Ramiro Sanchiz's Blog, page 2
April 24, 2022
Ulysses y el siglo XXI
El siglo XX fue el siglo de Ulises.
De hecho, si comenzó con la Primera Guerra Mundial (una vez le preguntaron a Joyce qué había hecho durante la guerra; su respuesta fue “escribí Ulises, ¿qué hizo usted?”), el bautismo de fuego literario del siglo XX fueron los 18 capítulos de esta epopeya (hiper)moderna, que comienzan en una torre en Sandycove, suburbio de Dublín, y terminan por partida doble en el cosmos y en la historia y los mitos, con un epílogo y resumen a cargo de un cuerpo femenino, menstruante y erotizado al borde del sueño; 18 capítulos, por cierto, que vuelven a narrar la Odisea, otro territorio fundante de literatura(s), en las calles de Dublín y se contagian de Shakespeare, Sterne, Swift y Dickens, por nombrar solo algunos de los escritores cuyo ADN textual es hackeado por la maquinaria viral del libro de Joyce.
Otra anécdota joyceana: en sus tantas noches de bar en París le contaba a sus compañeros de bebida que después de escribir el capítulo ocho, esa fuga textual que remite a las Sirenas de la Odisea, por mucho tiempo le había resultado imposible escuchar música. Cada capítulo, añadía, había dejado un campo arrasado, una scorched earth digna de la más oscura literatura posapocalíptica. ¿Qué hacer a continuación, entonces? Para Joyce la respuesta fue fácil: si el Ulises había sido el libro de un día (el 16 de junio de 1904), la única salida lógica era escribir el libro de una noche o, mejor, el libro de la noche, y así ese mismo 1922 comenzó a escribir Finnegans Wake, libro por fuera de todo género o matriz de géneros (o acaso género en sí mismo), que le llevaría 17 años terminar.
Pero para los demás sólo cabía volver a la tierra arrasada y esforzarse sobre los monstruos que nacerían de ese escándalo radioactivo y mutágeno. Así, todas las literaturas (primero la de lengua inglesa, después las demás) se volverían joyceanas (sea en sentido epigonal o parricida, pero siempre desde alguna forma de relación con Ulises), produciendo la idea de que en aquel libro de 1922 estaba el futuro. Los ejemplos son fáciles de listar: William Faulkner, William Burroughs, Arno Schmidt, Thomas Pynchon y David Foster Wallace son los más evidentes, pero también en la ciencia ficción de los años sesenta el modernismo joyceano dejó su marca, particularmente en la obra de Robert Silverberg (que escribió el monólogo interior de un telépata que está perdiendo sus poderes en la novela Muero por dentro, que refiere al Ulises tácita y también explícitamente), John Brunner (en su monumental Todos sobre Zanzíbar, que podría pensarse como una proliferación brutal del capítulo 10 de Ulises) y Brian Aldiss (que retoma la conexión Joyce-Burroughs en A cabeza descalza, y de paso joyceaniza todavía más notoriamente al Nouveau roman en su Informe sobre probabilidad A); del mismo modo, la literatura hispanoamericana tiene su primer momento joyceano en Adán Buenosayres, de Leopoldo Marechal (o en el Borges del cuento “El inmortal”, que es una suerte de condensación extrema de Ulises), pasa por Tiempo de silencio, de Luis Martín-Santos, estalla en la conexión faulkneriana del boom (desde Fuentes a García Márquez, pasando por Onetti, pero también en la deslumbrante Clarice Lispector), se expande en la obra de Julián Ríos y, acaso más memorablemente que nunca, deslumbra en Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante.
Más sutil, pero no menos productiva, es la impronta joyceana en Angela Carter (novelas como El doctor Hoffman y las infernales máquinas del deseo y La pasión de la nueva Eva pueden ser leídas desde el capítulo 15 de Ulises), Helen DeWitt (su novela enciclopédica El último samurai está enchufada directamente al capítulo 17 de Ulises), David Mitchell, Don DeLillo, Mark Z. Danielewski y el Alan Moore de The Black Dossier y Jerusalem, cuyas parodias de estilo hilvanan al Joyce del capítulo 16 de Ulises con el Orlando de Virginia Woolf y el Frankenstein desencadenado de Brian Aldiss. Incluso escritores que problematizaron de alguna manera la figura de Joyce, como J.G. Ballard (“El Ulises de James Joyce tuvo una enorme influencia en mí, casi enteramente para mal (…) carece curiosamente de imaginación y (…) no logra despertar emoción en el lector (…) pero, aunque no sea la mayor novela del siglo XX, ciertamente es la mayor obra de ficción”, escribió en 1990 para The Guardian, artículo recogido en su compilación de artículos Guía del usuario para el nuevo milenio, publicada en español en 2002 por Minotauro), replicaron su impulso más experimental y anticonvencional, el propio Ballard en La exhibición de atrocidades, uno de los libros más arduos y fascinantes de la segunda mitad del siglo XX.
¿Y el siglo XXI? Parte de la respuesta es tan simple como decir que basta con mirar esa otra literatura que no circula por los canales más consabidos y visibles sino en las vías más laberínticas de la escritura experimental. El australiano/checo Louis Armand, por ejemplo, además de haber escrito dos novelas-mastodonte de evidente “joyceanidad” (Vampyr y The Combinations), ha dedicado numerosos artículos de crítica literaria y ensayos a mapear la influencia reciente de Joyce sobre la tradición experimental. Del mismo modo, la escritura hipersticional e hiperficcional del español Germán Sierra y los estadounidenses Jake Reber y Mike Corrao retoma la línea Joyce-Burroughs puesta al servicio de la teoría-ficción a partir de los escritos del colectivo CCRU, activo durante los años noventa en la universidad inglesa de Warwick.
Sin embargo, responder que la influencia de Joyce queda arrinconada a la escritura experimental por lo que va del siglo XXI es ver apenas el lado oscuro de la Luna, para lo cual, naturalmente, hace falta un satélite. Pero simple vista la influencia de Joyce, más camuflada, más camaleónica, sigue permeándolo la literatura entera, por más que más de un escritor despistado y peninsular –como el pobre y tonto Kiko Amat– diga que el libro es “un galimatías, simple y llanamente” o que por tener más de 200 páginas ha de ser sentenciado ilegible. Entonces, así como no hace falta leer el Quijote para leer al Quijote, o pasar por las cientos de páginas de Moby-Dick para haber leído Moby-Dick–porque la tradición literaria ha leído a ambas por nosotros, y nos llegan replicadas y reescritas desde otros tantos libros– Ulises está en todas partes, desde Saul Bellow hasta Marosa DiGiorgio, pasando por Joseph Heller, Rick Moody, Michael Chabon, Susana Clarke y Neil Gaiman. Está por ejemplo en Ducks, Newburyport, de Lucy Ellmann (un monólogo interior compuesto por una única oración de más de 1000 páginas, interrumpida por breves relatos de la vida de un puma), y también en Leñador, de Mike Wilson (una enciclopedia sobre la vida y el arte de los leñadores), libros que, si bien el mismo lector despistado de unas líneas más arriba podría acusar de “experimentales”, hay que recordar que han sido éxitos de venta publicados por editoriales mainstream, a diferencia de los ya mencionados Reber, Corrao, Sierra y Armand, que publican con editores especializados en escrituras no convencionales.
Quizá valga la pena concluir lo siguiente, entonces: Ulises no es sólo un monumento a la escritura experimental sino, y por sobre todo, una summa de la tradición precedente, una verdadera enciclopedia de la literatura en inglés y, apenas en menor medida, de la literatura europea en general; si el libro buscó construir el futuro, lo hizo recapitulando el pasado y construyendo sobre sus capas y capas de texto, a hombros de gigantes. Cualquiera que escriba un libro que no de por sentada su lengua, su canal, su circuito, su tradición; cualquier libro que no se instale en la transparencia más absoluta con respecto a su arte, es decir, está escrito sobre Ulises, vale decir a partir de Ulises. Así, el libro de Joyce no sólo pertenece menos a la literatura que a la historia de la literatura (por parafrasear a ese Borges que no podía ocultar su amor/odio/encandilamiento/fascinación por su colega irlandés) sino que, a todas luces, es la historia de la literatura.
Quizá por eso sigue adelante.
Quizá por eso seguirá con vida.
No es tanto, entonces, que Ulises ha terminado hoy 2 de febrero de 2022 de entrar al siglo XX; es más bien que hoy el siglo XXI terminó de entrar a Ulises: a su laberinto, a sus entrañas de texto, a sus tan numerosas felicidades.
Publicada en el blog de Puroverso
Aventuras brillantes en el comienzo y el fin del futuro
Too fast to take that test. No se trató del primer álbum de David Bowie que escuché en su tiempo, apenas llegado a las disquerías (ese fue Earthling), pero ..hours, de 1999, fue mi primer cambio. Podemos imaginar ahora –y esto es parte clave de la narrativa Bowie– la reacción emocional y afectiva de aquellos fans nacidos a fines de los cincuenta o principios de los sesenta, los teens enamorados de los esplendores glam y glitter de Ziggy Stardust y Aladdin Sane, cuando Bowie convirtió a la gira promocional de Diamond Dogs en una parafernalia soul/R&B/Las Vegas, ya sin brillo, ya sin jumpsuits de glamazona ni guiños de cadete espacial cachondo. Un gran momento WTF. Además, para mayor sorpresa, el siguiente álbum, Young Americans, abrazaba plenamente esa estética soul y pasaba de “soy un cocodrilo / soy tu papimami que viene a buscarte / soy un invasor del espacio / soy una perra rocanrrolera para ti” a la road movie plena de americana que hace a la letra de “Young Americans”, mientras Luther Vandross le sincopaba los coros a un Bowie que cantaba con (aparente) sinceridad sobre sus emociones más, sí, digámoslo de una vez, como quien escupe un pedazo de carne con nervios o cartílagos, humanas. Admitido, no fue exactamente lo mismo en 1999, pero quienes nos habíamos deslumbrado con Earthling y su jungle pintado con los colores de The Prodigy y Underworld, con sus capas y más capas de anarquía noise y su rizoma sampleadélico, descubrimos en …hours un disco distinto, al principio desilusionante. “Ahora hace melódico internacional”, sentenció mi gran amigo de entonces, ofendido con su antiguo ídolo. Yo, más uruguayo, menos capaz de locas pasiones, no me deshice de mis discos. Por suerte.
But the room is just an empty space. Ahora es sospechosamente fácil pensar que el de 1999 es el disco más flojo de los noventa de Bowie: se lo puede sentir descafeinado, soso, blando o poco interesante, sin dudas, pero lo importante aquí es que al año siguiente de lanzarlo Bowie culminó su lenta escalada hacia el prestigio y estalló como la supernova oscura que damos por sentada. Así, el lugar común señala que tras la catástrofe de los discos Tonight (1984) y Never Let Me Down (1987), y del proyecto de demolición que significó la banda Tin Machine, fue necesario pasar por los cinco discos noventeros (Black Tie, White Noise, The Buddha of Suburbia, 1.Outside, Earthling y …hours) para restaurar el brillo en la imagen de Bowie, y que el momento en que ese proceso alcanzó su objetivo fue el recital del 25 de junio de 2000 en el festival Glastonbury, aunque un buen precedente fueron los dos conciertos en el Roseland Ballroom de New York, el 16 y el 19 de junio y una confirmación de esas glorias renovadas fue el maravilloso recital del 27 de junio en el BBC Radio Theatre de Londres (que tiene, permítaseme añadir, la mejor versión en vivo de “Ashes to ashes”). Después vendría la última tétrada de álbumes: Heathen (2002), Reality (2003) –seguidos por otra gira épica y diez años de silencio–, The Next Day (2013) y, finalmente, Blackstar (2016).
You promised me the ending would be clear. Hay, sin embargo, una gran diferencia entre los trabajos de Bowie de 2013 y 2016 y los de 2002 y 2003, y una clave posible de esa distancia que los demarca podría esconderse en los noventa. La primera gira de esa década había sido The Sound and Vision Tour, pensado como una “despedida” (en efecto Bowie declaró no tener planes de volver a tocarlos) del catálogo de hits propuestos desde un enfoque minimalista de dos guitarras, bajo, batería y teclados, con los músicos (menos el guitarrista Adrian Belew) literalmente escondidos detrás de una pantalla en la que se proyectaban imágenes emblemáticas de la carrera de Bowie. Así, la gira siguiente, la del disco 1.Outside, o bien descartó los hits más obvios (nada de “Modern Love”) o bien los reescribió de acuerdo a la estética industrial/metal/noise del álbum en cuestión. Menos de dos años después, la gira de Earthling repitió el gesto: prescindiendo de los hits más obvios se procedió a reformar otras tantas canciones del repertorio de acuerdo al modelo jungle o bass & drums del disco, y en ese sentido las giras centrales de Bowie en los noventa significaron dar la espalda –en más de un sentido– al pasado: una época de reescrituras, riesgos y experimentación, una época desbordante de futuro. Y el final fue, por supuesto, …hours. Ya en su gira habían empezado a sonar canciones como “Life on Mars?”, “Rebel Rebel” y “China Girl”, apenas reformadas o, mejor dicho, restauradas, porque Bowie, explícitamente, volvía a sonar como había sonado (o debido sonar) antes de sus años al borde: había definido retrospectivamente (es decir produciendo un nuevo pasado) el sonido que hacía (que habría de haber hecho siempre) a su esencia y se apoderaba de él. Bowie sonaba a Bowie, por fin: ese Bowie que siempre había sido, disfrazado por los cambios (y por eso no es extraño que los relatos de Earl Slick y Gail Ann Dorsey sobre la gira de Reality insistan en su sensación de haber accedido al “verdadero Bowie”; cosa que, por supuesto, se calcinó en el aire con la salida de “Sue” y, después, Blackstar) y los esfuerzos experimentales. Después, el paso logístico definitivo consistió en desplazar del centro las canciones de …hours(los shows del Hours Tour incluían siempre “Thursday’s Child”, “Something in the Air”, “Survive”, “If I’m Dreaming My Life”, “Seven” y “The Pretty Things Are Going to Hell”) y llenar los largos sets con hits. Para muchos, Bowie había vuelto por fin. El hecho de que Reeves Gabrels, el guitarrista y co-compositor que lo había acompañado a lo largo de los noventa, fuera desvinculado de la banda en vivo sólo parecía hablar de que esa era de experimentación había terminado y Bowie, como lo confirmó la igualmente hitera gira A Reality Tour, tras haber domesticado por fin un campo de autenticidad capaz de producir ese sonido de siempre, se había convertido en un cantante ejemplar, un entertainer consumado, un realista musical capaz de dar a cada canción su tratamiento justo, su mejor versión. En contraste con los noventas, el riesgo se había replegado: no desaparecido del todo, pero sí disimulado, escondido en las performances de guitarra ambient de Gerry Leonard, por ejemplo, en las que eran clonados e hibridados Robert Fripp, Adrian Belew y el propio Reeves Gabrels (mientras, en el otro rincón del escenario, Earl Slick hacía el papel de guitar hero rockero para distraer la atención). Así, Heathen y Reality fueron álbumes que reclamaban ser valorados ante todo como música: no operaciones conceptuales (como The Rise and Fall…) ni maximalismo ocultural hipersticional (como Station to Station) ni sonología orientada a paisajes y objetos (como Low), solo el buen hacer musical de un musico, cantante y letrista descollante. Bowie había sido reducido a una de sus facetas, y aunque esa faceta reflejaba galaxias enteras, lo que faltaba lo haunteaba todo: el Duque Blanco escondido en la oscuridad, como veríamos años después en el video de “Love is lost”, que inaugura otra época, la tardía, la del weird de Blackstar.
Los noventas habrán de haber sido siempre el futuro. Pero ¿qué (no) pasó con el cambio del milenio? Esta es la pregunta ocultural por excelencia, como bien señaló en su momento la CCRU. Hipótesis: Bowie dio su respuesta, anticipada y ansiosa como siempre, con …hours.
Maybe I’m born right out of my time. En los países del Cono Sur, o todavía más específicamente, del Río de la Plata, la idea de equiparar los noventa con el futuro es incómoda, en tanto parece sugerir, a primera vista al menos, un retorno a aquella era de neoliberalismo que los posteriores gobiernos progresistas/populistas/de izquierdas resignificaron como una época oscura de nuestra historia reciente. De hecho, las izquierdas que gobernaron Uruguay y Argentina durante los dosmiles fueron izquierdas humanistas-folk, alimentadas por los últimos remanentes energéticos del Mayo Francés –con el presidente uruguayo José Mujica como gran tótem-zombi terminal de una época– , y por ello las temporalidades en juego fueron las del realismo capitalista denunciado por Mark Fisher no del todo bien entendido y complementado por un refuerzo ideológico-hipersticional que pretendía no tanto demostrar la falsedad de la “no alternativa” sino más bien disimularla con una retórica de sabiduría triunfalista y apelaciones a una tecnología humanista, un desarrollo sustentable y un capitalismo con rostro humano. Pero ya para 2016 esas producciones de temporalidades empezaron a dar paso a la época weird en la que nos encontramos; la muerte de Bowie pareció coincidir (modo hipersticional ON) con un reboot de la historia que resignificaba el lugar de las izquierdas y las reducía a una adusta Resistencia frente al avance de la derecha alienante y, sí, digámoslo de nuevo, inhumana; pero ante la parálisis ocular del ciervo deslumbrado por los faros del coche proverbial en medio de la noche rutera, los flujos no se detuvieron y las cosas siguieron con su costumbre de cambiar. Es cierto: no supimos donde mirar y buscamos confort en la retromania que nos había acunado desde 1999 o 2000 o 2001 vaciando de significado toda producción de futuro, pero en las sombras ya se habían levantado los edificios más extraños, de modo que esa arquitectura pronto nos fagocitaría, procesaría y regurgitaría en un futuro que ya no sería nuestro o que, simplemente, dejaba claro haber comprendido que el futuro en realidad nunca hubo de ser nuestro (porque no podía ser de nadie: es sabido que la gran hiperstición del progresismo prometeísta, sea el de la izquierda folk, el del cosmismo ruso o el del transhumanismo, es creer que tenemos algún tipo de derecho al futuro inajenable de nuestra agencia humana). De hecho dejaríamos de existir pronto, salvo que –se nos decía desde la cámara de ecos de la Seguridad Humana– siguiéramos resistiendo. Y a resistir nos dedicamos, bajo las máscaras de Occupy, bajo los códigos del hacktivismo más ramplón, bajo las banderas de los indignados. Pero, por supuesto, la pandemia fue/es el tiro de gracia a esa ilusión de una resistencia posible. No es que el COVID terminara de matar al humanismo del siglo XX: a todos los efectos ese humanismo ya estaba muerto y el virus, apenas, ayudó a despejar los cadáveres. Lo cual no quiere decir que demasiados zombis no asomen por ahí su carota carcomida.
