La forja de un rebelde
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Read between July 19 - August 14, 2022
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Tenía una cara plana y llena de arrugas, como esculpida en una losa carcomida de vientos, y sus ojos eran color de agua.
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El nuevo Gobierno de la República, bajo la presidencia del doctor Negrín, llevaba ya algún tiempo en el poder. El propio Negrín había hecho un discurso por radio, sobrio y serio, como todos los que había de pronunciar después.
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La nube de guerra se bamboleaba y estremecía, y mis pulmones vibraban a compás de la vibración ininterrumpida del cielo y de la tierra. Un polvillo fino se desprendía de las viejas vigas de la torre y se quedaba bailoteando en el rayo de sol que entraba por el tragaluz. A nuestros pies, en la Plaza de Santa Cruz, las gentes pasaban marchando a sus asuntos, y en el tejado de enfrente un gato blanco y negro surgió de detrás de una chimenea, se quedó mirándonos, se sentó y comenzó a lamerse sus patas y lavarse sus orejas.
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Allí, detrás de aquella nube negra, llena de relámpagos, Brunete estaba siendo asesinado por los tanques llenos de ruidos de hierros, por las bombas llenas de gritos delirantes. Sus casitas de adobe se convertían en polvo, el cieno de su laguna salpicaba todo, sus tierras secas sufrían el arado de las bombas y la simiente de la sangre. Todo esto me parecía un símbolo de nuestra guerra: el pueblo perdido haciendo historia con su destrucción, bajo el choque de los que mantienen todos los Brunetes de mi patria áridos, secos, polvorientos y miserables como siempre han sido, y de los otros que ...more
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Buena moza, llena de carnes, con grandes ojos negros; con los modales imperiosos de una matriarca, con la simplicidad de pensamientos de una pensionista de convento y la arrogancia de una nieta de Antonio Maura, inevitablemente tenía que chocar conmigo, como yo con ella.
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A la caída de la tarde llegamos a la pequeña posada de Altea, puesta al lado de la carretera, con un portal amplio oliendo a limpio, grandes aparadores y armarios lustrosos de cera, sillas de paja trenzada y brisa fresca del mar libre a su espalda. Nuestra alcoba, chiquitita, estaba abierta a él y llena de su olor, mezclado con el olor del jardín y el de la tierra recién regada; pero fuera no se veía más que una neblina oscura, agua y aire juntos, un cielo negro espolvoreado de estrellas puesto encima, y una hilera de luces balanceándose suavemente en la oscuridad azul. Los hombres de Altea ...more
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Altea es casi tan viejo como el cerro en que se asienta; ha sido fenicio, griego, romano, árabe y español. Sus casas con azoteas blancas, y paredes lisas traspasadas de agujeros que son ventanas, trepan cerro arriba en una espiral que sigue las huellas de las mulas y caballos con sus escalones de piedra ya roída y pulida por los siglos. La iglesia tiene una torre esbelta, que fue minarete de mezquita, y una media naranja de tejas azules.
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El pueblo en el cerro se ha quedado aislado y más solo, más solo que nunca. Después de todos los cambios sufridos a través de las edades, hoy se ha convertido en inmutable.
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nos íbamos al Peñón de Ifach, a casa de Miguel, a quien yo llamaba el Pirata, porque era como uno de aquellos piratas libres y cínicos, héroes de cuentos. Vendía vino y guisaba comidas en una choza, abierta a los cuatro vientos, que no consistía más que en grandes mesas de maderas de pino, bancos de lo mismo a lo largo de ellas y esteras de esparto colgadas de una armazón de palos, para proteger las mesas contra el sol. Decía que la idea de aquello la tenía de los bohíos de Cuba. Tenía los ojos azul-gris, la mirada lejana y la piel dorada. Ya había dejado de ser joven, pero era fuerte, lleno ...more
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—Si vienen —dijo Miguel—, nadie más será libre aquí. Yo meteré a la mujer y a los chicos en mi lancha y quemaré todo esto. Subiré a la roca y encenderé fuego donde dicen que hace siglos ardía, para decirles que huyan a todos mis hermanos de la costa. Pero un día volveré.
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Volvíamos a Madrid. El dolor sordo que se había apoderado de mí no me abandonaba. Delante de nosotros, como una especie de burla de la guerra y de los que luchaban, se desarrollaba el conjunto del paisaje español: la llanura de las salinas, deslumbrantes en su blancura, al borde del Mediterráneo azul; el bosque de palmeras de Elche sumergido en la calima de mediodía; las casas morunas, ciegas de ventanas y cegadoras en sus blancos de cal, tendidas en las dunas desnudas y amarillas, con ondulaciones de olas petrificadas; pinos y encinas nudosas agarrados desesperadamente entre rocas, ...more
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Era una atmósfera de alegría forzada y falsa, con una subcorriente de desconfianza mutua, de tensión eléctrica, de disfrute desesperado. Pero la guerra no existía más que en los uniformes, y la revolución consistía únicamente en la exhibición deliberada del dinero y el poder, recientemente adquiridos, por los que hasta entonces no habían sido más que el proletariado de Murcia.
