Kindle Notes & Highlights
Los doscientos pantalones se llenan de viento y se inflan. Me parecen hombres gordos sin cabeza, que se balancean colgados de las cuerdas del tendedero. Los chicos corremos entre las hileras de pantalones blancos y repartimos azotazos sobre los traseros hinchados.
El príncipe es un niño rubio con ojos azules, que nos mira y se ríe, poniendo cara de bobo. Dicen que es mudo y que se pasea en la Casa de Campo entre un cura y un general con bigotes blancos, que le acompañan todos los días. Estaría mejor aquí, en el río, jugando con nosotros. Además, le veríamos en pelota cuando nos bañamos, y sabríamos cómo es un príncipe por dentro. Pero, parece que no le dejan.
Tengo una rabia loca a los rusos. Tienen un rey muy bestia que es el zar, y un jefe de policía que se llama Petroff, «el Capitán Petroff», y es un bárbaro que lleva a la gente a latigazos. Todos los domingos, mi tío me compra las Aventuras del capitán Petroff. Le tiran muchas bombas, pero no le matan.
El cura le enseña a hablar. Esto no lo entiendo, porque si es mudo, no sé cómo va a hablar; puede que hable por ser príncipe, porque de los mudos que yo conozco ninguno habla más que por señas y no será por falta de curas.
El cocido sabe aquí mejor que en casa: se pica una sopa de pan muy delgadita y luego se vierte encima el caldo del cocido, amarillo de azafrán. Se come uno la sopa, luego los garbanzos, y por último la carne, con tomates cortados por la mitad, espolvoreados de sal. De postre, la ensalada: unas lechugas jugosas con un cogollo muy tierno, como no las hay en Madrid. Las cría el tío Granizo aquí, al lado de la alcantarilla, porque dice que con el agua de la alcantarilla crecen mejor; y es verdad.
Los tíos nos recogieron a mí y a ella; los días que no lava en el río hace de criada en casa de los tíos y guisa, friega y lava para ellos; por la noche se va a la buhardilla donde vivo con mi hermana Concha.
Es una noche clara, con una luna de hoja de lata pulida que alumbra las calles de blanco y negro.
El dueño la aprovecha para encender el horno y les da montones de «escorza», que son todos los bollos y bizcochos que se rompen.
La señora Isabel, la madre de Ángel, se sienta en una sillita baja, entre el armario y la puerta exterior. En aquel rincón prepara la comida con una lamparilla de alcohol, remienda los pantalones de Ángel o las camisas de ella, cuenta los periódicos y fabrica los palillos, desgastando, una a una, astillitas de madera con una navaja muy afilada que saca unas virutas pequeñitas como queso rallado.
La cara de doña Isabel es redonda, llena de bolsas de pellejo. Se da muchos polvos blancos y encima colorete, y se pinta también los labios y los ojos. Tiene un escote redondo muy grande con la pechuga al aire; y la garganta la forma un saco como el buche de las palomas.
Empezamos a dar palmadas para quitar las manchas y salen nubes de polvo, y en el terciopelo rojo las manos se quedan marcadas en colorado con el blanco del polvo alrededor. El señor Pepe se enfada más y quita el polvo con el paño, sin golpear. Otras veces pasamos las uñas a contrapelo y dibujamos letreros y caras que luego se borran alisando el pelo con la palma de la mano. Al dibujar, los pelillos raspan el dedo como si le lamiera un gato; al borrar se convierten en el lomo del gato.
Veo hoy la escena con ojos que entonces no tenía.
Corríamos alrededor de ella, agarrando al pasar sus patas de elefante, las manos perdidas en el mar vivo de bolas que corrían sobre el tapete verde con reflejos blancos y rojos y sonar de huesos de sus cabezas calvas.