Those darkest of years that had no sound. El término “ochentero” (variante: “ochentoso”) fue anatema en Montevideo a lo largo de los noventa. Señal de una vanidad ridícula, de una moda trivial, de un camp quebrado en términos de capital simbólico y un culto superficial al artificio narcisista, el ethos estético ochentero fue confrontado por lo extremo, lo anticonformista, lo visceral, lo desnudo. Muchos habíamos pasado los primeros años de la década vistiendo camisas de franela, llevando el pelo lo más descuidado posible y suspirando por la muerte de Cobain o, si no nos conformábamos con esta suerte de nueva sinceridad mainstream, invertíamos en oddities alternativas como The Smashing Pumpkins, –si queríamos apelar a lo cute–, o Tool si planeábamos ir más a fondo con nuestros piercings, tatuajes y tendencia a hablar de sexo anal y fisting ante gente pacata y seria. Otra opción era escuchar “electrónica”, sobre todo si nos gustaban las drogas (en Montevideo no es que se consiguieran muchas ni muy interesantes: hubo que esperar hasta 2002 para que cristalizara una escena orientada hacia la ketamina, por ejemplo) y apostábamos más seriamente por el futuro. Porque en términos de producción de temporalidades, esos fueron los últimos años del futuro (y la música llamada electrónica era el futuro, como dejaron claro todos los viejos roqueros, desde los Rolling Stones hasta Soda Stereo), mientras los ochenta se convertían en el pasado a sepultar para siempre. ¿Y qué pasó después? Tras la cancelación del futuro, el horizonte hauntológico alcanzó la década de los ochenta y de pronto todo aquello que habíamos querido evitar allá por 1995 comenzó a producir más y más capital simbólico. Ya años antes de Stranger Things, es decir, muchos habíamos empezado a escuchar synthpop y buscarle la vuelta snob a andar con un vinilo de los primeros The Human League bajo el brazo; otros habíamos recién descubierto el krautrock, que era el lado B de aquella década de los setenta explorada con veneración en los noventa, y lo unimos de inmediato con Bowie en Berlín, con el postpunk, con los primeros ochenta. Otros redescubrimos el ciberpunk, otros descubrimos cómo volver a ser camp bajo una cómoda vía de recirculación queer que adoraba las divas de los ochenta resignificándolas con los esteroides estéticos de hermosas Drag Queens retro como Sharon Needles o Jynx Monsoon. Y, bajo los carteles de neón del club Technoir, jugábamos mucho, muchísimo al Super Mario Bros. Mientras sucedía todo esto los noventa se volvieron un poco ridículos: nos ruborizaba recordar su momento temprano, con aquellos colores flúo, con el Show de Bill Cosby y las primeras dos o tres temporadas no-clásicas de Los Simpson, con el rapeo de MC Hammer y sus seguidores (incluyendo su maravilloso clon uruguayo, JazzyMel), con los horribles efectos especiales de El hombre en el jardín y la berreteada de Johnny Mnemonic y Días extraños, con el candor ya percibido como algo esquemático de Quentin Tarantino, y sentimos así una incomodidad difícil de disimular. Sí, habíamos estado ahí, revolcados en el lodo de nuestro propio Woodstock.
Down in space it’s always 1982. Por “horizonte hauntológico” entendemos ese umbral en la historia reciente que separa de lo contemporáneo la última época pensable como tal, diferenciable y diferenciada del presente en su cultura pop, sus estéticas hegemónicas, su archivo inmediato y, además, capaz de generar espectralidad. Los ochenta, en 2008, nos asediaban como el fantasma que recorría la playa terminal de nuestro presente: esas promesas fisherianas de futuros que no llegaron a ser: ¿qué había sido de aquellos sonidos, dónde estaba el futuro que habían prometido, por qué no vivíamos allí?. El horizonte hauntológico de los noventa estaba en los setenta; entre el milenio y 2016, en la década siguiente. En estos últimos años, son/serán los noventa. Y con ellos, el futuro.
Something is going to happen this year. En otras palabras: de pronto, y hace no tanto, entendimos que el futuro quedará en los noventa. La hauntología fisheriana/ochentera se ha agotado: la producción de temporalidad es ahora weird y retrocausal: los noventas habrán de haber sido siempre el futuro, y allí está Bowie como el minotauro de este laberinto particular (así lo vinos, después de todo, en el video de “The Heart’s Filthy Lesson”). El Bowie de Earthling, 1.Outside y, también, …hours. ¿Cómo no ver ahora que el disco de 1999, con su sonido de parque temático de lo digital, con su exacerbación de todas las connotaciones –el sonido frío, aséptico, limpio por demás, inhumano– de lo digital después anatemizadas por la línea del fundamentalismo analógico dosmilero, con su nostalgia, con su retorno en Bowie al músico de catálogo, decía el potencial latente de su tiempo para engendrar, en cuestión de un par de años, la época ballardiana que ahora agoniza? Esa época que vería el declive de la producción de significados a través de la noción de futuro, el declive del concepto de álbum, el declive (al menos en el mainstream) de la pretensión moderna de ser capaces de cifrar una época en sonido y visión. El capital fluiría entonces entre las canciones, no entre los discos, o entre las giras, no entre los soportes materiales y la calidad hi-fi del sonido, que de pronto perdió su cosidad y se volvió una mera instrumentalidad para bailar o emocionarse o lo que fuese, como en una intensidad teleopléxica negativa.
Bring me the disco King. A fines de los setenta los discos de Bowie se vendían bajo la etiqueta hipermoderna de lo nuevo inmediato: el futuro, se decía, pertenecía a aquellos que podían oírlo llegar. La temporalidad replanteada en términos de sonido, o sea ya no música (hacía demasiado tiempo que se repetía aquello de que la canción sigue siendo la misma) sino sonido. Y a eso –porque poco había para decir desde la música que no fuera lo ya dicho– apuntó …hours con sus habitaciones blancas revestidas de plástico, sus perspectivas de laboratorio sovietpunk y estudios mutantelepáticos, esos pasillos de arquitectura terminal o ciudad al borde del fin del mundo, cuando todo había terminado ya o nada había llegado a ocurrir. ¿Una canción emblemática? Es fácil: “Something In The Air”, el rostro del álbum, antepasado directo de la más siniestra aún “Love is Lost” y de todo Blackstar. En estos términos, si el disco de 2016 se instala en un loop retrocausal y weird que redefine la historia de Bowie como un mundo paralelo que nunca llegamos a atisbar del todo (véase, por ejemplo, la trama de conexión entre dos planos de la realidad o “dimensiones” que hace al video), en cuanto al vector temporal de los noventas, que apuntaba irrevocablemente al futuro, el último disco de Bowie habrá siempre de haber sido …hours. Lo que siguió, en términos de Philip Dick –y no estoy hablando de calidad en la música, insisto, no me importa la música, ¿a quién le importa en verdad aquello por lo que hemos tomado la música o que nos han dicho que es la música?–, fue tiempo ersatz, tiempo simulacro, tiempo holográfico: el elegante paréntesis de Heathen y Reality. Y lo que vino todavía después, Blackstar,pertenece a otra temporalidad, a un mundo weird, de tiempo inhumano.
Waiting for the gift of sound and vision. Nos hace el sonido, el timbre, la textura; allí se abre, extiende y proyecta la temporalidad, allí se produce el futuro y se organiza el pasado, allí emerge la memoria y la identidad, allí pautamos la hiperstición del sujeto y el mito gnóstico de la persona en tanto unidad narrativa de la historia de sí narrada desde el punto más lejano a la materia y por tanto más espectral: allí somos ambient, ese espacio fundado por el recorrido de los fantasmas.
Brilliant Adventure. Pero si hay un corazón de tinieblas en los noventa de Bowie, ese es Earthling. No se puede pensar en otro disco capaz de desbordar con mayor intensidad el futuro, no hay otro disco en la discografía de Bowie que haga de la producción (visionaria) del futuro su tema de manera más explícita, tan felizmente poco sutil, tan sobreexplicada, como si fuera el primer que nos enseña a leer los signos del futuro: tanto es así que en el fondo no importan los sonidos más o menos random de Reeves Gabrels ni los tracks vocales grabados como guía y convertidos finalmente en la voz principal, ni la selva selvaggia del jungle ni los polirritmos, aunque sea todo eso el vehículo o quizá el canal por el que Earthling dice venir del futuro para tomar nuestra época y llevarla hacia donde finalmente nada la llevó, porque allí estuvo, por última vez –y allí quedó abandonada, acaso el relato último del disco–, la idea de que íbamos hacia un lugar del que podríamos dar cuenta, un futuro nuestro,que sostenía una relación posible con un nosotros cómodo y dado por sentado, un lugar –el futuro– preparado para nosotros. Extirpar esta idea vacío la temporalidad, y sólo en los últimos años la marea volvió a llenarla, aunque ya no en relación al sujeto (el terrícola, es decir el earthling) que creímos ser (para eso está la distopía, un mal simulacro hiperhumanista del futuro) sino hacia una alteridad que nos oblitera y nos exhibe como su propia sustancia, desde siempre. Earthling deja atrás el humanismo tanto como los discos más especulativos de la obra previa de Bowie, sí, pero en dirección a un transhumanismo, no necesariamente a un posthumanismo especulativo (territorio que Bowie reconquistaría en Blackstar y que había atisbado en 1.Outside); en el mundo de Earthling, es decir, nosotros en tanto sujeto colectivo somos aquellos que podremos llegar a un concebible más allá tecnológico capaz de fundar futuro desde nuestra agencia técnica. Si al final del proceso hay una alteridad alien, el devenir es más bien un vector, una continuidad sin fisuras; así, en el video de “Little Wonder” el tecnoalien neoziggy recorre el metro y se mueve por el laberinto de una filmación time-lapse de las calles de la gran ciudad humana de fines del siglo XX, el pináculo de la civilización, al decir del agente Smith en Matrix; es un recién llegado, pero las marcas de su camino, del camino que lo trae de vuelta desde el futuro, están a la vista; complementariamente, el otro gran video dirigido en esos tiempos por Floria Sigismondi –el de “The Beautiful People”, de Marilyn Manson– apuntaba al reverso weird de una República de Saló, un fascismo retrofuturista en el que el tiempo todavía por venir estaría hecho de grandes ruinas y edificios y espacios que exhiben su propia e inexorable antigüedad (¿y no es eso lo que diseñó Villeneuve para su Dune, esas construcciones liminales, esas ciudades antiquísimas del futuro remoto?) mientras el alien se revela como aquello que siempre estuvo allí, en nosotros. Los noventa, entonces, alcanzaron su punto más alto, o el final de su descenso conradiano, con esa coincidentia oppositorum. …hours, entonces, se convierte en la visión de un no-futuro retromaníaco que lo tomaría todo por al menos dieciséis años. ¿Cómo no iba a desilusionar, entonces, arrebatándonos el futuro cuando todavía nos deslumbraba su disfrute? ¿Cómo no sería tan marcado el contraste con su predecesor Earthling, si producía precisamente la temporalidad opuesta? Quizá nos llevó demasiado tiempo comprenderlo.
Publicado en Killed by Trend el 20 de diciembre de 2021
Vanguardia, humanismo y literatura experimental
¿Cómo pensar la relación entre vanguardia y temporalidad en nuestra era posthauntológica? La pregunta activa otras tantas inquisiciones sobre la literatura como sistema y aparato ideológico. Para empezar, la noción de vanguardia se adhiere a la de futuro y, por tanto, a la de una temporalidad moderna, entendida como agotada tras la alarma ballardiana de fines del siglo pasado, repensada por Mark Fisher bajo la noción —que ahora entendemos insuficiente— del “realismo capitalista” y reconquistada, al menos programáticamente, por los diversos aceleracionismos.
Si la vanguardia pretende/pretendió/pretendía producir aquella literatura cuyo régimen ontológico equivalga al de un signo/simiente del futuro, el modelo hipersticional de producción cultural nos permite comprenderla como un terminator enviado hacia nuestro presente, habilitando de paso un esquema retrocausal por el que la obra futura (es decir, el efecto del presente) se vuelve causa de su propia emergencia, como Kyle Reese, Skynet, el brazo mecánico del T800 y John Connor.
La vanguardia así entendida es en esencia una máquina del tiempo, que en tanto máquina de guerra equivale a la invasión del presente por parte del futuro. Este belicismo, por cierto, es deliberado: en la literatura en tanto sistema toda producción equivale a una irrupción y negocia una interacción potencialmente violenta con los habitantes de su entorno y su pautas organizativas, sus instituciones sancionadoras y legitimadoras, sus aparatos ideológicos. La vanguardia pretendió arrasar sediciosamente y, en tanto máquina del tiempo, produjo la temporalidad que terminó por asimilarla. No hay triunfo sino contaminación: la literatura después del Ulises o después del Manifiesto Futurista no es la misma, trivialmente. Las máquinas del tiempo generan ante todo divergencias, variantes; el sistema las asimila del mismo modo que la célula eucariota emergió de la asimilación de una arquea por una bacteria o viceversa, del mismo modo que la información genética de los virus es leída por el núcleo de la célula para propiciar los cambios necesarios que requieren los procesos inmunológicos. Todo producto de vanguardia, en tanto cápsula intensa de futuro, ha sido aberrante e ilegible, y después asimilado. El sistema literario resiste a costa de un mínimo suficiente de mutación, en una economía de medios securocrática. Así, la vanguardia puede ser entendida como la imagen de un futuro posible que en efecto no será, pero propiciará un microestado nuevo del sistema. Esta economía pluraliza el término vanguardia y lo legisla con un nuevo régimen de adjetivos, vanguardias históricas, posvanguardias, neovanguardias. Cuando el modo dado del futuro es la hauntología, las vanguardias recuperan otras literaturas posibles, ucronías, por así decirlo, de la historia de la literatura, revisiones disidentes del relato oficial, matrices de significación aberrantes.
A la vez, la noción de “escritura experimental” parece proponer una “presentización” (y quizá una des-historización) de la vanguardia. Graham Harman retoma en Weird Realism la propuesta del crítico Clement Greenberg en cuanto a la manera en que la escritura “académica” da por sentado el medio y sostiene con éste una relación pensable desde la Zuhandenheit heideggeriana, fundando una teleología de lo literario en la que queda habilitada un patrón o escala de medida “clásicos” (y aquí entendemos como “clásico” a aquel arte que exhibe y toma por dada su propia normativa) para calibrar el éxito a la hora de concretar determinados objetivos; así, la idea de la “historia bien contada” como polo y depuración de la narrativa asume la noción de herramienta (en tanto técnicas narrativas y pautas de corrección y excelencia) y establece la matriz de posibilidades de un conjunto dado de esquemas de valoración habilitando un esquema histórico por el que ciertas literaturas o provincias de lo literario se desarrollan, alcanzan el paroxismo y eventualmente decaen y desaparecen o son resignificadas irónicamente. La escritura académica, en otras palabras, es aquella que produce la historia de sí en término de continuidades ramificadas que, finalmente, colapsan en una realidad; este es, por así decirlo, el modo de su temporalidad. La vanguardia, en cambio, procede hipersticionalmente, y solo al ser asimilada por el sistema literario —y por tanto “academizada”— ingresa a la temporalidad lineal en la que el museo ordena sus pabellones y nos cuenta la historia del arte.
El hecho consabido de que la historia del arte funde a la vanguardia en precisamente aquello que la vanguardia no pretende ser (o sea museo y por tanto pasado) equivale a decir que en ese esquema la vanguardia es inevitablemente forzada a una temporalidad que le es ajena y que, por tanto, en su incepción ha pretendido darse desde una temporalidad distinta a la consabida: o que, en última instancia, toda vanguardia no es otra cosa que una nueva temporalidad en lo literario o lo artítsico.
Por otro lado, hablar de lo “experimental”, en cambio, parece aludir más bien a una categoría metahistórica: en todo momento dado son concebibles los contornos del sistema de lo literario y su afuera –el muro, vigilado por la policía, que separa lo legible de lo ilegible– de manera que “escritura experimental” debería ser aquella que, en lugar de tomar al medio por sentado y pactar con su economía de medios y fines, exhibe a la herramienta desde su falla radical, su quiebre o catástrofe que, en el esquema heideggeriano, pone en evidencia una nueva dimensión ontológica. Los procedimientos, así weirdificados, miran al afuera: se orientan como limaduras magnetizadas.
Para la vanguardia, en última instancia, ese afuera habrá de haberse llamado siempre futuro.
Ahora bien, si la vanguardia se piensa como gesto o pretensión de vanguardia, es fácil encontrar la producción del gesto reaccionario que descompone la propuesta en cuanto a repetición de gestos del pasado, desmontando así (bajo la idea de anacronismo) la presunta pretensión de novedad, y cuando esto sucede, la escritura experimental es arrojada a la temporalidad para ser expuesta como irrisoria o derivativa. Así, señalar que determinada escritura contemporánea presentada como experimental (o incluso vanguardia) no hace sino repetir procedimientos rastreables hasta, pongamos, la novela bizantina, deliberadamente falla en tener en cuenta la mutación de la temporalidad propia de la vanguardia y por tanto la resignificación por principio de esos procedimientos. A lo sumo, podrá proponer la idea de “radicalización” como vector de significado, dando a entender que lo que ha sido siempre germen en la tradición desarrolla un potencial inmanente en ciertas escrituras. Este mecanismo de lectura, entonces, expone un límite asintótico del adentro, incapaz de acceder al afuera desde el momento en que da por sentada la temporalidad y la teleología del sistema que lo produjo. El acceso al afuera, en última instancia, requiere una ruptura violenta de los límites producidos por el sistema para sí.
Así como en el esquema consabido de Nick Bostrom la “singularidad tecnológica” es presentada como una discontinuidad en la teleología de lo humano, y del mismo modo que en el pensamiento de Nick Land la aceleración del capital —constitutiva de este más que ejercida por un sujeto dado con fines políticos, y entendiendo la producción del sujeto “humano” como un epifenómeno de los procesos económicos que llamamos capitalismo y que se nos presentan desde hace varias décadas bajo la imagen de la autonomía y la teleoplexia (o inversión de la relación entre medios y fines)— oblitera lo humano y le cancela todo futuro posible, la ruptura de ese límite adentro-afuera sugiere la pertinencia del concepto de aceleración, entendida como exacerbación o radicalización extrema (es decir, exponencial, autoalimentada y autopoiética) de los procedimientos específicos de una obra de arte que se vuelve experimental/vanguardia y funda hipersticionalmente su temporalidad necesariamente “nueva” y, por tanto, aberrante para el sistema.
En otras palabras, todo género acelerado deviene vanguardia.
La escritura experimental contemporánea abunda en ejemplos. Así, Mike Corrao moviliza en su Material Catalogue una imaginería y un léxico propios de la ciencia ficción (con prótesis cibernéticas, ingeniería genética, replicación de organismos, etc) en un texto que cuestiona los límites entre ficción y no ficción, teoría y listado, publicidad, manual de instrucciones, cupón de venta por correo y literatura. De manera similar, David Roden parte en Snuff Memories de un conjunto de ficciones notoriamente engarzadas al cuerpo de la cultura pop —como los mitos de Cthulhu en su dimensión más amplia y postautoral, los videojuegos de la saga Starcraft, la película Videodrome de Cronenberg— y de una serie de procedimientos tomados de la escritura de papers académicos —como la cita, el parafraseo, la bibliografía y un aparato de notas en este caso al final del texto— y los modula hacia una crítica radical a la posibilidad significadora del lenguaje, en un texto que ficcionaliza (es decir, produce hipersticionalmente) las diversas “posthumanidades” mutua y cognitivamente desconectadas que el propio Roden propone a nivel teórico en su libro Posthuman life.
Algo similar puede encontrarse en Rituals Performed in the Absence of Ganymede, el más reciente libro de Corrao, que resignifica al Borges de “La biblioteca de Babel” y “La casa de Asterión” en un contexto donde es clave tanto la noción de “arquitectura generativa” (en el sentido en que se habla de “música generativa” y de arte producido por IAs) como procedimientos consagrados por el propio Borges y de alguna manera acelerados hacia un contexto que les es en principio extraño. Por otro lado, la aceleración del género del horror nos acerca a la literatura experimental de las “zonas”, o ámbitos posthumanos y postsubjetivos (como el shimmer de Annihilation o la “zona” de Stalker) que construyen nuevas maneras de pensar al afuera en términos vulneradores de lo humano (el noumeno con colmillos) y resignifican espacios reales (los del Antropoceno: playas terminales ballardianas en atolones de pruebas nucleares, las grandes extensiones o “manchas” de basura-plástico en los océanos, el espacio urbano en los países del antiguo bloque soviético, etc) y literarios (los de la “necropastoral” propuesta por la poeta y crítica Joyelle McSweeney).
