Álvaro Bisama's Blog, page 8
December 30, 2017
La epopeya de los apoderados
En la mañana del lunes 4 de diciembre, dos semanas después de la primera vuelta de la elección presidencial, es decir, en la exacta mitad de la campaña de segunda vuelta, Sebastián Piñera declaró en una radio que en todas las elecciones “hay algunos que se pasan de vivos” y que se habían visto “muchos votos… marcados previamente” en favor de Alejandro Guillier y Beatriz Sánchez. La ventolera de reacciones que siguió y las cosas que se dijeron merecen el olvido. También el hecho de que en todo el país había un solo reclamo formal y un par de situaciones dudosas registradas por la prensa. Nada más.
No era esto lo importante. Entre los observadores desapasionados de la campaña la pregunta de esa tarde fue: ¿Es esta una nueva “piñericosa” o ha sido un hecho calculado, un movimiento táctico muy bien meditado, aunque tuviese una apariencia ríspida y un potencial costo político? En el comando de Piñera se dijo, sotto voce, que el propósito era motivar a los partidarios para que se inscribieran como apoderados, una versión que no resultaba fácil de tragar, porque la conexión entre la gravedad de la acusación y la bondad del propósito resultaba demasiado larga.
El caso es que el 2017 será recordado, claro, como el año del segundo triunfo de Piñera, pero, sobre todo, como el año de la gran movilización de la derecha. Por supuesto que las vacilantes palabras del candidato no lo hicieron todo -de hecho, pasó unos días precisándolas, hasta el grado de que pareció que podría convertirse en un tropiezo fatal-, pero sí lo suficiente: la chispa para encender el ancho pastizal de la sospecha. La lógica era impecable: si la elección iba a ser estrecha, habría que defender voto por voto, mesa por mesa. Cosa tan delicada no podía dejarse al solo cuidado de un gobierno sospechoso. El mismo razonamiento que hizo la entonces Concertación en el plebiscito de 1988.
El comando de Piñera ha dicho que, según sus estimaciones, se movilizaron unas 50.000 personas para ser apoderados. Esto significa que en más del 15% de las mesas de votación hubo más de un apoderado de Chile Vamos, un voluntariado bárbaro para proteger unas elecciones que en 27 años no han estado ni bajo la sombra de una duda. Y es importante, porque un apoderado no es una persona única. Es un catalizador de muchas otras voluntades que lo circundan, un activista silencioso que opera psicológicamente por su sola disposición.
Esta es la respuesta a las dudas de la tarde del 4 de diciembre: lo que dijo Piñera no fue una gaffe, sino una operación verbal correctamente calculada. Al lado de esto, los esfuerzos de José Antonio Kast y Manuel José Ossandón por rescatar la votación de la derecha dura o popular, antipiñerista, resultan datos menores, entusiasmos con cierto aire de aficionados.
Por supuesto, nada de esto quiere decir que el comando de Piñera haya podido calcular que el llamado a los apoderados movilizara 4,58 puntos por sobre el 50%, ni tampoco que de manera inédita aumentara el número de votantes en la segunda vuelta, la mayoría de ellos en su favor. Nadie es tan genial, ni siquiera en la demostración de genio que fue el resultado final. No se puede sacar del mapa las chispas adicionales que aportaron al pastizal el gobierno, la Nueva Mayoría y su propio candidato. Las victorias electorales siempre tienen un componente de errores adversarios.
Tampoco puede un acierto táctico ser considerado un modelo moral. La extraordinaria inteligencia electoral del piñerismo ha de ser conjugada con el hecho problemático de su apelación al miedo. No es que haya existido una “campaña del terror”. Esto sólo puede ser un exceso verbal de quienes no conocen este tipo de casos, aunque también es visible que algunas ideas de este orden -Chilezuela, por ejemplo- se pegaron en las mentalidades más paranoides, de todos modos sin ningún remoto parecido con lo que idearon los lugartenientes del pinochetismo en los 80 -Manfredo Mayol, para no ignorarlo-, o los de otras elecciones más atrás.
El miedo es parte del repertorio de las emociones humanas y tiene, por tanto, esa auténtica y lamentable legitimidad, y es un estímulo tan lícito como cualquier otro si sirve para remover la molicie de los votantes desidiosos. El miedo manufacturado es otra cosa. En política, supone trazar una línea artificial, ya no entre diferentes visiones de una misma sociedad, sino entre cosas más crudas, como el bien y el mal. Como dice Tzvetan Todorov en su ensayo El miedo a los bárbaros, “no tiene el menor mérito preferir el bien al mal cuando es uno mismo quien define el sentido de ambos términos”. El miedo que convierte a los adversarios en bárbaros es un pasadizo cerrado, con vista al solecismo, la exclusión y la demonización de los demás. Un corredor a la intolerancia.
El carpetazo electoral de Piñera no está constituido de puro miedo. Es más o menos normal que, en cualquier parte del mundo, la derecha gane cuando es muy intensa la incertidumbre sobre el futuro; y que gane la izquierda cuando logra desarmar esos temores. Lo que hizo Piñera fue un poco más lejos: en una derecha que por muchos años se ha sentido en minoría, y que aún no logra salir de ese cepo intelectual, sus palabras sembraron cierta desconfianza en el rito electoral. Este es un punto sensible, porque las elecciones dependen en una medida importante de que se confíe en ellas, en sus procesos, en sus mecanismos. Y elecciones como las chilenas, con su increíble eficiencia en la entrega de los resultados, dependen aún más de esa confianza. Dañarla no debería ser gratis, aunque con su maniobra Piñera también logró transferir a la derecha lo que hasta entonces se creía que era un patrimonio de la izquierda, la capacidad de movilizar no las voluntades de unas élites, sino las de esas miles de personas que se volcaron a las mesas de votación.
