Nieves Hidalgo's Blog: Reseña. Rivales de día, amantes de noche, page 31

March 18, 2017

Lee Luna de Oriente

Kemal se encontraba apoyado en el marco ojival que daba a su jardín privado. Dos fornidos guardias negros montaban guardia como efigies de ébano. Le admiró a su pesar. Era una estatua de pantalones Burdeos y chaleco. Un suave viento mecía su oscuro cabello. Christin suspiró y se dio cuenta de cuánto tiempo había permanecido mirándole...

El leve jadeo fue suficiente para llamar la atención de Kemal, que se volvió de inmediato. Una sonrisa hermoseó su rostro... hasta que vio, no la belleza que esperaba, sino una figura cubierta hasta las cejas por una oscura capa. Su ceño se contrajo, pero se cruzó de brazos y no dijo palabra, despidiendo a Umut con un gesto que sólo él captó.

Christin se quedó allí parada, junto a la entrada, sujetando con fuerza la capa que la cubría, como si se aferrara al valor que se le estaba evaporando. Primero él la observó con atención. Luego, se aproximó. Emanaba un suave perfume que se diluía en los lagos esmeraldas que eran sus ojos. ¡Dios, pensó, aquel rostro le anulaba!

—¿No te gustó mi regalo?

—Sí. Me gustó.

—¿Entonces?

Christin disimuló una sonrisa complacida. Primer punto para ella: le había descolocado. Las lámparas derramaban un baño dorado en cuya luz veía palpitar su pecho varonil. Subía y bajaba acompasadamente y fantaseó con entretejer sus dedos en la madeja de su vello. La pequeña venganza le pareció de repente estúpida. Se despojó de la capa, respiró hondo, se mojó los labios y se aproximó a él.

—Estoy muerta de hambre, mi señor —murmuró.

A Kemal se le desprendió una sonrisa que velaba sus ojos y alentó el embrujo... sólo un segundo. La nuez de Adán le delató y Christin lo percibió: una carga de deseo que también en ella comenzaba a despertar.

—Si te toco... ¿desaparecerás como los duendes del bosque?

Se quedó muda.

Kemal acarició su rostro, la forma perfecta del mentón, el labio inferior. Un dedo se internó en su boca para tantear los dientes. Pellizcó ligeramente el labio superior y bordeó su nariz, el entrecejo, los párpados, las cejas. No podía creer que aquella mujer le fuera a pertenecer. Era un hada. Una aparición. Su cabello negro y rizado flotaba alrededor de sus hombros, etéreo como toda ella, con la rebeldía pintada en sus ojos. Su cuerpo... porcelana delicada y bellísima apenas oculta bajo la transparencia de la tela. Nunca había gastado mejor su dinero. El conjunto parecía haber sido creado especialmente para ella, para agasajar su piel. El corpiño se ceñía a su busto, realzaba su forma, bordeando apenas el suave contorno y el pantalón glorificaba sus piernas, largas y torneadas. Estaba preciosa. Y deseable. Y él, condenado fuese, la deseaba más que al aire que le mantenía vivo.

La avidez con que se regodeaba en ella enalteció a Christin. A fin de cuentas era mujer y, como tal, le halagaba sentirse admirada.

Ciñó él su talle y la pegó a su cuerpo. Atrapó su boca en un beso hambriento que ambos buscaban. Los ojos de ella estaban velados y él supo que esa noche sería suya. Y quiso entrever un acto de entrega y no la cesión de un comercio pagado. Despacio, alargando el momento, sus largos dedos acariciaron los hombros desnudos, bajaron a lo largo del brazo, se detuvieron en los codos, antes de llegar hasta sus delgadas muñecas, rodearlas y acabar entrelazándolos con los de Christin.

