Kindle Notes & Highlights
Me fui a la Puerta del Sol, sin otro pensamiento que el de verla una vez más y al mismo tiempo ver si encontraba algún conocido. Porque tarde o temprano, todo el mundo en Madrid cruza la Puerta del Sol.
Don Agustín le admitió con 100 pesetas al mes. Fue uno de los privilegiados entre los miles de pobres gentes que buscaban trabajo sin encontrarlo durante el verano de 1923. Por aquella época comenzaron a producirse en Madrid atracos, robos y asesinatos, al igual que en mayor escala venía ocurriendo en Barcelona. Se sucedían los gobiernos y el caos aumentaba de mal a peor.
—Lo siento que sea otra granujada. ¿Sabéis que nuestra vieja buhardilla, que yo pagaba nueve pesetas, vale ahora veinticinco? Ya os he dicho que de los generales nunca sale nada bueno. Se quedó pensativa y agregó: —Si al menos este hombre terminara la guerra en Marruecos… pero, ¿cómo puede un general terminar guerras?
El año 1924 marca una profunda huella en mi vida. Si la evolución posterior de mi país no hubiera obrado sobre mí como un catalítico —como lo hizo sobre veinte millones de otros españoles—, el curso de mi vida interna y externa hubiera podido quedar determinado entonces.
—¿Sabes? Si no te casas por amor, vas a ser un infeliz; y esto es una cosa muy rara en este mundo.
—El señor Paco se enjugó la frente; el verano de 1924 fue tórrido.
En treinta años mueren muchos hombres y muchas cosas. Se siente uno como rodeado de fantasmas o como si el fantasma fuera uno mismo.
Oh, sí, ya sé que Toledo es también Castilla; pero esto es sólo en los tratados de geografía. Toledo es tierra aparte, Toledo fue siempre un islote en el viejo mapa de Castilla. Dejaron en él sus huellas las legiones de Roma y la flor y nata de los árabes que invadían Europa; los caballeros medievales y los cardenales de sangre real bastarda que dejaban la misa para empuñar la espada; los viejos artífices moros y judíos que labraban oro, plata y piedras y los artesanos que batían el acero con sus martillos, lo templaban en las aguas del Tajo y lo adornaban con filigranas de oro. El Greco está
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Porque el inventor ingenuo cree que su invento va a revolucionar el mundo y tiene una aritmética especial para su uso particular.
En la escuela me había visto entre el engranaje de un sistema hipócrita de enseñanza que comerciaba con la inteligencia y la miseria para atraer al internado a los hijos de los mineros ricos. En el ejército me había visto entre el engranaje de los obreros de la guerra, maniatado por un código militar y por un sistema que impedía probar nada, pero que permitía destruir fácilmente a un sargento. Ahora me veía en otro engranaje, al parecer menos brutal, pero mucho más sutil y eficaz. Podía rebelarme, ¿pero cómo?
Viendo la máquina de vapor, podía uno imaginar lo que pensarán los hombres de dentro de mil años de nuestras concepciones mecánicas: una vieja máquina, con un volante disforme, semienterrada en la tierra y roja del orín de medio siglo, roída por viento, arena y gotas de agua; resquebrajada, rugosa, agrietada. Enterrada a medias como el esqueleto de un animal prehistórico que surge a la superficie; con sus bielas como brazos rotos y los restos del enorme pistón como el cuello de un gigante destruido y contrahecho por un cataclismo.
—¿Quién es don Lucas? —El cura, que es de los de la cáscara amarga.
Hasta entonces, casi todas las tardes se habían producido incidentes similares: los falangistas esperaban la salida de Mundo Obrero e inmediatamente comenzaban a vocear su revista Fe. Ninguno de los dos periódicos era vendido por los profesionales, sino por voluntarios de ambos partidos.
la terraza del Aquarium, un lujoso café en el que se reunía la plana mayor de Falange.