Pero harían mal los opositores de Piñera en creer que este fue el único factor de su victoria, sin tomar en cuenta el gigantesco viraje que, además, dio a su programa inicial. Harían más mal si sacaran las lecciones equivocadas de su triunfo del 2017; por ejemplo, si creyeran que la estratagema de los apoderados pueda ser repetida en elecciones futuras con argumentos e imágenes similares.
No, no: esta ha sido la epopeya del 2017, y todo lo que tiene de hazaña es que no tendría que repetirse. En estos días ha circulado una copiosa narrativa acerca de apoderados que terminaron amigos de los vocales de mesa, una reescritura de los cuentos de campo sobre adversarios y compadres, que ha tendido a atemperar la naturaleza original de la movilización. Pero en su trasfondo más oscuro permanece una cierta latencia que es contraria al punto más intransigente de la democracia (para usar una expresión de Fernando Savater): la única libertad que no está permitida es la de renunciar a la libertad.
El miedo manufacturado no está en la esfera de la libertad.
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Ejercicio de autoconocimiento
Nunca terminaremos de develar el misterio. Sebastián Piñera ganó y nadie sabe muy bien cómo. Ni siquiera él. Tiene intuiciones, pistas, señales, interpretaciones, desde luego. Pero certezas, pocas. Ni siquiera la tendrá cuando el Servel desclasifique toda la información de las mesas y se puedan hacer cruces por comunas, por edad, por género y otras variables así. Al final quedaremos en las mismas: ganó porque ganó. Lo que sí él sabe y su entorno intuye es que el mandato del domingo antepasado no puede interpretarse como un cheque en blanco a la derecha ni menos como una instrucción para enfilar hacia el norte una embarcación que estaba yendo hacia el sur.
Tendrá pues que tener cuidado y leer los resultados con cierta sofisticación. La sociedad chilena no está fácil de leer. Quien diga que los resultados de primera y segunda vuelta son perfectamente coherentes se engaña un poco a sí mismo. Porque no lo son. Parecen de repente de dos países distintos. Y son del mismo. La lectura que hizo La Moneda del 36% de la votación de Piñera en noviembre puede haber sido errónea, precipitada y todo lo que se quiera. Pero no fue delirante. Alguna base -poca, frágil, hipotética y voluntarista- tenía la idea de que más de la mitad de los chilenos que votaron estaban apoyando las reformas. La verdad es que no lo hicieron, pero eso se vino a saber recién en la segunda vuelta, para desconsuelo de la Presidenta y del oficialismo. A partir de ahí, qué duda cabe que hubo mucho voto del Frente Amplio que al final fue a Piñera, y que hubo también muchos ciudadanos que no votaron en primera vuelta pero sí lo hicieron en segunda. Tampoco habría que descartar el llamémosle voto frívolo, voto ondero, que a la hora de la verdad se puso serio. Identificar cómo jugaron estas proporciones y en qué momento preciso los equilibrios se restauraron será una discusión recurrente en la academia y en la cátedra política de los próximos meses. Porque fue el instante en que se trancó la máquina sumadora que le asignaba el 55% de los votos a Alejandro Guillier.
Claro que en cuatro o seis meses más, lógico, el nuevo gobierno ya estará en otra, porque estará gobernando. Gobernando con cautela, con el volumen claramente más bajo y con los sismógrafos muy conectados a los climas anímicos y movimientos objetivos de opinión pública que se vayan presentando. Eso no significa necesariamente quedar atrapado en la jaula de lo que la gente quiere, porque eso es lo contrario del liderazgo político y porque el gran desafío para la nueva administración es ir abriendo cauces de manera ordenada, que permitan descomprimir y atender las demandas ciudadanas más urgentes.
Nunca como ahora se ha planteado con tanto dramatismo la necesidad de las dirigencias políticas de conocer mejor a sus bases de apoyo y de simpatizantes. Los partidos están dando pruebas de conocer poco al electorado e incluso a su propia tribu. Es un hecho que varias colectividades han estado girando en banda y mirándose el ombligo, dando por establecidos supuestos que los resultados electorales desmintieron. Los casos más patéticos fueron los del PPD y la DC, que se desangraron a chorros y nunca repararon que la platea -su platea- se estaba vaciando.
Pero en verdad es que, al margen de esos dos partidos en apuros, el reto lo tienen todas las fuerzas políticas. Lo tiene la UDI, que salió golpeada de la elección parlamentaria y no solo por no haber sabido manejar bien las perillas del sistema proporcional. Lo tiene el Frente Amplio, cuyos dirigentes asumen que toda la votación de su candidata presidencial se dejaría matar por las banderas del movimiento No+AFP o por la demanda de una nueva Constitución. ¿Será tan así? ¿Fue por eso que Beatriz Sánchez dio una sorpresa? Para qué decir que la tarea también está pendiente en la izquierda tradicional, y en concreto en el PS, que todavía no sabe si seguir escondiendo por algún tiempo más el legado socialdemócrata que la colectividad forjó en los tiempos de la Concertación o si lo que en realidad le conviene es olvidarse de todo eso y sepultarlo en la ignominia para siempre.
El gobierno también tendrá que escarbar en su 54%. Si hay algo que ha estado cambiando en la política chilena de los últimos años es justamente la composición, la genética, el pelaje y la diversidad de la derecha. Lo que en una época parecía completamente monolítico -la fórmula pensamiento conservador-católico+Chicago Boys+orden- dejó de serlo hace rato y el sector se ha estado irrigando no solo con nuevas sensibilidades e ideas, sino también con audiencias más amplias y diversas, provenientes básicamente de esa clase media que ha seguido expandiéndose y que, bueno, es la más interesada que nadie en el crecimiento al que apuesta Piñera. ¿Por qué? No porque sea neoliberal o cosa que se le parezca, sino porque lo ve como condición necesaria para la generación de nuevas oportunidades de superación.