Ella apenas respiraba, trémula y avergonzada. Su mente le ordenaba escapar, pero su cuerpo era débil y ansiaba sus caricias. Él adivinó su sed, su agonía. Su mano, abierta y caliente, se posó en el vientre desnudo de Christin y ella ahogó un gemido.
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Published on March 18, 2017 11:45

March 16, 2017

Reseña en Anika entre libros de Brezo blanco

 Agradezco mucho a Mila L. Castello, de Anika entre libros, la reseña que ha hecho de mi novela Brezo blanco:  
"Estamos ante una historia de amor, pasión, con mucha ternura y toques de humor y, por si fuera poco, al borde de una incipiente batalla; todo ello escrito bajo la frescura y naturalidad a la que Nieves Hidalgo nos tiene acostumbrados. Una historia que enganchará al lector que, aunque se imagine el resultado final, quedará atrapado para tratar de averiguar qué se oculta en ese pasado que ha dejado marcado a los dos clanes y cuáles son los motivos que llevan al traidor a ejecutar sus actos." Sigue leyendo pinchando aquí.
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Published on March 16, 2017 05:10

March 14, 2017

Lee Destinos cautivos

Tampoco Elena estaba tan tranquila como aparentaba, por mucho que intentara dar la imagen de mujer mundana que estaba de vuelta de todo. Muy al contrario, tras sus párpados cerrados no dejaba de aparecérsele Diego envuelto en la toalla. ¿Cómo era posible que el cuerpo de su marido fuese tan hermoso? Mil alfileres le punzaban las palmas de las manos porque todas las fibras de su ser le urgían a tocar su piel, a enredar sus dedos en la suave línea de ensortijado vello del color del bronce que formaba una T entre sus tetillas, deslizándose pecaminosamente por su estómago hasta perderse bajo el lino que le cubría las caderas.

El vaho humedecía el cabello de Elena ocasionando que algunas hebras doradas le cayeran sobre el rostro y los hombros. Retiró un mechón con gesto lánguido, a la vez que se enjuagaba con la punta de la lengua las gotitas de humedad que se le habían formado en los labios. El gesto, completamente inocente, provocó sin embargo que la ya notable excitación de Diego aumentara, haciéndole removerse.

Por unos minutos, permanecieron así, callados, absorbiendo el calor húmedo que cubría sus cuerpos. Cada uno dolorosamente consciente de la cercanía del otro. Cada uno intentando aplacar su naturaleza alterada. Al cabo de un rato, el vaho se fue diluyendo hasta desaparecer.

Elena abrió los ojos y se encontró con la mano tendida de Diego, de pie frente a ella, tan cerca que con solo alargar la suya hubiera podido arrancar la condenada toalla que cubría su masculinidad. Parpadeó, percibiendo que se sonrojaba por dejar ir tan lejos su pensamiento.

—Ahora viene el baño.

—¿Qué?

—Hay que meterse en el agua, señora mía —dijo él con una sonrisa que más pareció la mueca de alguien que pena consigo mismo. 
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Published on March 14, 2017 11:42

March 10, 2017

Próximamente... A las ocho, en el Thyssen

A las ocho, en el Thyssen es la nueva novela que publicaré el próximo mes de abril en el sello digital Selección de B de Books.

Os pongo aquí la sinopsis y un trocito de la novela para que vayáis abriendo boca:
 Sinopsis:
¿Se puede publicitar una novela de zombis como romántica?

Alex Vílchez, autor reconocido de novelas de suspense, lo ha hecho animado por su editora, bajo el seudónimo de Robert Cooper. Es cambiar de tercio, o no escribir, porque se encuentra en un bajón creativo. Y para sorpresa de todos, la novela rompe el techo de ventas, posicionándose en el número uno de romántica.

A Lucía, administradora de la web más visitada del género, casi le da un soponcio cuando se entera y lee la novela de zombis. Sube una crítica que hace que el libro baje quince puestos en un solo día, declarándole la guerra. Y Vílchez está dispuesto a presentar batalla, utilizando mil artimañas para fastidiar a la mujer que intenta hundirlo.

Casualidades de la vida, se encuentran en una cita a ciegas.

