Kindle Notes & Highlights
En las aceras de la calle se ponen los vendedores de cosas viejas y allí se encuentra de todo, menos lo que se busca.
Cuando yo era niño, aprovechaba el subir esta cuesta al lado de mi madre para hacer pitos con los «güitos». Es muy sencillo, se coje un hueso de albaricoque y se frota sobre la piedra a la vez que se anda. Se va desgastando hasta que se hace un agujero de bordes planos en uno de los extremos del hueso. Entonces con un alfiler se saca la almendra y queda así el hueso vacío. Se sopla fuerte en los bordes del agujero y se produce un pitido que se oye muy lejos.
El café que me dan, negro, espeso, sabe a juerga.
—Pero tú serás un hombre —me dice. No sé qué tiene su frase de misterio, de figuras calladas, de casita, de padres y madres; de niños, de mujer. Algo que no es esto, la celda numerada con el patio por horizonte. Alguien que no es él con su sotana. Siento su envidia hacia mí, por algo que aún yo no sé. Salgo del colegio, triste por él y por mí, y en muchos domingos no vuelvo.
«El niño no hace falta que firme.» ¿Para qué? El niño es un niño y ellos son personas mayores que hacen lo que quieren de los niños. Los hacen trabajar y se guardan los cuartos, compran papel de la Deuda o compran un traje y se quedan tan tranquilos. El niño ya será un hombre y cuando lo sea podrá protestar si quiere. ¡No! ¡No! y ¡no! ¡En cuanto lleguemos a casa se va a armar la gorda! Le voy yo a decir a mi madre las cuatro verdades. Si soy un niño, que me manden al colegio, me eduquen y me mantengan. Si soy un hombre, que me traten como tal. Y si no soy ninguna de las dos cosas, entonces que
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¿Y tú crees que con cinco reales más o menos vamos a salir de apuros? ¡No! Aquí pagamos nueve pesetas al mes y no tenemos trampas.
se van cociendo los garbanzos, la carne y el tocino, amarillos de azafrán.
—Es el único beneficio y además la excusa con los patronos. Algunas veces vale y otras no. Tenemos una Sociedad de Asistencia Médica que se llama Mutualidad Obrera, que es la mejor que hay en España. Te dan todo: los mejores médicos, la botica y el sanatorio para operarte. Hasta un socorro si pierdes el jornal por estar enfermo. Pero para ser socio tienes que estar afiliado a la UGT. Así, si se enteran que estoy afiliado, puedo decir que estoy para tener derecho a la sociedad de médico y botica. Pero ya llegaremos. Tarde o temprano, tendremos nuestra sociedad y entonces les vamos a arreglar
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Los socialistas hacen huelgas todos los días. Unas veces son los panaderos, otra los albañiles, otra los tipógrafos. Los meten en la cárcel, les dan de palos, pero luego al final se salen con la suya. Son los únicos que trabajan ocho horas al día y los únicos que cobran el jornal que piden. Allí no hay meritorios y los chicos como yo que trabajan, ganan desde el primer día 2,50 pesetas diarias. A la cabeza de todos está Pablo Iglesias, un tipógrafo ya viejo, que dice todas las verdades que se le ocurren en el Congreso. Los obreros le llaman el Abuelo. Le han metido en la cárcel no sé cuántas
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¿La vida es esto? Los viejos y las personas mayores enseñan a los niños lo que es la vida. Yo acabo de dejar de ser niño. Ya trabajo y ya me acuesto con las mujeres, pero aún tengo la escuela pegada al culo, como los pollos el cascarón del huevo.
La primera vez era una mañana. Nevaba, copos gordos, como moscardones blancos que cayeran atontados de lo alto.
Éste es mi primer recuerdo claro de la infancia. Luego, hay un agujero negro del que van saliendo todos, no sé cuándo, no sé cómo. Los tíos, los hermanos, la buhardilla, la señora Pascuala... Un día vinieron y se plantaron aquí en la vida, en mi vida. Entonces me llenaron la vida de «síes» y de «noes».
