Aniko Villalba's Blog, page 10
September 20, 2014
Viaje a las raíces
Viajando por ahí - textos de una escritora itinerante
En la mesa del living de la casa de mi mamá, donde crecí, siempre hubo dos cajas de madera llenas de fotos en blanco y negro. Digo siempre porque estaban ahí desde que yo nací, y cuando nacemos y vemos que algo está ahí o es así, nos parece que fue así siempre. Yo me pasaba tardes enteras mirando esas fotos, clasificándolas, oliéndolas (las fotos viejas tienen un olor tan particular), tratando de imaginarme cómo había sido mi mamá a los tres años y cómo habían vivido mis abuelos en Europa. Las fotos son casi todas de Hungría y Alemania y las sacó mi abuelo, el papá de mi mamá, que murió cuando yo tenía 12 años. Si bien no pude conocerlo tanto como hubiese querido, con él me pasa algo raro: siento que charlé con él después de mis 12 años, como si lo hubiese conocido más de grande. Lo siento muy presente y cercano; debe ser porque admiro su arte (fue un gran retratista y paisajista) y su historia de vida, y porque varias veces soñé que charlaba con él.

Un retrato de mi mamá dibujado por mi abuelo

Y así me retrató a mí cuando era bebé.
Cuesta entender, creo yo, que nuestros padres y familiares vivieron tantas cosas antes de que nosotros naciéramos. Cuando yo llegué, mi mamá ya era pintora y estaba viviendo en Argentina hacía mucho tiempo —si bien seguía hablando húngaro—, y para mí eso era lo normal; yo empecé a ver la película desde esa escena. Todo lo que le había pasado antes estaba en fotos, en cartas y en sus relatos. Estamos tan enfocados en escribir nuestra propia historia que nos olvidamos de que todos los que nos rodean, especialmente nuestros familiares, cargan con varios tomos. Siempre me gustó que mi mamá me contara recuerdos de su infancia o historias de cuando tenía mi edad, y los relatos del exilio de Hungría y Alemania me parecían eventos ocurridos en otra dimensión. Nunca viví una guerra —y las guerras son algo que no me entra en la cabeza— así que siempre me costó entender que alguien tuviese que pasar por tantas cosas con tan poca edad.
Cuando mi mamá me confirmó que venía a verme a Europa con mi papá, le pedí que por favor me traiga una foto que tenía guardada en el primer cajón de mi escritorio. Es una foto en blanco y negro, sacada también por mi abuelo, en la que aparece mi mamá, muy chiquita, con su mamá y otra señora en un puente de Alemania. Ella me ganó de mano y no solo trajo esa, sino varias más de las que tenía guardadas en las cajas de madera. Ambas sabíamos que este iba a ser un viaje a sus raíces (y a las mías), y esas fotos eran la única evidencia tangible de sus primeros tres años de vida en un pueblito de la Baviera alemana. Queríamos encontrar esas imágenes y replicarlas, más de sesenta años después, pero no sabíamos si quedarían rastros de esos momentos y lugares que mi abuelo había capturado hacía tantos años con su cámara de fotos.

El río Regen
*
En este relato y esta búsqueda participaron muchas personas. Todos desconocidos. Todos alemanes. Salimos por el pueblo con las fotos en la mano y empezamos a preguntar: “¿Sabe dónde queda esta iglesia?”, “¿desde dónde podemos ver este paisaje?”, “¿esta casa cuál es?”, y así. No pensamos que el idioma iba a ser una barrera tan grande, pero en esta parte de Alemania no muchos hablan inglés así que nos comunicamos como pudimos, mezclando alemanglish con espanglish con traducciones de google, con “creo que está diciendo tal cosa” y con señas. Muchas cosas no pudimos averiguarlas y otras sí, pero lo que encontramos, en todas las personas con las que hablamos, fue una muy buena predisposición y ganas de ayudar. Así que estos momentos que comparto son el resultado de varios días de búsquedas laberínticas, de preguntas a desconocidos y de idas y venidas por las rutas de la Baviera.

