Ricardo Zamorano's Blog
March 2, 2024
La puerta
EL HOMBRE QUE SONRÍE
Cuando el hombre cruzó las puertas de la tiendala sonrisa que exhibían sus labios era inmensa. Los pocos vecinos del pueblo quese encontraban allí lo saludaron alegres. La dependienta y el carnicero ledieron los buenos días, añadiendo su nombre precedido por un educado «señor».Todos le conocían bien. Todos se habían acostumbrado a esa amable sonrisa.Siempre estaba dispuesto a ayudar. En la última tormenta muchos garajesquedaron anegados y él había acudido a cada una de las casas para echar unamano, sin importarle mojarse los calcetines o mancharse de barro los vaqueros.Cuando se necesitaba una mano extra en la organización de algún evento, elhombre de la brillante sonrisa no dudaba en ofrecer la suya. En realidad nadiesabía mucho de él, pero qué más daba; en un pueblo lo importante es lo quepiensa la gente de ti en el momento presente.
Todas las semanas, loslunes, hacía la compra en la pequeña tienda de la localidad. Otro punto a sufavor. Apoyaba al negocio local. Se llevaba carne y alimentos para dos semanascomo mínimo, pero cada lunes volvía allí para cargarse con la misma cantidad.Nadie se extrañaba, a pesar de que su figura era la opuesta a la de un hombrecon sobrepeso. Salía a correr temprano por la mañana y tal vez tenía ungimnasio en casa, se rumoreaba. Probablemente trabajaba desde allí, salía pocoa la calle. Y debía de tener trabajo porque vivía en un chalet de laurbanización más cara del pueblo. También podía estar beneficiándose de algunaherencia, pero qué más daba, decía la gente. Aquel hombre alegre, solícito,amable había elegido su querido pueblo para vivir y ellos estaban orgullosos deque formara parte de la comunidad.
El buen vecino se despidiótal como había saludado, rostro deslumbrante iluminando las mundanas vidas delos habitantes del pueblo, la mayoría ancianos que llevaban en aquel lugardesde antes de la guerra, cuando las calles eran caminos de tierra pisoteadospor el ganado.
Introdujo las bolsas en laparte trasera de su vieja Renault Express. Tenía otro coche más moderno, pero lafurgoneta la utilizaba para moverse por el pueblo. Las ventanas de la parte decarga estaban tapiadas y la chapa necesitaba una buena capa de pintura, perocumplía fielmente su función. Además, solo la movía cuando necesitabatransportar algún tipo de carga; el resto del tiempo prefería caminar.
Al llegar a casa, la puertaautomática se deslizó sobre sus carriles y accedió al patio. Detuvo el vehículoen el lugar acostumbrado y llevó la compra a la cocina. Allí sacó del aparadordos boles de plástico que llenó de leche y los introdujo en el microondas. Su semblanteaún se iluminaba con la sonrisa, pero el brillo se había apagado ligeramente,igual que una bombilla a punto de fundirse. Para cuando añadió los cereales, apenasera una mueca, agonizante chispazo del filamento. Al hundir las cucharas —tambiénde plástico— en la leche, solo un vestigio fugaz de luz. Y mientras se ponía enmarcha hacia la puerta de acero que había detrás de un mueble falso, la inmensasonrisa que exhibían sus labios, por fin, desapareció del todo, y una oscuridadavergonzada y culpable, velos emocionales de una horrible excitación, reinó ensu rostro.
LA MUJER QUE LLORA
Cuando la mujer cruzó la barrera de la vigilialo primero que hizo, en gesto maquinal, fue extender el brazo. La manodescendió hacia el bulto que había a su lado y, como cada mañana, el alivio yla paz bañaron su alma. No había tenido sueños, ya nunca los tenía. De vez encuando alguna pesadilla, pero incluso estas habían dejado de atormentarla. Talvez Morfeo se compadecía de ella, y la dejaba descansar tranquila. Aunque«tranquila» no era la palabra exacta. A lo largo de la noche, el instinto ladespertaba para comprobar si el bulto seguía ahí, a su lado.
Mientras su mano sedeslizaba en una cariñosa caricia, giró la cabeza y sus ojos contemplaron.También empezaron a expulsar lágrimas. Lágrimas silenciosas, de impotencia ymiedo, pero sobre todo de felicidad.
Elpequeño pecho de su niña ascendía y descendía con la agradable lentitud delsueño. Dudó entre despertarla o dejarla dormir un poco más. Ya era de día; losabía por la pequeña rendija, casi a ras del techo, que aquella habitacióntenía por ventana. Pero debía ser un poco antes de mediodía.
Decidió dejarla disfrutar desus sueños un rato más. Ella sí soñaba. Lo sabía porque le encantaba contarle asu madre aquello que había soñado. De momento no había tenido pesadillas, perola mujer era consciente de que acabarían llegando, y la aterrorizaba, porquelas peores no la atormentarían mientras dormía.
La mujer había pensado muchoen eso. Llevaba nueve años y nueve meses con el corazón sumergido en el espesolíquido negro del pavor. Y llevaba el mismo tiempo pensando en cómo evitarlo.Todavía no había dado con la forma correcta, pero de algo estaba segura: jamáspermitiría que su pequeña padeciera lo que ella sufrió. Jamás. Antes acabaríacon todo, por mucho que le doliera.
Se levantó de la cama conlas tripas removiéndose de hambre y le vino a la mente la imagen de lombricesarrastrándose por el barro. Hacía muchos años que no veía lombrices. Ni barro.En realidad hacía muchos años que no veía nada más que las cuatro paredes deaquella habitación y lo que había en su interior.
Seacercó al lavabo para lavarse la cara y asearse un poco. Estaba a tres pasos dela cama y ningún espejo reflejaba su rostro. «¿Qué aspecto tendré?», sepreguntó con amargura. Llevaba tanto tiempo sin verse que ya había olvidado sucara. La tristeza y el miedo eran dos sentimientos con los que, por desgracia,había aprendido a vivir. Ahora apenas los percibía en su ser, tan acostumbradaestaba. Eran como el olor de una colonia. Se habían convertido en la norma desu vida.
«Nueveaños —pensó—, nueve años y once meses». O al menos eso era lo que ellacalculaba, puesto que no había calendario y reloj alguno en el cuarto. Tambiénpor la cantidad de regalos de Navidad, que macabramente celebraban.
Dos sonidos la sobresaltaronen el momento en que cerraba el grifo. Primero, la voz de su hija llamándola.Segundo, unos pasos; tamborileo fúnebre cada vez más cercano, al ritmo de loslatidos de su propio corazón, en espeluznante sincronía. Un sonido seco queatormentaba sus sueños cuando los tenía. Más y más cerca, más y más audibles acada segundo.
Dirigió los ojos hacia suniña. Dobló las rodillas para agacharse, extendidos los brazos para acogerla enel pecho y cubrirla hasta el cuellocon la sábana. Luego sus ojos, ya sin lágrimas, giraron hacia el lugar del que procedía el ruido de los pasos. Ycontemplaron, ahora expulsando dos sentimientos que pringaban su alma,inmóviles, ardiendo de odio y terror, aquella horrible puerta de acero.

February 29, 2024
Duérmete, niño
Soy quien te obliga a dejar la luz encendida cuando te acuestas. Quienmueve tus pies a la carrera y los hace saltar para aterrizar sobre el colchón.Soy yo quien te arropa hasta el mentón, a pesar de las abrasadoras nochesestivales. Y es mi aliento, cual brisa de ultratumba, el que acaricia ese piececitoque de las sábanas sobresale. Soy quien te vigila mientras duermes, a la esperade pesadillas devoradoras de sueños y desea que permanezcas atrapado en ellas.Soy quien se oculta bajo tu cama cuando el alba llama a tu ventana.
Durante el día mi existencia se desvanece, yregresa con las primeras horas del crepúsculo, con tus primeras miradaspreñadas de terror hacia el oscuro hueco bajo el colchón. De que no soy real,convencerte intentan papá y mamá. Cuando se agachan y recorren sus ojos por mihogar, no pueden verme, pero tú sabes que estoy ahí, agazapado, oliendo tumiedo, contando las horas que restan para tu sueño, impaciente por descubrir siesta vez, al fin, quedarás atrapado en mi mundo.
Solo hay un destino que temo. Que mi avidez nosea nunca saciada. Que despiertes en mitad de la noche y, desprovisto de temor,mires debajo de la cama. Que también en tu mente, al igual que en las de ellos,yo me convierta en un cuento para asustar a los niños. Temo que apagues la luzcuando te acuestes. Que te acerques sin recelo y, con calma, poses tu cuerpo sobreel colchón. Me aterroriza que llegue el momento en que no necesites de lassábanas su protección. Y que mi aliento solo haga cosquillas en tus pies. Temo,sobre todo, que dejes de pensar en mí. Porque si eso ocurre, yo, dejaré deexistir.

February 28, 2024
Daños colaterales
—Tras la explosión no hubo supervivientes. Lo comprobamos.
—No lo comprobasteis bien.
—Es imposible. Se calculó el radio, el número de personas que habríaen la zona, la potencia. Todo estaba medido al milímetro. Es imposible. Fue unaacción controlada…
—Querrás decir «matanza» controlada.
—¡No fue una matanza! ¡Era una cuestión de vida o muerte! Eraisvosotros o nosotros.
—¿Quiénes eran ese «vosotros»? ¿Gente como yo? ¿Gente inocente?
—¿No ha oído hablar de daños colaterales,joven?
—Daños colaterales, eh. Sí. Una expresiónhorrible que se suele utilizar a la ligera, como si no escondiera un oscurosignificado. ¿En vuestra comprobación encontrasteis entre los restos alobjetivo del ataque?
—El equipo que acudió confirmó la baja…
—Así que supongo que la matanza valió la pena.
—¡No fue una…! Dios. Es imposible —repetía unay otra vez.
—Y sin embargo aquí estoy. Y con una fuerzasobrehumana. También con una horrible quemazón en mi interior y toda la piel,pero por extraño que parezca, más poderoso que nunca. ¿No te has preguntadocómo he logrado entrar aquí?
—La seguridad. ¿Qué has hecho con ellos?
—Llamémoslo daños colaterales.
—Dios mío… ¿Qué me vas a hacer?
—¿Sabe rezar?
—Oh, Dios… —El aterrado hombre cruzó las manosy murmuró al oído del cielo.
—Rece, señor presidente, rece.

February 25, 2024
Doce campanadas
I:VUESTRA PEOR PESADILLA
Quieroadvertiros de que soy una pesadilla, nada más. Una mano ejecutora del destino.En fin, un castigo de Dios. Piso este mundo, el que la gente como vosotroshabéis creado, con pies de plomo. Pero el plomo no acaba en mis pies, seproyecta desde mis manos. Aprieto el gatillo y la pistola escupe mi odio sobrevosotros. Lo merecéis, estoy tan convencido de ello que no me arrepiento delmal que causo.
Nunca.
Mecomplace vuestro dolor, el miedo que sudáis por cada uno de los poros de lapiel, los llantos que no dejan hablar al silencio. Matar y vivir. Morir yadentrarme en la oscuridad. Qué más da. Esta moneda tiene dos cruces. Yo elegíambas. Vosotros no tenéis voz ni voto, ya no, el reloj ha dado la hora.
Iniciémi construcción como repartidor de plomo al poco de alcanzar la pubertad. Conlas primeras pajas destilaba mi odio, lo aplacaba, por expresarlo de algunaforma. Pero la vida te jode cada día un poco más. El tiempo me fue aplastandocon su dedo acusador. Vas a ser un viejo fracasado, aseguraba el muycabrón. Terminé convencido de que estaba en lo cierto; no había más quedetenerse un momento a analizar mi triste existencia.
Treintaaños. Vivía en el hotel de casa de mis padres. Sin trabajo. Con el póster del EquipoA colgado de la pared. Roto por los cuatro costados, descolorido. A pesarde todo, Annibal conservaba intacta su sonrisa. Ese malnacido se reía inclusoen el momento más jodido, y así se convirtió en mi puto héroe.
Comencéa fantasear con que alguna vez vendría a rescatarme en su furgoneta negra pilotadapor M.A. Barracus. Atravesaría la pared de mi casa y se bajaría en actitudgallarda, encendiéndose un puro y soltándome aquello de que me gusta que losplanes salgan bien. Qué hijo de puta. ¿Y a quién no le gusta que los planesle salgan bien? Claro que, para que te salgan bien, primero debes de tener unplan; y yo nunca lo había tenido hasta entonces.
Esostiempos ya pasaron, quiero decir que ya tengo un plan: joderos la vida, enrealidad joder la vida de todo el mundo. Reconozco que es bastante ambicioso,así que procuro quemar etapas lo más rápidamente posible.
Alo largo de estos años solo he tenido un amigo, si es que se le puede llamarasí. Bolo era un perro pequeño pero furioso. Su mayor hazaña fue la de saltarentre las piernas de un tío lejano que solo aparecía por casa en Navidad. Elcaso es que saltó y le mordió los huevos, y se quedó colgado de su dentadura unbuen rato. Ni que decir tiene que nadie se mató por ayudar a mi tío. Creo queesa noche descubrí que yo no era el único que lo odiaba. Todo en él me causabarepugnancia, desde su tono de voz, a cómo se hurgaba la nariz con el dedomeñique. Bolo giraba como una peonza, agarrado a los testículos de mi tío. Alperro todavía le quedaban fuerzas para gruñir de una forma aguda. Lo considerétodo un prodigio. Lo más gracioso fue cuando se soltó y sus patas regresaron alsuelo. Salió de estampida para esconderse en algún rincón, y no le culpo porello, le esperaba un buen zapatillazo; mi madre tenía que guardar lasapariencias. Sin embargo, mi tío aullaba con tal fuerza que nos olvidamos deBolo y nos centramos en su entrepierna ensangrentada, a la que le faltaba untestículo. El muy cabrón se lo había arrancado. Buen chico, pensé. Claroque entonces no dije nada, yo no tenía plan. Ahora me parto la caja cadavez que recuerdo la anécdota. Lo mejor fue que el perro se pasó toda la tardemasticando el huevo de mi tío como si mascara chicle. De vez en cuando aparecíapor el salón trabajando la mandíbula, como queriendo decir: mira, vejestorio, meestoy comiéndo tus cojones y te tienes que aguantar.
Yahora yo me comeré los vuestros, malditos desgraciados del infierno. También memearé en vuestra alfombra. Acepto sugerencias, nunca me canso de joderos. Sitodavía no me creéis, podéis ver las noticias, ese estercolero televisivo queusan para amargarnos. Hoy aparezco yo a todo color. Soy ese con la cabezarapada y la cara sucia. El que con la mirada te dice que ha asesinado a tumadre y que pronto cagará sobre su tumba; si es que la tiene. Mirad atentamentea la pantalla. ¿Verdad que los ojos de ese inspector de hacienda eran bonitos?Seguro que follaba mucho, que las llevaba a todas locas. A mí también me llevóloco. Por eso me lo he cargado. Me quería sacar hasta el último céntimo, comosi no tuviera ya bastante con mis problemas. Que había heredado una fortuna demis viejos. ¡Y una mierda! Una casa que se construyó en los estertores delImperio Romano y cinco mil míseros euros. No me cepillé a mis viejos paracompartir el botín con Papá Estado. Apenas me alcanzaba para mí, nadie me jodeel plan, ¡¿me oís?! ¡NADIE!
Doshachazos y la cabeza se separó del cuerpo. Tampoco le hubiera costado tantodejarme en paz, joder. Seguro que tenía a veinte mil pardillos más en cartera.La avaricia lo condujo a la ruina. Es la historia de siempre. Se repite y serepite porque no saben cuándo parar. Esa es la diferencia entre ellos y yo. Yome detendré cuando me alcance una bala. Puede que esa bala no tarde mucho enencontrarme. Pero, no os hagáis ilusiones, no voy a dejar que me atrapen tanfácilmente.
II: DESVÍO
Antes delinspector de hacienda hubo otros. Un banquero cuya corbata resultó ser bienflexible y resistente. Se ciñó a su cuello gordo con la suavidad y tensióndigna de un hilo dental. El cura de una vieja iglesia —¿y cuál no lo es?— fueel siguiente en suplicar. Sus ruegos fueron especialmente repugnantes y muyalejados de la religión que llevaba por bandera. Incluso se ofreció achupármela, con tal de que retrasara el inevitable encuentro con su jefe. Podríaseguir enumerando a todos los hijos de puta e hijas de puta que tuvieron elhonor de conocerme —la cifra os pondría los pelos de punta, porque evidencia locerca que cualquiera de vosotros ha estado de ser uno de ellos, salvadosúnicamente por el azar, hasta ahora, claro—, pero resultaría redundante. Soloos hablaré de una víctima más. Aquella que estuvo a punto de arruinar mi gran plan, pese a todos mis esfuerzos para quenadie me lo joda. Y digo tal vez, porque aquel cabronazo no sospechaba nada demi plan secundario, de la subtrama del plan principal, del pequeño eimprovisado desvío que me vi obligado a tomar.
Sabíaque la próxima vez que le viera sería la última. Lo vi en sus ojos. Era unamirada rota. En las pupilas flotaba el odio y el dolor como un cadáver en unlago. Una expresión que gritaba determinación y total ausencia de compasión. Lareconocí bien, porque la veo cada vez que me planto frente a un espejo. Aunqueen mi caso sobra el dolor. En la superficie solo asoma el odio.
Cuandoirrumpiera en este limpio sótano con la pistola lista para escupir, yoescupiría primero. Me deleitaría con el ruido de la llave deslizándose en lacerradura, saborearía el chasquido del pestillo al soltarse, y salivaría alrecibir el chirrido de la puerta en cada uno de mis nervios. Luego, cuando suspasos retumbasen entre las paredes de mi cráneo y el brazo cortase el aire conun zumbido al tiempo que acciona el percutor, regurgitaría las cuatro palabrasmágicas.
Matéa su mujer. Ahí empezó todo, aunque yo no lo supe hasta un par de semanasdespués. Fue entonces cuando puse en marcha la subtrama.
Durantelas tres semanas siguientes me dediqué a investigar a la familia. Llevé a cabolos preparativos sin ningún inconveniente. De alguna manera que aún desconozcolograron seguirme la pista, pero sé pasar desapercibido; no en vano llevabanaños sin pillarme.
Pesea todo, mi deseo de acabar con todos vosotros continuaba ardiendo como cuandoera un adolescente pajero, y tuve tiempo de añadir leña a ese fuego arrancándolela cabeza al inspector de hacienda. Poco después me detuvieron. Pero fue unadetención poco convencional. No ofrecí resistencia. Conocía muy bien al hombreque rodeó mis muñecas con el frío tacto de las esposas. Lo había estadoestudiando durante tres semanas. Era el marido de la mujer.
Imaginoque sus superiores y compañeros no fueron informados de la detención. Era unsecreto. Su secreto. Lo que no sabía es que todo el mundo tiene secretos. Yotenía uno. Los secretos son la prueba de que todos tenemos un lado oscuro.
Llevabaen el sótano de su casa tres días. He de decir que al igual que el arresto, sustácticas de interrogatorio no fueron nada convencionales. Me dejó cerca deveinticinco costillas rotas, un ojo echo puré y ocho o nueve espacios nuevos entrelos dientes. ¿Veis? El entumecimiento que sentía en la parte central del rostrome decía que la nariz cambió su posición habitual. Los labios habrían sido elorgullo de un mal cirujano plástico. El acero de las esposas engulló parte dela carne de mis muñecas, y los calzoncillos y pantalones hacía días que dejaronde estar secos. Ahora entiendo el nulo pudor de mis víctimas.
Saliócorriendo del sótano, sin cerrar la puerta esa vez; no iba a tardar en volver.Juraría que entonces se meó él encima. Como imaginé venía decidido a acabar contodo. Pero le frené. Las cuatro palabras mágicas salieron de mi boca magulladacon delicada claridad. Saboreé cada una de las sílabas. Sabían a sangre. Surostro se quebró en una mueca de horror. Parecía un cervatillo sorprendido porlas fauces de un cocodrilo emergidas de la superficie del agua que bebía. Elodio de sus ojos se hundió y junto al dolor apareció el miedo. «Mientes», me dijo.«Entonces aprieta el gatillo», le provoqué. Un destello de duda cruzó por sumirada. Pero la sonrisa que conseguí blandir lo apagó. Tuve que soportar barrascandentes adheridas a mis labios y astillas hundiéndose en mi rostro alrealizar el gesto, pero valió la pena.
Aúnsentía el sabor sanguinolento de esas cuatro palabras mágicas mientras le oíallamar por teléfono. Me recreé en ellas, en la imagen de aquella mueca depavor, en el misterioso efecto que unas simples palabras provoca en unapersona. Y tarareé. Tarareé una melodía desconocida y sin sentido, pero cuya letra,a pesar de ser breve, era un canto de satisfacción y puede que libertad.
«Tengoa tu hijo».