Todos ellos me han enseñado a vivir. Nada de lo que me han enseñado sirve para vivir. ¡Nada! ¡Absolutamente nada! ¡Ni aun sus números y su historia sagrada! Me han engañado. La vida no es lo que enseñan ellos, es otra cosa. Me han engañado y ahora tengo yo que aprender, solo, lo que es la vida. Pla me ha enseñado más que todos ellos. El tío Luis con sus burradas, el señor Manuel con su inocencia de campesino, mi prima con sus cachonderías, la Maña con su camisita corta. Los otros, los que educan niños para hacerlos «hombres», ¿qué me han enseñado? Sólo el padre Joaquín una vez me dijo que
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Las viejas haciendo calceta con sus agujas largas de acero que mueven ágiles con brillos de espadas. Cuando se levantan cojean del reuma, pero ahora hacen correr los dedos como prestidigitadores.
—Bueno, Luis, contigo no se puede discutir. —Claro que no, ¿no ves que yo soy muy bruto? Tan bruto que no me quedo con nada que me haga daño dentro del cuerpo. Yo al pan, le llamo pan y al vino, vino.
—Entonces, según tú, no tiene uno que preocuparse que los chicos lleguen a ser más que uno. —Más que lo que es uno, sí. Pero no distintos a como uno es. Hoy yo tengo todo, tengo la mujer, los chicos y la fragua, todos con salud, gracias a Dios. Además tiene uno su cachito de tierra de trigo, su trozo de huerta, su cerdo, su vino y sus higos para postre. Pues todo eso ya lo tienen mis chicos, y después, que se lo aumenten con su trabajo como me lo he aumentado yo.
—Pues, yo trabajo como una burra —dice la Concha. —¿Y qué te has creído, rica? Yo trabajo como un caballo y eso es lo que nos toca en este mundo, trabajar como bestias. Pero, por lo menos, que le dejen a uno el derecho de dar coces de vez en cuando —dice el tío Luis.
Además que escribir se hará toda la vida, pero el ser cura se acabará muy pronto. Está la gente harta de mantener vagos que berrean en latín. —Eso es insultar, pero aparte de ello, siempre habrá religión. —¿Tú la tienes? —le pregunto directamente a Andrés. —Hombre, yo te diré, a mí no me da ni frío ni calor. Y cuando se tercia soltar una palabrota, la suelto porque es un desahogo. —Entonces, ¿por qué haces a tu hijo cura? Tú no crees en Dios o te tiene sin cuidado. Pero al chico le haces cura para que explote a los demás con ese Dios en que tú no crees. Y lo que es peor, le dejas sin oficio, y
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Después de todos, mi madre dice pausadamente: —Sí. Tener hijos es un placer que se paga bien caro. Entonces es la visión tumultuosa de la casa de los tíos, y de la ropa sucia, y de las manos picadas de lejía y de su aguantar callado y humilde, siempre con una sonrisa en la boca. Los besos en la cocina y tras las cortinas del Café Español. El pelear con los céntimos. El dejarse caer fatigada en una silla. El hundir sus dedos en mis pelos revueltos, mi cabeza en sus rodillas. Todo esto se viene de golpe y me quita la razón. No los gritos, ni las protestas de los otros que chillan y discuten.
Estoy sentado sobre una piedra pulida por millones de gotas de agua de lluvia; pulida como un cráneo pelado. Es una piedra blancuzca llena de poros. Arde con el sol y suda con la humedad. Enfrente de mí, a treinta metros escasos, está la vieja higuera, con sus raíces retorcidas como venas de abuelo robusto, con sus ramas contorsionadas, repletas de hojas carnosas, tréboles carcomidos. Al otro lado del arroyo, salvando el barranco, trepando cuesta arriba, están los restos de la kábila.
La operación había sido una cosa perfecta. A la caída de la tarde sólo quedaban unos montoncitos de paja humeantes y dos o tres chicos despanzurrados por el primer cañonazo. Plumas de gallinas volteando en el aire y pieles de cordero —festín de moscas— clavadas en palos cruzados. Donde estuvo la kábila, olía a yute de los mil y un sacos terreros que formaban el parapeto; olía a carne asada, a caballos y a soldado. Ese olor de soldado sudoroso con piojos en cada pliegue de su uniforme.
Además, era un sargento, es decir una vértebra de la espina dorsal de cualquier ejército del mundo. La pared donde se estrellan los golpes de arriba, la oficialidad, y los de abajo, los soldados.
Durante los primeros veinticinco años de este siglo Marruecos no fue más que un campo de batalla, un burdel y una taberna inmensos.