Un paisaje de la Baviera
*
* La estación de tren de Blaibach
“En nuestra huida de Hungría, los tres últimos vagones del tren en que viajábamos fueron bombardeados a pesar de tener pintada la Cruz Roja en sus techos. Como mi papá y mi mamá –embarazada de mí– iban en el primer vagón, salvaron sus vidas y la mía milagrosamente. Una vez que mis padres llegaron, con pocas pertenencias, a la estación de tren de Blaibach fueron hospedados por un campesino alemán en su granja. No había dificultades de idioma ya que todos los húngaros hablaban alemán como segunda lengua.”
(Las citas en itálica son fragmentos de un texto que escribió mi mamá en el 2009 para el libro “Nos trajeron los barcos”, una recopilación de historias de argentinos hijos de inmigrantes)

La foto que sacó mi abuelo desde la estación de tren
El tren sigue pasando por Blaibach, pero la estación está casi abandonada. “Acá llegaron mis papás con sus valijas, pobrecitos, pensá que habían dejado todo y no tenían a dónde ir”, me dice mi mamá. “Un alemán les dio una casa para que vivieran en Plarnhof, donde nací; en esa época era muy común alojar a refugiados de guerra en el campo”. Buscamos el arco desde donde mi abuelo sacó la foto de Blaibach. Lo encontramos. Se ve que antes formaba parte de la entrada de la estación y tenía una tranquera: “Mirá, todavía están las bisagras”. Intento pararme en el mismo lugar y sacar la misma foto, pero es muy difícil: en sesenta años los árboles crecieron mucho, además pusieron cables y postes, y el cuarto está lleno de cachivaches que no me dejan moverme mucho. Pero el lugar fue este. Hay algo que me gusta mucho de las fotos de mi abuelo: son muy positivas, me reconfortan, transmiten la esperanza de haber podido empezar de nuevo.

Desde acá mismo sacó la foto mi abuelo. El lugar donde estaba la tranquera hoy está lleno de cachivaches y basura, por eso la corté tan abruptamente.
* El bosque con olor a almendras
“Plarnhof está ubicado en un valle de colinas verdes y arboladas, y está conformado por un conglomerado de casitas rurales con techos a dos aguas cerca del río Regen. Es un lugar tranquilo que no figura en los mapas turísticos ya que no hay puntos de interés que atraigan a los viajeros.”
Plarnhof no tiene más de cuatro casas y aún así es el lugar más importante que visitamos en este viaje. Es el pueblo donde nació mi mamá y donde vivió sus primeros tres años de vida, antes de irse a Argentina. “La otra vez que vine a Europa, hace como treinta años, no lo pude conocer. Me acuerdo que llegamos en tren hasta Blaibach, pero era domingo y llovía muchísimo así que no conseguimos ningún transporte que nos lleve a mi pueblo”, me cuenta mi mamá mientras caminamos, por fin, por Plarnhof. El valle es verdísimo, el sol no puede más, casi no hay nubes: es un día espectacular. Mi mamá mira y empieza a recordar: “¡Ay sí! Acá fue donde me caí de la escalera. Mi papá la había puesto contra un manzano y yo me subí y me caí y quedé inconsciente. Mi mamá pensó que me había muerto”. No sabe si son sus recuerdos reales o si están basados en lo que le contó su papá, pero da igual.

Frente al bosque

El valle verde
El pueblo está vacío, solamente hay dos vecinos trabajando en sus tractores. Ninguno habla inglés, pero les mostramos las fotos y nos llevan hasta los puntos desde donde fueron tomadas. Lo que más me llama la atención del lugar es el olor a almendras. Lo siento todo el tiempo, muy fuerte, como si hubiesen derramado esencia de almendras sobre el pasto. Es mi olor preferido y qué lástima que no lo puedo adjuntar a este texto, porque para mí define al lugar. Caminando encontramos la capilla donde mi mamá fue bautizada; hoy oficia de mini-cementerio y tiene la placa con el nombre del señor alemán que les dio refugio. Otra pieza del rompecabezas.
Todavía no sabemos en cuál de las casas del pueblo vivieron, sospechamos —no sabemos por qué, quizá porque alguien nos dijo que es la que está abandonada— que en el establo de la entrada. De lo que sí estamos seguras es del bosque. Es el bosque de mi mamá. Y tiene una magia que le vi a pocos bosques. “Mi papá me llevaba en sus hombros por el bosque nevado para ver a los ciervos. Él me decía que no hablara porque los iba a espantar, y obviamente yo gritaba de emoción y los ciervos se iban corriendo”, me cuenta mientras miramos cómo los rayos del sol se filtran entre los troncos e iluminan a una colonia de hongos. Es el bosque más lindo que vi en mi vida. “Mi papá siempre decía que los tres años que vivimos acá fueron de los más felices de sus vidas”.