III: X
Tengo un socio,no es que sea Rambo; no sabe pegar tiros, ni levanta troncos con sus manosdesnudas. X, como voy a llamarle a partir de este momento, anda escondido en algunaparte, le he dado el cargo de jefe de logística. En realidad no es el jefe denadie, ni falta que le hace, lo único que le haría feliz es tener un buensueldo, de títulos pasa bastante. Supongo que si no me detienen con un tiro en lacabeza, nos convertiremos en millonarios, X y yo.
Parecéis aburridos, mamarrachos. ¿No os está gustando mihistoria? Pues no sabéis lo que os espera. Está tardando en llegar elhelicóptero, no me echéis la culpa a mí. Imagino que la policía habrá urdidotodo tipo de trampas para capturarme. Quizá el piloto sea un agente disfrazadode anciana, o puede que debajo de esa alfombra haya una trampilla que dé accesoal alcantarillado y se esté colando un equipo de las fuerzas especiales. Todoeso son paparruchas. Se olvidan de que tengo un plan. ¿Cuándo se vio queAnnibal no tuviera un plan? Y por eso mismo siempre se salía con la suya.
IV: TRUENO AZUL
Parece que yaestá aquí mi helicóptero. En el fondo son unos tíos majos estos policías. Sufuerte no es la puntualidad, hay que reconocerlo, pero si te haces entender conlas palabras adecuadas con muy serviciales. X ha estado charlando con ellos, nonecesito explicaros los detalles, total, os queda un minuto de vida.
¡Joder!No os lo tendría que haber dicho. Ahora estáis llorando como unos cachorritosdesamparados. Está bien, os doy dos opciones, podéis recibir un balazo en lafrente ahora o acompañarme a la azotea, así de simple. Tal vez haya espaciopara alguno en mi Trueno Azul. La oferta es tentadora. Bueno, tú ni temolestes, pesas mucho.
¡Yvosotros, no lloréis, hostia! Que os mato aquí mismo. Subid delante de mí, quequiero disfrutar de vuestros culitos. Espero que estéis en forma, porque soloson veinticinco plantas, el sueño de todo atleta. ¿Os he hablado alguna vez demi jefe el maratoniano? Ese sí que era un verdadero hijo de Satanás. Creo que Komase inspiró en él para escribir aquella canción, aunque supongo que eso debepensar todo el mundo sobre su jefe. Estáis todos cortados por el mismo patrón.Venga, no bajéis el ritmo y, mientras subimos, os lo cuento.
V: EL MARATONIANO
El cabronazoera el hijo del dueño de la empresa. Ahora él la dirigía, aunque el viejosiempre andaba por ahí, omnipresente, perenne como un abeto milenario. Lafábrica llevaba abierta desde que aquel hijoputa con voz de pito gobernabaEspaña; podéis haceros una idea del tipo de prácticas que el viejo había cogidopor costumbre, heredadas después por su hijo. Los empleados más veteranosdecían que el muchacho se había criado entre las sucias paredes de la fábrica, aprendiendode su padre, dominando el uso del látigo. Para ellos, la palabra trabajo se convertía en explotación de manera tan natural einsignificante como el día pasa a la noche. No veían personas en nosotros; noéramos más que máquinas. Aunque claro, eso es lo mismo que pensáis todosvosotros de vuestros empleados; las cosas no suelen cambiar mucho.
¿Porqué le llamábamos el Maratoniano? Le gustaba hacernos correr. Tenía unacodiciosa obsesión por la producción. Nunca estaba satisfecho. Todo era pocopara él. «Dadle caña» era su expresión favorita. Cada día establecía un mínimode trabajo. Nos obligaba a movernos con rapidez o a subir la velocidad de lasmáquinas. Y digo «nos obligaba» porque, de lo contrario, nos hacía echar horasextras impagadas hasta alcanzar el objetivo, o nos quitaba cierta cantidadproporcional de la nómina. Es ilegal, claro, pero nadie se atrevía adenunciarlo. De este modo, la fábrica parecía más un campamento deentrenamiento militar o un gimnasio lleno de atletas preparándose para lasOlimpiadas que un lugar de trabajo.
Comocomprenderéis, yo no soporté el abuso durante mucho tiempo. Era operario de unamáquina de prensado de metal. Esta contenía múltiples rodillos. Giraban a unavelocidad de vértigo, zumbando como avispones en sus ejes. Como tantas otrasilegalidades, la seguridad no estaba en la idiosincrasia de aquel cabrón, y lasinspecciones amigas resultaban aptas tras un buen untado de la empresa. Laúnica seguridad de que disponía la máquina era un botón de emergencia quedetenía los rodillos y los separaba unos de otros.
Almaratoniano le encantaba plantarse a tu lado y observar cómo corrías. Estoyseguro de que se le ponía dura. Incluso un día creí ver que se acariciaba a laaltura de la entrepierna, sin molestarse en meter la mano en el bolsillo paradisimular.
Aqueldía, la tarde en la que decidí no aguantarlo más, observaba mi carrera. Losojos le brillaban igual que los de un gato cuando juguetea con un ratón aún convida. Restaba una hora para acabar el turno y todavía me quedaba una grancantidad de trabajo para alcanzar el mínimo de producción fijado esa jornada.La ropa se pegaba a mi cuerpo; parecía que me había caído a una piscina. Laspiernas me temblaban, me dolían los pies, los brazos eran dos pesos muertos quecostaba horrores levantar y las planchas de metal habían dejado mis manos encarne viva, con varios cortes supurantes.
Hacíadías que llevaba planeándolo, pero hasta aquel, no me había decidido. Fue algorepentino. No sé si lo precipitó aquellos ojos iluminados, aquella breve curvade una de las comisuras de sus labios satisfechos y orgullosos, los brazoscruzados sobre el pecho o la protuberancia de sus pantalones. El caso es quecuando me aseguré de que ninguno de mis compañeros nos observaba y de que elviejo no rondaba por ahí, le agarré de las solapas de su impoluta, ridícula ydiscordante camisa y antes de que pudiera soltar un grito, lo lancé hacia losinsaciables rodillos. Voraces, amainando la velocidad tan solo un poco alrealizar el esfuerzo de aplastar un objeto más grueso que aquellas delgadasláminas de metal, hicieron crujir primero los huesos del cráneo, luego deltorso y los brazos y, finalmente, de las piernas y pies. Al mismo tiempo huboun estallido de sangre, explosión de fuegos artificiales rojos. Luego, al otrolado, sobre la pulida superficie de la plancha, apareció algo grotesco que recordabavagamente a la silueta de una persona. Me vino a la mente el cadáver de ungato, aplastado por las ruedas de un camión.
Corríhacia el botón de emergencia, lo pulsé de un manotazo. Ensayé una mueca dehorror y di la voz de alarma. No sonó muy convincente. Creo que ninguno de miscompañeros se creyó la versión que les conté, es decir, que se había tropezadocon un cordón suelto de sus zapatos de Prada. Pero ni uno solo me lo hizosaber, y corroboraron mi versión ante los inspectores y los tribunales.
Comohabréis intuido y como imagino que vuestra experiencia demuestra, elMaratoniano no era muy popular entre sus empleados.
Venga,no pongáis esa cara. Se lo merecía, joder.
Tú,deja de resoplar. Tampoco ha sido para tanto; quince minutos de subida por unasescaleras estrechas no es comparable a ocho horas de pie en una fábrica. Abrela puerta. La libertad nos espera al otro lado.
VI: SEGURO
No entiendo porqué la llaman Nochevieja, todo el mundo sabe que la noche es joven. ¿Lo veis?La sociedad se empeña en contradecirse, en crear el caos, en complicarnos lavida. Que os jodan a todos. Vaya, parece que en el helicóptero solo hay sitiopara dos. Algunos tendréis que saltar desde la azotea, con un poco de suerte,si agitáis los brazos conseguís volar. Sería bonito que saltarais con lascampanadas de fin de año. Tú serás el primero. Sin dramatismos, por favor.¡Salta de una puta vez!
Puesno remonta… Nada, se estrelló. No diré que lo lamento, pero es una pena que mehaya adelantado a las campanadas, ha sido un lapsus, lo reconozco. No os veoimpacientes por saltar. Está bien, os contaré cuál es mi plan. No sé ni por quéme molesto, quizá porque me gusta ver cómo os meáis encima de miedo.
¿Recordáisal policía que me secuestró? El tío se la jugó, me dejó libre a cambio de quele diera el paradero de su hijo. Y se lo di. Claro que él no contaba con mijefe de logística. Se presentó en el almacén abandonado a toda prisa, dijoque cuando regresara, él me liberaría a mí. No se puede confiar en un policía,eso lo sabe cualquiera, así que no lo hice. Mi socio vigilaba el almacén día ynoche. A veces se pasaba a visitar a nuestro inquilino y le llevaba algode comida y alguna revista para que se entretuviera, luego se largaba a supuesto de guardia. Hasta que apareció papá poli. Menudo chasco debió llevarseel muy hijo de puta cuando sintió el cañón de la escopeta apretado contra suespalda. Mi socio lo encadenó junto a su hijo y allí siguen, como una familiafeliz. Dos rehenes ayudan a que las autoridades sean más comprensivas, aunqueno son suficiente motivo para que te permitan actuar como te venga en gana. Asíque diversificamos nuestras acciones, usando un poco la charlatanería de labolsa. Mi socio trabaja en el metro y lleva un tiempecillo sembrando los túnelescon explosivos. ¿Cuántas bombas hay? Eso no puedo decirlo, ni siquiera avosotros. Lo que sí hemos hecho es llevar a la policía hasta una de ellas, paraque vean que no vamos de farol. El resto os lo podéis imaginar.
Enfin, me marcho ya, están a punto de dar las doce. Como os he dicho, solo uno devosotros me acompañará en este viaje a ninguna parte. Tú, el de la chaquetamarrón, ve subiendo al helicóptero, es tu día de suerte. Puede que mañana no losea, pero por el momento sigues vivo. Los demás, batid vuestras alas. ¡YA!
¡Felizaño!
VII: HACIA EL SUR
—¿Has visto cómosaltaban igual que leones amaestrados? Sinceramente, yo hubiera preferido unbalazo.
—Supongoque estaban tan nerviosos que se hubieran dado por culo unos a otros si se lohubieras sugerido.
—Seguramente.Señor X, ha estado usted muy convincente en su papel de víctima. No se pierdalos próximos Goya, podría estar nominado.
—Mispadres criticaban que malgastara el dinero en clases de interpretación.
—Yen las de piloto de helicóptero.
—Sí,en esas también. Qué cabrones, me apoyaban en todo.
Lepego un tiro al piloto, no necesitamos dos para este viaje. Además, asíahorraremos un poco de combustible. X se pone a los mandos del aparato y sevuelve hacia mí.
—¿Haciadónde nos dirigimos, socio?
—Haciael sur, siempre hacia el sur.
September 14, 2022
Un d��a para el fin del mundo
Alabrir la puerta de la celda, un arrastrar de cadenas se filtr�� al corredor. G��mezy Carmona apuraban un caf�� con la espalda apoyada contra el fr��o muro decemento. Un hombre de pelo ceniciento abandon�� la celda acompa��ado por dosguardias. G��mez y Carmona se lanzaron una mirada c��mplice. En ella estaba impl��citoun gesto de repugnancia, aunque puede que fuera tan solo odio.
El doctor Janer hab��a sido reactivado. La l��nea entre h��roe y villano no era tan fina enning��n otro lugar como en los servicios de inteligencia. Llevaba seis a��oscumpliendo condena por pr��cticas inmorales y eso, considerando los criterios demoralidad de la Agencia era mucho decir. Fue juzgado sumariamente por��� bueno,fue encarcelado, y no hubo m��s que hablar. Nadie protest��, el tipo era unverdadero hijo de puta.
En el transcurso de aquellos seis a��os buc��licos, el acuerdosobre la reclusi��n del doctor fue un��nime. Los pol��ticos y altos cargosbrindaban con champa��a por haber conseguido que su pa��s fuera un lugar m��sseguro. Sin embargo, nada dura para siempre.
La guerra estall�� de repente, como un paquete bomba envueltoen papel de celof��n. Los chinos hab��an programado una opa hostil contra nuestrademocracia y estaban a punto de salirse con la suya. Solo a un loco se le ocurrir��adeclararle la guerra a una potencia como China. Este era el en��simo encuentroentre David y Goliat, y hay que tener muy buena punter��a con la honda paravencer un enfrentamiento de esa magnitud. El doctor Janer era nuestro mejorhondero.
Ahora recorr��a el largo pasillo hasta su viejo laboratoriocon la cabeza gacha, con los cabellos revueltos cubri��ndole la cara que leescond��an una sonrisa de plena satisfacci��n. Vest��a un mono naranja que prontocambiar��a por una m��s digna bata blanca. Solo mudaba el disfraz de loco por eldel sabio. Ir��nicamente dentro del traje continuaba siendo el mismo malnacidode siempre.
Los mismos que antes brindaban por su encarcelaci��n ahoradescorchaban el mejor cava por haber dado con el arma que nos har��a ganar la guerra.Por suerte China estaba lejos, eso nos conced��a tiempo para prepararnos. ��Prepararnospara la muerte? Tal vez, pero la mayor��a est��bamos de acuerdo; ��ramos demasiadomayores para aprender chino.
Una puerta blindada se abri�� al fondo del corredor y eldoctor Janer traspas�� el umbral de la locura. Oficialmente hab��a dejado de serun demente. El paso se cerr�� despu��s de que el viejo doctor torciera un recodoy desapareciera de la vista.
El coronel Andrade le esperaba en un despacho que se hab��a dispuestojunto al laboratorio. Su gesto era de preocupaci��n, vest��a el uniforme decampa��a, su pecho estaba cubierto de condecoraciones. Un cigarro reci��nencendido pend��a de sus labios.
���Si��ntese, porfavor.
Janer tom�� asiento.
���Imagino que yasabe por qu�� lo he hecho venir. Al menos lo sospecha.
Un brillo maligno relampague�� en los ojos del doctor.
���Bien ���dijo Andrade���, entonces nohay mucho que explicar. El enemigo nos supera en n��mero y en recursos.Necesitamos un milagro. Uno como los que solo usted es capaz de hacer.
Janer rio.
�����Ahora lollaman milagro? Pensaba que era una abominaci��n, algo as�� como poner del rev��suna cruz y prenderle fuego.
���Mois��s hizo quelas aguas del Mar Rojo se abriesen para que el pueblojud��o escapara de Egipto. A lo que los hebreos llamaron milagro, el fara��n loconsider�� una abominaci��n. Todo depende del punto de vista. Aunque alguien taninteligente como usted ya debe saberlo.
El doctor asinti�� con una sonrisa sard��nica form��ndose ensus renegridos labios. Su aspecto era demacrado. La piel mortecina por la faltade sol, los ojos hinchados, surcados por hilos sanguinolentos.
���No puedoremediarlo ���dijo de pronto���, soy un patriota.
Andrade suspir�� aliviado. Una puerta de esperanza seentreabr��a. Aunque el calor del infierno segu��a quem��ndole el trasero.
���Entonces, si notiene inconveniente, comenzar�� a trabajar en el proyecto hoy mismo. El tiempojuega en nuestra contra.
���No se preocupe,teniente. ���Andrade estuvoa punto de protestar, pero se contuvo en el ��ltimo segundo���. Llevotrabajando en ello desde hace seis a��os. ���Se toc�� la cabeza con el ��ndice���. No puedenponerle rejas a esto. Nunca fui su prisionero porque siempre tuve libertad parapensar lo que me viniera en gana.
Janerescuch�� el sonido de la puerta al cerrarse con la mayor satisfacci��n que sumanchada alma pod��a experimentar. Estaba en su h��bitat natural. Despu��s detantos a��os, al fin volv��a a pisar el inmaculado suelo de lin��leo de sulaboratorio. Por fin pod��a respirar el as��ptico aroma de la magia cient��fica.La bata blanca no solo le confer��a el aspecto del hombre sabio que era; tambi��nle inyect�� una dulce dosis de poder. All�� dentro, abrazado por su uniforme,volv��a a tener el control, volv��a a ser el doctor Janer.
En la celda hab��a tenido mucho tiempo para pensar. Cometi��un error seis a��os atr��s. No pudo controlarlo. Por entones estaba sometido auna presi��n atroz. Se sent��a como si una guada��a sostenida por un p��ndulodescendiera cada vez m��s sobre su atrapado cuerpo. Le obligaron a hacer algoque iba en contra de sus principios, pero no tuvo elecci��n.
�����Sabe qu�� les ocurre a los campos cuando hay una plaga delangostas? ���Fue la pregunta est��pida con la que le recibi�� el entonces tenienteAndrade.
Janer acababa de entrar al despacho. Seis a��os atr��s, sucabello a��n luc��a negro y brillante, engominado hacia la coronilla, exponiendouna enorme e inteligente frente.
No le dej�� responder.
���Le he hecho venir aqu�� ���continu����� porque es nuestro mejorcient��fico y porque la delicada naturaleza de este asunto conlleva discreci��nabsoluta.
El doctor Janer sab��a por d��nde iba, lo cual no hizo que sesintiera mejor. Era un hombre sin amigos. Nunca hab��a tenido pareja, y sufamilia hac��a tiempo que hab��a cesado su empe��o por verlo. El doctor pertenec��aal laboratorio, a sus experimentos, as�� hab��a sido desde ni��o y as�� seguir��asiendo hasta que su coraz��n dejara de latir y su cuerpo se desplomara sobre losfrascos, pisetas y matraces. Dedicaba su vida a la ciencia y era feliz, pero aveces la soledad llamaba a la puerta, y que el teniente remarcara este hecho nole sent�� bien.
���Desde luego las ratas no podr��n revelar el secreto a nadie���coment��, un tanto exasperado���. Aunque tal vez ���prosigui�� con gesto reflexivo���pueda inventar alguna forma de hacerlas hablar.
El teniente Andrade lo mir�� muy serio. ��Era posible que elmuy imb��cil creyera de verdad que podr��a llegar a hacer tal cosa?, pens�� eldoctor.
Esboz�� una sonrisa sarc��stica y los rasgos del teniente sedistendieron hasta estallar en una carcajada seca y escasa de gracia.
���Bueno, doctor Janer ���dijo tras el exabrupto de humor ymientras sacaba un cigarrillo de un estuche dorado���. Como iba diciendo, lo quevamos a hablar aqu��, y lo que le voy a ordenar hacer, es alto secreto,��entiende?
���S��, se��or.
���Bien. ���Se llev�� un cigarro a los labios y lo encendi�� conuna diminuta cerilla que hab��a en una caja dentro del estuche. No le ofreci�� aldoctor���. Los campos quedan totalmente diezmados ���explic�� retomando el tema conel que le hab��a saludado���. Y entonces los agricultores tienen un serioproblema. Pero no solo ellos, tambi��n los ganaderos y toda la industriaalimenticia y, por consiguiente, el resto del mundo.
Dej�� que las palabras calaran en el gran cerebro del doctor,al tiempo que exhalaba una enorme columna de humo, semejante a la desprendidapor una chimenea de una f��brica de papel. Janer empezaba a hacerse una idea dea d��nde quer��a ir a parar.
El teniente Andrade aplast�� el cigarro contra la madera desu escritorio, retir�� la ceniza con el dorso de la mano, y continu�� hablando.
���Los t��os de traje y corbata est��n preocupados, ��sabe? Los��ltimos ��ndices demogr��ficos les atormentan sobremanera.
���Desconoc��a que hay plagas de langostas en estos momentos.Llevo tiempo sin ver una ���ironiz�� el doctor. Empezaba a sentir una ligeraangustia en el est��mago.
El teniente Andrade volvi�� a soltar una de sus falsas risassecas y a cortarla con la misma brusquedad.
���Bien. Nos han pedido que calmemos su preocupaci��n. Quehagamos algo para reducir la plaga. No mucho, se han apresurado a aclarar (suimpoluta moral debe estar chillando de dolor), con un tercio ser��a suficiente���,por un tiempo. S�� que usted ser�� capaz de realizar el trabajo. Piense que lomandan ellos, los mandam��s, o lo que es lo mismo, nuestro pa��s, por lo que loque lo har�� por su pa��s, por su gente, pero no solo por ello, tambi��n por elmundo entero. Usted ser�� quien nos salve, doctor.
�����Tengo elecci��n? ���pregunt��, de nuevo con iron��a.
El teniente Andrade se reclin�� en su asiento, cerr�� los ojoscon fuerza, y rompi�� a re��r como un poseso. Sin detener la risa, extrajo otrocigarrillo del estuche dorado, se lo puso como pudo entre los labios, realiz��un adem��n con la mano para que saliera del despacho, y gir�� la silla hasta quedarfrente al ventanal que hab��a a sus espaldas. Esta vez la risa no son�� fingida yJaner a��n la o��a cuando sali�� al pasillo y se dirigi�� a su laboratorio.
