Nieves Hidalgo's Blog: Reseña. Rivales de día, amantes de noche, page 32

February 9, 2017

Lee El Ángel Negro

La plataforma se transformó en algo dolorosamente real cuando entraron a buscarlos a ellos. Al ascender los desgastados escalones que los llevaban hacia la vergüenza, se oyó un murmullo de aprobación. No les extrañó: carne blanca y joven; sabían que no era frecuente la venta de esclavos blancos.

Diego clavó sus ojos castaños en los de su hermano mayor y Miguel adivinó tal desesperación y abatimiento en ellos, que hubiera dado la vida por evitarle el mal trago. Estar allí, a la vista de todos, apenas vestidos, los degradaba como seres humanos, convirtiéndolos en poco menos que animales. Miguel evitó aquella mirada suplicante y desvió sus ojos a la línea de cielo que aparecía entre las edificaciones, sobre las cabezas de aquellos que ofertarían por ellos. Cada poro de su piel transpiraba un odio furioso, global, que no tenía destinatario concreto. Algo apartado de las primeras filas, un sujeto sesentón los observaba con interés. Sus ojos, pequeños agujeros en un rostro mofletudo y enrojecido por el calor, se achicaron al oír vociferar al vendedor.

—¡Y ahora, damas y caballeros, lo mejor del lote! ¡Un par de españoles fuertes, jóvenes, vigorosos, dispuestos a trabajar en cualquier labor que se les encomiende!

Miguel apretó los dientes hasta que le dolió la mandíbula. ¿Cómo sabían que eran españoles? —Me interrogaron mientras estabas inconsciente —le susurró Diego, dando respuesta a sus pensamientos.

Hablar sin permiso le costó una bofetada.

—¡Silencio!

A Miguel, el escarnio hacia su hermano le sublevó. Sin encomendarse a Dios ni al Diablo, se lanzó de cabeza contra el patibulario subastador y, a pesar de sus manos atadas a la espalda, la colisión fue tan brusca que aquel desgraciado cayó de la tarima, levantando una risotada general. Antes de que se levantase, Miguel fue reducido por otro de los secuaces, que alzó sobre su cabeza un brazo armado con un látigo.

—¡Un momento! —se impuso la voz del gordo, como un graznido—. Voy a comprarlos, pero no quiero material dañado.

—¡Tío, por Dios! —dijo una muchacha a su lado.

Miguel le dedicó una mirada biliosa. O lo intentó. Porque no pudo fijarse más que en los cabellos dorados y los inmensos ojos azules de la joven, en los que se reflejaba algo muy parecido a la compasión.

Ella desvió la vista de inmediato, pero en su cerebro quedó clavada una mirada verde, furiosa y altanera. Le comentó algo al hacendado y, dando media vuelta, se perdió entre el gentío que atestaba la plaza.
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Published on February 09, 2017 10:15

February 8, 2017

En la radio con Oscura Forastera



La escritora Oscura Forastera ha tenido el detalle de hablar de mí y de mis libros en su programa de radio El rincón romántico de Oscura Forastera. Un espacio radiofónico dedicado a la novela romántica y a sus distintos subgéneros. En él se propone la lectura de diferentes libros, se habla de sus autores y, entre otras cosas, se dan a conocer a escritores nóveles.

Agradezco mucho a Oscura Forastera los minutos que me ha dedicado y el cariño con el que ha hablado de mí y de mis novelas, y muy especialmente de Lo que dure la eternidad .
Si queréis escuchar el podcast del programa, aquí lo tenéis: Pincha aquí
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Published on February 08, 2017 01:40

February 7, 2017

Sobre Reinar en tu corazón


  Muchas gracias a Interpretadoras de letras por la bonita reseña que han hecho de Reinar en tu corazón. Me alegra mucho que os haya gustado.

"En resumen, si busca una historia con venganzas, traiciones, reyes y princesas y una preciosa historia de amor con bastantes situaciones que te harán gritar y reír, este es tu libro. Tiene un ritmo muy ágil y se lee en nada. Yo he disfrutado mucho de la lectura." Sigue leyendo pinchando aquí.
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Published on February 07, 2017 12:30

February 5, 2017

Lee Dime si fue un engaño

Pierre se echó hacia delante, apoyó los antebrazos en las rodillas y entrecerró los ojos.

