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El lema oficioso del Hospital Gratuito Lady Sybil era «No todo el mundo muere». Era cierto que, a partir de la inauguración del Lady Sybil, las probabilidades de morir en la ciudad, al menos de ciertas causas, se habían reducido drásticamente. Se sabía que sus médicos hasta se lavaban las manos antes de operar, además de después.
Son las reglas de lord Vetinari: si hace falta un Igor para traerte de vuelta, estabas muerto. Brevemente muerto, cierto, y por ello el asesino será brevemente ahorcado. Suele bastar un cuarto de segundo.
¿Tiene allegados el señor Huebo? Significa parientes. —Sé lo que significa. Habla de gente de Uberwald. Es todo lo que sé. —Trev mintió por instinto. Decir que alguien había pasado su juventud encadenado a un yunque no iba a ser de ayuda allí—.
Pero todo el mundo me llama Carter el Pedos —protestó el Pedomeister. —Dale un puñetazo al próximo que lo haga. Ve al médico. Rebaja los hidratos de carbono. Evita los espacios cerrados. Usa loción para el afeitado —dijo Trev, y arrancó de nuevo a caminar. —¿Adónde vas, Trev? —¡Me salgo del Lío! —dijo este a voces por encima del hombro. Carter miró a su alrededor desesperado. —¿Qué Lío? —¿No te has enterado? ¡Todo es Lío!
Me da que a Trev le gusto —musitó Juliet—. No me mira raro como los otros chicos. Parece un cachorrillo. —Más te vale tener cuidado con esa mirada, mi niña. —Creo de que le quiero, Glendy.
He pensado que querría saberlo, por el respeto que le tienen allá arriba en las Hermanas —dijo Ottomy—. Recuerdo a su madre. Era una santa, esa mujer. Siempre encontraba un momento para echar una mano a todo el mundo. Sí, y bien que se la agarraban, dijo Glenda para sus adentros. Es un milagro que muriese con todos los dedos. Ottomy apuró su taza y la dejó sobre la mesa con un suspiro. —Bueno, no puedo estarme aquí parado todo el día.
Tienen un plan, supongo. Algo bien feo. ¡Hoy los magos estaban en el partido tomando notas! ¡Quieren prohibirlo, seguro! —¡Bien! —¡Trevor Probable, cómo puedes decir eso! Tu padre… —Murió por tonto —dijo Trev—. Y no me vengas con que así hubiera querido morir él. Nadie querría morir así.
Bueno, vale, pero lo importante no es el fútbol. —¿Me estás diciendo que lo importante del fútbol no es el fútbol?
Es el alma solitaria que clama por unirse al alma compartida de toda la humanidad, y posiblemente mucho más. La traducción de W. E. G. Nasnoches de En busca del todo resulta defectuosa por su mala interpretación, aunque comprensible, de la palabra bewußtseinsschwelle como «corte de pelo» a lo largo de toda la obra.
Si era un memo, cualquier hombre que haya escalado una montaña o nadado en un torrente es un memo. Si era un memo, también lo fue el primer hombre que intentó domar el fuego. Si era un memo, también lo fue el hombre que probó la primera ostra: fue un memo, aunque me veo obligado a señalar que, dada la división del trabajo en las primeras culturas de cazadores-recolectores, probablemente además fuese una mujer. A lo mejor solo un memo se levanta de la cama. Pero, tras su muerte, hay memos que brillan como estrellas, y su padre es de esos.
Tras la muerte, la gente olvida la memez, pero recuerda el brillo. Usted no podría haber hecho nada. No podría habérselo impedido. Si hubiese podido, él no habría sido Dave Probable, un nombre que significa fútbol para miles de personas. —Huebo guardó con mucho cuidado una vela bellamente goteada y prosiguió—: Piense en eso, señor Trev. No sea listo. Listo es solo una versión pulida de memo. Pruebe con la inteligencia. Con ella seguro que llega lejos.
¿Y bien? ¿No ha visto nunca unos codos? —Nunca con unos hoyuelos tan bonitos, señorita Glenda, en unos brazos cruzados con tanta firmeza.
—Sí. Eso fue porque no tenía ninguna valía. Luego me llevaron a ver a la señora y ella me dijo: «No tienes valía pero creo que vales la pena, y yo te proporcionaré valía».
En fin, por lo menos viste el fútbol. ¿Te gustó? A Huebo se le animaron las facciones. —Sí. Fue maravilloso. El ruido, el gentío, los cánticos… ¡Oh, los cánticos! ¡Se convierten en una segunda sangre! ¡El unísono! ¡No estar solo! ¡Ser no solo uno sino uno y todos, con una sola idea y un solo propósito…! Perdone. —Le había visto la cara.
