Los cárteles no existen: Narcotráfico y cultura en México
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Y aunque según cables diplomáticos filtrados a los medios El Chapo usualmente se rodeaba de trescientos guardias para su protección, fue detenido sin un solo disparo.
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es necesario comprender que esa detención de El Chapo —la segunda de tres hasta su extradición a Estados Unidos— fue una clara demostración política de la soberanía del Estado por sobre cualquier organización criminal.
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encabezado describe el conflicto como “La guerra de Peña Nieto”, explicitando la manipulación de las autodefensas por parte del gobierno federal para diezmar el crimen organizado y los poderes fácticos en la región;
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el narco en México es reducible a las estrategias de seguridad del Estado.
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Ése es el verdadero poder —a la vez legal e ilegal en un país en permanente estado de excepción— que debemos someter a examen. Para ello debemos dejar de lado la reiteración sin límites de las fantasiosas historias de ascenso y caída de los capos, de sus cárteles, de sus plazas. No comprender o no aceptar esta afirmación nos impide articular una crítica efectiva del poder oficial, cuya brutalidad criminal se esconde en la falsa narrativa de los cárteles y su supuesto reino sin fin.
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el narco sin rostro en el lugar de Cristo es un arquetipo de todos los narcos que a lo largo de décadas ha fabricado el poder oficial.
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En mi análisis, la crónica periodística se leerá como síntoma de un complejo problema epistemológico que neutraliza al periodismo en general convirtiéndolo en fuente del imaginario dominante sobre la violencia.
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la obra de periodistas como Diego Osorno, Anabel Hernández, Sergio González Rodríguez y Alejandro Almazán, entre otros, está fundada en una práctica radical de interpretación cultural que merma nuestra comprensión de las transformaciones históricas de los discursos oficiales de la violencia y que despolitiza las discusiones más urgentes relativas a la desigualdad social, la criminalización de la pobreza y el advenimiento de una disciplina policial inscrita en un permanente estado de excepción sin precedentes en la historia moderna de México.
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el discurso referido a la violencia que impera en el imaginario dominante en las producciones culturales de la última década es de reciente invención.
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Sin controversia doméstica sustancial y con el ejército subordinado al poder político, durante las siete décadas de gobiernos sucesivos del Partido Revolucionario Institucional “no se percibía un enemigo interno al cual resistir”.
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durante los turbulentos años de 1968 a 1971 el Estado agredió a los distintos grupos de izquierda radical y la resistencia organizada de los movimientos estudiantiles, magisteriales y campesinos, pero esa violencia no se articuló como una estrategia permanente de control disciplinario social, sino como acciones contingentes cuya lógica era esencialmente política.
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hasta mediados de la década de 1990 el Estado mexicano confrontó los conflictos domésticos como problemáticas de oposición y resistencia de raíz estrictamente política, y no como la permanente amenaza y desafío al Estado que ahora supone el crimen organizado.
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Entre estas contingencias políticas, el tema del narcotráfico no sólo no figuraba como una emergencia nacional, sino que hasta ese momento había sido, como anota Luis Astorga, “un fenómeno que se desarrolló protegido desde distintas esferas del poder político y policiaco, como parte de una estructura de poder, pero en posición subordinada, y cuyos agentes principales fueron desde un inicio marginados del poder político”.
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Este proceso de transformación culminó con la presidencia de Vicente Fox (2000-2006): en ese sexenio, bajo la presión de alto nivel ejercida por el gobierno de Estados Unidos en el panorama geopolítico posterior a los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, el Estado mexicano adoptó abiertamente una política de seguridad nacional que ubicaba al crimen organizado en el centro de una crisis de gobernabilidad que reclamaba una acción inmediata.
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Emulando las estrategias disciplinarias primero sobre el narco y después sobre el terrorismo y la inmigración en Estados Unidos, el tráfico de drogas se articuló en México como la mayor amenaza para la soberanía nacional.
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El equipo de transición de Fox había considerado inicialmente que el narcotráfico era “un asunto meramente policiaco”56 que, a diferencia del caso de Colombia, no tenía ni la capacidad ni la pretensión de desestabilizar al Estado. No obstante, y tras una serie de reuniones de alto nivel con funcionarios estadounidenses, Adolfo Aguilar Zinser, entonces consejero de seguridad nacional —un cargo creado por la presidencia de Fox—, comenzó a referirse al narco excluyendo “los nexos entre grupos políticos priistas y traficantes”5...
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primero, permitió la despolitización de los conflictos domésticos inmediatos como la marcada desigualdad económica y social, la endémica corrupción oficial o la creación de fortunas privadas como resultado de la política neoliberal; y segundo, hizo virar el discurso oficial hacia las supuestas emergencias permanentes y sin coordenadas políticas específicas del crimen organizado.