—¿El vizconde de Basel?

—Exactamente.

—Oí hablar de él en Francia. Pero si nos referimos al mismo Villiers, por lo que sé desapareció hace mucho tiempo.

Phil asintió pero no abrió los ojos, porque si lo hacía, la habitación seguiría dando vueltas. Todavía no podía enfocar la vista con claridad y ya había hecho demasiado el ridículo.

—Desaparecí, sí. Porque me traicionaron. Era la única manera de salvar mi vida. Conseguí enrolarme en un barco bajo el nombre de François Boullant, llegué al Caribe y después me hice con una nave, una tripulación y me dediqué a la piratería —explicó—. Esa parte ya la conocéis. El vizconde de Basel dejó de existir para siempre.

—¿Por qué? ¿Quién te traicionó?

—Yo era agente del cardenal Mazarino... —Y comenzó a narrarles su historia, que le parecía que ya ni siquiera era la suya, sino la de alguien a quien había conocido hacía una eternidad, en otra vida—. Al morir su eminencia, Jean­Baptiste Colbert se hizo cargo de sus asuntos y yo, por deseo explícito del cardenal, me puse a sus órdenes.

—Se decía que disponías de una cuantiosa fortuna.

—No te equivocas.

—¿Qué falta te hacía entonces trabajar para el cardenal y luego para ese petimetre de Colbert? —Buena pregunta. Supongo que la juventud y el espíritu de aventura me hicieron emprender un camino equivocado.

—¿Qué sucedió?

—En aquel entonces, Colbert andaba tras los pasos del superintendente de Finanzas, Nicolas Fouquet. Quería hundirlo a toda costa. Comenzaron a correr rumores que lo acusaban de robar los impuestos de las arcas reales para engrosar su fortuna particular.

—Así fue, en efecto.

—Durante meses, se filtraron noticias sobre Fouquet, ninguna buena para él. Se presionó al rey y hasta se lo instó a que firmara su encarcelamiento. Pero Colbert no tenía pruebas definitivas y ahí entraba yo. Se me encargó husmear en el despacho de Fouquet durante una fiesta y buscar las que lo llevarían a prisión.

—¿Te descubrieron? ¿Fue eso lo que pasó? —preguntó Virginia.

—No. Sin ánimo de presumir, yo era bastante bueno en mi trabajo. Pero no saqué nada en claro del registro.

—¿Entonces?

—Me traicionaron. —Hundió los hombros, cabizbajo, sintiendo lástima de sí mismo—. Me enamoré de una muchacha, Chantal­Marie Boissier. Pero ella trabajaba a su vez para el bando contrario, para Nicolas Fouquet. Y el propio Colbert, el hombre que buscó mi colaboración, me puso la soga al cuello vendiéndome a esa zorra a cambio de la información que necesitaba y de una suculenta cantidad de dinero. Poco después, el superintendente cayó por fin en desgracia y Jean­Baptiste Colbert se hizo con su cargo.

—Pero si trabajabas para él... Si podrías haber conseguido las pruebas que él quería...

—Tenía prisa. Y me tomó ojeriza cuando me negué a servirle si no era con el consentimiento expreso de Mazarino. Encontró el modo y el momento adecuados para librarse de mí y conseguir lo que le hacía falta para encumbrarse.

Los tres permanecieron en silencio. Phillip rumiando sus recuerdos y Pierre sin saber qué decir, porque el hombre con el que había luchado codo con codo, el que le salvó la vida, con quien había compartido juergas y avatares, ahora resultaba ser nada menos que un aristócrata. En cuanto a Virginia, no escondía la fascinación que le provocaba la historia que se estaba desvelando ante sus ojos.

—¿Qué pasó con la muchacha de la que te enamoraste? —quiso saber.

—¡Al infierno con ella! ¡Fue mi perdición! SIGUE LEYENDO PINCHANDO AQUÍ
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Published on February 05, 2017 10:10

February 1, 2017

Lee Brumas

El hombre que acababa de llegar era alto, ancho de hombros y cabello oscuro. ¿Qué tenía de especial, aparte de un porte excelente?, se preguntó Lea. ¿Por qué todos parecían tan afectados?

