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a través de la neblina del polvo lo vio en la neblina de otro tiempo, con una escopeta de dos cañones terciada a la espalda y un sartal de conejos en la mano.
estaba viva, pudriéndose en su sopa de larvas, era la implacable y envejecida Amaranta.
Siempre, a toda hora, dormida y despierta, en los instantes más sublimes y en los más abyectos, Amaranta pensaba en Rebeca,
Aureliano Triste tuvo que pensar en la posibilidad de extender el negocio a otras poblaciones de la ciénaga. Fue entonces cuando concibió el paso decisivo no sólo para la modernización de su industria, sino para vincular la población con el resto del mundo. —Hay que traer el ferrocarril —dijo.
Ante el dibujo que trazó Aureliano Triste en la mesa, y que era un descendiente directo de los esquemas con que José Arcadio Buendía ilustró el proyecto de la guerra solar, Úrsula confirmó su impresión de que el tiempo estaba dando vueltas en redondo.
El inocente tren amarillo que tantas incertidumbres y evidencias, y tantos halagos y desventuras, y tantos cambios, calamidades y nostalgias había de llevar a Macondo.
Se indignaron con las imágenes vivas que el próspero comerciante don Bruno Crespi proyectaba en el teatro con taquillas de bocas de león, porque un personaje muerto y sepultado en una película, y por cuya desgracia se derramaron lágrimas de aflicción, reapareció vivo y convertido en árabe en la película siguiente.
aquella burla inaudita
Aureliano Segundo lo había encontrado por casualidad, protestando en español trabajoso porque no había un cuarto libre en el Hotel de Jacob,
Dotados de recursos que en otra época estuvieron reservados a la Divina Providencia, modificaron el régimen de lluvias, apresuraron el ciclo de las cosechas, y quitaron el río de donde estuvo siempre y lo pusieron con sus piedras blancas y sus corrientes heladas en el otro extremo de la población, detrás del cementerio.
—Miren la vaina que nos hemos buscado —solía decir entonces el coronel Aureliano Buendía—, no más por invitar un gringo a comer guineo.
Fernanda tuvo que atragantarse sus escrúpulos y atender como a reyes a invitados de la más perversa condición,
se orinaban en el jardín,
Úrsula, en cambio, aun en los tiempos en que ya arrastraba los pies y caminaba tanteando en las paredes, experimentaba un alborozo pueril cuando se aproximaba la llegada del tren. «Hay que hacer carne y pescado», ordenaba a las cuatro cocineras, que se afanaban por estar a tiempo bajo la imperturbable dirección de Santa Sofía de la Piedad. «Hay que hacer de todo —insistía— porque nunca se sabe qué quieren comer los forasteros.»
quiso desahogarse en improperios de verdulera porque algún comensal confundido le pedía la cuenta.
los gringos pensaban sembrar banano en la región encantada que José Arcadio Buendía y sus hombres habían atravesado buscando la ruta de los grandes inventos.
Por eso eran ellos los únicos que entendían que el joven comandante de la guardia se hubiera muerto de amor, y que un caballero venido de otras tierras se hubiera echado a la desesperación.
—Cuidado —exclamó—. Se va a caer. —Nada más quiero verla —murmuró el forastero. —Ah, bueno —dijo ella—. Pero tenga cuidado, que esas tejas están podridas.
y se bañó más de prisa que de costumbre para que el hombre no siguiera en peligro.
—Aunque sea la espalda —suplicó el forastero. —Sería una ociosidad —dijo ella—. Nunca se ha visto que la gente se jabone la espalda.
Estaba tan compenetrado con el cuerpo, que las grietas del cráneo no manaban sangre sino un aceite ambarino impregnado de aquel perfume secreto, y entonces comprendieron que el olor de Remedios, la bella, seguía torturando a los hombres más allá de la muerte, hasta el polvo de sus huesos.
Era tal el prestigio de aquel silencio, que Úrsula no tuvo corazón para privar de la diversión a Remedios, la bella, y le permitió ir una tarde, siempre que se pusiera un sombrero y un traje adecuado.
El nacimiento del último José Arcadio, y su inquebrantable voluntad de educarlo para Papa, terminaron por hacerla desistir de sus preocupaciones por la bisnieta.
Pero cuando vio la forma insensata en que despreció a un pretendiente que por muchos motivos era más apetecible que un príncipe, renunció a toda esperanza.
