, terminar todos los procesos pendientes de reconstrucción, e implementar el programa “Chile sin Campamentos”. Guillier por su parte, hace una tibia referencia a los campamentos, compromete perfeccionar una serie de programas existentes y termina cuantificando el número de soluciones o familias eventualmente beneficiadas, sin fijar metas o plazos claros.
En momentos en que nuestras ciudades se ven desafiadas por dramáticos cambios sociales y tecnológicos; y compartiendo un diagnóstico claro, más que legislación lo que se requiere son autoridades con determinación, enfocados a la acción y comprometidos con implementar hoy las soluciones que nuestras ciudades necesitan. Es por ello que antes que la retórica estatista o plazos indefinidos exhibidos por Guillier, personalmente votaré por el sentido de urgencia y establecimiento de metas claras propuestos por Piñera.
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Definiciones
El verdadero ganador de la primera vuelta fue el que salió tercero. Por eso me abruma esa forma elíptica con que anuncia su voluntad de destruir a los otros dos en el curso de los próximos cuatro años. El voto en contra ha sido la tónica en esta elección de dos vueltas. Es el voto en contra de la Nueva Mayoría, que perdió votos, parlamentarios y representación del cambio a manos del Frente Amplio. Y es el voto en contra de las fantasías de la derecha, la que creyó que un mal gobierno le pavimentaba, sin lugar a dudas, su marcha imparable a la victoria.
Más que fervores, entusiasmos y esperanzas en uno, han primado los rechazos al otro. Ahora, el Frente Amplio dobla esa apuesta, en una opereta de dos actos.
Declara primero libertad de acción a sus votantes en segunda vuelta. A decir verdad, no le quedaba otra. Su votación es aluvional, suma de malestares diversos, con cruces manifiestos con derecha y Nueva Mayoría, como lo muestran las notables diferencias de votos entre Beatriz Sánchez y el Frente Amplio, sea en parlamentarios o aún más en Cores. Lo proclaman también, el triunfo simultáneo de Beatriz y Chile Vamos en Valparaíso y Puente Alto, así como las diez comunas más ricas del país, en todas las cuales Beatriz salió segunda de Piñera. No son dueños de esos votos. Nadie obedecería “órdenes” del FA para segunda vuelta, fueran ellas las que fueran. Y por si fuera poco, se construyeron afirmando que derecha, Concertación y Nueva Mayoría eran la misma y detestable cosa. No podían entregar un respaldo más claro a Guillier, sin negarse a sí mismos.
Sin embargo, en un segundo acto, sus voceros más reconocidos, no sin aclarar santurronamente que lo hacen solo “a título personal”, estiran la cuerda de la declaración oficial del Frente Amplio diciendo que llaman a votar en segunda vuelta y a hacerlo “contra Piñera”, como si hubiera otra forma distinta de hacerlo que votando por Guillier. Pero inmediatamente y a continuación, agregan que serán oposición tenaz e implacable también a este último, si llegara a ganar. Lo paradójico es que Guillier solo puede ganar si esos voceros, que hablan a título personal, logran convencer a una masa suficiente de votantes del Frente Amplio para que voten por él.
En otras palabras, llaman a votar contra Piñera ahora y a gobernar mañana contra Guillier, que solo cuenta con poco más de un tercio de la Cámara para materializar sus promesas. Quizás, trabajar cuatro años con la esperanza de la próxima vez triunfar gracias a su habilidad para trepar sobre la ruma de cadáveres de otros actores políticos de nuestra democracia, les parezca razonable. Pero deberán hacerse cargo de dos cosas. De una polarización aguda de la sociedad chilena y de cuatro años inútiles para un pueblo que necesita ahora, reformas; especialmente en la forma como el Estado atiende las necesidades de los más desamparados y como destraba la marcha del país.
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December 2, 2017
La osadía de Bachelet
Pareciera que la campaña es Bachelet contra Piñera. Guillier ocupa apenas el trasfondo, tironeado por las diferentes izquierdas, mientras el gobierno en pleno se despliega por él. La vocera ha perdido hasta el recato.
Pero lo que indigna son las apreciaciones de la Mandataria. Ha tenido la osadía de advertir sobre las promesas electorales y llama “a prometer solo lo que uno sabe que va a cumplir” como si ella alguna vez lo hubiese hecho. La posverdad ya es algo que indigna. Permítanme recordar algunas de sus promesas sacadas de su “programa”.
Partamos por lo emblemático: “Más y mejores empleos”. La triste verdad es que hubo menos y precarios casi todos, salvo los 150.000 nuevos funcionarios públicos innecesarios. Así prometió: “Recuperaremos la senda de la responsabilidad fiscal”, para el “déficit heredado de 1%, haremos reforma tributaria para equilibrarlo”. Ofreció llegar a 0% de déficit estructural para el Presupuesto del 2018, lo que ciertamente no ocurrió. La triste verdad es que nunca fue mayor el déficit fiscal y la deuda pública.