Para que la política chilena pueda sincerarse tendrá que hacer un ejercicio socrático de autoconocimiento, por decirlo así. Solo hace dos semanas la Nueva Mayoría terminó por comprobar que era minoría. El Frente Amplio se encontró con una votación muy superior a la que sus propias dirigencias esperaban. El gobierno, que durante cuatro semanas superó sus depresiones y llegó a convencerse de haberlo hecho magnífico, supo sin margen de dudas que el sentir de la gente no era tan distinto de lo que por años habían estado diciendo las encuestas. Y la derecha, que siempre confió en que iba a ganar, terminó encontrándose con la victoria varias semanas después de lo que pensó, y en proporciones que tampoco estaban en sus cálculos. El tipo de gente, de demandas y de pulsiones que haya detrás de estos cambios es lo que los partidos y el gobierno deberán tratar de identificar. Mientras no lo hagan, mejor que ni se muevan.
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“El golpe maestro”
Por fortuna la nación, aunque atónita, no ha carecido de amables ensayistas, mistagogos y profetas de la hora 25 deseosos de dar explicaciones acerca del porqué de la contundente derrota del “progresismo”. Ofrecen teorías de todos los sabores y para todos los gustos. Muchas nacen de la “autocrítica” que transversalmente se proclama en estos días, ejercicio sofístico cuyo propósito es NO hacer ninguna desagradable crítica; se busca a toda costa conservar la vigencia de las proclamas que se vocearon con el fin de “reencantar” al país, aunque más bien lo despertaron. Lo mismo hacen en las ferias de pulgas los vendedores a mil de El Secreto del Éxito, el cual conservan aunque no se venda nunca; siempre puede haber otra oportunidad. Por eso la autocrítica ha sido menos una seria intervención de quirófano que el acto de esparcir sobre las contusiones un bálsamo de amplio espectro -se lo aplica desde el PC a la DC- capaz de aliviar el dolor y ojalá dejar el cutis político con un sano tono aterciopelado. En efecto, los optimistas piensan que no sólo es anestésico, sino además transformador; convierte al culpable en víctima, celebrado y recurrido hit del progresismo. Cuando se es víctima necesariamente otro es el culpable y por tanto uno es inocente. En este caso el malo de la película fue la perversa capacidad del “enemigo de clase” para engañar a los fachos pobres. La culpa, entonces, es de la derecha cavernaria, de los reaccionarios, los imperialistas, los golpistas, los fascistas, los renegados, apóstatas, súcubos e íncubos.
La otra versión es de Guillermo Teillier, quien hace uso de un recurso estilístico muy popular en su Paraíso Perdido, la fenecida URSS. Consistía y consiste en reescribir la historia. ¿Cayó en desgracia y hasta tropezó con una bala en la nuca el hasta ayer camarada Fulano de Tal? Nada de eso: no está ni en desgracia ni muerto, sino jamás ha existido. El difunto desaparecía como por encanto de las fotos y textos en los que hubiera aparecido en la edición anterior -ya superada por los progresos del socialismo- de la Enciclopedia de la URSS y otras obras publicadas por el PC para alegría, hoy, de bibliófilos en busca de excentricidades. Teillier hace lo mismo al afirmar que el gobierno de Michelle Bachelet fue agredido desde el día uno por la derecha, he ahí la victimización, a lo cual se sumaría como “golpe maestro” el caso Caval, he aquí la conspiración.
Historia paralela
Sin duda el camarada Teillier estuvo examinando un universo paralelo en el que Chile, como “Ciudad Gótica” del mundo de Batman, lo tiene todo patas para arriba. Lo que en nuestro universo hubo desde “el día uno” no fue un ataque masivo y despiadado de la derecha sino la existencia a favor de Bachelet de la totalidad de las ventajas políticas posibles, a saber, una arrolladora mayoría en el Congreso, el apoyo de estudiantes que lo esperaban todo de ella, la simpatía de la calle que se había comprado la sonrisa y el delantal médico de la señora y un triunfalismo sin límites de los partidos de su coalición expresándose, a poco andar, en frases como la de la retroexcavadora; nada de eso suena a un asedio a manos de la oposición, por ese tiempo sumida en el desconcierto. De hecho no había “una” derecha propiamente tal en condición de pensar, planear y ejecutar nada ni siquiera desde el día enésimo. La desintegración ostensible ya durante el proceso previo, cuando buscaban candidato, no hizo sino elevarse al cuadrado con la derrota. En la derecha no hubo, en ese mítico Día Uno, otra cosa que pobres criaturas inclinadas al berrinche de los reproches mutuos. Al cabo de algunos meses superaron ese pánico y desconcierto, pero no por la planeación sino por la ilusión, fase de candor que se manifestó en varias votaciones en el Congreso, cuando el sector creía posible moderar el programa de la NM o apaciguarlo con tales o cuales modificaciones a los proyectos del gobierno. En la fase siguiente reemplazaron la ilusión, pero no por un plan de batalla sino por la Fe en los milagros que produciría el advenimiento de Valdés y Burgos, a quienes vieron en el papel de la caballería que en las películas de cowboys llegaba a salvar a los buenos. Esa desintegración y/o colosal desorden existió hasta no hace mucho; quizás sólo en los últimos tres meses de la campaña y en especial luego de la primera vuelta electoral la derecha operó, al fin, como “la” derecha, pero aun así y hasta el final con exabruptos de incurables adictos al protagonismo mediático.
