Ramiro Sanchiz's Blog, page 3
November 20, 2020
Nuestra parte de noche, Mariana Enríquez
Comida. La vida como aquello que crece y se multiplica: el cosmos como la gran circulación de la comida, el combustible de la replicación. Las plantas la producen a partir de la fuente más ubicua de energía sobre la tierra, con el añadido de oxígeno, dióxido de carbono y otros nutrientes; los animales, desconectados filogenéticamente del sol desde hace miles de millones de años, obtienen su energía comiéndose a las plantas o a otros animales que comieron plantas; los hongos descomponen plantas y animales y de ahí obtienen su energía. Todo suena muy didáctico, muy escolar. En realidad los animales están hechos también de bacterias, y es en conjunto con estas bacterias que las plantas o esos otros animales son devorados. Pero, además, cada célula animal guarda en su interior mitocondrias, encargadas de metabolizar, de asegurar ese crecimiento y esa energía para la reproducción: antiguas bacterias asimiladas, endo-simbiontes que se instalaron allí dentro cuando la gran catástrofe del oxígeno, aquel momento en la historia de la Tierra en que el aire se llenó de ese elemento que, tóxico para buena parte de esos microorganismos primordiales, volvió asesino al afuera. Otras de esas bacterias se llaman ahora cloroplastos y viven en las células que hemos denominado vegetales, lo cual equivale a decir que viven con/en las plantas tanto como que son las plantas. A su vez, los virus entran y salen de nuestros genomas, los hackean, los manipulan. Reproducción y metabolismo se entrelazan en un vasto territorio de parásitos y comensales: perro come perro come planta come tierra come lombriz come bacteria. En este mundo no hay otro sentido que el hambre; si nosotros, que nos llamamos a nosotros mismos humanos, postulamos una hipertrofia del sentido y creemos en dioses, ¿por qué no postular que esos dioses están sujetos a la misma regla —come, reprodúcete, replícate, metaboliza? El monoteísmo judeocristiano-islámico, el animismo, el panpsiquismo se han esparcido como virus, infectando poblaciones enteras; quizá una manera de distinguir y ordenar pase por preguntarse qué comen esos dioses. En el cristianismo son los creyentes quienes se comen al dios, a ese dios que es hombre, esa autofagia humano-divina o metabolización de la divinidad en el interior del sujeto que, a su vez, sirve a la replicación del virus cristiano. Pero cabe pensar también (como hizo Neil Gaiman) en dioses que se comen a los creyentes, dioses que, incapaces de replicarse, fenecen sin fieles. A la vez, esos dioses pueden estar hechos a imagen y semejanza de los humanos que los adoran y a los que prestan su carne, pero hay dioses (“antiguos”) que están más allá de los límites concebibles de lo humano: dioses que se confunden con la cosa-en-sí kantiana, con el noumenon que hace al mundo inhumano-real, pero además de que ese mundo no está hecho para nosotros cabe pensar también que pueda alimentarse de nosotros, aunque no por una relación privilegiada entre ese mundo o esos o esas dioses o diosas, sino porque quizá no somos otra cosa que la comida más a mano. Es un mundo terrible, ahí afuera. Salir de lo humano equivale a observar cómo se nos devora: un cosmos hambriento, que no piensa en términos de piedad ni de misericordia sino que simplemente es así. Por supuesto, la ya mencionada inversión de esta situación, aquella por la que nosotros nos comemos al dios, nos construye como los ocupantes de un lugar privilegiado: hay más en el cosmos que quién se come a quién, hay al menos jerarquías, lugares, circulaciones de símbolos. En ese sentido, el cristianismo es la contraparte humanista (por darle a lo humano un lugar de relieve, de privilegio) del mundo hambriento del indiferentismo universal. Una religión de dioses antiguos, anteriores a lo humano, ancestrales, arcaicos, inhumanos, monstruosos para los humanos es la de los ritos del hambre cósmico. Después de todo, ¿de qué sujeto de la historia estamos hablando? Así pensados somos cosas, objetos, comida. Si hay algo que no es cosa, ese algo es dios, o los dioses, o lo divino inhumano; si nos comemos a ese algo, dejamos de ser apenas cosas (como los caníbales que adquieren las cualidades físicas o mentales del hombre o mujer devorado), nos hacemos nosotros, sujeto en efecto de la historia (al menos de esa historia de la comida del dios, del dios que se fue, que volverá y que al final de los tiempos fundará un reino en el que ya no haya por qué comer); si por el contrario nos comen, todo lo que nos rodea es para ellos o ellas, ese concebible afuera hambriento de lo humano. ¿Y no habrá una solución intermedia, una gnosis o conocimiento, un buen comer? En Nuestra parte de noche (Barcelona: Anagrama, 2020) hay al menos dos tipos de humanos: los que saben que somos comida y los que no. Los primeros pretenden, al dejarse comer (o al alimentar al dios con otros humanos), adquirir algo de ese estatus de no-cosa, de sujeto; y esa pretensión implica un ceremonial, una serie de ritos. Quizá podamos volvernos parásitos: comer con los dioses, y en ese proceso algo de esos dioses se replicará en nosotros. Como le dijo la Serpiente a Eva en el jardín: seréis como dioses. ¿No es la tradición esotérica una vasta paráfrasis de esa invitación? ¿Las mil y un maneras de volverse dioses, de volverse sujetos, de partir en el viaje jungiano de la individuación? Los gnósticos (mejor dicho, los que se pretenden gnósticos) en la novela de Mariana Enriquez son a su vez predadores: en un sistema serresiano de comensales y comidas interrumpidas, su relato es el de aquellos que comen donde comen los dioses, ante todo por pensarse más que humanos: dueños de la tierra, oligarcas, capitalistas, viven por partida doble de la carne humana, tanto, es decir, de la de sus asalariados, sus jornaleros, sus verdaderos esclavos, como de la de esos hombres y mujeres, reflejo de los primeros, que arrojan al dios para que de este, en el subproducto de la comida, surja la gnosis, la revelación de los caminos por los que persistir, por los que ser en efecto más que carne, más que comida. Si lo humano es ser comido, ser más que humano, a través de la gnosis, es alimentar al dios con la carne de otros. Pero, por supuesto, el dios no es una agencia humana, cognoscible, comprensible, hecha de deseos vueltos narrativa, sino puro hambre; llegado el momento (y en esto el libro traza la trayectoria más prístina del horror), inevitablemente, se es devorado.
Horror. ¿Cuántos sentidos hay en del término horror? Es, por ejemplo, o como punto de partida, un género o subgénero de la narrativa, una tradición literaria. En ese línea posible de lectura, Nuestra parte de noche adquiere significado a través de su relación con otras obras, como en una orgía de sexo bacteriano donde fragmentos de genoma son intercambiados felizmente (en el dialecto de las humanidades eso se llama intertextualidad). Algunas de esas obras (notoriamente el cuento “La casa de Adela”) llevan la firma de Mariana Enriquez, otras las de, por ejemplo, H. P. Lovecraft (inevitablemente, ya que el virus HPL hackeó para siempre el genoma del horror) o Laird Barron, cuyo universo ficcional en los “cuentos de la Vieja Sanguijuela” es también el del hambre de lo divino/noumenal. Enriquez, de hecho, emplea el término oscuridad para referirse a su lugar de lo divino, así como moviliza también una serie de sub-deidades o entidades parásitas de esa divinidad primordial. Así, al sistema del horror en tanto género (Cthulhu, la entidad o entidades del Overlook, Pazuzu, etc), Enriquez aporta el de la religiosidad sincrética en ebullición cultural, el de la santería, el de los santos populares como el Gauchito Gil y San La Muerte. Astutamente, estas sub-deidades sirven de puente entre el mundo lovecraftiano (es decir, plenamente consubstancial con el horror en tanto género narrativo) de esos “dioses antiguos” o la “oscuridad”, y el “nuestro” en tanto lectores. Del mismo modo, la apelación a las diferentes tradiciones del esoterismo, desde la magia ceremonial, el espiritismo decimonónico, la teosofía y las ordenes místicas como The Golden Dawn, hasta el swinging London y su eco del fin de siglo XIX y su dandismo de lo oculto, de alguna manera acercan el mundo ficcional de Nuestra parte de noche al lector, hasta el punto de atenuar la visibilidad de sus raíces en la tradición narrativa del horror, su rizoma (ya que no línea ni linaje) H. P. Lovecraft/Robert Bloch/Shirley Jackson/Joan Lindsay/Stephen King/Thomas Ligotti/Alan Moore/Junji Ito/Caitlín R. Kiernan/Laird Barron más la propia Enriquez (en particular desde el ya mencionado “La casa de Adela” y también el clásico lovecraftiano rioplatense “Bajo el agua negra”). Sin embargo, la gravitación del horror termina por resultar ineludible, y en ese sentido es asombroso que Enriquez haya logrado que tantos miles de lectores celebren (y que Anagrama publique) una novela tan plenamente de horror (por jugar con aquella distinción fresaniana entre libros con ciencia ficción y libros de ciencia ficción); es decir, en tanto artefacto literario, Nuestra parte de la noche adquiere significado(s) específico(s) desde su modulación de la tradición del horror, en particular en su “nacionalización” de ciertos tópicos. Esto quedó especialmente a la vista en “Bajo el agua negra”, donde la parafernalia clásica de los mitos de Cthluhu queda “transplantada” a un lugar específicamente porteño; a la vez, esto no sólo funciona en términos de una relación entre los mitos en tanto marco general de producción de horror y el cuento particular de Mariana Enriquez, sino que también permite una suerte de contaminación a la inversa, en la que los mitos de Cthulhu adquieren significados nuevos (o estos son asimilados a su matriz significadora) a partir de las especificidades de lo local, sea la represión policial, la violencia de estado o los desastres ecológicos. En ese sentido, Nuestra parte de noche no sólo no se vuelve “metáfora” o “analogía” de circunstancias históricas terribles sino que usa esas circunstancias para hacer horror y, a la vez usa el horror para hablar de esas circunstancias, sin perder de vista jamás que la dictadura, la violencia de estado, las injusticias políticas y económicas, las desapariciones y el sida son estrictamente nombrados en la novela, deshaciendo la pretensión de “metaforizar” a partir de esas realidades. Si Eugene Thacker habló en su célebre trilogía especulativa del horror de la filosofía, Mariana Enriquez utiliza las mismas herramientas conceptuales para explorar el horror de la historia a la vez que una historia de horror.
Oscuridad. La idea de que la divinidad en su manifestación última sea hambre y oscuridad acerca la ficción de Enríquez a los territorios del misticismo cristiano medieval, en los que la divinidad es experimentada en términos de negatividad. Para los místicos/teólogos/filósofos en la deriva neoplatónica radical de Eriugena y su teología negativa, sobre la divinidad no puede predicarse afirmativamente nada y toda teología ha de ser construida a partir de la negación: señalar aquello que la divinidad –el “dios de los filósofos”, no el dios personal y humanizado de la fe– no es. Esta relación con la nada es problemática, sin embargo, y de las modulaciones del significado y uso de esa “nada” emergen posturas diferenciables. De la idea de que nada de lo humano (o lo humanamente accesible) permite describir o conocer a la divinidad pasamos a la idea de la divinidad misma como una nada o incluso una “nada última”, en la playa terminal del universo completo. En Nuestra parte de noche la divinidad, a la que se alude como un “dios antiguo” y como “la oscuridad” es también una negatividad extrema, que sólo es en tanto devora: una negatividad hacia la que fluye toda energía, como en la termodinámica. A la vez, sin embargo, es una oscuridad definida no solamente por la ausencia de luz sino también como una cosa en sí misma, “positiva”, a la manera de la sombra que es el balrog en El señor de los anillos o la oscuridad en la que sume Morgoth la tierra (y cuya versión de alguna manera deteriorada o decadente fluye de Mordor al final del libro, interrumpida por la destrucción del Anillo Único) en El Silmarillion. Ambos sentidos, en última instancia (el de negatividad y el de la cosa en sí misma), se fusionan en un entender a la divinidad como un afuera radical de la experiencia humana. Enriquez, con la astucia que le ha enseñado la tradición del horror, elude la representación directa, la descripción: la oscuridad es tanto una ausencia (de luz, de entendimiento) como una presencia (la entidad weird cuya presencia se experimenta tanto como no se comprende), y deja de sí una serie de huellas o signos. Algunos de ellos son legibles en términos de una tradición (una gnosis, en última instancia) y otros se experimentan en carne propia, por ejemplo la sensación de “boca hambrienta” que reportan los personajes cuando atraviesan las barreras que separan “nuestro” mundo del ámbito inhumano de la divinidad: un lugar que se confunde con el dios o, mejor, con su hambre.
