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¿Y le habría parecido apropiado que todos los peones subieran en estampida por el tablero con la esperanza de hacer jaque mate al rey contrario? Por un momento, Ridcully tuvo la imagen mental de lord Vetinari sosteniendo en alto un peón solitario y diciendo en lo que podría convertirse…
este hombre pequeño nació con un nombre tan terrorífico que unos campesinos lo encadenaron a un yunque porque les daba miedo matarlo. Quizá Vetinari y sus amigos tienen razón, con toda su suficiencia, y un leopardo puede cambiar de pantalones. Eso espero, porque si no, a un leopardo se lo comía con patatas. Y por si fuera poco, en cualquier momento llegará el decano, maldita sea su estampa traidora.
—Ha sido elegante. Ha sido hermosa. El juego debería ser hermoso, como una guerra bien ejecutada. —Oh, no creo que mucha gente opine que la guerra es bonita —dijo Ridcully. —La belleza puede considerarse neutral, señor. Bello no es lo mismo que agradable o bueno.
Solo son vestidos humanos de talla enorme. Y el corte está pensado para que parezcan más pequeñas, pero les quedaría mejor si las hiciese parecer más grandes. Con más aspecto de troll y menos de humana gorda. Ya sabe, como para que la ropa diga: «Soy una gran señorita troll y estoy bien orgullosa».
Bueno, ya sabes lo que pasa con los límites —murmuró Ridcully—. Ves lo que hay al otro lado y comprendes por qué estaban ahí. Buenas tardes, Semilladerrepollo. Tu cara me suena.
¿Pex? —preguntó Ridcully poco a poco—. ¿Quieres decir como Hex? —No, no, nada que ver con Hex. Nada de nada. El principio es completamente diferente. —Henry carraspeó—. Funciona a base de pollos. Ellos disparan el resonador mórfico, o como se llame. Vuestro Hex, si mal no recuerdo, utiliza hormigas, que son mucho menos eficientes.
Ponder Stibbons una vez había sacado un cien por ciento en un examen de presciencia presentándose el día anterior. Sabía distinguir un pequeño nubarrón de tormenta cuando empezaba a formarse.
Los votos acumulados de todos los cargos que ocupo en el Consejo Universitario significan que, técnicamente, lo controlo —dijo Ponder, intentando sacar un pecho esquelético que, pese a que jamás fue pensado para sobresalir, aguantó a flote, cargado de ira justificada y cierta dosis de terror ante lo que podría suceder cuando se quedara sin fuelle. Los rivales se relajaron un poco en presencia de aquel gusano rebelde. —¿Nadie se fijó en que acumulaba todo ese poder? —dijo Ridcully. —Sí, señor: yo. Solo que lo consideraba responsabilidad y trabajo duro.
Los miembros más mayores del claustro respiraron cuando los dos mandamases partieron. La mayoría eran lo bastante viejos para recordar al menos dos encarnizadas batallas entre facciones de magos, la peor de las cuales había requerido que Rincewind la atajara blandiendo medio ladrillo en un calcetín…
Esto… Señor Huebo, pensaba que nos había dicho que solo teníamos que meter el balón entre los sombreros puntiagudos. —Profesor Rincewind, corre usted muy bien, pero no lo aprovecha para nada. Profesor Macarona, usted intenta marcar tan pronto como recibe el balón, independientemente de cualquier otra cosa que esté pasando. Doctor Hix, hace trampas y faltas todo el rato…
Ah, las velas tienen que tener goterones, señor —dijo el cancelero Nobbs (sin parentesco)—, y yo para mí que el goteo ha ido pero que muy bien de un tiempo a esta parte. Muchas veces, cuando paseo por los pasillos de noche, pienso para mis adentros… —¡Por los cielos, hombre, si es un erudito! ¡Irradia conocimiento! ¡Es un polímata! —¿Está diciendo que es demasiado listo para ser goteador de velas? —preguntó el cancelero, con expresión militante—. No querrá un goteador tonto, ¿o sí?
Señor, ¿puedo solicitar también un presupuesto muy reducido? —¿Por qué? —Con el debido respeto a las exigencias de las finanzas universitarias —dijo Huebo—, creo que es muy necesario. —¿Por qué? —Deseo llevarme el equipo al ballet. —¡Eso es ridículo! —le espetó Ponder. —No, señor, es esencial.