Lucía y Alex se atraen de inmediato. Pero ¿qué puede pasar cuando ella se entere de que Alex no es otro que su odiado Robert Cooper? ¿Qué hará Vílchez al saber que Lucía es la administradora de la web que le ha fastidiado las ventas y le está dejando en ridículo?   ***
─Oiga usted, este taxi lo he llamado yo y hacia mí venía.
─Lamento disentir, caballero. A Gran Vía, por favor ─le pidió al conductor mientras se ahuecaba el pelo mojado que se le pegaba al rostro.
─Lo siento, pero me quedo con él, señorita. Salga de ahí, por favor y búsquese otro.
La chica, que no se esperaba una reacción tan decidida y, por otra parte, tan agria de voz y poco contemplativa, se quedó un poco descolocada. Esa vez lo miró, siguiendo el dicho popular, como los burros a los aviones, y él se dio cuenta de que tal vez se había pasado en las formas, e incluso lamentó haber actuado con tan poca delicadeza. Pero solo por un segundo. Porque llevaba un día de perros, tenía prisa y el cabreo por las flores de su padre le había disparado la adrenalina. Y porque, además, se estaba calando y el agua se le colaba por el cuello del abrigo. No estaba, pues, para consideraciones.
No se arrugó ella, muy al contrario. Las maneras desagradables en que él la requería parecieron activar a la fiera que llevaba dentro.
─¡Vete a freír espárragos, guapo! ─le dijo, a la vez que hacía intención de cerrar la puerta.
Durante un instante hubo un tira y afloja en el que ambos quisieron hacerse con el control, ante los estupefactos ojos del conductor del taxi. Alex, consciente de que ella no iba a abandonar, rodeó el vehículo y entró por la puerta del otro lado. A terco no le iba a ganar. ¡No se lo creía ni ella!
─¡Oye! Pero ¿qué haces?
─A la calle Ibiza, jefe. Le daré una buena propina si llegamos antes de las tres y media.
─Yo no voy a…
─Voy yo. Si no te gusta la ruta, te bajas, princesa.
─Eres un… un…
─¿Un qué?
─¡Un completo capullo!
─Seguro que eres de las que luego va diciendo que ha estudiado con las Ursulinas.
─A ti te importa un pito dónde he estudiado yo, pedazo de cretino. Haz el favor de salir del coche, llego tarde a una cita.
─¡Vaya! Así que has podido pescar a algún pobre incauto que soporte tu nutrido vocabulario de insultos.
─Serás…"
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Published on March 10, 2017 04:09

March 6, 2017

Lee Alma vikinga

«Pero no todos los enemigos les temían de igual modo y algunos, guiados por la fe, se enfrentaron a ellos...»

—¡Vikingos! — El rostro del hombre se tornó ceniciento escuchando las malas nuevas de sus oteadores—. ¡Malditos hijos de perra!

Durante los últimos meses las costas inglesas se habían visto amenazadas una y otra vez por aquellos navegantes audaces y fieros, partidarios de Canuto el Grande, que no mostraban una pizca de misericordia para quienes se enfrentaban a ellos. Pero hasta entonces solo se había tratado de escaramuzas aisladas aprovechando la bonanza del verano. Ahora, sin embargo, debido a su número, su llegaba indicaba que se trataba de una invasión en firme. De haber estado unidos todos los reinos anglosajones no hubiera sido difícil hacerles frente, pero no era el caso e, independientemente, ninguno se encontraba en situación de repeler una agresión en toda regla. Moora, menos que nadie.

—Están a unas treinta leguas, mi señor, tal vez algo menos. Han tomado varias aldeas de la costa, desde Northum hasta Post — anunció uno de sus centinelas.

A la derecha de Zollak, gobernador de aquella parte de la isla, una muchacha de larga cabellera negra como ala de cuervo se puso en movimiento. Se ató el pelo en una cola de caballo y tomó su casco. Zollak la observó sintiendo que se le formaba un nudo en la boca del estómago porque, bajo la fiera apariencia que le confería el uniforme de soldado no había sino una muchacha: su hija. El amargo sabor del miedo se alojó en el alma del anciano.

—No irás en esta ocasión — le dijo.

Aquellos ojos grandes y azules le miraron de frente. Una y otra vez, cada vez que su pequeño mundo había sido atacado por condados rivales, Sayka se había puesto al frente de las tropas. Incluso en una oportunidad se enfrentó a los bárbaros llegados del norte, codo a codo con otros dos ejércitos. Ahora, era distinto. Muy distinto.

—No podemos permitir que arrasen nuestra tierra otra vez, padre — argumentó ella calándose el casco y enfundando la espada a su cadera.

—Deja las armas para los varones, Sayka.

—Entiendo tu preocupación — le sonrió ella tomando su rostro entre sus manos. Unas manos delicadas pero fuertes, capaces de soportar el peso de un arma—, pero he de ir. Tú no puedes luchar, y Seynne es demasiado pequeño para hacerlo en tu nombre.

—Seldorff podría ponerse al mando de nuestros soldados. Es joven, fuerte, decidido... Llegado ese punto la muchacha hizo señas a los hombres que les acompañaban para que les dejasen a solas. Una vez que la puerta se cerró se volvió hacia su padre.