Si mirás hacia arriba ves esto.
* Sentada frente al río
Hay una foto de las que sacó mi abuelo que me encanta: está mi mamá de espaldas, con dos o tres años, sentada frente al río. Aunque no se le vea la cara se nota que está muy concentrada haciendo algo, quizá mirando algo o inventando un juego. En la foto se ve un puente, a lo lejos, y un conjunto de rocas en el agua. Y es la imagen que más nos cuesta encontrar.
Bordeamos el río Regen y llegamos hasta el puente de la foto; sabemos que mi abuelo sacó la foto de lejos, pero no logramos encontrar desde dónde. Es un terreno plano y todo lo que bordea al río está en pendiente. No coincide. Por un rato decidimos no buscar y solo caminar y disfrutar el día.
—Si ustedes no se hubiesen ido a Argentina, yo no existiría, —le digo de repente a mi mamá.
—Existirías pero con otro nombre y nacionalidad, yo hubiese tenido hijos igual.
—Seríamos todos alemanes… Si esto fuese Family Guy ahora aparecería una escena con nosotros tres en versión alemana, rubios y de ojos celestes, vestidos con la ropa típica.
—Quizá vos te llamarías Inge.
—Inge Heinz o Strasse (?).
(…)
—Siento que mi papá está caminando por acá con nosotros, ¿no?
—Sí. Me hubiese encantado conocerlo más. Qué bueno que sacó todas estas fotos.

El puente en cuestión

Paisaje bordeando el río
Nos subimos al auto y seguimos camino. Cuando pasamos por el camping, que está ubicado a orillas del río, me parece ver una zona baja, de pasto recto, parecida a la de la foto. “Es acá”, les digo. Entramos y le mostramos la foto a uno de los dueños y nos dice que sí, que la foto fue tomada desde el camping cuando todavía no era camping y los árboles no tapaban la vista. Nos guía hasta el lugar y pasamos un largo rato ahí, sacándonos fotos y mirando a los patos.

Fue desde por acá, aunque hoy hay tanta vegetación que la vista no es la misma.

A lo lejos se ve el puente
* La casa de Plarnhof
“La granja estaba ubicada en medio de un frente de batalla entre las Potencias Aliadas y las del Eje. Era un sitio peligroso: se escuchaba el persistente ruido de las metrallas y las tropas beligerantes recorrían la zona constantemente. En una ocasión los norteamericanos entraron a la granja y abrieron la puerta a patadas en búsqueda de armas. Mi mamá, que era actriz de teatro, ordenó a los integrantes de la granja que se pusieran a jugar a las cartas y cuando los norteamericanos los apuntaron ella contestó en inglés, con voz estridente, que no distrajeran a la gente que estaba concentrada en ese juego. Tenían escondidas varias escopetas dentro del asiento del sillón de doble cuerpo donde ella estaba sentada –el granjero tenía siete hijas mujeres y temía por ellas, ya que eran frecuentes las violaciones por parte de los soldados–. Los norteamericanos se acercaron a ver a qué y cómo jugaban, cuando terminaron registraron la propiedad y no encontraron nada.”
Volvemos varias veces a Plarnhof. Quizá para encontrar a alguien que pueda contarnos algo, quizá para volver a oler ese bosque, quizá para viajar un poco en el tiempo y hacer de cuenta que mis abuelos todavía están acá. Uno de los vecinos —el mismo de la otra vez— nos hace señas de que nos subamos a su auto y nos lleva de vuelta a Blaibach, a la casa de un señor de unos 80 años. El señor habla un poco de inglés y nos cuenta que conoció al hombre que había alojado a mis abuelos. Se acuerda también del tren que llegó de Hungría al final de la guerra, pero dice que no conoció a mis abuelos.
Nos invita a pasar a su casa. Quiere mostrarnos fotos de esa época. Tiene varias de las casas de Plarnhof, y así nos enteramos de cuál es la casa en la que nació y vivió mi mamá. No es el establo, es una que quedó abandonada cuando su último dueño murió. Así que volvemos al pueblo y la miramos de cerca, la rodeamos, buscamos alguna ventana abierta, espiamos. No encontramos rastros de aquellos tres años. Pero ahí entendemos por qué entre las fotos de mi abuelo aparece tantas veces esa casa. Teníamos la respuesta frente a nuestros ojos, era muy simple, pero en la emoción no la vimos.

La casa.

Esta foto de la casa la sacó mi mamá.
* Mi mamá y mi abuela en el puente
“Todavía resuenan en mi memoria las alegres canciones húngaras que mis padres cantaban a dúo mientras recorríamos los caminos del pueblo o nos quedábamos a orillas del río bajo la sombra de los pinos y los abetos. En verano el aire estaba perfumado por el aroma intenso de los muguets –una flor típica de climas fríos– que crecían por las praderas. Mis padres eran entonados y afinados; en Europa era habitual que las familias cantaran en sus casas o en cualquier otro lugar y ocasión.”