—Es increíble —oyó que decía Tina a su lado.

—¿Quién es?

—Ormond.

Lea aguardó a recibir más información. Pero no la obtuvo. Era como si aquel apellido, a secas, lo aclarara todo.

—¿Quién demonios es ese tal Ormond, si puede saberse?

—¡Cuida tu vocabulario, Eleanor!

—Vamos, vamos, vamos —la apuró—. Mi pareja de baile se ha esfumado como si hubiera visto a un fantasma, los demás no pueden disimular su incomodidad y tú no me aclaras nada. Tina se la llevó hasta la salita donde se servían los refrigerios.

—Es Clifford Ellis, el duque de Ormond.

—Nunca he oído hablar de él.

—Porque hace mucho tiempo que no vienes a visitarme. No estás al día. Es un individuo extraño y tosco que se mantiene alejado de la aristocracia. Vive aislado en Hallcombe House.

—Ese nombre sí me suena.

—Todo el mundo lo conoce por el Castillo de las Brumas.

—Bueno... —Lea estiró el cuello en dirección al recién llegado—. Pues desde aquí no parece tan extraño —murmuró fijándose en su elegante figura.

—Se dice que mató a su esposa embarazada.

Lea prestó toda su atención a su amiga, ahora ciertamente intrigada.

—¿Estás de broma?

—No. —Se sonrojó un poco, como si de un secreto se tratara—. Bueno, todo el mundo dice que la mató. De todos modos, no pudieron probarlo. Se despeñó desde una de las torres del castillo durante la noche. No hubo testigos.

Las perfiladas cejas de Lea se arquearon.

—Si no hubo testigos, como dices, entonces son solamente habladurías.

—Es un hombre horrible.

—¿Por qué?

—Pues porque... porque... —Se acentuaba el sonrojo en el bonito rostro de Tina—. No disimula lo que piensa. Dice que somos unos parásitos.

—Eso también lo dice mi padre. Le he oído decir mil veces que las personas deben hacer algo productivo en lugar de vivir de las rentas y mariposear entre salones de baile o clubes de caballeros. Y no me atrevería a decir que mi padre es un hombre horrible. Terco, sí. Recalcitrante, posiblemente. Pero nunca horrible.

—Ya salió tu vena de abogada de causas perdidas. ¿Alguna vez te pondrás en el lugar del resto de los mortales? —se irritó su amiga— Ellis es un tipo... intrigante, sombrío. Hasta se rumorea que tiene poderes.

—¿Poderes?

—Ya me entiendes... Poderes ocultos.

—¡Qué tontería! La gente tiene demasiada imaginación. —Centró de nuevo toda su atención en el recién llegado. Le hubiera gustado que él se volviera para poder verle la cara—. Lo único que yo veo es un cuerpo impresionante. No me lo imagino hablando con espíritus.

—Además, se ha acostado con la mitad de las mujeres de Londres.

—¡Qué potencia! —bromeó Lea. De inmediato se puso seria ante el gesto enfurruñado de su amiga—. Los libertinos no me asustan, Tina. En todo caso, me desagradan.

—¡Eres imposible! Supongo que será tu sangre escocesa. Pero, por una vez en tu vida, deberías escuchar lo que te digo, querida. Ormond es peligroso. Algunas veces me he preguntado qué es lo que ven las mujeres en él. Resulta tan amenazador...

Tina se marchó con un revuelo de faldas, moviendo su abanico con celeridad, como un escudo contra los malos presagios. Y Lea se propuso observar más de cerca a Satanás. Un demonio con una apariencia inmejorable, de negro riguroso, muy a contrapié de los colores de moda. Emanaba un halo intrigante que excitaba su curiosidad. Sí, ¿por qué no decirlo?... Resultaba ligeramente enigmático. Se preguntó si su rostro haría honor a su cuerpo. ¿Y Tina no entendía qué veían las mujeres en aquel sujeto? Seguramente estaba perdiendo vista.

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Published on February 01, 2017 10:02

January 28, 2017

Lee Brezo blanco

Kyle no había podido desviar la mirada de ella durante la discusión. De hecho, le había sido imposible hacerlo desde que iniciaron el viaje, admirando a su pesar el porte altivo de la muchacha y el modo inmejorable con que cabalgaba. No sabía lo que le obligaba a estar pendiente de ella, pero lo estaba.