Ellosle hab��an convertido en el monstruo que lo consideraban ahora. Cuando todo sefue al traste, toda la culpa recay�� sobre ��l. El gobierno y sus superiores selimpiaron las manos, ��qu�� otra conclusi��n cab��a esperar? ��l era el ��nicocausante de la muerte de casi la mitad de la poblaci��n mundial. ��l y solamente��l. El malvado doctor Janer. Se hab��a convertido en el manido t��pico delcient��fico loco.
Janer solo hizo lo que le pidieron. A pesar de susadvertencias, los altos mandos le pusieron una fecha l��mite, y cuando estalleg��, tuvo que entregar el resultado, a pesar de que a��n quedaban pruebas importantespor realizar. La enfermedad empez�� a descontrolarse a partir del segundo d��a.Result�� ser m��s contagiosa y r��pida de lo esperado. No hubo manera de pararla.Las mutaciones se suced��an unas tras otras. La gente enfermaba y, la mayor��a,independientemente de la edad o salud, fallec��a. Janer fue juzgado, declaradoculpable de genocidio, y encarcelado. Cuatro a��os m��s tarde gracias a unavacuna y sobre todo a que las mutaciones se detuvieron, el cuerpo se fueadaptando, aceptando a su nuevo hu��sped, y los casos descendieron de maneragradual pero constante.
La Enfermedad de Janer, la llamaron. Llevaba su nombre, elnombre del monstruo. Todo el mundo lo odiaba, a excepci��n de algunosconspiran��icos que en este caso ten��an raz��n y se hab��an olido la verdad ocultatras el virus mortal.
��De modo que eso es lo que pens��is de m�� ���reflexion�� Janerlos primeros d��as en su celda���. Esas miradas de desprecio, de asco, es lo querecibir�� a partir de ahora de todo el mundo. ��Yo soy el monstruo? ��Cre��is queyo lo soy? Entonces no os decepcionar����.
Y empez�� a tejer una forma de hacer honor a su sobrenombre.
Surencor no iba dirigido a la poblaci��n. Esta siempre ha sido manipulada por losmedios y la mayor��a de las mentes humanas son tan maleables como plastilina en manosde un ni��o. Su venganza recaer��a ��nicamente sobre el personal de aquella base.Desear��a poder llegar tambi��n a los altos cargos del gobierno, pero aquelloser��a imposible. Por otro lado, en aquel lugar hab��a gente inocente que nadaten��a que ver con su encarcelamiento, sin embargo siempre hay da��oscolaterales. Adem��s, las miradas y los gestos de ese personal inocente estabante��idas de odio. No era culpa suya que fueran tan poco inteligentes como parapensar por s�� mismos y darse cuenta de que trabajaban para una agencia tanpodrida y llena de gusanos como una manzana pasada.
Durante su estancia en prisi��n, en la libertad de su mente,hab��a estado ideando la forma de controlar el virus, estruj��ndose los sesospara dar con el error que habr��a solventado si hubiera podido realizar m��spruebas. Y finalmente, tras varios a��os, dio con la clave. Supo c��mo mantenerlobajo control, c��mo evitar que los contagios fueran eternos. Encontr�� la formade hacer que el virus se autodestruyera pasadas unas horas de incubaci��n.Desconoc��a si alguna vez lograr��a salir de entre esas cuatro paredes, pero sialg��n d��a le daban la libertad, ya ten��a el arma para acabar con toda esaescoria.
Y ese d��a hab��a llegado gracias a la guerra contra China.Solo necesitaba unas semanas y su justa venganza habr��a concluido, porque ��qu��es la venganza sino hacer justicia desde lo m��s profundo del coraz��n?
Lanoche en que el doctor Janer logr�� crear la nueva variante del virus, sedesplom�� sobre su asiento y suspir��. Fue un resoplido tembloroso, pre��ado dealivio y triunfo. Tambi��n de cierta tristeza: su vida no tendr��a que haber sidoas��. Se sent��a tan enfadado.
Antes de levantarse se arm�� de valor para llevar a cabo lasiguiente fase del plan. Luego sali�� del laboratorio, donde hab��a un guardiavigilando que el monstruo no hiciera ninguna monstruosidad.
���Ya est�� ���le dijo.
El hombre, fornido de cuerpo pero no de mente, le respondi��:
�����El qu�� est��?
�����Puedo ir a hablar con el teniente Andrade?
���El coronelAndrade ���lo corrigi�� el guardia con cara de no muy buenos amigos.
�����Puedo hablar con ��l?
���Ahora mismo no est�� en su despacho.
�����Pues ll��male, maldita sea! ���estall�� el doctor conimpaciencia.
El guardia dio un paso al frente mientras se llevaba la manoal arma enfundada.
���Rel��jate, Frankenstein.
Janer no supo si lo dec��a refiri��ndose al doctor o almonstruo, pero viendo su nivel de inteligencia, intuy�� que al segundo, al igualque la mayor��a de la gente que desconoce la historia.
Cuando el guardia decidi�� que el doctor se hab��a calmado,sac�� un tel��fono m��vil con la otra mano del bolsillo interior de la americana ehizo una llamada.
�����Puedo ir al servicio? ���le pregunt�� Janer.
���Sin ninguna tonter��a ���afirm�� el hombre y, a continuaci��n,salud�� al coronel Andrade al otro lado de la l��nea.
El vengativo coraz��n del doctor Janer empez�� a latir confuerza cuando dio los primeros pasos en direcci��n a los aseos, pensando que encualquier momento el guardia se dar��a cuenta de la negligencia que acababa decometer. No lo hizo y, tras abrir y cerrar la puerta del cuarto de ba��o sinllegar a entrar, reanud�� la marcha por el pasillo. Media hora despu��s, volv��a acruzar por delante del servicio, de donde sal��a el guardia con el rostro rojode ira.
�����D��nde co��o has ido? ���le espet�� con los dedos alrededor dela culata de la pistola sin llegar a sacarla de su funda.
���Fui a ver si el coronel hab��a llegado ya tras tu llamada.
El hombre guard�� silencio unos segundos, con una salvajemirada clavada en ��l y la respiraci��n como la de un toro a punto de lanzarsecontra el matador.
���Mi mujer muri��, ��sabes? ���le dijo de repente.
Janer no dijo nada, un tanto perplejo.
���T�� la mataste ���a��adi�����. As�� que como vuelvas a hacer algunaotra tonter��a, no dudar�� en sacar el arma y volarte esos sesos taninteligentes.
Durante un momento el doctor estuvo a punto de replicarlecon la intenci��n de aclarar qui��nes fueron los verdaderos asesinos, pero esoservir��a solo para provocar m��s la ira del hombre, de modo que agach�� la cabezay no dijo nada: no pod��a permitirse ning��n fallo.
El guardia dio un paso atr��s, apart��ndose de su espaciopersonal, y le dijo, un poco m��s tranquilo pero con el mismo desprecio en sutono de voz, que el coronel Andrade no tardar��a en llegar al despacho, as�� quelo escolt�� hasta el lugar.
���Si��ntate ah�� ���le orden��.
Janer se acomod�� en la silla que hab��a frente al escritoriodel coronel; el guardia sali�� del despacho y permaneci�� al lado de la puertaabierta. Cinco minutos despu��s, el coronel Andrade pasaba bajo el umbral. Se estabaencendiendo un cigarro.
���Gracias, F��lix, espere fuera.
Andrade cerr�� la puerta. El coraz��n de Janer inici�� unr��pido tamborileo. Respir�� hondo, trat�� de calmarse, y lo consigui��. Ya nohab��a nada de qu�� preocuparse. Todo estaba saliendo como ten��a planeado.
�����Lo tiene? ���pregunt�� mientras rodeaba la mesa y tomabaasiento. Se le notaba ansioso a pesar de que trataba de ocultarlo���. M��s valeque s��; estaba a punto de tumbarme a leer uno de esos repugnantes libros deltraidor de John Le Carr��. ���Andrade ten��a un peque��o apartamento en la partesuperior del edificio.
Janer curv�� los labios en una sonrisa y asinti��. Leembargaba tal felicidad, estaba tan euf��rico, que no se ve��a capaz de decir unapalabra.
El coronel exhal�� una ��ltima calada sin perder el contactovisual y aplast�� el cigarrillo contra la mesa.
�����A qu�� viene esa est��pida sonrisa? ��Qu�� es lo que ha creadoesta vez? Vamos, ��hable!
Una de las condiciones que el doctor pidi�� y le permitieronfue no interferir en su proyecto, no hacer preguntas mientras estuvieratrabajando en ��l. Los altos mandos sab��an muy bien que ��l no hab��a sido elcausante de la cat��strofe anterior, aunque jam��s lo reconocer��an abiertamente,y eran conscientes del talento del hombre, por lo que en realidad no ten��anmotivos para desconfiar de ��l, as�� pues aceptaron la condici��n. Por otro lado,en esta ocasi��n no hizo falta poner fecha l��mite. Hab��a que apresurarse, claro,los chinos eran como un grano infectado: pod��an estallar en cualquier momento;pero Janer les asegur�� que en menos de una semana lo tendr��a listo, y as�� fue.
Janer le respondi�� con la misma sonrisa, incapaz de borrarlade su rostro macilento y ojeroso. Un cosquilleo empezaba a ascender por sugarganta.
�����Qu�� co��o le pasa? ����Por qu�� sonr��e as��?! ���La impaciencia delcoronel sali�� a la luz y este ya no trat�� de mantenerla en la oscuridad���. ��Esun arma l��ser? ��Un control mental de soldados? ��Qu�� ha inventado? ��D��gamelo! Yahemos esperado bastante, hemos cumplido su absurda condici��n.
Antes de responder, los labios del doctor se separaron y elcosquilleo se liber�� en forma de un ataque de tos. El pecho le empez�� apalpitar segundos antes de terminar de toser. Un dolor se instal�� en ��l y larespiraci��n se torn�� fatigosa y sibilante.
En la abertura de los ojos del coronel Andrade pudo ver laclaridad de la comprensi��n.
�����Ser��s hijo de puta! ���le grit�� y rode�� la mitad inferior desu cara con una mano al tiempo que con la otra rebuscaba en uno de los cajonesdel escritorio. La mano reapareci�� con una mascarilla quir��rgica.
���No le va a servir de nada, coronel ���habl�� al fin Janer.Tosi��, y continu�����: El nuevo virus lleva en el aire unos cuarenta minutos. Elsistema de ventilaci��n se ha ocupado de esparcirlo bien por todo el complejo.
En ese momento irrumpi�� en el despacho el guardia, con lapistola en la mano.
�����Todo bien, coronel? ���pregunt��.
Andrade se levant�� de su silla.
���Inicie protocolo de evacuaci��n ���le orden�����. Todo el mundofuera del edificio ��ya!
���S��, se��or ���dijo el guardia antes de toser y de enfundar elarma. Luego lanz�� una ��ltima mirada de odio hacia el doctor y sali�� del cuarto.
El coronel se volvi�� hacia Janer mientras lo se��alaba con unlargo dedo te��ido de nicotina.
���Y t����� ���Tos.
���Veo que no ha aprendido nada de la pandemia anterior���aprovech�� el doctor para comentar.
���Call��t��� ���M��s tos. Se dio la vuelta para alzarse lamascarilla y poder toser sin ning��n impedimento.
�����Se expande un virus por el edificio y su primera orden esdesalojarlo? ���A Janer tambi��n le atacaban accesos de tos, pero hac��a unesfuerzo por seguir hablando���. ��Tambi��n me culpar��is a m�� de esa p��simagesti��n?
�����Intento que se contagie el menos n��mero de personalposible, monstruo!
Janer rio.
���Demasiado tarde para eso, me temo. Pero no se preocupe,se��or, ya me he encargado yo de ese detalle. Todas las puertas est��nbloqueadas, y he modificado el virus para que muera junto a su hu��sped.Tranquilo, ni el personal de este complejo ni el virus saldr��n jam��s de aqu��.
�����Hijo de���! ���Se palp�� el costado, donde deber��an de estarsus cartucheras con las pistolas, pero no las llevaba puestas. Vest��a unch��ndal de estar por casa; no esperaba necesitarlas a esas horas de la noche,se supon��a que tan solo iba a ser una charla informativa.
Desde su silla, Janer observ�� c��mo el coronel, desesperado,rojo de ira, corr��a hacia un peque��o mueble que hab��a detr��s del escritorio.All�� abri�� una puertecita y tras ella apareci�� una caja fuerte. El doctorimaginaba lo que buscaba as�� que decidi�� no regalarle m��s tiempo. Aprovechandoque Andrade estaba de espaldas a ��l, se puso en pie y alz�� la silla con laspocas fuerzas que le quedaban. A continuaci��n se acerc�� al hombre agachado y altiempo que abr��a la caja fuerte, arroj�� el asiento sobre su cabeza. El cuerpodel oficial se desplom�� hacia adelante, su frente golpe�� contra la culata de lapistola que hab��a en el interior de la caja, y ah�� permaneci�� inm��vil. Janerperdi�� el equilibrio al lanzar la silla, cay�� sobre esta y sobre el coronel.Cada vez estaba m��s d��bil y los accesos de tos eran m��s continuos. La tez hab��apasado del blanco al amarillo; pero a��n le quedaba una gota de energ��a, lasuficiente para llegar a su lugar sagrado, a su hogar, a su laboratorio. Nopod��a morir ah��, encima de aquella rata gubernamental.
Al mismo tiempo que el doctor Janer cruzaba el pasillo, laalarma de emergencia estall�� en todo el edificio. Luces rojas intermitentes loescoltaron hasta el laboratorio. Una vez dentro, bloque�� la puerta. A duraspenas alcanz�� su silla y cay�� sobre el asiento, con los brazos colgando a loslados. Mir�� al frente, a la brillante encimera repleta de objetos delaboratorio, y sus labios se encorvaron en una ��ltima sonrisa.
Morir solo no era tan malo como se dec��a, siempre y cuandose est�� en casa.

Un día para el fin del mundo
Al abrir la puerta de la celda, un arrastrar de cadenas se filtró al corredor. Gómez y Carmona apuraban un café con la espalda apoyada contra el frío muro de cemento. Un hombre de pelo ceniciento abandonó la celda acompañado por dos guardias. Gómez y Carmona se lanzaron una mirada cómplice. En ella estaba implícito un gesto de repugnancia, aunque puede que fuera tan solo odio.
El doctor Janer había sido reactivado. La línea entre héroe y villano no era tan fina en ningún otro lugar como en los servicios de inteligencia. Llevaba seis años cumpliendo condena por prácticas inmorales y eso, considerando los criterios de moralidad de la Agencia era mucho decir. Fue juzgado sumariamente por… bueno, fue encarcelado, y no hubo más que hablar. Nadie protestó, el tipo era un verdadero hijo de puta.
En el transcurso de aquellos seis años bucólicos, el acuerdo sobre la reclusión del doctor fue unánime. Los políticos y altos cargos brindaban con champaña por haber conseguido que su país fuera un lugar más seguro. Sin embargo, nada dura para siempre.
La guerra estalló de repente, como un paquete bomba envuelto en papel de celofán. Los chinos habían programado una opa hostil contra nuestra democracia y estaban a punto de salirse con la suya. Solo a un loco se le ocurriría declararle la guerra a una potencia como China. Este era el enésimo encuentro entre David y Goliat, y hay que tener muy buena puntería con la honda para vencer un enfrentamiento de esa magnitud. El doctor Janer era nuestro mejor hondero.
Ahora recorría el largo pasillo hasta su viejo laboratorio con la cabeza gacha, con los cabellos revueltos cubriéndole la cara que le escondían una sonrisa de plena satisfacción. Vestía un mono naranja que pronto cambiaría por una más digna bata blanca. Solo mudaba el disfraz de loco por el del sabio. Irónicamente dentro del traje continuaba siendo el mismo malnacido de siempre.
Los mismos que antes brindaban por su encarcelación ahora descorchaban el mejor cava por haber dado con el arma que nos haría ganar la guerra. Por suerte China estaba lejos, eso nos concedía tiempo para prepararnos. ¿Prepararnos para la muerte? Tal vez, pero la mayoría estábamos de acuerdo; éramos demasiado mayores para aprender chino.
Una puerta blindada se abrió al fondo del corredor y el doctor Janer traspasó el umbral de la locura. Oficialmente había dejado de ser un demente. El paso se cerró después de que el viejo doctor torciera un recodo y desapareciera de la vista.
El coronel Andrade le esperaba en un despacho que se había dispuesto junto al laboratorio. Su gesto era de preocupación, vestía el uniforme de campaña, su pecho estaba cubierto de condecoraciones. Un cigarro recién encendido pendía de sus labios.
—Siéntese, por favor.
Janer tomó asiento.
—Imagino que ya sabe por qué lo he hecho venir. Al menos lo sospecha.
Un brillo maligno relampagueó en los ojos del doctor.
—Bien —dijo Andrade—, entonces no hay mucho que explicar. El enemigo nos supera en número y en recursos. Necesitamos un milagro. Uno como los que solo usted es capaz de hacer.
Janer rio.
—¿Ahora lo llaman milagro? Pensaba que era una abominación, algo así como poner del revés una cruz y prenderle fuego.
—Moisés hizo que las aguas del Mar Rojo se abriesen para que el pueblo judío escapara de Egipto. A lo que los hebreos llamaron milagro, el faraón lo consideró una abominación. Todo depende del punto de vista. Aunque alguien tan inteligente como usted ya debe saberlo.
El doctor asintió con una sonrisa sardónica formándose en sus renegridos labios. Su aspecto era demacrado. La piel mortecina por la falta de sol, los ojos hinchados, surcados por hilos sanguinolentos.
—No puedo remediarlo —dijo de pronto—, soy un patriota.
Andrade suspiró aliviado. Una puerta de esperanza se entreabría. Aunque el calor del infierno seguía quemándole el trasero.
—Entonces, si no tiene inconveniente, comenzará a trabajar en el proyecto hoy mismo. El tiempo juega en nuestra contra.
—No se preocupe, teniente. —Andrade estuvo a punto de protestar, pero se contuvo en el último segundo—. Llevo trabajando en ello desde hace seis años. —Se tocó la cabeza con el índice—. No pueden ponerle rejas a esto. Nunca fui su prisionero porque siempre tuve libertad para pensar lo que me viniera en gana.
Janer escuchó el sonido de la puerta al cerrarse con la mayor satisfacción que su manchada alma podía experimentar. Estaba en su hábitat natural. Después de tantos años, al fin volvía a pisar el inmaculado suelo de linóleo de su laboratorio. Por fin podía respirar el aséptico aroma de la magia científica. La bata blanca no solo le confería el aspecto del hombre sabio que era; también le inyectó una dulce dosis de poder. Allí dentro, abrazado por su uniforme, volvía a tener el control, volvía a ser el doctor Janer.
En la celda había tenido mucho tiempo para pensar. Cometió un error seis años atrás. No pudo controlarlo. Por entones estaba sometido a una presión atroz. Se sentía como si una guadaña sostenida por un péndulo descendiera cada vez más sobre su atrapado cuerpo. Le obligaron a hacer algo que iba en contra de sus principios, pero no tuvo elección.
—¿Sabe qué les ocurre a los campos cuando hay una plaga de langostas? —Fue la pregunta estúpida con la que le recibió el entonces teniente Andrade.
Janer acababa de entrar al despacho. Seis años atrás, su cabello aún lucía negro y brillante, engominado hacia la coronilla, exponiendo una enorme e inteligente frente.
No le dejó responder.
—Le he hecho venir aquí —continuó— porque es nuestro mejor científico y porque la delicada naturaleza de este asunto conlleva discreción absoluta.
El doctor Janer sabía por dónde iba, lo cual no hizo que se sintiera mejor. Era un hombre sin amigos. Nunca había tenido pareja, y su familia hacía tiempo que había cesado su empeño por verlo. El doctor pertenecía al laboratorio, a sus experimentos, así había sido desde niño y así seguiría siendo hasta que su corazón dejara de latir y su cuerpo se desplomara sobre los frascos, pisetas y matraces. Dedicaba su vida a la ciencia y era feliz, pero a veces la soledad llamaba a la puerta, y que el teniente remarcara este hecho no le sentó bien.
—Desde luego las ratas no podrán revelar el secreto a nadie —comentó, un tanto exasperado—. Aunque tal vez —prosiguió con gesto reflexivo— pueda inventar alguna forma de hacerlas hablar.
El teniente Andrade lo miró muy serio. ¿Era posible que el muy imbécil creyera de verdad que podría llegar a hacer tal cosa?, pensó el doctor.
Esbozó una sonrisa sarcástica y los rasgos del teniente se distendieron hasta estallar en una carcajada seca y escasa de gracia.
—Bueno, doctor Janer —dijo tras el exabrupto de humor y mientras sacaba un cigarrillo de un estuche dorado—. Como iba diciendo, lo que vamos a hablar aquí, y lo que le voy a ordenar hacer, es alto secreto, ¿entiende?
—Sí, señor.
—Bien. —Se llevó un cigarro a los labios y lo encendió con una diminuta cerilla que había en una caja dentro del estuche. No le ofreció al doctor—. Los campos quedan totalmente diezmados —explicó retomando el tema con el que le había saludado—. Y entonces los agricultores tienen un serio problema. Pero no solo ellos, también los ganaderos y toda la industria alimenticia y, por consiguiente, el resto del mundo.