Nos dijo “Existen estudios para Chile que dicen que aumento de impuestos a la renta no afecta la inversión”; por cierto ocurrió al revés y tuvo que remover al ministro delirante. Fue más lejos, prometió que “aumentaremos la productividad al 0,5% por año, y en forma sostenida aumentando inversión en ciencia y tecnología”. Todo era mentira. La productividad cayó como nunca año tras año. Y señaló: “A partir del 2015 retomamos la senda sostenida de crecimiento, y éste será 5%”. Pues bien, hemos tenido el más bajo crecimiento desde hace 35 años.
Ofreció “trato preferente para las pymes”, “un nuevo trato para el empleo público”. Prometió que “avanzaremos en el desarrollo de grandes embalses en diferentes regiones”. Dijo que “se invertirán US$ 4.000 millones en infraestructura de salud”.
También ofreció una “promoción decidida de investigación científica”, y tuvimos de manera inédita a científicos protestando frente a La Moneda. Peor aún, en este último presupuesto rebajó los recursos para esos fines. Todo era mentira. Dijo que “crearemos el Código de Infancia”, y también “crearemos un programa de generación de espacios urbanos para la infancia”. Lo ocurrido en el Sename, que es la primera prioridad ética, no tuvo nombre, y recibió en marzo del 2014 el primer informe de la Cámara que era alarmante.
Nos ofreció “la creación de 15 centros pilotos de atención para Alzheimer”, y al parecer se le olvidó. También prometió que “desarrollaremos olimpiadas escolares y educación superior”, iniciativa que comparto, pero nada ocurrió. Aunque parezca una broma de mal gusto, nos dijo “TVN debe desarrollar al menos dos frecuencias gratuitas abiertas adicionales”, y “haremos que TVN se transforme en un actor relevante en el empuje de la digitalización”. Lo cierto es que vimos la peor gestión y farra que ha tenido el canal, y se le inyectaron fondos para no quebrar, por cierto sin que nadie asumiera tal responsabilidad. De igual forma, señaló que “mejoraremos la calidad del servicio del transporte público (tiempo, seguridad, limpieza, información)”. El Transantiago, que ella misma implementó, sigue siendo malo y la evasión compromete recursos enormes que contrastan con la oferta de cero costo. Lo mismo ocurrió con el aumento de parlamentarios que finalmente tiene un enorme costo para las finanzas públicas.
Y para rematar, aseveró que “todos los establecimientos educacionales deberán ser de excelencia”, y ya sabemos que partió sacándole los patines a los mejores, destrozó la educación de establecimientos emblemáticos, y la gratuidad genera bajas de calidad, pues provoca enormes déficits en las universidades que la adoptaron.
De verdad irritan los dichos de Bachelet. Vive en otro planeta. Guillier dice ser el continuador de esta lógica. Juzgue usted y sea responsable.
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Tarde y confuso
La determinación del Frente Amplio (FA) de apoyar a Alejandro Guillier llegó tarde y, lo peor, fue confusa. ¿Qué no hubo tal apoyo? La declaración que sacaron indica que sí: después de precisar que no son dueños de los votos que recibieron en primera vuelta y que la gente es libre de decidir -una obviedad-, expresa que “esperamos que quienes nos apoyaron concurran a las urnas este 17 de diciembre” y luego les recuerda a éstos que “Sebastián Piñera representa un retroceso” en todo lo que importa al movimiento. De acuerdo a la lógica, si se llama a concurrir a votar y se proclama que no se debe hacer por uno de los dos candidatos, entonces se está llamando a sufragar por el otro. Pero eludieron manifestarlo; un típico juego de piernas propio de la política que dicen aborrecer.
¿Por qué actuaron así? Hay más de una razón posible. Que en el fondo les conviene que gane Piñera, lo que precipitaría el ocaso de la Nueva Mayoría y pasarían a ocupar su lugar, su verdadero objetivo político, algo que sin embargo es difícil reconocer abiertamente. O que son un grupo tan heterogéneo que es imposible que concuerden posiciones nítidas, sin provocar reyertas que los desangren. O bien, que temieron ser accionistas de una eventual derrota de Guillier.
Cualquiera sea la razón, no jugarse claramente puede que no sea gratis. Primero, porque si bien es cierto que el ciudadano toma sus propias decisiones, resulta sorprendente que un movimiento político renuncie a influir u orientar con claridad a sus bases de apoyo. Eso es negar el objetivo primordial de tales organizaciones y al objetivo de lograr poder político. Entonces, si finalmente Guillier gana, no podrán atribuirse la calidad de partícipes del triunfo, como no sea argüir que matemáticamente sin sus votantes no se hubiera logrado, cuando se negaron a motivarlos efectivamente a dar la victoria. Más aún, si no aparecen liderando a sus votantes, existirá la duda que el FA mantenga el favor de éstos en futuras elecciones y no será tan atractivo negociar con su flamante bancada en el Parlamento. Menos aún, si la Nueva Mayoría sospecha que siempre tendrán un cuchillo bajo el poncho.
A lo anterior se agrega que llegaron bastante tarde con su equívoca declaración, lo que demuestra que no tienen sentido de oportunidad política. Pasaron casi dos semanas para mostrar solo una “pseuda posición”, cuando seguramente los ciudadanos ya habían decidido que sí irían a votar y por quién. La demora la presentan como una nueva forma de hacer las cosas -primero hay que consultar a las bases-, que en realidad puede ocultar una incapacidad de acordar una posición común (basta ver el encontrón Boric/Jiles).