“Golpe maestro”
La guinda que corona esa torta de desatinos del pastelero Teillier es el “caso Caval”, como se llamó el paquete completo de los negocios del hijo de la Presidenta y su señora. Según Teillier fue el golpe maestro de la derecha. En otras palabras, el negocio, aun bajo investigación en sus diversas facetas, no sería de responsabilidad y autoría de la feliz pareja, sino de “la derecha”. ¿Cómo operó esa entelequia maquiavélica para tomar de la mano al matrimonio y arrastrarlo a la oficina de Luksic? Teillier no nos lo ha dicho aún. ¿O se refiere a un “aprovechamiento político” de la prensa de derecha? Si no recordamos mal fue TODA la prensa, incluyendo medios progres, la que tomó ese caso -y con toda razón- bajo escrutinio como había hecho antes y ha hecho después con irregularidades posibles o probadas de políticos y/o personeros de AMBOS bandos.
La teoría conspirativa del “golpe maestro” revela cuán persistentes son los esquemas mentales maniqueos en el cerebro del devoto típico. No siéndole posible, al beato, examinar críticamente los axiomas que a fin de cuentas constituyen su identidad, es natural que busque las causas de todos los estropicios en el OTRO, en el enemigo. La culpa que se acepta como propia es menor y/o derivativa de la buena voluntad; se yerra por inocencia, por confiar demasiado, por serse ingenuo. O tal vez se acepta que por un fugitivo momento se ha pecado, pero siempre es sólo una falta venial, un desliz que NO afecta el corazón del cuerpo doctrinario. Confieso padre que recé menos de lo suficiente, pensé en un sándwich mientras le oraba a Nuestro Señor y miré con ojos lúbricos a la señora Eulalia, la que viste santos; la versión de Teillier y Cía. es que no pudimos unirnos, fallamos en la coordinación, no “leímos” bien las señales y cometimos algunos errores. Si se leen las conclusiones de las asambleas del PCUS luego de las sesiones de autocrítica, documentos cuyo surrealismo sobrepasa con creces el de la literatura fantástica, se comprobará cuán idéntica es la pomada; el stock de errores aceptados nunca superó, en los momentos álgidos, el cargarle el muerto a UNA persona que habría cometido el pecado del “culto a la personalidad”. Pueden los lectores de esta columna estar seguros de que el día cuando el régimen de Corea del Norte se derrumbe, lo cual es inevitable, se hará lo mismo con “Little Rocket Man”.
La “unidad”
Teillier también llamó a la unidad “desde el PC hasta la DC”, cubriendo así la entera franja de la fallecida coalición. Pero, ¿qué significa eso? ¿Cuál es el punto alrededor del cual se produciría dicha unión? ¿Una predica vacua y ampulosa del tipo “defendamos las conquistas del progresismo”? Si es así Teillier no atina a comprender el profundo cambio que ha vivido Chile, sin espacio ya para consignas inanes provenientes de la Segunda Internacional. Con su mercancía de segunda mano no podrá gestar ninguna unión y menos crear programas o agendas. Por no entenderlo se desmorona el PPD, se desmorona la Decé, se tambalea el PS, es irrelevante el PR y el único que mantiene cierta cohesión, el PC, lo logra sólo porque persevera en su carácter de secta, las cuales compran eternidad al precio de momificarse en el presente.
Si acaso habrá “unidad” será a la Frankenstein, con pedazos de cadáveres zurcidos al hilván. Y no será alrededor de una gran idea, sino de una conjura para hacerle zancadillas al nuevo gobierno. Eso es claro, fácil y podría ser remunerativo. Está, además, a la altura de la NM.
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Viejitos
En septiembre de 2013 estuve en Villa Baviera. Fui hasta allí a reportear, porque preparaba un perfil sobre Paul Schäfer, una nota que luego nunca escribí. Pasé unos días en el lugar y entrevisté a un puñado de hijos de los colonos que llegaron a Chile desde Alemania y se instalaron a los pies de la cordillera, en el límite sur de la Región del Maule. Hablé con varios hombres y una mujer cuyos parientes mayores habían sido estrechos colaboradores de Schäfer. Me contaron episodios de su vida bajo el imperio del pastor evangélico -ese era el oficio de Schäfer-, las rutinas cotidianas y lo mucho que le gustaba la música popular. Tanto le gustaba, que quiso levantar un estudio de grabación que permanecía a medio construir en medio del campo. Uno de mis entrevistados me mostró videos en los que el líder aparecía fugazmente en medio de celebraciones: un hombre calvo, de escasa estatura y apariencia inofensiva.
En esa ocasión hablé con Friedhelm Zeitner, uno de los colonos que acompañaron a Schäfer cuando se fugó a Argentina. Nos reunimos en el taller mecánico de Villa Baviera en el que trabajaba manteniendo y reparando maquinaria agrícola. Zeitner tenía poco más de 40 años, siempre había vivido en Chile, pero hablaba castellano con un fuerte acento. Recuerdo que cuando le pregunté sobre cuántos de los chicos de su generación habían sido abusados por el líder de la colonia, me respondió con una sonrisa sarcástica y una frase afilada: la pregunta debería ser quiénes no fueron abusados por él, me dijo. Algo parecido me contestó cuando le pregunté si los mayores -padres y familiares de los muchachos- sabían lo que sucedía en Villa Baviera.
Mientras conversaba con Zeitner y miraba el garaje apareció otro hombre algo más joven, vestido con overol, pero de apariencia física muy distinta a la de Zeitner; era un mestizo maulino que intercambió un par de frases en alemán con él. Concluí que ese hombre era parte de la generación de chilenos adoptados, hijos de campesinos pobres de la zona, que crecieron en los 90 en la colonia, justo en la época en que la justicia trató de intervenir el feudo, pero un tupido grupo de poder se interpuso para salvar a Schäfer. Lo lograron. Finalmente, el líder escapó a Argentina escoltado por un grupo de fieles, entre ellos Zeitner, que recordaba aquella huida con un rictus de amargura. Sólo en 2005 la policía argentina logró atrapar a Schäfer en una zona rural de la provincia de Buenos Aires. Recuerdo una escena fugaz transmitida por televisión, en donde se veía a Schäfer en una silla de ruedas, o tal vez una camilla, en un aeropuerto. Era un anciano enfermo en medio de un operativo que parecía desproporcionado para una persona de su edad.