Dejó que las palabras calaran en el gran cerebro del doctor, al tiempo que exhalaba una enorme columna de humo, semejante a la desprendida por una chimenea de una fábrica de papel. Janer empezaba a hacerse una idea de a dónde quería ir a parar.
El teniente Andrade aplastó el cigarro contra la madera de su escritorio, retiró la ceniza con el dorso de la mano, y continuó hablando.
—Los tíos de traje y corbata están preocupados, ¿sabe? Los últimos índices demográficos les atormentan sobremanera.
—Desconocía que hay plagas de langostas en estos momentos. Llevo tiempo sin ver una —ironizó el doctor. Empezaba a sentir una ligera angustia en el estómago.
El teniente Andrade volvió a soltar una de sus falsas risas secas y a cortarla con la misma brusquedad.
—Bien. Nos han pedido que calmemos su preocupación. Que hagamos algo para reducir la plaga. No mucho, se han apresurado a aclarar (su impoluta moral debe estar chillando de dolor), con un tercio sería suficiente…, por un tiempo. Sé que usted será capaz de realizar el trabajo. Piense que lo mandan ellos, los mandamás, o lo que es lo mismo, nuestro país, por lo que lo que lo hará por su país, por su gente, pero no solo por ello, también por el mundo entero. Usted será quien nos salve, doctor.
—¿Tengo elección? —preguntó, de nuevo con ironía.
El teniente Andrade se reclinó en su asiento, cerró los ojos con fuerza, y rompió a reír como un poseso. Sin detener la risa, extrajo otro cigarrillo del estuche dorado, se lo puso como pudo entre los labios, realizó un ademán con la mano para que saliera del despacho, y giró la silla hasta quedar frente al ventanal que había a sus espaldas. Esta vez la risa no sonó fingida y Janer aún la oía cuando salió al pasillo y se dirigió a su laboratorio.
Ellos le habían convertido en el monstruo que lo consideraban ahora. Cuando todo se fue al traste, toda la culpa recayó sobre él. El gobierno y sus superiores se limpiaron las manos, ¿qué otra conclusión cabía esperar? Él era el único causante de la muerte de casi la mitad de la población mundial. Él y solamente él. El malvado doctor Janer. Se había convertido en el manido tópico del científico loco.
Janer solo hizo lo que le pidieron. A pesar de sus advertencias, los altos mandos le pusieron una fecha límite, y cuando esta llegó, tuvo que entregar el resultado, a pesar de que aún quedaban pruebas importantes por realizar. La enfermedad empezó a descontrolarse a partir del segundo día. Resultó ser más contagiosa y rápida de lo esperado. No hubo manera de pararla. Las mutaciones se sucedían unas tras otras. La gente enfermaba y, la mayoría, independientemente de la edad o salud, fallecía. Janer fue juzgado, declarado culpable de genocidio, y encarcelado. Cuatro años más tarde gracias a una vacuna y sobre todo a que las mutaciones se detuvieron, el cuerpo se fue adaptando, aceptando a su nuevo huésped, y los casos descendieron de manera gradual pero constante.
La Enfermedad de Janer, la llamaron. Llevaba su nombre, el nombre del monstruo. Todo el mundo lo odiaba, a excepción de algunos conspiranóicos que en este caso tenían razón y se habían olido la verdad oculta tras el virus mortal.
«De modo que eso es lo que pensáis de mí —reflexionó Janer los primeros días en su celda—. Esas miradas de desprecio, de asco, es lo que recibiré a partir de ahora de todo el mundo. ¿Yo soy el monstruo? ¿Creéis que yo lo soy? Entonces no os decepcionaré».
Y empezó a tejer una forma de hacer honor a su sobrenombre.
Su rencor no iba dirigido a la población. Esta siempre ha sido manipulada por los medios y la mayoría de las mentes humanas son tan maleables como plastilina en manos de un niño. Su venganza recaería únicamente sobre el personal de aquella base. Desearía poder llegar también a los altos cargos del gobierno, pero aquello sería imposible. Por otro lado, en aquel lugar había gente inocente que nada tenía que ver con su encarcelamiento, sin embargo siempre hay daños colaterales. Además, las miradas y los gestos de ese personal inocente estaban teñidas de odio. No era culpa suya que fueran tan poco inteligentes como para pensar por sí mismos y darse cuenta de que trabajaban para una agencia tan podrida y llena de gusanos como una manzana pasada.
Durante su estancia en prisión, en la libertad de su mente, había estado ideando la forma de controlar el virus, estrujándose los sesos para dar con el error que habría solventado si hubiera podido realizar más pruebas. Y finalmente, tras varios años, dio con la clave. Supo cómo mantenerlo bajo control, cómo evitar que los contagios fueran eternos. Encontró la forma de hacer que el virus se autodestruyera pasadas unas horas de incubación. Desconocía si alguna vez lograría salir de entre esas cuatro paredes, pero si algún día le daban la libertad, ya tenía el arma para acabar con toda esa escoria.
Y ese día había llegado gracias a la guerra contra China. Solo necesitaba unas semanas y su justa venganza habría concluido, porque ¿qué es la venganza sino hacer justicia desde lo más profundo del corazón?
La noche en que el doctor Janer logró crear la nueva variante del virus, se desplomó sobre su asiento y suspiró. Fue un resoplido tembloroso, preñado de alivio y triunfo. También de cierta tristeza: su vida no tendría que haber sido así. Se sentía tan enfadado.
Antes de levantarse se armó de valor para llevar a cabo la siguiente fase del plan. Luego salió del laboratorio, donde había un guardia vigilando que el monstruo no hiciera ninguna monstruosidad.
—Ya está —le dijo.
El hombre, fornido de cuerpo pero no de mente, le respondió:
—¿El qué está?
—¿Puedo ir a hablar con el teniente Andrade?
—El coronelAndrade —lo corrigió el guardia con cara de no muy buenos amigos.
—¿Puedo hablar con él?
—Ahora mismo no está en su despacho.
—¡Pues llámale, maldita sea! —estalló el doctor con impaciencia.
El guardia dio un paso al frente mientras se llevaba la mano al arma enfundada.
—Relájate, Frankenstein.
Janer no supo si lo decía refiriéndose al doctor o al monstruo, pero viendo su nivel de inteligencia, intuyó que al segundo, al igual que la mayoría de la gente que desconoce la historia.
Cuando el guardia decidió que el doctor se había calmado, sacó un teléfono móvil con la otra mano del bolsillo interior de la americana e hizo una llamada.
—¿Puedo ir al servicio? —le preguntó Janer.
—Sin ninguna tontería —afirmó el hombre y, a continuación, saludó al coronel Andrade al otro lado de la línea.
El vengativo corazón del doctor Janer empezó a latir con fuerza cuando dio los primeros pasos en dirección a los aseos, pensando que en cualquier momento el guardia se daría cuenta de la negligencia que acababa de cometer. No lo hizo y, tras abrir y cerrar la puerta del cuarto de baño sin llegar a entrar, reanudó la marcha por el pasillo. Media hora después, volvía a cruzar por delante del servicio, de donde salía el guardia con el rostro rojo de ira.
—¿Dónde coño has ido? —le espetó con los dedos alrededor de la culata de la pistola sin llegar a sacarla de su funda.
—Fui a ver si el coronel había llegado ya tras tu llamada.
El hombre guardó silencio unos segundos, con una salvaje mirada clavada en él y la respiración como la de un toro a punto de lanzarse contra el matador.
—Mi mujer murió, ¿sabes? —le dijo de repente.
Janer no dijo nada, un tanto perplejo.
—Tú la mataste —añadió—. Así que como vuelvas a hacer alguna otra tontería, no dudaré en sacar el arma y volarte esos sesos tan inteligentes.
Durante un momento el doctor estuvo a punto de replicarle con la intención de aclarar quiénes fueron los verdaderos asesinos, pero eso serviría solo para provocar más la ira del hombre, de modo que agachó la cabeza y no dijo nada: no podía permitirse ningún fallo.
El guardia dio un paso atrás, apartándose de su espacio personal, y le dijo, un poco más tranquilo pero con el mismo desprecio en su tono de voz, que el coronel Andrade no tardaría en llegar al despacho, así que lo escoltó hasta el lugar.
—Siéntate ahí —le ordenó.
Janer se acomodó en la silla que había frente al escritorio del coronel; el guardia salió del despacho y permaneció al lado de la puerta abierta. Cinco minutos después, el coronel Andrade pasaba bajo el umbral. Se estaba encendiendo un cigarro.
—Gracias, Félix, espere fuera.
Andrade cerró la puerta. El corazón de Janer inició un rápido tamborileo. Respiró hondo, trató de calmarse, y lo consiguió. Ya no había nada de qué preocuparse. Todo estaba saliendo como tenía planeado.
—¿Lo tiene? —preguntó mientras rodeaba la mesa y tomaba asiento. Se le notaba ansioso a pesar de que trataba de ocultarlo—. Más vale que sí; estaba a punto de tumbarme a leer uno de esos repugnantes libros del traidor de John Le Carré. —Andrade tenía un pequeño apartamento en la parte superior del edificio.
Janer curvó los labios en una sonrisa y asintió. Le embargaba tal felicidad, estaba tan eufórico, que no se veía capaz de decir una palabra.
El coronel exhaló una última calada sin perder el contacto visual y aplastó el cigarrillo contra la mesa.
—¿A qué viene esa estúpida sonrisa? ¿Qué es lo que ha creado esta vez? Vamos, ¡hable!
Una de las condiciones que el doctor pidió y le permitieron fue no interferir en su proyecto, no hacer preguntas mientras estuviera trabajando en él. Los altos mandos sabían muy bien que él no había sido el causante de la catástrofe anterior, aunque jamás lo reconocerían abiertamente, y eran conscientes del talento del hombre, por lo que en realidad no tenían motivos para desconfiar de él, así pues aceptaron la condición. Por otro lado, en esta ocasión no hizo falta poner fecha límite. Había que apresurarse, claro, los chinos eran como un grano infectado: podían estallar en cualquier momento; pero Janer les aseguró que en menos de una semana lo tendría listo, y así fue.
Janer le respondió con la misma sonrisa, incapaz de borrarla de su rostro macilento y ojeroso. Un cosquilleo empezaba a ascender por su garganta.
—¿Qué coño le pasa? ¡¿Por qué sonríe así?! —La impaciencia del coronel salió a la luz y este ya no trató de mantenerla en la oscuridad—. ¿Es un arma láser? ¿Un control mental de soldados? ¿Qué ha inventado? ¡Dígamelo! Ya hemos esperado bastante, hemos cumplido su absurda condición.
Antes de responder, los labios del doctor se separaron y el cosquilleo se liberó en forma de un ataque de tos. El pecho le empezó a palpitar segundos antes de terminar de toser. Un dolor se instaló en él y la respiración se tornó fatigosa y sibilante.
En la abertura de los ojos del coronel Andrade pudo ver la claridad de la comprensión.
—¡Serás hijo de puta! —le gritó y rodeó la mitad inferior de su cara con una mano al tiempo que con la otra rebuscaba en uno de los cajones del escritorio. La mano reapareció con una mascarilla quirúrgica.
—No le va a servir de nada, coronel —habló al fin Janer. Tosió, y continuó—: El nuevo virus lleva en el aire unos cuarenta minutos. El sistema de ventilación se ha ocupado de esparcirlo bien por todo el complejo.
En ese momento irrumpió en el despacho el guardia, con la pistola en la mano.
—¿Todo bien, coronel? —preguntó.
Andrade se levantó de su silla.
—Inicie protocolo de evacuación —le ordenó—. Todo el mundo fuera del edificio ¡ya!
—Sí, señor —dijo el guardia antes de toser y de enfundar el arma. Luego lanzó una última mirada de odio hacia el doctor y salió del cuarto.
El coronel se volvió hacia Janer mientras lo señalaba con un largo dedo teñido de nicotina.
—Y tú… —Tos.
—Veo que no ha aprendido nada de la pandemia anterior —aprovechó el doctor para comentar.
—Callát… —Más tos. Se dio la vuelta para alzarse la mascarilla y poder toser sin ningún impedimento.
—¿Se expande un virus por el edificio y su primera orden es desalojarlo? —A Janer también le atacaban accesos de tos, pero hacía un esfuerzo por seguir hablando—. ¿También me culparéis a mí de esa pésima gestión?
—¡Intento que se contagie el menos número de personal posible, monstruo!
Janer rio.
—Demasiado tarde para eso, me temo. Pero no se preocupe, señor, ya me he encargado yo de ese detalle. Todas las puertas están bloqueadas, y he modificado el virus para que muera junto a su huésped. Tranquilo, ni el personal de este complejo ni el virus saldrán jamás de aquí.
—¡Hijo de…! —Se palpó el costado, donde deberían de estar sus cartucheras con las pistolas, pero no las llevaba puestas. Vestía un chándal de estar por casa; no esperaba necesitarlas a esas horas de la noche, se suponía que tan solo iba a ser una charla informativa.
Desde su silla, Janer observó cómo el coronel, desesperado, rojo de ira, corría hacia un pequeño mueble que había detrás del escritorio. Allí abrió una puertecita y tras ella apareció una caja fuerte. El doctor imaginaba lo que buscaba así que decidió no regalarle más tiempo. Aprovechando que Andrade estaba de espaldas a él, se puso en pie y alzó la silla con las pocas fuerzas que le quedaban. A continuación se acercó al hombre agachado y al tiempo que abría la caja fuerte, arrojó el asiento sobre su cabeza. El cuerpo del oficial se desplomó hacia adelante, su frente golpeó contra la culata de la pistola que había en el interior de la caja, y ahí permaneció inmóvil. Janer perdió el equilibrio al lanzar la silla, cayó sobre esta y sobre el coronel. Cada vez estaba más débil y los accesos de tos eran más continuos. La tez había pasado del blanco al amarillo; pero aún le quedaba una gota de energía, la suficiente para llegar a su lugar sagrado, a su hogar, a su laboratorio. No podía morir ahí, encima de aquella rata gubernamental.
Al mismo tiempo que el doctor Janer cruzaba el pasillo, la alarma de emergencia estalló en todo el edificio. Luces rojas intermitentes lo escoltaron hasta el laboratorio. Una vez dentro, bloqueó la puerta. A duras penas alcanzó su silla y cayó sobre el asiento, con los brazos colgando a los lados. Miró al frente, a la brillante encimera repleta de objetos de laboratorio, y sus labios se encorvaron en una última sonrisa.
Morir solo no era tan malo como se decía, siempre y cuando se esté en casa.

July 8, 2022
Lazos de sangre
Un mal ha arraigado en su familia; ahora tiene que tomar la decisión más dura de su vidaRelato escrito a cuatro manos con C.G. Demian
¿Conocéis esa sensación de estar entre la espada y la pared? ¿Alguna vez os habéis encontrado en la ardua tesitura de tomar una decisión que cambiará vuestra vida para siempre? ¿Imagináis siquiera lo que se siente cuando tienes delante a las personas que más amas en el mundo y debes decidir… debes decidir si permanecer junto a ellas o… o matarlas?
Yo sí lo sé. Pero no me juzguéis. Todavía no, al menos. Dejad que os cuente el motivo por el que estoy sentado en el borde del colchón de la cama de mi hijo. Permitidme, antes de tacharme de psicópata sin escrúpulos, que os explique por qué contemplo entre sombras a mi pequeño, en esta oscura habitación a pesar de ser las diez de la mañana de un soleado día de junio, mientras en mi cabeza bullen las dudas y el miedo igual que un estofado en una olla, formando burbujas que estallan en mi cerebro y se adhieren a él con doloroso pesar.
Mi vida se convirtió en un infierno hace tres meses, tras la mudanza.
El edificio, de dos plantas, contenía cuatro apartamentos. Solo uno estaba habitado: el primero B. El A y los dos bajos llevaban años vacíos. La construcción era vieja, y la fachada, arañada por el tiempo, dejaba al descubierto los anaranjados ladrillos que asomaban tímidamente, al igual que el cuerpo de una anciana a la que el marido, ávido de deseo, desviste con cariño. No era muy elegante, pero sí económico.
A Sara, mi mujer, la habían despedido hacía dos meses. La fábrica de zapatos en la que llevaba cinco años trabajando había cerrado. Uno a uno, como adolescentes en una película Slasher, los empleados fueron desapareciendo, hasta que le llegó el turno a ella. Luego, sin más, la empresa dejó de existir. Sara decía que eso la consolaba un poco: al menos no la habían echado por incompetencia. Pero el consuelo no daba de comer y la prestación por desempleo tampoco. En cuanto a mi sueldo, bueno, digamos que para vivir en un viejo edificio con aspecto de anciana desnuda era suficiente; para hacerlo en el chalet de dos plantas que hipotecamos tres años atrás, no tanto.
A diferencia del antiguo, nuestro nuevo hogar se hallaba relativamente cerca del centro de la ciudad. Este detalle me alejaba del lugar donde trabajaba, en el polígono de las afueras, pero, por otro lado, acercaba a mi hijo a su colegio. Raúl tiene… bueno, tenía —aún me cuesta hablar de él en pasado pese a tenerlo dormido aquí en frente— ocho años, y hacía menos de dos que había aprendido a leer. Él fue el primero en darse cuenta de que en el único piso ocupado hasta entonces del edificio vivía una familia.
—¡Mira, mami! —exclamó, tirando del bolsillo del pantalón de Sara, mientras señalaba con la otra uno de los buzones. Todavía no habíamos comprado el apartamento. Hasta ese día solo lo habíamos visto en fotos por Internet. La administradora ya había abierto la puerta del bajo A y esperaba en el umbral, mirando con fingida paciencia. De los cuatro buzones marrones colgados de los azulejos del portal, solo uno tenía una etiqueta con nombres. Raúl lo leyó con el ceño fruncido en ademán de orgullosa concentración—. Bábrara, Ángel y Carlos. ¡Hay un niño!
—Bárbara, cielo —le corrigió su madre.
—Sí, pequeñín —intervino la administradora del edificio con la sonrisa triunfal del comerciante que acaba de descubrir la debilidad de su cliente—. Los propietarios del primero B son una familia encantadora con un pequeñín precioso, como tú —comentó guiándole un ojo a mi hijo. Luego, volviendo el rostro hacia mí y Sara—: Nunca hemos tenido problemas con ellos. Estoy segura de que les encantará tener la compañía de otra familia. Llevan unos meses solos en este edificio
—Es un poco viejo —comenté—. El edificio, digo. No me lo esperaba así.
La mujer, lejos de borrar aquella sonrisa de hábil comerciante, la ensanchó.
—Es antiguo, sí. Pero la estructura es firme como la de una catedral medieval y, como os comenté por teléfono, no debéis dejaros engañar por su aspecto exterior. Como todo en esta vida, lo más importante se encuentra siempre en el interior.
Y, a continuación, se hizo a un lado y extendió el brazo en dirección al apartamento, invitándonos a entrar.
Tal y como nos adelantaron las fotos, el interior contrastaba ligeramente con la fachada. Era como si a la anciana le hubiesen trasplantado órganos nuevos, más jóvenes, aunque la estructura ósea revelaba su avanzada edad. La distribución clásica se veía compensada con una decoración mucho más contemporánea: muebles bajos en blanco y negro, parquet brillantemente pulido y paredes lisas de colores suaves, en escala de grises y blanco. Todas las habitaciones eran diminutas, pero claro, después del enorme chalet, cualquier piso se nos quedaría pequeño. El mobiliario resultaba agradable, así que solo nos mudamos, cuatro días después, con nuestras camas.
No vimos a los nuevos vecinos en todo el día, por eso, cuando el timbre de la puerta horadó el silencio de la noche con su afilada estridencia, los tres dimos un respingo, sobresaltados.
Estábamos en el salón, delante del televisor, donde emitían una película de estreno. La única que le prestaba atención era mi mujer. Raúl dormía con la cabeza sobre sus muslos —era sábado y no teníamos prisa por llevarle a la cama—; yo trataba de despegar los párpados cada segundo, pero cuando lo lograba, volvían a descender caprichosos, como los de esos muñecos Nenuco.
Sara y yo nos miramos, con el ceño fruncido, un tanto aturdidos. Raúl abrió un poco los ojos, levantó la cabeza y farfulló una pregunta que ninguno de los dos entendimos.
—Shhh, no pasa nada, cielo —le tranquilizó su madre mientras le acariciaba el pelo. La cabeza del niño descendió hacia sus muslos, y el sueño lo atrapó de nuevo.
—Voy a ver —susurré yo al tiempo que me levantaba, ahora totalmente despierto.
Me acerqué a la mirilla y no vi nada: el pasillo estaba oscuro. Confuso y sintiendo algo parecido a un miedo irracional, me dispuse a descorrer el cerrojo de la puerta. Tal vez quienquiera que hubiese llamado se había cansado de esperar y se había ido; pero no tardé tanto en responder, por lo que todavía podía estar cerca.