Mi abuela era actriz. Ayer la vi por primera vez en una película húngara.
No conocí a mi abuela materna. Murió cuando mi mamá era muy chiquita, poco tiempo después de que se fueran a vivir a Buenos Aires. La vi en fotos y en una película: era actriz de teatro y de cine.
La foto del puente me encanta: mi mamá está corriendo y su mamá la está mirando. Mi abuelo se paró a un costado y capturó esa escena cotidiana. El puente lo reconocí enseguida. Sigue teniendo las mismas barandas, pero cambió. Por todos los intentos (fallidos) que hago para sacar esa misma foto, puedo concluir que a este puente lo ensancharon, porque no me da el ángulo ni la perspectiva. Supongo que en estas décadas pasaron muchas cosas.
No puedo replicar esta foto, y eso que es mi preferida. Quizá fue un momento tan único que mejor dejarlo ahí, en esa imagen.
* De espaldas en la estación
“Mi familia ya no se podía quedar en Alemania: estaba convencida de que la situación política desataría una Tercera Guerra Mundial. Mis padres solicitaron la visa para poder ingresar a EEUU, país donde vivía exiliado mi padrino, pero les fue denegada. Decidieron venir a la Argentina, tierra de paz que aceptaba a los refugiados de guerra sin discriminación.”
“Quiero que volvamos a la estación de tren para ver si la foto donde está mi mamá de espaldas es ahí, porque ayer no nos fijamos”, nos pide mi mamá. Es tu viaje, vamos a donde quieras. Así que volvemos a la estación de Blaibach. Habíamos estado tan concentrados en buscar el arco que no miramos la parte de atrás. La foto coincide enseguida. “¡Sí, fue acá!”, le digo contenta. “Vamos a replicarla. Ponete ahí y caminá… a ver, más a la izquierda… pero no camines en diagonal ma… ¡caminá normal! ¿qué es eso?”, me agarra tal ataque de risa que me cuesta mucho sacar la foto. Mi mamá es un personaje cuando quiere.
Después de eso volvemos a cruzar el puente, volvemos a pasar por su pueblo y volvemos a ver el bosque, esta vez de lejos. “Cuántas cosas pasaron antes de que yo naciera”, le digo. “Cada vez que me hablás de la guerra siento que me estás contando una película, parece mentira que haya sido real”. Pero todo eso pasó y por eso hoy estamos acá, tratando de reconstruir un pedacito del pasado.

Blaibach de lejos.
*
Ni sé cómo terminar este texto. Todo lo que vivimos estos días también me parece irreal. Esta región de Alemania me sorprendió mucho. No pensé que iba a querer quedarme tanto, pero estamos acá hace cinco días y me quedaría muchos más. Me encanta ver el valle tan verde por la ventana. Me encanta la forma de las nubes, los bosques al costado de la ruta, el río Regen, el olor a almendras, los frentes de las casas llenas de flores, los vecinos que nos miran con curiosidad. Y me encantan las fotos que sacó mi abuelo, estas fotos viejas que pasaron de mano en mano, estas fotos que nos mostraron cómo fue la vida en algún momento y que nos ayudaron a ir armando el rompecabezas de nuestra historia. No sé si mi abuelo se habrá imaginado el destino que iban a tener sus imágenes cada vez que puso el ojo en el visor y capturó, con la cámara, un pedacito de su presente.
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Aniko Villalba
September 9, 2014
dèjá vu (por las calles de Budapest)
Viajando por ahí - textos de una escritora itinerante
dèjá vu (del francés: ya visto) es esa sensación de que ya viviste en el pasado lo que estás viviendo en el presente (haya ocurrido o no). Algunos dicen que el dèjá vu es la memoria de los sueños.
En todas las ciudades del mundo, en general, se repite la misma historia: una persona nace, crece y pasa gran parte de su vida en ese escenario; quizá viaja por trabajo, por placer, por vocación, y después vuelve, sigue viviendo, trabaja, se enamora, tal vez se desenamora, crece más, tiene amigos, tiene hijos, tiene nietos y tiempo después muere en esa misma ciudad. Para algunos, viajar o mudarse a otra ciudad o país es normal, pero la mayoría de la gente suele quedarse en el lugar donde nació. A veces pasa, sin embargo, que una circunstancia extraordinaria irrumpe el fluir cotidiano de esa ciudad y quiebra la vida de las personas en dos: hay un desastre natural, una guerra o una dictadura, y miles (quizá millones) de personas se tienen que ir a otro lado, tienen que escaparse o exiliarse contra su voluntad, tienen que dejar una ciudad y una vida que quizá no tenían ganas de dejar y están obligados a empezar de nuevo en un lugar distinto. Esto pasa en todas partes del mundo, y esto le pasó a millones de familias húngaras durante las grandes guerras del siglo veinte.