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vedijas
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La llanura se teñía a trozos de amarillos y ocres, de grises de pies de elefante, de rojos de ladrillo viejo, de blancos polvorientos, muy raramente de verde. En estos campos inmensos de soledad yo no quería gritar ni llorar: se sentía uno demasiado pequeño.
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Era día de mercado. Mujeres tiesas y rígidas, vestidas en trajes negros polvorientos, estaban sentadas inmóviles tras cajones y tenderetes conteniendo cintas y botones baratos, o detrás de cestas de fruta. Todas parecían viejas antes de tiempo y, sin embargo, sin edad definida, quemadas por el sol despiadado, los hielos y los vientos, en una semejanza desconcertante, menos las más roídas por su trabajo desesperado, con la tierra seca. Contra el fondo de sus casas de adobes descoloridos formaban como un friso de negros, castaños y amarillos de pergamino. Ninguna de ellas parecía interesada en ...more
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Me ardía la mente y me ahogaba la rabia contra aquella multitud llena de reverencias que se movía con remilgos de aristócrata, del buffet a las mesitas puestas a lo largo de la pared: todos muy afanosos en desprenderse del último olor de la «canalla» ruda, piojosa y desesperada que había cometido tantas atrocidades y que, incidentalmente, había defendido Madrid, cuando los otros lo abandonaron.
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Y no sabía cómo protegerla. Estaba muy quieta, con una cara finamente dibujada y unos ojos grandes, serenos, que me herían más que un reproche. Con su realismo y con todo su poder de frío análisis, ella misma se veía perdida, pero no lo decía; y esto era lo peor.
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Y esta guerra. Tú dices que es repugnante y sin sentido. Yo no. Es una guerra bárbara y terrible con infinitas víctimas inocentes. Pero tú no has vivido en las trincheras como yo. Esta guerra es una lección. Ha arrancado a España de su parálisis, ha sacado a las gentes de sus casas donde se estaban convirtiendo en momias. En nuestras trincheras, los analfabetos están aprendiendo a leer y hasta a hablar y están aprendiendo lo que significa hermandad entre hombres. Están viendo que existe un mundo y una vida mejores que deben conquistar y están aprendiendo también que no es con el fusil con lo ...more
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Decía que su muerte había terminado su juventud, porque la había enseñado que no era más fuerte que las circunstancias de la vida, como ella creía secretamente.
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Pero mi propia enfermedad estaba extrayendo de ella sus reservas más profundas de energía. Como ella decía, estaba realizando el milagro del barón de Munchhausen; sacarse del pozo tirándose de la propia coleta. Pero todo esto yo lo contemplaba entonces a través de una niebla de apatía.
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Una semana antes de abandonar Barcelona y España, nos casamos legalmente ante un cáustico juez catalán que, en lugar de una plática, nos dijo: —Uno de ustedes es una viuda, el otro un divorciado. ¿Qué les puedo decir yo que no sepan ustedes mejor? Ustedes saben a fondo lo que hacen. ¡Buena suerte!
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La última semana había estado sacudida por los bombardeos y el hambre. No había pan en Barcelona, ni tampoco tabaco para calmar el vacío consciente en el propio estómago.
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El azar ciego nos recogía de lo que él mismo había provocado. Así llegamos a La Junquera cinco minutos antes de medianoche, después de un viaje entre dos hileras apretadas de árboles surgiendo de la oscuridad bajo el cono de luz de los faros, y a través de pueblos dormidos, donde a veces los escombros de las casas demolidas por las bombas llenaban la carretera. Era verdad que estaba abandonando mi país.
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Después, estábamos entre las dos barreras, en la tierra de nadie, un carabinero a un lado, un gendarme al otro. La carretera francesa estaba bloqueada por camiones pesados, sin luces, inmóviles, vueltos de espalda a la frontera española: no armas para España, pensé. Cruzamos la frontera.
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—Yo estuve en la otra guerra, ¡mierda, miseria y piojos! Y ahora nos están empujando a otra.
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Ese Hitler está revolviendo las cosas y la segunda guerra va a ser peor que la primera. Me da lástima de ustedes, en lo que les han metido. Nosotros no queremos guerras, lo que queremos es vivir en paz, todos, aunque no se viva muy bien.
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Mirábamos con asombro las farolas que exhibían sus focos tan desvergonzadamente. La luz de una de ellas penetraba en el cuarto de nuestro hotel. Correr la cortina era como dejar la luz fuera, desamparada en el frío de la noche.