Debo decir que el profesor Macarona está destacando en este juego. Salta a la vista que posee grandes habilidades peloteras. —No me sorprende —dijo Ridcully con voz animada. —El Bibliotecario es, por supuesto, un excelente guardián de la meta. Sobre todo porque puede plantarse en medio y llegar a los dos lados. Creo que será muy difícil que cualquiera de nuestros oponentes lo supere.
Cubo de cangrejos, pensó Glenda mientras apretaban el paso hacia la cocina nocturna. Así es como funciona. Gente de las Hermanas que mira mal que una chica coja el trollebús. Eso es un cubo de cangrejos. Prácticamente todo lo que me dijo alguna vez mi madre, eso también es puro cubo de cangrejos.
La auténtica regla no escrita era que las chicas tirando a rechonchas no servían la mesa cuando había invitados, y Glenda había decidido esa noche que no sabía leer reglas no escritas. Además, ya había una bronca en marcha.
Y cuando volvieron —dijo Ridcully, con la misma jovialidad ligeramente amenazadora—, les hizo jugar aquí en la Sala con los ojos vendados. Huebo carraspeó, algo desasosegado. —Es crucial que sepan dónde están todos los demás jugadores —explicó—. Es esencial que formen un equipo. —Y después los llevó a ver los perros de caza de lord Óxido. Huebo volvió a carraspear, más avergonzado si cabe. —Cuando cazan, todos los perros conocen la posición de los demás. Quería que entendiesen la dualidad de equipo y jugador.
Sinceramente no sabría decirlo —respondió lord Vetinari— pero, ya que más o menos todas las auténticas batallas entre magos hasta la fecha han acabado en destrucción generalizada, opino que al menos daría una imagen algo avergonzada. Y, por supuesto, le recordaré que no le importó que el archicanciller Bill Rincewind de la Universidad de Bugarup se haga llamar archicanciller.
Tendremos que hacer algo. ¡La expedición encontró un nido de los malditos bichos! —Sí. Niños, a los que mataron —dijo Vetinari.
La fuerza es lo único que entienden. Ya debe de saberlo usted. —La fuerza es lo único que se ha intentado, archicanciller Henry. Además, si son animales, como afirman algunos, entonces no entienden nada, pero si, como creo yo con total convicción, son criaturas inteligentes, sin duda se impone cierta comprensión por nuestra parte.
Una de las maravillas de la naturaleza, caballeros: madre e hijos comiendo a madre e hijos. Y fue entonces cuando aprendí del mal por primera vez. Es inherente a la naturaleza misma del universo.
Todos los mundos giran presa del dolor. Si existe alguna clase de ser supremo, me dije, depende de todos nosotros convertirnos en su superior moral.
Un espectáculo impresionante —dijo Vetinari mientras Ridcully tomaba asiento—. ¿Acierto al pensar, Mustrum, que el señor Huebo al que se ha referido es en verdad, por así decirlo, el señor Huebo? —Así es, sí, un tipo la mar de decente. —¿Y le permite practicar la alquimia? —Creo que ha sido idea suya, señor. —¿Y ha estado aquí al lado todo el tiempo? —Es muy solícito. ¿Hay algún problema, Havelock? —No, no, ni uno solo
Lord Vetinari se levantó. Por algún motivo inexplicable él no necesitaba redoble. Ni «Venga, un gran aplauso para», ni «Escuchen, por favor, a» ni «Pónganse en pie para». Se levantó sin más y el ruido remitió.
Con ustedes, para hacer una demostración del maridaje entre el fútbol del pasado y me atrevo a esperar que el del futuro, les presento al primer equipo de la Universidad Invisible… ¡el Atlético Invisible!
dos archimagos y el tirano de la ciudad, que observaba con petrificado interés cómo la esfera giratoria avanzaba zumbando hacia él, arrastrando a su estela terribles consecuencias, y entonces apareció de la nada el Bibliotecario, que la paró en seco en pleno vuelo con una mano como una pala.
No hay juego sin reglas. No hay reglas, no hay juego.