La temporalidad propia de los géneros, por último, no es ajena a la de las vanguardias: tanto estas como los géneros, después de todo, hacen del futuro en principio una noción fundante. El lector de género no espera ni contrata más de lo mismo, pero tampoco pretende que su experiencia lectora lo ponga en contacto con una exterioridad tan radical al género que este se aparezca como desvanecido o ausente. El lector de género, en otras palabras, busca leer dónde estará el género en el futuro, que no será exactamente el mismo lugar donde estaba en el pasado (y así funda, de hecho, al pasado del género en términos de archivo) pero tampoco habrá de dar un salto concebible hacia un más allá. En la ecología de lectores, el lector competente de género sabe que debe dar cuenta de su conocimiento de la tradición tanto como estar a la espera de los signos del futuro en el presente: aquellas escrituras cuya circulación plena es aún un work in progress y que hacen suyas la potencialidad de ese estallido ulterior que de alguna manera formatea al género y lo expande. La vanguardia, entonces, expande radicalmente los géneros y los arroja a un hiperfuturo donde las identidades literarias se han desvanecido. El lector de género, en última instancia, ya no sabe qué hacer con esos textos: la vanguardia deviene falla en el uso, catástrofe planificada, no future (no para nosotros al menos). Pero dada esta disrupción del tiempo moderno/lineal, ¿se puede entonces hablar de presente de la vanguardia, o incluso de futuro de la vanguardia? Pero, como quedó dicho más arriba, el tiempo del que viene la vanguardia nunca es el futuro real sino un tiempo otro.
En ese sentido, la vanguardia es pensable en términos de una literatura especulativa (el guiño al tan querido taller de literatura potencial es deliberado); toda aceleración implica un gesto especulativo en términos de un afuera tan real como no pensable desde el sistema y el sujeto que este produce, por lo que la ciencia ficción (o ficción especulativa) se vuelve necesariamente el lado de allá del límite asintótico de la literatura.
A la vez, si damos por evidente la idea de que toda literatura es género, entonces toda vanguardia no es sino literatura acelerada o hiperliteratura.
El sistema de la literatura hace décadas que asimiló las formas más radicales (beckettianas, kafkianas) de minimalismo, pero la aceleración de ese digamos “género” produce vanguardia. Así, en su propuesta de una “literatura drone”, el escritor, teórico y biólogo molecular español Germán Sierra resignifica los procedimientos variacionales, reiterativos y deliberadamente empobrecedores como una marca de nuevas escrituras experimentales, entre ellas la obra en general (y la novela There Is No Year en particular) de Blake Butler, presentándolos desde la distinción entre señal y ruido o entre ruido, sonido y música, clave para pensar la música ambient y dark ambient (en esta línea cabe señalar que los textos experimentales del escritor escocés Ansgar Allen suelen exhibir su conexión con la obra ambient del músico Emile Bojesen).
La literatura no acelerada, en última instancia, no hace sino reafirmar ciertas pautas (sin duda socializadoras) de lo que llamamos humanismo, esa aceptación como algo dado del sujeto agente y de individualidad arrojada a lo social, de lo humano como realidad fundamentalmente distinta a lo natural y lo maquínico. A la clásica pregunta de por qué las masas oprimidas no se sublevan contra sus opresores y la no menos consabida respuesta de que no lo hacen porque ciertos aparatos ideológicos las condicionan para no hacerlo, podemos contraponer la idea de que es difícil salir (o querer salir, o salirse con la suya saliendo) del humanismo porque la literatura le funciona como aparato ideológico, como policía y control de aduana. No es de extrañarse que la literatura acelerada o hiperliteratura, es decir la de vanguardia, la experimental, termine por instalarse en un afuera posthumano: un mundo de interacciones inter-objetivas, de tropismos, de sujetos producidos por devenires económicos y flujos termodinámicos. El capital acelera el humanismo y lo hace pedazos contra el afuera inhumano; la literatura produce y sanciona lo humano mientras la hiperliteratura se instala en ese espacio donde nada de lo humano existió jamás.
Acelera la literatura y lo humano desaparece.
Vanguardia y humanismo son, por tanto, antónimos. Toda historia humanista del arte, entonces, procederá siempre a humanizar la vanguardia. Porque toda historia, en última instancia, es una historia del nosotros.
Publicada en Afuera el 22 de julio de 2021
January 24, 2021
The Idiot, Lust for Life, David Bowie, Iggy Pop, Berlin
La vida no era fácil para Iggy Pop en 1974 y 1975. La grabación de Raw Power, un álbum gestionado por David Bowie después de que ambos cantantes se conocieran en 1971, había sido especialmente complicada; Iggy y el guitarrista James Williamson habían viajado a Inglaterra para componer y grabar, pero todos los músicos de sesión puestos a su disposición no lograron sonar como ellos esperaban. Así, a la hora de armar una sección rítmica adecuada, no hubo más remedio que acudir a los hermanos Ron y Scott Asheton, que habían integrado junto a Iggy y el bajista Dave Alexander los míticos Stooges, la primera gran banda de Iggy. Pero a Ron Asheton nunca le gustó que lo ficharan como bajista, y sus tensiones con Williamson fueron legendarias; sin embargo, en algún momento las canciones aparecieron y fueron registradas. Todo parecía haber empezado a encauzarse y, por fin, se vislumbraba esperanzadamente ese tan ansiado éxito comercial que discos como The Stooges (1969) y el asombroso Fun House (1970), absolutamente clásicos e indispensables en la educación sentimental de cualquier interesado en el rock, no habían llegado siquiera a arañar. Pero todo se desmoronó una vez más: Iggy y Williamson arruinaron toda posibilidad de producir una mezcla viable del álbum, llegando a usar apenas tres pistas de las veinticuatro disponibles para comprimir instrumentos, voces y arreglos agregados en una suerte de sopa sónica virtualmente insalvable. Bowie, que en ese entonces era el principal promotor y defensor de Iggy ante la discográfica y la productora Main Man, que corría con los gastos del álbum, fue convocado en calidad de mezclador para ver qué podía rescatarse de los restos del naufragio.
–Iggy –dicen que dijo después de escuchar el resultado de las sesiones de grabación– acá no hay nada que mezclar.
Sin embargo no hubo más remedio que arremangarse y hacer el trabajo sucio. Bowie, entonces, asistido por su amigo y productor Tony Visconti, se encargó de subir la voz de volumen aquí y allá y de separar un poco los instrumentos en la mezcla estéreo, a la vez que aprovechar los defectos ineludibles para ofrecer lo que podía pensarse como un poco de caos deliberado. Lamentablemente, esto enfureció a Iggy, quien llegó a decir que su benefactor inglés había arruinado el disco y no descansó (por decirlo de alguna manera) hasta que en 1997 se distribuyó oficialmente su propia (y horrible) mezcla del álbum.
Distanciado de Bowie, Pop volvió a Estados Unidos para promocionar el álbum, pero su adicción a la heroína y uno de sus más marcados brotes autodestructivos llevó a la debacle del 9 de febrero de 1974 en el Michigan Palace. La audiencia, compuesta casi exclusivamente por motoqueros, detestaba a la banda y su sonido garage o protopunk, por lo que los niveles de hostilidad contra los músicos fueron extremos. Iggy, como no podía ser de otra manera, procedió a apagar el fuego con gasolina, en lo que terminó como una verdadera batalla campal entre los Stooges y su público.
Y ese fue el fin de Iggy y los Stooges, al menos hasta 2003, cuando los hermanos Asheton e Iggy se reunieron (sin Williamson) para grabar algunas canciones del álbum Skull Ring; siguieron algunos recitales (ahora sí con Williamson reintegrado a la banda) y, en 2007, un disco completo de composiciones nuevas, The Weirdness, muy maltratado por la crítica. Tras la muerte de los hermanos (Ron en 2009, Scott en 2014), James Williamson disolvió la banda: “después de todo”, dijo, “están todos muertos menos Iggy y yo”.
Pero de vuelta en 1974 lo que encontramos es que a Iggy Pop no le quedaba nada. Ni éxito, ni banda, ni salud, ni capacidad de componer, ni dinero (trató de desempeñarse como díler, pero no tuvo la disciplina necesaria) ni techo (vivía en casas de amigos hasta que lo echaban y no tenía más remedio que pasar la noche en alguna plaza), a la vez que entraba y salía de prisión (una de las historias de esa época incluye un arresto por vestirse de mujer en público, lo cual era un delito) y su adicción a la heroína tocaba fondo. La única manera de hacer algo al respecto era internarse en un hospital psiquiátrico, y eso fue lo que hizo Iggy, dicen que aceptando la “amable sugerencia” de la policía.
Los visitantes no abundaron, pero dos de ellos fueron de importancia clave. Uno fue James Williamson, quien se encargó de que las autoridades del hospital dejaran salir a Iggy un fin de semana para grabar un demo (que se convertiría en el álbum Kill City, de 1977), y el otro fue David Bowie, que apareció con un ramo de flores, ideas nuevas y ganas de reconciliarse. En la carrera de Iggy Pop, comenzaban los Años Bowie.
Claro que Bowie tampoco estaba pasando por un buen momento. Más allá de que había alcanzado en 1975 su mayor éxito en términos comerciales con el álbum Young Americans, actuado en la película The Man Who Fell To Earth, y grabado entre septiembre y noviembre de ese año Station to Station, uno de sus mejores álbumes, el cantante llegó a pesar poco más de 45 quilos y a “subsistir” en base a una dieta de pimientos rojos, leche y cocaína, por no mencionar sus obsesiones con la parafernalia esotérica nazi y sus altercados con brujos, brujas, fantasmas y OVNIs. Por esas fechas Bowie vivía en Los Ángeles, pero la gira promocional de Station to Station le dio el pretexto perfecto para dejar atrás Estados Unidos y las montañas de cocaína que compartía con músicos como Glenn Hughes y Ron Wood.
Iggy dejó su internación psiquiátrica y se sumó a la gira, que recorrió buena parte del hemisferio norte e incluyó un viaje a bordo del Transiberiano. El contacto con Europa del Este, y en particular con el paisaje de Berlín oriental, animó a Bowie a seguir explorando su curiosidad por una sensibilidad avant gardeexperimental europea, centrada ante todo en el sonido de bandas krautrock como Can, Neu! y el prototechno de Kraftwerk. A la hora de volcar estas nuevas influencias a su propia música, sin embargo, hacía falta un laboratorio adecuado, e Iggy, quien naturalmente no tenía nada que perder, fue el conejillo de indias ideal.
Contra la opinión más generalizada, las sesiones para lo que serían los primeros dos discos solistas de Iggy (The Idiot y Lust for Life) y la trilogía de álbumes de Bowie junto a Brian Eno (Low, “Heroes” y Lodger) no comenzaron en Berlín, donde ambos músicos alquilarían un apartamento encima de un almacén, sino en Suiza, en el Château d’Hérouville, donde Bowie había grabado su disco de versiones Pin Ups tres años atrás. Se convino una estética más cabaretera que punk, un sonido más industrial que garage, y se dio rienda suelta a la experimentación con loops e incluso formas primitivas de sampleo. El resultado fue, para muchos (incluyéndome) nada más y nada menos que el mejor álbum de Iggy Pop.
Bowie compuso casi todas las músicas de lo que sería The Idiot, a la vez que Pop se encargó de las letras y de algunos riffs y arreglos. Iggy después describiría el esfuerzo en equipo como una combinación perfecta de elementos en los que Bowie era especialmente competente (como una sensibilidad artística europea y una suerte de intelectualización del proceso que no daba la espalda al rock puro y duro), pero muchos de los fans originales de Iggy Pop y sus Stooges acusaron a Bowie de vampirismo y de usarla credibilidad callejera de Pop en plena eclosión del punk; Lester Bangs (quien, leído en retrospectiva, deja bastante claro que de música entendía más bien poco), por ejemplo, llegó a afirmar que The Idiot era “mierda inauténtica”.
En cualquier caso, algunas de las sesiones en Suiza, y las subsiguientes en Berlín, trabajan a la vez canciones de The Idiot y de Low, y van ensamblando las que integrarían Lust for Life. Por ejemplo, “Sister Midnight”, elegida para abrir el lado A del disco de Iggy (una suerte de versión industrial y minimalista de la pesadilla edípica del “The End” de los Doors), había sido tocada por Bowie con su banda durante los conciertos de la gira de Station to Station, mientras que “What in the World”, del lado A de Low, había sido considerada originalmente para el disco de Iggy.
Algunos biógrafos y comentaristas de Bowie (Chris O’Leary y Hugo Wilcken, por ejemplo, en sus libros Ashes to Ashes, del primero, y Low, del segundo) sostienen que la estética de Low –y por extensión la acaso todavía más experimental de The Idiot– fue pensada por Bowie como una suerte de maniobra anticomercial para distanciarse de su éxito con el funk y el soul de los discos precedentes; sea como fuere, Bowie prefirió no promocionar su creación en una gira, y optó más bien por sumarse a Iggy (desde su lugar como tecladista, casi al margen del escenario) en una serie de conciertos en los que tocarían tanto canciones de The Idiot como versiones reimaginadas de clásicos de los Stooges. Después, de retorno de la gira, ambos volverían al estudio y grabarían otras dos piezas fundamentales de sus discografías: Iggy el disco Lust for Life, en el que la influencia europeizante y experimental de Bowie retrocede un poco, y este último “Heroes”, un disco mucho más “punk”, a su manera, que el melancólico Low.
Y eso fue todo. Iggy tuvo cierto éxito con algunas canciones (no mucho), lanzó su ya mencionado disco de demos con James Williamson y, de alguna manera, volvió al sonido rockero agresivo de los Stooges con su excelente álbum New Values, de 1979, grabado ya lejos de Bowie. En cualquier caso, si bien los dos músicos volverían a colaborar (primero con la canción “Play it safe”, de 1980, y después en el álbum más pop de la carrera de Iggy, Blah Blah Blah, de 1986), los Años Bowie habían terminado, y también la promesa de éxito comercial. Pronto Iggy volvió a pasarla mal (hay historias de problemas con sacerdotes vudú haitianos) y a quedarse virtualmente sin un centavo, por lo que una vez más Bowie vino al rescate y grabó su versión de “China Girl”, cuyas regalías permitieron una vez más salir a flote al compositor original de su letra.
Quizá (es una hipótesis simplificadora, pero no del todo desencaminada) Iggy pasaría el resto de su carrera oscilando entre la fidelidad al sonido de los stooges y al de sus dos discos de los Años Bowie; su trabajo de 2016 junto a Josh Homme, Post Pop Depression, por ejemplo, no sólo revisita el sonido industrial de The Idiot sino que incluye una canción titulada “German Days” (“días alemanes”) cuya letra, si bien ambigua en relación a Bowie, puede ser leída como un comentario de la sensibilidad estética de aquellos años compartidos en un apartamento berlinés. En el otro extremo del espectro sónico podríamos ubicar el ya mencionado Skull Ring, de 2003, para el que Iggy reunió una nueva generación punk y tocó junto a Sum 41 y Green Day.
Más recientemente, la muerte de Bowie ha despertado interés por canciones inéditas y grabaciones en vivo. No es de extrañar, por tanto, que Iggy haya lanzado hace escasas semanas un box set de CDs dedicado a su música de fines de la década del setenta. Así, The Bowie Years reúne remasterizaciones digitales de The Idiot y Lust for Life(ambas con un sonido cuidado y evocador del vinilo original, con algo más de definición quizá y un poco de énfasis en los graves) y cuatro discos en vivo, uno de ellos una reedición de TV Eye Live, lanzado originalmente en 1978 para liquidar el contrato de Iggy con su discográfica desilusionada por las escasas ventas, y los otros “oficializaciones” de bootlegs que venían circulando hace tiempo en vinilo y en CD, incluyendo los conciertos de 1977 en el Rainbow Theatre de Londres y el Agora Ballroom de Cleveland, y una transmisión radial llevada a cabo el 28 de marzo desde los estudios Mantra, en Chicago. En todos estos discos Bowie acompaña a Iggy desde los teclados y haciendo coros, y si bien el setlist es más o menos siempre el mismo, las variantes de emisión vocal y las improvisaciones hacen que la escucha de estas performances valga la pena, al menos para los fans más acérrimos de Iggy Pop y David Bowie.
En cualquier caso, The Bowie Years ofrece una excelente oportunidad para volver a escuchar The Idiot y Lust for Life, dos de los mejores discos de los setenta, creado por dos de las mejores mentes de esa generación, destruidas por la fama, la cocaína y la heroína y vueltas a ensamblar por el krautrock, el cabaret, la Berlín dividida y la música industrial.
Lovecraft Country
Hay tres instancias en que la figura y la obra de H. P. Lovecraft son convocadas explícitamente en la serie Lovecraft Country. Una de ellas es el título, por supuesto, que alude primariamente a la geografía lovecraftiana de Nueva Inglaterra, con su ciudad (ficticia) de Arkham, su universidad (ficticia) de Miskatonic y sus pueblos (ficticios) de Innsmouth o Dunwich. A la vez, la noción de “territorio Lovecraft” puede pretender también un sentido más amplio, que remite al espacio narrativo/conceptual habitado por la matriz de variantes o variaciones de los llamados “Mitos de Cthulhu”. Esta idea de un paisaje lovecraftiano puede señalar además una zona en un sentido más abstracto, vinculada al sentido anterior del “territorio” pero extrapolada a una filosofía antihumanista o pos-antropocéntrica en la que lo humano ha perdido todo lugar de privilegio. En esta zona, en el sentido de mindscape, por usar el término de Alan Moore, la extinción futura de la humanidad es tan segura como la muerte de cada individuo y, por tanto, lo inhumano ocupa un lugar tanto de atractor final como de centro irradiante venido del futuro (un terminator).
Por supuesto, esto último implica el esquema recurrente del retorno de los grandes antiguos, la matriz narrativa y conceptual de las obras más importantes de Lovecraft: la naturaleza o lo físico son pensables como la realidad objetiva o incluso el absoluto que no guarda ninguna relación de dependencia con el sujeto humano (y es, de hecho, indiferente/hostil a este), y que vuelve tras el colapso del orden humano, racional. En este sentido, la “zona Lovecraft” alude a un área diminuta (la de lo humano), porosa y de fronteras comprometidas, rodeada por el hiper-caos de lo alien. La moraleja final (la playa terminal a la que tienden todos los relatos de los mitos de Cthulhu) es que, hagamos lo que hagamos, ese hiper-caos lo invadirá todo: los antiguos volverán porque, en rigor, siempre estuvieron allí.
La segunda instancia es la de incorporar al mundo ficcional de la serie la persona biográfica (real) H. P. Lovecraft (en adelante HPL), autor de ficciones pulp y de horror weird. En Lovecraft Country, este HPL es aludido sobre todo en el primer episodio y calificado automáticamente (con acierto, por supuesto) como un racista extremo.
Por último, una tercera instancia está ensamblada con alusiones de intensidad diversa a las obras de HPL: en el primer episodio hay unos monstruos con apariencia reptiloide y ojos múltiples a los que los protagonistas bautizan shoggoths en referencia a las criaturas/swarmachines de En las montañas de la locura. Más adelante entra en juego un tratado titulado El libro de los nombres, al que los protagonistas, naturalmente, comparan con el Necronomicon –sólo para que se les explique que, en rigor, el de HPL es el libro de los “nombres muertos”, mientras que el central a la trama de la serie es el de los nombres vivos.