Historia. El horror de la historia y la historia de horror se configuran en Nuestra parte de noche bajo la forma de una novela larga, que aspira cómodamente a eso que desde varios lugares e intenciones se ha llamado la “novela total”. La historia argentina –y un diagnóstico narrativo de la producción de lo argentino en términos políticos y culturales– es construida al límite concebible de lo histórico o de la “historia reciente”: ni estamos ante un relato de lo contemporáneo (los tiempos posteriores a la crisis económico-institucional-política de 2001, pongamos) ni ante una narrativa de lo histórico que se nutra de pautas ya consagradas en la representación novelística, es decir ese arsenal de lecturas y recursos que hace a la novela histórica. Enriquez más bien se instala en una zona intermedia, no del todo explorada por fuera del testimonio personal, y ordena su narración al pulso del que cabría leer como el tiempo de su propia vida, a partir de comienzos de la década del setenta (con raíces estéticas y culturales en el swinging London de los años inmediatamente anteriores) y prolongando el relato hasta fines de la década del noventa. La marca de lo generacional parece ineludible: Enriquez narra lugares centrales de la cultura de aquel tiempo de su educación sentimental y su formación como escritora y periodista —narra, es decir, aquello por lo que tuvo que pasar su generación, hitos políticos, culturales, históricos, pop— y los ordena en una composición dominada tanto por la presencia de la dictadura reciente y su horror como por los horrores no menores del sida y las políticas neoliberales de la década del noventa. Está, por decirlo así, aquello que marcó a una generación, pero también lo que se ordena como el precedente de esas marcas particulares: la Argentina como problema, el reparto desigual de la riqueza, la oligarquía, las luchas de clase. Esa suerte de pretensión totalizadora de un tiempo de vida bajo puntos de vista tanto generacionales como personales (que podría acercar Nuestra parte de noche a Submundo, de Don DeLillo, por ejemplo, pero también a la fabulosa Century de Alan Moore, en la que aparece también el Londres de fines de la década del sesenta como escenario fermental de lo oculto y lo esotérico, cameo incluido de David Bowie, que hacia esos años estudiaba budismo, planeaba marcharse al Tíbet y se dejaba deslumbrar a la vez por la Golden Dawn y el “uniforme de imaginería” de Aleister Crowley y por los ojos de la Garbo y el colmillo de la serpiente) cristaliza en una novela abundante en niveles de complejidad en la que además del mecanismo narrativo de alternar primera y tercera persona incorpora una dimensión adicional del discurso (una textura extra, podría decirse) bajo la forma de una crónica escrita por una periodista ficticia. Esta multiplicidad de discursos se suma tanto al impulso de representación histórico como a la verdadera summa o enciclopedia de temas, recursos e influencias o indicios de la tradición del horror. Novela total, al borde de lo histórico, enciclopédica. ¿Cómo no finalizar estos apuntes encontrando en Nuestra parte de noche la gran novela argentina del siglo XXI? El hecho de que sea una novela de horror (es decir, en gran medida de género, con la clara intervención en las políticas editoriales que pautan la división fantasmal entre “género” y “literatura”) la más clara aspirante a semejante puesto sólo puede sumar a la ovación de pie que merece el trabajo sin par de Mariana Enriquez.
August 11, 2020
July 30, 2020
Gabriel Peveroni, Los ojos de una ciudad china
El término replicante no es inocente: Los ojos de una ciudad china habla de clones, hace de un grupo de clones y clonadores el eje más claro de su trama y, por cierto, desafía el orden literario y sus formas sancionadas de (re)producción ofreciéndonos un texto pensable tanto desde la noción de autofagia (el autor que devora su obra previa y la regurgita reprocesada) e intratextualidad (esos personajes de todas las novelas y obras teatrales de Peveroni que van desfilando) como de novela-proceso, más atenta a los mecanismos de producción textual que a la forma específica que toman sus resultados.
En 2003, William Gibson formateó el neociberpunk como una narrativa del mañana inmediato o, incluso, de un hoy presentado con las herramientas extrañantes de la ciencia ficción; su novela Pattern Recognition (Mundo espejo en la traducción de Ediciones Minotauro) iba exhibiendo sus destellos de tecnología especulativa de un modo tan sutil que lo que entendíamos finalmente era que, como ya había declarado Gibson en alguna entrevista, el futuro había llegado pero permanecido si no oculto al menos inaccesible para buena parte de nosotros, repartido inequitativamente, por decirlo así. Los ojos de una ciudad china sigue esta pauta: sus técnicas clonadoras, que aún no existen (que sepamos) en el mundo real, llevan escondidas tanto tiempo en el mundo de la ficción que ofrecen a sus personajes una forma extraña de la sorpresa, como si se nos ofreciera ahora un robot ochentero con todas las marcas de desgaste causadas por haber vivido (quién sabe en qué piso de Shanghai) esos treinta años que le proyectamos al futuro en términos de posibilidad.
En última instancia, en tiempos del realismo capitalista diagnosticado por Mark Fisher, Peveroni encuentra una forma nueva de hablar del futuro: durante todos estos años ballardianos en que dimos por eterno al presente y muerta a la historia, sugiere Los ojos…, el futuro en realidad seguía con vida, replegado y oculto, en su última encarnación (¿clonación? ¿replicación?). Entonces, cuando los clones salen de las fábricas y toman Shanghai por asalto bajo los colores de Ziggy Stardust (¿y no fue Bowie durante tanto tiempo el principal barómetro del futuro de la música?), el mundo cambia para siempre: El futuro sale a la calle para vengarse de nosotros, que dejamos de creer en él. Ese vértigo, y un revisitado sentido de la aventura y la maravilla, está entre lo mejor de lo que nos brinda la lectura de esta asombrosa novela de Gabriel Peveroni.
Cuatro escenas de una cuarentena en Montevideo
1Sábado 14 de marzo. Mediodía. Mi esposa Fiorella y mis hijas Amapola y Margarita se han ido hace unas horas a pasar el fin de semana con mi suegra y yo tengo que hacer unas compras, así que camino las pocas cuadras que separan mi casa del centro comercial más cercano. Anoche, el presidente y su equipo de ministros anunciaron las primeras medidas de respuesta a la pandemia global por el COVID-19: todas las reuniones numerosas quedan canceladas, incluyendo cines, teatros, fútbol y discotecas. Como por “numerosas” se entiende superiores a veinte personas, mi grupo de lectura en una librería amiga podría seguir adelante; sin embargo, algunas de las participantes manifestaron de inmediato su preocupación. Es por esto que, mientras camino, voy pensando en qué hacer: ¿suspender hasta nuevo aviso?, ¿reformatear al grupo bajo una plataforma virtual? Las clases en las escuelas no han sido canceladas aún, sin embargo; Amapola, que había comenzado primer año de primaria apenas dos semanas atrás, es libre de asistir a clases si Fiorella y yo lo consideramos adecuado, cosa que hemos resuelto hacer tras una larga charla sobre riesgos, miedos y seguridades. Así que mientras camino no son pocas las cosas que se mueven en mi cabeza: ¿estaremos en lo correcto al permitir que asista? Es cierto que la escuela todavía le produce muchísima ilusión, y ella misma manifestó una tristeza notoria cuando le dijimos que era posible que las clases quedaran suspendidas. Sin embargo, ¿cuáles deben ser las prioridades? Algunos amigos ya han entrado en un modo de acción y pensamiento que sólo podemos calificar como paranoico, y nosotros definitivamente no queremos seguir sus pasos.Cuando recorro el centro comercial lo encuentro vacío de consumidores. Los locales desiertos, de puertas abiertas, iluminados como siempre; las mesas de la plaza de comida desnudas, los vendedores recostados contra los marcos de las puertas con evidente expresión de fastidio: pienso de inmediato en las ficciones de J. G. Ballard y, después, en un escenario postapocalíptico. Han pasado décadas y no quedan seres humanos sobre la tierra, o quizá solo sobreviven unos pocos, en sus búnkeres subterráneos, privados de futuro. Pero el centro comercial sigue allí. Sus bóvedas se han derrumbado y la luz del mediodía se abre camino, reflejada por las vidrieras, los mostradores, los grandes espejos de las tiendas de ropa, dispersa entre todas las mercaderías intactas en un remedo perfecto de la luz artificial. Mi mirada –que en este escenario no puede ser sino la de un fantasma– recorre los amplios pasillos y se detiene entre una juguetería y una tienda de informática. El plástico y la tecnología permanecen: millones de años han pasado desde que los cadáveres de las criaturas microscópicas de los océanos primitivos quedaron atrapados por la maquinaria tectónica del planeta, calentados, fermentados, compactados por el peso de los estratos de roca que diseñan la trama del tiempo geológico. Cuando volvieron a salir a la superficie lo hicieron como petróleo, transmutadas alquímicamente en oro líquido, y esa energía solar que había convertida en materia orgánica por las criaturitas muertas se abrió camino como energía química ramificada por el cuerpo de la modernidad para animar sus máquinas y crear circuitos nuevos, dividiéndose en mercados, capital, tecnología, juguetes, Legos, Playmobil, consolas de videojuegos que mi mirada fantasmal encuentra todavía alineadas en la eternidad de las estanterías, inmunes al virus, sobrevivientes de la catástrofe. Quizá haya para ese plástico una historia posible, como la hubo para nosotros, los primates que dimos en llamarnos humanos; en esa historia natural del plástico fuimos apenas la criatura invadida, como la tomada por un parásito o por un virus que le hackea las células con no otro objetivo que la proliferación. El plástico, se me ocurre pensar, nos hackeó para reproducirse, para pasar de criatura microscópica y petróleo a Lego, Playmobil, vinilos, aviones a escala, CD, computadoras, televisores y drones. Y ahora que ya no estamos su vida permanece en pausa, al menos hasta que una nueva bacteria aprenda a comérselos, a convertirlos en el combustible para tantos procesos que jamás llegaremos a conocer.
2Martes 14 de abril. Es el cumpleaños de Fiorella y hemos decidido celebrarlo con mi suegra y mi cuñada, quienes –pese al miedo al contagio– se subirán a su auto para recorrer los siete quilómetros que las separan de nuestra casa por primera vez desde el comienzo oficial de la cuarentena, ese 16 de marzo en que cerraron las escuelas y los clubes deportivos, Fiorella empezó a trabajar desde casa y mi grupo de lectura entró en modo virtual. Fiorella cumple treinta y seis, y Amapola se divierte preguntándonos cómo era el mundo en 1984. No termina de entender que no había celulares, que las pocas computadoras hogareñas funcionaban con casetes; tampoco sabe qué es un casete, y le parece ridículo que la televisión pudiera ser en blanco y negro o que sólo hubiera cuatro canales, que transmitían sus programas a horas fijas, sin que el espectador pudiera elegir cuándo verlos. Pide que sigamos contándole, pero me parece que el pasado ya la saturó y ninguna entrada nueva en esta lista de fósiles la entristecerá, confundirá o asombrará más. Se ríe de cada cosa que le contamos, como si estuviéramos trayéndole noticias de un mundo perdido con el que apenas puede relacionarse; de hecho, eso es exactamente lo que pasa, y al final somos más bien Fiorella y yo los que nos divertimos recordando los ochenta y los noventa. Quizá el tiempo pasaba de otra manera entonces, con otro vértigo y otro sentido del cambio y la aceleración; Mark Fisher escribió sobre esto en Realismo Capitalista, y Ballard habló de la muerte del futuro a fines de los sesenta y a lo largo de los setenta. Llevamos un mes de cuarentena y poco a poco el tiempo ha empezado a desdibujarse. ¿Cuándo salimos por última vez? ¿Cuándo fue aquella tarde soleada y cálida en la que subimos con Amapola a la azotea para correr y saltar un poco, y una pareja de vecinos que hacía gimnasia en lo más alto de su edificio nos saludó con una calidez y alegría que me pareció tan curiosa desde gente a la que en realidad no conocemos? Un cumpleaños, sin embargo, no es otra cosa que una marca en el tiempo; pero cumplir años durante una cuarentena que, a su manera, está carcomiendo el tiempo debe ser algo lo suficientemente singular como para ser recordado. ¿Y recordará Amapola, dentro de treinta años, aquellos días extraños de la cuarentena por el COVID-19? Si tiene hijos, ¿les contará de los juegos que le inventábamos para entretenerla mientras cuidábamos también a su hermana menor, que apenas tenía seis meses? No estoy seguro de cuáles son mis recuerdos de los seis años. Hasta 1986, cuando cursé segundo año de primaria y cumplí ocho en noviembre, mi memoria está llena de imágenes de los primeros años de vida, pero no soy capaz de conectarlas, de armar con ellas una cronología como la que comienza impecablemente el año del mundial de México, el año en que me obsesioné con los dinosaurios, el año en que empecé a coleccionar aquellos fascículos de Jacques Cousteau y su Enciclopedia del mar, que venían con diapositivas y, su primer entrega, con una maqueta del Calypso. Hay recuerdos, los más profundos que, de hecho no son nuestros, porque entonces, cuando todavía no estaban separados el sueño de la vigilia, no se había configurado aún nuestro yo. Así, la edad de mi hija mayor es un misterio para mí, en términos del tiempo lineal, tenso y claro. Sin embargo, pienso ahora, en abril de 2020 ese tiempo claro, tenso y lineal se resquebraja: los días se parecen, se confunden, se derriten como los veranos al sol en Vermilion Sands, esa utopía/distopía imaginada por Ballard al momento de hablar de la muerte del futuro. Eso sí: la costumbre puede más y celebramos el cumpleaños. A eso de las once salgo a la terraza a mirar la ciudad, de cuyo lado sur y oeste tenemos en casa una vista hermosa. Me parece que hay más luces encendidas en los edificios y menos en las calles; me parece que hay menos ruido y que el aire huele mejor y es más transparente, tanto que esas luces de los edificios brillan como joyas en una constelación compleja. Quizá ahí está atrapado el tiempo, dentro de una estructura cristalina en cuyas pequeñas celdas se dibujan las diferentes escenas del presente: habitaciones de esos edificios, las luces de los televisores, las siluetas remotas de quienes juegan a las cartas, conversan, miran una película o, simplemente, recorren sus casas por última vez antes de irse a dormir al final de un día que habrá sido el mismo que el siguiente. De pronto llega un mensaje a mi celular. Es mi querido amigo argentino Juan Manuel Candal, quien había estado recorriendo Europa justo cuando se desató la pandemia y debió no solo modificar todos sus caminos en un viaje para el que había ahorrado, investigado y planificado durante años sino que, incluso, estuvo a punto de no poder ingresar de vuelta a territorio argentino. De hecho, debió permanecer en San Pablo –una ciudad que le impresionó, me cuenta en los mensajes sucesivos, como una zona de catástrofe– un par de días antes de dar con la posibilidad de volver a su casa. Ha perdido la posibilidad de conocer Moscú y San Petersburgo, dos de las ciudades que más lo ilusionaban en su viaje, pero ha ganado la visión de las calles desiertas en París y Berlín. Lo singular de los eventos de su viaje me hacen pensar que, de todas las vidas posibles, le tocó esa tan extraña en que una pandemia lo sorprendía en medio de su viaje por Europa, y todo esto pasaba en 2020, un año que en su niñez y quizá incluso su adolescencia, como yo, seguro investía de imágenes de un futuro que aún no ha llegado y acaso no llegará nunca. Quizá es que en el tiempo estamos en ninguna parte, y la pandemia y la cuarentena no han hecho sino recordárnoslo.
