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Ninguno de los hijos de éste se le pareció tanto, ni siquiera Aureliano José, sobre todo por los pómulos pronunciados, y la línea resuelta y un poco despiadada de los labios.
vio contra la reverberación de la ventana al anciano lúgubre con el sombrero de alas de cuervo, como la materialización de un recuerdo que estaba en su memoria desde mucho antes de nacer.
Pero se iba tranquilo a las praderas de la muerte definitiva, porque Aureliano tenía tiempo de aprender el sánscrito en los años que faltaban para que los pergaminos cumplieran un siglo y pudieran ser descifrados.
un sabio catalán tenía una tienda de libros donde había un Sanskrit Primer que sería devorado por las polillas seis años después si él no se apresuraba a comprarlo.
y consiguió el dinero con la venta de uno de los diecisiete pescaditos de oro que quedaban en el taller, y que sólo ella y Aureliano sabían dónde los habían puesto la noche en que los soldados registraron la casa.
Aureliano avanzaba en los estudios del sánscrito, mientras Melquíades iba haciéndose cada vez menos asiduo y más lejano, esfumándose en la claridad radiante del mediodía.
era apenas una presencia invisible que murmuraba: «He muerto de fiebre en los médanos de Singapur.» El cuarto se hizo entonces vulnerable al polvo, al calor, al comején, a las hormigas coloradas, a las polillas que habían de conv...
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Para Santa Sofía de la Piedad, la reducción de los habitantes de la casa debía haber sido el descanso a que tenía derecho después de más de medio siglo de trabajo. Nunca se le había oído un lamento a aquella mujer sigilosa, impenetrable, que sembró en la familia los gérmenes angélicos de Remedios, la bella, y la misteriosa solemnidad de José Arcadio Segundo; que consagró toda una vida de soledad y silencio a la crianza de unos niños que apenas si recordaban que eran sus hijos y sus nietos, y que se ocupó de Aureliano como si hubiera salido de sus entrañas, sin saber ella misma que era su
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No era solamente que estuviera vieja y agotada, sino que la casa se precipitó de la noche a la mañana en una crisis de senilidad.
y salieron por las grietas las mismas florecitas amarillas que casi un siglo antes había encontrado Úrsula en el vaso donde estaba la dentadura postiza de Melquíades.
Fernanda, escribiendo cartas a sus hijos, no se daba cuenta de la arremetida incontenible de la destrucción.
Aureliano le preguntó para dónde iba, y ella hizo un gesto de vaguedad, como si no tuviera la menor idea de su destino.
Jamás se volvió a saber de ella.
Al levantarse, Fernanda encontraba el desayuno servido, y sólo volvía a abandonar el dormitorio para coger la comida que Aureliano le dejaba tapada en rescoldo, y que ella llevaba a la mesa para comérsela en manteles de lino y entre candelabros, sentada en una cabecera solitaria al extremo de quince sillas vacías.
Fue por esa época que Fernanda tuvo la impresión de que la casa se estaba llenando de duendes.
almohada, y las páginas escritas a José Arcadio se le confundían con las de Amaranta Úrsula, y siempre andaba con la mortificación de haber metido las cartas en sobres cambiados, como en efecto le ocurrió varias veces.
Por un tiempo pensó que era Aureliano.
Los problemas no se resolvieron de un día para otro, pues a las pocas horas de costura ya la pita de las tijeras no alcanzaba para cortar, como si los duendes la fueran disminuyendo.
Ni Amaranta Úrsula, en Bruselas, ni José Arcadio, en Roma, se enteraron jamás de esos insignificantes infortunios. Fernanda les contaba que era feliz, y en realidad lo era, justamente porque se sentía liberada de todo compromiso, como si la vida la hubiera arrastrado otra vez hasta el mundo de sus padres, donde no se sufría con los problemas diarios porque estaban resueltos de antemano en la imaginación.
Se había acostumbrado a llevar la cuenta de los días, los meses y los años, tomando como puntos de referencia las fechas previstas para el retorno de los hijos.