Había conocido algunas mujeres en su vida, algunas de ellas, verdaderamente atractivas. Aquella joven no era especialmente hermosa, pero reconocía que tenía un cabello precioso, una mezcla de fuego y oro que le llamaba la atención, un rostro agraciado y unos ojos grandes y diáfanos como un cielo de primavera. Era bonita, sí, pero nada más. Sin embargo, había algo en ella que le atraía: su orgullo, la frescura de sus movimientos, el tono de su voz incluso cuando pleiteaba con el sujeto que le había apresado. Era pura seducción.

Josleen cabalgaba erguida, deseosa de volverse para mirar al rehén pero temiendo volver a hacerlo. Cada vez que sus miradas se habían cruzado había notado que el corazón se le desbocaba sin remedio. Sucio o no, apenas cubierto por un kilt embarrado y una andrajosa capa, con una ceja partida y el rostro manchado de sangre, le resultaba atractivo. Además, tenía una musculatura que la impresionaba. Fantaseó imaginándole con ese dorado y largo cabello limpio de lodo y sangre. Su nariz era recta, su mentón denotaba autoridad y todo él gritaba poder. Barry estaba loco si creía que un hombre así podía ser un triste ladrón de ganado. Lo que más le llamaba la atención, sin embargo, eran sus ojos. Unos ojos como no había visto nunca otros: dorados. Ámbar líquido. Grandes, vivaces, inteligentes y fieros, orlados de espesas pestañas ligeramente más oscuras que su pelo. Y su boca, de labios gruesos... Le recorrió un escalofrío dándose cuenta de que estaba siendo víctima de pensamientos erráticos. Se enderezó sobre la silla y taconeó ligeramente los flancos del animal para alejarse hacia la cabecera del grupo.

—Un ladrón de caballos. Ja.

Kyle se olvidó definitivamente de la muchacha cuando su montura pisó un desnivel del terreno y una punzada de dolor lo atravesó como una cuchillada. Maldijo entre dientes y prestó más atención al terreno que pisaban.

Josleen intentaba olvidar que él cabalgaba detrás, pero le era imposible porque tenía la extraña sensación de estar siendo observada en todo momento. No resistió la tentación de comprobarlo y se volvió de repente. La mirada, mitad desdeñosa mitad irónica del rehén, la hizo enrojecer y volver a darle la espalda, sintiéndose como una jovencita pillada en falta.

«¡Realmente tiene los ojos dorados!», se dijo. Unos ojos de hielo y fuego.

Kyle era plenamente consciente de cada movimiento de ella y el hecho en sí acabó por irritarlo. Una mujer del clan McDurney. ¡Por toda la corte del infierno! Sólo le faltaba sentirse atraído por una arpía de un clan enemigo. Tenía que dejar de observarla y pensar en el modo de salir de la degradante situación en la que se encontraba. Pero, por milésima vez, sus ojos volvieron a ella. 
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Published on January 28, 2017 09:57

January 24, 2017

Lee Lady Ariana

Cuando se mitigó la molestia volvió a abrir los ojos buscando a su amigo. Pero no fue a él al que vio. A los pies de la cama en la que se encontraba, afianzando los dedos en el armazón, estaba ni más ni menos que aquella arpía de ojos violeta. Ella rodeó la cama, se puso a su lado y le enjuagó la frente con un paño húmedo.

—Procure descansar —le dijo.

Se cruzaron sus miradas y él intuyó que la joven le estaba suplicando silencio. Le concedió la merced, más por encontrarse sin fuerzas que por hacerle el maldito favor a la muy pécora. Ya habría tiempo de ajustarle las cuentas cuando se encontrase mejor. Se dejó atender por la joven permitiendo que le sujetara la cabeza para darle de beber, acomodándole luego sobre los almohadones, que mulló solícita.

De modo que primero le metía una bala en el cuerpo y ahora ejercía de buena samaritana. De haber estado en mejores condiciones la habría estrangulado, pero se sentía como un niño de pecho.