3Martes, 12 de mayo. Fiorella ha terminado su horario de trabajo desde casa y estoy pensando en las dos o tres horas que dedico a mis ocupaciones; en este caso, avanzar en una novela que he comenzado y que pretendo tener bosquejada antes de julio, cuando deberé ocuparme de unas traducciones pendientes. El tiempo se ha vuelto una sustancia tan esquiva como preciada: el tiempo que no le dedico a Amapola por los cuidados que requiere la bebé, el tiempo que no nos dedicamos Fiorella y yo dado que nuestros trabajos y la atención a nuestras hijas lo hacen cada vez más difícil, el tiempo que no dedico a leer o a escribir, salvo en este final de la tarde, estas horas en que me siento y escribo y que ahora, mientras camino rápidamente hacia el supermercado para hacer las compras necesarias para la cena y el día de mañana, ya empiezan a ocupar mi mente, que si bien conserva en alguna parte de sus engranajes la lista de las compras está desplazándose rápidamente hacia el mundo de mi novela. Voy a cruzar una avenida que había sido intervenida para ensancharla; la cuarentena detuvo las obras y ahora hay lomas de tierra, huecos en la calle, vigas y alambres en la esquina. Entonces, de pronto, estoy en el fondo de un pozo. Literalmente. Mis pies han impactado algo que se rompió o cedió y yo caí hasta una profundidad que equivale a la de mi pecho. Todo pasó demasiado rápidamente, tanto que no sentí siquiera el dolor; mi pierna derecha, sin embargo, como voy descubriendo a medida que me hago consciente de la situación, atravesó una tapa de madera húmeda o quizá podrida (que cubría uno de los tantos pozos cavados por la obra en la avenida), y mi izquierda siguió de inmediato. Se me ha roto el pantalón a la altura del bolsillo izquierdo y estoy cubierto de tierra y barro. De pronto lo que brota es el enojo: tendré que volver a casa, perder todavía más tiempo. No pienso en las heridas posibles, sino que así cubierto de barro no podré entrar al supermercado y, por tanto, se demorará todavía más el momento en que me pondré a escribir. Pero mientras avanzo hacia casa comprendo que, si bien el hecho de que pueda caminar implica que no me he roto ningún hueso, hay un dolor en mi pierna derecha que habla de una situación acaso un poco más grave. Pienso ahora en el barro, en la madera rota, en el pozo lleno de quién sabe qué, y empiezo a imaginar el avance de una infección. Llego a casa lleno de rabia y me saco el pantalón mientras explico a Fiorella y a Amapola lo que sucedió. Tengo la pantorrilla derecha cubierta de lastimaduras: no corre la sangre, pero la piel está levantada e inflamada. En el muslo izquierdo, donde estaba el desgarro en el pantalón, hay un corte algo más profundo, que sangra unas pocas gotas bien rojas. Me baño con cuidado, pero el agua caliente y enjabonada me arranca lágrimas por el ardor. Después Fiorella me curará la herida con desinfectante, y ese ardor se disparará al infinito. O no tanto. Pienso en lo que pudo haber pasado: ¿y si me clavaba un pedazo de hierro? ¿Si me quebraba la pierna y tenía que pedir ayuda para salir? ¿Si debía ser trasladado al hospital durante una situación de emergencia sanitaria? Quizá, de alguna manera, tuve suerte. El ardor pasa en segundos, y me digo que es apenas una herida en la piel, nada más que eso. Pero no será fácil dormir esa noche, ni en las que siguen. Para colmo, el esfuerzo de salir del pozo (algo que pasó en meros segundos) fue demasiado para mis músculos desacostumbrados al ejercicio, y me despierto al día siguiente con una contractura en el hombro izquierdo. El jueves esa contractura ha bajado hasta mi espalda y me cuesta enderezarme, tanto que estamos a punto de llamar al médico. No es la primera vez que padezco alguna afección de las lumbares, así que me acuesto un rato y tomo un relajante muscular. Fiorella y las niñas van a pasar el fin de semana con mi suegra, así que tendré tiempo de escribir; la postura ante la computadora, sin embargo, se me dificulta por el dolor de espalda. Todos los planes cambian, nada de lo planeado sucede como quería; una vez más comprendo que no existe el control, que vamos a la deriva, convencidos de que tenemos la posibilidad de ejercer algún tipo de influencia sobre las cosas, cuando la verdad es más bien la opuesta. Pienso entonces en el virus, en todos los planes para 2020 que han debido ser cancelados o postergados indefinidamente; ¿y qué es un virus, en última instancia? Algo que no pertenece ni a la vida ni a la materia inanimada, una entidad del afuera más radical a nuestro orden del mundo, que no hace más que replicarse, sin objetivos, sin deseo ni control. Nos tomamos por sujetos de nuestras historias, capaces de ejercer ese tan ment(a/i)do control, pero la verdad es que basta el arribo de un heraldo del afuera –como un virus– que nos subvierta todos los planes para que entendamos que ese sujeto y esas historias, los objetivos y el control, no son otra cosa que una ilusión. Por supuesto, ante esta idea debemos defendernos, y no hacemos otra cosa que atrincherarnos en nuestra ilusión del yo y de la voluntad: esa es nuestra seguridad, la que nos mueve a pretender mantenernos humanos siempre, a resistir la invasión del afuera, la contaminación. Quizá debamos vivir un poco más en el afuera. En medio de un gran encierro, en mayo de 2020, pienso en Juan Manuel y su Europa a la intemperie, with no direction home; pienso en las luces de los edificios, en los centros comerciales vacíos, y poco a poco empiezan a abrirse camino todas estas imágenes de un afuera que poco a poco deja claro cómo es capaz de prescindir de nosotros. La música está afuera, cantó David Bowie en 1995, y ahora creo que empiezo a entenderlo.
4Sábado, 13 de junio. El próximo lunes retomaré mi taller de manera presencial; las clases recomenzarán, para primero de primaria, el lunes 29. Hace tres semanas visitamos a mis padres por primera vez en meses y a partir de esa tarde ellos –que tanto miedo tenían al principio dados los factores de riesgo que aquejan a mi padre– empiezan a venir a casa los martes y nosotros a visitarlos los domingos. Como esa primera visita fue de sorpresa todavía me emociona recordar sus gritos de alegría cuando Amapola atravesó su puerta y los abrazó, todavía con su barbijo colocado mientras yo me sacaba los zapatos para bañarlos en desinfectante. Mientras escribo estas líneas miro por la ventana del cuarto donde trabajo; todo ha cambiado una vez más –hay una alegría tímida por todas partes mientras las noticias reportan uno, dos o incluso cero casos entre el lunes y el miércoles–, pero las luces son las mismas. Los edificios, los árboles y las calles parecen asomarse a esta nueva normalidad (como la llaman nuestros gobernantes) todavía imbuidos de esa cualidad extraña de hace unos meses, en el punto álgido de la emergencia y la cuarentena; el mundo ya no será el mismo, parecen decir, porque el mundo nunca es el mismo. En la filosofía de Heidegger, como es sabido, la herramienta sólo adquiere su ser, sólo pasa a existir de verdad para nosotros, cuando un malfuncionamiento la aparta de su uso fluido e invisible. La falla genera los contornos de las cosas, como este cuerpo de cuarenta y un años lleva ya cierto tiempo lejos de la tersura de su vida adolescente y no hace sino atraer más y más de mi consciencia a su carne, sus huesos, su piel (ya bastante cicatrizada en mi pantorrilla izquierda, pero todavía un poco dolida si algo la toca con cierta fuerza) para convencerme de que en realidad el que existe es él y no yo, este fantasma o espejismo. El mundo falló por unos meses en 2020, y de pronto todos supimos, gracias a esa falla y su virus, que los fantasmas somos nosotros. En realidad, entonces, no es tanto pensar en un afuera que invade y un adentro a proteger: más bien, sólo hay afuera.
Ediciones Minotauro
La reciente decisión de Editorial Planeta de relanzar el sello Minotauro es un buen pretexto para recorrer la historia de esa colección que fue punta de lanza en más de un sentido. Hacerlo equivale a conocer buena parte de la historia de la fantasía y la ciencia ficción, ya que si figuras señeras de esos géneros —como Ray Bradbury, William Gibson, J. G. Ballard y J. R. R. Tolkien—, no fueron introducidas en ámbitos de lengua castellana por esa editorial, sin duda sí recibieron la difusión extensiva y rigurosa que las inscribió como indispensables en Hispanoamérica.
