Roma soy yo: La verdadera historia de Julio César (Julio César, #1)
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cincuenta y dos iudices
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Recordó los consejos de su tío Mario. Recordó la batalla de Aquae Sextiae y cómo Mario esperó y esperó para devolver el golpe a los teutones mientras todos lo incitaban a la acción cuando él aún pensaba que no era el momento.
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Nuestro joven abogado es el sobrino de Cayo Mario, líder de la causa popular durante años, mientras que Dolabela, el acusado, fue, todos lo sabemos, el brazo derecho de Sila, líder de la causa optimas.
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Su inexperiencia, sus errores ya cometidos en el procedimiento, sus relaciones de parentesco y su tendencia política hacen de él no un fiscal, sino un sicario enviado por los más radicales para cobrarse aún más sangre por diferencias políticas.
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Les has enseñado todo lo que tienes y nada te has quedado para sorprenderlos.
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No seas acusador, a nadie le gustan los fiscales. Has de ser defensor.
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—Te han elegido porque creen que eres el peor
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—Siempre eres tierna conmigo, y siempre encuentras palabras que me animan. Estuvo bien jugarse la vida por ti.
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—Me alegro de que pienses eso —comentó ella, su mejilla sobre el pecho de él—. Sufrí mucho aquellos meses. Lo habrías tenido todo tan fácil si te hubieras...
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Lo mínimo que puedo hacer es ser la mejor esposa posible para ti, aquí
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Los jueces creen que eres peor que Cicerón, pero eso es sólo lo que ellos piensan. De ti depende, y sólo de ti, esposo mío, que tengan razón o no. Y yo creo que se equivocan. De hecho, tienes algo a tu favor con lo que ellos no cuentan.
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Era real que acusar a un senador optimas solía terminar en sangre para el fiscal que hacía bien su trabajo.
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Él no era un torpe orador. En efecto, tal y como había detectado Cornelia, sólo lo había fingido. Y había conseguido su objetivo: había sido designado por un tribunal corrupto que buscaba el peor fiscal posible.
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«Puedes fingirte cobarde y no serlo, puedes fingirte torpe y no serlo. Lo único importante es la victoria final. Da igual que te llamen cobarde. No entres en combate hasta que creas que puedes ganar. Luego, pasado el tiempo, sólo se recuerda eso: al ganador. Todo lo que pasó antes queda borrado. Recuérdalo, muchacho, y no vuelvas a pelear si no puedes ganar».
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¿y si las advertencias que hizo Sila, en numerosas ocasiones, sobre el hecho de que ese joven Julio César fuera realmente peligroso resultasen acertadas? Ese muchacho era inexperto en la basílica, pero se había mostrado audaz en el pasado, en más de una situación.
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César pertenecía a la estirpe de los traidores al Senado, a Roma.
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Era la primera vez que veía a su tío en persona. Mario llevaba toda la infancia de su sobrino fuera de Roma, en un exilio medio forzado por los optimates tras los violentos acontecimientos de casi diez años atrás: el asesinato del candidato a cónsul Memio, cometido por los populares, la ejecución de Glaucia y la lapidación de Saturnino a manos
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de los optimates.
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Nunca entres en batalla si el enemigo te aventaja diez veces en número.
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—Tendrías que haberte retirado y esperar hasta una mejor ocasión para lanzar tu ataque.
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—De mí también han pensado alguna vez que era un cobarde. Lo pensaron centenares, no, más, miles de legionarios bajo mi mando, pero no por ello entré en combate en una situación donde sólo habríamos sido derrotados. Yo, César, Labieno
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me tragué mi orgullo, esperé la ocasión adecuada y conseguí la victoria final, que, aprendedlo bien, en una guerra es la única victoria que cuenta: la última.
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—No importa lo que piensen de ti, ¿me entiendes? —Miró hacia Labieno y lo incluyó—: ¿Me entendéis? Uno no es un cobarde por lo que piensen de él. La cobardía se lleva dentro. Yo nunca he sido cobarde. En el campo de batalla siempre he sido... inteligente.
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un soldado romano debía ser propietario, en mayor o menor medida, y reunir él, con sus propios fondos, el material necesario para el combate; desde armas y escudo hasta corazas y menaje para la vida diaria en campamento.
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Miles de personas que no tenían nada y, en consecuencia, nada tenían que perder y sí, en cambio, mucho que ganar combatiendo si se les ofrecían los medios para ello y algo revolucionario: un sueldo que se denominó salarium, en la medida en que muchas veces se pagaría a los legionarios con sal, esencial para conservar alimentos.
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La idea de Mario era hacer de sus legionarios auténticas máquinas de guerra.
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Fue el único y el último error de cálculo que Sila haría en su vida con respecto a Mario.