—Y ambicioso — dijo ella con un rictus amargo—. Si estuviese al frente de nuestros bravos hombres tardarías muy poco en perder tu sitial.

—No le juzgues tan duramente, no deja de ser tu primo, sangre de tu sangre.

—Le juzgo por los hechos. No puedo negar sus cualidades como soldado, pero me temo que entre ellas no está la de la lealtad.

—¡Sayka!

—¿Cuánto tardaría en volver a los hombres en tu contra? ¿Cuánto en apoderarse de todo? — Se paseó de un lado a otro de la estancia con las manos a la espalda, sin disimular su irritación—. Prefiero que, de momento, siga siendo solamente uno de nuestros lugartenientes.

—Pueden matarte. Esos vikingos tienen ganada fama de sanguinarios, tú lo sabes y yo lo sé, te has enfrentado a ellos en una ocasión. Ya has escuchado lo que decía Wavar, recapacita por tanto. Han tomado algunas aldeas, posiblemente habrán pasado a unos cuantos a cuchillo y saqueado las iglesias... Otros lo hicieron antes.

—Con mayor motivo para hacerles frente. Te aseguro que estos que vienen ahora pagarán por todos.

Sin dejar que Zollak volviese a insistir sobre el asunto salió del salón con la cabeza erguida, indómita como siempre, dejando al anciano con el desagradable regusto de haber fracasado en su empeño de alejarla del peligro, una vez más. Ni su adorada Beatriz, muerta hacía ya demasiado tiempo, ni él mismo habían conseguido nunca doblegar el fuerte carácter de la muchacha.SIGUE LEYENDO PINCHANDO AQUÍ
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Published on March 06, 2017 10:35

March 2, 2017

Lee Noches de Karnak

Solos, recorrieron los escasos metros y se internaron, medio agachados, las cabezas rozando el irregular techo del angosto corredor. Los sonidos del exterior desaparecieron y la gruta se hizo más estrecha. Por fin, Fernando se hincó de rodillas y ella le imitó cuando señaló el lugar en el que había encontrado la estatua.

—Esto parece... Parece...

—Sí. Es una estela, mi amor —acabó él, eliminando con sus propias manos despellejadas la tierra que cubría la piedra.

—¡Es la tumba! ¡Tiene que serlo, Fernando!

Eva se le abrazó, lágrimas de alegría surcando su cara tiznada. Él la estrechó con fuerza, besándola en la coronilla.

—Hay que avisar a los trabajadores. Debemos ampliar esta zona, dejar más espacio.

Ella le dio un sonoro beso en los labios.

—Esther tiene que ver esto —le dijo, entusiasmada—. Fernando, la niña tiene que verlo.

El chirrido de hierros les alertó a ambos, que se miraron extrañados. Un segundo después, se escuchó el estrépito de algo que caía y la gruta se inundaba de una nube de polvo que levantó la tierra al caer desde el exterior.

—¡Fernando!

El grito de Eva fue apagado por un nuevo desmoronamiento de tierra. La mano de su esposo la agarró de la muñeca y tiró de ella con tanta fuerza que sintió que se le descoyuntaba el hombro. Olvidando el dolor y sujetando la estatua de Set, se arrastró como pudo, tosiendo, acuciada por el polvo y la arena que obstruían su garganta. Le pareció que alguien gritaba desde arriba, que les llamaba. Pero los sonidos quedaron amortiguados por la nueva andanada de tierra que se les vino encima, cubriéndoles.

Rivet retrocedió, tirando siempre de ella, intentando buscar un lugar donde guarecerse.

El miedo paralizó a Eva unos instantes. Sus ojos, cegados por el polvo, echaron un rápido vistazo a la estatuilla y la apretó con más fuerza. No iba a dejarla allí por nada del mundo. Cayeron ante ellos toneladas de tierra que apagaron las lámparas y les sumieron en la total oscuridad. Se apretujaron en un recodo del túnel, luchando por respirar. Se abrazaron sin decir una palabra. Tampoco podían. El polvo lo cubría todo, les impedía respirar y la salida hacia el exterior ya no existía. En medio de la negrura, la mano de Eva buscó el rostro de su esposo y le acarició. Los labios masculinos dejaron un beso arenoso en sus dedos. Haciendo un esfuerzo para hablar, murmuró su nombre:

—Eva...