Pero estos paisajes desolados bajo el sol de la canícula, tienen majestad. Los tres elementos son: sol, cielo y tierra, y los tres son despiadados. El sol es una llama viva sobre vuestra cabeza, el cielo un fanal luminoso de cristal azul que reverbera, y la tierra una planicie agrietada que abrasa al contacto. No hay paredes que den sombra, techos o enramadas que dejen descansar los ojos, fuente o arroyo que refresque vuestra garganta. El efecto es como si estuvierais desnudos y sin defensa en las manos de Dios: o vuestro cerebro se amodorra y se embrutece en una resignación pasiva, o adquiere
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Aquella mañana había paseado solo y volvía ágil de mente, con el
Ninguno de ellos tenía ideales, ni políticos ni religiosos, y sin embargo se unían como un solo hombre, agresivos, para defender una política y un ideal. ¿Era, precisamente, esta falta de convicciones lo que les permitía unirse? ¿Sería precisamente la existencia de ideales lo que nos impedía unirnos a los hombres de izquierda?
Existía también una institución oficial llamada La Gota de Leche, donde las madres pobres podían obtener leche gratis y asistencia médica. Concha tramitó su solicitud y le concedieron una ración diaria de este producto, siempre caro y malo en Madrid, a cambio de guardar cola diaria y pacientemente, mientras la abuela se cuidaba de la casa y de los chicos. Recibían éstas y otras caridades después de trámites absurdos, en los que se comprendían certificados de estar casada por la Iglesia, figurar en las listas de los que asistían a misa asiduamente o presentar el certificado del cura de la
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Indudablemente mi actitud era fría y egoísta. Me daba cuenta de ello y me producía un escalofrío en la boca del estómago. Me daba disgusto mi actitud y a la vez resentía la de ella.
Cuando llegó el día de las elecciones, las derechas se cuidaron de conducir a las urnas a los asilados en institutos de beneficencia, a las monjas de los conventos y a los criados de casa grande. En los barrios más pobres de Madrid se pagaban los votos, a veces hasta por cincuenta pesetas.
Era un madrileño clásico, criado en la calle, listo, despreocupado y despierto como un pájaro, siempre contento y siempre alerta.
Don Fernando, jefe de la sección de patentes, era un hombre gordo y alegre con una panza bamboleante, siempre muy ocupado, siempre con mucha prisa y siempre demasiado tarde; tenía cara de luna y un apetito salvaje que flatulencia y acidez, ahogadas en bicarbonato, amargaban constantemente. Su favor no era cosa que se comprara, pero una caja de botellas de champán le ablandaban, y una carta de un diputado que le llamara «mi querido amigo» le derretía.
La mayoría de los empleados del Estado procedían de la clase media modesta y se estacaban en esta clase, tratando de llegar a un ideal de independencia y desahogo que nunca alcanzaban, viviendo para ello una vida de apariencias que no bastaba a cubrir sus escasos ingresos. Habían experimentado el peso de las influencias y habían encontrado que era mucho más fácil y más conveniente ceder a la presión que resistir, aceptar una propina que rechazarla indignado, porque la resistencia y la indignación sólo servían para arriesgar el traslado a algún rincón olvidado de provincias.
Estaba muy influido por las ideas de Taylor y Ford y mezclaba estas ideas con una buena dosis de feudalismo paternal muy español.
—¡Por Dios, don Federico!, ¿se ha vuelto usted nazi? —No. Pero admiro a los alemanes. Es una maravilla lo que ese hombre, Hitler, ha realizado. Un hombre así es lo que nos hace falta en España. Pero no era ni un fanático político ni un fanático religioso. Creía en la misión divina del líder como cabeza de la familia nacional, un concepto muy católico y muy español. Creía también en la sumisión de los siervos: «Aun si el jefe se equivoca, ¿qué pasaría a un ejército si los soldados comenzaran a discutir?». —Si los soldados comenzaran a discutir, podría pasar que no tuviéramos guerras, don
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Poca gente conoce con qué meticulosidad organizada han investigado el suelo español los agentes de Alemania durante veinte años. Y pocos conocen que existen docenas de sociedades, aparentemente de constitución genuinamente española, que sirven de pantalla para los más poderosos concerns alemanes, algunas veces no tanto para hacer negocios como para impedir que otros los hagan.
Vamos a terminar con todos estos masones, comunistas y judíos de un plumazo, don Arturo, de un plumazo. Ya verá. —Me parece que no va usted a encontrar judíos en España ni para un plumazo como no los invente, don Rafael. —¡Ah! Ya los encontraremos, Barea.