Realmente son todos iguales, ¿verdad? —le dijo al osito de tres ojos—. Sabes que será Mary la Sirvienta, o alguien como ella, y tiene que haber dos hombres para que ella acabe con el bueno, y tiene que haber malentendidos, y nunca hacen otra cosa que besarse y está totalmente garantizado que no va a haber, por ejemplo, una emocionante guerra civil o invasión de trolls, o ni siquiera una escena en la que cocinen.
¿Ha leído lo de que no se permitía a los jugadores usar las manos, señor? ¿Y que el sumo sacerdote salía al terreno de juego para garantizar el cumplimiento de las reglas? —No le veo mucho futuro a eso hoy en día —dijo el catedrático de Runas Recientes. —Iba armado con una daga envenenada, señor —explicó Ponder. —¿Ah? Bueno, eso debe de animar los partidos, por lo menos, ¿eh, Mustrum? ¿Mustrum? —¿Qué? Ah, sí. Sí. Da que pensar, desde luego. Ya lo creo que sí. Un hombre, al mando… El espectador que mejor ve el juego… el jugador, en realidad… Entonces, ¿qué jugada me he perdido?
Eso por lo menos es fácil —dijo el doctor Hix—. Es difícil odiar a alguien que esté muy lejos. Te olvidas de lo despreciable que es. Pero a un vecino le ves las verrugas todos los días.
Usted tiene que haberlo conocido, señor. ¿No le llevó su padre nunca a un partido? Ridcully miró la mesa del Consejo y detectó cierta humedad ocular. Los magos eran, en su mayor parte, de esa generación de la que se labran los abuelos.
Y es un tirano, por mucho que haya desarrollado la tiranía hasta tal extremo de perfección metafísica que es un sueño, más que una fuerza. Él no tiene que escucharla a usted, compréndalo. Ni siquiera tiene que escucharme a mí. Escucha a la ciudad. No sé cómo lo hace, pero así es. Y la toca como un violín.
Gracias por acompañarnos hoy, señorita Glenda, y no indagaré por qué una joven que trabaja en la cocina nocturna está sirviendo el té aquí a media mañana. ¿Tiene algún consejo más para nosotros?
¿Estás segura? ¡Me debes una por esto! Las leyes de los favores se cuentan entre las más fundamentales del multiverso. La primera ley dice: nadie pide un solo favor; la segunda petición (tras la concesión del primer favor), prologada por un «y si no es mucho abusar…» es la solicitud del segundo favor. Si no se accede a la susodicha segunda petición, la segunda ley establece que la necesidad de cualquier gratitud debida al primer favor queda anulada de tal manera que, en virtud de la tercera ley, el proveedor del favor no ha hecho favor alguno, y el campo de favor se colapsa.
Caballeros —dijo Ridcully—, me supone una cura de humildad que, en cuanto me hago idea de lo que es algo, resulte que todos ustedes ya lo sabían. Me asombra.
Dígame, doctor Hix —dijo Ponder—, ¿ha experimentado algo inusual cuando esa joven hablaba con tanta elocuencia? —Bueno, sí, he rememorado un momento feliz con mi padre. —Lo mismo que todos, estoy seguro —dijo Ponder. Hubo sombríos asentimientos de cabeza alrededor de la mesa—. Yo no conocí a mi padre. Me criaron mis tías. He tenido un déjà-vu sin el vu original.
En consecuencia, a Glenda le sorprendió encontrar Bruño’s en la superficie misma de La Matanza, junto con las tiendas de ropa más exquisitas destinadas a las damas humanas.
Juliet se lo había explicado por el camino, aunque, por supuesto, ella no usó la palabra «metafóricamente», que se escapaba de su repertorio por varias sílabas. Había hachas de batalla y martillos de guerra, pero todo con ese cierto toque femenino: un hacha, con aspecto de poder hendir una columna vertebral de punta a punta, presentaba un bello grabado de flores.
El establecimiento era tan caro que no ponían el precio de nada. Siempre podías estar segura de que las cosas iban a ser caras cuando no te decían el precio. No tenía sentido hojearlo a fondo, te sorbería el salario por los ojos. ¿Bebidas gratis? Ya, claro.
Este salón es técnicamente una mina y eso significa que, de acuerdo con la ley enana, soy el rey de la mina y en mi mina se aplican mis normas. Y como soy el rey, declaro que soy la reina —dijo—. La ley enana se dobla y chirría, pero no se rompe.
Este es Pepe —dijo Madame. —Bueno, pues si va a tomarse esas libertades espero que sea una mujer —dijo Glenda. —Pepe es… Pepe —replicó Madame con calma—. Y nadie puede cambiarlo, por así decirlo, o cambiarla. Qué inventos tan inútiles son las etiquetas, creo yo.