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Quiero que todos y cada uno de los hombres bajo mi mando tengan claro que sólo nos enfrentamos a otros hombres: armados, como nosotros, pero más desorganizados y peor dirigidos.
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habían entendido que Mario quería acabar con el rumor sobre la legendaria fuerza de los ambrones y los teutones.
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—Pues aprende a tragarte el orgullo cuando te llamen cobarde y no estés en disposición de devolver la humillación. No la olvides, muchacho, guarda el insulto recibido en tu interior y acarícialo durante días, semanas, meses o años si es preciso. Para que no se diluya con el tiempo, para que te duela como el primer día en el que te lo dijeron, pero espera al momento adecuado, al día perfecto para devolver la humillación pero no con otro insulto, sino con sangre, con un golpe certero y mortal que, simplemente, aniquile a tu enemigo.
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La disciplina, bien entendida, empieza por uno mismo.
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Sí, todos pensaban que era un cobarde: sus hombres, pero también los teutones y, en particular ahora, el rey enemigo. A partir de ese día, Teutobod iba a menospreciarlo, de eso estaba bien seguro. Esto es: Teutobod infravaloraría su capacidad de ataque. Pero todo a su debido tiempo.
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No volvería a poner en duda que el cónsul tomaba cada decisión por un motivo. Que ellos no lo entendieran no quería decir que el motivo no existiera.
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Al poco, Cayo Mario se situaba al frente, en primera línea de combate. Para sorpresa de todos. Era algo inusual, casi inaudito, algo que no ocurría desde el tiempo de los Escipiones.
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Cuánto más se acerquen, más pronunciada será la pendiente y más nos favorecerá en el choque luchar de arriba hacia abajo.
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—A veces, muchacho
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una guerra no se gana el día de la batalla decisiva. Ese día se gana esa batalla, que, ciertamente, es muy importante, pero la guerra la ganaste todos esos otros días en los que tus enemigos te provocaron para que entraras en combate donde ellos querían, cuando ellos querían, pero que era cuando y donde a ti no te convenía.
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—Y no importa que te insulten. Puedes fingirte cobarde y no serlo, puedes fingirte torpe y no serlo. Lo único importante es la victoria final. Da igual que te llamen cobarde. No entres en combate hasta que creas que puedes ganar.
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nos hubieran hecho caso a mí y a Glaucia y a Saturnino hace diez años, si les hubiéramos concedido algunos derechos a los socii, a nuestras ciudades aliadas en Italia, como la ciudadanía y el derecho de voto, al menos en los asuntos que les competen a ellos, este levantamiento de los marsos no habría tenido lugar.
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Los marsos y los socii no han tenido muchas alternativas diferentes a la guerra.
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—No, muchacho, voy a defender Roma. Luego queda lo de cambiar Roma y que sea, por fin, la Roma de todos,
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Pero antes hay que defenderla. Cuando hay una crisis grave, no es momento de disputas políticas. Primero hay que resolver la crisis, luego ya habrá tiempo de política. Sólo los malvados o los imbéciles ponen la política por delante en tiempos de grave crisis.
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—Atenas estaba en guerra con Esparta, una guerra terrible y, en medio de aquel enfrentamiento, se desató además una espantosa enfermedad, una auténtica epidemia que asoló la ciudad atestada de gente que se había refugiado tras los muros de Atenas huyendo de los espartanos
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Pericles.
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—Gran militar y gran político.
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lo que viene al caso con lo que ocurre ahora en Roma, es que Pericles fue reemplazado en el gobierno de Atenas por políticos infinitamente inferiores, torpes, poco inteligentes, mal preparados y que en lugar de gobernar buscando el bien público, el bien del conjunto de la ciudad y sus habitantes, esto es, luchar contra la epidemia y conducir bien la guerra, buscaron sólo la popularidad rápida.
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¿A qué condujo la falta de visión y la estupidez de todos esos políticos? A que Atenas perdiera un tercio de su población en la epidemia, a que perdiera la guerra contra Esparta y a que, en definitiva, ya nunca fuera la ciudad que fue.
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—Políticos egoístas, corruptos y con frecuencia imbéciles, que se aprovechan de una grave crisis bélica o generada por una gran enfermedad, que buscan aprovecharse de esas terribles circunstancias para, o bien llegar al poder, o bien mantenerse en él sin importarles lo más mínimo las consecuencias que su ambición personal pueda tener en la población que gobiernan
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los senadores optimates piensan más en cómo controlar el poder que en el bien público.
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Pero Roma tiene la suerte de que yo, Cayo Mario, pienso más en el bien de todos, en resolver la crisis, antes que en mí mismo. Si fuera como ellos, como los optimates, me sentaría de brazos cruzados y no haría nada mientras los marsos y otros pueblos se alzan en armas contra nosotros y destrozan nuestras defensas.