La imagen de fragilidad de Schäfer capturado, sin embargo, escondía una vida de vigorosa impunidad facilitada por una espesa red de clientelismo político que trepó desde los caciques de la provincia hasta las esferas más poderosas del Estado. Si lo que la televisión estaba mostrando era un viejito débil a merced de la policía y no un sujeto jovial, era porque ese hombre estuvo demasiado tiempo respaldado por un poder formidable que lo protegía de toda denuncia, un blindaje que sus víctimas desafiaron durante décadas con perseverancia y a costa de recibir ataques y amenazas. El tiempo y la fortuna habían jugado a favor del criminal que logró esconderse gracias a la colaboración de mucha gente respetable que prefirió basurear las acusaciones, desviar la atención, porque esas denuncias desafiaban sus ideologías y creencias. Lo que presenciábamos el día que arrestaron a Schäfer era el final de un extenso relato de atropellos. Lo mismo había ocurrido con muchos de los criminales de guerra nazi y ocurriría con los represores que habitarían Punta Peuco. La justicia había tardado tanto, que sólo vivirían sus últimos días de vida purgando sus crímenes, la mayoría sin reconocerlos siquiera o, peor que eso, justificándolos y negándose a colaborar con aclarar el paradero de sus víctimas.
Esta semana, cuando vi a Alberto Fujimori en una cama de hospital recibiendo la noticia de su indulto, recordé al anciano Paul Schäfer, a los internos de Punta Peuco y a un sonriente Augusto Pinochet levantándose de su silla de ruedas para recibir el abrazo de sus seguidores. La prisión de Fujimori era un símbolo de que en América Latina, un continente en donde los más poderosos suelen gozar de una cultura de la impunidad y el abuso, la historia podía ser distinta. Desde esta semana ya no es así.
Un nuevo discurso está trepando a la sombra de la corrupción y el populismo. Ese discurso transforma a los criminales en víctimas, borrando los hechos con una retórica envenenada y cruel que llama “venganza” a una justicia tardía y muchas veces apenas suficiente. Aparecen nuevos líderes emparentados con los viejos círculos de protección de los criminales, que les exigen a las víctimas olvidarse de cualquier reparación, acusándolas de estar cegadas por el odio, transformando a los condenados en mártires de un sistema desalmado que los hace pagar por sus delitos, sin atender a sus arrugas.
Una nueva forma de impunidad ha surgido, esta vez disfrazada de misericordia y maquillada de compasión.
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December 29, 2017
Frente Amplio
A los historiadores se nos perdona que leamos noticias pasadas, y puesto que, hacia la segunda vuelta, los dirigentes del FA hablaron mucho y de todo, quizá debiéramos volver a lo que dijeron. A Nicolás Grau, por de pronto: “Efectivamente queremos ser como Corea… Corea del Sur” (hasta hace poco una dictadura, luego una democracia corrupta que depone a la hija del dictador). “Nuestra oposición es al sistema… es una cuestión táctica… queremos un cambio cultural y de régimen… somos la fuerza que va a romper el sistema” (aunque este mismo diputado electo de RD, Renato Garín, 17 días después agregaría: “en términos generales, las propuestas del Frente Amplio son de sentido común… cierto sentido común que está en el ambiente”).
Difícil de entenderlos. Tanto más si aparece otra diputada electa, Camila Rojas, pero de Izquierda Autónoma (IA), que puntualiza que el FA “no se reconoce como una organización de izquierda, no lo hizo en sus inicios y, por sus características, es difícil que lo vaya a hacer… esa izquierda está en disputa”. Claramente RD e IA se entienden hasta por ahí no más. Cuestión que Carlos Ruiz Encina, uno de sus ideólogos, lo sabe mejor que nadie: “El FA no va a ir a ninguna parte con complejos edípicos respecto de la Concertación. Es comprar boletos del Titanic sabiendo que se hunde. Sería fatal”. Y que Gonzalo Winter, diputado recién elegido del Movimiento Autonomista, confirma cuando, en son acomodaticio después del 17-D, tuitea: “Pasadas las elecciones tenemos que hacernos un montón de preguntas, por ej. ¿Qué dice el FA al pequeño empresario? ¿qué le dice al emprendedor? ¿A las víctimas de la delincuencia? ¿Al cesante?”
Una posible explicación es que el FA sea una fuerza meramente circunstancial. Dicen sus voceros una cosa un día, dicen otra, días después, según el barómetro. Sus votantes serían erráticos (un 25% que apoyó a Bea Sánchez habría votado por Piñera el 17-D, lo afirma el diario El País). Puede ser también que se trate de una tendencia o moda tan vistosa como efímera, vaya a saber uno cómo diablos va a evolucionar o mutar.
Esto último quizás explique la manera como los medios tratan al FA. Se atienen a lo que sus personeros manifiestan en entrevistas, no les hacen preguntas incómodas. No se les recuerda sus pasos anteriores (en Derecho y Ciencias Sociales UCh, Techo para Chile, Educación 2020, Mineduc, Municipalidad de Providencia…); se prefiere indagar sobre sus “picadas”, sus tres o cuatro libros de cabecera, y vamos reproduciendo sus tuits. Sobre sus mentores adultos se sabe poco. Como con el “Pingüinazo” y el 2011, se prefiere pensar que serían parte de una ola espontánea, una pura “señal de los tiempos”. Renato Garín lo confiesa: “El FA es una marca que funciona muy bien en la prensa… hay una sinergia natural entre la prensa y el FA”.