Es interesante que en rigor ninguna de estas tres instancias apuntale un tratamiento realmente lovecraftiano del mundo ficcional presentado por la serie. De hecho, difícilmente puede encontrarse una presencia fuerte de los mitos ni, mucho menos, una apropiación del sentido más eminentemente antihumanista de las ficciones de HPL. Esto no comporta un juicio negativo: se trata de constatar, en todo caso, que aquí “Lovecraft” equivale más bien, en una primera lectura y como si fuera una suerte de sinécdoque, al horror en términos generales y al racismo en tanto horror real. Entonces, si la serie construye (como hace The Mandalorian con el western) una suerte de “antología” de tópicos del horror, curiosamente ninguno de ellos es en rigor “lovecraftiano”.
Para empezar, buena parte del esquema de Lovecraft Country se apoya en una oposición entre el bien y el mal: hay un imperativo ético, por decirlo de alguna manera, que organiza al universo y lista potencias mágicas de ambos lados de la dicotomía. En las ficciones de HPL, por el contrario, no hay una dimensión superior en términos de bien o mal, sino que queda señalado explícitamente que la ética y la moral son construcciones humanas, a las que el universo a gran escala es por completo indiferente. En Lovecraft Country, de hecho, la oposición entre el bien y el mal parece al borde de resolverse en términos cristianos: la magia invocada, de hecho, se apoya en el “lenguaje de Adán”, que vendría a equivaler acaso a la lengua hablada en el Edén (esa con la que Adán nombró a las cosas). Si bien es fácil extrapolar una suerte de interpretación por la que “lengua de Adán” no es otra cosa que el nombre tradicional de un sistema mágico ancestral, la serie no se esfuerza por (lovecraftianamente) vincular esa forma de magia a un pasado pre-humano/inhumano /alien, es decir al orbe de los Grandes Antiguos, y en ese sentido “humaniza” (al menos en términos de potencia intelectiva) su cosmovisión.
Es totalmente innecesario, por otra parte, señalar algo tan simple como que los shoggoths lovecraftianos no son seudolagartos domesticables; la serie deja claro que “shoggoth” es el nombre que los protagonistas dan a estas criaturas ante todo por tener las ficciones de HPL en mente, y esa idea de conexión superficial o incluso trivial es la que parece comandar la conexión entre los Mitos de Cthulhu y Lovecraft Country, como si bastara con nombrar a HPL (o mostrar un tentáculo aquí y allá) para producir una ficción lovecraftiana. No estoy diciendo ni que el autor de la novela en que se basa la serie ni los guionistas responsables de la adaptación ignoren elementos fundamentales de lo lovecraftiano (porque esos en principio están al alcance de la mano para cualquier interesado en el horror); por el contrario, me parece claro que no es su interés trabajar a partir de allí, sino operar desde la conexión trivial entre Lovecraft y horror, en particular –y esta es, qué duda cabe, la gran apuesta conceptual de la serie– en relación al racismo. En el fondo, el gesto parece equivaler a entendemos la tradición del horror sobrenatural, pero tenemos asuntos más importantes –léase reales– de los que ocuparnos.
Sobre el racismo de HPL y en las obras de HPL en verdad no hay mayor discusión posible. Michel Houellebecq acierta plenamente en H.P.Lovecraft: Contra el mundo, contra la vida, tanto cuando señala que este racismo hiperbólico es el motor esencial del horror lovecraftiano como cuando matiza esta afirmación recordando que las víctimas recurrentes de los cuentos de HPL son invariablemente hombres blancos WASP (West Anglo Saxon Protestants). En efecto, como señala también Jed Mayer en su ensayo “Race, species, and other”, el caso lovecraftiano en términos de racismo abarca una administración de los límites de lo humano y una confrontación con ese hiper-caos inhumano/alien que lo circunda. En “La sombra sobre Innsmouth”, por ejemplo, el protagonista experimenta una notoria repulsión al confrontar las criaturas híbridas que descubre en su hogar ancestral pero, más cerca del desenlace del relato, esa repulsión deviene goce al dar rienda suelta a la pulsión de él también dar comienzo a los procesos de hibridación que lo convertirán en un monstruo acuático. Pero no se trata solamente de que el narrador del relato se disponga a devenir-alien sino que siempre lo fue, dado que la hibridación está implicada en su herencia genética. Esto no quiere decir que HPL haya revisado sus posturas hiperracistas al momento de escribir una obra tardía como “La sombra sobre Innsmouth”: más bien que en cuando replica de manera hiperbólica el circuito racista de producción de significados pone en evidencia (y no importa si consciente o inconscientemente) las fallas en sus cimientos.
En su ensayo temprano “Kant, el capital y la prohibición del incesto” Nick Land establece la conexión entre el racismo y el proceso del tecnocapitalismo patriarcal y heteronormativo: en efecto, el matrimonio entendido como comercio/alianza política entre pueblos procede en línea de fuga desde el incesto hasta la confrontación con el otro producido en términos de “raza”, que implosiona en racismo e inmunopolíticas: una regulación compensatoria en la economía de la otredad. Para Land esto es replicado a su vez por el esquema epistemológico básico de la modernidad, es decir la crítica kantiana, que sólo puede dar cuenta de lo otro a través de un sistema de a priori que a todos los efectos oblitera la alteridad para presentar el proceso cognitivo como un reconocimiento de antemano (desde siempre, always already, immer schon) de lo mismo en lo otro. El racismo, naturalmente, opera a través de negar a priori la cualidad de “humano” al otro racial, estableciendo un límite claro de lo humano en tanto masculino y blanco. Esto deja por fuera a las mujeres (la mercancía) y, por supuesto, todas las “razas” (la fuerza de trabajo) construidas como tales a partir del a priori del blanco como el grado cero de otredad, la normalidad humana; curiosamente, en las ficciones de HPL es ese otro racial/híbrido en devenir-inhumano (o abiertamente no-humano) el que triunfa a largo plazo: no sólo porque los límites patriarcales/capitalistas de lo humano se diluyen en un esquema de devenires y de impermanencias (HPL en el fondo dice que lo humano no existemás que como una securocracia para colmo endeble) sino porque el retorno de los Grandes Antiguos, según se insiste virtualmente en todos los relatos, es inevitable. En su hiperbolización narrativa del racismo, entonces, HPL subvierte el esquema epistemológico de repliegue de lo otro bajo la lógica de lo mismo (no es de extrañar, evidentemente, que la obra de HPL atraiga a los filósofos del realismo especulativo y demás corrientes neomaterialistas antikantianas): es más bien que lo otro eventualmente se va a comer a lo mismo (y con ello a lo humano-patriarcal-heteronormativo-blanco); pero esto presupone el gesto antihumanista de no conceder realidad en términos de algo dado a lo humano, sino más bien de ficción, relato o hiperstición sostenida securocráticamente. Así, el humano (ya no importa si el hombre blanco) no está en control: no se trata de que los Grandes Antiguos (o el capital, si vamos al caso) esté a punto de expulsarlo del lugar privilegiado del Sujeto de la Historia, sino que, simplemente, nunca fue tal cosa.
Lovecraft Country es, ante todo, una ficción humanista, como lo exigen la industria del entretenimiento y la institución literaria (es por eso que HPL, dicho sea de paso, nunca será del todo asimilado a la literatura), de ahí que buena parte de sus poderes en términos de imaginación y relato estén puestos al servicio del empoderamiento de lo humano. En acaso el más interesante de los episodios (el séptimo), una de las protagonistas, Hyppolita, atraviesa un portal cósmico que la arroja a una matriz multiversal de vidas posibles, en tiempos tan diversos como el fin del reino de Dahomey (1904) en manos de los franceses (aunque en la extrapolación ucrónica de la serie, el combate se da más bien entre las amazonas históricas de Dahomey y los soldados confederados de la Guerra Civil estadounidense) y un futuro de corte transhumanista/afrofuturista, incluyendo París en 1920 y, concebiblemente, otros tantos momentos tanto reales como alternativos. Todo el proceso de recorrida de mundos posibles tiene como eje la libertad de Hippolyta de devenir lo que ella desee, su libre albedrío y su libertad absoluta de ser, por así decirlo, dada la propia afirmación de la voluntad; de su “odisea” emerge empoderada y transhumana, aunque para su última y definitiva identidad elige ocupar la figura de la madre (lo cual, por otro lado, no significa merma alguna en sus poderes y en su devenir-transhumano, plugs incluidos en sus antebrazos). Pero esta forma afrofuturista de transhumanismo es más un empoderamiento de lo humano fundamental (en este caso desde la mujer afro, y no desde el hombre blanco emplazado en el centro del orden patriarcal) que un devenir-inhumano o incluso un devenir-alien, y en ese sentido es notoriamente no-lovecraftiano. La serie, en cierto modo, moviliza una serie de devenires intervenidos por la magia, con personajes que devienen mujeres, que devienen hombres, que devienen blancos, para no tanto disolver lo humano como expandirlo, emparchando (en lugar de reformateando) el esquema patriarcal de explotación de la mujer y las razas con tecnología afrofuturista. Así, el futuro, al contrario que en la extinción lovecraftiana segura, es prometedor, pleno en posibilidades de emancipación.
El arco narrativo más amplio de la serie es el de la preparación y celebración de un rito destinado a que una de las protagonistas (blanca) adquiera la inmortalidad por vía mágica. Para hacerlo necesita la sangre de Atticus, el protagonista (afro) de alguna manera “principal”, y es mediante la intervención de un otro-inhumano (el espíritu-zorro que posee a la antigua novia coreana de Atticus) que el plan fracasa. Este esquema pone en evidencia el principal circuito (ya no lovecraftiano) productor de terror/horror en la serie, y guarda ciertos parecidos con la reciente Nuestra parte de noche, de Mariana Enríquez. En ambas ficciones, es decir, una elite de blancos dueños de la tierra moviliza fuerzas mágicas (que no comprenden del todo en la novela de Enríquez, que deben recuperar en términos de un saber fragmentario/perdido en Lovecraft Country) mediante el sacrificio de los no-privilegiados, afroamericanos en la serie de HBO, jornaleros pobres en Nuestra parte de noche. En ambos casos se trata de un intento de devenir-suprahumano (a través de abolir la finitud) a costa de la sangre de entidades consideradas sub-humanas (esclavas, fuerza de trabajo) por el sistema racista/clasista del capitalismo patriarcal. Algo similar ocurría en Get Out (2017), que comparte productor con Lovecraft Country, en la que una elite de blancos posee (al mejor estilo pulp, científicos locos incluidos) los cuerpos de jóvenes afro para asegurarse la plenitud física y, concebiblemente, la inmortalidad. En ese sentido, la historia de la población afroamericana (tanto en América del Norte como en Centroamérica y en América del Sur, por supuesto) es presentada bajo los modos narrativos de un relato de horror que incluye los tópicos de la posesión, el vampirismo y parasitismo: es la historia de cómo la maquinaria del estado blanco se nutrió de los cuerpos afroamericanos para poner en marcha los procesos de la modernidad y el capitalismo. Así, el horror en Lovecraft Country (y en Nuestra parte de noche) es, en gran medida, el horror de la historia: ambas ficciones retoman el tópico del viaje de carretera colmado de peligros (los de la policía racista, los de los militares en plena dictadura) para desarrollar la idea de un territorio tanático: en ese sentido, el “territorio Lovecraft” es precisamente el del racismo y sus horrores históricos, reales.
Por supuesto, cuesta no ver en la equiparación Lovecraft=racismo una simplificación del lugar de HPL en nuestra cultura contemporánea, en particular dada la posibilidad de esquemas de lectura como el de Houellebecq, que sin negar (¿cómo hacerlo, por otra parte?) ni mucho menos “perdonar” el racismo flagrante de HPL intentan presentarlo en un contexto más amplio. Del mismo modo, Lovecraft Country también puede ser leída desde los debates humanismo/antihumanismo-posthumanismo, y es ahí donde, en su apuesta por asimilar al otro racial (y al otro hembra/mujer) a la categoría de lo humano adecuadamente expandida, se arriesga a la paradoja de replicar los circuitos culturales que apuntalaron los esquemas de explotación racista, clasista y de género. En ese sentido, es más fácil depurar a HPL de su racismo aberrante sacando a la luz su tendencia al devenir-alien que pensar a Lovecraft Country como algo más que un producto cultural tranquilizador y “correcto”. Pero sin tensar la lectura hasta este punto, queda claro en cualquier caso que el gran aporte (y su objetivo concebible) de la serie de HBO es visibilizar los horrores que pueblan la historia de las personas afro (y acaso más todavía las mujeres afro y los gays afro) en Estados Unidos, y que hacerlo en conexión con el vasto arsenal de tópicos de la literatura de horror no hace sino volver más efectivo el mecanismo. Sin embargo, si bien es cierto que Lovecraft Country extiende el horror (como táctica y set de herramientas) hasta la historia reciente, a diferencia de la extensión análoga propuesta por el horrorismo de Eugene Thacker et al (que convierte al horror en una clave de lectura o matriz de significados para la filosofía, en lugar de hacerlo al revés), su operación conceptual retiene al humanismo, al antropocentrismo y al excepcionalismo humano como centros del discurso, por lo que su propuesta difícilmente pueda evitar ser caracterizada como reaccionaria, en particular en el mundo posthumano –indiferente a todo intento de control securocrático humano– visibilizado por la reciente pandemia.
Visiones para Emma, Daniel Mella
1. El del 2013 fue el invierno más frío que puedo recordar. El 16 de julio había nacido mi primera hija, Amapola, y con Fio pasamos los meses que siguieron en una casa a la que recién nos habíamos mudado y que, extremadamente mal aislada y en el fondo de una azotea al borde de Pocitos, nos costaba sobremanera mantener caliente. Vivíamos casi todo el tiempo en nuestra habitación, con la bebé, la computadora, una pequeña tele CRT y un viejo reproductor de DVD en el que miré alguna vez, feliz como nunca lo había estado antes y con Poppy dormida en brazos, los documentales que acompañan las ediciones extendidas de El Señor de los Anillos. Después, cuando la bebé y Fio se dormían y yo me sentía en posesión de un momento libre, escribía lo que terminó por convertirse en El orden del mundo, algo así como la más vieja de mis novelas que no me produce vergüenza ajena (y de la que algunas páginas todavía hoy puedo decir que me gustan).
Pero ese invierno sí salí una noche, más allá de las bajadas rápidas al súper o de alguna que otra caminata por la tarde si había algo de sol. Y esa “salida nocturna” fue al antiguo Café La Diaria, a la presentación de Lava, el retorno de Daniel Mella tras más de diez años de no publicar. He olvidado casi todos los detalles, pero sí recuerdo que yo había leído el libro ya (y escrito al respecto); recuerdo, también, que en la presentación estaba Ercole Lissardi y además un par de escritores y críticos o periodistas culturales con los que sostuve eso que a veces es dado en llamar polémicas, por supuesto que para nada amistosas. A esos no los saludé, pero sí a Daniel. Podría haber sido la primera vez que lo veía en persona, pero en realidad lo había conocido un año atrás gracias a la escala en Valizas de aquel precioso proyecto que fue Ya te conté.
Habíamos recorrido los quilómetros que separan Montevideo del célebre bastión neohippie en una camioneta, junto a los chicos y chicas que organizaron todo y a otros amigos, Diego Recoba y Rodolfo Santullo entre ellos. En algún momento del viaje, en la Costa de Oro, la camioneta se internó por caminos que sentí (ansioso como soy) tortuosos o especialmente misteriosos y que me recordaron al norte de Pinamar, hasta dar con una casa de la que, no sé por qué, me represento ante todo su fondo, no tan bien cuidado, quizá con alguna pieza de chatarra plantada contra una pared o entre la arena, la hierba rastrera y la pinocha. De allí salió un tipo altísimo y flaco, quien solo después supe que era el autor de Derretimiento, una novela que yo había leído ya no sé cuántas veces para entonces y que tenía por la obra maestra del horror en la narrativa uruguaya: un libro que, me parecía/me parece evidente, debía/debe ser leído como género, pero que había sido leído, no importa si en complicidad o no con su autor, como esa cosa rivarolesca que el establishment llama literatura y que en realidad no es más que el mainstream en su faceta más pretenciosa. Y creo que fue con Rodolfo con quien empezamos a hacer chistes tontos sobre Mella como asesino serial, para terminar con la apuesta (aún no cumplida) de que yo debía a escribir una novela de género slayer en la que Federico Stahl era el primero en morir en manos de un escritor que “volvía” después de años de silencio y lo hacía para vengarse, no importa de qué, malas críticas, cosas así.
En una de las tantas paradas de carretera me presenté y le dije a Mella que lo admiraba y que había modelado una de las versiones de mi protagonista recurrente sobre su historia (no sé si le expliqué que todas mis novelas tienen el mismo protagonista; creo que sí, y que me miró amablemente, como a un mutante de Chernobyl en su propio frasco de formol a la Alien Resurrection): la del escritor joven/prodigio que a los veinte años escribe una novela bestial —de la que el sistema literario tanto se enamora como toma por un verdadero emético burroughsiano, una cura de apomorfina para curarlo de la adicción a cosas tan inanes como la novela histórica de moda en los noventa o la obra de Carlos María Domínguez— y que después, encandilado como la polilla proverbial o perdido a la vista del sol como el hijo del artífice supremo, no puede sino dejar la escritura y viajar a África para tratar de vender armas a los emperadores etíopes o a morir lentamente bajo un volcán. En mi novela (que se llamaba Retrato del autor, parodiaba el Portrait joyceano y por suerte jamás fue publicada) Federico partía a su propia África, como Stephen parte a Europa al final de la novela, y sólo volvía, transfigurado fantásticamente y al velorio de una amiga, en una novela siguiente a la que no me esforcé por buscarle otro título que Regreso y en la que aparecían Mario Levrero, una ballena varada y otros asuntos de los que terminé escribiendo más de una vez. Esa novela —Regreso, no el Retrato—, por cierto, fue presentada a los Fondos Concursables 2009 junto a mi libro de cuentos Algunos de los otros. El de cuentos, el peor de mis libros publicados, ganó el premio y fue (mal)editado al año siguiente por Trilce, editorial que yo había conocido años atrás por la novela de Mella y por El alma de Gardel y El discurso vacío y Los carros de fuego.
Otra de las cosas que no recuerdo es de qué hablé con Daniel en la presentación de Lava. Sí recuerdo haberle contado a Soledad Platero —que hacía las veces de presentadora— alguna de esas historias bobas que contamos los padres primerizos de los primeros días de nuestros hijos, y que Mella habló de Thomas Bernhard, a quien yo estaba releyendo justo en esos días, y que esa “coincidencia” habría sido tomada por el Ramiro de 1998-2002 (o sea, la otra fuente de ADN para aquel Federico Stahl mellarimbaldiano) como una de esas confirmaciones de la existencia de una sobrenaturaleza mística o de la naturaleza simulada de la “realidad”. Pero poco más. Creo, ahora que lo pienso, que Daniel me habló de esa reseña de su libro que yo había publicado apenas días atrás (si no el mismo día) en La Diaria, y que decía, entre otras cosas, que el libro era excelente (sigo pensando que lo es) y que él, Daniel Mella, era el único personaje de la historia literaria reciente de Uruguay o, al menos, de mi generación —que en rigor también es la suya, aunque él publicara su primer libro cuando yo solo había logrado ver un par de mis cuentos en fanzines o en revistas de ciencia ficción a cuya edición yo mismo había contribuído si no con dinero al menos sí con esfuerzos de todo tipo, junto a verdaderos hermanos de mi vida como Pablo Dobrinin y Víctor Raggio.
