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lectrología,
Ah, sí, también hay una caja de cerillas. —¿Para qué? —preguntó Smeems, estirando el brazo hacia el garfio. —No he podido evitar fijarme en que el Emperador se ha apagado, señor —dijo la voz de abajo con tono jovial. —¡No es verdad! —Creo que descubrirá que sí, señor, porque no veo la… —¡En el departamento más importante de esta universidad no hay sitio para los cortos de vista, Huebos!
Me estaba preguntando, señor… La vela que nunca se apaga, ¿cuántas veces… no se ha apagado? Smeems se tragó la réplica hiriente. Por algún motivo, supo que no haría sino crear problemas a largo plazo. —La vela que nunca se apaga ha dejado de apagarse tres veces desde que soy paje de velas, muchacho —respondió—. ¡Es un récord! —Una hazaña envidiable, señor. —¡Y que lo digas! Y eso con todas las cosas raras que están pasando últimamente.
Era una especie de destilación de la belleza lo que viajaba a su alrededor y se extendía por el éter circundante. Cuando pasaba junto a ellos, los magos sentían el impulso de escribir poesía y comprar flores.
Es un hecho contrastado en cualquier organización que, si se quiere ver hecho un trabajo, conviene asignárselo a alguien que ya esté muy ocupado. La idea ha provocado cierta cantidad de homicidios y, en un caso, la muerte de un director general por encierro repetido de la cabeza en un archivador tirando a pequeño.
He ido al fútbol, sabes. Hoy jugábamos contra esos cabrones de Dimwell. —¿Hasta las tres de la mañana? —Son las reglas, sabes. Jugar hasta que se acabe el tiempo, caiga el primer muerto o haya un gol. —¿Quién ha ganado? —Nosé.
Pero dejamos de participar en eso hace años —dijo Ridcully—. Turbas en las calles, repartiendo patadas, puñetazos y gritos… ¡y esos eran los jugadores! ¡Ojo, los espectadores eran casi igual de malos! ¡Había centenares de hombres por equipo! ¡Un partido podía durar días! Por eso se le puso fin.
Los magos asintieron. Lo que habían oído era: «Puede que Vetinari tenga sus pequeñas manías, pero es el hombre más cuerdo que hemos tenido en el trono desde hace siglos, nos deja en paz y nunca se sabe qué ases guarda en la manga». No había réplica para eso.
De acuerdo, Stibbons, ¿qué sugiere? —dijo Ridcully—. Hoy en día solo me informa de un problema cuando ya ha pensado una solución. Respeto ese método, aunque lo encuentro un tanto siniestro.
¿Cómo has sabido que era yo, Gobbo? —Por su leitmotiv, señor Trev. Y prefiero Huebo, gracias. —¿Qué es eso del limotif? —preguntó la voz a su espalda. —Es un tema o acorde repetido que se asocia a una persona o lugar en concreto, señor Trev
Probablemente, pensó Huebo. Nadie pudo mantenerse neutral cuando el Lejano Uberwald se sumió en la Guerra Oscura. Quizá allí hubiera auténtica maldad, pero al parecer la maldad estaba, curiosamente, siempre en el otro bando.
Le aseguro que me baño regularmente —protestó. —Pero ¡si estás gris! —Bueno, hay gente que es negra y gente que es blanca —dijo Huebo, casi llorando. ¿Por qué, por qué habría salido de las cubas? Allí abajo se vivía bien, sin complicaciones, y además en calma, cuando Hormigón no iba pasado de óxido ferroso. —No funciona así. No eres un zombi, ¿verdad?
¿Y qué es lo que los hace importantes? —preguntó—. ¿Salir en una revista y ya está? —También hay consejos de moda —dijo Juliet a la defensiva—. Mira, aquí pone que el cromo y la micromalla de cobre son lo último esta temporada. —Esa es la página para enanas —suspiró Glenda—. Venga, recoge tus trastos y te acompaño a casa.