—Al contrario —dijo—, nunca me he sentido mejor. Acabó de decirlo, cuando Fernanda sintió que un delicado viento de luz le arrancó las sábanas de las manos y las desplegó en toda su amplitud. Amaranta sintió un temblor misterioso en los encajes de sus pollerines y trató de agarrarse de la sábana para no caer, en el instante en que Remedios, la bella, empezaba a elevarse. Úrsula, ya casi ciega, fue la única que tuvo serenidad para identificar la naturaleza de aquel viento irreparable, y dejó las sábanas a merced de la luz, viendo a Remedios, la bella, que le decía adiós con la mano, entre el
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Fernanda, mordida por la envidia, terminó por aceptar el prodigio, y durante mucho tiempo siguió rogando a Dios que le devolviera las sábanas.
Tal vez no se hubiera vuelto a hablar de otra cosa en mucho tiempo, si el bárbaro exterminio de los Aurelianos no hubiera sustituido el asombro por el espanto.
Cuando llegó la compañía bananera, sin embargo, los funcionarios locales fueron sustituidos por forasteros autoritarios, que el señor Brown se llevó a vivir en el gallinero electrificado, para que gozaran, según explicó, de la dignidad que correspondía a su investidura, y no padecieran el calor y los mosquitos y las incontables incomodidades y privaciones del pueblo.
porque el niño tropezó por accidente con un cabo de la policía y le derramó el refresco en el uniforme, el bárbaro lo hizo picadillo a machetazos y decapitó de un tajo al abuelo que trató de impedirlo.
Miró a los grupos de curiosos que estaban frente a la casa y con su antigua voz estentórea, restaurada por un hondo desprecio contra sí mismo, les echó encima la carga de odio que ya no podía soportar en el corazón. —¡Un día de estos —gritó— voy a armar a mis muchachos para que acaben con estos gringos de mierda!
Fueron días negros para el coronel Aureliano Buendía. El presidente de la república le dirigió un telegrama de pésame, en el que prometía una investigación exhaustiva, y rendía homenaje a los muertos.
Una mañana encontró a Úrsula llorando bajo el castaño, en las rodillas de su esposo muerto.
—¿Qué dice? —preguntó. —Está muy triste —contestó Úrsula— porque cree que te vas a morir. —Dígale —sonrió el coronel— que uno no se muere cuando debe, sino cuando puede.
La otra guerra, la sangrienta de veinte años, no les causó tantos estragos como la guerra corrosiva del eterno aplazamiento.
Los otros, los más dignos, todavía esperaban una carta en la penumbra de la caridad pública, muriéndose de hambre, sobreviviendo de rabia, pudriéndose de viejos en la exquisita mierda de la gloria.
cuando el coronel Aureliano Buendía lo invitó a promover una conflagración mortal que arrasara con todo vestigio de un régimen de corrupción y de escándalo sostenido por el invasor extranjero, el coronel Gerineldo Márquez no pudo reprimir un estremecimiento de compasión. —Ay, Aureliano —suspiró—, ya sabía que estabas viejo, pero ahora me doy cuenta que estás mucho más viejo de lo que pareces.
Úrsula había dispuesto de muy escasas treguas para atender a la formación papal de José Arcadio, cuando éste tuvo que ser preparado a las volandas para irse al seminario.
«Los años de ahora ya no vienen como los de antes», solía decir, sintiendo que la realidad cotidiana se le escapaba de las manos.
La verdad era que Úrsula se resistía a envejecer aun cuando ya había perdido la cuenta de su edad, y estorbaba por todos lados, y trataba de meterse en todo, y fastidiaba a los forasteros con la preguntadera de si no habían dejado en la casa, por los tiempos de la guerra, un San José de yeso para que lo guardaran mientras pasaba la lluvia.
la búsqueda de las cosas perdidas está entorpecida por los hábitos rutinarios, y es por eso que cuesta tanto trabajo encontrarlas.
—Por el amor de Dios —protestó Amaranta—, fíjese por dónde camina. —Eres tú —dijo Úrsula—, la que estás sentada donde no debe ser. Para ella era cierto. Pero aquel día empezó a darse cuenta de algo que nadie había descubierto, y era que en el transcurso del año el sol iba cambiando imperceptiblemente de posición, y quienes se sentaban en el corredor tenían que ir cambiando de lugar poco a poco y sin advertirlo. A partir de entonces, Úrsula no tenía sino que recordar la fecha para conocer el lugar exacto en que estaba sentada Amaranta.
Sin embargo, en la impenetrable soledad de la decrepitud dispuso de tal clarividencia para examinar hasta los más insignificantes acontecimientos de la familia, que por primera vez vio con claridad las verdades que sus ocupaciones de otro tiempo le habían impedido ver.