Budapest y el Danubio

Todas las fotos de este post son de Budapest
La primera sensación que tuve al llegar a Budapest fue que había viajado en el tiempo, como si el trayecto en auto desde Francia también me hubiese llevado un par de siglos hacia atrás. “Esta ciudad debería estar en un museo”, me dijo L. cuando vimos el tranvía amarillo y las construcciones antiguas de Buda (porque Budapest es la unión de tres ciudades: Buda, Pest y Óbuda) por primera vez. Habíamos llegado un domingo. Unos días después salí a caminar y me sentí en una Europa muy distinta de la que había conocido hasta el momento. Estaba en una ciudad majestuosa y a la vez descascarada, antigua y melancólica, imponente y un poco descuidada (una dualidad que me fascina y que, para mí, define a las ciudades más lindas). Sentía que Budapest me transmitía una tristeza sutil en suspiros mientras yo la caminaba: “Hola, sí, soy yo, Budapest… ¡pero ay, qué vida la mía!”, como si levantara los hombros, respirara y se desinflara en recuerdos. No tuve mucho tiempo libre para conocerla: enseguida me metí en la vorágine de la rutina (mis estudios de húngaro y todas las actividades complementarias del instituto) y dejé que la ciudad se convirtiera en el telón de fondo de mis actividades durante cuatro semanas.

Hay construcciones así

y así

y puentes

castillos

y frentes descuidados (los que más me gustan)

y este tipo de construcciones también
Una semana antes de terminar el curso conocí a mi familia húngara (de parte de mi abuelo materno) y nos fuimos al aeropuerto a buscar a mi mamá y a mi papá que estaban llegando de Buenos Aires después de diez meses sin vernos. La familia de mi mamá (tanto mi abuelo como mi abuela) era oriunda de Budapest: mi abuelo era arquitecto-ingeniero civil y pintor, y mi abuela cantante y actriz de teatro y de cine. Durante la Segunda Guerra Mundial tuvieron que huir de Hungría por motivos políticos, así que se subieron al último tren de la Cruz Roja —mi abuela, embarazada de mi mamá— que partió de Budapest a Alemania poco antes de que el régimen comunista cerrara las fronteras del país. Hungría quedó del otro lado de la Cortina de Hierro, y mis abuelos dejaron ahí a sus padres, que no quisieron abandonar su tierra y murieron tiempo después sin haber podido conocer a sus nietas. Mis abuelos vivieron los tres años siguientes en distintos pueblitos de la Bavaria alemana, donde nació mi mamá y una de sus hermanas. Después cruzaron en barco a Argentina (país que los recibió como a otros millones de refugiados de guerra e inmigrantes europeos) y vivieron el resto de sus vidas en Buenos Aires. Aprendieron castellano y se adaptaron al modo de vida argentino, aunque mantuvieron las costumbres y el idioma húngaros. Si bien soñaban con volver a Hungría, nunca pudieron hacerlo.
Cuando volvíamos del aeropuerto hacia el centro de la ciudad le dije a mi papá: “Budapest te va a encantar, no sabés qué linda que es, los puentes son impresionantes, las construcciones son muy antiguas, hay…”, y me interrumpí: “A vos ma no te digo nada porque ya conocés”. Y ahí me respondió algo que nunca jamás en mi vida me había planteado: “No Ani, yo nunca estuve en Budapest”. Al principio no le creí: “¿Cómo que no? Si viajaste a Europa en los 70, cuando viniste a conocer tu pueblito en Alemania, y también viniste a Budapest…¿no?”. Y me respondió algo que rompió todos mis esquemas: “Ani. Esta es la primera vez que vengo a Hungría”. QUÉEEEEE. Toda mi vida di por sentado que mi mamá (húngara, criada como húngara, con nombre húngaro, que habla húngaro perfecto) conocía su país, y resulta que la otra vez que vino a Europa, Hungría todavía estaba bajo el régimen comunista y ella prefirió no conocer. “O sea que estás pisando tu país por primera vez, no lo puedo creer”, le dije. Pero ella estaba en otra: leía todos los carteles en voz alta y me los traducía, y cada vez que veía algo que le gustaba decía “milyen szép!” (¡qué lindo!) con la nariz pegada a la ventana. Ahí, cuando la escuché explicando el significado de algún cartel, fue cuando tuve el primer dèjá vu: pará, esto yo ya lo viví, o quizá lo soñé, pero me acuerdo.