La Cava Baja es como una calle del siglo XVII que se hubiera quedado enquistada en la ciudad. Comienza en la Plaza de Puerta Cerrada, donde como único recuerdo de los tiempos viejos queda una cruz de piedra monumental, cuyo origen se ignora, pero que la tradición afirma se levantó en memoria de los miles que allí fueron ahorcados, en uno de aquellos patíbulos de la Edad Media. Y termina en la Plaza de la Morería, entre varias cárceles del Santo Oficio y el antiguo patíbulo de la Plaza de la Cebada, donde se quemaron millares de herejes y se ahorcaron hombres célebres en la historia, como
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Sus parroquianos, carreteros y campesinos, saben desbocar los pellejos y beber a chorro en ellos los vinos broncos de 15 y 18 grados, que dejan la garganta seca de tanino y los labios morados de color. Son sus clientes pueblerinos, mujeres de sayas incontables y pomposas, muchachas quemadas del sol de las eras, con sus trajes de fiesta en sedas de colores rabiosos, y hombres cachazudos, con pantalón de pana que cruje al andar y zamarra de paño gordo con vueltas de piel de oveja; sobre la camisa deslumbrante de blanca, la faja negra, bolsillo que guarda un pañuelo verde, grande como vela de
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El cordelero, con su tienda olorosa de cáñamo, donde flota un polvillo que hace llorar los ojos y carraspear, y donde el patrón, hombre seco, de pulmones roídos, termina siempre sus tratos en la taberna de enfrente, para arrancar de su garganta los pelillos de la mercancía que le dan sed eterna.
En el Puente de Segovia termina Madrid y empieza el campo.
A las golondrinas no se les hace daño, porque se comen los bichos del campo, y porque cuando crucificaron a Cristo, fueron a quitarle las espinas de la cabeza con el pico.
Pero hay también en Brunete otros pájaros, aunque ninguno de ellos se come. Hay maricas, que son unos pájaros blancos y negros que gustan de salir y pasear a la carretera y andan como si fueran mujercitas.
Porque Méntrida, al contrario de Brunete que es tierra de pan, es tierra de vino.
En lo físico era castellano viejo, de estómago de bronce.
«¡Hola, madrileño!». No habla más, porque creo que en su cabeza no caben tres palabras juntas. Es el más bruto de toda la familia.
Madrid huele mejor. No huele a mulas, ni a sudor, ni a humos, ni a corrales sucios con el olor caliente del estiércol y de las gallinas. Madrid huele a sol por las mañanas.
Cuando riegan la calle sube hasta el balcón el olor fresco de la tierra mojada, como cuando llueve. Cuando sopla el aire del norte, huelen los árboles de la Casa de Campo. Cuando no hay aire y el barrio está quieto, entonces huelen las maderas y los yesos de las casas viejas, las ropas limpias tendidas en los balcones, los tiestos de albahaca. Los muebles viejos de nogal y de caoba sudan la cera y se les huele por los balcones abiertos, mientras las mujeres limpian. Debajo de casa hay una cochera de lujo y por las mañanas sacan los coches de charol a las calles y los riegan y los cepillan, y
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Nuestro barrio —porque éste es nuestro barrio— se extiende aún por un dédalo de callejas antiguas hasta la calle Mayor. Son calles estrechas y retorcidas, como las hacían, no sé por qué, nuestros abuelos. Tienen nombres pintorescos: primero los santos, Santa Clara, Santiago; después nombres heroicos, Luzón, Lepanto, Independencia; finalmente los de fantasía: Espejo, Reloj, Escalinata. Estas calles son las más viejas y las más retorcidas, las que sirven mejor para jugar a «justicias y ladrones». Tienen solares con vallas rotas y ruinas dentro, casas viejas con portales vacíos, patios de piedra
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Sabía hablar de los hombres y de las cosas despacio, con la lentitud inexorable del castellano viejo acostumbrado a ver pasar las horas con la tierra plana delante de él y forzado a buscar la ciencia en la hierba que se mueve, en el insecto que salta.
Me escucha, pero no me comprende. Hace esfuerzos para seguir mis razonamientos y yo casi me enfado de que no comprenda cosas tan sencillas. Me suelta la mano y lleva la suya a mi hombro, acariciándome el cuello: —Es inútil. Contra esto no podemos nada, ni tú ni yo. Lo que no se aprende de muchacho, no se aprende de machucho. Parece como si los sesos se endurecieran.
La Plaza del Callao está llena de puestos de libros. Todos los años, cuando van a empezar las clases, hay feria de libros y Madrid se llena de puestos. Donde más hay, es aquí que es el barrio de los libreros, y en la Puerta de Atocha. Aquí llenan la plaza y en la Puerta de Atocha el Paseo del Prado.
