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Cuando nació el hijo de Aureliano y Pilar Ternera y fue llevado a la casa y bautizado en ceremonia íntima con el nombre de Aureliano José, Remedios decidió que fuera considerado como su hijo mayor.
Amaranta se hizo cargo de Aureliano José.
Perdido el rumbo, completamente desmoralizada, Rebeca volvió a comer tierra.
se paró por primera vez en el término de un viaje que había empezado al otro lado del mundo.
salió directamente hacia la tienda de Catarino, donde su corpulencia monumental provocó un pánico de curiosidad entre las mujeres.
alimentándose con el cuerpo de un compañero que sucumbió a la insolación,
Arcadio, que nunca conoció el secreto de su filiación, apenas si contestaba a las preguntas que él le hacía con el propósito evidente de conquistar sus afectos.
una potencia ciclónica asombrosamente regulada la levantó por la cintura y la despojó de su intimidad con tres zarpazos, y la descuartizó como a un pajarito.
Pero su comportamiento brutal se quebrantó al ver que a Pietro Crespi se le humedecían los ojos.
La noche de bodas, a Rebeca le mordió el pie un alacrán que se había metido en su pantufla. Se le adormeció la lengua, pero eso no impidió que pasaran una luna de miel escandalosa. Los vecinos se asustaban con los gritos que despertaban a todo el barrio hasta ocho veces en una noche, y hasta tres veces en la siesta, y rogaban que una pasión tan desaforada no fuera a perturbar la paz de los muertos.
«Tengo seis hijas para escoger.»
Los liberales, le decía, eran masones; gente de mala índole, partidaria de ahorcar a los curas, de implantar el matrimonio civil y el divorcio, de reconocer iguales derechos a los hijos naturales que a los legítimos, y de despedazar al país en un sistema federal que despojara de poderes a la autoridad suprema.
Los conservadores, en cambio, que habían recibido el poder directamente de Dios, propugnaban por la estabilidad del orden público y la moral familiar; eran los defensores de la fe de Cristo, del principio de autoridad, y no estaban dispuestos a permitir que el país fuera descuartizado en entidades autónomas.
Fue por esos días que Úrsula consultó su opinión sobre el matrimonio de Pietro Crespi y Amaranta, y él contestó que los tiempos no estaban para pensar en eso.
Se hablaba de fusilar al padre Nicanor, de convertir el templo en escuela, de implantar el amor libre.
Sacaron a rastras al doctor Noguera, lo amarraron a un árbol de la plaza y lo fusilaron sin fórmula de juicio.
Cuatro soldados al mando suyo arrebataron a su familia una mujer que había sido mordida por un perro rabioso y la mataron a culatazos en plena calle.
El martes a medianoche, en una operación descabellada, veintiún hombres menores de treinta años al mando de Aureliano Buendía, armados con cuchillos de mesa y hierros afilados, tomaron por sorpresa la guarnición, se apoderaron de las armas y fusilaron en el patio al capitán y los cuatro soldados que habían asesinado a la mujer.
—Esto es un disparate, Aurelito —exclamó. —Ningún disparate —dijo Aureliano—. Es la guerra. Y no me vuelva a decir Aurelito, que ya soy el coronel Aureliano Buendía.
Antes de que Arcadio tuviera tiempo de reaccionar, le descargó el primer vergajazo. «Atrévete, asesino», gritaba. «Y mátame también a mí, hijo de mala madre. Así no tendré ojos para llorar la vergüenza de haber criado un fenómeno.» Azotándolo sin misericordia, lo persiguió hasta el fondo del patio, donde Arcadio se enrolló como un caracol.
A partir de entonces fue ella quien mandó en el pueblo. Restableció la misa dominical, suspendió el uso de los brazales rojos y descalificó los bandos atrabiliarios. Pero a despecho de su fortaleza, siguió llorando la desdicha de su destino. Se sintió tan sola, que buscó la inútil compañía del marido olvidado bajo el castaño. «Mira en lo que hemos quedado», le decía, mientras las lluvias de junio amenazaban con derribar el cobertizo de palma.
Pero en la época en que Úrsula fue a lamentarse a su lado había perdido todo contacto con la realidad.
Ante la inminencia de la boda, el propio Pietro Crespi había insinuado que Aureliano José, en quien fomentó un cariño casi paternal, fuera considerado como su hijo mayor.
con las muñecas cortadas a navaja y las dos manos metidas en una palangana de benjuí.
—Díganle a mi mujer —contestó con voz bien timbrada— que le ponga a la niña el nombre de Úrsula. —Hizo una pausa y confirmó—: Úrsula, como la abuela. Y díganle también que si el que va a nacer nace varón, que le ponga José Arcadio, pero no por el tío, sino por el abuelo.
Úrsula reconoció en su modo de hablar rebuscado la cadencia lánguida de la gente del páramo, los cachacos.
el coronel Gerineldo Márquez se quedaba la tarde en el corredor de las begonias jugando damas chinas con Amaranta.