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coronel Gerineldo Márquez le reiteró su voluntad de casarse, ella lo rechazó.
la única persona con quien él podía tener contacto desde hacía mucho tiempo, era Prudencio Aguilar. Ya casi pulverizado por la profunda decrepitud de la muerte, Prudencio Aguilar iba dos veces al día a conversar con él.
Pero una noche, dos semanas después de que lo llevaron a la cama, Prudencio Aguilar le tocó el hombro en un cuarto intermedio, y él se quedó allí para siempre, creyendo que era el cuarto real.
«Dios mío», pensó Úrsula. «Hubiera jurado que era Melquíades.»
Era Cataure, el hermano de Visitación, que había abandonado la casa huyendo de la peste del insomnio, y de quien nunca se volvió a tener noticia. Visitación le preguntó por qué había vuelto, y él le contestó en su lengua solemne: —He venido al sepelio del rey.
Tantas flores cayeron del cielo, que las calles amanecieron tapizadas de una colcha compacta, y tuvieron que despejarlas con palas y rastrillos para que pudiera pasar el entierro.
Pero desde el día en que tuvo conciencia de su desnudez, no era el miedo a la oscuridad lo que lo impulsaba a meterse en su mosquitero, sino el anhelo de sentir la respiración tibia de Amaranta al amanecer.
Estuvieron a punto de ser sorprendidos por Úrsula, una tarde en que entró al granero cuando ellos empezaban a besarse. «¿Quieres mucho a tu tía?», le preguntó ella de un modo inocente a Aureliano José. Él contestó que sí. «Haces bien», concluyó Úrsula, y acabó de medir la harina para el pan y regresó a la cocina.
Sólo al día siguiente se enteró de que Aureliano José se había ido con su padre.
sino un animal de campamento.
Lo bautizaron con el nombre de Aureliano, y con el apellido de su madre, porque la ley no le permitía llevar el apellido del padre mientras éste no lo reconociera.
en un tiempo fue la confidente de sus amores reprimidos, y cuya obstinación le salvó la vida,
un hondo desprecio por sí mismo que confundió con un principio de misericordia.
—Qué raros son los hombres —dijo ella, porque no encontró otra cosa que decir—. Se pasan la vida peleando contra los curas y regalan libros de oraciones.
Remedios, la bella, que parecía indiferente a todo, y de quien se pensaba que era retrasada mental,
o a la hora de la siesta,
—No entre, coronel —le dijo—. Usted mandará en su guerra, pero yo mando en mi casa. El coronel Aureliano Buendía no dio ninguna muestra de rencor, pero su espíritu sólo encontró el sosiego cuando su guardia personal saqueó y redujo a cenizas la casa de la viuda.
—Me perdona, coronel —dijo suavemente el coronel Gerineldo Márquez—, pero esto es una traición.
Dos días después, el coronel Gerineldo Márquez, acusado de alta traición, fue condenado a muerte.
«Sé que fusilarás a Gerineldo —dijo serenamente—, y no puedo hacer nada por impedirlo. Pero una cosa te advierto: tan pronto como vea el cadáver, te lo juro por los huesos de mi padre y mi madre, por la memoria de José Arcadio Buendía, te lo juro ante Dios, que te he de sacar de donde te metas y te mataré con mis propias manos.»
La seguridad de que su día estaba señalado lo invistió de una inmunidad misteriosa, una inmortalidad a término fijo que lo hizo invulnerable a los riesgos de la guerra, y le permitió finalmente conquistar una derrota que era mucho más difícil, mucho más sangrienta y costosa que la victoria.
Amaranta no lograba conciliar la imagen del hermano que pasó la adolescencia fabricando pescaditos de oro, con la del guerrero mítico que había interpuesto entre él y el resto de la humanidad una distancia de tres metros.
La comparó con el recuerdo más antiguo que tenía de ella, la tarde en que él tuvo el presagio de que una olla de caldo hirviendo iba a caerse de la mesa, y la encontró despedazada.
Hizo entonces un último esfuerzo para buscar en su corazón el sitio donde se le habían podrido los afectos, y no pudo encontrarlo.
enterró sus armas en el patio con el mismo sentido de penitencia con que su padre enterró la lanza que dio muerte a Prudencio Aguilar.