Ediciones Minotauro fue fundada en 1955 por Francisco PacoPorrúa (1922-2014), quien además se desempeñó a partir de 1958 como asesor de Editorial Sudaméricana, donde propició la publicación de Cien años de soledad y Rayuela. El primer libro publicado bajo el sello Minotauro fue Crónicas marcianas, de Ray Bradbury, un autor entonces desconocido en castellano. El estadunidense llevaba publicando cuentos en revistas pulp desde 1938 y había visto su primer libro salir de imprenta apenas cinco años atrás, precisamente ese mismo que Porrúa elegiría para dar comienzo a su editorial y al que añadiría un prólogo de Jorge Luis Borges. Los libros que siguieron fueron Más que humano, de Theodore Sturgeon y Mercaderes del espacio, de Frederick Pohl y Cyril Kornbluth. Para cerrar el primer año de vida se publicó otro firmado por Bradbury: la colección de cuentos El hombre ilustrado. En los años siguientes fueron incorporados al catálogo autores como Arthur Clarke, Alfred Bester, John Wyndham, H. P. Lovecraft y Clifford Simak. Bradbury se convirtió pronto en el escritor estrella de la editorial, con Fahrenheit 451 (1958), El vino del estío (1960) yLas doradas manzanas del sol (1962), por nombrar apenas los primeros.La ciencia ficción y la fantasía no eran desconocidas en español, por supuesto, pero el trabajo de Minotauro fue acaso el primero en desplegarse de manera consistente y sostenida en el tiempo. Más importante: en esos primeros años de andadura del sello, sus pautas editoriales quedaron en evidencia. Pasada la mitad de la década de los cincuenta, la ciencia ficción empezaba a adquirir en Estados Unidos e Inglaterra, si no todavía un aura de respetabilidad literaria, al menos sí una considerable seriedad. Esta nueva categoría la distanciaba de sus orígenes pulp en revistas cuyas portadas incluían, invariablemente, damiselas en peligro escasamente vestidas y criaturas gelatinosas, además del infaltable héroe blanco equipado con su fálica pistola de rayos. No se trata de pensar que en esos primeros tiempos de vida del género no había textos de valor (de cualquier manera que concibamos el valor en literatura); lo cierto es que esas revistas estaban dirigidas a un público adolescente o bien escasamente letrado o crítico en términos artísticos. En su libro de memorias, Isaac Asimov (junto con Robert Heinlein, uno de los grandes clásicos ausentes en Minotauro) recuerda el cambio en la percepción cultural de la ciencia ficción cuando fueron puestos en órbita el Sputnik (1957) y el Explorer 1 (1958). De pronto, los relatos de naves espaciales y viajes a la Luna parecían al menos posibles, y no meras especulaciones de autores de imaginación desbordada. Sin embargo, ciencia seriao imaginaciones disciplinadas no siempre equivalían a buena literatura. La ciencia ficción pasó de ser un género irrisorio a una suerte de laboratorio conceptual, pero a la vez nada indicaba que debiera ser leída del mismo modo que por entonces podían valorarse textos como Los reconocimientos, de William Gaddis, El talentoso señor Ripley, de Patricia Highsmith, o El americano impasible, de Graham Greene, por nombrar tres libros que salieron a la venta el mismo año que la edición de Minotauro de Crónicas marcianas. En cualquier caso, era necesaria una afirmación, el establecimiento desde una autoridad editorial de esa condición de buena literatura o, incluso, de literatura a secas.
En retrospectiva queda notablemente clara la determinación de Porrúa de convertirse (o convertir a su editorial) en esa autoridad. Para ello operó con astucia. Eliminó, por ejemplo, las portadas con criaturas grotescas e imaginería pseudotecnológica; su alternativa fue optar por elegantes diseños abstractos. Como señala en su tesis de doctorado el escritor Martín Felipe Castagnet, “Porrúa puso el énfasis en la calidad literaria de los textos y en un lector pensado como consumidor de literatura ‘culta’, y eso quedaba demostrado en la imagen de la editorial, en oposición al formato pulp en el que solía circular el género en Argentina” (Castagnet, Martín Felipe, “Las doradas manzanas de la ciencia ficción: Francisco Porrúa, editor de Minotauro”, Universidad Nacional de la Plata, Argentina, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, 2017) Ese “formato pulp” remite en particular a la revista Más Allá, otra publicación pionera del género en castellano, que reproducía el arte de portada de las principales revistas estadounidenses del momento o de la colección española Nebulae, también lanzada al mercado en 1955. Ambas se caracterizaban por presentar siempre paisajes extraterrestres, naves cromadas, pistolas de rayos y maquinarias deslumbrantes. Minotauro, por el contrario, apostó en sus primeros diez años de vida por el trabajo de Juan Esteban Fassio, un artista plástico influido no tanto por los imperios galácticos de Asimov ilustrados por artistas como Frank Kelley Freas o Virgil Finlay, sino por la patafísica de Alfred Jarry. En cualquier caso, el intento de presentar la ciencia ficción y la fantasía como formas válidas de literatura se apoyó ante todo en criterios de selección y en ciertas decisiones de traducción. Para lo primero se buscó ampliar el campo, publicando a plumas no vinculadas a los canales convencionales del género (es decir, revistas y editoriales especializadas del mundo anglosajón). Así figuraron en el catálogo Italo Calvino y Julio Cortázar. Además, Minotauro evitó publicar a los autores que practicaban las variantes más duras o científicas del género, como los ya mencionados Heinlein y Asimov. La elección de Bradbury como lanzamiento resultó fundacional. Entre los escritores de ciencia ficción que se consagraron a lo largo de los cuarenta y comienzos de la siguiente década, el autor de Crónicas marcianas pudo ser percibido como el más ajeno (tal vez incluso hostil) a la ciencia, a la vez que como un poeta de la ciencia ficción. Su idea de Marte, en efecto, poco tenía que ver con lo que descubría la astronomía y sí con una percepción romántica o romantizada, más cercana a la era victoriana que a los años del Sputnik.En 1955 la cultura pop no estaba acaso del todo madura para una ciencia ficción asentada en sus pretensiones literarias. En la década siguiente, sin embargo, un cambio de paradigma agitó la escena del género a ambos lados del Atlántico. En su momento se lo llamó new wave, la nueva ola, y tuvo su epicentro en la revista británica New Worlds. En lugar de una sólida base científica apostaba por el modernismo literario inglés y por algunos neovanguardistas de los años cincuenta, además de la obra siempre inclasificable de William Burroughs. Así, Brian Aldiss experimentó con técnicas burroughshianas, con esquemas del nouveau roman francés y una barroca dislocación del monólogo interior joyceano. Por su parte, Michael Moorcock (quien, además, era editor de New Worlds) aceleraba los géneros de la fantasía épica y la ciencia ficción más psicodélica en textos tan complejos como radicales. Al mismo tiempo, J. G. Ballard desafiaba las convenciones del espacio exterior, el futuro lejano y la fascinación por el cambio tecnológico en cuentos desoladores. También trabajó novelas posdistópicas sobre catástrofes medioambientales (en los sesenta) y culturales (en los setenta) a la vez que, desde sus reseñas en New Worlds, incendiaba el campo de la ciencia ficción para salvar a los pocos visionarios entre una multitud de charlatanes. Todos ellos fueron publicados por Minotauro. Ballard en particular se convertiría en una suerte de sucesor de Bradbury en términos de presencia en el catálogo. A la vez, curiosamente, el mayor éxito de ventas en la historia de la editorial, El señor de los anillos, problematiza tanto la centralidad de la ciencia ficción en Minotauro como la comodidad a la hora de establecer lo literario en la narrativa de género. Quizá las credenciales de filólogo de Tolkien influyeron, o su evidente interés en asuntos distintos a lo que cabría pensar como entretenimiento narrativo. Lo cierto es que los tres tomos de las aventuras de Frodo, Sam y los otros miembros de la Comunidad del Anillo llenaron las arcas de la editorial y, como suele pasar en emprendimientos no vacíos de línea editorial o ideológica, eso permitió apostar por obras riesgosas. Más cerca del extremo opuesto de éxito comercial aparecieron libros que hoy resultan esenciales para la historia de la ciencia ficción y la fantasía en Latinoamérica, como los cuentos de Mi cerebro animal y Juegos malabares (ambos de 1983), del argentino Carlos Gardini, Aguas salobres (también de 1983), del uruguayo Mario Levrero y, especialmente, Opus Dos (1967), Kalpa imperial I: La casa del poder (1983) y Kalpa imperial II: El imperio más vasto (1984) de la argentina Angelica Gorodischer.
Algunas apuestas de la editorial no alcanzaron el estatus de obras fundamentales del género. Por dar unos pocos ejemplos, ni Peregrinación: el libro de pueblo (1975), de Zenna Henderson, ni La niña verde (1979), de Herbert Read, ni Los agonistas de Casey (1977), de Richard McKenna, pueden colocarse a la par de las novelas de Ballard o Aldiss publicadas al mismo tiempo por la editorial; mucho menos, junto a obras igualmente contemporáneas dadas a conocer por otras editoriales dedicadas al género. Es fácil para un argentino vincular su amor por la ciencia ficción con la editorial Minotauro y pensarla como el punto irradiante del género en lengua castellana. Lo cierto es que a lo largo de los setenta y los ochenta, editoriales españolas como Nebulae, Acervo, Martínez Roca y Ultramar cumplieron un papel si no fundador, al menos equivalente en importancia a largo plazo. Quizá porque salieron a la luz cuando la literaturidad de la ciencia ficción empezaba a darse por sentada, sin que hiciera falta esforzarse por garantizarla, estos sellos incluso prescindieron de la fijación por ningunear todo signo de pulp y evitar cualquier cosa que oliera a lugar común. Un caso interesante es el de Philip K. Dick, considerado hoy una de las cuatro o cinco figuras esenciales del género en el siglo XX. En Minotauro solo vio publicada la novela El hombre en el castillo (1974), acaso la menos marcadamente vinculada al género –en términos de ausencia de lugares comunes o tropos cienciaficcioneros–, aparte de su condición de ucronía o historia alternativa en la que Alemania y Japón se llevan la victoria en la Segunda Guerra Mundial. Mientras, en la seminal colección Superficción de Martínez Roca (por dar un ejemplo) encontraron su lugar las traducciones de clásicos entre su obra como Ubik (1976) o Los tres estigmas de Palmer Eldritch (1979). Curiosamente, Ubik y otras tantas novelas de Philip K. Dick fueron compradas y publicadas finalmente por Minotauro, después de que el sello fuera adquirido por Editorial Planeta en 2008.En cualquier caso, en los últimos años empezaba a volverse difícil acceder a buena parte de estos libros (hay que aclarar que no a todos: los títulos más señeros, como Crónicas marcianas y los tomos de El Señor de los Anillos se han mantenido en prensa, en particular bajo el formato del sello de bolsillo Booket). Por ello había que conseguirlos en el circuito de librerías de segunda o tercera mano; sin embargo, la reciente decisión de relanzar el catálogo es sin lugar a dudas bienvenida. Planeta ha anunciado la distribución de bibliotecas de autordedicadas a Ursula K. Le Guin, Philip K. Dick y Ray Bradbury, además de reeditar la primera secuencia de títulos de la editorial. Ya han sido divulgadas las nuevas portadas de Crónicas marcianas, Mercaderes del espacio, El hombre ilustrado y Soy leyenda. De ese modo se suman a un aparente nuevo auge del género en la cultura pop en general y en la narrativa latinoamericana en particular. Éste llega de la mano de acontecimientos recientes –como el premio Herralde concedido a la autora de fantasía oscura y horror Mariana Enríquez o el éxito de series como Black Mirror–; todo ello traerá aparejado el acercamiento de nuevos lectores al género.
Susanne Bier, Bird Box (Virus, pandemias y el afuera)
1.En la película Bird Box (Susanne Bier, 2018) la civilización como la conocemos queda destruida por un contagio. La naturaleza de esta pandemia no queda expuesta explícitamente pero entendemos que su propagación se basa más en una transferencia de información que en la acción de un organismo infeccioso o un virus. De hecho, el contagio opera a través de la vista: hay algo que vemos y que nos contagia, instantáneamente. La enfermedad contamina al huésped y le hackea el sistema nervioso; la gran mayoría de los casos ponen fin a su vida de la manera más sencilla y veloz que tengan a mano. En última instancia, es un virus “informático” que invade nuestra “programación mental”.La respuesta instantánea de los no contagiados es encerrarse. En sus casas, cierran puertas y tapian ventanas, de manera que nada de lo que haya afuera pueda ser visto. Las salidas en busca de alimentos deben ser pautadas cuidadosamente, en equipos de cuantía mínima pero suficiente, con vendas en los ojos y el mayor apremio posible. No está claro, por otro lado, si el contagio alcanzará un máximo y luego decaerá; el problema es, notoriamente, que nadie o casi nadie sobrevive a la enfermedad, y los únicos casos de inmunidad pasan más bien por una programación mental aberrante, una suerte de esquizofrenia ante la cual el virus no funciona o, al menos, genera un efecto diferente al del suicidio. Más allá del argumento de la película y sus relativas o escasas virtudes cinematográficas (eso no nos interesa aquí), el climax conceptual de la propuesta sobreviene cuando la protagonista atraviesa un bosque. Ya no estamos ni en la presunta seguridad del interior de nuestras casas, pero tampoco en ese otro “adentro” concebible del espacio urbano; estamos en el afuera más literal: la intemperie, la naturaleza como exterioridad a lo humano. Y allí también está el virus. Como la película evita astutamente toda representación de “eso” que ven los contagiados (se nos ofrecen, eso sí, representaciones dibujadas por algunos inmunizados, una gama de monstruos que bebe de las fuentes lovecraftianas más consabidas, Giger y Baksinski) tanto como una hipótesis privilegiada que explique la naturaleza de la enfermedad (hay varias hipótesis sostenidas por diversos personajes, pero nada lleva a preferir una a otra), no tenemos manera de saber qué puede haber entre los árboles, excepto lo que sugiera las amplias tomas del movimiento de las hojas y las ramas en el viento: la sensación, tan propia de Twin Peaks, de la naturaleza como lo extraño (nature as weird).