Personalmente, odiaba la violencia del fútbol, pero era importante pertenecer a una comunidad. No pertenecer, sobre todo después de un gran partido, podía ser peligroso para la salud. Era importante mostrar los colores correctos en tu barrio. Era importante encajar.
Señor Stibbons, ¿lo único que tenemos que hacer es enfrentarnos al otro equipo y perder? —preguntó. —Exacto, archicanciller —dijo Ponder—. Basta con regalar el partido. —Pero perder significa que nos vean no ganar, ¿tengo razón? —Eso parece, sí. —Entonces creo que, más bien, deberíamos ganar, ¿no le parece?
En ese caso —prosiguió, en el repentino silencio—, he elaborado, en referencia a las tablas caloríficas, un régimen que proporcionará a todos los presentes tres comidas nutritivas al día… El prefecto mayor arrugó la frente. —¿Tres comidas? ¿Tres comidas? ¿Qué clase de persona toma tres comidas al día? —Alguien que no puede permitirse nueve —respondió Ponder tajante—. Podríamos estirar el dinero si nos concentramos en una saludable dieta de cereales y verduras frescas. Eso nos permitiría mantener la tabla de quesos con un surtido de, pongamos, tres variedades.
¿Sugiere en serio que regalemos títulos a cambio de la mera capacidad física? —preguntó el catedrático de Estudios Indefinidos. —No, claro que no. Sugiero en serio que regalemos títulos a cambio de la extrema capacidad física. ¿Debo recordarle que yo remé para esta universidad durante cinco años y gané un Marrón? —¿Y para qué le sirvió, exactamente? —Bueno, en mi puerta pone «Archicanciller». ¿Recuerda por qué?
Bueno, sí, señor, por ahí no hay problema, pero es un trasgo, al parecer, y en términos generales, ya sabe, es una especie de tradición extraña, pero cuando los primeros representantes de otras especies llegan a la ciudad, empiezan en la Guardia… Ridcully carraspeó, sonoramente. —El problema de la Guardia, Stibbons, es que hacen demasiadas preguntas. Sugiero que no deberíamos emularles.
Había llegado a conocerse todos los sótanos y talleres del castillo de la señora. Ve a donde te plazca, habla con todo el mundo. Haz cualquier pregunta; obtendrás respuestas. Cuando quieras aprender, se te enseñará. Usa la biblioteca. Abre cualquier libro.
Mire, señorita, el otro día vino a verme y me dijo que una vez había visto a un herrero y que si podía probar. En fin, ya conoce las órdenes de la señora, de modo que le di un poco de metal y le enseñé el martillo y las tenazas, y en un santiamén se puso a batir el hierro con una voluntad de… bueno, ¡de hierro! Fabricó un cuchillito la mar de apañado, muy bien hecho. Piensa en las cosas. Se le nota en ese jetillo feo que está dándole al coco. ¿Había conocido a un trasgo antes?
La gente no entiende los límites de la tiranía —prosiguió Vetinari, como si hablara solo—. Creen que, como puedo hacer lo que me plazca, puedo hacer lo que me plazca. Basta pensarlo un instante, por supuesto, para ver que no es así.
Ya, con la magia pasa lo mismo —respondió el archicanciller—. Si uno va por ahí tirando conjuros como si no hubiera un mañana, lo más probable es que no lo haya.
Qué desgracia, no sabía que sus tiempos hubieran pasado, Mustrum —dijo lord Vetinari, con una sonrisa.
Veo el sarcasmo. Como mago, debo decirle que las palabras tienen poder. —Como político, debo decirle que ya lo sé. ¿Cómo le va? Algunas personas preocupadas querrían saberlo.
Esta es una universidad de magia, Stibbons. La seguridad no es asunto nuestro. El mero hecho de ser mago es inseguro, y así tiene que ser.
Caballeros, dentro de unas tres horas se juega un partido. Sugiero que lo observemos. Con ese fin, les exigiré que lleven… pantalones.
Sin embargo, ninguno es tan potencialmente peligroso como nosotros. Sí, en efecto. No sé qué podría pasar si los magos tuviéramos hambre de verdad. De modo que haced lo que os pido, os lo imploro por esta vez, por el bien de la tabla de quesos.