Mi mamá llegó el día de St. Stephen y vio los fuegos artificiales y festejos en honor al primer rey de Hungría.

Baldazo de agua fría
Si bien durante las cuatro semanas que duró el curso me moví bastante por la ciudad, empecé a conocerla el día que me dieron el diploma de fin de curso, cuando la rutina ya no me tenía los ojos vendados. Volví a caminarla con la cabeza despejada y redescubrí lugares por los que había pasado todos los días sin mirar. Iba con mi mamá y le dije: “Fahh, mirá esa construcción qué linda, nunca caminé por acá”, y pocos metros después me di cuenta de que estaba a la vuelta de uno de los barcitos donde cené un montón de veces (fue como un dèjá vu pero tardío). Cuando uno no mira, no ve. Saqué un montón de fotos de los edificios y las esquinas y decreté que Budapest es una de las ciudades más lindas y fotogénicas que conocí en mi vida, y no solo porque sea Budapest, sino porque no es perfecta ni pretende serlo, y eso es lo que más me gusta de ella. Durante nuestras caminatas descubrí que en ella (como pasa con tantas ciudades) se esconden y conviven otras: yo vi a Madrid, a París y a Buenos Aires.

Memorial a Michael Jackson

Una de las tantas casas de baño de la ciudad
Un día antes de irnos de Budapest me senté sola frente al Danubio, en el memorial de los zapatos (dedicado a los judíos que fueron asesinados frente al río y obligados a dejar sus zapatos en la orilla antes de ser fusilados), y me puse a pensar en mi abuelo. ¿Cómo habrá sido su vida en esta ciudad? ¿Por dónde habrá caminado? ¿Se habrá sentado acá alguna vez? ¿Qué hubiese sido de él si se quedaban durante el régimen comunista? ¿Quedará, acá, gente que lo conoció en persona? ¿Lo recordarán por sus obras? (Diseñó, entre otras cosas, el antiguo aeropuerto de la ciudad, varias iglesias y edificios, pero el régimen soviético sacó todas las placas con su nombre). Pensé en todas las cosas que pasaron en esta ciudad (las tomas, las guerras, los bombardeos, la destrucción, los enfrentamientos, la revolución) y entendí un poco el por qué de esa tristeza que me transmitió el primer día. También entendí, después de conocerla más, el por qué de la nostalgia de los húngaros exiliados por su tierra. Budapest es tan linda que duele.
Y durante esas horas que pasé frente al Danubio pensé que la vida, al final, consiste en dónde pasás tu tiempo y cómo. Al final todo se reduce a eso. Nacemos, recibimos un cuerpo, aprendemos un idioma y con él una manera de entender y ordenar la realidad que nos rodea, tenemos una cultura y una nacionalidad que nos moldea. Hacemos cosas, tenemos historias, pasamos por situaciones difíciles y agradables. Y en este tablero algunos necesitamos el movimiento para ser felices y otros son obligados a moverse y no quieren. Hay quienes nacen en el lugar que sienten correcto y otros en el que consideran equivocado. Y hay miles, millones, que viven con nostalgia del lugar que tuvieron que abandonar: su ciudad, el lugar donde crecieron, su país. Y esa, sospecho, debe ser una de las tristezas más difíciles que nos toca soportar.
Les recomiendo el libro “La mujer justa” de Sándor Márai (escritor húngaro). Una misma historia contada por sus tres protagonistas, una reflexión profundísima y excelente acerca del amor, la soledad, la muerte y los mandatos sociales. Y está situada en Budapest.
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Aniko Villalba
August 31, 2014
Ojos nuevos
Viajando por ahí - textos de una escritora itinerante
I can speak Hungarian, what’s your superpower? / Hablo húngaro, ¿cuál es tu superpoder?
(Mensaje visto en una remera* en Budapest) (*en Argentina, remera —y no ramera ni mujer que rema— es lo que en otros países llaman polo, camiseta, chomba… o en inglés: shirt)

Por las calles de Budapest
Cuando dije que iba a aprender húngaro muchos me preguntaron para qué. Con el modo sarcasmo activado, me dijeron: “Ah, pero te va a ser muy útil”. Sí, tanto como el poco indonesio que hablo o el catalán que quiero aprender. Nos enseñan a ver los idiomas desde el lado práctico y no desde el humano. Aprender un idioma que se habla en un solo país o región y que no sirve para comunicarse internacionalmente parece una pérdida de tiempo, plata y esfuerzo. Es cierto que en este mundo los idiomas que hay que aprender son otros, pero los que salieron elegidos están en el podio solo por una cuestión de historia. Si las cosas se hubiesen dado distinto quizá todos estaríamos hablando latín, ruso o mandarín (dicen que es el idioma que se viene). Lo lindo de aprender otro idioma (sobre todo si es uno muy distinto al propio) es que a la vez aprendés a ver el mundo con ojos nuevos: a new language gives you a new mindset. Un lenguaje nuevo también te da una manera nueva de pensar y de entender la realidad. Y esa, para mí, es la mayor ganancia.