Por supuesto que no sé qué pudo haber pensado Mella de esa idea. Mi hipótesis, por llamarla de alguna manera, era que él había devenido un verdadero personaje-autor, del que podía contarse una historia o trayectoria vital/de escritura que sirviera a su vez de matriz para leer sus libros. La infancia mormona, la adolescencia desencantada y drogona, la escritura de libros tremendos, la desilusión con el sistema literario, el exilio, el silencio. ¿Qué puede compararse a una historia tan hasta diría arquetípica entre las hebras grises de mi generación? ¿Jorge Alfonso —otro de los talentos evidentes que yo valoraba sobremanera entonces, y a quien estimo muchísimo hasta el día de hoy— renunciado bukowskianamente a su trabajo en el Hospital Militar, junto a quien años más tarde se convertiría en mi suegra? ¿Yo mismo leyendo La novela luminosa y dejando también bukowskiana/levrerianamente mi trabajo en Mosca de Punta Carretas Shopping? Todo eso, más privado que público, era espuma, era nada, era trivial (desde un punto de vista narrativo, es decir, no “personal”) en relación a la historia de Mella, al igual que otras figuras tanto o más grises, hoy relativamente disueltas en la memoria algo vergonzosa de mi generación.
2. A Lava siguieron dos novelas y un libro de poemas acompañado por un cuento, la primera de 2016 y la segunda y el tercero de 2020. No puedo hablar de Inés/María, editado hace poco por Fardo, porque no lo he leído, así que en adelante sólo voy a considerar El hermano mayor y el reciente Visiones para Emma, ambos editados por HUM y ambos, notoriamente, organizados en torno a una línea que conecta eso que ha sido dado en llamar “autoficción” con la “autobiografía”: una línea que podemos representarnos como un vector y que, al menos según la contraportada de Visiones para Emma, señala el movimiento de Mella hacia un hablar de sí o, al menos, al establecimiento de un pacto de lectura con sus seguidores que haga de su propia vida y experiencia el fondo de lo narrado.
Cabría pensar entonces que, después de Lava (y también en este libro, dado que los posteriores configuran maneras “autobiográficas” o “autoficcionales” de leerlo todavía más definidas que las propuestas por la sucesión de cuentos que lo conforma), Mella ha hecho de su figura de autor el centro de su producción: sus libros construyen o reconstruyen su historia, sea con ajustes de corte retórico/ficcional (El hermano mayor) o bajo la pretensión de minimizar lo más posible el residuo o sedimento de la ficción (Visiones para Emma).
Este proceso, por supuesto, es interesante en sí mismo, y Mella lo apuntala con opciones muy visibles de estilo o incluso de “estética”: en El hermano mayor es llamativo el dominio virtuoso de la narración a través del uso expresivo de los tiempos verbales, tanto que esta performance, casi un tour de force, se esfuerza (y por breves momentos lo logra) por desplazar la matriz significante de la novela desde el testimonio sentido, emocionado y emocionante de la pérdida hasta la poesis literaria en el sentido más convencional y río-abajo (si escribiera en inglés diría downstream, que es más lindo y más claro a la hora de plantarse como opuesto de “a contrapelo”) del concepto, que, trivialmente, trama una relación expresiva (que cada escuela hermenéutica resolverá como quiera/pueda) entre estructuras, texturas y procedimientos y tema o sustancia. Sin duda, Mella escribe literatura, y su idea de ella o la idea de su libro (me refiero puntualmente a El hermano mayor) es convencional, para nada irritante, por completo hegemónica.
En Visiones para Emma, sin embargo, la cercanía con lo que cabría pensar como “propio” (no que la muerte de su hermano no lo fuese, por supuesto, pero sabemos que en ambos libros Mella habla ante todo de sí, como lo señala notoriamente la alusión del título del libro de 2016 al hermano mayor, o sea Daniel) parece condicionar la escritura a una sencillez un poco más banal, a un esquema de analepsis y prolepsis en principio (aparentemente al menos) más libre o suelto (por ejemplo, la anécdota que abre el libro no encuentra otro cierre que la hipótesis de lectura “natural” acerca de que los segmentos o episodios del libro son esas “visiones” para Emma, la editora que le sugiere al joven Mella escribir libros “espirituales”), a una construcción sintáctica más sencilla, a un léxico más coloquial (que abunda en “minas”, “me la cogí”, etc), a una escritura, en suma, que se busca un poco más canchera y a la vez bastante más simple, quizá porque, en última instancia, la pretensión de “hacer literatura” queda un poco en segundo plano ante la de contar la propia vida.
Por supuesto que esto no es así o, al menos, queda balanceado o compensado por lo que podemos entender como el sistema de ironías del libro, que parece jugar por momentos a no leerse a sí mismo, a ser de alguna manera ignorante de sí de modo que el lector, como en una especie de novela policial de baja intensidad, se anime a unir los puntos y concluir que hay dos padres en la novela (Levrero y el biológico del autor), que el rechazo visceral a la imagen y algunas opiniones del padre simbólico (del que Mella, por usar la fórmula de Amir Hamed, se ansía bastardo, solo para de alguna manera reencontrarse con su padre y fundirse con él en las últimas páginas del libro, en una continuidad o linaje paterno-patriarcal) no sólo queda revertido por la aceptación cabal de la ley de ese padre (¿qué asunto más literario que el Hijo que se convierte en el Padre, con todo el familismo edípico y el fondo humanista consiguiente?) sino por los alrededores del texto, esa vida de Mella no dicha en/por el libro pero de acceso fácil por entrevistas o testimonios. Así, Mella reacciona contra el Levrero que reduce Noviembre a un libro “pensado” (o “inventado”, por apelar a otra terminología levreriana, opuesta a “imaginado”) y confeccionado de manera consciente —el peor pecado para el credo del autor de La ciudad—, pero después, casi de inmediato, le da la razón, y de manera a veces explícita y a veces tácita deja claro que para él la literatura no puede sino ser aquello que era para Levrero: un juego de honestidades, una indagación de sí, precisamente eso que, claro, busca hacer el libro en tanto ilación de momentos epifánicos, de momentos que encierran una “sabiduría” potencial alcanzada por no importa si el autor o el libro en sí en tanto escritura.
Por supuesto, siempre podemos dar la vuelta al pacto propuesto por la editorial y leer Visiones para Emma como una novela más, y todas sus tensiones y momentos de autolectura velada como ironías: quizá eso sería lo más saludable, por más que la performance de Mella insista una y otra vez (pensemos en su fotografía para el libro Narrativa Nativa, pensemos en su contraportada al excelente Mugre rosa de Fernanda Trías) sobre lo descarnado, la desnudez del autor ante la escritura y todo ese lindo repertorio de clichés literarios. Es que, en ese sentido, el libro de Mella es un buen ejemplo de la manera en que el sistema literario produce a los escritores (a las figuras de escritor) tanto como estos producen escritura incorporada a los circuitos de lo literario. El libro de Mella no cuestiona absolutamente ninguno de los puntos “clave” del saber trivial de la literatura en tanto sistema apuntalador del humanismo y la securocracia de lo humano hipesticional: la escritura como expresión de un yo no sólo individual sino (el del escritor) de individualidad hipertrofiada, atormentada (y cualquiera que experimente ese saludable rechazo a la sugerencia de que el dolor tiene algún tipo de significado intrínseco debería apartarse de Visiones para Emma), el proceso del escritor como la búsqueda de una voz propia, una cadencia distintiva, un estilo reconocible que sea signo de esa “alma” o incluso ese “espíritu” que, en Mella (no así en los momentos más sutiles de Levrero) es despojado de toda pretensión trascendental y decae por tanto en el nivel menos intenso de un equivalente a la personalidad, la “individualidad”; a esto se suma la creencia en la literatura como empresa intrínsecamente elevada o noble, en el escritor como un ser “especial” y en la subjetividad como una instancia trascendente al proceso y a la producción; pero hay más: comparece la literatura (a través de las referencias a escritores y a lecturas del propio Mella) como una circulación esencialmente mainstream, hasta canónica, que encuentra en el realismo (autobiográfico/autoficcional) su atractor —y el libro de Mella, de hecho, puede leerse como una suerte de ensayo sobre la literatura uruguaya contemporánea y sus taras y complejos: la del rechazo a la “carrera” literaria, la de la apelación a la brevedad, la de la sospecha ante el escritor prolífico. Todos, es decir, elementos constitutivos de nuestra escena literaria, no sólo presentes ahora sino, en rigor, también en aquellos noventa en los que Mella (y Ricardo Henry y Gabriel Peveroni y Gustavo Escanlar y otros tantos escritores ya olvidados desde la contracultura más subterránea) se construyó o fue construido como una figura contraria a la de la hegemonía. Curiosamente, entonces, Mella no sólo queda asimilado a la nueva hegemonía y a la ideología literaria dominante sino que deja en claro con los undertones críticos de su libro más reciente que no hay mayor diferencia entre la hegemonía de 2020 y la de 1995, más allá del gusto por tal pliegue o género y no tal otro, más allá del aparente recambio de las figuras críticas.
Esto es particularmente evidente en la afirmación explícita de que el mejor Levrero es el de La novela luminosa y El discurso vacío, lo cual debería leerse como la venganza final de Mella contra quien fue su maestro tácito, amado/odiado. Esta afirmación, claro, no es original ni propia de Mella, sino que es ya del sistema literario, que termina por producir (a través de libros horribles como El pacto espiritual de Mario Levrero, de Helena Corbellini) la idea casi indiscutida de que la escritura de Levrero ha de leerse como (al igual que la de Mella) el vector o tendencia a lo autobiográfico y que, por tanto, el desborde imaginativo (ahora sí aceptado como “libertinaje” en el sentido que le dio Ángel Rama en una de sus tantas cegueras o tonterías) sólo puede ser visto como una “preparación” que, a lo sumo, le permitió dislocar desde algún punto de vista un poco raro la realidad cotidiana. Es por esto que Mella sostiene literalmente la importancia de los capítulos finales de La novela luminosa en tanto testimonio, o que El discurso vacío es una suerte de obra maestra involuntaria porque, en el fondo, toda obra maestra debe serlo, ya que aquel escritor que persigue o intenta construir cierta grandeza está profundamente desencaminado y solo se saldrá con la suya (como lo hicieron en principio Proust y Joyce, aunque me imagino que hay quien desconfía incluso de esos dos) dada la presencia de cierto genio —que no puede sino ser algo dado y tan misterioso como esa “inspiración” de la que tanto habla Mella en su libro.
En el fondo acá, hermano, te estoy hablando del Uruguay, por citar a Jaime Roos. Y no es que Mella no insista sobre este asunto con su galería de lugares comunes del rechazo noventero al Uruguay paralizado, melancólico y mediocre, sino que una de esas ironías acaso involuntarias (en el fondo no importa si lo son, o si son voluntarias, ya que el libro en este sentido habla claramente por sí mismo, y no en beneficio de la presunta ironía) de Visiones para Emma es la evidente “uruguayez” literaria (y por tanto general) de su narrador/autor. Por supuesto, a lo que terminamos por tender es a la idea de que trivialidades lugarcomunizadas y reaccionarias como Visiones para Emma contamina la obra anterior de su autor, que ya no sólo envejeció un poco mal por fuera de su (por otro lado evidente) condición de literatura de género en el caso de Derretimiento sino que, como Noviembre (aunque no por las razones por las que su autor parece darle la espalda), termina por volverse más inane de lo que habíamos pensado todo el tiempo. Esto comporta, a la vez, un reflejo crítico del tipo que deberíamos evitar (asumir la linealidad del proceso de un autor y pensar que su siguiente obra simplemente continuará la pauta en lugar de migrar a cualquier otra zona posible), pero es cierto que hay obras que suman a la obra precedente de su autor, otras que no parecen importar en lo más mínimo en esos términos, y otras (como las de Felipe Polleri) que restan. Visiones para Emma quizá no logre restar porque su autor está todavía blindado ante estas operaciones, pero el libro dice tan poco en relación a su contexto, al sistema de la literatura en la que es producida, que es tentador concluir que no dice nada; sin embargo, dice muchas cosas, cosas que son funcionales y hasta serviles a su sistema y que, por tanto, impulsarán la novela hacia circuitos de circulación más y más amplios: eso, en el fondo, es la literatura en tanto sistema, digan lo que digan los Mella (y los Levrero) de este mundo: predicar para los conversos, facilitar las cosas a lo que Bolaño llamó “la canalla sentimental”, apuntalar la idea de que se es alguien, de que hay una “expresión” de un “sujeto” y que, por tanto, todos habremos finalmente de “expresarnos”, sea en un taller literario como los de Levrero/Mella (a los que imagino casi indistinguibles en procedimientos y presupuestos), o en esa parte de la vida que es el goce de lo literario, tal vez democratizado pero no por ello pensado fuera de un aparato de trascendencia que lo distingue de lo comercial, del entretenimiento, de toda esa escritura que Mella y su libro evidentemente rechazan con un asco que en el fondo no es suyo sino del sistema que lo produce y al que sirve de guardián. Más establishment, más mainstream, más hegemonía, salvo por el hecho de que la opción contraria, la performance contracultural, no es menos sistémica. Y sin embargo, cuando se oye hablar del espíritu, de la expresión del yo individual, de la autenticidad, sólo corresponde sacar el revólver metafórico y decir ya está, Daniel, vamos a cortar la bullshit de una vez, antes de que te sepulte del todo.
3. Hay, sin embargo, una serie de páginas maravillosas en Visiones para Emma, entre la 139 y la 142 para ser precisos, que de alguna manera misteriosa justifican —aunque no salvan— el libro. Allí el narrador/autor habla de sus caminatas por la Ciudad de la Costa y la zona del Aeropuerto Viejo, y es fácil acceder a la visión del paisaje ballardiano de los radares, la carretera, la velocidad nocturna de sus autos y el rastro o estela de las luces fijas en el time lapse de la percepción compactada por la cocaína; Daniel camina, hace puerta en distintos boliches (estamos en 2002) y, en una ocasión, se encuentra con un antiguo conocido de sus tiempos de mormón. En una perfecta ocasión de economía novelística (y si pudiéramos leer Visiones para Emma como la novela que en el fondo es, acaso sí podríamos salvarla) este celacanto en la orilla de la noche lo confronta y nos hace entender a los lectores que Mella, en el fondo, nunca dejó de ser un mormón, un gnóstico, un creyente, y que ahí está la clave para todas esas trivialidades que piensa sobre la literatura.
Quizá Mella lo sabe, quizá está todavía más dicho entrelíneas, o quizá yo, al decirlo, esté escribiendo otra ficción, pero también es cierto, para continuar esta línea, que yo mismo frecuentaba esa zona los viernes o los sábados de noche ese mismo año, también en los side effects of the cocaine, por citar al Duque, y que con mi amigo más antiguo y querido recorríamos la zona de los radares en auto para dar vueltas y más vueltas a esta suerte de espiral nocturna y bajarnos eventualmente para entrar a Ku o a La Botavara o simplemente terminar por volver a casa siguiendo el camino más largo posible, el de la rambla deslumbrante como la tumba de un faraón, y podría decir que en alguna de esas noches me topé con un tipo muy alto y muy flaco, al que creí reconocer por aquella foto en no recuerdo ya qué revista junto a Ricardo Henry (a quien conocí en 1995 o 1996 en su librería/disquería Atlantis, donde intentó convencerme de no leer tanta ciencia ficción y sí a Easton Ellis, consejo al que, por suerte, no hice caso alguno) y Gabriel Peveroni, y que le grité alguna pavada, me pidió un cigarro, me puteó, ni siquiera me miró, se me acercó y conversamos (y me dijo el tipo de lugares comunes que le hace decir al “indio sabio” que colocaría 18 años más tarde en las páginas de Visiones para Emma) o quién sabe qué otra cosa por completo falsa, por completo imaginada, por completo inventada, pero lo cierto, Daniel, es que esas páginas, apenas esas páginas, son de una belleza que no tiene parangón en las otras 152, y que te las voy a robar apenas pueda, cuando tenga tiempo de sentarme a escribir otra novela.
The haunting of Bly Manor, casas embrujadas
Todos recordamos el comienzo del Manifiesto Comunista y su fantasma que recorre Europa, pero vamos a empezar ahora por la traducción al inglés, en la que aparece el verbo haunt: a spectre is haunting Europe. Haunt, como en una haunted house, o “casa embrujada”, incluso “casa encantada”. El haunteo es, entonces, cosa de fantasmas, la casa del fantasma y, vuelto relato, la caza del fantasma; si superponemos las traducciones al inglés y al castellano, entonces, lo que emerge es la idea de una traslación.
Porque el fantasma se mueve, recorre Europa, arrastra cadenas, deja huellas de barro, hace caer los floreros de la casa y al hacerlo la encanta, la embruja (es cierto que, en español, la intromisión de las brujas proyecta una suerte de agencia específica: la perturbación delata la presencia anterior de esa mujer mala que embrujó).
Buena parte de las ficciones de casas embrujadas presentan al fantasma como una perturbación del espacio doméstico, una propiedad de ese locus específico, y así la casa embrujada aparece como el lugar donde se manifiestan (y trazan su recorrido) las entidades entendidas como fantasmagóricas, demoníacas o inhumanas. En su grado mínimo de weird o abstracción, el fantasma ejerce su influencia sobre la casa y sus habitantes como parte de un proceso de retribución o incluso venganza. Lo primero, aquí, es la historia del fantasma, eventualmente sacada a la luz. Además, el esquema clásico de las ficciones de casas embrujadas suele proponer una solución que salvaguarda al menos a uno de los sujetos humanos implicados; para sobrevivir, para salir más o menos inerme de la casa embrujada, hay que sacar la historia a la luz, dar con el “origen del mal” y por tanto liberar al fantasma de su compulsión al haunteo. Expuesta la verdad, casi siempre un acto de violencia esencialmente injusto, el fantasma es aplacado (como Atenea cuando depone las armas, como las Erinias cuando devienen Euménides al final de la tragedia de Esquilo) y la casa es saneada. Este esquema de “final feliz”, sin embargo, se volvió rápidamente un mecanismo productor de horror deficiente, y si bien todavía es empleado –generalmente por ficciones de corte humanista o humano-securocráticas que intentan presentar la noción de una “fuerza” o una “voluntad” humana capaz de medirse y salir airosa contra todos los males–, su modulación más exitosa es la del final abierto/sorpresa que nos confronta con un residuo, con algo en la casa que persiste, a veces bajo la forma de un mal nuevo, localizado por ejemplo en el proverbial sótano/ático o en el no menos proverbial fondo de los espejos.
En última instancia, la casa siempre pudo haber albergado más fantasmas, llegado el momento no aplacados, o quizás el fantasma original sólo fue aplacado en apariencia. Esta última posibilidad es especialmente productiva a la hora de generar horror (y remontar la escala weird/abstracción), ya que erosiona la equivalencia entre el haunteo y la puesta en evidencia de la historia de violencia pasada. Quizá esto último no es suficiente, podemos pensar; quizá la exhumación de los restos o el saneamiento del cementerio indio han llegado demasiado tarde. Por supuesto, no son pocas las ficciones de casas embrujadas en las que la exposición de la historia o el saneamiento en cuestión no son posibles: en el caso del Overlook de The Shining uno no sabría por dónde empezar, del mismo modo que en The House of Leaves, simplemente, no emerge con claridad relato alguno. Quizá podamos pensar en un gradiente de emergencia de relatos, o de configuración de relatos posibles. ¿Dónde pensar, por ejemplo, “La casa de Adela”, de Mariana Enríquez?