Me acordaba del primer aeroplano que había visto volar en mi vida y de mi entusiasmo, como un chiquillo que era entonces. Primero, había sido la larga caminata, hirviendo en excitación, hasta los llanos de Getafe, para esperar la llegada de Vedrines, el primer hombre que voló de París a Madrid. Después, las tres tardes en que me escapé a través de los campos hasta el velódromo de Ciudad Lineal, hasta que en la última el tiempo, quieto y lleno de sol, permitió a Domenjoz
¡Eh! ¿Qué les parece? En una sola hora podemos transformar los aviones de una línea comercial en cualquier aeropuerto de Alemania, pongamos en Berlín, y venir a bombardear Madrid. Diez horas después de una declaración de guerra podemos bombardear la capital enemiga. Y si somos nosotros los que declaramos la guerra, cinco minutos después de la declaración. ¡Ja, ja! ¡Esto es Versalles!
Era tan fácil lanzar bombas sobre ciudades indefensas: se desatornillan unos falsos remaches y se atornillan las patas de las ametralladoras o las perchas para las bombas...
Don Manuel Ayala era corto y cuadrado, en la mitad de los sesenta, tostado y disecado por el sol,
La cara era una cara áspera, de campesino, afeitada, pero azuleante de las raíces de la barba.
Era sucio y grasiento, el hábito pringoso, sus zapatones enormes, con gruesas suelas, sucios de siempre, las uñas de sus dedos planos ribeteadas de negro.
—Sí, mucha gente está convencida de que esto va a explotar de la noche a la mañana Pero si la derecha se echa a la calle, me parece que van a quedar pocos para contarlo. El país no está con ellos, don Manuel. —Si usted llama a toda esa canalla el país, no. Pero tenemos el ejército y la clase media, las dos fuerzas vivas del país. Y Azaña no se va a deshacer de ellos con una sonrisa, como hizo en agosto de 1932. —Entonces, de acuerdo con usted, don Manuel, vamos a tener un gobierno paternal, al estilo paraguayo o portugués, para agosto de 1936. —Si Dios lo quiere, Barea. Y lo querrá. Acabamos
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—¡No, no, por Dios! No más sangre, no es cristiano. Pero Dios castigará a los asesinos. —Sí, Dios los va a castigar, pero nosotros le vamos a echar una mano —replicó un muchacho muy joven.
Mientras los feriantes montaban los caballitos del tiovivo, el Gobierno había decretado el estado de alerta. Los obreros de la construcción afiliados a la CNT se declararon espontáneamente en huelga, y algunos miembros de la UGT que pretendieron seguir trabajando fueron agredidos. El Gobierno cerró todos los locales de los grupos de derecha, sin distinción, y arrestó a cientos de personas pertenecientes a ellos. Cerró también los ateneos libertarios y arrestó asimismo a cientos de sus miembros. Era claro que trataba de evitar un conflicto.
En las Cortes, Gil Robles hizo un discurso a la memoria de Calvo Sotelo que fue descrito oficialmente como una declaración de guerra. Prieto pidió a Casares Quiroga armar a los obreros y el ministro se negó. Las detenciones y las agresiones se multiplicaban en todos los barrios de Madrid. Los obreros de la construcción pertenecientes a la UGT siguieron trabajando en la Ciudad Universitaria bajo la protección de la policía, porque la CNT seguía sus agresiones contra ellos. Lujosos automóviles, con sus equipajes cubiertos cuidadosamente para no llamar la atención, abandonaban la ciudad en gran
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—El Gobierno tiene la situación en sus manos. Era un efecto extraño el oír la frase proclamada en un coro desafinado a lo largo de la calle y a diferentes alturas. No había dos voces que fueran la misma y que hablaran al unísono. Llegaban al oído entrechocándose y repitiéndose unas a otras. Un altavoz en un piso cuarto, allá al fondo de la calle, se quedó solo y último, gritando en silencio la palabra «manos».
—Lo único lógico sobre todo esto es que vosotros aún no os habéis enterado que ha llegado la hora de hacer la revolución. —Naturalmente que no nos hemos enterado. Lo que ha llegado es la hora de defendernos cuando nos ataquen. Después que los hayamos deshecho por habernos atacado, entonces podemos hacer la revolución. —No estoy de acuerdo. —Muy bien. Seguid matando albañiles.