Sostengo que se está sobrevalorando el resultado obtenido por el FA. Lograron el 16,5% en la elección de diputados, no despreciable, pero está por verse si sabrán administrar y acrecentar ese activo. Si no se muestran capaces pronto, valdrá muy poco.
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Insolencia y obsolescencia
Diversas reacciones generó el confuso acuerdo del Frente Amplio para la segunda vuelta electoral. Mientras la derecha se apresuró a declarar la derrota del oficialismo -pese a que lo más categórico que escuchamos fue el rechazo a Piñera- los voceros de la Nueva Mayoría hacían malabares interpretativos para reconducir tan alambicada declaración. Y aunque no pareció el mejor momento para haber acusado de “ambiguo” a Guillier, lo ocurrido esta semana no debería sorprendernos. Detrás de esa estética de la jovialidad, que tanto se denostó durante esta campaña, subyace una ética del discurso público que pudiera haber interpretado algo más profundo de nuestra realidad política y social.
Primero, la contundente expresión de un recambio generacional, la que no solo tiene una dimensión etaria, sino que también trasuntó un duro golpe a la élite que monopolizó la representación política de las últimas décadas. Salvo algunas excepciones, el resultado de la elección parlamentaria mostró cómo, en la derecha y en la izquierda, sus figuras más emblemáticas resultaron derrotadas; y los que lograron ser elegidos, lo hicieron con una votación muy por debajo de la esperada.
Esa misma nueva composición del Congreso nos revela la importancia que adquirió un segundo rasgo muy propio de este discurso, y que algunos ya han motejado como de “pureza”. En efecto, y en un hecho poco destacado hasta ahora, todos los candidatos que presentaban acusaciones por financiamiento ilegal de la política o involucrados en otros casos de corrupción, quedaron fuera del Senado y la Cámara de Diputados.
Por último, y pese a todas las inconsistencias y faltas de rigor, la candidatura de Beatriz Sánchez desafió varios de los pilares de nuestra institucionalidad política, económica y social; esos mismos que a ratos son presentados como verdades irrefutables por la epístola dominante, discurso que también nos alentó a relativizar el malestar ciudadano.
Pues bien, si reconocemos esas tres dimensiones como parte de la estructura central del discurso frenteamplista, ¿no parece obvio que tanto Piñera como Guillier representan dos caras de la misma moneda? Dicho de otro modo, y reconociendo que existen importantes diferencias entre las candidaturas que se disputan el balotaje, ambas alternativas simbolizarían a una generación que se pretende jubilar, a una conjunción entre la política y el dinero con la cual se quiere terminar, y a un modelo de desarrollo que se quiere transformar.
De esa forma, y pese a que muchos de esos dirigentes todavía no sabían leer cuando se publicó la “Guerra de Galio”, hacen patentemente suyas el itinerario político de la juventud deslumbrante, madurez negociada y vejez aborrecible.
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La crisis de la izquierda
Finalmente, la travesía por el desierto que soporta hace ya unos años la izquierda mundial parece haber alcanzado a la de Chile. En Europa, en la Inglaterra post Blair, en la Francia y la España de los “indignados”, en la Alemania post Schroeder, este proceso adquirió un semblante desgarrador, hasta el punto de que la intelligentsia “progresista”, por ejemplo de Francia, se interesó en los Kirchner y el “socialismo del siglo XXI” de Chávez, mientras el ex trotsko-peronista Alberto Laclau introducía la exaltación del populismo.
La crisis de la izquierda se expresaba, en esos casos, a través de dos fenómenos: un sentimiento de agotamiento del “Estado de bienestar” -esto es, la provisión de más y más bienes por el Estado- que venía a apestar a la socialdemocracia, y la aparición de una izquierda alternativa, antiinstitucional, movimientista y casi siempre de orígenes universitarios, aspirante a desplazar y sustituir a la izquierda anterior.
En los años en que la izquierda europea lo pasaba más mal, la chilena respiraba todavía con orgullo de los aires de Lagos y Bachelet I. Era tan normal y exitosa, que nadie la vino a ver, nadie la visitó para aprender de ella. Más tarde, Bachelet II ha representado un extraño esfuerzo de síntesis: retener el reformismo socialdemócrata simpatizando con el movimientismo antirreformista. O sea, la Concertación más la Nueva Mayoría, más una simpatía inocultable (pero personal) por el Frente Amplio, aunque no haya reciprocidad en el afecto. Esto formaría algo así como la “mayoría por los cambios” que la Presidenta muestra como confirmación de sus diagnósticos. En este imaginario, el Frente Amplio no importa en su lado crítico, aunque ese lado sea justamente el que más le importa al mismo Frente Amplio, porque de otro modo no existiría. Es un imaginario maternal, no político.