Como bien sabe, no le mentiría. —Hizo una pausa momentánea y añadió—: Bueno, por supuesto que le mentiría en unas circunstancias aceptables, pero en esta ocasión puedo decir sin faltar a la verdad que el descubrimiento de la urna me pilló por sorpresa a mí también, por bien que me alegrara de él. A decir verdad, di por sentado que ustedes habían tenido algo que ver. —Ni siquiera sabíamos que estaba allí —aseguró Ridcully—. Personalmente, sospecho que hay religión de por medio. Vetinari sonrió. —Bueno, está claro, los dioses juegan con los destinos de los hombres, de manera que supongo que no
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Jugamos, somos jugados, y lo más que podemos esperar es hacerlo con estilo.
Oh, me intereso —respondió Vetinari—. Opino que el fútbol se parece mucho a la vida. —Muy cierto, sheñor, muy cierto. Uno hace lo que puede y luego todo shon patadash en los huevosh.
«El balón será llamado el balón. El balón es el balón que sea utilizado como balón por tres jugadores consecutivos, momento en el cual es el balón».
Aunque debería señalar, en honor a la verdad, que Charlotte del Times se está destapando como la más temible compiladora de crucigramas de todos los tiempos, y eso que todos ellos son temibles. Pero ¿ella? Acrónimos, pares e impares, palabras ocultas, inversiones, ¡y ahora diagonales! ¿Cómo se las ingenia? —Bueno, usted lo ha hecho, señor. —Lo he deshecho. Eso es mucho más fácil. —Vetinari alzó un dedo—. Es esa mujer que lleva la tienda de mascotas de la escalera del Flim, estoy seguro. Últimamente no ha aparecido mencionada como ganadora. Debe de ser la autora.
Llamaron con suavidad a la puerta. El patricio devolvió su atención al Times mientras Drumknott salía de la sala. Tras un intercambio de susurros, el secretario regresó. —Al parecer una joven ha entrado por la puerta trasera sobornando a los guardias, señor. Ellos han aceptado los sobornos, en cumplimiento de sus órdenes vigentes, y la han hecho pasar a la antesala, donde pronto se descubrirá encerrada con llave. Desea verle porque, según dice, tiene una queja. Es una doncella.
Debo señalar que tiene la agenda llena esta mañana, milord. —Muy cierto. Es su trabajo señalarlo, y lo respeto. Pero no volví hasta las cuatro y media de la madrugada y recuerdo con toda claridad darme con el dedo gordo del pie contra la escalera. Estoy borracho como un piojo, Drumknott, lo que por supuesto significa que los piojos están tan borrachos como yo.
Allí, hasta el escritorio estaba despejado, a excepción de un frasco de plumas, un tintero, un ejemplar abierto del Ankh-Morpork Times y —su ojo permaneció clavado en ella, incapaz de desviarse— una taza con el mensaje «Al mejor jefe del mundo». Estaba tan fuera de lugar que podría haber sido una intrusión procedente de otro universo.
Señorita… Habichuela, hay salas enteras en este palacio llenas de personas que quieren verme, y son personas poderosas e importantes, o por lo menos eso creen ellas. Aun así, el señor Drumknott ha tenido la amabilidad de insertar en mi agenda, por delante del director general de Correos y el alcalde de Sto Lat, una reunión con una joven cocinera que lleva su abrigo sobre el delantal y está decidida a, pone aquí, «cantarme las cuarenta».
¿Qué es lo que quiere? —¿Quién dice que quiera algo? —Todo el mundo quiere algo cuando está delante de mí, señorita Habichuela, aunque solo sea estar en otra parte.
¿Qué? Ah. Bueno, sí. Es verdad. Era mi abuela. —¿Y fue cocinera en el Gremio de Asesinos cuando era más joven? —Así es. Siempre nos hacía reír contando que no les dejaba usar ninguna… —Paró de golpe, pero Vetinari terminó la frase por ella. —… de sus tartas para envenenar a la gente. Y bien que la obedecíamos, además, porque como a buen seguro sabe, señorita, nadie molesta a una buena cocinera. ¿Sigue con nosotros?
Pero vale, se las llevo a las ancianitas que no salen demasiado. Qué quiere, es una ventajilla del trabajo. —Claro, claro, por supuesto. Todo empleo tiene sus ventajillas. Vamos, no creo que Drumknott, aquí presente, haya comprado un solo clip en su vida, ¿eh, Drumknott? El secretario, que ordenaba papeles en un segundo plano, les dedicó una sonrisa desganada.