Es cierto que en algunos casos la influencia viene de un afuera concebible. En “Casa tomada”, por ejemplo, habría un estado pre-encantamiento de la casa y una irrupción marcada como un evento singular en el espaciotiempo. Esa presencia que “toma” la casa, sin embargo, ¿de dónde viene? ¿De alguna parte distinta a la casa, un afuera? ¿O es de adentro? El cuento, que persigue la apertura de significados típica del relato fantástico, deviene una matriz de lecturas posibles, de la que no es posible extirpar la idea de que las presencias provienen de la misma casa, como si hubiesen sido de alguna manera exhumados o desenterrados. En Defacing the Ancient Persia, Hamid Parsani introduce el concepto de “artefacto xenolítico” para referirse a máquinas de guerra y agencias inhumanas tanatotrópicas que son en efecto desenterradas: el ídolo de Pazuzu de The Exorcist es un ejemplo tan evidente como el monolito lunar de 2001: una vez entran en contacto con el aire de la superficie o la luz del sol, los artefactos xenolíticos proceden a hacer guerra a los límites de los sujetos humanos, para así abrirlos (en canal) al afuera. Esto, por supuesto, parece el reverso exacto del saneamiento de los restos problemáticos y, por tanto, de la llevada a la luz del relato del fantasma; si en las ficciones más “clásicas” de casas embrujadas desenterrar el cuerpo del delito apacigua al fantasma (o lo dispersa), en los relatos de artefactos xenolíticos sucede lo contrario: la exhumación es el origen del mal.
Entonces, ¿y si fuera la casa la que produce el fantasma, y no el fantasma el que haunteala casa? ¿O si se tratara de una suerte de circuito de retroalimentación positiva? Esta posibilidad nos permite de alguna manera explicar el residuo, ya que incluso si el fantasma es presentado en términos de un origen (el cuerpo amurado, la profanación de reliquias, etc), y si esa violencia originaria es saneada, la casa sigue ejerciendo su influencia (porque en última instancia la casa devino esa influencia) y, por tanto, el fantasma en tanto perturbación abstracta (en oposición a ese fantasma concreto con una historia específica) no desaparece. Estos fantasmas residuales o sedimentados, es decir, no equivalen a su propio relato, pero pueden ser incorporados a un devenir o proceso. La casa ejerce una influencia pareja al tiempo: produce fantasmas en sucesión o superposición, y dar cuenta de uno de ellos simplemente deja paso a otros. Es más: como los disintegration loops de Basinksi (¿y no hay algo ambulatorio en un loop, un sonido que recorre un bucle de tiempo?), el tiempo los borronea, desgasta y finalmente aniquila.
Quizá esto último requiera una exposición más detallada. En Ubik (Philip K. Dick, 1968) los muertos persisten en una semivida producida tecnológicamente, pero en ese territorio postmortem sus energías merman en la medida en que son convocados, en que son llevados a hablar. El acto del lenguaje los erosiona y debilita: concebiblemente, llegará el tiempo en que puestos a hablar sólo produzcan ruido. Este equivale a un momento de muerte definitiva: como en el proceso de la demencia senil, al final ya no queda indicio alguno de quien se fue en la entidad espectral que se llegó a ser. El fantasma, así, es más un proceso que un estado específico: se es el dejar de ser lo que se fue, como una fotografía que se desgasta por el contacto con la luz y el aire, perdiendo los colores, confundiéndose las formas, borroneándose las imágenes. ¿Quién es esa persona en el segundo plano? Quizá lo recordábamos, hasta hace no tanto, pero ahora tenemos la foto en nuestras manos y no podemos identificarlo. Un primo, una tía, quién sabe quién. Un fantasma. Pero en última instancia, ¿por qué prescindir de la analogía con las fotos para pensar los recuerdos? No sólo porque buena parte de los recuerdos de quienes nacimos avanzado el siglo veinte son en rigor recuerdos de fotos, sino porque es concebible el desgaste, el borroneo de la imagen original. La mezcla del deseo y la memoria engendra fantasmas. ¿Esto equivale a decir que toda memoria es una memoria haunted, encantada, embrujada? ¿A postular en nosotros el recorrido de esos fantasmas? En el ciclo Everywhere at the End of Time, de The Caretaker, los recuerdos sonoros de una persona con demencia senil se derriten, se confunden y colapsan: pasamos de destellos de música de ballroom (como en An Empty Bliss Beyond this World) a noise, pasando por ambient y dark ambient, en el proceso de una conciencia que deviene fantasmal: si nos hacemos desde la memoria, cuando nuestros fantasmas ya se han borrado no hay quien podamos ser.
Pero volvamos a Ubik: la semivida es una ecología en sí misma, con entidades que compiten por el sustento o la energía. Así, las entidades debilitadas son fácilmente presa de fantasmas más persistentes y “fuertes” que los fagocitan. En tanto sistema, la semivida de Ubik es un proceso cuya configuración emergente es una estructura piramidal, con un predador ápex en su cima y los despojos de entidades menores por debajo, todavía en vías de asimilación, deformadas, mutadas, vueltas fantasmas que van despojándose de todo contacto con la entidad humana “real” que les dio origen. Así, la semivida de Ubik es una casa embrujada que tiende a identificarse con un fantasma en particular: nunca alcanzará la identificación total, pero ese es el atractor del sistema. Si se dispusiera de medios para “vencer” al predador ápex (“Jory” en la novela de Dick) serían los despojos los que persistirían (más las nuevas adiciones, por supuesto), y una vez más comenzaría ese proceso que tiende a la hegemonía de una entidad predatoria. Los administradores de la semivida pueden intervenir políticamente y evitar la inequidad en la distribución de recursos: asegurarse de alguna manera de que todos los semivivos/fantasmas sean iguales, sujetos nada más que a la ley del desgaste por la palabra. Sin embargo esto no sucede en la novela, como en una analogía de una economía de mercado desregulada (¿no se ha dicho ya que el capitalismo es una historia de horror? ¿Cuál era, al final, el fantasma que recorría o recorre Europa?).
En cualquier caso, si pensamos en la casa como primera instancia productora de fantasmas, esta desterritorialización obra en una reterritorialización compensatoria si se nos ofrece un relato de cómo llegó a ser así la casa. ¿Qué fue primero, la casa o el fantasma? Quizá esos fantasmas, como teratomas levrerianos o parásitos de consciencia, fueron llevados por los habitantes, o quizá la casa fue construida de tal manera que la producción de fantasmas resultó ser un comportamiento emergente de su devenir. Quizá la casa, como el Overlook (“usted siempre fue el conserje”), habrá de haber sido así siempre. ¿Y no hay algo especialmente espectral en estos loops retrocausales? Edipo, John Connor, fantasmas de sí mismos.
No es necesario insistir sobre el hecho de que el horror se vuelve más weird/abstracto en la medida en que las explicaciones y los relatos son evitados, no solo porque esto último equivale a esquematizar el proyecto narrativo/conceptual del weird en términos epistemológicos sino porque, a la vez, el gradiente de abstracción (como lo estratificó Nick Land en su seminal “Horror abstracto”) es equivalente a una línea de fuga desde el antropocentrismo. En cualquier caso, habría que distinguir las explicaciones que no nos son ofrecidas en el relato (pero sobre las que podemos teorizar fácil, satisfactoriamente) de las concebibles explicaciones en el fondo imposibles (como el caso del doble haunteo/posesión de Lost Highway). Así, en The Haunting of Hill House (1959), de Shirley Jackson, por no solo no hay una explicación final ni un relato que permita sanear el horror y restaurar el orden humano del mundo (por el contrario, hay sugerencias diversas y no jerarquizadas) sino que la novela sistemáticamente evita ofrecer tanto la información requerida como un contexto que permita establecer la superioridad de una hipótesis posible frente a otra –o incluso el concebible descarte de una explicación cualquiera por absurda o radical. Esto, por supuesto, no cancela la posibilidad (la necesidad) de teorizar: es posible, digamos, que el “mal” de la casa Hill (eso que al principio es conejos fugaces y golpes en los pasillos pero que al final termina por poseer a una de las protagonistas) equivalga a una perturbación del espacio, de la sustancia misma de la casa (con la que está hecha la casa, sobre la que está hecha la casa, etc): si lo abordamos desde las sugerencias presentes en el discurso temprano de uno de los personajes (el doctor Montague), el horror estaría vinculado a la posibilidad de existencia de arquitecturas atroces en sí mismas, casas erróneas, malignas desde su construcción.
En “The Dreams in the Witch House”, de H.P. Lovecraft, el tema de la casa anómala/encantada queda resuelto de manera más explícita gracias a la apelación a “geometrías no euclidianas” y “ángulos” aberrantes, tan perturbados como perturbadores, que alteran la forma espaciotemporal de la casa y permiten el pasaje de entidades de una “dimensión” a otra; pero el horror, en última instancia, es –como siempre en Lovecraft– el de los límites de lo humano (de la cognición humana, de la seguridad humana) vulnerados, postulados como esencialmente frágiles. Los personajes de Lovecraft, de hecho, rara vez son ultimados físicamente por los horrores que pueblan esos espacios interdimensionales: es su cordura (su conexión al aparato productor de lo humano) la que se derrumba por el contacto con esa inhumanidad que “acecha en el umbral”, salvo en el punto extremo representado por “The Shadow Over Innsmouth”, en la que el devenir-inhumano (o devenir-alien) del protagonista es resuelto, finalmente, en términos de gozo (y por eso “Innsmouth” es la verdadera playa terminal del corpus lovecraftiano, y no “The Shadow Out of Time” o At The Mountains of Madness).
Hemos de pensar, entonces, en las casas embrujadas como espacios perturbados, aberrantes: escenas de un contagio o posesión que compromete al espaciotiempo mismo: debería haber, es decir, una realidad objetiva de la casa invadida, tomada o encantada, que no depende de la percepción o la cognición del humano que atraviesa sus límites sino que, por el contrario, atenta precisamente contra estas del mismo modo que el archifósil (evidencia de entidades anteriores a la cognición humana, sean dinosaurios o la luz residual del Big Bang en el fondo de microondas), en la filosofía de Quentin Meillassoux, atenta contra el correlacionismo kantiano (o la idea de que sólo tiene sentido hablar de mundo desde que hay sujeto humano para experimentarlo). En este sentido, las ficciones de casas embrujadas se acercan al tópico de la zona, central al lado weird de la ciencia ficción (Solaris, Stalker, “The Colour Out of Space”, Annihilation, etc), en el que la cognición humana se hace añicos ante una realidad tan incomprensible como indudable.
En síntesis: si las ficciones de casas embrujadas postulan un residuo de la explicación, un sedimento inexplicable/insalvable/irredimible que sigue engendrando perturbaciones, entonces esas casas embrujadas se convierten en un caso particular de “zona”. Por supuesto, ficciones como Annihilation o Stalker explotan muy bien la oposición entre el espacio abierto y natural, de “exteriores” (el paisaje natural como lo weird, a la manera de “The Willows”, de Algernon Blackwood) y el espacio cerrado, doméstico, de “interiores”, y en ellas los personajes generalmente ingresan a casas abandonadas o incluso en ruinas, para subrayar la oposición exterior/interior mediante la imagen de la casa invadida por el afuera, de paredes derruidas y techos colapsados; las casas embrujadas, en cambio, suelen ser ofrecidas en términos de una integridad manifiesta, como si de alguna manera la casa se cuidara a sí misma y ella misma administrase la economía de sus límites con el afuera. Dado esto por sentado, es concebible un lugar de intersección, en el que la casa –el espacio de lo familiar humano, lo doméstico– se comporta como una zona –el espacio de lo extraño inhumano, lo ajeno–; esto comporta una subversión del lugar conceptual de la casa, y si lo extendemos, llegamos a la idea de que el hogar es allí donde está el fantasma. O, en otras palabras, que lo inhumano/alien está en el corazón mismo de lo humano, porque en última instancia eso “inhumano” no es otra cosa que la visibilización de que no hay tal cosa como lo humano –fuera de su hiperstición o del deseo de ser humano (la “humanización” a cargo de ciertos aparatos de la cultura, verdaderas máquinas de guerra xenofóbicas asimiladas tempranamente por el Estado y su espacio securocrático). En este sentido, una ficción ejemplar de la contaminación del adentro humano por un afuera inhumano (que es, a su vez, un adentro: el de la casa/zona) es The House of Leaves, de Mark Danielewski, así como también la presentación del ámbito inhumano (un paisaje de pradera o de bosque) o divino en Nuestra parte de noche, de Mariana Enríquez, como una “boca” (es decir un recinto cerrado, interno al cráneo humano).
En la reciente The Haunting of Bly Manor, que reordena y reescribe elementos del clásico The Turn of the Screw, de Henry James, hay un esquema clásico de relato explicativo o exposición narrativa de los antecedentes: la casa (según descubrimos en el penúltimo episodio) está embrujada porque allí habita una entidad que persiste, que hauntea. Se sugiere incluso que esto está vinculado a la “voluntad” [will] del personaje en cuestión: una mujer, Viola, que debió hacerse cargo de la casa paterna, engendró una hija con un hombre sin importancia, enfermó gravemente y, en su agonía, fue muerta por su propia hermana en un acto marcado por la piedad y el egoísmo. Con el tiempo, el fantasma de Viola persistió, generando otros tantos fantasmas menores; la ecología sugerida, de hecho, es similar a la planteada en Ubik: el “fantasma principal” (Viola) asesina y puebla la casa de fantasmas menores (su hermana, el médico, una niña), loops desintegrados que ya han perdido la palabra, la memoria y el rostro, esa marca fundante (junto a la voz y al grano de la voz) de la persona humana individual.
Sin embargo, si bien hay explicación e intento de saneamiento, no hay una resolución verdadera, en tanto Viola no es aplacada sino meramente transferida. En efecto, la serie presenta al tema de la casa embrujada en términos de un relato de posesión, en el que la mansión Bly está “poseída” por el fantasma de Viola y, de hecho, deformada topológicamente (pensemos que la serie se encarga de mostrarnos que los terrenos adyacentes a la mansión parecen más amplios por la noche, a la vez que todas las escenas de exteriores están presentadas con efectos de posproducción que generan una sensación de irrealidad, de estereoscopia o incluso de diorama) y convertida en “un pozo de gravedad”, para usar la expresión de uno de los personajes.
Habría que hacer una digresión que indague más en el término haunt y su conexión con los recorridos y los loops. Una etimología posible de “ambient” (como en ambient music) propone el verbo latino ambire, presente activo infinitivo de ambio o ambeo, “andar en círculos”, “circular” (incluso “orbitar”). Desde esta idea no es difícil pensar a la música ambient como aquella que recorre circularmente y encanta un espacio: “a surrounding influence” (“una influencia en torno”) dice Brian Eno a la hora de describir su proyecto de música Ambient (en las liner notes de Music for Airports), capaz de generar “a wide variety of moods and atmospheres” (“una amplia variedad de humores y atmósferas”). Asimismo, la conexión entre música ambient y hauntología, entendida esta como la presencia (el recorrido insistente, loopeado, inextinguible) de los futuros que no fueron, no solo está dada de antemano y programáticamente por músicos que como Burial, The Caretaker, Barn’s Owl, Johann Johannsson y Belbury Poly –así como también por teóricos como Mark Fisher–, producen en una intersección del modernismo, el pop, el ambient y el minimalismo, sino que se apoya además (tantas veces incluso temáticamente) en la noción del fantasma y lo espectral, capaz de “embrujar” o “encantar” un espacio o una arquitectura: música de fantasmas, fantasmas de lo que no fue, fantasmas que persisten, que nos atraviesan y recorren.
En cualquier caso, hauntingremite también (desde traducciones consagradas, por ejemplo) a “posesión” y “maldición”; ciertos fantasmas (como Viola) poseen/maldicen espacios y los perturban, del mismo modo que esos espacios pueden acaso poseer/maldecir a ciertas personas para hacerlas devenir fantasmas. Más allá de invocar el dilema del huevo y la gallina, lo que aparece aquí una vez más es un circuito de retroalimentación por el cual el relato de Viola no queda del todo resuelto sin una explicación (¿por qué devino fantasma y de dónde extrajo la “fuerza de voluntad” necesaria para convertirse en el centro de gravedad del sistema de perturbaciones de la mansión?) que remita a la casa misma, como si dijéramos que Viola tuvo que morir en Bly para poder volverse fantasma y así ocasionar que todo aquel que muera en Bly devenga fantasma también, dando por sentada así una perturbación original, presente en la casa misma; después, por supuesto, la presencia de Viola refuerza esa agencia perturbadora de la casa, hasta el punto que ambas, Viola y la mansión, terminan por confundirse. Viola “maldice” la casa, la casa “posee” a Viola, Viola “posee” la casa.
Por cierto, los casos de posesión y maldición en esta serie no son pocos, y parecen de hecho centrales a los protagonistas. La segunda institutriz, Danielle, ingresa a la casa con un fantasma a cuestas o, también, con la maldición de esa presencia que la ha seguido desde hace tiempo (y nunca, bajo ningún concepto, se debe ingresar a una casa embrujada si ya se posee un fantasma), del mismo modo que el factótum Peter está “maldito” por los abusos a los que fue sometido por su padre y su madre en la infancia, y como tal, y en los contornos de un personaje gótico-romántico, obra siempre entre lo criminal, el egoísmo, la pasión y el amor. Del mismo modo, el cocinero Owen carga con el fantasma de su madre, que padece de Alzheimer (y por tanto va viendo erosionada su identidad, del mismo modo que los fantasmas de la mansión, del mismo modo que en el ambient hauntológico de The Caretaker), y sospechamos historias similares en el ama de llaves Hannah y la jardinera Jamie: la mansión, diríase, “atrae” ciertas personas especiales junto con sus fantasmas o maldiciones, y se nutre de todo esto.
A la vez, el modelo de posesión está apuntalado por las instancias de posesión “literal” que nos son narradas (Peter y Rebecca, la primera institutriz, poseen a los niños Flora y Miles) y también por la alusión al exorcismo de Gádara, pasaje de los evangelios sinópticos en que Jesucristo expulsa al demonio “Legión” de un hombre y lo dirige hacia una piara. Los cerdos, como es sabido, saltan por un precipicio y así, con su muerte, ponen (en principio) fin a la amenaza, de manera similar a lo que ocurre al final del clásico The Exorcist y, por supuesto, a lo que sucede en el capítulo nueve de The Haunting of Bly Manor, donde Danielle “exorciza” a Viola expulsándola de la mansión Bly e incorporándola ella misma, lo que la llevará finalmente al suicidio. El fantasma, es decir, deja en paz a la casa (la “desembruja”, abandona su recorrido) y se adhiere a una mujer, que, como los cerdos de los evangelios, no puede sino poner fin a su vida. En cierto sentido, The Haunting of Bly Manor es la historia de cómo Danielle ingresa a un espacio arquitectónico y paisajístico en el que cambia un fantasma por otro. En última instancia, ella siempre habrá de haber tenido un fantasma: siempre será la poseída, la haunteada.