Ahora, por supuesto, le sorprendía que alguien encontrase extraño que el custodio de todo el saber que podía existir fuese de color marrón rojizo y colgase a menudo a unos cuantos palmos sobre su escritorio, y estaba bastante segura de conocer por lo menos catorce significados de la palabra «ook».
»Ejem, has sido muy amable al decir eso de mí —prosiguió—, pero deberías haber usado un lenguaje más apropiado. —Ah, sí, cuánto lo siento —dijo Huebo—. El señor Trev me avisó. No tengo que hablar finolis. Debería haber dicho que tiene unas enormes t… —Déjalo ahí, ¿vale? ¿Trevor Probable te está enseñando elocución a ti?
Esto… ¿rosa? —dudó Huebo, sosteniendo en alto la bufanda. —Sí, ¿qué pasa? —Bueno, ¿no es el fútbol un juego de hombres rudos? Mientras el rosa, si me disculpa, es más bien un color… femenino.
Ah, creo que ya lo tengo. El rosa proclama una masculinidad casi beligerante, diciendo como dice: «Soy tan masculino que puedo permitirme tentarte a que lo pongas en duda, lo que me dará la oportunidad de proclamarlo de nuevo sometiéndote a violencia a modo de respuesta». ¿No sé si habrá leído alguna vez Die Wesentlichen Ungewissheiten Zugehörig der Offenkundigen Männlichkeit de Ofleberger?
Hicieron falta muchas explicaciones, pero, en esencia, por lo que a Huebo le fue dado entender, sucedía lo siguiente: Dimwell puntuaba a todos los equipos de fútbol de la ciudad en proporción a su cercanía física, psicológica o visceral en general, a los odiados Hermanas Dolly. Las cosas habían evolucionado así, y punto. Si se asistía a un partido entre otros dos equipos, de manera automática y en función de un complejo y siempre cambiante tanteo de amor y odio, se animaba al equipo que más próximo estuviera a una alianza con el terreno natal propio, o más bien con los adoquines natales
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Nobbs… no es un apellido habitual. Dígame, Alf, ¿no será pariente, por casualidad, del famoso cabo Nobby Nobbs de la Guardia? El señor Nobbs lo encajó bien, pensó Ridcully, dada la torpe falta de protocolo. —¡Noseñor! —Ah, una rama diferente del apellido, entonces… —¡Noseñor! ¡Un árbol diferente!
Y así aparecían otras personas como el señor Fuerteenelbrazo, un enano, que vendía productos de belleza para la señorita y la señora troll, a través de mujeres como Glenda, una humana, porque, a pesar de que hoy en día enanos y trolls eran oficialmente grandes amigos gracias a algo llamado Acuerdo del Valle del Koom, esa clase de cosas solo significaba algo para la clase de gente que firmaba tratados. Ni siquiera el enano más bienintencionado recorrería algunas de las calles por las que Glenda, todas las semanas, arrastraba su lamentable maleta
Con un golpetazo que provocó una estampida de palomas como la detonación de una margarita, el Bibliotecario aterrizó en el tejado que había elegido. Le gustaba el fútbol. Los gritos y las peleas tenían algo que atraía a sus recuerdos ancestrales.
Se dice que el espectador ve casi todo lo que pasa en el partido, pero el Bibliotecario también tenía buen olfato y el partido, visto desde fuera, era la humanidad. No pasaba un solo día sin que pensara en el accidente mágico que lo había separado de ella por unos pocos genes de nada. Los simios tenían las ideas claras.
Ningún simio filosofaría diciendo: «La montaña es, y no es». Ellos pensarían: «El plátano es. Me como el plátano. No hay plátano. Quiero otro plátano».
El Bibliotecario se conocía el paño. En el tejido de la realidad no había un espacio marcado como «bibliotecario simio» hasta que él lo ocupó, y las ondas del impacto habían hecho de su vida algo muy extraño.