Cuando volvimos a encontrarnos en la calle, se me hizo un nudo en la garganta. Muchos miles de trabajadores se encontraban en aquel momento en camino para presentarse en sus sindicatos, y la mayoría de sus organizaciones tenían el domicilio en la Casa del Pueblo. Desde los distritos más lejanos de la capital las casas vomitaban hombres, todos marchando en la misma dirección. En el tejado de la Casa del Pueblo lucía una bombilla roja que era visible desde todas las buhardillas de Madrid. Pero la Casa del Pueblo estaba en una calle estrecha y corta, perdida en un laberinto de calles también
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Pero los obreros, con sus trajes de trabajo, al ver nuestras ropas, preguntaban: —¿Dónde quieres ir, compañero? —A la ejecutiva. Se aplastaban contra la pared y nos deslizábamos trabajosamente entre ellos, cuando nos ensordeció un grito tremendo, un rugido: —¡Armas! ¡Armas! El grito era recogido y repetido en oleadas. A veces se oía la palabra completa, la mayoría una cacofonía de aes. De repente la multitud soltó el grito en un solo ritmo y comenzó a repetir acompasadamente: —¡Armas! ¡Armas! ¡Armas! Después del tercer grito hacía una pausa y recomenzaba. El triple grito rebotaba a lo largo de
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Era agradable descansar con la cabeza sobre los muslos de María y relajarse como un animal satisfecho, la vista perdida hacia arriba a las copas de los pinos, a los jirones de cielo azul que se veían a través de sus ramas. María comenzó a jugar con mis pelos revueltos y a hacerme cosquillas en el cuello. Del fondo de mi cansancio y somnolencia surgió una ola rápida de deseo. El olor de resina se adhería a la piel.
Cuando se calló la banda, la multitud aulló por más. La banda comenzó a tocar el Himno de Riego, el himno nacional de la República. La masa comenzó a cantar la popular parodia: Don Simeón tenía tres gatos, les daba de comer en un plato, por la noche les daba turrón. Vivan los gatos de don Simeón...
Pero no podía continuar al margen de los acontecimientos. Sentía el deber y tenía la necesidad de hacer algo. El Gobierno había declarado que el levantamiento estaba sofocado, pero era evidente que lo contrario era la verdad. La batalla no había comenzado aún. Aquello era guerra, guerra civil, y una revolución. No podía ya terminar hasta que el país se hubiera convertido en un Estado fascista o en un Estado socialista. No tenía que elegir entre ellos. La elección estaba para mí hecha durante toda mi vida. O vencía una revolución socialista, o yo estaría entre los vencidos. Era obvio que los
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Indudablemente estaba bajo la impresión de lo que había visto aquella misma noche en el barrio de Lavapiés. Había visto la masa de prostitutas, ladrones, chulos y pistoleros en un frenesí desatado. No era aquélla la masa que había asaltado el Cuartel de la Montaña, simples cuerpos humanos con un espíritu de lucha, desnudos contra las ametralladoras. Esto era la espuma de la ciudad. No lucharían, ni llevarían a cabo ninguna revolución. Lo único que harían sería robar, destruir y matar por puro placer. Tenía que encontrar a mi pueblo.
Fue la época en que surgían batallones de milicianos con nombres rimbombantes tomados de los cuadernos de novelas de indios y cow-boys, tales como Los Leones Rojos o Las Águilas Negras.
Fue aquélla también la época de los vales. Cada grupo, cada batallón, cada sindicato, hacía vales, les estampaba un sello de caucho y los presentaba a canjear por artículos de comer o beber, de uso personal o material de guerra.
El que en aquellos días le llevaran a uno al Círculo de Bellas Artes suponía correr el riesgo de amanecer a la mañana siguiente en la Casa de Campo con un tiro en la nuca.
Pero a medida que sueldos y jornales comenzaron a desaparecer, el vale de comida se convirtió en algo más valioso aún que el dinero.
Al principio las gentes se apretaban en las mesas lo mejor que podían, después las mesas se alinearon unas a otras en largas hileras y se convirtieron en mesas comunales. Las gentes se iban sentando a medida que llegaban, tratando de encontrar un sitio lo más cerca posible de la puerta de la cocina para que la comida llegara aún caliente y no deshecha de hundir el cazo en los grandes calderos. La comida se distribuía a la una en punto. No se daba pan y algunos traían en su bolsillo panecillos o trozos de pan que a veces cambiaban por cigarrillos, también escasos. Mientras duraba la comida,
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