2.En su ya clásico ensayo “Horror Abstracto”, Nick Land propone un gradiente de abstracción como manera de construir un eje posible para la construcción narrativa del horror. De un lado estaría el monstruo, una entidad horrorosa concreta, individual, única y en cierta medida irrepetible (King Kong, Godzilla, Dracula, el monstruo de Frankenstein, la Cosa del Pantano), y del otro un horror no individual, sin agencia (ni menos aún voluntad, objetivos o inteligencia discernible) ni contornos precisos. En algunas ficciones, ese horror abstracto queda representado por el tropo de la zona, o espacio infeccioso capaz de perturbar todo lo que se aventure a su interior. La mansión de la novela The Haunting of Hill House (Shirley Jackson, 1959) es un ejemplo paradigmático, tanto como los campos contaminados de “El color que cayó del cielo” (H.P.Lovecraft, 1927) y Distancia de rescate (Samanta Schweblin, 2014) o las presencias espectrales (nunca reducibles del todo a fantasmas individuales) de El resplandor (Stephen King, 1977; Stanley Kubrick, 1980), tanto como la “zona” de las películas Stalker (Andrei Tarkovski, 1979) y Aniquilación (Alex Garland, 2018).En el caso de Bird Box la zona carece de límites y equivale limpiamente al afuera. Basta con abandonar cualquier recinto que bloquee la visión para estar expuesto. Solo el adentro es seguro: el afuera no es otra cosa que la contaminación y la inmediata aniquilación del sujeto humano, tanto que apenas ciertos pseudohumanos (deficientes o fallidos) están a salvo: una suerte de esquizofrenia no explicitada del todo los salva, pero para la lógica humanista de la película son una versión provista de agencia e inteligencia del horror abstracto del afuera, y por tanto se vuelven vectores de este y, por tanto, monstruos.
3.Timothy Morton moviliza el argumento realista especulativo de Graham Harman sobre el llamado “análisis de la herramienta” heideggeriano como manera de construir el concepto de nature as weird. Según Heidegger, como es sabido, la herramienta se funde en su función y, por tanto, sólo es percibida como un objeto al momento en que falla, cuando su función colapsa. Desde el inicio del antropoceno (en particular desde su concepción más amplia, comenzando con la revolución neolítica) hasta nuestros días, la naturaleza es construida como tanto el afuera o exterioridad a lo humano como, a la vez, aquello que es usado por el humano para sus propios fines. En rigor, se trata de un mecanismo doble que tanto define/produce la naturaleza (o lo no-humano) como lo humano en sí, pero esta suerte de dialéctica amo/esclavo que hace al humano (o al hombre, de hecho, ya que en el orden patriarcal la mujer o lo hembra también es producido tanto en términos de exterioridad a lo humano como del uso que este le da) en última instancia produce una noción de lo natural como aquello que sirve. El campesino usa la naturaleza a través de un saber específico de tiempos de sembrado y estaciones: en tanto medio para el fin de su supervivencia y reproducción de la economía y el orden de lo humano, la naturaleza es una herramienta y, por tanto, en tanto funcione bien no la percibimos como un objeto en sí mismo sino como una instancia más en nuestros procesos económicos. Si la historia del antropoceno es la de la influencia del Homo sapiens en la biósfera a la que pertenece, la revolución industrial marca una suerte de sub-época o periodo dentro de la era geológica en cuestión, en tanto la actividad humana (en particular las emisiones de gases de invernadero) comienza a incidir más acusadamente en el clima global. Esto ocasiona una serie de circuitos de retroalimentación positiva que atentan contra el equilibrio climático y, por tanto, genera cambio e impredecibilidad. De pronto, la naturaleza no se porta como se suponía que debía portarse, y allí es cuando se vuelve visible, según la tesis heideggeriana. La naturaleza, es decir, deja de ser esa producción de lo humano para convertirse en una naturaleza poshumana o inhumana, de pronto incomprensible y, por qué no, peligrosa para la economía de fines y medios de lo humano. Es, entonces, la naturaleza como lo weird, como horror abstracto.
4.Los virus son en sí mismos tanto un horror como una forma de extrañeza weird, tanto seres vivos como mera química, tan “peligrosos” para lo humano como agentes de tantos cambios evolutivos. No presentan metabolismo pero son capaces de reproducirse hackeando células vivas, y están tan sometidos a la selección natural como todos los organismos, por lo que se nos aparecen como “capaces” de evolucionar a través de mutaciones. Los virus tienen una historia evolutiva y, de hecho, quizá representen una reliquia de los orígenes de eso que llamamos vida: y también en ese sentido contaminan nuestras certezas, porque si en el origen de nuestra historia evolutiva hay una categoría intermedia, liminal, entre lo vivo y lo inanimado, nuestras nociones de “vida”, de mundo biológico en oposición al mundo mineral, han de ser revisadas tanto como la biología evolutiva iniciada por Darwin nos llevó a revisar las nociones antropocéntricas del ser humano como entidad privilegiada. Los virus, en última instancia, vienen de un afuera a lo que hemos cercado (o pretendido cercar) como el dominio de lo viviente y, a su vez, de lo humano.
5.Cuando el afuera es incomprensible y nos amenaza, nos encerramos en el adentro. Todos los impulsos de la seguridad humana nos llaman a bloquear las vías de invasión, a permanecer humanos, no contaminados, lo más puros posible. El afuera podrá contaminarnos, así que mejor cerremos los ojos. Mejor bajemos las persianas. Mejor repitamos que afuera no hay nada, que el mundo se ha ido y sólo nos queda el espacio pautado por las paredes de nuestras casas, el espacio interior, la imaginación, los libros. Por supuesto, es necesario: nos mueve la autoconservación, la Resistencia.
6.Sin embargo, afuera siguen pasando cosas: el mundo sigue allí, aunque, ahora, ya no para nosotros. Cabe pensar que volveremos y que encontraremos todo un poco diferente, un poco cambiado, mutado. Cabe pensar que es inevitable, a la vez, que cambiemos nosotros también. Porque, por supuesto, no hay pureza alguna. No se trata de que, en virtud de nuestras políticas, de nuestra voluntad y agencia humanas, podamos ejercer una acción, una efectiva resistencia, un control. Estas son todas ficciones que intentan suavizar la idea de que el cambio, naturalmente, es inevitable. La música sigue estando allí afuera, de hecho. Y, como siempre, es de allí que nos nutrimos. Es eso, o perecer.
Watchmen
Es tentador comparar la versión de “I am the walrus” (a cargo de Spooky Tooth) que sonó al final del último episodio de Watchmen con la propia Watchmen, y a partir de ahí preguntarnos cómo es posible que alguien se las arregle para hacer sonar aburrida, deslucida y pobre una canción de The Beatles, del mismo modo que el final de la serie se las arregló para que tantas premisas interesantes fueran desarrolladas hasta un desenlace tan inane, trivial y reaccionario. Es tentador, pero quizá sea una opción tan facilista como despachar Watchmen (“nada termina nunca”) en un final más o menos abierto. Después de todo, no es difícil pensar en términos de huevos y promesas, de nacimientos y finales, de easter eggs dispersos a lo largo de la serie, y reparar en que la letra de “I am the walrus” habla de volar y también de policías. Es tentador, pero también está claro que juzgar una serie ante todo por lo logrado o malogrado en su último episodio es arriesgado en el mal sentido del término y, en última instancia, comporta un modo bastante conservador de pensar la narrativa (basta con recordar esa suerte de consenso irreflexivo sobre la mala calidad del final de Lost y, “por tanto”, de toda Lost); que Watchmen tiene sus virtudes y pasa fácilmente por uno de los tres o cuatro acontecimientos del año a nivel de cultura pop cinematográfica y televisiva (junto con The Mandalorian, Joker, el final de GoT, Once upon a time in Hollywood, Midsommar y alguna cosa más) es una afirmación que no vale la pena discutir. Si dejamos de lado valoraciones de tipo artesanal (y después de todo, ¿no son las mayores virtudes de The Irishman más bien extracinematográficas, por más que esto parezca a contrapelo de la postura pro-artesanado de su director, que hace unos meses se entretuvo dejando entender lo limitado de su postura ante el cine y el pop?), quizá sea más interesante preguntarse por cómo funciona Watchmen a nivel conceptual. ¿Qué se nos dice, entonces, con este final?
Retrocedamos apenas un poco. El proceso que hemos llamado “civilización” ha llegado hasta nosotros en oleadas, a lo largo de los últimos diez mil años: la revolución neolítica, la división del trabajo, la ciencia, el capitalismo, la modernidad, la revolución industrial (nota: la penúltima, la antepenúltima y la anterior a esa son sinónimas). En el mundo ficcional de Watchmen, ese proceso desemboca en la creación de un “dios” (parece cómodo llamarlo así), el Doctor Manhattan: el proceso científico establece las condiciones de posibilidad de un experimento de “substracción del campo intrínseco” y, en virtud de estar en el lugar correcto (o equivocado) en el momento correcto (o equivocado), Jon Osterman se convierte en Dios (podemos intercalar el uso de mayúsculas y minúsculas y estaríamos diciendo algo). En otros relatos, ese “dios” se llama “Singularidad Tecnológica”, o “Skynet”, pero la idea es la misma: la inteligencia se autoperfecciona en herramientas de eficiencia creciente. Finalmente, esas herramientas (sean el proletariado, la mano de obra robot, el capital, las computadoras) ya no sirven al propósito de quien las diseñó, porque ha obrado lo que Nick Land llama “teleoplexia”: una inversión de fines y medios. Lo que antes era un medio de producción se vuelve un fin en sí mismo, y por tanto la economía de medios y posibilidades es reescrita, y con ella el sujeto “de la historia” que ella misma produce. El proletariado, en tanto medio de producción, hace la revolución para dejar de ser instrumental al fin o los fines dispuestos por la burguesía capitalista: de ahí en más la instrumentalidad queda reescrita y los fines son otros, fines “propios” al proletariado por decirlo así (en principio; lo que pasó en realidad en el territorio soviético, sabemos, fue que los fines consagrados fueron los de una nueva clase burocrática dominante, un proceso agudizado por el estalinismo y desplegado en su potencial máximo por la cleptocracia de la Rusia bajo Putin). En el caso del Doctor Manhattan, las condiciones que lo hicieron posible potencian la ciencia que las generó, ya que al producir al Doctor Manhattan producen también una aceleración en su avance: Manhattan, con su percepción ultrafina del espacio y el tiempo, investiga, trabaja, hace progresarla física, y esto parece equivaler a una curva exponencial (aunque, por supuesto, el sujeto de ese avance, como en el caso de Skynet o, en general, de los mercados que producen inteligencia, ya no es humano). De hecho, la primera vez que lo vemos en Watchmen (me refiero ahora a la novela gráfica) está ocupado con máquinas en un laboratorio, aislando quarks o quién sabe qué cosa todavía más profundamente enterrada en la trama del cosmos. Además, la ciencia que hizo posible al Doctor Manhattan se vuelve pronto la que permite la teleportación de la criatura alienígena falsa diseñada por Veidt y su equipo, entre otras cosas. Pero en este esquema, la herramienta (es decir Manhattan) parece seguir orientada en su teleología pre-revolucionaria, en tanto (aparentemente al menos) trabaja para el gobierno; buena parte de lo que cuentan los primeros capítulos de la novela gráfica, en última instancia, es la revolución, que culmina cuando el Doctor Manhattan se desgaja por completo de la humanidad (o casi por completo: el resto de la novela gráfica expandirá el residuo) y resuelve perseguir sus propios intereses.
Quizá ahí esté una de las fallas posibles de la novela de Moore y Gibbons, ya que el proceso “revolucionario” del Doctor Manhattan, apoyado en la premisa de su percepción del tiempo y del espacio y su omnipotencia lo alejan irremediablemente de la humanidad no deja de darse desde una muy humana pataleta. No queda claro, de hecho, qué tan “inhumano” ha llegado a ser Manhattan: quizá se trate de un proceso en curso, que tiene en su partida a Marte (donde no hace otra cosa que construir un reloj gigantesco, como el hijo de relojero que ha sido) una fase crucial. En cualquier caso, podríamos pensar que si nos interesa el cuidado y mantenimiento de cierta verosimilitud, lo cual no tiene por qué ser así, una percepción del tiempo y el espacio como la del Doctor Manhattan debería impulsar esa partida hacia lo inhumano de una manera mucho más drástica, y, en última instancia, la pregunta de por qué Doctor Manhattan no abolió la pobreza y la carencia queda respondida a medias. No lo hizo porque no le interesa la humanidad. Y no le interesa la humanidad porque él mismo ya es inhumano. Excepto, claro, que no lo es del todo, al menos durante buena parte de la novela. Incluso, la apelación final a los “milagros termodinámicos”, con su hiperhumanista premisa de que todos somos irrepetibles y únicos (en base a una comprensión errónea de la probabilidad por parte de Moore) y por tanto debemos ser salvados, parece contradecir el desinterés original de Manhattan, excepto bajo la noción de que esa cosa irrepetible y rara que somos ha de ser preservada por curiosidad o por una suerte de respeto a todo lo que sea único e irrepetible. Una lectura apresurada sería el doctor Manhattan recuperó su humanidad, pero la otra, que parece más compleja (desde su posthumanidad o inhumanidad se interesa por los seres humanos a un nivel que éstos en última instancia no pueden comprender, pero no por ello deja de estar presente), parece una solución narrativa algo apresurada, ya que presupone que un ser humano cualquiera puede hacerle entender al Doctor Manhattan algo que éste había sido incapaz de ver anteriormente y por sus propios medios, lo cual, dado lo que sabemos del personaje, es como mínimo problemático: nos devuelve a la percepción del tiempo del Doctor y al problema más amplio de su libre albedrío.