Abrí la puerta. Durante un segundo, creí que el corazón abandonaría mi cuerpo y saldría despedido entre mis labios igual que un hueso de aceituna atascado en la garganta.
Al otro lado del umbral, entre sombras, había un niño. Se encontraba a un metro, más o menos. Si no fuera por la claridad que llegaba de la televisión —justo enfrente de la pequeña entrada— y por la escasa luz que se filtraba a través de los cristales del portal, procedente de las farolas de la calle, no lo habría visto.
Un rostro redondo, pálido, flotaba en la penumbra como un globo. La naturaleza fantasmal de esa cara fue lo que me asustó tanto en un primer momento. Mi mente aturdida no la relacionó con un niño hasta que sus labios —de un vivo carmesí— se curvaron en una sonrisa, y unos delgados brazos emergieron de la negrura de improviso. Entonces se inclinó un poco hacia adelante, y la mortecina luz del interior de mi casa acarició la cara con mayor intensidad. Mi corazón regresó al pecho. Los nubarrones de mi cerebro se disiparon impulsados por una fuerte ráfaga de comprensión. Era solo un niño. El hijo de los vecinos al que sus padres le habrían hecho bajar a darles la bienvenida con un plato de comida, al estilo de las películas norteamericanas. Pero lo que había en el recipiente de porcelana no era una tarta de manzana; sino morcilla. Durante unos segundos, las nubes de perplejidad se empeñaron en tapar el sol de mi intelecto: era un regalo de bienvenida muy poco común y sofisticado. No obstante, las palabras del niño infundieron cierto sentido a todo ello.
—Hola, soy Carlos, vuestro vecino. Tengo ocho años. Mis papis y yo queremos daros este regalo de bienvenida. La ha hecho mi mamá; es una receta de la familia: mi abuela también la hacía —y, bajando la voz, añadió—: la de la abuela estaba más rica. —Sonrió de esa forma traviesa que solo los niños son capaces de esbozar. Al hacerlo, los labios se contrajeron sobre los dientes, y estos quedaron al aire libre. Eran unos dientes muy blancos, perfectos, pero había algo insólito que no encajaba; en ese momento no acerté a identificar de qué se trataba, y tampoco pude observarlos con mayor detenimiento, pues el niño volvió a juntar los labios de inmediato.
Dejé de pensar en ello y le miré a los ojos: grandes, con pupilas diminutas flotando en iris de un azul tan claro que parecían blancos. Di un paso para acercarme más al umbral y cogí el plato de morcilla. Las manos del muchacho no cruzaron la línea que separaba mi casa del portal.
—Muchas gracias, Carlos. Diles a tus padres que sois muy amables.
—No hay de qué —dijo una voz de mujer procedente de la oscuridad detrás del niño.
El horror paralizó todo mi cuerpo, incluidos los brazos, que se detuvieron en pleno retroceso. En esta ocasión, el corazón no saltó hasta mi garganta: dejé de sentir sus latidos.
El pánico agarró mis ojos y los sacó de las cuencas, desorbitándolos, y en ese estado contemplé cómo dos manchas blancas iban dibujándose en la penumbra, por encima de Carlos. Cuando estuvieron a la altura del niño, un par de manos se posaron en sus hombros, una a cada lado. Las manchas blancas tenían facciones. Al igual que ocurrió anteriormente, el percatarme de este hecho, logró evaporar mi absurdo miedo. Mi cuerpo se distendió con una pequeña convulsión, igual que si hubiesen arrojado agua fría sobre mi cabeza. Entonces, sin poder evitarlo, me embargó una risa casi histérica.
—Lo siento —me disculpé entre carcajada y carcajada—. No os había visto. Me he dado un susto de muerte.
—¿Qué pasa, Sergio? —Era mi mujer, quien acudió a ver por qué tardaba tanto. Junto a ella llegó la luz: pulsó el interruptor de la entradita, algo que tenía que haber hecho yo antes de abrir la puerta. Me habría ahorrado aquel terror ilógico.
—Hola, señora —dijo una de las personas que había al lado del chico—. Soy Ángel.
—Y yo Bárbara —se presentó a su vez la mujer que había hablado oculta en las sombras—. Y él es nuestro hijo, Carlos.
—Hola —saludó el pequeño con su sonrisa carmesí—. Tengo ocho años. Mis papis y yo os hemos traído un regalo de bienvenida.
Mi mujer correspondió a los saludos encantada, al tiempo que me extraía el plato de las manos.
—Muchas gracias. Somos Sara y Sergio. También tenemos un hijo. —E inclinándose y mirando a Carlos—: Se llama Raúl y tiene siete años.
—Disculpe si le hemos asustado, señor —se excusó la mujer en tono preocupado—. La luz del portal no funciona, y pensábamos que nos veía usted con claridad.
La risa me abandonó en cuanto llegó mi mujer, pero no de forma abrupta, aún seguía latente en mi pecho, y se reflejaba en mis labios.
—No, quien lo siente soy yo —dije—. Disculpen mi risa. Trabajo de noche, he acabado mi turno a las seis de la mañana y estoy bastante cansado. Y cuando uno está cansado hay veces que pierde el control de sí mismo. La realidad te puede jugar muy malas pasadas en estos casos. Os agradecemos mucho la morcilla; estoy convencido de que nos encantará. Con vecinos así, será un placer vivir aquí.
Los tres permanecían muy quietos, justo al otro lado de la puerta. Era indudable que el muchacho era hijo de ellos. Todos tenían los mismos ojos. Incluso los dos adultos. Por un instante se me cruzó por la mente una idea bastante desagradable, pero la deseché de inmediato. También me recorrió por la espalda un escalofrío semejante a un gusano deslizándose por la columna vertebral hasta alcanzar la nuca. Había cierta ansiedad vidriosa en sus miradas, un júbilo exagerado. Pensé que tener vecinos era algo que llevaban tiempo deseando.
—Bueno —canturreó el hombre tras lo que empezaba a ser un silencio incómodo—. Nos vamos. Nos ha encantado conoceros. Ya nos veremos por aquí. Disfrutad de esa deliciosa morcilla.
—Y sí, mi madre las hacía mejor —comentó la mujer mientras acariciaba el pelo al niño y le dedicaba una preciosa sonrisa maternal—; pero os aseguro que jamás habéis probado unas como estas.
Los días pierden su sentido cuando trabajas de noche. El sol se desvanece entre los sueños de un cuerpo agotado, y la oscuridad se convierte en un universo pegajoso que no consigues quitarte de encima. Me levanto a media tarde y, en los inviernos, eso significa que está a punto de anochecer. Almuerzo con cierta desgana, no me sienta bien la comida recién levantado, pero no me queda otra que forzarme a comer un poco. Sara y Raúl, a esas horas, suelen estar sentados en el sofá mirando cualquier película. No hace mucho tiempo desarrollaron cierto gusto por las historias tétricas, si no terroríficas. Yo no las veía apropiadas para nuestro hijo, aunque siempre aplazaba aquella discusión para más adelante; tampoco me levantaba con cuerpo listo para broncas. A continuación iba a mi despacho y elegía alguna lectura con la que pasar el rato hasta las siete. A esas horas Sara y el niño habían aparcado el terror y estaban a punto de hacer los deberes. Siempre he pensado que el nombre correcto para ellos debería ser obligaciones. Porque eso es lo que son, una obligación. ¿Acaso me sirvieron a mí de algo? Lo cierto es que no, aunque yo solo soy uno entre millones. Un tipo cualquiera que se gana el salario con sus manos. Uno entre millones, ahora que lo pienso, ese es precisamente el quid de la cuestión.
Ya os habréis hecho una idea de que no pasaba mucho tiempo con mi familia. Es el precio que hay que pagar para no ser un mal padre. Nadie entendería que me hubiera quedado con ellos y nos hubiéramos muerto de hambre; de eso podéis estar seguros.
La culpa es un arma muy poderosa, de las más potentes que existen. La culpa te puede obligar a hacer lo que se le antoje y, en manos de la persona adecuada, puede obligarte incluso a matar. Aunque, bien pensado, la muerte no es algo tan terrible, el mundo está trufado de circunstancias que te harían desear estar muerto, igual que lo deseo yo ahora mismo.
Raúl comenzó a pasar mucho tiempo en casa de los vecinos. Es comprensible. Por mucho que Sara se esforzara, no podía estar todo el rato pendiente de él, y el niño terminaba aburriéndose de jugar solo. Así que nos pareció positivo que tuviera un amigo de su edad. Además, ni siquiera tenía que salir del edificio. Estaría vigilado en todo momento. Siempre regresaba con una sonrisa a casa, igual que si acabara de darse un baño en un jacuzzi. Se le veía tan relajado, tan feliz. A un padre le reconforta esa imagen; los que tengáis hijos me comprenderéis. Aunque debo aclarar en este momento que las buenas rachas nunca me han durado demasiado tiempo. No tardó en llegar una nota del colegio. Por lo visto el niño se había quedado dormido en clase. Sería solo una anécdota divertida si no fuera porque no era la primera vez que sucedía. No nos habían informado en primera instancia porque lo consideraron casi como una travesura infantil, sin embargo, ese comportamiento anómalo terminó por alarmar a Ricardo, su profesor.
Fuimos a hablar con él, y en una breve reunión nos informó de que nuestro hijo daba siempre la impresión de estar muy cansado. De hecho, había tomado por costumbre pasar la hora del recreo en la biblioteca, escondido detrás de un tebeo, aunque a nadie se le escapaba que, en realidad, estaba echando una cabezadita. Regresamos a casa preocupadísimos. Quizá los juegos en casa de los vecinos fuesen agotadores; no podíamos imaginar ningún otro motivo, en nuestro hogar seguía manteniendo las mismas costumbres de siempre.
Sin razón aparente, el mismo miedo irracional del que fui presa la noche de la bienvenida volvió a visitarme. Se lo comenté a mi mujer y decidimos que Sara acompañaría a Raúl la tarde siguiente a casa de Bárbara y Ángel. Sería todo muy natural: tomarían un café, charlarían sobre cualquier cosa mientras los niños jugaban… y, de reojo, los vigilaría. Teníamos que descubrir por qué Raúl se cansaba tanto en esa casa. Recuerdo que ese día estuve muy nervioso, no conseguía concentrarme en el trabajo. Cuando por fin fiché a la salida, me descubrí pisando el acelerador más de lo debido. Por poco no me salté un semáforo en rojo. Tuve suerte de que no me multaran, a decir verdad. Cuando llegué a casa me senté en el sillón a esperar a que Sara se despertara. Tenía ganas de zarandearla y preguntarle cómo había ido la cosa. Qué había sucedido en casa de los vecinos. Sin embargo, en ese momento todavía era dueño de mí mismo, y no lo hice. Esperé con la impaciencia del llanto de un recién nacido.
Charlamos mientras Sara desayunaba. Fue un poco decepcionante, para ser sinceros. No había nada de extraordinario en los juegos de nuestro pequeño. Y, sin embargo, languidecía entre mis brazos. Se agotaba como el brillo de una bombilla que ya hubiera entregado lo mejor de sí misma. Y solo tenía siete años.
De todos modos, llegarían peores momentos para nuestra familia.
La lluvia tamborileaba sobre el asfalto desde hacía un par de días. El invierno era ya un recuerdo borroso durante las vacaciones de Pascua. Raúl no salía apenas de la cama, holgazaneaba como cuando era un bebé. Yo no me sentía con fuerzas para reñirle, estaba tan pálido, tan indefenso. Se me antojaba un muñeco de trapo: precioso, pero sin la energía necesaria para mantenerse erguido por sí mismo. Cuántas horas pasé apoyado en el marco de la puerta de su habitación, de pie, a oscuras, observando en la negrura su respiración débil, apagada. No conseguía más que hacerme daño a mí mismo. Sin embargo, en eso consiste ser padre, en preocuparse a todas horas, en que te merodee el miedo detrás de cada esquina.
Sara no se encontraba mucho mejor. Durante el último mes había caído en el mismo tranceque nuestro hijo. Los médicos no habían hallado ninguna anomalía en los análisis de sangre, hacia los cuales ambos habían desarrollado una fobia irracional. Así que nuestra única respuesta fue el reposo. Había que guardar fuerzas y alimentarse como era debido, eso era todo. Una receta demasiado pobre para lo que se espera de un marido, de un padre. Si la ciencia no se hacía cargo de mi familia, ¿qué podía hacer yo al respecto?
Buscar vías alternativas.
Así fue como conocí a Ghisty el mago. El nombre sonaba pretencioso pero, aun así, me arriesgué a contactar con él. No tenía nada que perder y, para ser honestos, sabía que el tiempo se estaba agotando. Raúl empeoraba cada semana y yo necesitaba un poco de esperanza. El mago me recibió en un cuartucho maloliente de un edificio destartalado, muy parecido al nuestro. Las paredes estaban forradas de estanterías en las que descansaban todo tipo de artilugios, tarros y esculturas. Era un lugar preparado para impresionar al visitante, y realmente lo conseguía. Me quedé embobado con aquella parafernalia de hechicero, aunque el que quedó más impresionado de los dos fue Ghisty.
Al escuchar mi historia los ojos se le entornaron, la tez se le puso blanca como el papel. Mientras yo hablaba, él asentía con la cabeza, tomaba algunas notas en una libreta y murmuraba algo que me erizó los vellos de brazos y nuca, y a lo que no me dio tiempo indagar: «Han regresado. Otra vez no. Han regresado».
Tanto interés me puso alerta. O bien era un actor de primera, o en mi familia había arraigado un mal tan temible como una tormenta en alta mar.
Gracias a Ghisty conseguí una pistola. La sacó de un cajón de su escritorio y me la entregó, alejando aquellas palabras de mi mente.
—Llegará el momento en que la necesites —me dijo—. Lamento no poder ofrecerte más ayuda.
La mandíbula se me desencajó. Si el arma no hubiera sido tan real, tan tangible, hubiera pensado que se trataba de una broma. La agarré y sentí ese tacto frío, impersonal y que, sin embargo, me transmitió tantas cosas. Era la respuesta a mis plegarias, casi un acto de Dios.
—¿Está seguro de que no hay ninguna otra solución? Quizá alguna hechicería.
Se recostó en el respaldo de la silla con las manos sobre el pecho y los dedos entrecruzados.
—Lo lamento. Tu familia se enfrenta a un mal que no puede combatirse más que con la muerte. Y, créeme, la muerte es un remanso de paz.
—Pero ¿qué debo hacer con la pistola? ¿A quién debo disparar?
—Lo sabrás a su debido tiempo; por ahora, limítese a guardarla donde nadie pueda encontrarla.
Acto seguido rebuscó en los cajones del escritorio. Frunció el ceño y tanteó el fondo de uno de ellos con las puntas de los dedos. Luego se le escapó una sonrisa torcida que delataba un éxito. Me ofreció un puño bien apretado y lo abrió junto a las mías. Tres balas repiquetearon sobre la madera.
—Son de plata —dijo con voz átona. La sonrisa había desaparecido de sus labios—. Solo dispongo de tres, así que, elige bien a quién disparas. Es de vital importancia que no equivoques el objetivo.
Nos quedamos en silencio durante unos segundos. Mis ojos miraban los suyos, las palabras se me agolparon en la garganta hasta atascarse. Comprendí que la conversación había terminado y que a partir de ese momento estaba solo en aquel embrollo.
Metí en un bolsillo de la chaqueta el arma y las balas, y nos pusimos de pie. Me despidió en el rellano y me pidió que no volviera a visitarle. Bien sabía a lo que me enfrento y, como él dijo, no hay nada que pueda hacerse para derrotar a este mal.
Nuestros vecinos han desaparecido. Hace un par de días fui a su casa con la pistola en la mano. No había ni rastro de ellos. El apartamento estaba limpio, sin ningún efecto personal, solo quedaban los muebles y el olor a sangre impregnado en las paredes. Me hubiera gustado morir combatiéndolos, volándoles la tapa de los sesos o clavándoles la pata de una silla en el corazón. Tanto me daba, solo deseaba cobrar mi venganza, y me la habían arrebatado. Malnacidos. Malmuertos.
El único consuelo que me queda es acabar con el sufrimiento de mi familia. Aunque también podría tumbarme junto a Raúl, a la espera de un afilado beso de buenas noches. De todos modos, estoy convencido de que yo no podría soportar esa vida, ese estado famélico de mirada sedienta, carente de cualquier brillo de humanidad. La misma que despedían los ojos de nuestros malditos vecinos esa noche; ahora comprendo la ansiedad que se adivinaba en sus expresiones.
No puedo permitirlo.
Acaricio el brazo de mi hijo y siento el tacto de su piel suave a través del cañón de la pistola mientras la deslizo hacia su cabeza de niño, que nunca llegará a madurar. Solo necesito tres balas para terminar con esto.
Solo espero tener el valor de poder dispararlas.

April 4, 2022
El callej��n oscuro
Lo primero que percib�� al despertar fue el olor. Lo sent�� en laspapilas gustativas antes incluso que en el olfato.
Se dice que el primer sentido en activarse aldespertar es el o��do, pero quien lo dijera nunca ha salido del mundo de lossue��os para encontrarse dentro de un contenedor de basura.
No supe d��nde estaba ���ni siquiera el hedor medio una pista��� hasta que el o��do (ahora s��) me hizo recordar. Agarr�� unossonidos amortiguados, procedentes de unos cuantos metros a mi espalda, los hizovibrar a trav��s de su complejo conducto y los lanz�� a mi cerebro, plasmando en��l, como si de una impresi��n estampada se tratase, todo lo ocurrido hasta esemomento.
Una de mis manos empez�� a moverse por la basedel contenedor antes de que en mi mente se dibujara la imagen de lo que estababuscando. Mientras se mov��a sent�� un lejano entumecimiento en el lumbarderecho, pero no le di importancia; ten��a curiosidad por saber qu�� hac��a mimano. El hecho de que la oscuridad me envolviera, densa, opaca, tan s��lida quecasi pod��a sentirse como algo f��sico acariciando mi cuerpo igual que siestuviera cubierto por
(un sudario)
una gruesa capa, ese hecho, digo, no pareci��indicar a mi sentido com��n que tal vez lo que aquella mano trataba de hallarhubiese quedado inservible al golpearse ���tras liberarse de mis dedos��� en miprecipitado descenso por la boca de aquel cubo de basura.
Entre bolsas, restos pegajosos de materiapodrida (c��scaras de fruta, huesos, raspas de pescado), la mano top�� al fin conalgo m��s duro y grande. Los dedos rodearon ese cilindro alargado, cuyasuperficie de goma estaba un tanto ��spera y formada por peque��as l��neasseparadas, como el borde de hojas de un libro entreabierto o las l��minas de unabanico plegado. Al sentir aquel peculiar tacto, mi cerebro cre�� al fin laimagen de lo que mi extremidad hab��a estado rastreando igual que un perro decaza. Solo que no era un conejo o una perdiz, sino una linterna. La linterna.Mi linterna.
Sin esperar un segundo, el pulgar ascendi��hasta localizar la suave curva del bot��n y lo presion��.
El haz de luz sali�� disparado, se proyect�� conla fuerza de un rayo e ilumin�� el interior del contenedor como un rel��mpago elcielo nocturno en medio de una tormenta. Cort�� aquella espesa negrura con talbrusquedad, que me pareci�� o��r c��mo se rasgaba, un sonido blando, semejante alde plastilina hendida por un cuchillo.
Pero el haz de la linterna no solo ilumin�� esemundo f��sico y reducido en el que me encontraba; tambi��n dio luz a misrecuerdos, proyectando las im��genes estampadas que hab��an aparecido en mi menteal percibir los sonidos del exterior, aquellos gru��idos, gemidos ��speros yguturales, chasquidos y desgarros acuosos. El rayo de luz produjo un efecto delinterna m��gica sobre los fotogramas de mi cerebro, y comenzaron a proyectarseuno tras otro, trasmitiendo la sensaci��n de movimiento.
�����lvaro, vas a ir t��.
Est�� echando a la lumbre un tronco tan seco quevomita serr��n. La ��ltima l��nea naranja hac��a tan solo unos minutos que hab��asido tragada por la leve ondulaci��n del cerro, alzado en la parte trasera deaquel chalet, justo al otro lado del muro de ladrillos de hormig��n. Alguienhab��a tenido la estupenda idea de arrancar alambre de espino de sab��a Dios d��ndey coronar la longitud del muro con ��l. Probablemente fue Silvio, o Dami��n yGema. Ellos eran los que m��s tiempo llevaban viviendo ���si a esto se le pudellamar vivir��� en esa casa. ��lvaro no lo sabe, y tampoco lo ha preguntado. Alfin y al cabo, es uno de los que menos tiempo lleva all��: cuatro o cincosemanas.
�����Por qu�� yo? ���pregunta un tanto aturdido, conel tronco a��n en la mano derramando serr��n como diminutas escamas de caspa.
Dami��n le mira perplejo, sorprendido al parecerpor la pregunta. ��Es evidente, atontado��, dicen sus ojos.