Fue su último aliento. La galería se derrumbó estrepitosamente, enterrándoles a ambos.
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Published on March 02, 2017 10:32

February 26, 2017

Lee Lobo

El contacto de una mano en su hombro alejó a Carlos de los aciagos recuerdos. Prestó atención a Pascual, el hombre que le salvase la vida y que, desde entonces, había permanecido a su lado convirtiéndose en su mano derecha y confidente.

—¿Qué hay, Pascual?

El aludido le puso una capa sobre los hombros.

—Hace un frío de mil diablos, señor. ¿Qué está haciendo aquí?

—Pensando, amigo mío. Pensando.

—Debemos irnos, nos están esperando. ¿Va a despedirse?

Carlos echó un vistazo hacia el salón iluminado. En el interior, los invitados continuaban divirtiéndose y hasta ellos llegaban las notas musicales de un arpa.

—¿Para qué? Mi abuelo ya está acostumbrado a mis desapariciones y los invitados no me echarán de menos.

Pascual le siguió dos pasos por detrás mientras rodeaban la mansión, camino de las caballerizas. Proteger las espaldas del marqués era una costumbre adquirida hacía años de la que era difícil desprenderse. Desde que arriesgó el cuello para salvar a Carlos de Maqueda siempre iba a su vera, protegiéndolo, pendiente de sus órdenes, ojo avizor a cualquier peligro. Se había convertido en su perro guardián y se sentía cómodo con su trabajo. Había cosas, sin embargo, con las que no estaba del todo de acuerdo con su patrón, pero se jugaría la vida por él si era preciso, porque si bien era cierto que él lo llevó hasta la hacienda tras la salvaje paliza de Germán, también lo era que el joven le correspondió salvándolo de la horca cuando le incriminaron con el secuestro. Carlos había pasado varios días en cama y hasta temieron por su vida. La fiebre lo mantuvo postrado y pocos daban una moneda por su recuperación. Entretanto, Pascual se pudría entre rejas a la espera de un juicio que lo llevaría al cadalso, dando carpetazo a una vida de desgracias, a una existencia vacía y sin futuro, siempre con la Ley pisándole los talones. Sin embargo, cuando el joven marqués de Abejo recuperó la conciencia, y su abuelo le relató lo sucedido, no perdió el tiempo para tomar cartas en el asunto.

—Confesó haber matado a su compañero —le había dicho don Enrique—. ¡Pobre diablo! Pero no lamentaré que lo cuelguen por lo que te han hecho.

En contra del criterio de su abuelo, Carlos envió una nota a las autoridades. En ella, no solo retiraba los cargos contra el asaltante, sino que exigía su liberación inmediata. Su nombre y su título tuvieron el peso suficiente para que a Pascual lo dejaran libre. El cadalso debería esperar para mejor ocasión.

A pesar del tiempo transcurrido, Pascual seguía notando un cosquilleo incómodo recordando el episodio. Pero el mal trago le había servido para abandonar definitivamente el mal camino. Desde ese día, pues, el antiguo bandido había vivido a la sombra de Carlos de Maqueda, fue su compañero en su andadura por América y, poco a poco, se convirtió en su hombre de confianza, a veces en el compañero de juergas. A su regreso de tierras americanas para establecerse definitivamente en España, una vez superado el dolor por la traición de Margarita, supieron de la muerte de la muchacha. Pascual no se alegró, pero tampoco elevó una oración por el alma de aquella arpía. Según les contó don Enrique, el barco que ella y su amante tomaron en la costa portuguesa había naufragado cerca de las Azores. La vida del de Abejo parecía tomar un rumbo nuevo, lejos del martirio sufrido y, sin embargo, los hechos que acontecían en la ciudad lo habían lanzado a emprender un camino sinuoso. Fue entonces cuando Pascual se convirtió, también, en su cómplice. Cómplice de una nueva identidad que muy pocos habían llegado a conocer.
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Published on February 26, 2017 10:29

February 22, 2017

Lee Lágrimas negras

Kimberly Gresham, condesa de Braystone, volvió a rellenar la copa. Tatiana Elisabeta Gresham, baronesa de Winter, empujó la bandejita de pastas de té hacia el caballero al que hacían los honores. Una y otra le sonrieron encantadoras. Pero maldita fuera si en ese momento Joshua Rowling estaba para aguantar a aquellas dos beldades que no habían hecho otra cosa que atosigarlo desde que llegó, hacía ya más de media hora.