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El narco se convirtió entonces en un objeto primario de la seguridad nacional: un enemigo permanente, sin objetivos políticos reales y sólo interesado en su dominio económico por medio de la ilegalidad y la violencia.
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para dejar de considerar como relevantes los reclamos políticos, el Estado articuló una estrategia sin contenido político alrededor del tema de la seguridad nacional.
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sino que el descenso en la tasa de homicidios sostenido durante dos décadas se revirtió justamente en las zonas donde se reconcentraron las fuerzas militares y policiales de la estrategia federal.
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fue exactamente el caso de Ciudad Juárez: todavía en 2007 se registraron allí 320 asesinatos, cifra consecuente con el promedio sostenido entre 1993 y 2007, con 0.7 asesinatos por día. Después de la llegada del ejército y la policía federal el 28 de marzo de 2008, los asesinatos se incrementaron a más de 1,623 en 2008 (4.4 diarios), 2,754 en 2009 (7.5 diarios), 3,622 en 2010 (9.9 diarios) y finalmente con un descenso a 2,086 en 2011 (5.7 diarios).
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“La invención de un enemigo monolítico, organizado de manera jerárquica, con una racionalidad burocrática y económica, que domina todas las fases del ne-gocio y está por lo menos en posición de controlar el mercado y los precios, fascinó a políticos, policías y periodistas”.
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Como en prácticamente todas las disciplinas que se aproximan al fenómeno del narcotráfico en México, el periodismo está profundamente mediado por discursos hegemónicos articulados por el poder oficial.
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aparece con mayor claridad el problema central de la crónica del narco en México: se trata de textos dependientes de fuentes oficiales que hacen circular una narrativa configurada y diseminada originalmente desde múltiples agencias y voceros de Estado, asimilada acríticamente por la gran mayoría de los medios de comunicación y reiterada después por los campos de producción cultural, sobre todo por la televisión, el cine, la música y la literatura.
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la crónica del narco se inscribe alrededor de un objeto configurado políticamente por discursos oficiales y no como resultado de una reflexión periodística independiente.
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Al ahondar sobre un tema cuyas coordenadas epistemológicas han sido marcadas por el Estado, este tipo de crónica está de entrada limitada al análisis de los supuestos cárteles como el principal factor de criminalidad, dejando por fuera la histórica relación entre la clase política y el crimen organizado.
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“las propias estructuras de conciencia por medio de las cuales construimos el mundo social y el particular objeto que es el Estado, son muy probablemente producto del Estado mismo”.
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al considerar el Estado como el “monopolio de la violencia física y simbólica, en tanto que el monopolio de la violencia simbólica es la condición para poseer el ejercicio mismo del monopolio de la violencia física”.
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El discurso dominante sobre el narco ha producido una fórmula cuyo léxico y significado sedimentado permiten por sí solos un sentido narrativo específico. Escribimos narcotraficante, sicario, plaza, guerra y cártel y con esas palabras reaparece de inmediato el mismo universo de violencia, corrupción y poder que puebla por igual las páginas de una novela y las planas de un periódico, la letra de un corrido, la vestimenta de un narco actuando en una película de acción. El lenguaje para describir esa realidad está fatalmente colonizado por ese habitus de origen oficial que sólo en contadas ...more
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Sin avanzar hacia una crítica del poder estatal por estar condicionadas por ese mismo poder, las crónicas sobre el narco operan entonces un desplazamiento simbólico en dos direcciones: primero, hacia genealogías de traficantes y la supuesta crisis de seguridad nacional que producen, una narrativa como hemos visto creada y diseminada por fuentes oficiales; y segundo, hacia una reiteración del cuerpo (re)significado de las víctimas de su violencia, reduciendo el complejo fenómeno del narco a una continuidad artificial y ahistórica de muerte y destrucción.
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Con esto no pretendo afirmar que no haya un trasfondo político en la crónica del narco, sino que su voluntad crítica aparece de inicio neutralizada por la influencia del discurso oficial sobre el tráfico de drogas.
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Estos referentes coinciden puntualmente con los provistos por el Estado y de hecho repite al pie de la letra la explicación oficial de lo que supuestamente ha ocurrido en México durante la primera década del nuevo siglo: el país ha sido tomado por intrusos familiares, los narcos, y son ellos los responsables de la oleada de violencia que la estrategia del presidente Calderón se propuso confrontar.