Mientras ella trajinaba con los utensilios de la cura que había sobre la mesilla de noche, la observó a placer. Ahora que la luz del día se lo permitía, se daba cuenta de los cambios experimentados en ella. Había dejado de ser aquella chiquilla que él conoció; los tirabuzones infantiles habían dado paso a una melena cuidada y hermosa recogida sobre la coronilla, el rostro redondo y con espinillas de otro tiempo se veía ahora terso y suave; sus antiguas formas de muchachito revoltoso se habían trocado en un cuerpo delgado pero exquisito de estrecha cintura y pechos altivos. El vestido de tonos violeta que llevaba puesto le sentaba divinamente bien.

—¿Te encuentras con fuerzas para explicarme qué ha pasado, Rafael? —quiso saber Henry.

—Me atacaron.

—¿Quién era? ¿Pudiste verlo?

El conde de Trevijo dirigió una mirada irónica a Ariana que, con gesto contrito, permanecía muy erguida junto a su abuelo. Hasta parecía azorada, la muy tunanta.

—No —respondió Rafael tras un suspiro—. Estaba oscuro.

—¿Es posible que fueran furtivos? –aventuró Seton.

—Sí. Cazadores de conejos. Debieron de confundirme con uno.

Ariana bajó la cabeza y se mordió los labios. Y él hubiese jurado que batallaba por esconder una sonrisa.

—Peter y ella te encontraron por casualidad.

—¿Quién es Peter?

—Mi hombre de confianza. Trabaja desde hace cuatro años para mí y es al único hombre al que puedo confiarle mi vida y la de Ariana.

Así que el gigante barbudo se llamaba Peter. Tomó buena nota de ello. Otro con el que debería ajustar cuentas en cuanto pudiese salir de aquella maldita cama. Porque iba a pedirle compensación, vaya si iba a hacerlo. Más por tener que permanecer encamado que por el asalto en sí. No le gustaba estar enfermo, se le agriaba el humor cuando no podía valerse por sí mismo.

—Sé que no es el mejor momento, pero quiero presentarte formalmente a mi nieta —dijo Henry advirtiendo la incomodidad de su invitado que no quitaba ojo a la muchacha.

—Ya nos conocíamos.

—Claro, pero entonces era solo una niña. Ha cambiado bastante, ¿no te parece?

La mirada de Rivera se volvió casi negra. «No soy un lerdo, me he dado cuenta» estuvo a punto de contestar. Y muy a su pesar, reconocía que la mocosa se había convertido en una auténtica belleza capaz de hacer perder la soltería a cualquier hombre, salvo a él. No respondió a Henry porque intuía que, el muy mezquino, intentaba meterle a la joven por los ojos. No iba a dejarse convencer por una cara de ángel y un cuerpo estupendo cuando le había descerrajado un tiro horas antes. No, desde luego, si quería salir airoso de aquel condenado trato. 
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Published on January 24, 2017 09:54

January 20, 2017

Lee Amaneceres cautivos

El coche se abrió paso entre campesinos, soldados, caballeros que intentaban cubrir a las damas de la lluvia y chiquillos que ya comenzaban a revolcarse en los charcos a pesar del frío. Carlos abrió la puerta y ayudó a Elena a subir con premura. Luego tendió la mano a Marina y ella no fue capaz de negarle la suya. A pesar de los guantes de ambos, una corriente corcoveó desde la palma de la mano hasta la clavícula cuando los largos dedos de él apretaron los suyos. Al notar la otra mano del hombre en su cintura se envaró y casi entró en el carruaje a trompicones. Se acomodó frente a Elena, cuyas amplias faldas ocupaban casi todo el asiento.

—A Ojeda Blanca, Anselmo –gritó al cochero, que azuzó los caballos casi antes de que su amo saltase al interior. Una vez dentro, Carlos pareció dudar qué asiento ocupar y, por desgracia para Marina, lo hizo a su lado.

Elena echó hacia atrás la amplia capucha de su capa y se ahuecó un poco el cabello.

—Estás tan hermosa como siempre –aduló él, mientras entregaba sendas mantas a las damas, para que se cubrieran durante el trayecto.

—¡Que decepción! –rió la muchacha— Diego dice que cada día estoy más bonita.

—Diego es un hombre de suerte. Y un zalamero, aunque con motivo.