Pero quedémosnos con esta idea: el Doctor Manhattan habría sido capaz de inaugurar una era post-económica en la que la carencia ha sido abolida. Esto es así porque Manhattan puede sintetizar lo que sea y, por tanto, podría diseñar una máquina al mejor estilo Star Trek, con la que cualquier elemento (y después cualquier compuesto) pueda ser sintetizado a partir del hidrógeno por procesos de fusión nuclear. Anulada la carencia queda anulada la economía como la conocemos, y por tanto nociones de dinero, pobreza y capital (en su sentido más básico) desaparecen. Es una idea familiar: la encontramos por ahí como la utopía de la singularidad tecnológica, que puede ser planteada en términos aceleracionistas: quizá el capitalismo está arruinando el mundo, pero dar marcha atrás a su proceso sólo resolvería problemas aun no suscitados, de modo que acelerarlo, y ocasionar así que los mercados, en su afán expansionista desenfrenado y su impulso cibernético a la auto-optimización terminen por manufacturar inteligencia más allá de lo humano, podría desembocar en la creación de máquinas sí capaces de resolver los problemas ambientales. En otras palabras, las máquinas que diseñan máquinas aceleran el proceso intelogénico y, cuando menos lo esperamos, ahí está la IA todopoderosa, o sea Dios, que sabe como sanear tanto nuestra economía como la biósfera (porque, en rigor, no son cosas distintas).
Las objeciones no se hacen esperar: son fáciles de ver. Si bien no es este el lugar para debatirlas, vale la pena detenerse en la posibilidad de que lo que se objete es la pérdida de controlhumano y, por tanto, la idea de que esa “IA todopoderosa” eventualmente tenga objetivos no del todo compatibles con los “nuestros” o, mejor, con la mera presencia de los seres humanos en el planeta. Sin discutir esto, está claro de todas formas que dada una definición posible de esa IA, al menos en términos ficcionales compatibles con la noción de “Doctor Manhattan” en tanto entidad todopoderosa, la posibilidad de sanear los ecosistemas (y de paso de abolir la pobreza y la desigualdad) está presente, sea más o menos improbable en última instancia. Entonces, ¿por qué el Doctor Manhattan no inaugura una nueva historia, ya no guiada por la lucha de clases? La novela gráfica de Alan Moore responde que esto es así porque a Manhattan no le interesa.
La pregunta, en último caso, es pertinente porque resulta finalmente movilizada en Watchmen, la serie. Y es en esa discusión que aparece la idea más significativa propuesta en cualquiera de sus capítulos: que si alguien pretendeconvertirse en Dios (o un dios), se debe hacer lo posible para evitar que lo logre. Es interesante, por supuesto, que lo diga Adrian Veidt, quien se propuso ser lo más parecido a un dios que sus límites en tanto ser humano le permitieran; no menos interesante es que el hombre más inteligente del mundo termine imponiéndosele a la mujer más inteligente del mundo (su propia hija) para evitar que ésta adquiera los poderes en cuestión.
Ahí está el nudo político más complejo de la serie (el problema de la intervención, es decir: hay un nosotros que se debe imponer ante un yo que reclame para sí ciertos poderes, sin importar los objetivos declarados), y por tanto le debemos a Lady Trieu más atención. Se trata de una mujer que ha clonado a su madre para perpetuarla y, así (asumamos también que va a clonarse a sí misma llegado el momento) deshacer la noción de linaje en un loop cerrado madre-hija. Es decir: la hija engendra tecnológicamente a la madre y luego se perpetúa también a sí misma; después, llegado el momento, volverá a engendrar a la madre y así sucesivamente. Siempre hay una mujer del binomio viva, por lo que se ha alcanzado una forma de inmortalidad. No cuesta nada, además, imaginar una posible transferencia de recuerdos y, por tanto, de “identidad”: un sujeto pos-reproductivo, pos-biológico.
A la vez, la madre literalmente robó la simiente (y las resonancias mitológicas de esto nos llevan a Prometeo, que robó el fuego de los dioses para beneficio de la humanidad: eso que, en última instancia, el Doctor Manhattan no llegó jamás a hacer) para engendrar en ausencia del padre y del nombre del padre, extirpando a su hija del linaje patrilineal y por tanto de la lógica patriarcal. Incluso, llegado el momento, cuando la hija confronta al padre, éste le niega tanto la condición de hija (“no te llamaré hija mía”, dice Veidt) como el nombre: esa garantía de patrilinealidad que hace que las mujeres, en última instancia, carezcan de apellido, ya que el suyo no es sino el del padre (y el de la madre no es otra cosa que el del abuelo materno). Lady Trieu, entonces, crea su propio nombre, que no es el nombre paterno impuesto a su madre (llamada Bian My), para subrayar de alguna manera su substracción del orden patriarcal y la subsiguiente anulación de la reproducción (sancionada simbólicamente por el linaje patriarcal y su lógica familial) en favor de la replicación tecnológica. La lectura ciberfeminista es fácil de hacer: Lady Trieu y su madre forman un sujeto doble, poshumano, pospatriarcal. Como leyeron las ciberfeministas de fines de los noventa en la línea Luce Irigaray-Donna Haraway-Sadie Plant, la noción de la mujer como sujeto humano (de segunda, menor, débil, despojado, desposeído) es, después de todo, una creación nacida de la pretensión del patriarcado de autoperpetuarse. Más que propiciar que la mujer reclame el rol que le ha sido negado en la economía patriarcal, mejor hacer la revolución. Aquí no hablamos de proletariado sino de mujeres: herramientas, computadoras, sujetos no-humanos. ¿No había dicho William Burroughs que las mujeres no son humanas? La lectura fácil, y quizá apoyada en la data biográfica, vuelve a esta afirmación un gran ejemplo de misoginia (también Joyce había dicho que no temía a la mujer, sino que más bien dudaba de su existencia); convengamos, sin embargo, que hay otras lecturas posibles.¿Qué pretende Lady Trieu, en última instancia? Podemos creerle o no (como podemos desconfiar de la IA todopoderosa), pero lo que enuncia como propósito es hacer aquello que no hizo el Doctor Manhattan, o sea acabar con la escasez, el hambre y la desigualdad. Veidt interviene el proceso por el que Lady Trieu se hará con los poderes del Doctor Manhattan, amparándose en la idea (en última instancia desprendida de un “nosotros” patriarcal) de que quien pretenda ser un dios debe ser detenido siempre. Hay una ironía, por supuesto (Veidt sabe que él no fue detenido en su momento, aunque también quiso ser Dios), pero el contexto se expande si pensamos que ahora la que debe ser detenida es una mujer.
Es significativo que Watchmen (la serie) propone un 2019 no tan diferente al “nuestro”, lo cual no parece del todo compatible con la idea de un Doctor Manhattan produciendo tecnología hasta 1984; pero esa tecnología está allí (Lady Trieu puede diseñar una cápsula espacial de rescate capaz de descender en Europa, destino que parece hacer un guiño a tanto 2010 como 2061, de Arthur Clarke), escondida por las manos de ciertas instituciones y ciertos millonarios. El futuro llegó, pero no fue bien distribuido, como dijo en algún momento William Gibson; el proceso mismo del capitalismo, con su pauta emergente de desigualdad, hace que la tecnología de punta no sea en última instancia un bien democratizado, excepto en su versión formateada para el consumo a través de obsolescencia programada y el diseño atractivo o cute. Sólo una megamillonaria podría aspirar a convertirse en Dios, entonces o, dicho de otro modo, para convertirse en Dios hay que ser primero un megamillonario. ¿Pero por qué debería ser detenida Lady Trieu? ¿En nombre de quién o qué? Es significativo que haya sido su padre el que lo hizo: Veidt, que sólo la invoca en tanto hija en el momento de extrema necesidad (“sálvame, hija”). Es el padre quien corta el loop de inmortalidad poshumana femenina (como Alejandro, modelo de Veidt, cortó el nudo gordiano) y da el golpe definitivo a la pretensión deigénica. El proceso en desenfreno (la tecnología que crea un dios) es finalmente frenado: una conspiración humana detiene el advenimiento de lo superhumano, con éxito aparente: la última vez que Veidt había intentado anular a Dios, hacia el final de la novela gráfica, fracasó, porque no reparó en que sustraer el campo intrínseco era inútil, en tanto ya había sucedido antes y al momento de producir a Manhattan; esta vez, en principio, el freno humano a la adquisición de poder operó plenamente: el intento de Lady Trieu de romper las barreras de la finitud humana fue cercenado no por un proceso intrínseco o una pauta inmanente sino por una acción exterior, política. “No se debe querer ser Dios”, sentencia Veidt, en nombre del Aparato de Seguridad Humana. Y a continuación, un palurdo sureño representa un nivel todavía más bajo de esa Seguridad al noquear al hombre más inteligente del mundo para decir a continuación, con ese acento permanentemente al borde de la caricatura, que “hablaba demasiado”. Como chiste acaso valga la pena, pero ya se ha dicho que los chistes ocultan ideología y que toda ideología que prefiere ocultarse debajo de un chiste suele ser una ideología reaccionaria.
Sin embargo, hacia el final de la serie (y de manera más privada) es una mujer la que “recibe” los poderes. Manhattan, que no ha engendrado en términos de reproducción biológica (en su avatar humano ha adoptado tres hijos), se replica a través del huevo imbuido de sus poderes. Angela, en última instancia, se apura a comer el huevo, sabiendo que si todo sale como ella cree, se convertirá en Dios. El deseo de ser más, por decirlo así, está ahí. Resta saber si ella hará lo que Lady Trieu prometió, o si la inhumanidad implícita a la “condición Manhattan” la apartará de ello, como podemos pensar que sucedió con quien fue Jon Osterman (quien, por cierto, nunca deseó, que sepamos, ser Dios).
En última instancia, la serie pone en acción al Aparato Humano de Seguridad, encarnado en Veidt, para prevenir lo que en otros contextos llamaríamos la Singularidad Tecnológica. Esa “seguridad” implica conservar el status quo y, por tanto, mantener en su lugar a la clase dominante, en lugar de movernos hacia esa post-economía que anulará la lucha de clases. Si bien su final abre nuevas posibilidades (“nada termina nunca”), lo representado durante Watchmen es el relato de una revolución sofocada, un poco en la misma línea que el final de Game of Thrones; pero allí donde esta última esbozó con cierta claridad tres salidas de esa pauta iterativa (la “rueda” a la que alude varias veces Danerys), en Watchmen no tenemos otra cosa que el (manido, predecible) recurso de un final abierto en la mejor tradición del trompo que gira o no gira de Inception. Si me preguntan por la revolución, por poner palabras en la boca del creador de Watchmen, Damon Lindelof, les digo (lennonianamente) tanto que sí como que no. O, mejor, que después. Que todavía falta. Como la llegada de los Grandes Antiguos o el triunfo definitivo de Skynet, postergado película tras película.
The Mandalorian, El ascenso de Skywalker
¿No fue Baby Yoda la entidad ficcional más exitosa del año en términos meméticos? Quizá haya cientos de personas tomándose fotos en las escaleras que conectan las avenidas Shakespeare y Anderson en el Bronx (de hecho ya se las conoce como “escaleras Joker”), pero probablemente hay todavía más enternecidas y fascinadas por el bebé Yoda; se puede sugerir que el Joker lleva bastante tiempo permeando la cultura pop pero que la idea de un Yoda bebé, un miembro de la misma especie digamos, es, más que nueva, el objeto de un deseo geek nunca satisfecho del todo.