Lo que hay ahora en Chile es esto: una izquierda moderada (pero ya no centroizquierda), cuyos partidos respaldan a Alejandro Guillier; una ultraizquierda que se acerca a batir el récord de la insignificancia, y una izquierda alternativa, el Frente Amplio, en la que predomina la sensación de haber nacido recién, a pesar de que esta condición aplica sólo para algunas de sus partes (no, por ejemplo, para el Partido Humanista, que se acerca a los 30 años). Si uno quiere sumar las partes, quizás obtenga grandes números; pero esa sumatoria es una fantasía engañosa. La verdad cruda es que, en sus inconciliables partes, la izquierda ha pasado a ser una minoría con pronóstico estable.
La cuestión de las partes fue esencial para el Frente Amplio en la discusión posterior al 19 de noviembre. Primera distinción: ¿Dónde deberían depositarse dos cosas que son ligeramente distintas, el 20% de Beatriz Sánchez y el 15% de sus parlamentarios? Segunda distinción: ¿Quién tendría más importancia para la decisión sobre segunda vuelta, todos los partidos y movimientos por igual, o un poco más los que resultaron hegemónicos en la parlamentaria? Tercera distinción: ¿Qué sería más importante, imponer algunas condiciones programáticas a Guillier o asegurar desde ya la condición de futura oposición, esto es, de agrupación discordante y crítica de esa persona? Resumiendo: ¿Apoyar o no a Guillier?
El resultado ha sido previsiblemente ambiguo: no hay apoyo a Guillier ni (por supuesto) a Piñera. Era del todo evidente que así ocurriría, porque el Frente Amplio no podría exponerse a dar una instrucción que luego se pareciera al humo. Un mínimo de prudencia política exigía dejar esa decisión abierta. Otra cosa es que haya sectores o personas (en esta fase es difícil distinguir ambas cosas) que pongan por delante el problema del poder, dejando para el camino el problema del proyecto. Esta dicotomía es la que se expresó, entre otros eventos, en la confrontación tuitera de Pamela Jiles y Gabriel Boric.
Ya se sabe que prevaleció lo segundo. Pero más al fondo de esta polémica y de la decisión sobre la segunda vuelta se encuentra cierta incertidumbre sobre el camino futuro: ¿Se irá el Frente Amplio por el rumbo de la política identitaria que parece haber prevalecido hasta aquí, o accederá a alguna forma de alianza con la izquierda tradicional?
El momento para discutirlo no es el actual, porque, de un lado, está demasiado contagiado por los inusitados resultados del domingo 19 y, del otro, demasiado presionado por la urgencia de una segunda vuelta que no le pertenece y en la que su capacidad de influir es cuando menos dudosa. No permitir que esas presiones condicionen su discusión futura ha sido una de las decisiones más coherentes que ha tomado el Frente Amplio. No será el responsable del gobierno que resulte elegido el 17 de diciembre, y en cualquiera de los dos casos se ubicará en la oposición. Quien esperase otra cosa sencillamente se equivocaba.
Sin embargo, la cuestión identitaria tiene más importancia de lo que parece. Un libro reciente del profesor Mark Lilla, provocador ya habitual en el debate de la izquierda y militante del “progresismo liberal” -lo más parecido al socialismo europeo en Estados Unidos-, sostiene que la crisis global de la izquierda se debe a la sustitución de la idea de “bien común” o de “ciudadanía” por las identidades fraccionales, que responden a demandas segmentadas y establecen alianzas de ocasión, con baja lealtad a los proyectos de alcance nacional. The once and future liberal rastrea el origen de ese fenómeno hasta los años 60, cuando una generación “de profesiones liberales como leyes, periodismo y educación”, criada en la no discriminación y en las asambleas, sustituyó a la que venía “de la clase trabajadora y las granjas”, formada en talleres y clubes políticos, y cambió con ello el rostro del “progresismo”. Lilla observa que uno de los rasgos de la política identitaria es que casi siempre se trata de identidades “ofendidas”, que buscan ser liberadas de algún oprobio, y que con ello condicionan la formación del proyecto político.
Como en todos sus ensayos, Lilla recuerda, casi con majadería, que la experiencia política se configura con la imagen informada de la historia y del conflicto, de la ley y de la justicia. No se configura realmente con una opresión o una injusticia particular, ni mucho menos con las informaciones “posverdaderas” que circulan por los medios digitales.
La cuestión de la historia se ha vuelto urticante para algunos dirigentes del Frente Amplio, aunque a nadie se le habría ocurrido utilizarla si no fuese porque ellos mismos han mostrado serias carencias en esto. Tampoco es necesario considerar esa crítica como una agresión, ni como una patronización paternalista. Lo que conviene es tomársela en serio, porque la historia política tiende a los espejismos y las repeticiones.
El Frente Amplio tiene por delante una tarea muy difícil, que es la de demostrar que puede ser más que el 20% de su candidata presidencial, porque con eso se contenta, pero no se gobierna.
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Incertidumbre
El resultado de la primera vuelta presidencial vino a sepultar el principal activo político que hasta ese entonces ostentaba la candidatura de Sebastián Piñera: la certeza mayoritaria de que su victoria era inevitable. Luego del exiguo 36% obtenido en dicha instancia y de que la suma de los candidatos de centroizquierda se acercara al 55%, la convicción de que el candidato de centroderecha tenía la elección ganada se vino al suelo. Súbitamente, el imaginario de una “carrera corrida” desapareció del mapa y fue reemplazado por un expectante empate técnico.