Hay un escritor valenciano que se llama Blasco Ibáñez, que ha hecho todos estos libros. Los curas de mi colegio dicen que es un anarquista muy malo, pero yo no lo creo. Un día dijo que en España no se leía porque la gente no tenía bastante dinero para comprar libros. Debe ser verdad, porque los libros del colegio cuestan muy caros. Entonces dijo: «Yo voy a dar de leer a los españoles». Y en la calle de Mesonero Romanos puso una tienda y empezó a hacer libros. Pero no los libros de él, porque dice que eso no le interesa a nadie, sino los libros mejores que se encuentran en el mundo. Y todos
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En seguida le han imitado: la Casa Calleja, que hace todos los libros de colegio y todos los cuentos de niños, ha hecho otra colección que se llama La Novela de Ahora, enfrente de la de Blasco que se llama La Novela Ilustrada.
A los catalanes les ha dado envidia y la casa Sopena ha empezado a hacer unos tomos muy gordos con papel muy malo, pero con una portada con muchos colorines. La gente los compra menos, porque hay pocos que puedan gastarse una peseta que cuestan.
Dentro está lleno de bancos de madera y en el fondo está el telón y el explicador. El explicador es un hombre muy gracioso que va explicando la película y que hace chistes con las cosas que aparecen en la pantalla. La gente le aplaude mucho, sobre todo con las películas de Toribio. Toribio le llama la gente, pero es un francés que se llama André Deed y que siempre hace cosas de risa.
Si se mira al cielo, se ven cabalgatas de nubes que amasa el aire, sin cansarse de darles forma. O se ve sólo un fanal azul que vibra con el sol. De noche es igual, aunque el sol se ha escondido y son las estrellas y la luna las únicas que alumbran: invisibles, de día y de noche, en este cielo cabalgan las ondas.
Madrid viejo, mi Madrid de niño, es una oleada de nubes o de ondas. No sé. Pero, sobre todos los blancos y los azules, sobre todos los cantos, sobre todos los sones, sobre todas las ondas, hay un leit motiv: A V A P I É S Madrid terminaba allí entonces. Era el fin de Madrid y el fin del mundo. Con ese espíritu crítico del pueblo que encuentra la justa palabra, que ya hace dos mil años se llamaba la voz de Dios —Vox populi, vox Dei—, el pueblo había bautizado los confines del barrio.
Allí empezaba el mundo de las cosas y de los seres absurdos. La ciudad tiraba sus cenizas y su espuma allí. La nación también. Era un reflujo de la cocción de Madrid del centro a la periferia y un reflujo de la cocción de España, de la periferia al centro. Las dos olas se encontraban y formaban un anillo que abrazaba la ciudad. En aquella barrera viva sólo entraban los iniciados, la Guardia Civil y nosotros, los chicos. Barrancos y laderas de espigas eternamente amarillas, siempre secas y siempre ásperas. Humos de fábrica y regueros de establos malolientes. Pegujales de tierra aterronada,
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Era el punto más bajo de la escala social que empezaba en la Plaza de Oriente, en el Palacio con sus puertas abiertas a los cascos de plumas y a los escotes embrillantados, y terminaba en Avapiés, que escupía el detritus final al otro mundo, a las Américas, al Mundo Nuevo. Avapiés era, por tanto, el fiel de la balanza, el punto crucial entre el ser y el no ser. Al Avapiés se llegaba de arriba o de abajo. El que llegaba de arriba había bajado el último escalón que le quedaba antes de hundirse del todo. El que llegaba de abajo había subido el primer escalón para llegar a todo.
En sus casas construidas como galerías de cárcel, con sus pasillos abiertos al aire y su retrete común, una puerta y una ventana por celda, viven el albañil, el herrero, el carpintero, el vendedor de periódicos, el ciego de la esquina, el arruinado, el trapero y el poeta. Y en el patio empedrado de cantos redondos, con una fuente goteante en medio, se cruzan todas las lenguas del mismo idioma: la atildada del señor, la desgarrada del chulo, el argot del ladrón y el mendigo, la rebuscada del escritor en cierne. Se oyen las blasfemias más horribles y las frases más delicadas.
Si resuena el Avapiés en mí, como fondo sobre todas las resonancias de mi vida, es por dos razones: Allí aprendí todo lo que sé, lo bueno y lo malo. A rezar a Dios y a maldecirle. A odiar y a querer. A ver la vida cruda y desnuda, tal como es. Y a sentir el ansia infinita de subir y ayudar a subir a todos el escalón de más arriba. Ésta es una razón. La otra razón es que allí vivió mi madre. Pero esta razón es mía.