—Podéis vaciar la botella y encargar más pastas, pero no me vais a convencer —gruñó, recostándose en el sofá.

—¡Mira que eres terco, Jos!

—Claro que vas a asistir a esa fiesta.

—De eso nada.

—Lo harás.

—Lo harás.

—Ni loco.

Kim suspiró, se sirvió ella una copa, se la bebió y la dejó luego con un golpe seco sobre la mesa.

—¡Eh! Esas copas pertenecieron a mi madre. ¿Quieres romperlas? —dijo él.

—Pues a mí no me gustan —terció Tatiana, poniendo cara de ángel y cogiendo la suya con dos dedos, como si fuera a dejarla caer—. No vendría mal que renovaras tu cristalería, ¿no crees?

—¡Déjala ahora mismo! —Rowling se levantó echando chispas por los ojos—. ¡Sois unas brujas!

—¿Nos ha llamado brujas, Kim?

—Nos ha llamado brujas.

A la baronesa se le escapó la copa de la mano... pero consiguió atraparla en su falda. Joshua palideció. Les tenía un cariño especial a aquellas copas, que sólo ordenaba sacar para visitas muy especiales. Pero las dos arpías que lo acompañaban serían capaces de todo con tal de convencerlo de que asistiera a la condenada fiesta. ¡Con la cantidad de cosas que le quedaban por hacer desde que le encomendaron la investigación de los crímenes!

—Está bien. Vale, vale, vale, déjala con cuidado Tat, preciosa, y veremos qué se puede hacer. ¡¡Señora Wilson!! —llamó a voces a su ama de llaves. La mujer asomó la cabeza por la puerta—. Llévese todo esto, por favor. Y ponga a buen recaudo esta cristalería para utilizarla sólo con según qué visitas —añadió, echando una mirada crítica a las dos damas.

—Recuerde que en el saloncito verde le espera lady Sterling —le avisó ella—. Y acaba de llegar una señorita solicitando verlo.

—Lady Sterling, sí. —Se le agrió el gesto. Le tenía verdadera animadversión a esa empalagosa mujer, pero no le había quedado más remedio que aceptar revisar ciertos documentos de su difunto esposo y había prometido atenderla esa tarde—. Enseguida estoy con ella. Y a esa otra señorita, dígale que no recibo hoy, que vuelva en otro momento o hable con mi secretario.

—A él la he dirigido, milord, pero insiste en verlo. Dice que es importante.

—Vamos, Joshua —lo animó Kim—. Atiende a la cacatúa de Margaret y a esa muchacha. Nosotras no tenemos prisa, podemos esperar.

—Eso, eso, atiende tus asuntos —la secundó Tatiana, ahora de pie, pasando un dedo por el borde de un jarrón de extraordinario valor, de la dinastía Ming.

—¿Pretendéis sacarme de mis casillas? —Rowling la señaló con un dedo y ella, modosa, retiró la mano.

—¿Temes que en tu ausencia vayamos a romper algo?

Joshua bufó. Parecía una mosquita muerta. Ambas lo parecían. Podrían engañar a cualquier otro hombre, pero no a él; las conocía desde hacía tiempo, sabía de sus ironías, su tenacidad y de cómo se las gastaban. Kimberly había viajado desde Estados Unidos para vengar la muerte de su hermano Adam y a punto había estado de acabar con el conde de Braystone cuando las sospechas lo apuntaban a él. Por fortuna, se habían enamorado y ahora estaban felizmente casados. Respecto a Tatiana, de agallas similares a las de la americana, había renunciado a un reino por amor al segundo de los Gresham, Darel. Ni más ni menos. ¡Como para contrariarlas!

—Iré a esa puñetera fiesta —se rindió—. Y hasta me disfrazaré de Cupido si es vuestro deseo. ¿Quién es esa señorita, señora Wilson?

—Dice llamarse Thara Moon, milord.

—¿No te dije que sería fácil convencerlo, Kim?

—Eso te lo dije yo a ti, querida.

—No la conozco de nada. Por favor, dígale que vuelva mañana. Vosotras dos... ya tenéis lo que queréis. Podéis iros.