A partir de este nuevo escenario, la crisis de confianza se transformó en la principal dificultad de la campaña opositora, y la necesidad de recomponer el estado de ánimo de sus partidarios pasó a ser un elemento determinante en la posibilidad de conquistar nuevos electores. Con todo, lo que se ha observado en estas primeras dos semanas es que Sebastián Piñera no logra, hasta ahora, superar el impacto simbólico de la primera vuelta, para transmitir la seguridad requerida en una instancia donde la diferencia se resolverá en los márgenes.
Este cambio en el factor subjetivo ha tenido también efectos visibles en el oficialismo. La expectativa de que el triunfo de Alejandro Guillier es ahora posible ha revitalizado a la Nueva Mayoría y, sobre todo, al gobierno, que activó un despliegue inédito donde la presidenta Bachelet y su agenda de reformas se instalaron como el principal contrincante de Sebastián Piñera. Una apuesta de “todo o nada” en la que si Guillier finalmente no logra imponerse el próximo 17 de diciembre, la Mandataria no podrá quedar al margen del fracaso político, como sí pudo hacerlo en 2010 tras la derrota electoral de Eduardo Frei. Ahora, en cambio, la lógica “plebiscitaria” con la que se ha revestido la actual contienda hará muy difícil evaluar el “legado” de esta administración al margen del desenlace electoral.
Al cuadro de mayor incertidumbre se agregó también está semana la indefinición del Frente Amplio ante el balotaje, una muestra categórica de la todavía débil consistencia política y del ambiguo liderazgo que exhibe el nuevo conglomerado. Como sacado de un glosario de Cantinflas, se intentó equilibrar una posición donde se establece como “un retroceso” el eventual triunfo de Sebastián Piñera, pero no se llama a votar por la única opción electoral para que ese escenario no se produzca. En síntesis, una fuerza emergente que aspira a tener una incidencia gravitante en el futuro político del país, decidió no tomar una definición frente a una de las más trascendentes disyuntivas de las últimas décadas.
Al final del día, la incertidumbre instalada luego de la primera vuelta se ha convertido en el principal factor de reordenamiento político de estas semanas: un desafío a superar en el caso de Sebastián Piñera, un incentivo a correr mayores riesgos por parte del gobierno y una oportunidad desaprovechada para el Frente Amplio. En buena medida, el resultado final de esta contienda presidencial va a depender de la capacidad que exhiban los distintos actores para atenuar o usar a su favor dicha incertidumbre.
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Dos caracteres, una disyuntiva
Faltando dos semanas para la elección presidencial, considerada la elección más dramática de los últimos 25 años, resulta impertinente, matapasiones incluso, decirlo, escribirlo y hasta pensarlo: que entre tanto forcejeo programático de cara al 17 de diciembre próximo, al final quizás la variable más decisiva para investir al próximo Presidente de la República será el carácter de los candidatos.
En principio, no hace mucho sentido. Y no lo hace porque -estando en juego la Constitución, las AFP, el CAE, los 600 empleos, el futuro de las reformas- pareciera haber poco espacio para factores como la confianza, la conexión o la cercanía que los chilenos sintamos con Piñera o con Guillier.
Aunque en varios círculos esté de moda preguntar qué hizo mal el país para tener solo esta disyuntiva al frente, la verdad es que no es por casualidad que ambos llegaron donde están. Algo y más de algo deben representar en el Chile de hoy. Piñera no solo ya fue presidente, sino que hasta el momento ha sido la única figura acreditada de la centroderecha con capacidad de traspasar electoralmente las fronteras tradicionales del sector. Lavín estuvo a un punto de conseguirlo en 1999, pero ahí quedó. Piñera, en cambio, lo logró el 2009, y si su nombre, después de abandonar La Moneda, continuó presente en la escena política es no solo porque él haya tenido ganas de volver, sino porque en el intertanto nadie en la derecha consiguió mayor convocatoria que la suya.
Piñera, al final, es un fenómeno bastante menos autista y desconectado del país de hoy de lo que con frecuencia se dice. Interpreta a un electorado que si bien se siente cómodo con las oportunidades de la modernidad, tampoco se niega a reconocer los problemas o las asimetrías que genera. No viene del ADN ideológico de la derecha más dura ni tampoco del ADN social de la derecha más rancia. Es un tipo pragmático, centrista, responsable y trabajador que se mueve con bastante mayor libertad en el plano de los desafíos de la gestión que en los dominios de la acción política, donde se le escapan alcances que nunca ha logrado controlar muy bien ni en su discurso ni en sus gestos. Su ventaja, su gran ventaja -aunque más de alguien podría decir que es también su mayor limitación- es que el país ya lo conoce y esta circunstancia es la que hace un poco inútil el debate sobre qué tan igual y qué tan distinto es el Piñera de ahora en relación al del 2010. Lo más probable es que Piñera, con sus competencias y limitaciones, y por más que el país haya cambiado bastante, sea el mismo de siempre.