���Despu��s de Sandra, t�� eres el que m��s tiempoha pasado ah�� fuera.
��lvaro se mantiene en silencio. No quieresalir. Precisamente por haber estado tanto tiempo solo, escondi��ndose y huyendode esos monstruos infernales y de muchos otros terrenales, no quiere salir.Encontrar un refugio como aquel, y gente que te permit��a formar parte de ��l erael tipo de cosas que le hacen a uno desear permanecer frente al fuego, al otrolado de un alto muro coronado por alambre de espino. As�� que esa mirada deDami��n irrita a ��lvaro. ��Perdona que sea tan tonto de replicar con un completoy natural �����Por qu�� yo?���, Dami��n. Perdona mi estupidez��.
��lvaro arroja al fin el le��o al fuego. El serr��nforma una estela de caspa en su descenso en diagonal, igual que una estrellafugaz. Las llamas lo atrapan y lo devoran entre chasquidos de sus flameantesdentaduras. A continuaci��n se frota las manos para desprenderse de los restosde la madera, logra ajustarse una m��scara neutra sobre su rostro aturdido, yresponde:
���Vale.
Porque sabe que es igual de importante haberencontrado ese refugio como mantenerlo. Y si para lograrlo tiene que salir alexterior, a rescatar a una de las personas con las que comparten eseprivilegio, ��lvaro lo hace, sin rechistar, como har��a un ni��o cuyos padres leprometen que si recoge los juguetes, ese verano ir��n a Disneyland.
De pronto, un intenso sonido de interferencias me sobresalt��. El hazde luz se estremeci�� por el movimiento de mi cuerpo. Mis pies empujaronpringosa porquer��a al estirarse las piernas.
Era la emisora. Alguien trataba de comunicarseconmigo. La est��tica intermitente se cort��, y cuando el cacharro volvi�� asonar, lo hizo en forma de voz. Era Dami��n.
�����lvaro, ��nos recibes? ��Qu�� pasa, ��lvaro?
Los gru��idos y chasquidos cesaron unossegundos, para despu��s reanudarse con m��s fuerza, m��s rabiosos��� y cada vez m��scerca. Iban acompa��ados de un discordante ruido de chapoteo, de pies descalzoscontra el pavimento. No de un par de pies, sino de al menos tres pares. Acontinuaci��n se detuvieron y una serie de pesados golpes, como de cuerposarroj��ndose al suelo, lleg�� a mis o��dos. Mientras tanto, Dami��n me llamaba cadavez m��s
(irritado)
nervioso.
Pude ver en mi imaginaci��n, con total claridad,a esos seres que en tiempos mejores fueron humanos alrededor de la emisora,intentando despedazarla.
En ese momento pens�� en la suerte que tuve deque se deslizara de mis manos en alg��n momento de mi desesperada carrera.
Dami��n dej�� de intentar comunicarse conmigo, almenos por ahora. Flexion�� de nuevo las piernas. Al hacerlo sent�� un peque��otir��n en la zona lumbar, donde antes hab��a experimentado el entumecimiento,pero alc�� la linterna, y los fotogramas reanudaron su marcha.
�����Por qu�� voy solo? ���pregunta ��lvaro. Se hab��a ce��ido la emisora en elcintur��n igual que un pistolero el rev��lver. Ahora se guarda la linterna en elbolsillo izquierdo del ancho pantal��n azul de trabajo.
���Ya lo sabes ���le responde Dami��n.
���As�� es como lo hacemos ���interviene Gema.Dami��n y ella est��n casados. Se lo contaron cuando ��lvaro logr�� convencerles deque era buena persona, tras aporrear la puerta de aquella casa, desesperado yexhausto porque estuvo cerca de cuarenta minutos corriendo delante de unahorda. Llevaban en la casa siete meses. En ese momento, la mujer se est��recogiendo el cabello en un mo��o alto. La seguridad y fuerza que irradia con aquelgesto mientras le responde fascina y enfurece a ��lvaro a un tiempo. Fue porella, m��s que por Dami��n o Silvio, por lo que tardaron tanto en abrir la puertaaquel d��a.
�����Te acuerdas ���vuelve a hablar Dami��n��� de esasensaci��n de ruido continuo que hab��a en las ciudades? ��De ese rumor constanteproducido por el tr��fico de coches y personas? Yo s�� me acuerdo. Y tambi��nrecuerdo cuando iba al pueblo, a visitar a mis abuelos. El silencio eraatronador, ins��lito. Me quedaba minutos y minutos tumbado en la cama, con losojos cerrados, disfrutando de esa extra��a calma. Claro que de vez en cuando unveh��culo cruzaba por la calle, rompiendo el silencio como un cristal astilladopor una piedra, o un peque��o grupo de chavales estremec��a el aire con susrisitas. Pero no hab��a ese ruido constante, ese murmullo de fondo que rodea lasgrandes ciudades como un manta.
���Es mucho m��s seguro ir solo ���vuelve ainterceder Gema. Ahora, con el rostro estirado por el mo��o alto, sus faccionesparecen m��s duras y al mismo tiempo m��s bellas.
���Menos posibilidades de ser o��do o visto���recalca Silvio, m��s por deseo de hacerse notar que por aclarar la perorata deDami��n. Ha estado todo el tiempo ah��, con un libro de bolsillo. ��lvaro hab��atratado de leer el t��tulo mientras alimentaba el fuego, pero las enormes manosde Silvio cubr��an ambas cubiertas. Ni siquiera se le pas�� por la cabezapreguntarle; cuanto menos contacto tuviera con ese hombret��n prepotente y c��nico,mejor. No recordaba con claridad si llevaba en la casa m��s tiempo que el dulcematrimonio, pero no deb��a andar lejos.
���Yo puedo ir con ��l.
Es Carla, quien ha sustituido a ��lvaro en latarea de dar de comer a las hambrientas llamas. Silvio la invit�� amablementedesde su sill��n, cuando el chico fue a prepararse.
���No ���insiste Dami��n moviendo la cabeza���.Nosotros no trabajamos as��, ya lo sab��is.
Le entrega a ��lvaro una s��lida barra de u��a. Ensus ojos hay un brillo de preocupaci��n. Dicen: ��Espero que no tengas queusarla��.
En la irritante mente de ��lvaro se empieza aformar la idea de que esa inquietud no es por ��l personalmente. Y lo que sueltaGema a continuaci��n, en el tono grave, tajante de un jefe de operaciones deinteligencia que pierde toda su red y prioriza la protecci��n de la informaci��nsecreta por encima de su gente, lo confirma.
���Que no se te olvide traer las provisiones,��lvaro. Estamos jodidos. Apenas nos queda comida para tres d��as; cuatro, sidisminuimos las raciones. Ve con cuidado, y si ya no hay nada que hacer conSandra���
���Haz lo que tengas que hacer con ella, chaval���interrumpe Silvio parapetado detr��s del libro (ahora ha separado un poco losdedos y ��lvaro llega a ver parte del t��tulo y el nombre del autor: dos eles alfinal del primero y King en el segundo)���; pero evita que te maten, y trae lasprovisiones que asegur�� haber encontrado.
��lvaro deja escapar un suspiro y gira los ojoshacia Carla, quien lo mira con una elocuente expresi��n de impotencia ypreocupaci��n.
��S��, tendr�� cuidado ���piensa ��lvaro y transmitecon la mirada���. Har�� todo lo que pueda por regresar con Sandra y sus putasprovisiones��.
La estancia est�� ba��ada por una c��lida luzanaranjada. El fuego de la chimenea y las velas diseminadas por toda la casacontrastan con la oscuridad y el fr��o del otro lado del umbral de la puerta,donde se halla ��lvaro.
De repente, sin previo aviso, le asalta unpensamiento. Una idea que da un giro de ciento ochenta grados a su filosof��aactual, como si unas ruedas dentadas hubiesen encajado de pronto en el huecojusto. Hasta ha cre��do o��r el seco chasquido. Lo ha producido toda esasituaci��n. En su interior ya hab��an empezado a girar esas ruedas de manerainconsciente, pero lo que provoc�� el encaje ha sido el cuadro que ve desde lapuerta, antes de salir: Dami��n, Gema y Silvio, sentados frente a la chimenea,recostados, abrazados los dos primeros, y leyendo con los pies en alto eltercero. Frente a ellos, Carla, de pie, echando le��a en la boca del hogar. YJorge (otro superviviente que vive con ellos) introduciendo los troncos yramitas desde el patio trasero, al tiempo que Emma y Lorena racionan la cena.
��Cuando vuelva, Carla ���le dice ��lvaro con losojos���, nos largaremos de aqu��. Ya no me siento a gusto entre esta gente. Que leden al calor. Que le den al muro con alambre de espino. Nos iremos de aqu�� ybuscaremos otro lugar en el que estar seguros��.
Apagu�� la luz de la linterna. Necesitaba un momento de calma. Ech�� lacabeza hacia atr��s y solt�� un largo resoplido. Todo mi cuerpo de distendi�� y elentumecimiento del costado se hizo m��s presente. No tuve ocasi��n de darle importancia:mi cerebro repet��a una y otra vez aquella ��ltima mirada con un ritmo machac��nsemejante al mecanismo que mueve un tren a vapor.
Ahora tem��a que esa promesa t��cita jam��s secumpliera. Record�� lo que dijo Gema: ��Estamos jodidos��.
����Estamos jodidos, maldita perra? ���le respond��en mi mente���. ��Yo estoy jodido! Desdeque sal�� por esa puerta. Estoy metido en un buen l��o y t�� est��s calent��ndote ycalentando a Dami��n. Que le den a las provisiones. Ahora hab��is perdido eso y ados personas�����.
No pod��a seguir pensando as��. A��n hab��a unaoportunidad. No estaba muerto. A��n pod��a salir con vida de toda aquellasituaci��n. Sin embargo, todav��a no estaba muy convencido. No me sent��apreparado. Ten��a miedo; qu�� digo miedo: estaba acojonado. Y este sentimientoera el que agarraba a aquel pensamiento de derrota y me lo tiraba a la cara.
Ten��a que dejar de pensar en ello. As�� quelevant�� el brazo y puls�� el bot��n de la linterna.
��lvaro conoce bien la ciudad. Naci�� ah��. All�� estudi�� y fue en aquellaurbe donde le contrataron de carretillero en un almac��n de alimentos, a losdieciocho a��os, cuando dej�� los estudios. Siempre le hab��a costado horroresretener los innumerables temas. Aun as�� tambi��n era consciente de lo importanteque era tener un m��nimo de estudios a la hora de encontrar trabajo y nuncahab��a sido un chico perezoso. Por eso hinc�� los codos y se esforz�� para sacarseal menos hasta el t��tulo de bachillerato. Luego sali�� en busca de un trabajo.Precario, s��, pero un trabajo al fin y al cabo.
Ahora se r��e ���una mueca de asco m��s bien���, alcomprender lo in��tiles que hab��an sido todos ellos. ��Qu�� sentido tiene lavida?, se pregunta conforme avanza, encorvado y alerta. ��Qu�� sentido tiene side un momento a otro todo se puede ir a la mierda, como realmente ocurri��?
Por primera vez se alegra de no haber iniciadouna carrera universitaria. De haberlo hecho, en esos momentos se sentir��atodav��a m��s rid��culo, pues habr��a malgastado horas y horas de su vidadesoll��ndose los codos y fri��ndose el cerebro para nada. Para acabar en elmismo sitio en el que se encuentra.
Tres quil��metros. Esa es la distancia que lesepara del lugar en el que Sandra result�� herida. ��En el callej��n que hay enfrente del Casino Tres Ases��. ��lvarohab��a ido un par de veces al local con algunos colegas, pero en las dosocasiones hab��a salido con la cartera m��s ligera que cuando hab��a entrado. Unantro poco iluminado ���como si los due��os esperasen que la penumbra impidieraver a los jugadores c��mo iba desapareciendo su dinero���, inaugurado poco antesdel desastre mundial. Por all�� cerca tambi��n hab��a algunos bares y un par dediscotecas. Y si ten��as hambre, pod��as encontrarte con un Burger King y unMacDonalds, uno a cada lado de la acera, enfrentados igual que dos ej��rcitos enun campo de batalla.
Es uno de los primeros barrios del extrarradioque aparece al salir de la urbanizaci��n de chalets de lujo en la que est�� elrefugio del grupo de ��lvaro. Como un castillo en la cima de una colina, aquellaurbanizaci��n se alza sobre la ciudad, imponiendo su brillante petulancia.
��lvaro sabe con exactitud d��nde est�� Sandra, yconoce todas las calles. Espera llegar en unos treinta y cinco minutos, quiz��m��s debido a las paradas que se ve obligado a hacer, parapetado en lasesquinas, observando las calles en busca de infectados, o retrocediendo parahallar un nuevo camino cuando alguno de ellos est�� cortado por las criaturas.No quiere verse obligado a huir en la oscuridad de la noche, en la que apenasun tercio de las farolas funcionan correctamente. Mucho menos reventarles lacabeza con la barra de u��a, aferrada con fuerza en una de sus manos.
En el tiempo que estuvo solo, muy pocas vecesse vio en aquella desagradable tesitura. Para ��l siguen siendo personas,vecinos, padres, madres��� ni��os, por lo que atizarles no resultaba ser unaexperiencia muy agradable. Sentir el impacto en la mano, el rel��mpago trepandopor el brazo hasta el hombro, o��r el golpe seco y, lo peor de todo, el crujidodel cr��neo, o la mand��bula al partirse, contemplar c��mo los sesos se derramanpor la abertura y lo salpican todo��� Eso es algo que produce intensas n��useas en��l.
Tiene que detenerse unos minutos. Pensar enaquello le ha revuelto el est��mago y por un momento est�� seguro de que va avomitar la escasa comida de aquel d��a. Pero aspira el g��lido aire nocturno, lomantiene unos segundos en los pulmones, y lo expulsa despacio, en un tr��mulo suspiro.
La angustia se esfuma y su mente se ve asaltadapor Carla. Por Carla y su ofrecimiento para acompa��arle. Reanuda el cautelosoavance con aquel instante palpitando en su mente igual que un c��lido coraz��n.
Carla fue quien le tendi�� un vaso de deliciosaagua y una manta cuando al fin Dami��n, Gema y Silvio, abrieron la puerta. Fueella quien se encarg�� de ense��arle la casa mientras el tr��o debat��a sobre qu��hacer con ��l a continuaci��n (��dejar que se quede o echarle al d��a siguiente?).Fue Carla quien apenas tres semanas atr��s pas�� a su cuarto y se introdujo entrelas s��banas, erizando la piel de ��lvaro con su tibia desnudez. Todo hab��aocurrido sin previo aviso pero al mismo tiempo de manera natural. Ella era conquien m��s hablaba y con quien m��s tiempo pasaba en la casa. No se trataba deuna mujer especialmente bella, con su desma��ado cabello negro, cuyas puntas ypatillas se aclaraban evidenciando una edad superior a la del chico; tampoco ladelgadez que hund��a sus mejillas despertaban el deseo. Pero sus ojos azulesdesped��an tanta vida y calor, que hac��an olvidar a uno todo lo dem��s.Hipnotizaban, esa es la palabra. Eran los ojos de una buena persona. Y adem��s,hab��a algo que le susurr�� al o��do aquella noche en la que hicieron el amor por primeravez.
���Follemos, ��lvaro. Ya casi nada importa. Talvez ma��ana estemos muertos. Ahora, la est��pida frase esa de vive el momentocobra m��s sentido que nunca. Follemos, y olvid��monos de todo l��mite, de todoprejuicio. Solo nos queda el aqu�� y ahora. Y el aqu�� y ahora somos t�� y yo. Nocreo que est�� enamorada de ti, ��lvaro, pero de todos los que estamos en estacasa, t�� has sido el ��nico que me ha dado una raz��n para seguir viva al d��asiguiente.
��lvaro sent��a algo muy parecido hacia ella, yel calor de su cuerpo result�� ser irresistible. As�� que follaron. Y desdeentonces no ha sido la ��nica vez.
��Volver��, Carla, y nos iremos a otro lugar. Telo juro��, piensa.
Acaba de llegar al barrio. Est�� agachado detr��sde un coche. La calle se abre ante ��l como una lengua asfaltada, totalmente enpenumbra excepto por un par de farolas. Una de ellas mantiene un parpadeocontinuo; la otra arroja un charco de luz sobre una furgoneta blanca aparcadajunto a la acera. Unos metros antes de esta, la fachada de un bar se veinterrumpida por un ancho rect��ngulo que se alza hasta las estrellas veladaspor una fina capa de nubes, como si alguien hubiese cortado una porci��n deledificio. El hueco no debe de medir m��s de dos metros de ancho y a continuaci��nse extiende otro tramo de edificios. Ese es el callej��n. All�� est�� Sandra,malherida, y con suerte a��n de una pieza.
��lvaro ci��e la barra en el cintur��n y extrae laemisora, la coloca delante de los labios, pulsa el bot��n para transmitir, ysusurra el nombre de la mujer. No recibe respuesta.
�����Me oyes, Sandra? ���repite.
Nada.
Con la espalda pegada contra la parte posteriordel coche (un diminuto C3), ��lvaro levanta un poco la cabeza, comprobando unavez m��s que la calle est�� despejada. No lo est��, y su coraz��n y est��mago hacenun doble mortal en su interior. Esconde la cabeza de nuevo, a la velocidad delrayo.
Durante una mil��sima de segundo, laintermitente luz de la farola del mismo lado de la calle en el que se encuentraagazapado ha ca��do sobre un zombi, como un foco iluminando a un actor en unaobra de teatro. Cuando siente que el coraz��n relaja los latidos y el est��magovuelve a su sitio (comprueba tambi��n que no se ha meado), hace acopio de valory vuelve a asomar la cabeza por encima del maletero. El coraz��n da un nuevovuelco, pero los ratones estomacales solo le mordisquean t��midamente. Lo queprovoca la primera reacci��n es ver que no hay un ��nico infectado cerca deaquella farola, sino tres; lo que evita que el est��mago se le afloje del todoes percatarse de que est��n quietos: no se han movido en el tiempo que hatardado en volver a mirar.
Regresa al escondite. Tiene que ordenar susideas.
El callej��n se halla al otro lado de la calle,a unos cincuenta metros de distancia. Los muertos est��n m��s lejos, en el mismolado en el que ��l est�� ahora; calcula que unos cien metros m��s all��.
Gira la cabeza hacia la derecha. La otra aceraest�� flanqueada por veh��culos, igual que la maleza en la orilla de un arroyo. Solotiene que cruzar la calle ���eso es lo m��s peligroso��� y luego avanzar agachado enl��nea recta, pegado a los laterales de los coches que dan a la acera.
��No parece tan dif��cil��, piensa.
��lvaro se regala unos minutos para relajarse,para coger fuerzas.
���Vale ���susurra���. Cuenta hasta tres, como dec��a pap��.Cuenta hasta tres y antes de acabar la cuenta, cuando vayas por el dos, ponteen marcha. Si terminas de contar, toda la adrenalina acumulada se evaporar��igual que el vaho sobre un cristal: cuando dejas de exhalar, deja de empa��arse���
La fuerte respiraci��n entrecorta el susurro���
���Tengo que hacerlo ya. Uno��� Dos���
��lvaro se lanza a la carrera, doblado sobre susrodillas, ayud��ndose con las manos como un gorila o un cervatillo reci��nnacido. Antes de que pueda pensar si le han visto aquellos seres, ya se halladetr��s de un nuevo coche y, sin frenar ni un instante, prosigue a medio correr,tal y como lo hab��a planeado.
A menos de diez metros de la alargada bocanegra del callej��n, decide despegarse de la l��nea de veh��culos y cruza endiagonal la acera hasta adentrarse en la abertura. La oscuridad total cae sobre��l como un b��lsamo que distiende sus rodillas, convirti��ndolas en gelatina. Elalivio es enorme. Ah�� no pueden verle.
La fatiga de la carrera y los nervios vandisminuyendo al tiempo que el coraz��n tamborilea cada vez con menos fuerza.
Decide adentrarse un poco m��s en la penumbraantes de encender la linterna.
Avanza con cautela, mientras gui��a los ojos enun intento de adaptarlos a la oscuridad. No resulta del todo in��til. Esa nocheel cielo no est�� negro por completo. Hay una luna creciente velada por unacortina de nubes que produce un brillo espectral en el firmamento, y ese brillodesciende difuminado hacia el callej��n. As�� pues, cuando su visi��n seacostumbra a esa penumbra, ��lvaro empieza a distinguir sombras y bultos.Siluetas que en su imaginaci��n cobran la forma de monstruos, como un mont��n deropa sobre la silla en un cuarto sin luz.
De repente, los tent��culos del miedo paralizantodo su cuerpo igual que si le hubiera acariciado una medusa.
Una idea horrible, espantosa, empieza amaterializarse en su mente.