—No seas desagradable, Jos. Celebremos que hayas entrado en razón.

—Tenemos que contarte de qué irán disfrazados Christopher y Darel.

—¡Como si los tres nos presentamos vestidos de becerros! Habéis conseguido vuestro propósito, ¿no? Así pues, a la calle.

Volvió a entrar el ama de llaves con cara de contrariedad y murmuró:

—La señorita insiste en verlo, milord. Dice que... Bueno, dice que es la... —carraspeó mirando a Kim y a Tat— la prometida de lord Salsbury.

La condesa abrió la boca y la volvió a cerrar sin decir una palabra. La baronesa se dejó caer en el sofá, tan muda como su cuñada, intercambiándose mensajes de incredulidad con los ojos.
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Published on February 22, 2017 10:26

February 18, 2017

Lee Hijos de otro barro

Nos arrastramos por el puerto de Yorktown con los tobillos ceñidos por argollas y unidos a una corta cadena que apenas nos permitía caminar. Nuestro aspecto era el de auténticos asesinos: sucios, los rostros demacrados y sin afeitar, el cabello revuelto y un olor nauseabundo a bodega de barco. Miré de reojo al sujeto que, junto a mí, hacía esfuerzos para no caer de bruces y sentí una tristeza infinita. Por mí, por mis compañeros de presidio, por toda la sociedad, que nos había abocado hasta aquella agónica situación.

Mis lejanos estudios de filosofía me ayudaron a encontrar siempre el lado bueno del ser humano. Al principio. Después, mi condena dio al traste con esa visión y, sobre todo, con mi confianza en un mundo justo. Me sentía víctima de las circunstancias pero, más aún, víctima de la estupidez de los hombres, esos seres que se auto proclamaban civilizados.

Solamente una persona entre aquel montón de podredumbre que formábamos quieres compartíamos cada soplo de aire, cada trozo de pan duro y cada sorbo de agua estancada, me insufló un poco de ánimo. Había estado conmigo desde que mis huesos dieran en la prisión de Rhode Island. Impidió que cometiera la locura de saltar por la borda en la única ocasión que tuvimos de respirar aire puro.

Chester parecía estar hecho de granito. Su mirada nunca dejaba adivinar sus flaquezas. Era de otra pasta. Seguramente por eso se lanzó contra el carcelero que me agredió el día anterior. Seguramente por eso tomó como suya mi ofensa. El carcelero recibió una patada en la cara

que a punto estuvo de fracturarle la mandíbula. Y tomaron venganza. Cruda y deshumanizada. Me preguntaba aún cómo era posible que aquella mañana, cuando fue descolgado del grillete que le sujetaba, se pudiera mantener en pie. La fe le mantenía consciente, negándose a regalar a sus torturadores el más leve gemido, aunque sus dientes apretados y su palidez delataban su dolor.

Una vez desembarcamos, nos montaron en un carromato que antes había transportado estiércol y nos trasladaron a las dependencias de la prisión de Richmond. El enjuto militar a cargo del penal se desfiguraba entre el sol y la sombra y su gesto de profundo desagrado fue perceptible cuando su pareja de guardia le susurró algo al oído. No era para menos. A nuestro horrendo estado sólo le superaba nuestro olor, una mezcla de la pestilencia de las bodegas del Embrees y del tufo a excrementos de nuestro reciente medio de transporte.

Dos soldados ingleses, armados con bayonetas, nos obligaron a formar en medio del patio. Nos inspeccionaron del modo más humillante, como si fuéramos reses. Volvieron a hablar un poco apartados de nosotros y después nos arrastraron a los cuatro hasta una celda, separados del resto.

Nos miramos sin saber qué suerte nos depararía ahora el destino. Sólo Clayton se atrevió a violar el pegajoso silencio.

—Creo que no pasaremos la noche en prisión, muchachos.

—¿Qué quieres decir? –preguntó Willson.

Ray Willson era el mayor de todos nosotros. Alto, delgado y moreno. Sus ojos saltones conferían a su cara una expresión siempre asustada. Y en esa ocasión lo estaba.

Realmente no había dejado de estarlo desde que fue condenado a dieciocho años de prisión, acusado de traición a Inglaterra. Pero se sentía seguro junto a Chester y le admiraba, siempre atento a sus palabras. Le admiraba, como el resto de nosotros.