Sí, sí. Pero quiero decir poco a poco, como si no tuvieras prisa por llegar y no te importase —dijo—. Imagina que eres un ave en el aire, un pez en el mar. Luce el mundo. —Ah, vale —dijo Juliet, y arrancó de nuevo. Para cuando hubo cruzado media sala por segunda vez, Pepe se había echado a llorar. —¿Dónde ha estado? ¿Dónde le enseñaron? —chilló, mientras se daba una palmada en las mejillas con ambas manos—. ¡Tienes que contratarla ahora mismo!
Empieza un pase en diez minutos y a mi mejor modelo se le ha caído un pico en el pie. Renegociaremos cualquier otro contrato futuro. ¿Y quieres hacer el favor de dejar de dar saltitos, Pepe?
Ridcully se quedó paralizado. Su rostro se ruborizó del cuello para arriba a toda velocidad. El sonido de su siguiente aliento fue como la venganza de los dioses. Su estómago se expandió, sus ojos se convirtieron en dos puntitos minúsculos, sonó un trueno en las alturas y él rugió: —¡¿POR QUÉ NO HABÉIS TRAÍDO EL UNIFORME, NIÑOS?! Una descarga de fuego de Santelmo rugió de punta a punta del silbato. El cielo se oscureció y el miedo se apoderó de todas las almas presentes mientras el tiempo daba marcha atrás y aparecía un gigantesco Evans el Rayado gritando como un poseso. El instigador de las
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El hecho de que, en algunos casos, uno de ustedes y el custodio rival estuvieran apoyados amigablemente en la portería, compartiendo un pitillo y observando la jugada en la otra punta del campo, ha demostrado gran deportividad y posiblemente sea un buen punto de partida para algunas tácticas más avanzadas, pero no creo que deba fomentarse.
Eran varones. Glenda lo supo porque cualquier hembra de cualquier especie inteligente reconoce la expresión de un hombre que no tiene gran cosa que hacer en un entorno que, por una vez, está claramente ocupado y totalmente dominado por mujeres. Se diría que estaban en guardia.
Alguien dio un golpecito a Glenda en el hombro. Dio media vuelta y tuvo la visión de una belleza acorazada de arriba abajo, pero con gusto. Era Juliet, pero Glenda solo lo supo por los ojos azul lechoso. Su amiga llevaba barba. —Madame dice que es mejor que me la ponga —dijo—. No es enano si no incluye barba. ¿Qué te parece?
No, cariño, sé mucho de Uberwald para ser un chico de Grupo de Presión —dijo Pepe sin inmutarse—. Del callejón del Queso Viejo, para ser exactos. Soy un chaval de aquí. No siempre he sido enano, ¿sabes? Un buen día me apunté. —¿Qué? ¿Eso puede hacerse? —Bueno, no es que vayan poniendo anuncios para explicarlo, pero sí, si conoces a las personas adecuadas.
Qué desperdicio —se lamentó Pepe—. No te pongas el mundo por montera, quédate aquí a hacer empanadas. ¿Tú crees que eso es vida? —Alguien tiene que hacer empanadas —señaló Madame, con una calma razonable e irritante.
¿O sea que usted también les cuenta cosas? Ponder suspiró. —Sí, por supuesto. —Me parece que eso no lo apruebo —dijo Ridcully—. Estoy totalmente a favor de la libre circulación de información, siempre que sean ellos los que nos circulen a nosotros la suya.
Las tiendas enanas marchaban viento en popa últimamente, sobre todo porque entendían la primera regla de la mercadotecnia, que es la siguiente: yo tengo artículos en venta y el cliente tiene dinero. Yo debería tener ese dinero y, por desgracia, eso conlleva que el cliente tenga mis artículos. Con ese fin, en consecuencia, no diré: «El del escaparate es el último que nos queda y no podemos vendérselo, porque entonces nadie sabría que los tenemos a la venta» ni «Es probable que nos lleguen más para el miércoles» ni «Es que nos los quitan de las manos» ni «Estoy harto de decirle a la gente que no
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¿Cómo sabes lo que es la goma azufrada? —preguntó Glang. Tenía la expresión de alguien que se sabe superado en número pero está decidido a morir matando. —Porque el rey Rhys de los enanos regaló un vestido de goma azufrada y cuero a lady Margolotta hace seis meses, y estoy bastante seguro de que entiendo el principio. —¿Ella? ¿La Señora Oscura? ¡Puede matar a alguien con solo pensarlo! —Es amiga mía —dijo Huebo con calma—, y yo le ayudaré.