De izquierda a derecha del altar, se forman primero las filas de los niños pobres por clases: «Carteles», «2.ª de leer», «3.ª de leer», «primera, segunda y tercera de escribir». Seis clases que reúnen 600 chicos. Después, por una puerta lateral de la iglesia sale otra fila de chicos, los de paga, que se van dividiendo también en hileras de clases: las seis clases de los seis años del bachillerato y dos clases de párvulos, unos internos y otro medio pensionistas que comen en el colegio pero duermen en sus casas. En total 14 filas y catorce curas para guardarlas. Mil doscientos o mil quinientos
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Cuando se acaban las clases, en el claustro se forman filas por calles y salimos del colegio de dos en dos, cada calle con un cura, que no nos suelta hasta que estamos lejos del edificio.
Lo primero que se aprende es a estar en fila, en silencio: ¡Orden! ¡Silencio!, gritan en todas las filas curas, capitanes y carceleros. El puesto adquirido en la fila es un privilegio. El número uno, sea el cabo de gastadores, el canónigo de sotana morada y cruz de amatistas, el ladrón veterano y el chico espabilado, se siente orgulloso y va con la cabeza alta mirando a la gente de la calle y de los balcones. Los últimos, el curilla que acaba de lograr un puesto en una parroquia humilde de Madrid, el recluta que forma por primera vez con el regimiento, el último de la clase, el aprendiz de
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El colegio está al final de la calle de Mesón de Paredes en el Avapiés. Es un antiguo convento de frailes que hace cincuenta años se quedó vacío porque hubo una revolución y a todos los frailes les cortaron el pescuezo. Después vinieron los escolapios y pusieron allí el colegio que se llama Escuela Pía de San Fernando. No son frailes como los demás. Son curas que viven juntos y se dedican a la enseñanza, pero cada uno puede entrar y salir sin dar cuentas a nadie. Lo único que hacen es no dejar entrar a las mujeres en los claustros donde viven.
El café, que llaman «recuelo», lo hacen con los posos de los cafés de Madrid que compran para eso y la leche no sé con qué la harán, pero desde luego no debe ser leche. Venden también baratos los churros que se rompen y bollos rotos de la pastelería de más arriba. Llenan el mostrador de platos, cada uno con una ración de cachos de churro que llaman «puntas» o con cachos de bollo que se llaman «escorza».
Cuando bajo las escaleras del portal no las veo, porque se me llenan los ojos de agua. Lo que ha hecho el padre Joaquín es contra la regla del colegio, donde no se puede tratar mal a la gente de dinero. Si lo supieran se quedaría solo contra todos los curas. Por ser así, toca el oboe para los pájaros y les habla. Yo también me quedo solo como él. Porque somos distintos de los demás.
Lleva siempre un bastón de cartas. Con las barajas viejas se hacen estos bastones: con un sacabocados se cortan redondeles de las cartas a martillazos y se les hace un agujero en medio para pasarles un alambre de acero. Así se hace una barra que es el bastón. Luego con papel de lija, llena de rayitas. Estos bastones cimbrean mucho y pueden matar a uno.
Poco a poco voy viendo que no soy yo solo el que quiere saber la verdad de Dios y de la religión. Los libros que voy leyendo hacen las mismas preguntas. La Iglesia los excomulga, pero no les contesta.
—Ninguno sabemos nada de nada. Lo único cierto es que existimos. Que existen la tierra y el sol y la luna y las estrellas y los pájaros y los peces y las plantas y todo, y que todo vive y muere. Una vez tuvo que ser la primera, nació la primera gallina o el primer huevo; no lo sé. El primer árbol y el primer pájaro. Alguien los hizo. Después todo marcha con una ley. Los mundos se mueven por un camino trazado siglos y siglos y los hombres y todos los seres nacen y mueren unos detrás de otros con una ley. A esto llamo yo Dios, en el que creo; el que ordena esto. Después de Dios sólo creo en la
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Lo que a mí me ocurre en el colegio, pasa en todas partes. Los únicos buenos son los que tienen dinero y todos los demás son malos. Cuando protestan les dicen que tengan paciencia, que ganarán el cielo y que no importa nada lo malo que se pasa en esta vida. Al contrario, que es un mérito, y son dignos de envidia; pero yo no veo que para ganar el cielo, los ricos se metan a pobres. Quiero saber, saber mucho más, porque es la única posibilidad de llegar a ser rico y cuando se es rico, se tiene todo, hasta el cielo.
El cura es todo untuosidad y la abuela es agria y pincha como los erizos.
Me quedo un rato mirándoles brincar, un poco azorado, sintiéndome ridículo y acabo por marcharme con un «hasta luego», que en realidad es «hasta nunca».