Alejandro Guillier se convirtió en el abanderado de la centroizquierda en parte porque no hubo otro, en parte porque Lagos fue desahuciado por la Nueva Mayoría mucho antes de que declarara siquiera su disponibilidad a competir y, también en parte, porque, perteneciendo al oficialismo, era por lejos la figura menos contaminada con el gobierno de Bachelet. Fueron las encuestas, las golpeadas y discutidas encuestas, las que lo instalaron donde está. Y aunque el senador nunca haya podido equilibrar demasiado bien la pulsión ciudadana que reivindicó al comienzo de su candidatura con la pulsión política orgánica de los partidos que lo apoyan, logró zafar -apenas- de la primera vuelta y convertirse en tabla de salvación tanto del gobierno como del llamado progresismo. Guillier no es un cero a la izquierda como candidato. No hay duda que ha estado ganando aplomo. Comunica bien -es su profesión, después de todo-, es tranquilo, proyecta una imagen de moderación que proviene mucho más de su carácter que de su discurso, dista mucho de ser un político atrapado en cepos ideológicos, pero tiene desencuentros con la modernización que Chile ha experimentado. Es posiblemente este mix -y no sus contradicciones, tampoco su tendencia a la imprecisión y su facilidad para hablar golpeado ante los que son duros y con suavidad ante los que son blandos- lo que lo convierte en un candidato competitivo y viable.
Es cierto que la ciudadanía está convocada en dos semanas más a elegir no con quién se siente mejor, sino en qué tipo de país quiere vivir en el futuro. En lo básico, Piñera propone reactualizar la fórmula que inspiró los mejores 25 años de nuestra historia: solo que le agrega al esquema de democracia liberal y de economía de mercado una dramática exhortación a los acuerdos y un resuelto principio de estado de bienestar. Guillier, que tiene menos experiencia política y poca fe tanto en los partidos como en los mecanismos de democracia representativa, apela con frecuencia a un difuso concepto de participación ciudadana y está dispuesto a profundizar el proceso de reformas que inició este gobierno. Su propósito es el mismo: romper las poleas de la desigualdad. No está, sin embargo, claro si su desencuentro con el capitalismo democrático es mayor o menor que el de Bachelet.
Ajustes más, ajustes menos, en lo fundamental eso es lo que está en juego. Lo estuvo siempre en la campaña, pero ahora la disyuntiva comienza a verse con mayor claridad. En relación a la primera vuelta, sin embargo, entraron a la elección dos factores que antes no estuvieron. Uno corresponde a la ansiedad del gobierno, que había dado todo por perdido y ahora comprueba con la erótica de las matemáticas que el cuadro no es tan desastroso como en un momento temió. El otro lo aporta el miedo de la derecha a que se le vaya de las manos un triunfo que había dado por seguro.
En esta nueva composición de lugar, claro, los caracteres podrían pasar a segundo plano, al menos en el plano mediático. Pero la democracia, con todo lo sabia que pueda ser, es un sistema que sabe poco de lo que ocurre en la apartada intimidad de los ciudadanos al entrar a las casetas de votación.
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El derecho a ser dictador
En un ensayo reciente sobre la corrupción de las instituciones políticas tras un simposio organizado por “The New Criterion”, Roger Kimball utiliza dos epígrafes, uno de Edmund Burke, el pensador británico del siglo XVIII, y otro de James Madison, uno de los fundadores de Estados Unidos, que calzan como guante en el acto de despotismo que acaba de perpetrar Evo Morales en Bolivia.
La cita de Burke, sacada de uno de sus famosos panfletos, sostiene, a propósito de la conducta de Jorge III, que “las formas de un Estado libre y de un Estado arbitrario no eran cosas del todo incompatibles”. La de Madison, tomada de El federalista, la recopilación de ensayos que sirvieron para defender la Constitución estadounidense, afirma que la gran dificultad para diseñar un Estado en el que los hombres gobiernen sobre los hombres es que “primero tienes que permitir que los gobernantes controlen a los gobernados y, en segundo lugar, obligar a los gobernantes a controlarse a sí mismos”.
Casi dos siglos y medio después de escritas estas observaciones sobre la tendencia del poder a perpetuarse usando las armas de la propia democracia, un nuevo ejemplo latinoamericano nos recuerda el problema medular de esta región del mundo. Haciendo tabla rasa de la legalidad y la constitucionalidad, el régimen de Evo Morales ha allanado el camino para que él se presente a una cuarta elección presidencial consecutiva y a las que quiera en el futuro.
No lo ha hecho declarándose “dictador”, cerrando el Parlamento y los tribunales, o sacando los tanques a las calles. Le ha bastado que dos instituciones de la democracia, la Cámara de Diputados y el Tribunal Constitucional Plurinacional, desmonten el entramado jurídico de la propia democracia -y reviertan la decisión del pueblo boliviano expresada mediante referéndum- para dejar las cosas expeditas, a fin de hacerse reelegir indefinidamente. En ese sencillo y grave acto está resumida la tragedia de las repúblicas independientes de América Latina. De todas las formas que asume el populismo en esta parte del mundo para perpetrar sus estropicios, la más importante, la que define a todas, es la concentración desmesurada, ilimitada, de poder en manos del “redentor” (según la feliz expresión de Enrique Krauze) que se erige por encima de las instituciones para salvar al pueblo.