—¿Verdad? –coqueteó ella, sonriendo cuando vio que Marina le lanzaba una mirada irritada. Descorrió las cortinas y echó un vistazo fuera, arrugando la respingona naricilla—. ¿Crees que llegaremos? Están cayendo chuzos. Al menos ha dejado de oler a demonios.

—El Palacio de Hidra está a mitad de camino –dijo él, quitándose el sombrero.

—¿Parar en la guarida de un corsario? –exclamó ella, como si se escandalizase, pero sonriendo de oreja a oreja—. ¡Fantástico! He oído decir que tu casa es una ver...

—Si no te importa, Elena –cortó Marina—, prefiero ir a la mía.

—Aguafiestas.

—Señora –Carlos se giró ligeramente en el asiento para mirarla. El movimiento acercó su muslo al de la muchacha; a pesar de los metros de tela, fue como si le hubiesen puesto un ascua ardiendo-, si os preocupa vuestra reputación, debo deciros que ya lleváis carabina.

—¡Valiente carabina está ella hecha! –gruñó, ganándose la carcajada de Elena—. El padre

Álvaro nos estará esperando.

—El padre Álvaro se quedó hablando con uno de los canónigos de la catedral –atajó Elena—. Si mi intuición no me falla, no le veremos hasta que haya sacado sus buenos reales.

—De todas formas...

—¿De qué tenéis miedo? –preguntó Carlos de repente.

Le miró a los ojos. Aquellos malditos ojos verdes que quitaban el aliento. Ojos de embaucador, de bribón. Ojos de seductor. Sonreía perversamente, sin duda burlándose de ella. Aquella sonrisa despertó en Marina una furia casi olvidada.

—¿De qué habría de tener miedo? –le enfrentó.

—Acaso de que intente seduciros en mi... ¿guarida dijiste, Elena?

—¡Que tontería!

—¿No me creéis capaz de seduciros, mi señora?

—¡Ni por un momento!

—Pero vuestras mejillas están arreboladas, doña Marina.

—El calor del coche.

—Concededme un poco de crédito. No estoy tan decrépito para no distinguir cuándo el sonrojo de una mujer se debe al calor. O cuándo a otros motivos...

Elena dejó escapar una risita y Marina la miró con ganas de asesinarla. Desde luego, él podía ser todo menos decrépito, ¡por amor de Dios!

—Sois demasiado arrogante, conde.

—Culpable.

—Y demasiado insolente.

—Culpable también.

—¿Engreído?

—Lo confieso, señora –su sonrisa fue un fogonazo de luz.

—Desvergonzado, cínico, impertinente, atrevido…. –se irritó ella.

—¡Santa Madre de Dios, frenad vuestra lengua, señora mía! –Carlos lanzó una carcajada que fue coreada por Elena-. Vais a acabar con todos los insultos del vocabulario. ¿Os queda alguno en el tintero?

—Deberían ahorcaros.

—Acepto si eso os hace sonreír como cuando observabais el retablo en la catedral. 
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Published on January 20, 2017 09:37

January 18, 2017

Nueva crítica de La Bahía de la Escocesa

Comparto con vosotros la preciosa crítica que de mi novela La Bahía de la Escocesa ha hecho Almudena en el blog Crítica, reseñas y opiniones de libros. ¡Gracias!
"He disfrutado muchísimo con esta novela. Un misterio por resolver, unas antiguas ruinas, una cala escondida, unos personajes que me han encantado y una prosa cuidada componen un inicio perfecto para estos hermanos Gresham. Ya estoy deseando poder leer el siguiente, la historia de Darel y su misteriosa ladrona. Un libro totalmente recomendable."
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Published on January 18, 2017 21:48

January 16, 2017

Lee Orgullo sajón

INGLATERRA. AÑO 1194

La segunda expedición militar contra los sarracenos había fracasado. Luis VII, rey de Francia y Conrado III de Alemania habían sitiado sin éxito la sempiterna ciudad de Damasco. El papa Gregorio VIII ordenó predicar una tercera cruzada, prometiendo beneficios espirituales y terrenales a los combatientes en ella. Federico I de Alemania, Felipe Augusto de Francia y Ricardo I de Inglaterra, conocido como Corazón de León, contaron aquella vez con el apoyo de Isaac II, emperador de Oriente. La empresa se inició bajo un manto de buenos auspicios, pero Isaac faltó a su palabra, Federico murió y las disensiones entre los reyes de Francia e Inglaterra hicieron fracasar la cruzada.