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la representación del narcotráfico de González Rodríguez requiere más bien suplementar la realidad con un ejercicio de ficción narrativa que produce dos falacias: la primera indica que el narcotráfico opera como una entidad por afuera del Estado y que el gobierno mexicano es su principal enemigo, planteando una contingencia inaplazable para la seguridad nacional; la segunda, que la violencia del narcotráfico, para ser comprendida, requiere de un complejo marco teórico de interpretación cultural que sobrepasa la coyuntura histórica inmediata. Ambas falacias producen un vaciamiento de lo ...more
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Al aceptar la explicación oficial de la violencia, el libro de Osorno sólo puede proceder de dos maneras: ahondando narrativamente en esa supuesta lucha de cárteles y articulando una crítica a la estrategia del Estado para confrontarla. El principal problema es que ambos procedimientos favorecen y legitiman las acciones del Estado ante el narco, justificando su necesidad, pero también su limitado éxito, pues finalmente el poder de los cárteles se imagina siempre superior al del Estado.
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La plaza no existe sin la complicidad de las autoridades. No se trata sólo de narcotraficantes corrompiendo a policías y soldados, sino de un esquema de convivencia de un sistema político con el crimen organizado, ideado, avalado y operado por autoridades federales de alto nivel. Aunque en el ámbito local el capo es intocable y una figura pública que no se esconde e incluso puede ser el jefe de los representantes de las agencias estatales y mandar sobre ellos, sabe que frente al gobierno federal es un subordinado y su poder depende de que le mantengan la concesión de la plaza.
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La investigación de Valdés, sin embargo, está basada en una circularidad engañosa: aunque cita fuentes académicas y periodísticas externas al CISEN, es importante señalar que las fuentes primarias de esos académicos y periodistas son principalmente oficiales.
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La circularidad de la información tiene un uso político fundamental: convalida la narrativa oficial al atribuirla al reporteo supuestamente independiente de periodistas como Osorno, cuyo trabajo, reducible a la transcripción de informes oficiales, se transforma en un involuntario objeto del poder.
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La asimilación del discurso hegemónico en el periodismo es también visible en la elaboración de las genealogías de narcotraficantes que cobran una centralidad en las estructuras narrativas de las crónicas.
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En primera instancia, el trabajo de Hernández aparece como un ejercicio de periodismo combativo y crítico del poder oficial, pero su neutralización política ocurre por dos razones esenciales: la primera se debe a su interpretación que categoriza el supuesto poder del Chapo del mismo modo en que lo hacen las fuentes oficiales. Así, Hernández señala a El Chapo como uno de los principales responsables de la violencia del sexenio de Calderón del mismo modo en que lo analiza el exdirector del CISEN. Fue este tipo de análisis que el gobierno de Calderón utilizó para justificar la estrategia de su ...more
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La segunda razón por la cual el trabajo de Hernández queda políticamente neutralizado es de índole estrictamente periodística. Su falta de rigor en las fuentes de información que utiliza vuelve su investigación simplemente inverificable.
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Sus más graves acusaciones de corrupción oficial están en su mayoría atribuidas a “fuentes vivas de información” que solicitan del lector un pacto de fe sin sustento periodístico real.
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Del imperio del Chapo sólo quedan las crónicas periodísticas.
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Dadas las condiciones epistemológicas en que se estructura el discurso hegemónico sobre el narco, no sorprende que el campo de producción cultural premie las versiones más sintéticas y reiterativas de esa narrativa oficial.
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es importante notar los cada vez más frecuentes cruces entre figuras literarias y periodísticas como estrategia de validación de ambos discursos.
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Periodismo y literatura por igual se ofrecen como complementos textuales de una realidad para confirmar la violencia de los supuestos cárteles de la droga y la debilidad y victimización de un Estado al parecer vencido e incluso, para muchos, fallido.
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El eje en común de estos libros, periodísticos y de ficción, es la exhaustiva ansiedad de significación narrativa que sus autores elaboran para dar cuenta de un fenómeno que debería entenderse primordialmente dentro de parámetros políticos.
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Pero el principal gesto crítico que me interesa promover no radica sólo en señalar la neutralización política del periodismo narrativo, sino en acusar el hecho de que la imperante agenda de seguridad nacional es apenas el frente discursivo de una relocalización del crimen organizado en el centro del poder político.
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Más allá del despotismo corrompido y el enriquecimiento ilícito de políticos, policías y militares, lo que esta agenda ofrece al poder estatal es la ventaja de una vasta economía clandestina esencial en el hemisferio con hondas implicaciones geopolíticas entre México y Estados Unidos primero, y en el resto de América Latina después.
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la estrategia del Estado es operar un entramado político trasnacional que devuelve al gobierno federal su capacidad de decisión ante un laberinto de intereses que se oculta tras el falso discurso de la seguridad nacional.
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Ese laberinto con frecuencia coincide con la más reciente explotación de recursos naturales en las regiones donde se concentra la mayor violencia atribuida a los “cárteles”, como ha demostrado el importante trabajo de periodistas...
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