—Los españoles son malos conquistadores —dijo—, pero son buenos colonizadores. El español tiene una adaptabilidad peculiar. Puede adoptar todas las características del mundo que le rodea y sin embargo mantener su personalidad intacta. La consecuencia es que a la larga absorbe el pueblo que ha invadido.
La conquista militar de América es una vergüenza para España, pero su colonización es su gloria. Todas las gentes miserables que fueron allí y echaron raíces mezclándose con los indios, teniendo hijos y repoblando la tierra, fueron los verdaderos conquistadores de América. No fueron las colonias españolas las que se rebelaron contra España, sino los españoles de América los que se rebelaron contra su viejo país. Sí, les ayudaron los mestizos y los indios, pero cada revolución americana ha tenido un español a su cabeza...
El soldado español aceptaba Marruecos como aceptaba las cosas inevitables, con el fatalismo racial frente a lo irremediable. «Sea lo que Dios quiera», dice. Y esto no es una resignación cristiana, sino una blasfemia subconsciente.
Este español «sea lo que Dios quiera» no significa esperanza en Dios y en su bondad, sino el fin de toda esperanza, la expectación de lo peor.
En el código español de relaciones personales, la borrachera se considera no sólo desagradable y molesta, sino también como una falta de virilidad. Un grupo de amigos acabará por expulsar al que no puede soportar su bebida o restringirse de acuerdo con su resistencia. Le echarán por exhibirse él mismo como «poco hombre». Pero en ciertas ocasiones esta regla no rige, como por ejemplo en Nochebuena o en la noche de Año Nuevo. Y en Ben-Karrick era lo mismo. Se bebía para emborracharse.
En el extremo más lejano del campo se alineaban barriles de vino entre dos tiendas cuadradas: la taberna y el burdel. Los soldados del Tercio comenzaron a agruparse alrededor de los barriles y de las tiendas para beber y parodiar el amor.
Pequeños copos algodonosos surgían acá y allá con un fogonazo que evocaba el magnesio de un fotógrafo. Los disparos de fusil se confundían en un ruido continuo lleno de chasquidos, que aumentaba rápidamente. El Tercio, en el centro, conducía el asalto contra la cima, donde en medio de un llano de roca pelada se encontraba la kábila rodeada de un parapeto de piedra. Las granadas volvían a caer en el recinto. Las ametralladoras sonaban como innumerables motocicletas acelerando en caminos lejanos.
Se levantó una voz en el fondo del barranco, entonando la plegaria de la tarde. Veía las figuras distantes, color de tierra, de los moros haciendo sus zalemas al sonido del canto bárbaro, ululante, con sus fusiles al lado. De la falda de las montañas en sombra comenzó a subir la neblina del río, envolviendo las figuras en plegaria. Sólo el canto continuaba sobre el manto de la niebla, como si la niebla misma estuviera gimiendo. Fuera del parapeto, sobre el calvero, yacía un moro muerto, boca abajo, los brazos en cruz, las manos engarfiadas en la piedra, aparte las flacas y negras piernas. El
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El orificio por donde una bala entra en el cuerpo es pequeñito, por donde sale es un boquete de bordes sanguinolentos, fibrosos de piltrafas de carne y pingajos de tela desgarrados por el metal.
Al amanecer vimos frente a nosotros el mar. El sol se tendía en arrugas de oro y plata deslumbrantes sobre un campo inmenso de olas verdes empenachadas de lunas.
Xauen es una ciudad infinitamente vieja en una garganta estrangulada por montañas. Se la ve únicamente cuando se entra en la misma garganta. La ciudad se presenta de golpe como una sorpresa.
Me enamoré de Xauen. No de la Xauen de los militares, con su Plaza de España y su campamento general, con sus cantinas y burdeles en borrachera eterna, con sus presuntuosos oficiales, con sus moros obsequiosos y falsos. Me enamoré de la otra Xauen, de la Misteriosa. Sus calles quietas en sombra, en las que repercute el eco de los borriquillos; su muecín salmodiando su plegaria en lo alto del minarete; sus mujeres tapadas y envueltas en la amplitud de las blancas telas que no dejan nada vivo en sus ropas fantasmales, más que la chispa de sus ojos; sus moros de la montaña, andrajosos en sus
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En las noches de luna, Xauen evocaba en mí a Toledo con sus callejuelas solitarias y tortuosas. Y para siempre Toledo ha evocado en mí a Xauen. Tienen un mismo fondo de ruido, el ruido del río corriendo rápido y tumultuoso, el viento enredándose en los árboles y en los recovecos de las montañas, aullando en la profundidad de los barrancos.