Ricardo Corazón de León regresó a Inglaterra el tiempo justo de pasar revista a sus feudos, colgar a unos cuantos infieles como escarmiento y entrevistarse con algunos nobles. Después, partió de nuevo hacia sus propiedades en territorio francés e Inglaterra volvió a quedar, una vez más, huérfana de rey.


Un sentimiento de frustración embargó el corazón del caballero que, montado sobre un semental de oscuro pelaje y poderosas patas, atravesaba las campiñas inglesas seguido de un nutrido grupo de hombres armados. No le sabía tan mal ser abandonado por su rey como la negativa de Ricardo a que le acompañara en su empresa, pero las órdenes del monarca habían sido claras y concisas:


—Deseo pacificar mi reino –le dijo—. La vida entre normandos y sajones parece haber llegado a un continuo desencuentro. Quiero ser el soberano de todos, no el amado rey de unos y el odiado usurpador de otros. Y tú, vas a ayudarme.


De nada sirvieron sus protestas y ahora, pensar en hacerse cargo del extenso feudo de Kellinword, cuyo señor había muerto en batalla sin dejar herederos, le preocupaba. Por lo que sabía, el territorio era grande. Abarcaba al menos cinco pueblos, doce aldeas y una gran cantidad de tierras de pastoreo, labranza y bosques. El anterior señor de Kellinword ganó fama por el castillo que, piedra a piedra, levantó con esfuerzo y con incursiones en territorios vecinos que le permitieron ampliar sus propiedades y proporcionar a sus arcas suficiente dinero para pagar trabajadores. Ahora, las almenas retaban al cielo azul de Inglaterra.


Wulkan no era hombre de asentarse y atiborrarse de vino y manjares. Jamás conoció casa fija y la idea de tener que hacerse cargo de tanta gente le causaba dolor de estómago.


Sabía que había tenido un padre y una madre en alguna parte, acaso hermanos y hermanas, pero no los recordaba. De vez en cuando, al rendirle el sueño, resonaba en su cabeza una tonadilla que nunca conseguía recordar dónde pero que relacionaba siempre con una mujer hermosa y joven que le acariciaba el rostro y le mecía en sus brazos. Si aquella mujer fue su madre, no lo supo jamás. Sólo recordaba haber despertado bajo la lona de una tienda de campaña propiedad de un tal Muderman de Levrón: borracho, mujeriego, sucio y despiadado con todos los que le rodeaban. Ladrón, embaucador, timador y a veces violador. Muderman le recogió. Ignoraba si por lástima o porque necesitaba unos brazos jóvenes para montar y desmontar la lona mugrienta en la que habitaba. Fue el único padre que conoció.

Al principio, Wulkan creyó que su nombre le había sido puesto por Muderman, pero después de tres largos años viviendo bajo aquella asquerosa lona, vagando por casi toda Francia, de feria en feria, de pueblo en pueblo y de aldea en aldea, descubrió un medallón de oro mientras ordenaba las escasas pertenencias del hombre. Muderman entró en la tienda cuando él miraba extasiado la joya y conseguía leer con esfuerzo (conocía las letras gracias a las enseñanzas de un viejo monje) la dedicatoria en el reverso: A Wulkan, con mi amor. Entonces se dio cuenta de que otra persona distinta a Muderman se lo adjudicó al nacer y le había regalado la joya. Wulkan no lo recordaba. Tampoco sabía que quienes le raptaron de la casa de su padre, pidiendo después un fuerte rescate, le arrojaron a un barranco, dándole por muerto, para que jamás pudiera reconocerlos. Tenía ocho años cuando descubrió el medallón y lo único que consiguió preguntando quién era él en realidad, fue la mayor paliza de su vida. Muderman lo abofeteó hasta atontarle. Después, la correa ocupó el lugar de los puños hasta el desmayo. Cuando recobró la conciencia, más muerto que vivo, se encontró sólo. Muderman se había marchado. Regresó un par de días después, totalmente borracho y volvió a golpearlo. No pudo hacer nada. Era una criatura y soportó no solamente aquella paliza sino muchas otras que llegaron después, cada vez que Muderman se emborrachaba. Le pegaba por todo. Si colocaba sus cosas, porque no quedaban a su gusto. Si le llevaba una prostituta a la tienda y ella no le satisfacía, porque se encolerizaba. Si la ramera se portaba como deseaba, porque decía que la había mirado con descaro. Siempre existía una causa para liberar la correa y dejarlo molido a azotes.