��Y si hay zombis ah�� dentro? ��Y si alguno deesos bultos es en realidad uno de ellos, expectante, listo para abalanzarsesobre ��l y alimentarse con su existencia? ��Y si Sandra ha sido atacada,infectada, y ahora se est�� arrastrando con su pierna rota hacia ��l, reptandocual serpiente, desliz��ndose en la oscuridad para rodear con su g��lida mano unode sus tobillos y���?
Su pulgar izquierdo toma la iniciativa sinesperar ��rdenes del cerebro. Pulsa el bot��n de la linterna y la luz act��a comoun disolvente. Todas esas horripilantes ideas desaparecen, junto con el miedo.All�� no hay ning��n zombi. Solo papeles desperdigados por el suelo, bolsas debasura desgarradas cerca de un contenedor grande, y otras inmundicias talescomo excrementos tan secos como los troncos que echaba a la chimenea; marcasoscuras de orines prehist��ricos, el cad��ver esquel��tico de un gato. Todo ellodespide un hedor insoportable. ��lvaro se cubre los orificios de la nariz con eldorso de la mano derecha. Todav��a sostiene la emisora.
El callej��n es largo; tal vez veinte metros.Solo se ha adentrado unos diez, por lo que el haz de la linterna no alcanza elpeque��o muro que corta la calleja.
Pasa por delante del contenedor y unos pasosm��s all�� al fin la ve. Sandra. Aparece en el c��rculo de luz como un delincuenteabatido al que iluminan desde un helic��ptero.
Est�� bocabajo, con la cabeza sobre uno de susbrazos; el otro lo tiene flexionado a un costado, la emisora a unos cent��metrosde sus dedos, rozando el ��ndice y el coraz��n. Probablemente sin bater��a.
Lo peor es la posici��n de la pierna izquierda.La derecha est�� extendida con normalidad, pero la otra yace en un ��nguloimposible. Si uno no mira bien, no ve nada fuera de lugar, tan solo una piernadoblada por la rodilla, con la parte inferior apuntando hacia fuera. Pero si seobserva con atenci��n, uno comprende que ese ��ngulo es demasiado recto,demasiado perfecto, aplastado contra el suelo. Tambi��n distingue una diminutaprotuberancia que estira el vaquero en la curva de la rodilla, como si unextra��o pene erecto luchara por atravesar la tela. Por ��ltimo, el pie est��retorcido y el tal��n de Aquiles se ha desprendido de su prisi��n de carne,mostrando su fr��gil mortalidad igual que una aguja de punto. A ��lvaro se lerevuelve el est��mago. Lo que les dijo Sandra antes de que se cortara lacomunicaci��n se queda corto.
�����Chicos, mierda! ��Me o��s? ���hab��a escupido laemisora de Dami��n en la casa���. ��Estoy herida! He perdido el equilibrio al saltarel muro de un callej��n��� ��Agg!... ��Mierda! Joder��� Creo��� Creo que me he roto unapierna. ��Agg!
���Tranquila, Sandra ���le dijo Dami��n tras cogerel walkie-talkie. Intentaba mostrarse tranquilo, pero en el tono de su voz seadvert��a una ligera conmoci��n. Todos estaban nerviosos. En cuanto oyeron elmensaje de la mujer, interrumpieron sus actividades y prestaron atenci��n,expectantes.
���No grites o te oir��n ���prosigui�� Dami��n.Entonces Gema le arranc�� la emisora de las manos.
�����Tienes las provisiones, Sandra? ���pregunt��. Ensu voz no hab��a ni rastro de nerviosismo, solo una pragm��tica dureza pre��ada depreocupaci��n.
Sandra no respondi�� de inmediato. Se produjo unsilencio sepulcral.
���S�� ���replic�� al fin.
���Vale. Esto es lo que haremos, Sandra���
��Lo que haremos, Sandra ���piensa ahora ��lvaro���,es enviar a uno de nosotros, uno que no importe demasiado (desde luego Dami��n,Silvio o yo, no, claro), solo uno, s��, porque si tambi��n resulta que la caga,no es lo mismo perder a un miembro del equipo que a dos, tres o cuatro. Esimportante formar parte de un grupo. Hay m��s posibilidades de sobrevivir, perotambi��n hay que ser inteligente, hay que pensar en t��rminos de conservaci��n. Encaso de que sea imprescindible perder gente, que sea de uno en uno, por favor��.
Desde que viv��a en esa casa, ��lvaro hab��aempezado a ver al ser humano con otros ojos. Ya hab��a sacado conclusionestristes y desesperanzadoras con anterioridad, pues no solo tuvo que huir de losmuertos. Sin embargo el comportamiento de la mayor��a de las personas de esegrupo hab��a hecho a sus conclusiones ascender unos grados m��s de desolaci��n.
En ese mundo los otros seres humanos no son talpara el pr��jimo. Son tan solo un recurso m��s, como puede serlo la comida, lasarmas, la le��a, la ropa y el calzado. Pero este recurso tiene una ligeradiferencia con los dem��s. No resulta del todo imprescindible. Si lasupervivencia pasa por acabar de alg��n modo con la otra persona que forma partede tu grupo, lo haces. ��lvaro est�� seguro de que si Dami��n y Gema se vieran enuna situaci��n de vida y muerte, y la soluci��n era quitar al otro del medio, pormucho amor que se tengan, lo har��an. Y el chico teme que no son los ��nicosdispuestos a ello.
En ese mundo, cuando el est��mago advierte sudoloroso vac��o, el primero en llenarlo es el m��s r��pido con el cuchillo.
No todos son as��: Carla, por ejemplo, o ��lmismo; pero tambi��n es cierto que nunca se ha visto complicado en una situaci��ntan desesperada. No nos conocemos a nosotros mismos hasta que no tenemos a lamuerte exhalando su aliento en nuestra nuca, de eso estaba convencido ��lvaro. Yaquella noche m��s que nunca.
En cualquier caso, ah�� est�� Sandra, con lapierna destrozada y la mochila llena de provisiones en la espalda.
Se acerca con paso lento a la mujer al tiempoque susurra su nombre. Nada, ni un murmullo. Cuando llega a su altura, echa unvistazo al muro. Una estructura de ladrillos enfoscados de unos dos metros ymedio. Algunos de los ladrillos est��n rotos, hendiduras que asciendenirregularmente para permitir escalarlo. Uno de los pies de Sandra debi�� hacermigas un orificio, de arcilla fr��gil y vieja. Entonces perdi�� apoyo, y sedesplom�� sobre la pierna izquierda.
��lvaro se agacha y posa una mano en el hombrode la chica. Trata de no mirar el afilado tend��n. En cuanto sus dedos tomancontacto, Sandra alza la cabeza, ofreciendo a ��lvaro una espantosa m��scara dedolor y terror. Los desorbitados ojos parecen estar muy lejos de all��, y lasmand��bulas est��n tan estiradas que parecen a punto de desencajarse, pues laboca, abierta como un pozo sin fondo, ha empezado a despedir un gritoaterrador. Los nervios de ��lvaro se crispan. El chillido reverbera en todas susc��lulas, retrocede y cae de culo. Durante un momento el tiempo se detiene. Lalinterna, a��n en su mano, aplastada contra el pavimento, enfoca ese rostrofantasmal, dilatado en una mueca de extremo sufrimiento. Pero ya no oye elgrito. No solo se ha detenido el tiempo, tambi��n ha enmudecido el universo. Sinembargo, de pronto, una alarma interior empieza a sonar como un despertador. Ensu cerebro se est�� cociendo una sucesi��n de ideas: grito m��s los tres zombisque hay en la calle, cerca de la farola intermitente.
De improviso, el tiempo vuelve a ponerse enmarcha, y con ��l regresa el sonido.
El chillido de Sandra contin��a hendiendo lafr��a noche, desafiando el aire de sus pulmones. Pero a ��l se ha unido otroruido: pisadas apresuradas y gru��idos y gritos m��s graves que los de la mujer.
��lvaro voltea la cabeza y ve horrorizado lafuente de ese nuevo estruendo.
Los tres monstruos han entrado en el callej��n yse precipitan hacia ellos en una torpe carrera mortal. El que encabeza lamarcha est�� a unos diez metros del contenedor y percatarse de ese hecho es loque invita a ��lvaro a ponerse en movimiento. Solo hay una forma de salir vivode ah��. Trepar el muro de unos dos metros y medio, siendo ��l no muy buenescalador y adem��s apoy��ndose en esos inestables ladrillos rotos, es una muertesegura. Pero el contendor��� Lo tiene a dos metros de distancia, y ellos est��n���
En el segundo que le ha llevado pensar en susopciones, han avanzado quiz�� tres metros. Las matem��ticas y la ley de la f��sicaest��n a su favor.
Se pone en pie de un salto, como accionado porun resorte, y corre. Los ojos clavados en el cubo de basura, la linternaaferrada en su mano izquierda, la emisora en la otra.
Cuando est�� a punto de alcanzar la tapa, su pieimpacta contra un objeto y tropieza. ��lvaro agita los brazos para no perder elequilibrio. La emisora sale volando de sus manos. No consigue estabilizarse yal final cae, pero no del todo. Est�� con las cuatro extremidades apoyadas en elsuelo, igual que un atleta esperando el pistoletazo de salida. Su frente rozael lateral de pl��stico del contenedor, por poco no se ha estrellado contra ��l.Observa lo que ha provocado el traspi��. El cad��ver del gato. Proyecta la cabezahacia arriba para ver la distancia que le separa de los zombis. Horrorizadocomprueba que ya no hay distancia alguna de separaci��n: el primero de ellos seest�� arrojando sobre ��l con un salto. Por suerte, ��lvaro lo ve con el tiempojusto, y sus reflejos hacen el resto.
Sin soltar la linterna de la mano izquierda(como si la tuviese pegada a ella), extrae con la derecha la barra de u��a delcintur��n y mueve el brazo en un amplio arco horizontal. El duro hierro impactaen el costado del infectado, justo antes de desplomarse en el mismo sitio dondehace unas mil��simas de segundo hab��a estado ��lvaro. El rostro desfigurado delmuerto viviente se hunde en las costillas astilladas del gato.
El golpe no ha sido muy fuerte; ��lvaro no tuvotiempo apenas para sujetar la barra con fuerzas y esta se le escapa de la manofofa, tras el impacto.
Sin pensarlo m��s, se pone en pie. Al tiempo quese levanta extiende el brazo y abre la tapa del contenedor con la mano libre. Mientrasse sumerge de cabeza en una nueva oscuridad, ve por el rabillo del ojo que losotros zombis ya est��n encima de ��l, a punto de atraparlo; pero es demasiadotarde para ellos. No obstante, con todo, antes de que su cuerpo entero seatragado por el interior del cubo y pierda el conocimiento al estrellarse contrael fondo, siente c��mo una garra tira de su chaqueta de pana y arranca un pedazode tela.
�����Mierda! ���grit�� en un susurro m��s alto de lo que pretend��a.
En ese momento, el entumecimiento del costadoempez�� a palpitar, como reclamando atenci��n. ��Y si el manotazo no rompi�� solola tela de la chaqueta? Llev�� mi mano hacia la zona. No quer��a hacerlo, nodeseaba sentir con qu�� se topar��a. Aun as�� no detuve el movimiento. Deslic�� losdedos entre la abertura de la tela, hasta que llegaron a su destino. Y eldestino no era piel suave y uniforme. El destino era una viscosidad carnosa debordes irregulares que no paraba de latir. Y entonces el entumecimiento diopaso al escozor primero y a un ardiente dolor despu��s.
���Mierda��� Me ha ara��ado ���corrobor�� con un hilode voz a la luz de la linterna.
��No solo te ha ara��ado ���me aclar�� unadesconocida voz interior���. Te ha desgarrado la piel. Ha hundido sus putrefactase infectadas u��as en tu carne, y se ha llevado un pedazo a su est��mago, altiempo que dejaba en ti un regalo de agradecimiento�����.
���Mierda ���repet��.
��No puedo estar m��s de acuerdo con esaconclusi��n��.
Sacud�� la cabeza para alejar de mi mente a esavoz, junto con la histeria.
Quiz�� no tuviese raz��n. Tal vez solo fuera unrasgu��o superficial. Al fin y al cabo, llevaba horas ah�� dentro y segu��a vivo.��Cu��nto tardaban en morir y convertirse las personas infectadas? Supuse quedepende de la gravedad. As�� que quiz�� a��n ten��a una oportunidad. Quiz��.
Lo que estaba claro es que permanecer ah�� noiba a resolver mi problema. Ten��a que volver al refugio. Ten��a que regresar ydesaparecer con Carla. Ella me curar��a, porque era una herida sin importancia.
Si me quedaba ah�� dentro un minuto m��s, abrir��ade nuevo la puerta a la histeria, y esta vez ten��a la sensaci��n de queirrumpir��a igual que la polic��a en una redada.
Alc�� el brazo derecho con la intenci��n de abrirun poco la tapa del contenedor, pero a la altura del hombro, cay�� inerte, sinque yo pudiera impedirlo. Era igual que si hubiese perdido fuelle, como elmotor de una lancha escasa de gasolina. Volv�� a intentarlo, y de nuevo el brazodescendi�� presa de un s��bito entumecimiento.
Dirig�� la linterna hacia ��l, plegu�� haciaarriba la manga de la chaqueta y la camiseta y el alma se me derrumb�� a lospies. El brazo estaba amoratado, surcado por oscuras venas que resaltaban comor��os en un mapa. Me sub�� la camiseta y comprob��, con p��nico creciente, que todoel costado derecho presentaba el mismo aspecto. No hab��a que ser muy listo parasaber que el nacimiento de aquel r��o de venas y corrupci��n de la piel era elara��azo.
��Te dije que no era un simple ara��azo��.
�����Calla! ���grit��, y en esta ocasi��n con todasmis fuerzas. Solo que mi voz me pareci�� m��s aguda de lo normal.
Me mantuve un rato en silencio. Esperabaescuchar gru��idos y pisadas acerc��ndose.
Nada. Ni un ruido. Sandra hac��a mucho que hab��adejado de gritar. Imagin��, reticente, que, mientras estaba inconsciente por elduro golpe al zambullirme de morros en el contenedor, los tres monstruos delinfierno se lanzaron a por ella. Ahora ser��a uno de ellos, si hab��an dejadoalg��n resto de su cuerpo. Las provisiones estar��an desparramadas, llenas desangre infectada y pedazos de Sandra.
Aquel pensamiento incit�� un acceso de risa.
���J��dete, Gema ���chill�� al hediondo interior delcubo���. J��dete, Silvio. J��dete, Dami��n.
Trat�� de controlarme. Deb��a esforzarme porconservar la puerta cerrada. Bajo ning��n concepto pod��a permitir el acceso alp��nico y la histeria. Necesitaba atesorar mi instinto de supervivencia como unavaliosa reliquia.
Para lograrlo, pens�� en Carla, en aquella nocheen la que hicimos el amor por primera vez y en nuestro futuro juntos, aquel quele promet�� con mis ojos desde el umbral.
La risa se cort��. Volv��a a ser yo mismo. Apagu��la linterna, la introduje en el bolsillo del pantal��n, y levant�� la tapa con elbrazo izquierdo, nada m��s que un resquicio.
Lo primero que me llam�� la atenci��n fue que laoscuridad ya no era tan intensa. Una claridad gris��cea ba��aba el callej��n:estaba amaneciendo.
Dirig�� los ojos hacia el fondo, a mi derecha.Sandra segu��a ah��, empapada de sangre, con orificios en forma de dentaduradonde antes hab��a carne. El brazo flexionado al costado, el que ten��a laemisora rozando los dedos ��ndice y coraz��n, hab��a quedado reducido a finastiras de piel alrededor del hueso, visible como el armaz��n de un viejo barcohundido. El tend��n de Aquiles hab��a desaparecido, al igual que parte de lapantorrilla. Si no fuera por los apelmazados hilos de cabello, nadie podr��adecir que aquel bulto sanguinolento era la cabeza. La mochila hab��a quedadodestrozada all�� donde los infectados intentaron abrirse paso por la deliciosaespina dorsal. Cre�� percibir un ligero movimiento de uno de los pocos dedosintactos del brazo doblado debajo del rostro, pero mi est��mago hambriento nosoport�� m��s aquella horrible escena y mir�� hacia el otro lado.
No hab��a ni rastro de los tres zombis. Con laspanzas llenas del manjar Sandra, se hab��an olvidado de m��.
����Seguro que se han olvidado de ti ���regres�� lavoz���, o es que ya no eres comida para ellos porque ahora formas parte de sugrupito de amigos?��.
Abr�� del todo la tapadera del contenedor y mepuse en pie con el fin de acallar, una vez m��s, la sarc��stica voz. Durante unossegundos tem�� no ser capaz de sostenerme. Una s��bita debilidad se ceb�� con mipierna derecha, pero me agarr�� al borde del recipiente antes de caer. En estaocasi��n no quise echar un vistazo; sab��a lo que me encontrar��a si plegaba la pernera.Por el contrario, decid�� mover la pierna, como si estuviera calentando, y pocoa poco comenz�� a recobrar la sensibilidad. Tal vez la infecci��n no hab��a llegadohasta el final de la extremidad.
Cuando supuse que podr��a dominarla, pas�� lapierna izquierda por encima del borde, y a continuaci��n hice lo propio con lacontraria. Respondi�� sin demasiada dificultad. Estaba un tanto entumecida, peropod��a andar.
Renqueante, muy despacio y alerta, con ellumbar palpitando dolorosamente, inici�� el avance hacia la franja de claridadcada vez mayor que se abr��a ante m��. Cuando los ojos se acostumbraron a la luz,distingu�� en frente, al otro lado de la calle, la fachada del Casino Tres Ases.
Al llegar al extremo final, me detuve. Asom�� lacabeza apenas unos cent��metros y vi, en mitad de la calzada, bastante lejos, lasilueta de los tres muertos, de espaldas. Las dos farolas segu��an iluminando,pero ya no era necesaria su luz. El cielo te��ido de gris arrojaba suficientevisibilidad al mundo. No me alarm��. Si no hac��a ruido, no me oir��an y por tantono voltear��an sus rostros cadav��ricos. As�� que reanud�� la marcha, sigiloso.
Cruc�� la calle con la intenci��n de acercarme alcasino. Por entonces ya comenc�� a sentir embotada la cabeza y, por algunaextra��a raz��n, la acristalada fachada, astillada en su mayor parte, me atra��acomo la lombriz a los peces. Cuando estuve frente al edificio, comprend�� qu�� mehab��a arrastrado hacia all��. Record�� las dos ocasiones en las que entr�� allocal. Record�� que me lo pas�� bien. Perd�� todo el dinero, s��, pero los juegoseran divertidos. De modo que si uno elimina la parte desagradable (y tanatractiva para otros) de las apuestas, y se queda solo con los juegos, se pod��atirar horas pas��ndolo bien.
���Mira, Carla ���dije a mi imagen reflejada en elescaparate espejado���. Vendremos aqu��. Tal vez incluso podamos vivir ah�� dentro.
Entonces me fij�� mejor en mi reflejo, y elmundo desapareci��.
Hace un buen rato que volv�� de aquella especie de desconexi��n. Pero noha sido la ��nica vez; ya van tres. No s�� el tiempo que duran. Solo s�� que elsol se ha hecho due��o del cielo por fin. Ya llevo bastante tiempo conscientedesde la ��ltima desconexi��n, el suficiente como para rememorar todo lo sucedidohasta ahora.
Contin��o frente al casino, y no dejo decontemplar la imagen que hay ante m��. Una cara. Mi cara. A simple vista parecenormal, pero si se observa con atenci��n el cuello, el lado derechoconcretamente, se puede distinguir el mismo color morado estriado por r��os devenas. Y ahora mismo, esa corrupci��n se ha extendido hasta rozar el ��ngulo dela mand��bula.
Hay algo m��s. He perdido el miedo a esosmonstruos. De hecho, ya no siento nada, ni siquiera el dolor del costado. Y aellos ya no les intereso. Lo s�� porque tras volver de la ��ltima desconexi��n, elescaparate me ha mostrado sus reflejos. Est��n aqu�� conmigo, a mi lado, y no metocan ni un pelo. Creo que estoy a punto de morir. Algo me dice que la pr��ximavez que el mundo desaparezca ser�� la ��ltima, y que cuando vuelva a abrir losojos, ser�� uno de ellos.
De pronto se me ocurre una idea que me habr��ahecho re��r si a��n sintiera algo.
Aquellos desvanecimientos se parecen m��s a uncallej��n oscuro que a una desconexi��n. No me apago de improviso. No. Es como sien cada una de esas ocasiones me adentrara en una calleja cada vez m��s oscuraconforme avanzo. Y luego, sin detener mis pasos, se produjera el efectocontrario. En medio de toda esa negrura, un punto de luz, m��s amplio cuanto m��sme acerco, hasta alcanzarlo, y entonces vuelvo en m��. S��, eso es m��s correcto���
Y ahora, al parecer, estoy regresando a esecallej��n. Estoy convencido de que en esta ocasi��n no habr�� salida, ning��n puntode luz. Todo a mi alrededor est�� cada vez m��s negro, m��s negro��� m��s negro���
Abro los ojos.