Esto último merece una breve (o no tan breve) discusión. ¿Es “Yoda” un nombre propio o el de una especie? ¿Es único en ese sentido el maestro de los jedi? Star Wars propone “tipos” de alien diferentes e incluso de aquellos que no volvemos a saber gran cosa entendemos la diferencia entre nombre propio y nombre genérico: así, Watto es un toydarian, Sebulba es un dug, Chewie es un wookie, Jabba es un hut, y así sucesivamente. Pero de Yoda sólo sabemos su nombre, y si bien no hemos visto muchos dugs o toydarian (sí unos cuantos wookies), esas especies están establecida como tales, a diferencia de sea cual sea la de Yoda, que bien podría ser un individuo único. Esta condición puede provenir de ser el último vivo o de simplemente no tener par, haber sido producido como entidad singular. El niño (“the child”) de The Mandalorian parecería refutar esa idea, en tanto vemos otro Yoda, deliberadamente distinto al que conocemos.
Es cierto que a un nivel más profundo en la escala geek es conocida la existencia de “Yaddle” (en la novela The Shadow Trap, de la serie Jedi Quest, y también fugazmente en una escena de La amenaza fantasma), pero está claro que su presencia en la cultura pop entendida de manera más general es nula, y en última instancia las novelas no necesariamente integran el “canon” narrativo de Star Wars, del mismo modo que los “midiclorians” propuestos por La amenaza fantasma no fueron mencionados de nuevo en las películas posteriores y, por tanto, podemos pensarlos como “borrados” de la continuidad.
Siguiendo con esta línea podemos hacer números. La acción en The Mandaloriantranscurre cinco años después de los eventos de El regreso del Jedi, y por tanto cinco años después de la muerte de Yoda en Dagobah, pero el niño, se nos dice, tiene unos cincuenta años de vida, por lo que debió nacer cuatro décadas y media antes de la muerte del otro miembro conocido de su especie. De manera más o menos explícita, entonces, son dos entidades diferentes, que coexistieron durante cuarenta y cinco años. La “especie” a la que pertenecen (de la que ahora sabemos su larguísima infancia, compatible con su longevidad extrema) cuenta con dos miembros, y en ambos se dan características similares en relación a la “fuerza”.
En cualquier caso, la serie The Mandalorian llega a nosotros notoriamente después de que Yoda sea para nosotros un espectro más, tal y como aparece en el final de El regreso del Jedi y en la trilogía de secuelas; la “revelación” de que hay al menos otro miembro de la especie de Yoda queda realizada, es decir, después de décadas en las que dábamos por finalmente muerto al personaje, por más que habíamos vuelto a verlo en eventos anteriores a la trilogía original; si dejamos de lado la lógica narrativa lineal y sus cuarenta y cinco años de coexistencia, el bebé Yoda viene a aparecer después de la muerte del otro miembro de su especie, y en ese sentido opera, a menos a nivel del imaginario pop (ya que no al nivel estrictamente narrativo del universo Star Wars) como un regreso, casi, diríase, como una resurrección (y para esto tampoco importa gran cosa la posible existencia de Yaddle).Esta noción habilita o apuntala un pensamiento de tipo cíclico, una historia que recomienza una y otra vez y que cuenta esencialmente lo mismo, por más que sean introducidas variaciones. Ahora bien, esta idea ha sido explorada por la saga Star Wars de varias maneras. Por ejemplo, es fácil encontrar el parecido esencial entre El despertar de la fuerza y Una nueva esperanza, y aunque también sea fácilmente explicable en términos de dinámicas entre productores y fans, de deseo y realización, el hecho es que eventos similares vuelven a pasar. Anulada la amenaza del imperio, otra fuerza oscura toma su lugar. En El ascenso de Skywalkerentendemos que un mismo personaje (el emperador) fue el agente de ambas instancias del mal, pero su final puede resultar tan definitivo como el que nos ofrece el desenlace de El regreso del Jedi. De hecho, la muerte del emperador era definitiva en aquel episodio seis, y si algo hace su retorno (y su muerte) en el noveno es socavar esa condición. El emperador, en tanto realización definitiva de la condición Sith (o incluso de todos los Sith) podrá volver en tanto haya un “lado oscuro” de la fuerza. Y nada indica que ese lado oscuro pueda ser “destruido”: la profecía del “equilibrio”, después de todo, nunca quedó del todo clara: en tanto posibilidad abierta de interpretación o de resignificación, siempre será posible darle una vuelta de tuerca más.
Los episodios uno al seis, es decir la trilogía de las precuelas y la trilogía original, pueden pensarse como la historia del padre (Anakin), mientras que los episodios cuatro al nueve, la trilogía original más la trilogía de las secuelas, se ofrecen como la historia de los hijos, Luke y Leia, y su progenie, tanto en términos reproductivos (Kylo Ren) como simbólicos (Rey). Una proyección lineal de estas nueve instancias equivale a continuar la historia más allá de lo ofrecido en el último episodio; sobre esta línea, por otro lado, parece quedar sugerido un retorno o lógica cíclica, que hace de la trilogía de secuelas una vuelta a los eventos de la trilogía original, una “variación”, por decirlo así. Esto queda especialmente a la vista en los episodios siete y nueve, que por momentos recrean sus predecesores cuatro y seis; curiosamente, el episodio dejado de lado, es decir el octavo, propone (más allá de su narrativa en sí) una lectura que tanto rompe esta línea como la reinstaura. Su final, con los niños que observan el espacio, la fuerza siendo canalizada por uno de ellos y, además, con el final heroico de Luke, parece abrir la posibilidad de una novena película muy diferente a la que se nos ofreció: de hecho, esos niños que miran el cielo podrían apuntar a precisamente ese mismo retorno al comienzo que parece sugerir el bebé Yoda: todo empezará de nuevo, de manera diferente y a la vez igual, porque hay una pauta cíclica en la historia de este lado oscuro y lado luminoso de la fuerza y sus avatares.
Las razones por las que El ascenso de Skywalker se inscribió en una pauta más claramente lineal en relación a sus predecesoras puede ser explicada en los términos aludidos más arriba de la relación entre mercados y producción cinematográfica, y su trama ha sido descrita como un fan service a los detractores más activos de los episodios precedentes, el octavo en particular (que parecía, efectivamente, intentar moverse más allá de la trilogía original de lo que sus fans más conservadores, es decir la mayoría de sus fans, estaban dispuestos a tolerar). Esta mecánica del mercado y la producción funciona en el espacio de las redes sociales, donde toda reacción se abre camino hacia la exposición pública y, por tanto, habilita una alimentación de información que afecta al proceso productor. Lo cierto es que en lugar de seguir una línea se siguió otra: un ciclo de variaciones hilvanadas (por decirlo así) se prefirió a una variación más radical en la que los mismos acontecimientos se repitieran mucho después y/o con otros personajes.
¿Pero esto atenta contra la posible circularidad de la saga Star Warspensada del modo más general posible? Hay quizá una cualidad cíclica todavía más amplia, que enmarca todas las recién consideradas y, de alguna manera, las permite o alimenta. Desde el comienzo, Star Wars fue una historia ambientada hace mucho tiempo en una galaxia muy lejana. Sin embargo, la imaginería movilizada, con naves espaciales, pistolas de rayos y expansión galáctica, es codificada fácilmente, a través de la ciencia ficción, como señal del futuro. A esto cabe sumar la recreación de escenarios tomados tanto del western (como lo hace especialmente bien The Mandalorian, con situaciones que reproducen westerns típicos o incluso subgéneros del western, por ejemplo el esquema de Los Siete Samurais en el cuarto episodio) como de la fantasía épica (no en vano en su reseña de Una nueva esperanza, por entonces apenas Star Wars, J. G. Ballard habló de “hobbits en el espacio”) y sus resonancias medievales o míticas, para construir una suerte de solución de continuidad futuro-pasado que puede ser resuelta apelando a una circularidad o condición cíclica del tiempo: nuestro futuro es finalmente igual a nuestro pasado, o lo que dábamos por pasado resulta ser el futuro, como si el mito de la Atlántida estuviese por delante nuestro y no (o, mejor, también) por detrás. La aparición en la cultura pop del bebé Yoda, simultánea con el final de la saga (las nueve películas han sido propuestas como la Saga Skywalker), parece sugerir esto una vez más.
Todd Phillips, Joker
¿Entonces? Preguntémonos mejor por qué Joker ha recibido los elogios que ha recibido y de dónde obtiene su éxito y su poder de seducción. Para responder esta pregunta resulta inevitable confrontar al Joker de Phoenix con su predecesor cinematográfico pre-inmediato (el inmediato sería el de Jared Leto) a cargo de Heath Ledger, que en su momento desató una tormenta pop de remeras, cosplay y tatuajes. Pero hay más que alusiones fáciles y disfraces de Halloween: ambos Joker parecen fácilmente postulables como antitéticos, hasta el punto que el de Phoenix/Phillips es pensable como una reacción al de Ledger/Nolan, un “correctivo humanista” por decirlo así. Detalles sórdidos a continuación.El Joker de Ledger, para empezar, carece ostensiblemente de origin story: él mismo cuenta cómo se hizo las cicatrices que traman su sonrisa dos veces a lo largo de la película, y lo hace de dos maneras diferentes: porque su papá le pegaba a es el padre el que marca al niño, en la segunda el niño, ya adulto, quien se marca. En la primera se es víctima, en la segunda víctima/victimario; en la primera el mal está ante todo afuera y en la segunda tanto afuera (la mafia) como adentro; en la primera el acto del padre es desproporcionado a todo lo que damos por la manera en que ha de tratar un padre a su hijo (y a su esposa, y a cualquier ser humano), en la segunda el acto del Joker es desproporcionado a la reacción que podríamos pensar “lógica”, “racional” o incluso “normal” ante lo sucedido. La desproporción es planteable en ambos casos desde la idea de locura, y por tanto la locura es siempre anterior: sea la del propio Joker que se corta la sonrisa para no ser distinto a su mujer o la del padre que deforma a su propio hijo después de que este defendió a su madre; esa locura anterior vuelve de alguna manera “explicable” el mal, aunque sea una forma de no-explicación esencial (“lo hizo porque estaba loco”), y postula una sombra de inimputabilidad (para eso está el manicomio Arkham en lugar de la prisión o de la silla), aunque Nolan no la explota: esa locura no queda presentada, después de todo, en términos de una causa social sino que simplemente está ahí. En cualquier caso, incluso si se hubiese presentado esa locura como causada, o ese mal como producto, la superposición de las dos historias disuelven el gesto. No pueden ser verdaderas las dos, así que probablemente no lo sea ninguna.El Joker de Phoenix, por otro lado, sí tiene una origin story, y la película precisamente (en lugar de apelar a un Joker ya originado/producido) nos la cuenta. Ahora la locura ya no es un excedente simbólico (el Joker de Ledger no necesariamente parece “loco” al hablar sino más bien articulado, inteligente, y nadie salvo él mismo usa la palabra “loco” para designarlo, sino más bien la palabra “freak”): es un lugar que se habita a pleno y desde el comienzo. Arthur Fleck inspira lástima antes que nada, y si después pensamos que hay una voluntad de dar rienda suelta al impulso asesino, está claro que sólo estando loco se haría algo así. Incluso queda sugerida la posibilidad de que toda la película haya sido un delirio (como lo fueron las citas con la vecina), y el principal argumento a la hora de eliminar esa posibilidad no es otro que Bruce Wayne: esto en efecto pasó porque él habrá de ser Batman. La origin story de este Joker, entonces, es una historia de locura y descuido maternal y abuso sexual: podríamos pensar incluso que Thomas Wayne en efecto está construyendo la idea de “locura” en una mujer para volverla irrisoria y descartarla de su vida para ocultar al hijo bastardo, pero la película, si bien lo sugiere, no se esfuerza por mantener esa hipótesis, más allá de la fascinación inherente a la idea de que Batman y el Joker puedan ser hermanos. En cualquier caso, queda en manos del espectador pensar que el argumento de la adopción es lo suficientemente fuerte como para descartar las dudas, o que Thomas Wayne (el villano de la película, por otra parte), con su poder de hombre blanco rico, se ha encargado de saltar por encima de la ley y ordenar las apariencias según le conviene. En cualquier caso, la segunda escena de la historia (la primera es la de la posible relación entre Penny Fleck y Thomas Wayne) es la del abuso y la madre mentalmente perturbada que obra a modo de cómplice del abusador. La historia familiar es de hombres que abusan (Thomas Wayne abusa de Penny, la pareja de Penny abusa de Arthur, Penny abusa psicológicamente de Arthur, la sociedad entendida como la posibilidad de un bully en cada esquina abusa de Arthur) y de mujeres sobre las que se arroja la mortaja de la locura: un niño abusado y después loco. Sumamos una vida de abuso sostenido por parte de los otros. Payasos mala onda, psiquiatras indiferentes, una sociedad hostil, un orden social en el que los ricos perpetúan su riqueza generando aún más desigualdad a través de la austeridad. Fleck está loco, entonces, y tiene lo que podríamos llamar “razones” para estarlo.