El tranvía en Budapest

Vista de Budapest
Pasé 29 años escuchando a mi mamá hablar húngaro. Como nunca entendí lo que decía, no le presté demasiada atención. A mí me sonaba a idioma inventado: seguro que ella y sus hermanas lo crearon cuando eran chiquitas, jugando, y lo mantuvieron de grandes para poder hablar en secreto delante de todos (como el jeringozo o ese idioma escrito de palitos y puntitos con el que me escribía cartas indescifrables con una amiga en el colegio). El húngaro me parecía un idioma tan imposible que ahora, después de haber hecho un curso de un mes, no puedo creer que ya tengo noción de la gramática, que puedo decir algunas cosas básicas y que puedo leer (y mitad inferir) los carteles más básicos de Budapest. Nada es imposible.

Ahora sé que “otthon” significa “en casa”, pero el día que saqué la foto no tenía ni idea.

Atardeceres desde mi ventana
Cuando dije que iba a estudiar húngaro, otra de las cosas que me preguntaron fue: “Y es parecido al alemán, ¿no?”. No. El húngaro no se parece a ningún otro idioma, es como una isla lingüística en medio de Europa. No pertenece a las lenguas indo-europeas (como el inglés, el español, el ruso, el alemán, el francés, entre otros), tampoco a las eslavas (como los idiomas de la gran mayoría de los países de Europa del este); es un idioma de origen urálico, como el finlandés y el estoniano, pero que tampoco se parece demasiado a los de su grupo. “El húngaro es un idioma al que hasta el diablo le tiene miedo”, dicen por ahí. Y entiendo por qué: la gramática es complicada, las palabras se forman por aglutinación (se agregan sufijos y prefijos, se pegan dos o tres palabras y se forman palabras nuevas larguísimas), hay 14 vocales, hay que tener bastante memoria para recordar el vocabulario y hay ciertas conjugaciones verbales que parecen raps mezclados con trabalenguas. Lean, por ejemplo, estas palabras en voz alta (y pónganle ritmo y movimiento de mano): tettem tettél tett tettünk tettetek tettek. Felicitaciones, acaban de conjugar el verbo tesz (hacer) en pasado indefinido. Ya pueden decir que saben rapear en húngaro.

Conjugaciones

Este cartel no lo entiendo todo, por ejemplo.
Los idiomas me fascinan. Si pudiera elegir un superpoder creo que cambiaría el de la teletransportación por el de ser capaz de hablar todos los idiomas del mundo. Me pongo a pensar en cómo nacen los idiomas y en cómo es que nosotros nacemos con la capacidad de aprender cualquier idioma y no encuentro respuestas. ¿Cómo fue? ¿Un día un húngaro empezó a señalar cosas y a darle nombres al azar? ¿Y cómo se llegó al acuerdo de que ese elemento, de ahora en más, se iba a llamar así? ¿Y cómo se inventaron las letras? ¿Por qué se le pusieron puntitos y palitos y colitas? ¿Y quién decidió la pronunciación? ¿Y cómo es que un chico, a determinada edad, es capaz de empezar a hablar? ¿Cómo es que entendemos que eso que tenemos adelante se llama así y que eso otro se llama asá?

¿Por qué en un lugar del mundo “panqueque” se dice “palacsinta”?

o “cine” se dice “mozi”…
Intento imaginarme el origen de cualquier idioma y no puedo, es algo que me sobrepasa. Lo mismo que las jergas: ¿quién inventa el slang? Sí sí, ya sé que es el idioma que se habla en la calle, que es el lenguaje informal, pero alguno debe haber sido el primero que dijo la palabra chamuyar, por ejemplo. No sabés cómo me chamuyé a esa mina, le habrá dicho a un amigo, y el amigo no entendió. Y de repente en otra parte del país alguien usó la misma palabra para la misma acción, pero ¿por qué? ¿Cómo supo? ¿Cómo se dio esa casualidad? Me exprimo la cabeza pensando en estas cosas. Es que amo las palabras y todo lo relacionado (hoy, caminando por Budapest, llegué a una de esas revelaciones obvias: las palabras son mi materia prima, otros trabajan con colores, con sonidos, con papel, con arcilla, con números. Yo trabajo con veintisiete letras que puedo combinar como quiera).