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Una muchacha con un delantalito blanco, una faldita negra corta y medias de seda, tan bonita como la doncella de una comedia, estaba ordenando los anaqueles del escaparate de una panadería: bollitos y barras, cruasanes y bizcochos, panes grandes de pan blanco sobre bandejas de madera color oro tostado, como si también las hubieran dorado al horno. El aire llevaba hacia mí la fragancia del pan fresco y caliente, como el olor de una mujer empapada de sol.
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futuro nos parecía simple y claro. Lejos de los bombardeos me recuperaría inmediatamente. Mientras tanto, trabajaríamos en París para nuestro pueblo. A ella la aguardaba escribir innumerables artículos; a mí, historias humanas. Después volveríamos a España, a Madrid, y todo acabaría bien. Teníamos que estar en Madrid a la hora de la victoria, y estaríamos. Lo único que aún le dolía a Ilsa era que no habíamos podido quedarnos en Madrid, como era nuestro deber y nuestro derecho.
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El viaje fue nuestra salvación y mi pesadilla. En la luz del crepúsculo, cada curva del camino sobre el llano era una amenaza de destrucción súbita. Me sentía aterrorizado de la posibilidad de un accidente estúpido y malicioso, de cada torsión de los engranajes del mecanismo triturador de la vida.
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—Hôtel Delambre, rue Delambre. Si lo pronuncias como en español, es hotel del hambre y la calle del hambre. Lo fueron: hotel del Hambre, calle del Hambre, era nuestro destino.
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La pequeña alcoba en el tercer piso olía a guiso pobre y a calle sucia. Sus paredes estaban cubiertas con un papel pintado con rosas rojas y malva descoloridas que parecían repollos sobre el fondo gris azulado;
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Había sido mucho más fácil pasar hambre en España, al igual que todo el mundo y por una razón que valía la pena, que tener hambre en París por no encontrar trabajo y no tener dinero, mientras las tiendas desbordaban de comida.
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Parecía un viejo empleado de confianza de uno de esos notarios a la antigua de provincias, que viven en casas centenarias, ya un poco ruinosas, y tienen un despacho sombrío y polvoriento, donde los legajos se amontonan en cada rincón atados con balduque rojo descolorido y donde una tribu de ratas crece y se multiplica feliz y respetable, sometida a una dieta de papeles amarillentos y de migajas de pan y queso.
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Cuando sus ojos miraban directamente a los vuestros, os dabais cuenta de que no os veían. Eran las ventanas de una casa vacía; dentro de la piel de su cuerpo no había nadie.
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Así empecé. Titulé el libro La forja, y lo escribí en el idioma, las palabras y las imágenes de mi niñez. Pero tomó mucho tiempo escribirlo porque tenía que ahondar profundamente en mí mismo.
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Múnich destruyó la última esperanza de España. Era claro, sin duda posible, que ningún país de Europa movería un solo dedo para ayudarnos contra Hitler y sus amigos españoles. Rusia tendría que retirar completamente su ayuda, que ya era mísera; una intervención descarada de su parte significaría que el conjunto de Europa se levantaría contra Rusia y la destruiría. El sacrificio de Checoslovaquia y la vergonzosa sumisión de las grandes potencias al ultimátum de Hitler no había provocado una ola de ira y desprecio para el dictador, sino una ola monstruosa de miedo, miedo crudo de guerra y ...more
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—Cuando seamos tan viejos como ellos, podríamos ser lo mismo. Sería bonito. Tú de todas maneras te convertirías en un viejo flaco y yo voy a hacer todo lo posible por convertirme en una viejecilla pequeña y arrugadita. Nos iremos de paseo por las tardes a un jardín, y nos calentaremos al sol, contándonos historias de los viejos tiempos y las cosas horribles que pasaron cuando éramos jóvenes.
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Repasaron las páginas de mi libro, miraron en él en busca de palabras que les confirmaran sus opiniones, me dieron cachetes en la espalda. Sí, aún hablaba el mismo lenguaje que ellos, pero mientras me encontraba entre ellos a mis anchas, pensaba en el otro libro, el que estaba escribiendo para tratar de explicarme a mí mismo por qué estábamos condenados a ir de actividades locas a pasividades suicidas, de fe a violencia, de entusiasmo a pesimismo. Y la escena me desconcertaba.
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Desde el fin de enero la frontera española era un dique roto a través del cual una ola de refugiados y soldados en derrota inundaba Francia. El 26 de enero Barcelona había caído en manos de Franco. En la misma fecha comenzó el éxodo en todas las ciudades y pueblos de la costa. Mujeres, chiquillos, hombres y bestias, marcharon a lo largo de los caminos, a través de campos helados, sobre la nieve mortal de las montañas. Sobre las cabezas de los huidos, los aviones sin piedad; un ejército borracho de sangre empujando detrás; una pequeña banda de soldados luchando aún para contenerlo, retirándose ...more
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