—¿Os habéis fijado en el que vestía de paisano? –nos preguntó Clayton—. Tiene aspecto de hacendado burgués. ¡Por Dios! –exclamó— Hasta ahora no me había dado cuenta de que tiene el mismo aspecto que mi padre.

—No es momento para bromas –objeté, incómodo.

—Seguramente ese tipo –continuó—, busca mano de obra. Quizá para alguna plantación de tabaco o algodón. O mucho me equivoco o viene por nosotros.

—¡Mano de obra! –exclamó Donald Freeman, compañero mío de universidad, de asambleas revolucionarias y de carreras frente a los soldados ingleses. Un joven apocado y rubio con quien solamente me unía una ligera amistad—. ¡Quieres decir que nos traen en calidad de esclavos!

—¿Acaso no lo somos?

Me dejé caer en el suelo, desalentado, arrastrando a Freeman, encadenado a mí. Cuando le miré, mi cara era una máscara angustiada.
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Published on February 18, 2017 10:23

February 14, 2017

Lee El mar en tus ojos

Andy hubiera querido que la lucha se librara sobre la cubierta del barco impostor, pero habrían de llevarla a cabo en el navío real. Poco le importaba si daba caza a aquel hombre en una u otra embarcación, porque iba a mandarlo al infierno y limpiar el apellido de su padre. Tuvo que aceptar el envite de su enemigo y modificar su plan inicial, ordenando así abordar el barco de la Reina.

Como un enjambre de abejas enloquecidas, una y otra tripulación arrojaban sus ganchos que se trabaron en las barandas y en las cuerdas de las velas. En escasos minutos, el barco del capitán White se pobló de hombres barbudos, desaliñados y exaltados que se animaban unos a otros, o se retaban, saturando el aire de un griterío ensordecedor.

En esta situación la tripulación de White pareció quedar relegada a un segundo plano. Los invasores guerreaban entre sí, circunstancia que descabalaba al capitán inglés, inmerso en una escena irreal que se acentuó sobremanera viendo saltar a su cubierta a aquella muchacha, cuyos ojos se cruzaron con los suyos durante unos segundos, un instante antes de que ella se sumase, sable en mano, como un corsario más, a la vorágine de la encarnizada contienda.

Benson no se había equivocado al evaluar los destrozos causados por sus cañones: habían barrido uno de los palos; los desperfectos en cubierta no eran muy visibles, pero habían abierto una vía de agua que, de no ser bloqueada sin demora, llevaría al barco real al fondo del mar.

Abajo, en el camarote ocupado por Isabel, la situación era ya insostenible. La Reina había desistido de calmar a las muchachas y se decidió a actuar. Lo hizo con la misma frialdad con que solía tomar todas y cada una de las disposiciones que afectaban al país. Con la misma resolución que la había llevado a sentarse en el trono frente a sus múltiples enemigos, los partidarios de María, convirtiéndose en soberana de Inglaterra e Irlanda. ¡Ella era la hija de Enrique VIII y Ana Bolena! Debía hacer honor a su estirpe y no iba a convertirse en rehén de nadie o dejar que derramaran su sangre hallándola de rodillas.

Hizo a un lado a las dos muchachas, atravesó el camarote y abrió uno de los arcones. Al volverse mostraba en su mano una daga de casi dos cuartas de largo, en cuya empuñadura lucían engarzadas tres piedras preciosas. Como arma defensiva, de poco servía, pero era todo cuanto tenía en ese momento. Pocos sabían que siempre la acompañaba cuando abandonaba la Corte, bien fuera entre su equipaje, bien entre las ropas, porque siempre se encargaba de guardar el arma personalmente.

Contempló la daga poniendo en la mirada el recuerdo imborrable de la persona de quien procedía el regalo. Un regalo de años. El presente de un hombre al que amó desesperadamente y al que hubo de renunciar por el bien de Inglaterra. Alguien a quien nunca olvidaría, y la razón última por la cual había terminado por convertirse en La Reina Virgen, una mujer amargada, calculadora y resentida.

Y sin sombra de duda, Isabel no se resistió a abrir la puerta de su camarote dispuesta a vender cara su vida.
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Published on February 14, 2017 10:18

Reseña. Rivales de día, amantes de noche

Nieves Hidalgo
Preciosa la que ha hecho Lady Isabella de Promesas de amor.

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