Fleck, es decir, tiene una historia, y una fácilmente planteable en cuanto a una agenda política. Es un individuo en términos de producción social de un marginal, de un outcast, el sujeto herido por una sociedad despiadada, vulnerante: la locura y la depresión (“nunca estuve feliz en toda mi vida”) como producto del capitalismo neoliberal sería el caso general, pero el abuso y la locura materna son el caso particular (compárese con la presencia de las madres humilladoras en Mindhunter). En la intersección de ambas zonas hay una historia específica, la de Arthur Fleck, quien pide ser llamado “Joker” porque así se refiere a él su ídolo (un Robert DeNiro en piloto automático que podría haber sido remplazado por cualquier actor si no fuera porque convenía subrayar un poco más la referencia a The King of Comedy), despectivamente.
El Joker de Ledger no tiene historia: emerge de la nada como un epifenómeno, y en tanto persona, en tanto individuo, en realidad no está allí. ¿Cuál es su plan, su ambición, su deseo? ¿Cómo se configura su agencia? A lo largo de la película tanto reacciona como configura esquemas eventualmente incorporados a otros esquemas más grandes: ¿pierde al final, cuando Batman desmantela el que tomamos por su verdadero plan? ¿O el plan era otro? Un plan es algo que alguien planea, pero en el caso del Joker de Ledger no está claro que haya un “alguien” más allá del cuerpo, del objeto biológico por decirlo así. ¿Es un individuo el Joker de Ledger? Después de todo, ingresa a la película por la via de la replicación: entendemos que la multiplicación de caretas de payaso es parte del proceso diseñado para ser el último hombre en pie, al final del robo; también hay otros (falsos) Batman en la película, pero los falsos Joker están al principio, como si el “verdadero” emergiera de una bruma indeterminada donde se puede ser uno y ser muchos a la vez. En la mejor escena de la película el Joker establece (y el detalle último y acaso genial de esto es que no podemos estar seguros acerca de si creerle o no) al caos como su móvil y su desprecio por todos los que planifican: por todos los que pretenden movilizar una agencia e imponer una “voluntad”. Desde estas ideas, el Joker no desea sino que actúa, no planea sino que reacciona. ¿El dinero obtenido? Lo quema. Eso sí, sólo la mitad que le corresponde.
El Joker de Phoenix, en cambio, es su historia, la producción-de-sí, que es lo que se nos cuenta. Es que, una vez más, es el origen lo que se nos cuenta, como sugiere el epílogo en plan comedia slapstick: para que el Joker sea el Joker, debe volver, debe escaparse de Arkham. De otro modo sólo es un payaso que mató gente, y en rigor el Joker es o debe ser más que eso.
El Joker de Ledger es un proceso, el de Phoenix una persona. Si algo hace la película de Phillips, entonces, es humanizar al monstruo, hacernos entender por qué. Sí, es espantoso lo que hizo, pero hay una causa, una razón, y esa causa y esa razón son la historia del personaje, son lo que lo hace un individuo y, por tanto, son el personaje. Hay una apelación al realismo representativo: se nos dice por qué los personajes hacen lo que hacen, en otras palabras porque son ellos mismos y su historia. Hace unos cuantos meses se ponía en duda el “realismo” –en este sentido específico– de Daenerys Targaryen en su fase destructiva: ¿era verosímil para el personaje? Más allá de qué podamos responder, esta noción de realismo basado en la verosimilitud es el eje de la representación del Joker en la película de Phillips. Un Joker realista, un Joker humanizado. El Joker de Ledger es un Joker posthumano: su potencia está en la aceleración del proceso, en la tendencia en desenfreno a prender fuego al mundo, que solo puede ser corregida por Batman en tanto freno, por el equilibrio homeostático entre Batman y el Joker. Si el Joker regresa (el proceso siempre vuelve en oleadas, y la tendencia es a que la fuerza de las olas aumente, como en una carrera armamentística), Batman deberá estar ahí para detenerlo. Ambos escalan: cada vez más fuertes, cada vez más monstruosos, en una competencia acelerada. “Esto tiene que terminar”, le dice Batman al Joker en Killing Joke, una novela gráfica que, en el contexto más comprometido de los comics en tanto comics (en oposición a adaptaciones cinematográficas), comete el error de, precisamente, dar al Joker una origin story todavía más deslucida: casi sin locura, casi sin abuso, el problema principal del Joker de Moore es que sus chistes no hacen gracia y su esposa está embarazada. Finalmente es la inmersión en los desechos tóxicos lo que le termina de dispararle la locura, y ahí es que la historia del Joker comienza de verdad (“a veces lo recuerdo de otra manera”, aclara el Joker al final, porque, como ya hemos dicho, el viejo Moore siempre es astuto), para que, finalmente, intente replicar su proceso generador de Locura en el pobre (y al final fuerte) Gordon. Para Batman, sin embargo, no se puede seguir así. ¿Mata al Joker al final de la novela gráfica? Eso –y aquí Moore acierta con tanto brillo que le perdonamos la recaída previa– es lo no narrable.
(Como, Tim Burton no entendió nada. Y además el FX de la caída del Joker de Nicholson, el peor de todos los Joker, era infame incluso en 1989).
¿Dónde está la potencia pop del Joker de Ledger? Precisamente en su posthumanismo, en el vértigo de la aceleración, en clavar el pie en el pedal. En el fondo, Alfred se equivoca: no es que algunos hombres quieran ver el mundo arder. Es que todos lo queremos, y eso es lo que Freud encontró más allá del principio del placer. La seducción de la caída, la liberación de todo impulso, la desaparición de toda represión.
¿Y la potencia pop del Joker de Phoenix? Podríamos pensarlo como el correctivo erótico al Joker tanático de Ledger. Quizá en el fondo siempre vamos a querer que se nos reconforte con las ideas de que si no estamos en control al menos podemos saber por qué, y que la culpa será de los demás, de los hombres blancos ricos que, como el señor Burns, se frotan las manos y ríen satánicamente en la convención del Partido Republicano, junto a Drácula y a Rainier Wolfcastle; siempre es reconfortante pensar que esta colección de células (de moléculas, de átomos) que somos es por sobre todas las cosas y ante todo un individuo con deseo, historia y volición. De alguna manera, el Joker de Phoenix devuelve al personaje a la órbita de lo humano y por tanto hace la tarea del humanismo. El proceso es acaso inevitable (en tanto la cultura no hace otra cosa que producir lo humano como modo de supervivencia grabado en nuestros genes desde la sabana africana hace tres millones de años o quizá más atrás todavía), pero, como el Joker y Batman, su enfrentamiento en olas es una carrera armamentística. Ambas películas, The Dark Knight Returns y Joker, son productos culturales poderosos y exitosos a la hora de influir el imaginario colectivo y su cultura pop: la efectividad de una, en última instancia, también se debe a la otra.
Pero cabe pensar que hay más. En una carrera armamentística, cada fase debe superar a la precedente, y como en aquel cartoon de Tom y Jerry, se trata de producir bombas cada vez más grandes. En cierto sentido, la película de Phillips potencia su labor apelando a circuitos culturales más antiguos y por tanto más exitosos (en tanto han sobrevivido más tiempo). Uno de esos circuitos es el que produce, alimenta y vuelve a poner en circulación a la figura de Pierrot. En Joker, este personaje de la Comedia del Arte es movilizado en tanto la figura del Payaso Triste, dañado por el mundo. Pierrot es, qué duda cabe, uno de los personajes recurrentes (como el Quijote, el Capitán Ahab y el Coronel Kurtz) de la narrativa en el sentido más general. Pierrot es el hombre excluido de los procesos de la civilización, aquel que no hace en el sentido que “hacer” puede cobrar en el contexto de la modernidad capitalista, es decir produciren términos económicos y sobre todo materiales; Pierrot es el inútil, el que en la gran división del trabajo posneolítica puede sobrevivir solamente porque otros se encargan de lo importante, y por tanto su única opción son las artes, en particular las que puede practicar con no otra herramienta que su cuerpo (él, por tanto, es su propia herramienta y su propio medio de producción) y que le procurarán tanto un salario magro como el desprecio del mundo burgués. Pero entre otros marginados, artistas y bohemios, Pierrot es además el que sufre su condición, quizá en virtud de una falla esencial. No es el bribón, el rufián que trabaja en el circo o el punguista (por usar un término tan común en el Uruguay de la década de 1980) que roba incautos en las fiestas del carnaval; es el payaso triste, que siempre espera del mundo aquello que los demás, más despiertos, han aprendido a entender que el mundo no habrá de dar. Pierrot, en ese sentido, es la expresión máxima del drama implícito a pensarse un individuo: ¿por qué a mí? ¿Por qué a mí no? Quien espera algo del mundo se asume merecedor de aquello que el mundo terminará por no darle: se asume en el derecho de recibir eso que no se dará. Pierrot se sabe llamado a un destino superior: después podrá jugar la carta de una sensibilidad artística y superior a la del resto de los mortales, pero a diferencia de Arlequín, que sí es un bribón y un pícaro, Pierrot es incapaz de poner en juego un paliativo a la imposibilidad de resignarse por la indiferencia cósmica y la maldad humana. Es, por tanto, la víctima ideal, y Arlequín siempre se llevará a Colombina, y Pierrot siempre quedará solo, triste y sin un peso. En los versos de Jaime Roos: “te largan a la cancha sin preguntarte si querés entrar/ por si fuera poco, de golero / toda una vida tapando agujeros / y si en una de esas salís bueno / se tiran al suelo y te cobran penal”. Buena parte del drama de la generación X y su querella contra “el mundo” o su variante política “el sistema” es, precisamente, que no hay manera de lidiar contra ese “ellos” que “te largan a la cancha”, salvo cuando se encarna, por decirlo así, en una figura específica, que en el caso de Pierrot suele ser Arlequín. A la pregunta de ¿qué hacer?, entonces, caben varias respuestas. Está la tristeza irremediable asociada al personaje en sus formulaciones más clásicas, que desembocan en la idea de bohemia y en la nostalgia (una vez más, “Brindis por Pierrot”, de Jaime Roos, es ejemplar), y en tanto esa tristeza no se quiebre en alguna forma de acción nos mantenemos en los límites del personaje en su sentido convencional; es cuando esa tristeza se rompe que las cosas se ponen interesantes. En Joker, la figura que se construye a partir de Pierrot es la del payaso asesino, que devuelve al mundo la violencia y el desprecio que (según él mismo entiende) el mundo le ha infligido. Pierrot es un asesino serial en potencia o, mejor dicho, la cultura produjo la figura del “asesino serial” apelando a Pierrot en tanto origin story. Todos esos asesinos en serie, después de todo, tienen sus historias personales de abuso y dolor: igual que Arthur Fleck.
La película de Phillips obtiene buena parte de la efectividad de su figura central en la apelación a una figura tan exitosa en términos culturales como Pierrot. También intenta apuntalar esto por otros medios: por ejemplo, la elección de la década de 1970, y la representación visual de esa época a través de los tonos que asociamos a polaroids viejas y a la calidez de lo analógico ya algo deteriorado, hace de alguna manera más comprensible o legible la trama, llevada a un pasado lo suficientemente lejano como para haber adquirido ya una forma estilizada en el imaginario colectivo y, a la vez, lo suficientemente cercano como para no caer del todo más allá del horizonte hauntológico: aquel que nos permite evocar ciertas épocas como problemas no del todo resueltos aún (pensemos en la caída del estado de bienestar en el Reino Unido, por ejemplo) que podemos pensar como fundantes de nuestra época y, por tanto, fantasmas que todavía recorren la proverbial Europa. Si la película transcurriese en los ochenta, como Mandy o Beyond the Black Rainbow, los futuros concebibles que proyectaban esos años en términos de potencialidad tecnológica y de producción de sujetos posibles parecerían todavía inquietantes y en última instancia weird. La elección de los setenta tardíos es hábil, por lo tanto, del mismo modo que las representaciones de la arquitectura urbana como algo inmenso, desbordante, casi natural en su desproporción con la escala humana. La ciudad deshumanizada contrasta con la humanización del monstruo, y la escena final de la multitud de payasos aclamando al Joker parece restituir la fe en la movilización, en la causa social, en la lucha contra la opresión capitalista. El hecho de que hayan elegido a un Pierrot devenido asesino serial es, por supuesto, el revés pesimista de la película, pero también es interesante leerlo en relación con el cinismo pseudorevolucionario de Bane en The Dark Knight Rises.