Quizá el término “encantar” venga al caso ahora. En la primera entrega de su Trilogía del Relato, Amir Hamed habla de la relación entre lo humano y lo inhumano desde el tropo del contacto con las hadas y moviliza el término “encantado” para referirse a esa presencia enquistada de lo otro en lo humano. Lo humano, es decir, no permanece incambiado tras el contacto con esa otredad inhumana, sino que deviene otra cosa, una vez más un devenir-inhumano, en este caso devenir-hada, devenir-elfo o incluso devenir-vampiro. Encantar y lo encantado, en última instancia, es la provincia de los parásitos, de la acción del parásito en su huésped. Cuando Levrero (en la teoría-ficción “Precaución”) habla del “teratoma”, o doble psíquico, más allá del residuo humanista/espiritualista que le impone el léxico, está previendo la posibilidad de ser encantado por ese otro-inhumano fantasmal: “antes de emprender cualquier empresa de cierta importancia, uno debería asegurarse de que no posee teratomas de ninguna clase, pues nada hay más desagradable que esa especie de corriente de infortunio de la que muy pocos somos conscientes de que tiene su origen en nuestro propio ser y se suele atribuir a factores externos”. Llama la atención la idea de corriente de infortunio, intercambiable en última instancia con la de “maldición”, y también la progresiva exfoliación (a lo largo de esta teoría-ficción, presentada como un rizoma de notas a pie de página) de la idea del origen [del mal/perturbación/parásito] en nuestro propio ser. El teratoma es parte de nosotros: como las criaturas de la saga Alien, el parásito ha fundido su información genética con la del huesped (es, por así decirlo, un software capaz de devenir-compatible con todo sistema operativo concebible) para gestar un híbrido, que si bien presenta la morfología específica “biomecánica” por la que reconocemos al xenomorfo y sus secreciones, también incluye (como ruido en la señal) elementos propios de la especie del huesped (el xenomorfo de Alien es, en este sentido, un híbrido humano/alien, mientras el de Alien 3, en cambio, es un híbrido alien/buey, si vemos la versión extendida, o alien/perro si vemos el inferior corte theatrical); esta criatura (en rigor una suerte de pos-especie) toma la forma de su presa y se confunde con ella: la habita, la posee en términos genéticos. Pero hay más, en una línea de fuga hacia la fusión vida/paisaje, genoma/territorio, puesto que ¿qué “hacen” los xenomorfos sino crear (segregar) un “ambiente”? El recorrido de la criatura por la nave de Alien y las trayectorias de los múltiples xenomorfos en la base de terraformación de Aliens obran la modificación del ambiente/paisaje mediante una influencia alien: un ruido en la señal humana (o en la señal de los “ingenieros”, si vemos Alien desde Prometheus y Covenant) que percibimos como la estética “biomecanoide” de H.R. Giger literalmente infestando las paredes, creando una caverna biomecánica o recinto alien, en tanto la criatura parece ser capaz de segregar esa sustancia con la que crearse su propia caverna, su propio nido, “alienizando” los entornos previamente “humanos”. La Nostromo: una casa embrujada en el espacio; la post-especia xenomórfica: la vida, la replicación genética, como una zona haunteada. ¿Cuál es la forma “real” de la criatura, si sólo la conocemos por su hackeo de la forma de su huésped/su presa? No hay tal forma: lo alien espectral.
Es interesante que el “encantamiento”, el “parasitismo” y la “posesión” terminan socavando lo humano en The Haunting of Bly Manor. En el devenir-espectro, los viejos fantasmas han perdido sus rostros y sus recuerdos (también pierden Flora y Miles, o sus equivalentes “reales”, la memoria del horror: no así Owen y Jamie, que persisten) y se confunden con muebles o con muñecos: el autómata, la marioneta, los amigos/juguetes de J.F. Sebastian en Blade Runner, los arlequines en las ficciones de Thomas Ligotti, y el Duque Blanco como fantasma que hauntea la discografía de David Bowie, son una instancia del devenir-inhumano en términos de retroceso hacia lo mecánico/inanimado, pero también lo caricaturesco, lo simplificado o erosionado. El horror final de The Haunting of Bly Manor, que lleva a Danielle al suicidio, es saber que la expansión progresiva de su parásito (Viola) la reducirá a una sombra de sí, como obró el Alzheimer con la madre de Owen. Los fantasmas, entonces, se nutren de memoria; trivialmente, viven de memoria, que no es muy diferente a decir que viven en la memoria, pero su metabolización del recuerdo de sí deja sólo una cáscara vacía. Y aquí es donde emerge el corazón de tinieblas de The Haunting of Bly Manor, que prescinde (salvo en el primer episodio) del sobresalto y de profundizar lo creepy y lentamente va convirtiéndose en una historia de amor. Aunque, como ya se ha dicho (y la serie lo repite), toda historia de amor es una historia de fantasmas. El amor, es decir, como persistencia: el amor enfrentado al devenir, al cambio; la imagen del amado o la amada perdiéndose en el pasado, deviniendo fantasma, sea “por la muerte o por un cambio en las costumbres”. El amor, el relato del amor: amar a esa persona, amar su relato, su historia, el relato “feliz” de devenir con el otro en persistencia del amor. La literatura cuenta historias de amor, en última instancia, y en esas historias hay individuos únicos, irrepetibles. No hay un “equivalente” posible del amado, ni siquiera un doble válido más allá del relato del engaño, porque el amor se construye sobre la idea de lo único-individual y así se ama a esa persona, hasta incluso el momento en que se llega a amar lo que esa persona fue (o se creyó que era) y ya no es. La literatura dice que hay individuos, que somos individuos, y lo dice, en esencia, con historias de amor. El horror, en cambio, dice otra cosa. El horror dice que somos fantasmas. En The Haunting of Bly Manor sospechamos desde el principio que hay algo extraño con Hannah, y entendemos pronto que no está viva, que es un fantasma: ignorante de su propia muerte (podemos tomarlo como un guiño a las ideas de Emmanuel Swedemborg que tanto le gustaban a Borges) persiste en sus loops, limpiando la casa, borrando las pisadas, vigilando la economía de las zonas y territorios: dónde se puede ir y dónde no, como una segunda autoridad de la mansión, una segunda “alma” de la casa junto a Viola, quizá también capaz (en una secuela concebible) de poseer la mansión Bly, seguramente de manera más benigna. Si Borges propuso que una de las “magias parciales” del Quijote (y de Hamlet) era producir ese pozo de gravedad conceptual que nos atrae hacia la posibilidad de pensarnos como personajes de un libro mayor, ¿cómo no preguntarnos, después de The Haunting of Bly Manor y de todas las ficciones de las que se nutre, si nosotros mismos no estaremos muertos, como Hannah, sin saberlo? La respuesta del horror es por supuesto que estás muerto; de hecho, ni siquiera es real la “vida”. Y esta respuesta no puede ser otra: no puede haber un final feliz salvo en la literatura, o, dicho de otro modo, el mundo será quizá no tanto lo peor imaginable sino más bien lo más mediocre, como en los tantos episodios de En busca del tiempo perdido en que el narrador no puede sino desilusionarse ante lo real en oposición a lo proyectado por la imaginación, y allí aparece la literatura para colorear el vacío y hacernos soñar un mundo mejor: un mundo en el que no estamos muertos, un mundo en el que somos personas, individuos, únicos, irrepetibles, “milagros termodinámicos” (como dice el doctor Manhattan en Watchmen). El horror, entonces, se nos aparece como el mecanismo compensador de este circuito productor de ficciones: el horror nos dice que somos fantasmas, que no podemos ser otra cosa, que la realidad está hecha de cosas, de objetos, que la vida no es más que un nivel más de comportamiento de la materia, un epifenómeno de la termodinámica, tanto como la consciencia no es otra cosa que un espejismo que parece configurarse (para sí mismo, en un loop de retroalimentación) sobre el tejido de las neuronas, a su vez moléculas, reacciones químicas, átomos, fuerza electromagnética, quarks, fotones, gluones y quién sabe qué más (o qué menos).
En última instancia todos sabemos que somos fantasmas. Que no podemos ser otra cosa o, mejor dicho, que no hay otra cosa que podamos ser. Poseídos, parasitados por la idea de lo humano, por la idea del yo, por la ilusión de ser personas, individuos, encantados, habitados, recorridos por relatos de nosotros mismos,
gravitamos hacia casas embrujadas
con nuestros fantasmas a cuestas.
Podría pensarse en la casa/zona/espacio de The House of Leavescomo el recorrido en expansión permanente de un fantasma (el “minotauro”) que, así como el xenomorfo de Alien segrega su espacio, deviene el principio generador del laberinto en el que se pierde el protagonista.
La gravedad, recordemos, es entendida en la relatividad general de Einstein como una deformación del espaciotiempo que deforma las trayectorias de los objetos: del mismo modo las trayectorias de los personajes en The Haunting of Bly Manor terminan deformadas por el fantasma de Viola, arrastradas hacia ella, que se erige en centro de gravedad de la casa embrujada: ella o, quizá, su propia trayectoria, el camino que traza la misma Viola entre la casa y el lago, recorriendo el territorio, haunteando el paisaje.
Dado que buena parte del genoma “humano” proviene de entidades no-humanas, incluyendo virus diversos, y dado que las células eucariotas que nos conforman tienen en su origen una endosimbiosis entre bacterias (las mitocondrias) y arqueas (el núcleo y su información genética), es evidente que “nosotros” estamos hechos de una multitud de entidades no sólo inhumanas sino también no-animales y no-eucariotas.
Como queda tematizado en el video de “Love is Lost”, en el que un maniquí del Duque Blanco asoma desde la oscuridad de pasillos que parecen insondables.
Apocalypse now
Los axiomas de la nomadología deleuzoguattariana:
La máquina de guerra es anterior al aparato del estado.1La máquina de guerra es una invención de los nómadas (en la medida en que es exterior al aparato de Estado y distinta de la institución militar).2La máquina de guerra, entonces, no procede del Estado ni lo funda sino que este la asimila eventualmente, la territorializa/estratifica a la vez que sanciona institucionalmente para resignificarla como la institución militar. El Estado, en el modelo deleuzoguattariano, “captura” la máquina de guerra nómada y la orienta hacia la guerra contra el enemigo (ya sea máquinas de guerra nómadas o máquinas de guerra capturadas por otros estados).
Por otra parte, el modelo presente en el capítulo cuarto (“War as a machine”) de la tercera sección (“The Legion: Warmachines, Predators and Pests”) de la Cyclonopedia (2008) de Reza Negarestani apunta a la guerra en tanto entidad en sí misma o agencia inhumana: the unlife of war (la desvida de la guerra), que “engendra máquinas de guerra para devorarlas”. Este proceso, que enfrenta a las máquinas de guerra entre sí, es animado por el petróleo y presentado en oposición al modelo deleuzeguattariano, en el que la guerra es producida por la interacción de las máquinas de guerra y su captura por el estado. Así, el modelo negarestaniano propone una preexistencia de la guerra en tanto desvida enlazada simbiótica(o parasítica)mente al petróleo:
En el modelo de La-Guerra-En-Tanto-Máquina [War-as-a-machine], las corrientes subterráneas remplazan el papel preponderante de las tácticas en el modelo deleuzoguattariano. Las máquinas de guerra avanzan sobre estas corrientes y son conformadas por estas: corrientes subterráneas petropolíticas, con el petróleo como una conspiración global.3
El modelo negarestaniano, entonces, hace de la guerra una entidad estratificada por movimientos de agencias inhumanas, termodinámica y cibernética, pero más allá del programa de Cyclonopedia de concebir al Oriente Medio como una entidad hipersticional, el modelo parece volverse productivo a la hora de leer producciones simbólicas que toman a la guerra tanto como tema como a modo de sustancia organizada por el modo ficcional, en particular el filme Apocalypse Now (Coppola, 1979).
En una primera instancia podemos apelar al modelo deleuzoguattariano: el Estado ha capturado una máquina de guerra y la ha institucionalizado como las Fuerzas Armadas, que están haciendo la guerra en Vietnam. De esta institución se escinde (deviene nómada) una máquina de guerra llamada Coronel Kurtz, a la que la institución militar le hace a su vez la guerra, envía terminators para acabar con su comando, que coincide con el coronel mismo.
¿Qué hace Kurtz que justifique el gasto de energía implícito en su terminación? Su escisión misma de la máquina de guerra capturada por el estado, su devenir-nómada, produce la reacción de la institución militar, pero hay una plusvalía de significado: Kurtz “opera sin restricción, rebasando todo umbral de decencia”. Hay algo aberrante: un gradiente de horror equivalente a la distancia entre el complejo de Kurtz y el centro de operaciones de la máquina de guerra. Kurtz está en el margen, en Camboya, río arriba, como un atractor misterioso que subvierte los códigos de la civilización según los pautan el Estado y su máquina de guerra. Kurtz debe ser anulado porque su mera presencia es un irritante, aunque no está claro que su presencia interfiera de manera digamos “literal” con el proceso militar de Estados Unidos en Vietnam, y cuando Willard es interpelado por las razones que le fueron ofrecidas por sus jefes, sólo atina a recordar que se le había hablado de “métodos inapropiados”.
—¿Y son inapropiados mis métodos?, le pregunta Kurtz.
—Señor, yo no veo método alguno.
En cierto modo, Kurtz no hace nada, porque sus acciones son ilegibles, ajenas a todo gesto interpretativo: en ese sentido se han vuelto aberrantes para una economía de significados centrada en la producción securocrática e inmunopolítica de lo humano. Kurtz es un virus, Kurtz es contagioso, y por tanto hay que “terminarlo” en nombre de la sanidad. Kurtz, de hecho, está envuelto en enfermedad: “el aroma de la muerte lenta y la malaria” es lo que detecta Willard cuando ingresa al recinto final, a la oscuridad terminal de Kurtz.
—¿Es usted un soldado o un asesino?, pregunta K. a Willard.
—Un soldado.
—No es ninguna de las dos cosas. Es un chico de los mandados, enviado por el cajero del almacén para cobrar una deuda.
En rigor Kurtz se equivoca: Willard es un antivirus, y su misión es de sanidad.
Pero desde el momento en que Kurtz opera libre de método, el modelo deleuzeguattariano —formateado, como señala Negarestani, por la idea de tácticas y, qué duda cabe, por el sedimento humanista de sus autores— se vuelve insuficiente. O, más importante, quizá la película misma resista su lectura desde esas pautas. Podemos pensar, entonces, que hay dos escenas clave para desplazar Apocalypse Now hacia el modelo negarestaniano: Willard y la tripulación del bote llegan al último outpost en el río, el confín de la guerra y borde del área de influencia de la máquina de guerra capturada por el estado. Allí domina el caos: Willard busca al oficial a cargo entre ráfagas de metralleta y explosiones de artillería idénticas a fuegos artificiales; hay un puente permanentemente demolido y vuelto a construir, hay bandas de soldados que corren por aquí y por allá, disparan, se refugian, y sobre todo ríen, gritan, lloran.
—¿Quién es el oficial a cargo?, pregunta Willard una y otra vez hasta que un soldado cualquiera le responde:
—¿No sos vos?
Nadie está a cargo, vos estás a cargo. La guerra está a cargo. No hay control: el sistema produce eventos individuales (como la destrucción de un grupo de vietcongs gracias a la siniestra acción de un artillero mientras Willard observa con pasmo) sin la mediación de una autoridad, sin verticalismo. El orden está en el centro: el comando donde Willard recibe su misión, pero la línea serpenteante del río y del relato van pautándonos el alejamiento de ese centro ordenador hacia las tinieblas, hacia el desorden. En el origen se comparece ante los oficiales a cargo; en los márgenes nadie está a cargo o todos lo están. En el centro, la guerra es un asunto humano: la institución militar, la máquina de guerra capturada por el Estado es la que ordena las cosas y genera la ilusión del control; más allá, sin embargo, intervienen otras agencias. En los términos de Negarestani, allí cobra su forma, se vuelve visible, la desvida de la guerra.
La segunda escena clave pertenece a la versión redux y apuntala la anterior. Willard, cargando con el cuerpo sin vida de Mr. Clean, ingresa a un territorio reclamado por otro estado, el francés, sobreviviente de la lucha contra el Viet Minh, de la época de Indochina. Allí, entre fantasmas, en la secuencia más hauntológica de la película, el líder de los franceses le dice a Willard:
—Ustedes los americanos, ¿por qué están peleando en Vietnam? Por nada. La mayor nada de la historia.
Nada, aquí, equivale a nada exterior a la guerra en sí misma. Ha operado una teleoplexia, o inversión fines/medios. Es decir: la confluencia petropolítica/capitalista que hace al entramado del modelo negarestaniano encuentra su expresión más clara (y hasta de lugar común) en la idea de que la guerra de Vietnam (el mayor éxito de la máquina de guerra estadounidense, pese al simplista relato oficializado del fracaso)4 se libró para perpetuar, retroalimentar y acelerar indefinidamente el proceso industrial-tecnológico-capitalista, lo que equivale a hacer entrar en colisión máquinas de guerra para destruirlas y producir nuevas. La historia, es decir, no es otra cosa (¿qué otra cosa podría ser?) que termodinámica: las máquinas de guerra producen calor y disipan entropía; sus despojos estrían el territorio y sirven de fundamento para el arribo de nuevas máquinas, siguiendo las líneas de las “corrientes subterráneas” [undercurrents] de las que se habla en Cyclonopedia. Ni siquiera cabe decir que la guerra es algo que los tiranos, déspotas y oligarcas del mundo mantienen en activo para hacer negocios: la guerra, más bien, es algo que sucede y se perpetúa a sí misma, se replica como un virus y posibilita un equilibrio regulador con su entorno, produciendo, en el proceso, a esa elite, a esa oligarquía, a esos déspotas, títeres de carne de la desvida de la guerra. Cuando Willard se aleja lo suficiente del centro de comando, irradiador de orden, empieza a atisbar esa desvida, y entiende luminosamente que allí es donde ha de encontrar a Kurtz.
No son pocas las ficciones sobre seres inhumanos (aliens) en las que la idea de “comunicación” (por completo subjetivista y humanista) es remplazada por la de “imitación”. En Solaris, el océano “imita” los recuerdos de los humanos corporizándolos y suscitando una confrontación; en Aniquilación (me refiero particularmente a la película de Alex Garland) la entidad inhumana que de alguna manera “resume”, “corporiza” o incluso “encarna” la zona perturbada (“horror abstracto” en términos de Nick Land, “horror sintomático” en los de Anthony Sciscione), no hace otra cosa que replicar los movimientos de la Bióloga, especularmente, hasta llegar a imitar su imagen a la perfección. De manera similar, el capitalismo corporativo es la única agencia en la saga Alien dispuesta a exhibir una conducta no xenofóbica con respecto a la entidad inhumana/monstruosa, el xenomorfo, y cabe de hecho trazar una analogía entre los procesos de replicación viral del capital y el ciclo de vida/replicación de la postespecie xenomórfica.
El modelo comunicativo, en síntesis, replica las pautas sujeto-antropocéntricas (cabría añadir biocéntricas, en particular en relación a la condición de no-vida metabólica de los virus), mientras que el modelo imitativo hace suyo el punto de partida posthumanista de que no hay sujetos salvo los producidos por procesos como la modernidad, el tecnocapitalismo, etc. En esta línea, el “no-método” de Kurtz de alguna manera imita la desvida de la guerra: un proceso no teleológico sino autorreplicador, que en lugar de tener un objetivo o incluso un significado (recordemos lo de “pelear por la mayor nada de la historia”) no es explicado por otra cosa que su propia propagación o contagio. Así, Kurtz se “contagia” de la desvida de la guerra y se vuelve él mismo una estación replicadora de esa pauta viral, pero en tanto máquina de guerra es combatido por la captada por el estado, que debe vigilar (de acuerdo a una inmunopolítica antiviral) o salvaguardar los límites de lo humano y, por tanto, arrancar de raíz todo brote de devenir-inhumano, proceso en el que cabe incoporar a Kurtz.
Aquí es inevitable llegar al tipo de pregunta que se fija en Apocalypse Now en tanto, si no “cine”, al menos sí “relato”, ya que ha sido señalado en más de una ocasión que el final de la película es desilusionante, en tanto no entrega al espectador el horror prometido y anunciado por el verdadero “descenso a las tinieblas” que va siendo construido secuencia tras secuencia. ¿Qué hace Kurtz cuando deja de ser la figura fantasmal proyectada por la lectura de Willard del dossier sobre su carrera, y aparece corporalmente, recortada su calva desde la oscuridad? Dejando de lado alguna que otra cabeza cortada y alguna que otra crueldad despótica, Kurtz lee (poemas de T. S. Eliot) y escribe (dicta notas a su grabadora); comercia, es decir, con palabras, pero ninguna de las que oímos (ni las de Eliot ni las de Kurtz, es decir) parecen capaces de mover al horror. No así la magnífica visión del caracol al filo de la navaja con la que comienza el periplo de Willard, colocada del otro lado de la manifestación proyectada del horror, que proviene de una transmisión de Kurtz: quizá su plan es convertirse en una estación emisora del virus en su versión lingüística (a la manera de lo que descubren los personajes de Snow Crash, de Neal Stephenson, que bebe de la propuesta burroughsiana de pensar al lenguaje como un virus): propagarlo, agenciar un contagio a través de las ondas de radio. Quien lo escucha jamás podrá olvidarlo: las palabras atraviesan su firewall y hackean su sistema operativo. ¿Y qué ha hecho Willard sino empaparse de palabras? Las del dossier sobre Kurtz, las del propio Kurtz: sus transmisiones, sus declaraciones, las cartas a su hijo.