No la inquietaba que muchos años después de anunciarle las vísperas de sus votos perpetuos, José Arcadio siguiera diciendo que esperaba terminar los estudios de alta teología para emprender los de diplomacia, porque ella comprendía que era muy alta y empedrada de obstáculos la escalera de caracol que conducía a la silla de San Pedro.
Experimentó un gozo similar cuando Amaranta Úrsula le mandó decir que sus estudios se prolongaban más del tiempo previsto, porque sus excelentes calificaciones le habían merecido privilegios que su padre no tomó en consideración al hacer las cuentas.
Se ilusionó tanto con la idea de que el permiso no le sería negado que una mañana se cortó el cabello que ya le daba a los hombros, se afeitó la barba enmarañada, se puso unos pantalones estrechos y una camisa de cuello postizo que no sabía de quién había heredado, y esperó en la cocina a que Fernanda fuera a desayunar.
La necesidad de sentirse triste se le iba convirtiendo en un vicio a medida que la devastaban los años.
De modo que volvió a su clausura, pasando y repasando los pergaminos, y oyendo hasta muy avanzada la noche los sollozos de Fernanda en el dormitorio.
Cuatro meses después, cuando llegó José Arcadio, la encontró intacta.
Cuando le abrió la puerta de la calle, Aureliano no hubiera tenido la necesidad de suponer quién era para darse cuenta de que venía de muy lejos.
Le dio un beso en la frente al cadáver, le sacó de debajo de la falda la faltriquera de jareta donde había tres pesarios todavía sin usar, y la llave del ropero. Hacía todo con ademanes directos y decididos, en contraste con su languidez. Sacó del ropero un cofrecito damasquinado con el escudo familiar, y encontró en el interior perfumado de sándalo la carta voluminosa en que Fernanda desahogó el corazón de las incontables verdades que le había ocultado.
y en la tercera página se detuvo, y examinó a Aureliano con una mirada de segundo reconocimiento.
A la muerte de Fernanda, había sacado el penúltimo pescadito y había ido a la librería del sabio catalán, en busca de los libros que le hacían falta.
Aureliano no tuvo dificultad para rescatar de entre aquel desorden de fábula los cinco libros que buscaba, pues estaban en el lugar exacto que le indicó Melquíades.
José Arcadio restauró el dormitorio de Meme, mandó limpiar y remendar las cortinas de terciopelo y el damasco del baldaquín de la cama virreinal, y puso otra vez en servicio el baño abandonado, cuya alberca de cemento estaba renegrida por una nata fibrosa y áspera.
Lo único que pareció estorbarle en el resto de la casa fueron los santos del altar doméstico, que una tarde quemó hasta convertirlos en ceniza, en una hoguera que prendió en el patio.
No se hacía abluciones con la totuma, sino que se zambullía en las aguas fragantes, y permanecía hasta dos horas flotando bocarriba, adormecido por la frescura y por el recuerdo de Amaranta.
Ella, y la mirada espantosa de los santos en el fulgor de la lámpara nocturna, eran los dos recuerdos que conservaba de la casa.
él trataba de mantenerla viva en un cenagal de concupiscencia, mientras entretenía a su madre con la patraña sin término de la vocación pontificia.
José Arcadio, que abandonó el seminario tan pronto como llegó a Roma, siguió alimentando la leyenda de la teología y el derecho canónico, para no poner en peligro la herencia fabulosa de que le hablaban las cartas delirantes de su madre, y que había de rescatarlo de la miseria y la sordidez que compartía con dos amigos en una buhardilla del Trastevere.
Antes de leer el testamento de Fernanda, que no era más que una minuciosa y tardía recapitulación de infortunios, ya los muebles desvencijados y la maleza del corredor le habían indicado que estaba metido en una trampa de la cual no saldría jamás, para siempre exiliado de la luz de diamante y el aire inmemorial de la primavera romana.
«Cualquier cosa mala que hagas —le decía Úrsula— me la dirán los santos.» Las noches pávidas de su infancia se redujeron a ese rincón, donde permanecía inmóvil hasta la hora de acostarse sudando de miedo en un taburete, bajo la mirada vigilante y glacial de los santos acusetas.