Glenda pensó: Antes podía leerte como un libro abierto; uno con las páginas grandes y coloridas y pocas palabras. Y ahora no puedo. ¿Qué está pasando? Me das la razón y tendría que sentirme la mar de satisfecha, pero no es así. Me siento mal, y no sé por qué, y eso duele.
¡No, no, no!, chilló la voz de Glenda en su propia cabeza, ¡eso no! No era lo que yo quería. ¿Ah, no? ¿Entonces qué me creía que estaba haciendo, dándole la misma tabarra de siempre? ¡Ella me hace caso, y a mí no se me ocurre otra cosa que darle buen ejemplo! ¿Por qué? Porque quiero protegerla. Es tan… vulnerable. Oh, cielos, le he enseñado a ser yo, ¡y hasta eso lo he hecho mal!
A veces, si una quería asistir al baile, tenía que ser su propia hada madrina.
Bueeeno, básicamente dice que le gustas un montón, que cree que tienes un cuerpazo y que qué tal una cita, sin tejemanejes, lo promete. Y debajo hay tres equis pequeñitas. Juliet rompió a llorar. —Es una pasada. Mira que sentarse y escribir todas esas palabras solo para mí. Poesía de verdad solo para mí. La pondré debajo de mi almohada para dormir. —Sí, sospecho que él tenía algo así en mente —dijo Glenda, y pensó: ¿Trev Probable un poeta? Nada, pero nada probable.
¡Caballeros, siempre hay problemas! Pero esta vez seré yo quien se los cause a ustedes. Cuando cerraron con un portazo, el rey se recostó en su silla. —Bien hecho, señor —dijo su secretario. —Seguirán dando la lata. No me imagino cómo sería ser enano si no discutiéramos a todas horas. —Se retorció un poco en su asiento—. ¿Sabes? Tienen razón cuando dicen que no pica, y no es tan fría como uno pensaría. Haz el favor de encargar a nuestro agente que dé las gracias a madame Sharn por su generoso regalo.
¿Alguna pregunta? —Se alzó una mano. Ridcully buscó la cara aneja. —Ah, Rincewind —dijo, y como no era un hombre decididamente desagradable, se corrigió—. Profesor Rincewind, quiero decir. —Pido permiso para ir a buscar una nota de mi madre, señor. Ridcully suspiró. —Rincewind, una vez me informó, para mi eterna perplejidad, de que no conoció usted a su madre porque esta se fue corriendo antes de que usted naciera. Recuerdo con total claridad haberlo anotado en mi diario. ¿Quiere otro intento? —¿Permiso para ir a buscar a mi madre?
Rincewind era un cobarde y un payaso involuntario, pero había salvado el mundo en varias ocasiones en circunstancias algo desconcertantes. El archicanciller había concluido que era un desagüe de suerte, condenado a ejercer de pararrayos de los hados para que los demás no tuvieran que serlo.
Vamos, hombre, podría ser algo maravilloso —protestó Ridcully. Rincewind pareció dedicarle a la idea la debida consideración. —Podría ser maravilloso, será horrible. Lo siento, así es como funciona. —Esta es la Universidad Invisible, Rincewind. ¿Qué hay que temer? —dijo Ridcully—. Aparte de a mí, claro está. Por todos los cielos, solo es un deporte. —Alzó la voz—. ¡Organícense en dos equipos y a jugar a fútbol!
Y ahora, lo repito: escojan los equipos de forma alternada. —Se quitó el sombrero y lo lanzó al suelo—. ¡Venga, eso lo entendemos todos! ¡Es cosa de chicos! ¡Es como las niñas pequeñas y el color rosa! ¡Saben cómo hacerlo! Escojan los equipos por turnos de tal modo que uno acabe con el chico raro y el otro con el gordo. Algunas de las proezas matemáticas más rápidas de todos los tiempos han sido obra de capitanes de equipo que intentaban no acabar con el raro… ¡Quédese donde está, Rincewind!
¿Y para qué demonios ha venido aquí? —Quiere trabajar con los mejores, señor —respondió Ponder—. Creo que lo dice en serio. —¿De verdad? Ah, bueno, parece un tipo sensato, entonces. Esto, ¿el asunto del divorcio? —No sé gran cosa, señor, lo acallaron, me parece. —¿Un marido furioso? —Una esposa furiosa, he oído —dijo Ponder. —Ah, estaba casado, entonces. —No que yo sepa, archicanciller. —Me parece que no acabo de entenderlo —dijo Ridcully. Ponder, que no estaba ni mucho menos a sus anchas en este ámbito, añadió muy despacio: —Era la esposa de otro hombre… ejem, me parece, señor.
Un caballero quiere ver al archicanciller, señor. Es un mago, señor. El, ejem, el decano, le llamábamos, solo que dice que también es archicanciller.