Si hubiese añadido «¿Tengo razón?» como un charlatán deseoso de aplauso, lo habría odiado. Pero la estaba leyendo desde dentro de su cabeza con calma y sin alardes. Tuvo que reprimir un escalofrío, porque todo era cierto.
Los capitanes protestarán, sin duda, pero se están haciendo viejos. Morir durante un partido es una idea romántica en la juventud, pero cuando uno se hace mayor pasa a ser harina de otro costalazo. Ellos lo saben aunque no lo admitan, y renegarán, sí, pero se cuidarán de que no les tomen en serio. En realidad, lejos de quitar, estoy dando mucho. Aceptación, reconocimiento, cierto prestigio, una copa de casi oro y la oportunidad de conservar lo que quede de sus dientes.
¡Y me ha estado espiando! Sabía lo de las delicias. —¿Espiar? Señora mía, se dijo una vez de un gran príncipe que todos sus pensamientos eran para su pueblo. Al igual que él, yo velo por el mío. Lo único que pasa es que se me da mejor.
Mi querida señorita, cualquiera lo bastante borracho para dejar que unos magos, que a su vez habían bebido copiosamente del fruto de la vid, permítame añadir, le sacaran cualquier cosa del cuerpo, ya habría muerto de la intoxicación. Para atajar su siguiente comentario, el lúpulo también es una vid, técnicamente. La verdad es que sí estoy borracho. ¿No es así, Drumknott? —Es cierto que consumió unas doce pintas de una bebida malteada muy potente, señor. En teoría, tiene que estar borracho. —Idiosincrásicas palabras, Drumknott. Gracias.
¡No actúa como si estuviera borracho! —No, pero actúo como si estuviera sobrio bastante bien, ¿no le parece?
Recuerdo el repollo con patatas de su abuela con mucho cariño. Si hubiera sido escultora, recordaría una estatua exquisita, sin brazos y con una sonrisa enigmática. Es una pena que algunas obras maestras sean tan pasajeras. La orgullosa cocinera que Glenda llevaba dentro se alzó incontenible. —Pues me dejó la receta. —Un legado mejor que las joyas —dijo Vetinari, asintiendo.
Ahí tiene un claro ejemplo de mujer Habichuela, Drumknott, pequeñas esclavas domésticas hasta que creen que se ha cometido una injusticia contra alguien y entonces van a la guerra como la reina Ynci de Lancre, con la cuadriga rodando y brazos y piernas saltando por todas partes.
Ponder lo dejó caer y sonó un doble «¡gloing!» cuando rebotó en los adoquines. Y entonces lo chutó. Como patada fue bastante blandengue, pero ningún ocupante de la plaza había pateado nunca nada ni siquiera a una décima parte de esa distancia, y todos los varones corrieron a por la pelota, impulsados por un antiguo instinto. Han ganado, pensó Glenda con desánimo. Una pelota que hace gloing cuando las otras hacen cloc… En fin, no hay color.
¿Tienes algo de beber? —preguntó Pepe a su espalda. —¡Agua! —le espetó Glenda. —Beberé agua cuando los peces salgan de ella para mear, pero gracias de todas formas —dijo Pepe.
Ha estado haciendo empanadas. ¿Por qué narices le habrá dado por ponerse a hacer empanadas? Nunca ha sabido hacer empanadas. Es porque nunca le he dejado, se dijo. Porque en cuanto encontraba el menor obstáculo, se lo quitabas de las manos y lo hacías tú misma, le reprendió su voz interior.
Lo siento. Glenda dio un paso atrás. ¿Cómo empezar?, se preguntó. ¿Cómo desmadejarlo y después reenmadejarlo mejor porque se había equivocado? Juliet no solo se había paseado de un lado al otro con cierta ropa puesta: se había convertido en una especie de sueño. Un sueño de ropa. Brillante, vivo y tentadoramente posible. Y en el recuerdo que Glenda tenía del pase de modelos, Juliet resplandecía literalmente, como si estuviera iluminada desde dentro. Era una especie de magia y no debería estar haciendo empanadas. Carraspeó.
Entonces tengo otro consejito para ti, Juliet. —Sí, Glenda. —Primero, nunca pidas perdón por algo que no haya que perdonar —dijo Glenda—. Y sobre todo nunca pidas perdón solo por ser tú misma. —Sí, Glenda. —¿Lo entiendes? —Sí, Glenda.