Los antiguos romanos inventaron la figura del “dictador” para situaciones de emergencia. El Senado delegaba en los “cónsules”, ante una emergencia, por lo general de tipo militar, la responsabilidad de proponer el nombre de un magistrado al que, temporalmente, se le otorgaban poderes extraordinarios para mandar. Una vez pasada la emergencia -o, en su defecto, habiendo transcurrido seis meses-, el Senado le retiraba a ese magistrado dicho poder. Con el tiempo, el sistema degeneró y, mucho después de Roma, el mundo occidental vivió distintas formas de dictadura que poco tenían de temporales, al menos voluntariamente, y a las que los críticos denunciaron utilizando el vocablo romano. La forma que emplea Morales es una de las variantes más perversas: aquella en la que, en lugar de abolir las instituciones de la democracia, hace que ellas mismas le concedan los poderes dictatoriales de forma vitalicia.
En este caso, un grupo de diputados enfeudados a él, encabezados por la presidenta de la Cámara Baja, Gabriela Montaño, plantearon un recurso de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional para dejar sin efecto algunos artículos de la Ley de Régimen Electoral. Los magistrados, por unanimidad, aceptaron los argumentos de los diputados y dieron la luz verde a Morales, que gobierna desde 2006, para presentarse a la tercera reelección -o cuarta elección- consecutiva en 2019 a fin de que pueda gobernar de 2020 a 2025.
Pero la argumentación ni siquiera fija el siguiente mandato como un límite: más bien como el comienzo de una secuencia potencialmente infinita. Porque el argumento es que la postulación de Morales es un derecho político que él tiene como ciudadano; que ese derecho está amparado en el artículo 23 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos; que, según la Constitución boliviana, los tratados internacionales prevalecen sobre la legislación interna del país cuando ello redunda en beneficio de los derechos humanos, y que, por tanto, los artículos de la Ley de Régimen Electoral que limitan su reelección son inconstitucionales.
Esta argumentación, aceptada por el tribunal que, se supone, existe para impedir la violación de la Constitución, será válida no sólo en las elecciones del próximo año, sino en las que tengan lugar cinco años más tarde, y así sucesivamente. Por tanto, Morales ha convertido la ya dúctil democracia boliviana en una plastilina con la que sus manos juegan a su antojo. Ha demostrado, una vez más, que un Estado libre y un Estado arbitrario pueden ser la misma cosa, que se puede vestir a un sistema dictatorial con los atuendos de una democracia formal.
El proyecto vitalicio era evidente desde el inicio, como lo fue en todos los gobernantes populistas, empezando por Hugo Chávez, que desde finales del siglo pasado llegaron al poder por la vía electoral y de inmediato organizaron las cosas para reemplazar las instituciones por otras, dóciles y cómplices.
Recordemos que Morales, quien llega al poder en 2006, convoca a una Asamblea Constituyente para redactar una nueva Carta Fundamental y que en ella ocurren, entre muchas otras, dos cosas que facilitarán luego su perpetuación en el mando. Una: los constituyentes cambian el nombre del país, que deja de ser la República de Bolivia y pasa a ser el Estado Plurinacional de Bolivia. La otra: la nueva Constitución permite dos mandatos consecutivos, es decir, una reelección.
Con lo primero, Morales se aseguró de que el mundo empezara de nuevo, por tanto de que la legalidad anterior, de un país que ya no existía, quedase abolida. Así, su primer mandato dejó de ser el primero: su reelección, que ocurrió en 2009, se convirtió en su primera elección. Lo segundo permitió que, cumplido ese segundo mandato que había pasado a ser el primero, pudiera presentarse en las elecciones de 2014 sin violar su Constitución. Para ello necesitó que el Tribunal Constitucional, usando un mecanismo muy similar al que había empleado en su día Alberto Fujimori en el Perú, interpretara que el primer mandato no había sido el primero y que Evo Morales había empezado a gobernar a partir del periodo surgido bajo la nueva Constitución.
El tiempo pasó y llegó el tercer gobierno consecutivo de Morales -segundo bajo la nueva Constitución-, lo que implicaba que, con las reglas de juego que él mismo se había hecho dar, debía abandonar el poder en 2020 por estar impedido de presentarse a los comicios de 2019. La solución que ideó para sacar del camino el escollo y presentarse al cuarto mandato consecutivo fue un referéndum, que convocó, obedientemente, el Tribunal Electoral en febrero de 2016. A estas alturas, ni Evo Morales era ya tan popular como antes, ni había estómago suficiente en la ciudadanía como para tragarse un bocado reeleccionista tan suculento. Ocurrió lo impensable: más de 51% de los votantes le dijeron “no” en el referéndum. Morales se había comprometido a cumplir la decisión -que era vinculante- afirmando, cuando fue convocada la consulta, que “si el pueblo dice no”, él se iría porque “no vamos a hacer un golpe”.