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La visita de Lagos
Hace algunos años, durante una conferencia que dio en Chile, le pregunté a Bill Clinton acerca de su amistad con los Bush, padre e hijo, con quienes no solo conversaba de cuando en cuando, sino también jugaba golf. Le dije que aquello parecía extraño, dado que siempre fueron rivales políticos, pero Clinton fue enfático en señalar que a él le parecía no solo natural, sino también necesario. “Cuando uno ha sido presidente, entiende lo difícil que es el cargo, y que más allá de las diferencias, todas las personas están ahí para servir al país, entregando lo mejor de sí. Y uno siempre tiene mucho que aprender de aquello. Es bueno para uno y bueno para los países”.
Me acordé de aquello a propósito de la reciente invitación de Piñera a Lagos, para conversar de diversos temas del acontecer nacional. Ambos se reunieron por cerca de dos horas, en una conversación que Lagos calificó de distendida, grata y muy republicana. “Hay que reconocer que existe una cierta fractura entre los ciudadanos y la clase política. Enfrentar aquello es una tarea compleja, difícil, que es propia de un Jefe de Estado, y en este sentido, él sabe que puede contar con mi colaboración como corresponde a un expresidente”, señaló.
Como era de esperar, algunos criticaron el encuentro. El Partido Comunista le reprochó a Lagos que no tuviera los mismos gestos y entusiasmo hacia Guillier cuando era candidato, a lo cual el exmandatario respondió lo obvio: “Yo hago las cosas que me piden y nadie pidió que colaborara en la campaña”.
Pero más allá de las críticas del PC y algunos cuyo deporte es incendiar las redes sociales con cualquier cosa, lo ocurrido es una gran noticia para Chile. La imagen de que dos altos personeros de fuerzas políticas antagónicas se puedan sentar a conversar sobre los desafíos del país, es algo muy sano y, de paso, representa el sentir de muchos. Porque, en gran medida, la molestia de la ciudadanía con la política es precisamente la incapacidad de tener una convivencia pacífica, más allá de lo que cada uno piensa.
Cabe destacar que todo esto ha sido extensamente destacado por la prensa internacional, partiendo por el desayuno de la Presidenta Bachelet con Piñera al día siguiente de la elección, que fue visto como un gran gesto de madurez política de nuestro país.
Como bien lo dijo Lagos, su visita a Piñera no significa un apoyo a su gobierno. Nadie piensa aquello. Pero, quizás, sea algo más importante: una señal de que todos pueden colaborar en temas de Estado, algo que está por sobre los gobiernos de turno.
De acuerdo a las encuestas post elecciones, un 60% de los chilenos creen que al futuro gobierno le irá bien o muy bien. O sea, más gente que la que votó por Piñera piensa aquello. Puede que estos gestos estén colaborando en el buen clima que vemos en estos días. Una buena forma de terminar el año.
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Balance en rojo
El año que termina ha sido el peor de la economía chilena en mucho tiempo, y las cifras hablan con elocuencia. El crecimiento del PIB habrá bordeado el 1,4% -la cifra más baja del último cuatrienio-, la inversión se habría contraído un 2,5% -completando así el cuarto año consecutivo de caída-, la creación de empleos (155 mil) logró apuntalarse gracias a un fuerte aumento en el empleo público (110 mil) y a los trabajadores por cuenta propia (85 mil), ya que el empleo asalariado en el sector privado se contrajo fuertemente (65 mil) y, por último, se estima que la contribución de las ganancias de productividad al crecimiento económico habría sido nuevamente negativa.
Todo lo anterior, en un contexto internacional más favorable que el que había prevalecido en los años anteriores. En simple, durante el año 2017 la economía chilena se expandió a la mitad de lo que fue el crecimiento del mundo, y esta proporción es incluso inferior si se toma como referencia lo que crecieron los socios comerciales de Chile (3,5%).
El factor central a destacar es que detrás de esta diferencia no hay solo algunos puntos de mayor o menor crecimiento que podrían afectar la ubicación de Chile en un ranking comparativo. Eso sería algo meramente estadístico. Lo verdaderamente preocupante es que estas cifras están evidenciando un progresivo estancamiento de nuestra economía: mientras a comienzos de esta década los expertos situaban el crecimiento tendencial del PIB de Chile en torno a 5%, ese potencial se ha visto disminuido a la mitad. Este es el problema de fondo que enfrenta la economía chilena hoy día, ya que la capacidad de creación de empleos y de generación de recursos fiscales se ven significativamente reducidos.
Pero no solo los indicadores de actividad fueron desfavorables el año 2017. Chile experimentó también una disminución en la clasificación del riesgo crediticio otorgado por agencias internacionales, situación que no había ocurrido nunca antes, desde que el país comenzó a ser evaluado en la década de los noventa. El deterioro en las cuentas fiscales y en la capacidad de crecimiento activaron las alarmas en las clasificadoras de riesgo. Es cierto que el país sigue manteniendo una buena clasificación en el contexto internacional, pero lo que preocupa a las agencias, más que el dato puntual de un año específico, es la tendencia que se viene observando, existiendo el riesgo evidente de deterioros adicionales en el futuro si no cambia el rumbo. La implicancia práctica de esta menor clasificación es que provoca un aumento en el costo de acceso a créditos internacionales no solo al Estado chileno, sino que a todas las empresas e instituciones financieras del país. En un mundo globalizado, la generación de ventajas competitivas es fundamental para poder desenvolverse exitosamente en los mercados internacionales, y en este sentido la buena clasificación de riesgo de Chile ha sido un activo construido con mucho esfuerzo y durante muchos años, que ha reportado una ventaja en cuanto al costo del crédito. En un contexto en el que uno de los principales desafíos es recuperar las ganancias de productividad como motor de crecimiento económico, perder esta ventaja competitiva constituiría un retroceso importante.