Es sabido que Coppola tuvo no pocos problemas con el final, y que su opción más clara había sido evitar el desenlace ramboide testosterónico propuesto por el guionista original, John Milius. Sin embargo, pese a declaraciones de tipo “mi película no es sobre Vietnam, es Vietnam”, en las que cabría leer un proceso imitativo análogo al de Kurtz y la desvida de la guerra, Coppola movilizó eventualmente circuitos de frenado o compensación al innegable potencial des-humanizador de su obra maestra. No se trata de acusarlo de cobardía sino, más bien, de volver explícitos los mecanismos securocráticos del humanismo: en efecto, ante el problema del final, Coppola elige una desilusionante puerta lateral. En una primera instancia, el objetivo de la máquina de guerra captada por el estado queda cumplido, en tanto el comando del coronel Kurtz es terminado por Willard; la pregunta es si éste queda en el lugar de aquel, en lo que obraría una mera renovación de la misma figura (en última instancia el devenir-inhumano de Kurtz implica un potencial de desaparición del sujeto Kurtz, remplazado por otro), o si simplemente abandona el complejo en dirección a ¿dónde?
El comienzo de la película establece que Willard no tiene otro lugar al que ir que no sea Saigon, una sinécdoque de la guerra misma. ¿Vuelve Willard al centro del orden, misión cumplida, misión que “nunca existió”? En una de las bonus features de la edición de tres discos en bluray de la película, Coppola refiere al metraje del bombardeo del complejo de Kurtz, que había sido dispuesto a modo de final en una edición tentativa destinada a un grupo de prueba. El director se arrepentiría de inmediato de la incorporación de esas imágenes, en tanto estipulaban el retorno de Willard al orden central de la máquina de guerra captada por el Estado, pero el retiro de esta secuencia de los cortes sucesivos quedaría explicado en función de un relato aún más humanista y de un mensaje en última instancia “pacifista”: Willard pretende escapar de la guerra y devenir (junto a Lance, que representaría la juventud inocente) vector del advenimiento del “hombre nuevo”, que deja atrás la guerra, la violencia y la agresión. Se trata, antes que nada, de una apelación al sujeto agente, al hombre en tanto sujeto de la historia: Willard elige escapar de la desvida de la guerra en lugar de abrazarla como Kurtz. En lugar de perderse como el coronel en una vasta agencia inhumana, prefiere la securocracia, y así salvaguardar el contorno del sujeto humano y encontrar una vía de escape al horror caótico del conflicto bélico. Esto, en última instancia, no es horror: es literatura, relato de individuos libres, producción de lo humano, cuento de hadas. Que las últimas palabras que escuchamos sean, precisamente, las tan reiteradas “the horror” parece comportar más bien una ironía, que de hecho nos hace todavía más fácil descartar la lectura autoral de Coppola como una más, y la más deslucida posible. Pero el problema del final persiste. En cierto modo, la lógica del relato proyecta una fusión Willard-Kurtz, por lo que la retirada junto a Lance vinculada a la posterior (posible) destrucción del complejo acaso señale la preeminencia de la desvida de la guerra como algo inevitable, en la que Willard, como Tyrone Slothrop, simplemente se disuelve.
Hay algo sospechoso en Willard. Si Kurtz representaba un devenir-inhumano, una enfermedad y un virus, Willard, el antivirus, no puede ser pensado como “sano”. Al comienzo de la película lo vemos en pleno desarreglo de los sentidos: sabemos, además, que ha vuelto al hogar y lo ha encontrado desierto de significado, tanto que ha debido volver a Vietnam y acercarse a la fuente de la guerra. Como en El señor de los anillos, no es el bien (Frodo cede a la tentación del Anillo Único y, por tanto, fracasa) el que derrota al mal sino un mal alternativo (Gollum) el que da cuenta del mal mayor (Sauron). La misión de Willard, sabemos, no existió —ni habrá de haber existido jamás, fundada sobre un mecanismo de auto-borrado. Así, quizá el propio Willard deberá ser borrado también; un agente posible de esa disolución en la no existencia, que establezca la preponderancia inevitable de la desvida de la guerra, sería la de un segundo asesino/soldado/pibe de los mandados, enviado por el comando central a rastrear a Willard, a seguirle los pasos, a aguardar que asesine a Kurtz y, finalmente, a asesinarlo a él. Realizada la desinfección, el desinfectante (que ya no tiene lugar en el orden aparente de las cosas, que ya no existe) debe desaparecer también.
Del otro lado de la película, el inolvidable Kilgore, después de referir al olor a victoria del napalm por las mañanas, dice, no sin desazón, “algún día esta guerra va a terminar”. Trivialmente, en 1979, cuando se estrenó Apocalypse Now, la guerra de Vietnam había terminado: tenemos que pensar todavía en qué hizo este conflicto por el tecnocapitalismo y, por tanto, por la desvida de la guerra: de qué (de qué cosa que nos impregna ahora) se volvió condición de posibilidad. Quizá, no menos trivialmente, la guerra —como dijo Philip K. Dick del imperio— no terminó jamás. La guerra, es decir, como aquello que no termina. Así, ser pacifista, como quiso ser Coppola ante la posibilidad (descartada) de dar un final monstruoso a su película monstruosa, equivale a ser un gnóstico, a creer en finales felices.
NotasDeleuze, Gilles & Félix Guattari. Mil Mesetas. Barcelona: Pre-Textos, 2005. p. 359. [image error] Ibid., p. 384. [image error] Negarestani, Reza. Cyclonopedia. Melbourne: Re-Press, 2008. p. 130. Hay edición en castellano: Ciclonopedia. Barcelona: Materia Oscura, 2016. Las traducciones citadas, sin embargo, son mías. [image error] Ibid., p. 141.Mona, Pola Oloixarac
Anástrofe, Sandino Núñez
La catástrofe es el pasado haciéndose pedazos. La anástrofe es el futuro que se aglomera […] Los medios se atragantan con las historias del calentamiento global y la destrucción de la capa de ozono, el VIH, el sida, las plagas de drogas y virus informáticos, la proliferación nuclear, la desintegración planetaria de la administración económica […] el hundimiento del Estado Nación en su demencia terminal […] fisión, esquizofrenia, pérdida de controlAsí comienza “Ciberpositivo” (“Cyberpositive”), ensayo escrito por Nick Land y Sadie Plant en 1992 y publicado en su versión final en 1995. Una parte especialmente significativa del texto caracteriza el término elegido para el título (que, en rigor, remite a una figura retórica difícilmente distinguible del hipérbaton) en relación a los procesos de retroalimentación positiva, no compensados, regulados o frenados y por tanto tendientes a la obliteración del sistema. En el contexto más amplio de la filosofía de Land, el capitalismo es pensado como un proceso de desenfreno ciberpositivo y lo obliterado es el “hombre”, ese sujeto fantasmático del saber de la ilustración y la modernidad. Desde su matriz deleuzo-guattariana (con Nietzsche, Bataille y Lyotard también cayendo en la performance sampleadora, hackeadora y remixadora), la modulación impuesta por Land a la cibernética de los flujos es ante todo antihumanista, como si hubiese pretendido depurar a El Anti-Edipo de todo rastro vitalista, bergsoniano, humanista. Sandino Núñez también habla del capital globalizado y globalizador como contagio, como propagación no subjetiva y maquínica; de ahí que la elección del término Anástrofe (Montevideo: HUM, 2020) como título de su reciente libro “sobre juegos, virus y locura” resulte al menos llamativa en relación a la obra (no citada en momento alguno) de Land. Por supuesto, no obstante, los parecidos terminan ahí. No es cuestión por eso de preguntarse si Núñez leyó efectivamente a Land y prefirió disimular esta lectura (es sabido que Land no goza de buena reputación entre los vectores del meme politizador de la vieja izquierda) amparándose en su conocido hábito de rehuir los buenos modales académicos, y no solo porque es a todas luces posible que jamás haya abierto el oriental los libros de Land sino porque, finalmente, es poco lo que une a Núñez con el británico exiliado en Shanghai más allá de las inevitables lecturas en común —de hecho, ambos emplean luminosamente el immer schon heideggeriano; en el texto de Núñez, incluso, la traducción siempre todavía (p. 90) parece denunciar la versión inglesa always already, tan usada por Land. En Anástrofe el humanismo es el carcelero inevitable del pensamiento: el capital siempre es el otro y toda propagación viral, maquínica, autorreplicante y asubjetiva queda por fuera de las fronteras tácitas de lo humano. Esto es abordado más cabalmente al final del ensayo (los énfasis en negrita son míos, tanto como la lectura que los vuelve sospechosos o sintomáticos):
Hoy, parece, comienza a notarse que lo que hace la fantasía ideológica es algo muy básico: huir de la sospecha aterrorizante de que en lo real, en el mundo y en nuestras vidas no hay sino funcionamiento. El funcionamiento, sabido es, es insensato, es decir, no narrativo: y si obedece a alguna forma de razón, esa forma traspuesta no es histórica, no es humana. Funcionamiento es el ruido insoportable de la evolución y el desarrollo, inexorables, incapaces de novedad alguna, guiados por una ley no histórica sino metabólica. Es el barullo del cuerpo que vive, el pulso o la pulsión de la vida misma […] Y ese ruido interminable y siempre idéntico a sí mismo, esa obstinación cíclica y eterna, es el ruido inhumano incomprensible que oímos al perder la razón (p. 142)Convengamos que si bien “básico” admite la lectura de “simple, elemental” aquí es la primera acepción del término en la DRAE la que reclama atención: aquello que está en el fundamento, eso que nos constituye, por decirlo así. La oposición humano/inhumano desplegada en el texto citado subraya esto último: estamos ante lo fundamentalmente humano, en presencia de un refugio último contra esa “sospecha aterrorizante”. Núñez, acaso inadvertidamente, se pone más interesante (o desborda ligeramente los límites de su pensamiento) cuando roza lo lovecraftiano: la sospecha de que no hay a fin de cuentas otra cosa que “funcionamiento” es el horror de la filosofía (por usar la expresión de Eugene Thacker), y equivale a acercar nuestros oídos al pulso de la otredad más “inhumana”. Entonces, como en Lovecraft y sus lectores enloquecidos del Necronomicon, el contacto con ese otro-inhumano destruye la razón humana: somos abiertos por el afuera al momento preciso de comprender que no somos otra cosa que, precisamente, afuera. Cabe sospechar del texto de Núñez, sin embargo, un acercamiento a la cultura de la resistencia y su tic securocrático (estos invasores se llevarán todo lo que es nuestro; vigilemos sobre las murallas para repelerlos): todo el libro, de hecho, escrito en el semitono cínico-canchero que hace a buena parte de su obra, propone una quiet desperation floydiana, una resignada combatividad. Como Boecio ante la destrucción patente del orden que eventualmente fue llamado “antigüedad”, la consolación de la filosofía (“yo no hago caso”, como dice el narrador de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” recluido en tareas de traducción) al menos nos vuelve parte de ese happy few pretendidamente lúcido. La historia reciente de esa hiperstición llamada Occidente, convenido, es la de la pérdida de la posibilidad de dar significado al futuro, y el futuro por tanto pertenece a los otros, a los bárbaros: a Putin, a Trump, a Elon Musk, a “los chinos, que no son occidentales” (p. 13). Si Nick Land se abocó a la perspectiva “outside-in” como oposición a la correlacionista kantiana “inside-out” (es decir, en palabras de Land, a evitar el recurso de la ilustración y la modernidad por el que el afuera ha de pasar por los caminos del adentro y toda realidad queda conformada por las categorías del entendimiento), Sandino Núñez se instala cómodamente en el inside del humanismo occidental; sabe, por supuesto, que esa batalla está perdida, pero la filosofía, como a Boecio, podrá quizá si no consolarlo al menos hacerlo quedar bien. Evitar esta trampa es, por supuesto, el mayor desafío que debe enfrentar la izquierda si pretende dejar de ser vieja izquierda. Núñez planea sobre ese territorio consabido de la cancelación ballardiana del futuro, cuyo último avatar, hace ya once años, fue el (mencionado por Núñez, p. 43) Realismo capitalista de Mark Fisher, y por eso Anástrofe se limita a decir con pretendida elegancia lo ya sabido. Es cierto que buena parte del público de Núñez no tiene por qué saber que las reflexiones sobre el juego desplegadas en este libro ya habían sido propuestas por J. G. Ballard en Vermilion Sands (1971), tanto en los cuentos como en el prólogo (“no solo que nadie tiene que trabajar sino que el trabajo es el juego último, y el juego, el trabajo último”, tradujo algo toscamente Marcial Souto para la edición de Minotauro, 1993, p. 8) ni tampoco es necesario pensar que, una vez más, Sandino Núñez disimula la cita; de hecho, parece claro que dado lo ballardiano de los tiempos que vivimos o vivíamos (hasta la quema de la Amazonia o, de paso, a la pandemia por Covid-19) y su marca fisheriana de última entonación del meme del agotamiento del futuro (sobre este punto es imprescindible la teoría-ficción novelada Ballardianismo aplicado, de Simon Sellars), Núñez no hace otra cosa que retransmitir la sensación ambiente (es decir, a operar hipersticionalmente retroalimentando el proceso por el cual una ficción se vuelve “realidad”), mientras que un más sólido “diagnóstico” del presente requiere una reflexión más exhaustiva o la determinación de hacer algo más que predicar para los conversos. Es curioso, de todas formas, que la dispositio y la argumentación (es decir, los fuertes de Núñez) se ordenen en una lingo filosófica no exenta de snobismo: ni enteramente radical (como los textos de Land en los años noventa, los de Negarestani en los dosmiles o los de Thomas Moynihan o Amy Ireland en los últimos años) por su vértigo neologista y su prosa performática contra-académica, ni tampoco transparente (y por tanto poco apta para el snobismo) al lector no iniciado. La dedicatoria del libro a “mis alumnos”, por otra parte seguramente sincera o sentida, es una buena pista de esto: Sandino Núñez escribe para los que ya han transitado sus palabras y sus libros —no dice nada que éstos no esperen, o dice algo apenas un poquito más allá de lo ya reiterado para que sus lectores experimenten un ersatz o fake de la indagación filosófica. Es cierto, por supuesto, que toda filosofía es un fake o una modulación de un discurso (la teoría-ficción lleva esto a sus últimas consecuencias y lo expone de manera explícita; de ahí que la reciente deriva neohegeliana de Reza Negarestani pueda leerse como un pasaje de la teoría-ficción de Ciclonopedia a la filosofía “pura y dura” de Intelligence and Spirit, es decir el proceso de un pensador que de pronto deviene filósofo y reclama la sanción institucional a través de una modulación de su dialecto), una máquina lulliana de “pensar” o un algoritmo complejo no ajeno al del conocido experimento mental de John Searle sobre la “habitación china”, y por eso la escritura de Núñez es ante todo eso, escritura, un estilo bello, un guiño cómplice, una comodidad sancionada por el buen gusto: un mobiliario cargado de esos bibelots de inanidad sonora en una habitación cuyas vistas al afuera están cubiertas por cortinas rara vez accionadas por algo distinto al disgust xenofóbico (en sentido etimológico, por supuesto). Núñez, en última instancia, finge ser tan elegante como didáctico a la hora de referir a conceptos o temas consabidos para que sus lectores comprendan más rápido y con más placer lo que ya sabían. Soma Sandino, pero nada más. Mejor dicho, hay mucho más. Lo que está ahí es el cuerpo obeso del humanismo irreductible: la confianza gnóstica (y es interesante que Núñez comience su libro rimando en sordina las palabras de Amir Hamed en los hipergnóstizantes ensayos de Mal y neomal) en que, a pesar de todo, hay una resistencia posible (“alguien que cuida esa luz al final del túnel”, en las conmovedoras palabras de Hunter S. Thompson) porque, según se dice, el capital es eso que nos aliena de lo que somos en esencia. Admitido: Núñez no es un humanista ingenuo y su propuesta es más sofisticada (en al menos dos sentidos del término) que esta reducción algo brutal, pero el humanismo de la resistencia se apoya en una resignación cínica que, cuando es bien articulada en palabras, resulta ante todo cool. Núñez sabe que hay más de una vuelta que darle a ese asunto de “lo humano” y la alienación, pero su corazoncito está con “la querida revolución socialista de 1917” (p. 111) y, por tanto, no sólo siempre será político (en el sentido de creer que en efecto hay un sujeto capaz de intervenir en un proceso) sino que, además, cuando parece irónico en el fondo es sincero y cuando parece entusiasmarse con el impulso landiano (con referencias a lo undead incluidas) es todo lo contrario. Es curioso, en esta línea, que Núñez se permita bromear (pareciera que no sin cierto cariño, o con un cariño impostado) con los diarios o testimonios de la cuarentena escritos por pensadores como Bifo Berardi, ya que en el fondo no otra cosa es Anástrofe. No me refiero a la apelación a una suerte de oportunismo editorial (como si tuviera valor pensar que hay cosas más “profundas” o “íntimas” o “auténticas” u “honestas” sobre las que escribir) sino, simplemente, a que el ensayo de Núñez no es, en el fondo, otra cosa que una suerte de filosofía periodística propuesta desde cierto lugar común concebible de la opinión pública en el entorno generacional de los boomers o los más viejos y “endurecidos sin perder la ternura jamás” de los Gen X formados en las humanidades: pero, en rigor, sobre Covid-19 no dice absolutamente nada que no esté ya agotado en la repetición mediática en loop denunciada (cínicamente, ya que atribuirle ingenuidad a Núñez es insultarlo y no es ese el objetivo de estas líneas) más o menos passim. El virus, después de todo, no puede ser otra cosa que un agente del afuera (no es vida, no es un organismo, no es tecnología en un sentido humanista, no es un sujeto, no es otra cosa que replicación, no es una agencia), pero el discurso nuñeciano —eminentemente correlacionista— es incapaz de referir a otra cosa que al adentro de su institución, su disciplina, su lingo y su horizonte humanista: el virus es invisible para Núñez, del mismo modo que queda expuesta su incapacidad para comprender los reality shows en general y Master Chef en particular (de hecho parece creer que este programa guarda algún tipo de relación con la gastronomía, lo que equivale a pensar que El precio de la historia tiene también algún tipo de relación con la historia) por fuera de la reacción refleja letrada. En rigor nunca fuimos humanos, y por eso describir al viejo humanismo en términos de autómatas absurdos y no-muertos parece tan fácil como imputarle tentáculos cthúlhianos a esa nostalgia algo cínica, algo dandiesca, quizá inocua pero a la vez también perniciosa (en el sentido de que en efecto aleja todavía más a “las izquierdas” de un pensamiento del futuro que se vuelve indispensable, incluso si esto implica prestar atención a esos “bárbaros” como Elon Musk y su reboot en curso de la Era Espacial clausurada hace unos cuantos años por el ya aludido Ballard) que retiene a Núñez en el lado de acá de nuestro tiempo. “Rasca y encontrarás pornografía”, dicen que decía Mallarmé de sus sonetos; en Anástrofe es acaso “rasca y encontrarás parálisis” (en el sentido joyceano del término) o “rasca y encontrarás amarga nostalgia”. El humanismo, como la Coca Cola ochentera, es así.