Martilleaban su hierro y lo templaban sobre carbones hechos de vieja encina; lo sumergían chirriante en el agua del río y surgía azul como pluma de paloma o amarillo como paja tostada al sol.
Existía un vacío de dos años entre mi familia y yo, entre Madrid y yo. Habíamos roto el hilo de la vida diaria. Si queríamos reanudar nuestras vidas juntas otra vez, teníamos que atar con un nudo las puntas rotas; pero un nudo no es una continuidad, es la unión de dos trozos con un roto entremedias.
La oficina olía a papel apolillado y a insectos. Porque existe un olor de insectos; es dulzón y se agarra a la nariz y a la garganta, impregnado del polvillo fino siempre flotante. Si sacáis de su sitio un legajo de viejos papeles o un libro ya roído de gusanos, se eleva una nube levísima de polvo, y el olor es tan violento que ni aun el escribiente más viejo puede evitar un estornudo.
La vida no consiste en ganar o no ganar dinero; pero hay que ganar dinero para poder vivir.
También, una de las cosas que uno no puede comprar o vender es su propia estimación: seguir en el ejército era perder mi propia estimación para siempre. Por otra parte, el licenciarme era enfrentarme con la miseria...
Una de las cosas que me impresionaban profundamente era el hambre de tantos reclutas; la otra, su ignorancia. Entre los hombres de algunas regiones, el analfabetismo llegaba al ochenta por ciento.
—¿Tú sabes que de todos aquellos que formaron la primera bandera del Tercio no queda casi nadie ya? Los novios de la muerte, ¿te acuerdas?, se han casado.
—¿Cómo se portó en Melilla? —¿Franco? Créeme, es un poco duro ir con Franco. Puedes estar seguro de tener todo a lo que tienes derecho, puedes tener confianza de que sabe dónde te mete, pero en cuanto a la manera de tratar... Se le queda mirando a un fulano con unos ojos muy grandes y muy serios y dice: «Que le peguen cuatro tiros». »Y da media vuelta y se va tan tranquilo. Yo he visto a asesinos ponerse lívidos sólo porque Franco los ha mirado una vez de reojo. Además, ¡es un chinche! Dios te libre si falta algo de tu equipo, o si el fusil está sucio o si te haces el remolón. ¿Sabes?, yo creo
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No seas idiota, hombre. El día que se termine Marruecos, habrá que encontrar otra guerra para los generales o, si no, la inventarán ellos. Y si las cosas se ponen muy mal, acabarán haciéndose la guerra entre ellos mismos, igual que hace cien años.
A veces, el viaje es más largo y a menudo ocurre que un viajero se orina por la ventanilla o que una campesina lo hace en un rincón, protegida por tres o cuatro comadres que la rodean con las faldas esponjadas y hablando atropelladamente, como un grupo de gallinas en querella.
El tren estaba ahora ya en plena meseta castellana y su esqueleto de acero tintineaba monótono. La lamparilla estaba casi ahogada por su propia mecha ya carbonizada; y la brasa del cigarrillo en los labios del viejo, despierto siempre en su rincón, llenaba el compartimento de un silencio tan fino y penetrante como el humo azulado del tabaco dormido en el aire. Hubiera sido capaz de preguntar al viejo en qué iba pensando.
Yo, ahora, pensaba en la vida y en Dios. Frase por frase iba creando el diálogo que con él tendría un simple campesino de Castilla, muerto a tiros en los campos de África, pidiéndole justicia, justicia seca. Porque yo me sentía, como él, prisionero en esta jaula que es el vivir, una jaula que nosotros no tejemos; y me sentía aterrorizado y a la vez rebelde, como un pájaro.
Estábamos llegando a Aranjuez y comenzaba a amanecer. Un amanecer frío que mordía a través de nuestras ropas...
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El café era espeso como pintura y se pegaba a los labios, pero estaba caliente; el coñac era una mezcla de jarabe y vitriolo, que caía en el estómago como una masa de mercurio, pero después ardía dentro y nos despertó.