No obstante este desfavorable balance para el año, hay quienes ven en las últimas cifras mensuales de actividad el signo claro de un cambio de tendencia. Eso es cierto, pero a un nivel que solo nos permitiría volver a acercarnos a nuestro ritmo tendencial, del cual el año 2017 estuvimos bastante por debajo. Pero los desafíos que tiene Chile hacen imperativo ir por mucho más que eso, y esa es la tarea fundamental que deberá abordar el nuevo gobierno que asumirá en marzo. Hay un arduo camino por recorrer.
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Chile justo, Chile grande
El cierre del 2017 nos deja una serie de conclusiones que considero claves para el futuro del país. Primero, la reiterada constatación de que sin mayor crecimiento no hay cómo atender demandas sociales crecientes que, además, están entrando al terreno de “derechos legales”. Esto último presiona financieramente al Estado. Segundo, que nuestro crecimiento continúa dependiendo fuertemente del cobre. Entre el 2010 y hoy el precio del cobre y la tasa de crecimiento del PIB del año siguiente muestran una correlación de 75%. Seguir promoviendo la diversificación de exportaciones es imperativo. ¿Pero cómo defender esos emprendimientos si el dólar se abarata tanto cada vez que el precio del cobre mejora? Tercero, que cualquiera sea el enfoque de los equipos gobernantes, es imperativa la necesidad de consensos políticos básicos para compatibilizar alto crecimiento con protección medioambiental y respuestas efectivas a demandas por mejores pensiones, mejor salud, educación, y seguridad ciudadana.
En otras palabras, pretender construir un mejor país con un timón extremadamente zigzagueante no se ve viable. Al revés: justamente por haber tenido un patrón de comportamiento más bien estable en los últimos 27 años continuamos siendo una nación atractiva para invertir.
Forbes, entre 153 países, nos ubica en el lugar 33 como mejor lugar para invertir en el 2018. Las agencias crediticias nos igualan a Japón en cuanto a riesgo crediticio.Y, con el perdón del ego de los candidatos, nuestra pasada elección no fue gran noticia en el exterior.
Entonces apelo al dicho “No news is good news”. Más allá de que siempre habrá dolor al perder una elección, nada comparado con el pasado. Hace medio siglo nos enfrentábamos a gigantescos dilemas y luego, a tremendos dramas. Hoy no. Actualmente los gobiernos son periódicamente evaluados por encuestas. Las comunidades y las personas, gracias a la tecnología se expresan directa y rápidamente. No hay mayorías arrasando en el Congreso Nacional. Estamos intermediando acuerdos políticos y sociales obligados a respetar la estabilidad macroeconómica para atraer inversión. Sin ella no crecemos. Sin crecimiento no hay mejoras sociales ni personales. Lección aprendida. Pero no basta la macro. También hay que mejorar y fiscalizar lo microeconómico para aumentar productividad, garantizar protección a los consumidores, evitar colusiones, y fomentar el emprendimiento y la innovación. Sospecho que muchos chilenos desconfían de las ventajas del mercado y de la libertad de precios. El caso de los remedios es evidente. Si a ello le sumamos la desconfianza vigente sobre todas las autoridades e instituciones, quiere decir que el reforzamiento de la institucionalidad a cargo de supervisar la libre competencia, la protección de los consumidores son también tareas prioritarias del Estado. Siendo la libertad de precios y de emprender esencial para la buena operación del mercado, lograr la adhesión de los consumidores a esos principios es vital.
¿Cómo termina Chile el 2017? En políticas públicas con muchos avances sociales, con una Agenda de Productividad desplegada y con avances institucionales en fortalecimiento de la libre competencia y mercado de valores, entre otros. Con una inflación bajísima, el ciclo del cobre reactivando la inversión minera desaparecida por tres años, y con un enorme prestigio y confianza internacional: indicadores sobran. Se duplicará el crecimiento el 2018, pero ese éxito no debiera ocultar los otros factores que influirán el bienestar futuro de Chile.
Está clarísimo que las buenas instituciones y la estabilidad en las reglas del juego han sido esenciales para atraer inversionistas de largo plazo. Pero más claro aún es que esas instituciones y las reglas del juego económico serán estables en la medida que se ganen la confianza de los chilenos. Creo que el Banco Central se ha ganado el respeto ciudadano. Hago votos porque las otras instituciones también lo logren.
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Cooperativas de Ahorro y Crédito: ampliando la cancha
Las Cooperativas de Ahorro y Crédito (CAC) son hoy en día un actor destacado de la industria financiera. Y lo son a pesar de que tienen apenas un 1% de las captaciones totales. Es por otras razones. En primer lugar, las CAC son en esencia un factor de inclusión financiera, en cuanto atienden preferentemente a segmentos medios y medios bajos de la población (B, C1, C2 y D) que no son mayormente servidos por la banca. Dichos sectores pueden así acceder a créditos de consumo, tarjetas de crédito, créditos hipotecarios y cuentas vista y de ahorro. En total, 1,5 millones de personas son socias de las CAC (15% de la población activa), lo que les da derecho, además, al beneficio de gozar de los excedentes distribuidos por estas entidades. Segundo, aunque las CAC, y las cooperativas en general, datan del siglo XIX, están hoy plenamente vigentes y en sintonía con el (re) descubrimiento de las ventajas de la “economía colaborativa” facilitadas por la tecnología, el coworking y el crowdfunding, entre otras cosas. Las cooperativas proveen un marco legal natural a iniciativas colaborativas en todo tipo de sectores, incluido el financiero. Tercero, las CAC traen más competencia a la industria financiera, especialmente en el segmento de créditos de consumo donde tienen el 9% de las colocaciones, más que varios bancos pequeños. Y sabemos que una mayor competencia es buena para sociedad.