El cartelito blanco dice “rossz a zár”. Para esto tuve que usar el traductor y al parecer significa “cerradura equivocada” (o en inglés: “The wrong lock”). Andá a saber quién dejó ese mensaje…

Hay otras palabras, como “post” o “posta” o “postas” —todas relativas al correo—, que son más fáciles de inferir. El húngaro también tiene varias palabras que provienen del latín.

Y acá encuentro mi nombre por todas partes! :)

Hasta en las lapiceras estandarizadas.
Y también me pregunto: ¿el idioma moldea la manera de ver el mundo? ¿O la manera de ver el mundo moldea al idioma? Los húngaros tienen un lenguaje muy musical (algo que, como pasa con cualquier idioma, se pierde en la traducción). El húngaro es un idioma de armonía: cada sufijo, por ejemplo, tiene dos o tres variantes, ya que el elegido depende de las vocales que tenga la palabra raíz (no sea cosa de que desentone). Es un idioma sin un orden estricto de palabras, al contrario, el orden se decide según lo que se quiera enfatizar. Por eso, quizá, es un idioma de poetas, de inventores y de creativos. ¿Será que los húngaros son creativos a causa de su lenguaje? ¿O crearon un lenguaje así porque ya eran creativos? ¿Qué vino primero: el huevo o la gallina húngara?

También encuentro mensajes en inglés (acá casi todos hablan inglés).
Mi mamá está feliz porque llegó a un país donde todos hablan su idioma. Se la pasa leyendo y traduciendo carteles y me ayuda a practicar lo que aprendí. Durante este mes de estudio en el Balassi (el instituto donde aprendí húngaro) mi cabeza fue un lío: doy fe de que cuando uno empieza a aprender un idioma nuevo se le vienen a la cabeza todos los idiomas que aprendió alguna vez. Pensé que mi indonesio había quedado sepultado, pero cada vez que buscaba una palabra en húngaro en mi memoria aparecía, sin que la llamara, la versión en indonesio. A veces pienso que guardamos las palabras en otros idiomas como en bolsitas y cuando las buscamos aparecen en todas sus versiones conocidas (—¿Qué buscás? Ah, “gracias”. Mirá, esa la tengo en indonesio, en francés, en italiano, en portugués, en catalán, en inglés… ¿cuál querés?). También estoy aprendiendo francés (aunque por mi cuenta y muy de a poco) y fueron muchas las veces que estuve a punto de decir merci en vez de köszönöm o oui en vez de igen.

El instituto donde estudié. Atención gente con familia húngara, si les interesa aprender el idioma investiguen la web del Balassi, hay becas y muchos cursos interesantes.

Collage que hicimos el último día de clases. Tomate se dice “paradicsom” (que en húngaro también significa paraíso). “Alma” es manzana. Gato se dice “cica” (se pronuncia tsitsa), “sör” es cerveza y pálinka es un trago que seguro les van a hacer probar si vienen para acá.
Pero lo mejor de haber estudiando un idioma en su país de origen es que vi cómo las palabras cobraban vida. Porque una cosa es aprender el idioma con libros y en clases, saberse la gramática y acordarse algo de vocabulario, pero otra cosa es ver esas palabras convertidas en algo real, casi tangible. Como cuando me senté a la mesa de la cocina de mi familia húngara y les dije lo que era cada cosa en húngaro (vaso, plato, cuchillo, tenedor, ensalada, pollo), o como cuando una húngara se emocionó porque le dije que sabía decir los colores en su idioma y me empezó a mostrar cosas para que le dijera de qué color eran, o como cuando dicté el número de teléfono de mi mamá en húngaro, o cuando le dije a una de mis parientas viszlat! (Chau chau, nos vemos) y me dijo holnap? (¿Mañana?). Pero lo mejor fue lo que me pasó el último día de clases, después de la ceremonia final. Salí del instituto con la cabeza mucho más relajada y por fin me dediqué a mirar de verdad. Leí, como todos los días, el cartel que está frente a la parada del colectivo (que nunca había entendido, pero leía porque estaba ahí), y me dije: “Pará. Elsö significa primero, szénsavas significa con gas, vodkája significa el vodka de y Magyarország es Hungría: ¡El primer vodka gasificado de Hungría!”. Leí mi primer cartel completo el mismo día que terminé de estudiar. Y ahí fue, también, cuando empecé a conocer Budapest.
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Aniko Villalba
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