Se convirtió en hombre a golpes de aquel despojo humano. Y se hartó también de esos golpes. Hasta que contestó con la misma moneda. El trabajo constante y la vida al aire libre le procuraron un cuerpo fuerte y musculoso, y hubo un día en el que se dio cuenta de que no tenía que soportar a aquel bastardo. Después de fracturarle la mandíbula, tomó unas cuentas monedas como pago a las palizas y marchó a París llevándose una mula de carga como montura.


A pesar de su gesto, siempre hosco, las mujeres prodigaban a Wulkan más atenciones de las que podía imaginar. Era un muchacho de apenas dieciséis años, alto y bien formado pero sin ninguna experiencia en el arte de encandilar a una mujer. Fueron ellas, precisamente, quienes le enseñaron. Y lo hicieron de maravilla. La primera, una esposa joven casada con un hombre que le triplicaba la edad, deseosa de carne fresca. La inexperiencia de Wulkan la atrajo. No sólo le proporcionó su primera experiencia sexual sino que le procuró ropas y maestros que le enseñaron letras y matemáticas, ciencias y geografía. Cuando el anciano esposo descubrió al mozo que calentaba la cama de su dama, Wulkan hubo de salir a escape de París, con hombres armados pisándole los talones.


Después de aquella esposa infiel vinieron otras mujeres. Solteras, casadas o viudas, no hizo ascos a ninguna de ellas, aunque tampoco de fió de ellas porque las rameras de Muderman siempre le trataron a patadas. Así que aprendió a usarlas y olvidarlas. Se ejercitó en el arte de las armas y acabó siendo un verdadero diablo en el manejo de la espada y la ballesta, consiguiendo manejar el caballo con las piernas mientras sus brazos se ocupaban con el hacha y el escudo.


Aunque realmente lo que le impulsó a la cima fue una riña. Aún ahora, después de casi diez años, sonreía recordando el muchacho que era y la causa de la disputa: una mujer. Una joven cantinera lo suficientemente hermosa como para que Wulkan pasase por alto su falta de medios. Y arisca. La estuvo rondando una semana completa antes de convencerla para llevársela a la cama. Justo entonces había aparecido aquel tipo, un poco mayor que él, con una melena ensortijada y mirada ardiente. Ofreció a la joven una bolsa de monedas y ella aceptó encantada. Wulkan también pensó pagar sus servicios, pero no podría haber competido con aquella bolsa repleta. La mirada de su rival se clavó en la oscura de Wulkan con ironía. Acabaron en el patio trasero de la taberna, aunque los hombres que acompañaban al intruso hicieron lo imposible para evitar la pelea. Sin armas. A manos desnudas. Sólo poder contra poder, macho contra macho en lid por una hembra. Luego de media hora de combate, sudoroso y dolorido, con una ceja en carne viva, sangrando el labio inferior y un hematoma de proporciones considerables en el hombro derecho, Wulkan consiguió tumbar a su contrincante con un gancho a la mandíbula: cayó despatarrado, cuan largo era, con un moretón sobre uno de sus ojos y el mentón desencajado y cárdeno.

Wulkan se sintió eufórico aunque su aspecto fuese tan lamentable como el de su oponente. Hasta que uno de aquellos hombres se le acercó, echó una ojeada al caído y luego le miró a él alzando una ceja.
—Muchacho –dijo con un atisbo de humor en la voz—, acabas de tumbar nada menos que a Ricardo Corazón de León.
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Published on January 16, 2017 09:32

Reseña. Rivales de día, amantes de noche

Nieves Hidalgo
Preciosa la que ha hecho Lady Isabella de Promesas de amor.

https://florecilladecereza.blogspot.c...
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