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El coronel Aureliano Buendía hizo incluir los setenta y dos ladrillos de oro en el inventario de la rendición, y clausuró el acto sin permitir discursos.
a las tres y cuarto de la tarde se disparó un tiro de pistola en el círculo de yodo que su médico personal le había pintado en el pecho.
la encontró llena de gusanos.
Estaba todavía bajo el castaño, sollozando en las rodillas de su esposo, cuando llevaron al coronel Aureliano Buendía envuelto en la manta acartonada de sangre seca y con los ojos abiertos de rabia.
«Esta es mi obra maestra», le dijo satisfecho. «Era el único punto por donde podía pasar una bala sin lastimar ningún centro vital.»
burlar el pronóstico de Pilar Ternera.
Los mismos que inventaron la patraña de que había vendido la guerra por un aposento cuyas paredes estaban construidas con ladrillos de oro, definieron la tentativa de suicidio como un acto de honor, y lo proclamaron mártir.
El pretexto se le ofreció, efectivamente, cuando el presidente de la república se negó a asignar las pensiones de guerra a los antiguos combatientes, liberales o conservadores, mientras cada expediente no fuera revisado por una comisión especial, y la ley de asignaciones aprobada por el congreso.
Aureliano Segundo había de recordar la lluviosa tarde de junio en que entró en el dormitorio a conocer a su primer hijo. Aunque era lánguido y llorón, sin ningún rasgo de un Buendía, no tuvo que pensar dos veces para ponerle nombre. —Se llamará José Arcadio —dijo.
Fernanda del Carpio, la hermosa mujer con quien se había casado el año anterior, estuvo de acuerdo.
Santa Sofía de la Piedad
José Arcadio Segundo, mientras tanto, había satisfecho la ilusión de ver un fusilamiento.
sin sospechar que en lugar de un santo estaba adorando casi doscientos kilogramos de oro.
el río de aguas diáfanas cuyas piedras prehistóricas fueron pulverizadas por las enloquecidas almádenas de José Arcadio Segundo, cuando se empeñó en despejar el cauce para establecer un servicio de navegación.
último barco que atracó jamás en el pueblo.
cuyo sentido del bienestar social arrasó con la anticuada tienda de Catarino y transformó la calle en un bazar de farolitos japoneses y organillos nostálgicos.
Con su terrible sentido práctico, ella no podía entender el negocio del coronel, que cambiaba los pescaditos por monedas de oro, y luego convertía las monedas de oro en pescaditos, y así sucesivamente, de modo que tenía que trabajar cada vez más a medida que más vendía, para satisfacer un círculo vicioso exasperante.
La última vez que se le vio atender algún asunto relacionado con la guerra fue cuando un grupo de veteranos de ambos partidos solicitó su apoyo para la aprobación de las pensiones vitalicias, siempre prometidas y siempre en el punto de partida. «Olvídense de eso», les dijo él. «Ya ven que yo rechacé mi pensión para quitarme la tortura de estarla esperando hasta la muerte.»
y lo atormentó con desaires injustos, hasta que no volvió sino en ocasiones especiales, y desapareció finalmente anulado por la parálisis.
la impavidez de Amaranta, cuya melancolía hacía un ruido de marmita perfectamente perceptible al atardecer,
Por un momento, los pacíficos habitantes de Macondo se quitaron las máscaras para ver mejor la deslumbrante criatura con corona de esmeraldas y capa de armiño, que parecía investida de una autoridad legítima, y no simplemente de una soberanía de lentejuelas y papel crespón. No faltó quien tuviera la suficiente clarividencia para sospechar que se trataba de una provocación. Pero Aureliano Segundo se sobrepuso de inmediato a la perplejidad, declaró huéspedes de honor a los recién llegados, y sentó salomónicamente a Remedios, la bella, y a la reina intrusa en el mismo pedestal.
Pero la verdad no se esclareció nunca, y prevaleció para siempre la versión de que la guardia real, sin provocación de ninguna índole, tomó posiciones de combate a una seña de su comandante y disparó sin piedad contra la muchedumbre.
soberana intrusa,
El pueblo, en lugar de poner en duda su inocencia, se compadeció de su candidez.
el cuarto de su madre enferma, verde y amarilla bajo la polvorienta luz de los vitrales,
Su madre, sudando la calentura de las cinco, le hablaba del esplendor del pasado.
Desde que tuvo uso de razón recordaba haber hecho sus necesidades en una bacinilla de oro con el escudo de armas de la familia.
Su padre, don Fernando,
cuando sonaron dos aldabonazos perentorios en el portón, y le abrió a un militar apuesto, de ademanes ceremoniosos, que tenía una cicatriz en la mejilla y una medalla de oro en el pecho.
las campanas tocaban a muerto.
Desde entonces hasta la mañana helada en que Fernanda abandonó la casa al cuidado de la Madre Superiora
los incontables e inservibles destrozos de una catástrofe familiar que había tardado dos siglos en consumarse.
y se preguntó si Fernanda no tendría también un cinturón de castidad que tarde o temprano provocara las burlas del pueblo y diera origen a una tragedia.
Me casé con una hermanita de la caridad.
—Así es —admitió él. Y explicó en un tono de postrada resignación—: Tuve que hacerlo, para que siguieran pariendo los animales.
Un día, irritada con la burla, Fernanda quiso saber qué era lo que decía Amaranta, y ella no usó eufemismos para contestarle. —Digo —dijo— que tú eres de las que confunden el culo con las témporas.
el círculo de rigidez iniciado por Fernanda desde el momento en que llegó terminó por cerrarse completamente, y nadie más que ella determinó el destino de la familia.
Cuando su esposo decidió ponerle al primer hijo el nombre del bisabuelo, ella no se atrevió a oponerse, porque sólo tenía un año de haber llegado.
En la décima Navidad, cuando ya el pequeño José Arcadio se preparaba para viajar al seminario, llegó con más anticipación que en los años anteriores el enorme cajón del abuelo, muy bien clavado e impermeabilizado con brea, y dirigido con el habitual letrero de caracteres góticos a la muy distinguida señora doña Fernanda del Carpio de Buendía.
porque varios de los Aurelianos eran tan duchos en componendas de galleras que descubrieron al primer golpe de vista las triquiñuelas del padre Antonio Isabel.
el padre Antonio Isabel les puso en la frente la cruz de ceniza. De regreso a casa, cuando el menor quiso limpiarse la frente, descubrió que la mancha era indeleble, y que lo eran también las de sus hermanos. Probaron con agua y jabón, con tierra y estropajo, y por último con piedra pómez y lejía, y no consiguieron borrarse la cruz. En cambio, Amaranta y los demás que fueron a misa se la quitaron sin dificultad. «Así van mejor», los despidió Úrsula.
se interesó por el caserón decrépito que parecía abandonado en una esquina de la plaza.
a la escuálida mujer vestida todavía con ropas del siglo anterior, con unas pocas hebras amarillas en el cráneo pelado, y con unos ojos grandes, aun hermosos, en los cuales se habían apagado las últimas estrellas de la esperanza, y el pellejo del rostro agrietado por la aridez de la soledad.