Pero si las CAC son tan beneficiosas, ¿porqué la legislación y lo reguladores tienen aprensiones respecto de ellas y restringen su margen de acción en relación a los bancos? En general, a las cooperativas se les atribuye deficiencias en sus gobiernos corporativos por la fórmula democrática de un socio, un voto, la que lleva potencialmente a un clásico dilema agente-principal: la ausencia de un socio controlador conduciría a que los ejecutivos más unos pocos socios involucrados coapten la cooperativa para su beneficio. Si esto ocurre en una CAC, no solo está en riesgo el capital de los socios, sino que también podría haber un riesgo sistémico. La quiebra de una CAC puede afectar la salud de otras CAC y, eventualmente, la salud del sistema financiero. Además, la fiscalización de las CAC más pequeñas hoy descansa puntualmente en el Ministerio de Economía, que es una entidad de capacidades de fiscalización inferiores a la de la Superintendencia de Valores y Seguros (SBIF). Solo las CAC con patrimonio superior a UF 400.000 son supervisadas por la SBIF (con la misma rigurosidad que los bancos), aunque el Banco Central discrimina en contra de estas CAC (7 en total) a través de su Compendio de Normas Financieras.
S
in perjuicio de estas objeciones, es hoy ampliamente respaldado que la regulación necesita cambios. La actual Ley de Bancos data de la década de los 80 y es excesivamente conservadora como consecuencia de la gran crisis financiera que la inspiró por aquellos años. Actualmente, está en debate una nueva ley y es por tanto el momento de pensar a futuro. Más allá de los desafíos que plantean las fintechs y las nuevas tecnologías de intercambio, como el blockchain, la posibilidad de abrir la industria financiera a distintas formas de economía colaborativa debiera ser parte de la agenda. En este sentido, resulta natural abordar la forma de expandir el rol de las CAC. En particular, aquellas que cumplan con un patrimonio mínimo deben no solo ser fiscalizadas rigurosamente por la SBIF, sino que, además, deben ser tratadas en igualdad de condiciones respecto de los bancos. Un ejemplo importante es que se les permita acceso directo a las facilidades de liquidez del Banco Central y a su sistema de transacciones de alto valor (LBTR). La ley de cooperativas debiera modificarse para mejorar los controles a los gobiernos corporativos de las CAC de mayor tamaño, estableciendo estatutos estrictos en cuanto a la elección de los órganos colegiados internos, los conflictos de interés y la selección de los ejecutivos. En esto puede seguirse el ejemplo de la legislación de EEUU para las sociedades anónimas, que en ese país suelen ser de propiedad diluida. Finalmente, las CAC de menor tamaño debieran ser supervisadas por un departamento ad hoc de la propia SBIF en lugar del Ministerio de Economía.
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Teatro para tiempos difíciles
2017 fue un año sin grandes hitos. Tal vez sí para el Teatro Nacional que por fin comenzó una transición a cargo de Ramón Griffero para intentar restituirle el sitial que perdió en 1973. Su misión es nutrir una empobrecida cartelera santiaguina tras el cierre de salas independientes de Bellavista como el Teatro La Memoria, La Palabra y Teatro Cinema, junto con la preocupante transformación de la ex sala Lastarria 90, víctima de la gentrificación hipster, en un Starbucks.
La frase clave para entender lo que ocurrió a lo largo del año es el ingreso de la realidad a escena. El Dylan, de Bosco Cayo y dirigida por Aliocha de la Sotta, habló de homofobia y transfobia, discriminación y prejuicios, mientras el país toma conciencia de la necesidad de legislar sobre el matrimonio igualitario y la ley de identidad de género. Los tristísimos veranos de la princesa Diana, de la dramaturga Carla Zúñiga y el director Javier Casanga, los mismos de La trágica agonía de un pájaro azul, es otro ejemplo de excelencia y de una búsqueda emprendida por la compañía La Niña Horrible para acercar la identidad de género a las nuevas generaciones.
Los conflictos sociales y políticos emergieron gracias a montajes de alto voltaje dramático como Diatriba el desaparecido, versión del director Rodrigo Pérez de un desgarrador monólogo de Juan Radrigán sobre una viuda de un detenido desaparecido que exige verdad y justicia. Entre las obras potentes del año no se puede dejar de mencionar Beben, de Guillermo Calderón, texto de calidad insoslayable y una feroz relectura del terremoto del 27 de febrero de 2010. Usando los códigos del teatro documental, Calderón también estrenó Mateluna donde apeló a la liberación de Jorge Mateluna, ex miembro del FPMR encarcelado por un delito que no cometió. El teatro documental tuvo otra figura relevante en la compañía La Laura Palmer, responsables de Esto (no) es un testamento, reconstrucción de la memoria del Ictus en sus 60 años.
En la ficción, El Padre, protagonizada con maestría por Héctor Noguera, mostró los estragos del Alzheimer desde el punto de vista del enfermo. Una de las mejores obras del año fue por lejos Estado vegetal, donde Manuela Infante indagó en cómo sienten, piensan y se comunican las plantas según los últimos estudios en neurobiología. Otro estreno sobresaliente fue Después de mí, el diluvio, una fascinante y minimalista crítica al colonialismo y el saqueo de los recursos naturales en Africa con soberbias y conmovedoras actuaciones de Alejandro Castillo y Katty Kowaleczko.
Si en 2017 el teatro asumió celebrar los 100 años de Violeta Parra con dispares resultados, en 2018 se vienen los 30 años de La Negra Ester, del Triunfo del No en el Plebiscito del 88 y de Las Yeguas del Apocalipsis y los 50 años de la muerte de Pablo de Rokha. En tiempos difíciles, el teatro es un ejemplo de esfuerzo colectivo y de la construcción de un proyecto común basado en la colaboración y la solidaridad.
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