Así es como llegamos a noviembre de 2017, en que fue menester volver a hacer compatibles -en palabras de Burke- el Estado libre y el Estado arbitrario, es decir a usar las formas de la democracia para abolir la democracia. El Tribunal Constitucional, aceptando la argumentación de los diputados del MAS, el partido oficialista, ha hecho escarnio de la Constitución del propio Morales que limitaba a una sola el número de reelecciones y del referéndum, la voz del pueblo, que en un régimen populista es, se supone, incontestable.
La argumentación del régimen de Morales -todas las instituciones del Estado son suyas porque él manda en ellas tras haber acabado con el juego de pesos y contrapesos diseñado en una democracia liberal para impedir el abuso de poder- es que sus derechos políticos estaban siendo vulnerados por la legislación electoral. Legislación electoral que el propio Morales había hecho aprobar bajo los parámetros de la nueva Constitución, también suya. Para esto se recuesta en el artículo 23 del Pacto de San José (a Convención Americana sobre Derechos Humanos aprobada en 1969, que es un pilar del Sistema Interamericano).
Ese artículo habla de los derechos de los ciudadanos a participar en política y tiene como razón de ser exactamente lo contrario de lo que Morales pretende hacer creer a su país. La función de ese artículo es proteger a los ciudadanos contra el despotismo, consagrando sus derechos políticos (el derecho a ser elegidos, por ejemplo), que forman parte de sus derechos humanos. No dice que para proteger esos derechos haya que violar la legalidad, es decir los derechos de los demás, que es lo que está haciendo Morales. Su espíritu (lo más importante) y su letra (limitada, como inevitablemente lo es todo texto de este tipo) tienen la clara finalidad de evitar la dictadura, no de entronizarla.
El ex Presidente Jorge Quiroga ha dicho que Morales está invocando, insólita y cínicamente, el derecho a ser tirano. Y ha pedido, junto con muchas otras voces bolivianas, que el propio Sistema Interamericano se pronuncie. Es imperiosamente necesario, sin duda, que ello suceda. La Comisión de Derechos Humanos de la OEA (y la Corte de Derechos Humanos del mismo organismo) seguramente tendrán en sus manos, más temprano que tarde, esta papa caliente. Aunque algunos de sus fallos han sido controvertidos, y aunque es verdad que hay en dichas instancias algunas personalidades con simpatías políticas de izquierda (habrá pronto, por cierto, una renovación de miembros), en lo que se refiere a la defensa de la democracia y los derechos humanos el balance es muy positivo. Hay hoy día, además, en la Secretaría General de la OEA un líder que está jugando un papel de primer orden en la defensa del estado de derecho. No es concebible que, ante esta aberración emblemática del mal político de nuestro tiempo, avalen la interpretación delirante que La Paz pretende hacer del Pacto de San José.
Todos sabemos, sin embargo, que la verdadera batalla no se libra en Washington, sino en Bolivia, donde una mayoría se opone al “derecho” de Morales a ser tirano. No hay duda de que se vienen meses violentos, en los que el gobierno empleará todo lo que esté a su alcance para salirse con la suya. Ojalá, por el bien de América, que no lo logre.
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Suma cero
A ver si entendí bien: lo que los chicos listos de Giorgio declaran es que serán oposición a cualquier gobierno que venga por delante, sea encabezado por Piñera o Guillier, pero al mismo tiempo exigen que el exrostro incorpore sus propuestas en su inexistente programa.
No soy bueno para las matemáticas, pero mis cálculos preliminares indican que eso suma exactamente cero.
Piénselo bien: si se cumplen todos los deseos de estos Mapu con iPhone, como los llamó un brillante columnista, terminarían oponiéndose a sus propias ideas.
Eso, mis estimados y escasos lectores, resulta tan enredado como llamar a votar para derrotar al candidato de la derecha, pero sin apoyar al candidato de la izquierda, que es, más o menos, lo que el Frente Amplio consiguió hacer en su declaración pública del pasado jueves.
No sé a ustedes, pero a mí no me sorprende. Giorgio y sus chicos tienen una innegable e insaciable vocación por el poder y, en ese proceso, casi todo está permitido: apoderarse del Ministerio de Educación para luego arrancar cuando las cosas se pusieron difíciles, abandonar a doña Josefa cuando se destaparon los problemas financieros en Providencia, incluir a Pamela Jiles en su lista para luego intentar “domarla” y un extenso etcétera que no tengo tiempo ni ganas de reproducir.
Lo que importa, como queda de manifiesto, es mantener contentos a sus clientes electorales. ¿Y cuáles son esos clientes? Por lo pronto, todos los molestos. Molestos con cualquier cosa: con las AFP, con las isapres, con Entel porque se cayó la señal, con las farmacias porque cobran caro, con la productora de espectáculos por las entradas al concierto, con su jefe, con su banco, etc. Y luego están los hijos de papá: imberbes que neutralizan su leve sentimiento de culpabilidad con alguna bravuconada social para luego partir a surfear a Pichilemu.
Por lo mismo, no se desconcierte si observa que las promesas de los candidatos empiezan a desbandarse (¡900 mil empleos comprometió el exrostro! Tendrá que fabricar trabajadores).
Porque a estas alturas a nadie le importa. Cada uno votará por el que mejor represente su domicilio político, independiente de lo que proponga, anuncie o cambie de su programa.
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