Con la amabilidad uno sabía qué tenía delante, sobre todo si sostenía una tarta que acababa de recibir gracias a ella. Además, era amiga de Huebo. Huebo hacía amigos con facilidad para haber salido de ninguna parte. Interesante…
Señor Ottomy, estoy seguro de que ninguno de mis machotes lleva liga… —Ridcully dejó la frase en el aire, escuchó el comentario susurrado de Ponder Stibbons y prosiguió—: Bueno, es posible que uno, dos como mucho, y qué mundo tan aburrido sería este si todos fuéramos iguales, eso es lo que digo yo.
Y, por supuesto, estaba el doctor Hix, un buen compañero en situaciones complicadas, porque era (según el estatuto de la universidad) una persona oficialmente mala, de acuerdo con la alegre aceptación de lo inevitable de la UI.
funcionaba bastante bien, siempre y cuando nadie señalase que el Departamento de Comunicaciones Post Mórtem, bien pensado, en realidad era solo una variante educada de la n*i*g*r*o*m*a*n*c*i*a, ¿no?
Ya te ha pasado, ¿eh? —preguntó este—. Ha sido rápido. —Ha sido… —empezó Huebo. —Lo sé. No hablamos de ello —dijo Trev, tajante. —Pero me ha hablado sin… —¡Que no hablamos de ello, te digo! No es de esas cosas. ¡Mira! Les están haciendo retroceder. ¡Se abre hueco! ¡A empujar!
Pero ¿cuánto tiempo llevaba Huebo empujando un puesto de pudin por delante de él como un quitanieves? ¡Madre mía, pensó Trev, he encontrado a un jugador! ¿Cómo ha podido hacerlo? ¡Si parece un muerto de hambre!
Cerró su propia mano enseguida y miró a su alrededor para comprobar si alguien había detectado aquella traición a todo lo que era puro y verdadero, o sea, el buen nombre de Dimwell. ¡Mira que si un troll me tira al suelo y la encuentra uno de los muchachos! ¡Mira que si Andy me la encuentra encima! Pero ¡era un regalo de Ella! Se la guardó en el bolsillo y la hundió hasta el fondo. Aquello iba a ser la mar de difícil, y Trev no era un hombre al que gustasen los problemas en su vida.
Trev oyó un gruñido de Huebo y un silencio absoluto del resto del mundo. Oh, no, pensó. No puede ser. Deben de haber más de, ¿qué?, ciento cincuenta metros hasta esa portería, y esas pelotas vuelan como un cubo. No hay forma de que pueda…
Pero aquí estoy. ¿Me pregunta por qué soy fuerte? Cuando vivía en la oscuridad de la forja, levantaba pesos. Al principio las tenazas, luego el martillo pequeño y después el grande, y entonces un día pude levantar el yunque. Aquel fue un buen día. Fue un poco de libertad. —¿Por qué era tan importante levantar el yunque? —Estaba encadenado a él.
Se relajaron un poco, pero no demasiado. En esas circunstancias de esfínter tenso, bastaba con un idiota… Al final, fue suficiente con una persona muy lista, cuando Huebo se volvió hacia Algernon, el Stollop más joven, y dijo con desenfado: —¿Sabía, señor, que su presente situación es muy similar a la descrita por Vonmausberger en su tratado sobre su experimento con ratas?
¿Para qué has tenido que hacer eso, puto imbécil? —dijo Trev a Algernon, al que incluso sus hermanos reconocían más espeso que la sopa de elefante—. No hacía nada. A qué ha venido eso, ¿eh? —Se puso en pie de un salto y, antes de que Algernon acertara a moverse, Trev se había arrancado la camisa y estaba atendiendo a Huebo, tratando de contener la hemorragia. Volvió a levantarse al cabo de medio minuto y le tiró la camisa empapada a Algernon—. ¡No tiene pulso, gilipollas! ¿Qué te había hecho él?
Por eso, cuando dos guardias aparecieron a la carrera, Trev caminaba con paso vacilante hacia ellos con Huebo en brazos. Le alivió ver que iba al mando el agente Abadejo: por lo menos era uno de los que hacían las preguntas primero.