El callejón oscuro
Lo primero que percibí al despertar fue el olor. Lo sentí en las papilas gustativas antes incluso que en el olfato.
Se dice que el primer sentido en activarse al despertar es el oído, pero quien lo dijera nunca ha salido del mundo de los sueños para encontrarse dentro de un contenedor de basura.
No supe dónde estaba —ni siquiera el hedor me dio una pista— hasta que el oído (ahora sí) me hizo recordar. Agarró unos sonidos amortiguados, procedentes de unos cuantos metros a mi espalda, los hizo vibrar a través de su complejo conducto y los lanzó a mi cerebro, plasmando en él, como si de una impresión estampada se tratase, todo lo ocurrido hasta ese momento.
Una de mis manos empezó a moverse por la base del contenedor antes de que en mi mente se dibujara la imagen de lo que estaba buscando. Mientras se movía sentí un lejano entumecimiento en el lumbar derecho, pero no le di importancia; tenía curiosidad por saber qué hacía mi mano. El hecho de que la oscuridad me envolviera, densa, opaca, tan sólida que casi podía sentirse como algo físico acariciando mi cuerpo igual que si estuviera cubierto por
(un sudario)
una gruesa capa, ese hecho, digo, no pareció indicar a mi sentido común que tal vez lo que aquella mano trataba de hallar hubiese quedado inservible al golpearse —tras liberarse de mis dedos— en mi precipitado descenso por la boca de aquel cubo de basura.
Entre bolsas, restos pegajosos de materia podrida (cáscaras de fruta, huesos, raspas de pescado), la mano topó al fin con algo más duro y grande. Los dedos rodearon ese cilindro alargado, cuya superficie de goma estaba un tanto áspera y formada por pequeñas líneas separadas, como el borde de hojas de un libro entreabierto o las láminas de un abanico plegado. Al sentir aquel peculiar tacto, mi cerebro creó al fin la imagen de lo que mi extremidad había estado rastreando igual que un perro de caza. Solo que no era un conejo o una perdiz, sino una linterna. La linterna. Mi linterna.
Sin esperar un segundo, el pulgar ascendió hasta localizar la suave curva del botón y lo presionó.
El haz de luz salió disparado, se proyectó con la fuerza de un rayo e iluminó el interior del contenedor como un relámpago el cielo nocturno en medio de una tormenta. Cortó aquella espesa negrura con tal brusquedad, que me pareció oír cómo se rasgaba, un sonido blando, semejante al de plastilina hendida por un cuchillo.
Pero el haz de la linterna no solo iluminó ese mundo físico y reducido en el que me encontraba; también dio luz a mis recuerdos, proyectando las imágenes estampadas que habían aparecido en mi mente al percibir los sonidos del exterior, aquellos gruñidos, gemidos ásperos y guturales, chasquidos y desgarros acuosos. El rayo de luz produjo un efecto de linterna mágica sobre los fotogramas de mi cerebro, y comenzaron a proyectarse uno tras otro, trasmitiendo la sensación de movimiento.
—Álvaro, vas a ir tú.
Está echando a la lumbre un tronco tan seco que vomita serrín. La última línea naranja hacía tan solo unos minutos que había sido tragada por la leve ondulación del cerro, alzado en la parte trasera de aquel chalet, justo al otro lado del muro de ladrillos de hormigón. Alguien había tenido la estupenda idea de arrancar alambre de espino de sabía Dios dónde y coronar la longitud del muro con él. Probablemente fue Silvio, o Damián y Gema. Ellos eran los que más tiempo llevaban viviendo —si a esto se le pude llamar vivir— en esa casa. Álvaro no lo sabe, y tampoco lo ha preguntado. Al fin y al cabo, es uno de los que menos tiempo lleva allí: cuatro o cinco semanas.
—¿Por qué yo? —pregunta un tanto aturdido, con el tronco aún en la mano derramando serrín como diminutas escamas de caspa.
Damián le mira perplejo, sorprendido al parecer por la pregunta. «Es evidente, atontado», dicen sus ojos.
—Después de Sandra, tú eres el que más tiempo ha pasado ahí fuera.
Álvaro se mantiene en silencio. No quiere salir. Precisamente por haber estado tanto tiempo solo, escondiéndose y huyendo de esos monstruos infernales y de muchos otros terrenales, no quiere salir. Encontrar un refugio como aquel, y gente que te permitía formar parte de él era el tipo de cosas que le hacen a uno desear permanecer frente al fuego, al otro lado de un alto muro coronado por alambre de espino. Así que esa mirada de Damián irrita a Álvaro. «Perdona que sea tan tonto de replicar con un completo y natural “¿Por qué yo?”, Damián. Perdona mi estupidez».
Álvaro arroja al fin el leño al fuego. El serrín forma una estela de caspa en su descenso en diagonal, igual que una estrella fugaz. Las llamas lo atrapan y lo devoran entre chasquidos de sus flameantes dentaduras. A continuación se frota las manos para desprenderse de los restos de la madera, logra ajustarse una máscara neutra sobre su rostro aturdido, y responde:
—Vale.
Porque sabe que es igual de importante haber encontrado ese refugio como mantenerlo. Y si para lograrlo tiene que salir al exterior, a rescatar a una de las personas con las que comparten ese privilegio, Álvaro lo hace, sin rechistar, como haría un niño cuyos padres le prometen que si recoge los juguetes, ese verano irán a Disneyland.
De pronto, un intenso sonido de interferencias me sobresaltó. El haz de luz se estremeció por el movimiento de mi cuerpo. Mis pies empujaron pringosa porquería al estirarse las piernas.
Era la emisora. Alguien trataba de comunicarse conmigo. La estática intermitente se cortó, y cuando el cacharro volvió a sonar, lo hizo en forma de voz. Era Damián.
—Álvaro, ¿nos recibes? ¿Qué pasa, Álvaro?
Los gruñidos y chasquidos cesaron unos segundos, para después reanudarse con más fuerza, más rabiosos… y cada vez más cerca. Iban acompañados de un discordante ruido de chapoteo, de pies descalzos contra el pavimento. No de un par de pies, sino de al menos tres pares. A continuación se detuvieron y una serie de pesados golpes, como de cuerpos arrojándose al suelo, llegó a mis oídos. Mientras tanto, Damián me llamaba cada vez más
(irritado)
nervioso.
Pude ver en mi imaginación, con total claridad, a esos seres que en tiempos mejores fueron humanos alrededor de la emisora, intentando despedazarla.
En ese momento pensé en la suerte que tuve de que se deslizara de mis manos en algún momento de mi desesperada carrera.
Damián dejó de intentar comunicarse conmigo, al menos por ahora. Flexioné de nuevo las piernas. Al hacerlo sentí un pequeño tirón en la zona lumbar, donde antes había experimentado el entumecimiento, pero alcé la linterna, y los fotogramas reanudaron su marcha.
—¿Por qué voy solo? —pregunta Álvaro. Se había ceñido la emisora en el cinturón igual que un pistolero el revólver. Ahora se guarda la linterna en el bolsillo izquierdo del ancho pantalón azul de trabajo.
—Ya lo sabes —le responde Damián.
—Así es como lo hacemos —interviene Gema. Damián y ella están casados. Se lo contaron cuando Álvaro logró convencerles de que era buena persona, tras aporrear la puerta de aquella casa, desesperado y exhausto porque estuvo cerca de cuarenta minutos corriendo delante de una horda. Llevaban en la casa siete meses. En ese momento, la mujer se está recogiendo el cabello en un moño alto. La seguridad y fuerza que irradia con aquel gesto mientras le responde fascina y enfurece a Álvaro a un tiempo. Fue por ella, más que por Damián o Silvio, por lo que tardaron tanto en abrir la puerta aquel día.
—¿Te acuerdas —vuelve a hablar Damián— de esa sensación de ruido continuo que había en las ciudades? ¿De ese rumor constante producido por el tráfico de coches y personas? Yo sí me acuerdo. Y también recuerdo cuando iba al pueblo, a visitar a mis abuelos. El silencio era atronador, insólito. Me quedaba minutos y minutos tumbado en la cama, con los ojos cerrados, disfrutando de esa extraña calma. Claro que de vez en cuando un vehículo cruzaba por la calle, rompiendo el silencio como un cristal astillado por una piedra, o un pequeño grupo de chavales estremecía el aire con sus risitas. Pero no había ese ruido constante, ese murmullo de fondo que rodea las grandes ciudades como un manta.
—Es mucho más seguro ir solo —vuelve a interceder Gema. Ahora, con el rostro estirado por el moño alto, sus facciones parecen más duras y al mismo tiempo más bellas.
—Menos posibilidades de ser oído o visto —recalca Silvio, más por deseo de hacerse notar que por aclarar la perorata de Damián. Ha estado todo el tiempo ahí, con un libro de bolsillo. Álvaro había tratado de leer el título mientras alimentaba el fuego, pero las enormes manos de Silvio cubrían ambas cubiertas. Ni siquiera se le pasó por la cabeza preguntarle; cuanto menos contacto tuviera con ese hombretón prepotente y cínico, mejor. No recordaba con claridad si llevaba en la casa más tiempo que el dulce matrimonio, pero no debía andar lejos.
—Yo puedo ir con él.
Es Carla, quien ha sustituido a Álvaro en la tarea de dar de comer a las hambrientas llamas. Silvio la invitó amablemente desde su sillón, cuando el chico fue a prepararse.
—No —insiste Damián moviendo la cabeza—. Nosotros no trabajamos así, ya lo sabéis.
Le entrega a Álvaro una sólida barra de uña. En sus ojos hay un brillo de preocupación. Dicen: «Espero que no tengas que usarla».
En la irritante mente de Álvaro se empieza a formar la idea de que esa inquietud no es por él personalmente. Y lo que suelta Gema a continuación, en el tono grave, tajante de un jefe de operaciones de inteligencia que pierde toda su red y prioriza la protección de la información secreta por encima de su gente, lo confirma.
—Que no se te olvide traer las provisiones, Álvaro. Estamos jodidos. Apenas nos queda comida para tres días; cuatro, si disminuimos las raciones. Ve con cuidado, y si ya no hay nada que hacer con Sandra…
—Haz lo que tengas que hacer con ella, chaval —interrumpe Silvio parapetado detrás del libro (ahora ha separado un poco los dedos y Álvaro llega a ver parte del título y el nombre del autor: dos eles al final del primero y King en el segundo)—; pero evita que te maten, y trae las provisiones que aseguró haber encontrado.
Álvaro deja escapar un suspiro y gira los ojos hacia Carla, quien lo mira con una elocuente expresión de impotencia y preocupación.
«Sí, tendré cuidado —piensa Álvaro y transmite con la mirada—. Haré todo lo que pueda por regresar con Sandra y sus putas provisiones».
La estancia está bañada por una cálida luz anaranjada. El fuego de la chimenea y las velas diseminadas por toda la casa contrastan con la oscuridad y el frío del otro lado del umbral de la puerta, donde se halla Álvaro.
De repente, sin previo aviso, le asalta un pensamiento. Una idea que da un giro de ciento ochenta grados a su filosofía actual, como si unas ruedas dentadas hubiesen encajado de pronto en el hueco justo. Hasta ha creído oír el seco chasquido. Lo ha producido toda esa situación. En su interior ya habían empezado a girar esas ruedas de manera inconsciente, pero lo que provocó el encaje ha sido el cuadro que ve desde la puerta, antes de salir: Damián, Gema y Silvio, sentados frente a la chimenea, recostados, abrazados los dos primeros, y leyendo con los pies en alto el tercero. Frente a ellos, Carla, de pie, echando leña en la boca del hogar. Y Jorge (otro superviviente que vive con ellos) introduciendo los troncos y ramitas desde el patio trasero, al tiempo que Emma y Lorena racionan la cena.
«Cuando vuelva, Carla —le dice Álvaro con los ojos—, nos largaremos de aquí. Ya no me siento a gusto entre esta gente. Que le den al calor. Que le den al muro con alambre de espino. Nos iremos de aquí y buscaremos otro lugar en el que estar seguros».
Apagué la luz de la linterna. Necesitaba un momento de calma. Eché la cabeza hacia atrás y solté un largo resoplido. Todo mi cuerpo de distendió y el entumecimiento del costado se hizo más presente. No tuve ocasión de darle importancia: mi cerebro repetía una y otra vez aquella última mirada con un ritmo machacón semejante al mecanismo que mueve un tren a vapor.
Ahora temía que esa promesa tácita jamás se cumpliera. Recordé lo que dijo Gema: «Estamos jodidos».
«¿Estamos jodidos, maldita perra? —le respondí en mi mente—. ¡Yo estoy jodido! Desde que salí por esa puerta. Estoy metido en un buen lío y tú estás calentándote y calentando a Damián. Que le den a las provisiones. Ahora habéis perdido eso y a dos personas…».
No podía seguir pensando así. Aún había una oportunidad. No estaba muerto. Aún podía salir con vida de toda aquella situación. Sin embargo, todavía no estaba muy convencido. No me sentía preparado. Tenía miedo; qué digo miedo: estaba acojonado. Y este sentimiento era el que agarraba a aquel pensamiento de derrota y me lo tiraba a la cara.
Tenía que dejar de pensar en ello. Así que levanté el brazo y pulsé el botón de la linterna.
Álvaro conoce bien la ciudad. Nació ahí. Allí estudió y fue en aquella urbe donde le contrataron de carretillero en un almacén de alimentos, a los dieciocho años, cuando dejó los estudios. Siempre le había costado horrores retener los innumerables temas. Aun así también era consciente de lo importante que era tener un mínimo de estudios a la hora de encontrar trabajo y nunca había sido un chico perezoso. Por eso hincó los codos y se esforzó para sacarse al menos hasta el título de bachillerato. Luego salió en busca de un trabajo. Precario, sí, pero un trabajo al fin y al cabo.
Ahora se ríe —una mueca de asco más bien—, al comprender lo inútiles que habían sido todos ellos. ¿Qué sentido tiene la vida?, se pregunta conforme avanza, encorvado y alerta. ¿Qué sentido tiene si de un momento a otro todo se puede ir a la mierda, como realmente ocurrió?
Por primera vez se alegra de no haber iniciado una carrera universitaria. De haberlo hecho, en esos momentos se sentiría todavía más ridículo, pues habría malgastado horas y horas de su vida desollándose los codos y friéndose el cerebro para nada. Para acabar en el mismo sitio en el que se encuentra.
Tres quilómetros. Esa es la distancia que le separa del lugar en el que Sandra resultó herida. «En el callejón que hay en frente del Casino Tres Ases». Álvaro había ido un par de veces al local con algunos colegas, pero en las dos ocasiones había salido con la cartera más ligera que cuando había entrado. Un antro poco iluminado —como si los dueños esperasen que la penumbra impidiera ver a los jugadores cómo iba desapareciendo su dinero—, inaugurado poco antes del desastre mundial. Por allí cerca también había algunos bares y un par de discotecas. Y si tenías hambre, podías encontrarte con un Burger King y un MacDonalds, uno a cada lado de la acera, enfrentados igual que dos ejércitos en un campo de batalla.
Es uno de los primeros barrios del extrarradio que aparece al salir de la urbanización de chalets de lujo en la que está el refugio del grupo de Álvaro. Como un castillo en la cima de una colina, aquella urbanización se alza sobre la ciudad, imponiendo su brillante petulancia.
Álvaro sabe con exactitud dónde está Sandra, y conoce todas las calles. Espera llegar en unos treinta y cinco minutos, quizá más debido a las paradas que se ve obligado a hacer, parapetado en las esquinas, observando las calles en busca de infectados, o retrocediendo para hallar un nuevo camino cuando alguno de ellos está cortado por las criaturas. No quiere verse obligado a huir en la oscuridad de la noche, en la que apenas un tercio de las farolas funcionan correctamente. Mucho menos reventarles la cabeza con la barra de uña, aferrada con fuerza en una de sus manos.
En el tiempo que estuvo solo, muy pocas veces se vio en aquella desagradable tesitura. Para él siguen siendo personas, vecinos, padres, madres… niños, por lo que atizarles no resultaba ser una experiencia muy agradable. Sentir el impacto en la mano, el relámpago trepando por el brazo hasta el hombro, oír el golpe seco y, lo peor de todo, el crujido del cráneo, o la mandíbula al partirse, contemplar cómo los sesos se derraman por la abertura y lo salpican todo… Eso es algo que produce intensas náuseas en él.
Tiene que detenerse unos minutos. Pensar en aquello le ha revuelto el estómago y por un momento está seguro de que va a vomitar la escasa comida de aquel día. Pero aspira el gélido aire nocturno, lo mantiene unos segundos en los pulmones, y lo expulsa despacio, en un trémulo suspiro.
La angustia se esfuma y su mente se ve asaltada por Carla. Por Carla y su ofrecimiento para acompañarle. Reanuda el cauteloso avance con aquel instante palpitando en su mente igual que un cálido corazón.
Carla fue quien le tendió un vaso de deliciosa agua y una manta cuando al fin Damián, Gema y Silvio, abrieron la puerta. Fue ella quien se encargó de enseñarle la casa mientras el trío debatía sobre qué hacer con él a continuación (¿dejar que se quede o echarle al día siguiente?). Fue Carla quien apenas tres semanas atrás pasó a su cuarto y se introdujo entre las sábanas, erizando la piel de Álvaro con su tibia desnudez. Todo había ocurrido sin previo aviso pero al mismo tiempo de manera natural. Ella era con quien más hablaba y con quien más tiempo pasaba en la casa. No se trataba de una mujer especialmente bella, con su desmañado cabello negro, cuyas puntas y patillas se aclaraban evidenciando una edad superior a la del chico; tampoco la delgadez que hundía sus mejillas despertaban el deseo. Pero sus ojos azules despedían tanta vida y calor, que hacían olvidar a uno todo lo demás. Hipnotizaban, esa es la palabra. Eran los ojos de una buena persona. Y además, había algo que le susurró al oído aquella noche en la que hicieron el amor por primera vez.
—Follemos, Álvaro. Ya casi nada importa. Tal vez mañana estemos muertos. Ahora, la estúpida frase esa de vive el momento cobra más sentido que nunca. Follemos, y olvidémonos de todo límite, de todo prejuicio. Solo nos queda el aquí y ahora. Y el aquí y ahora somos tú y yo. No creo que esté enamorada de ti, Álvaro, pero de todos los que estamos en esta casa, tú has sido el único que me ha dado una razón para seguir viva al día siguiente.
Álvaro sentía algo muy parecido hacia ella, y el calor de su cuerpo resultó ser irresistible. Así que follaron. Y desde entonces no ha sido la única vez.
«Volveré, Carla, y nos iremos a otro lugar. Te lo juro», piensa.
Acaba de llegar al barrio. Está agachado detrás de un coche. La calle se abre ante él como una lengua asfaltada, totalmente en penumbra excepto por un par de farolas. Una de ellas mantiene un parpadeo continuo; la otra arroja un charco de luz sobre una furgoneta blanca aparcada junto a la acera. Unos metros antes de esta, la fachada de un bar se ve interrumpida por un ancho rectángulo que se alza hasta las estrellas veladas por una fina capa de nubes, como si alguien hubiese cortado una porción del edificio. El hueco no debe de medir más de dos metros de ancho y a continuación se extiende otro tramo de edificios. Ese es el callejón. Allí está Sandra, malherida, y con suerte aún de una pieza.
Álvaro ciñe la barra en el cinturón y extrae la emisora, la coloca delante de los labios, pulsa el botón para transmitir, y susurra el nombre de la mujer. No recibe respuesta.
—¿Me oyes, Sandra? —repite.
Nada.
Con la espalda pegada contra la parte posterior del coche (un diminuto C3), Álvaro levanta un poco la cabeza, comprobando una vez más que la calle está despejada. No lo está, y su corazón y estómago hacen un doble mortal en su interior. Esconde la cabeza de nuevo, a la velocidad del rayo.
Durante una milésima de segundo, la intermitente luz de la farola del mismo lado de la calle en el que se encuentra agazapado ha caído sobre un zombi, como un foco iluminando a un actor en una obra de teatro. Cuando siente que el corazón relaja los latidos y el estómago vuelve a su sitio (comprueba también que no se ha meado), hace acopio de valor y vuelve a asomar la cabeza por encima del maletero. El corazón da un nuevo vuelco, pero los ratones estomacales solo le mordisquean tímidamente. Lo que provoca la primera reacción es ver que no hay un único infectado cerca de aquella farola, sino tres; lo que evita que el estómago se le afloje del todo es percatarse de que están quietos: no se han movido en el tiempo que ha tardado en volver a mirar.
Regresa al escondite. Tiene que ordenar sus ideas.
El callejón se halla al otro lado de la calle, a unos cincuenta metros de distancia. Los muertos están más lejos, en el mismo lado en el que él está ahora; calcula que unos cien metros más allá.
Gira la cabeza hacia la derecha. La otra acera está flanqueada por vehículos, igual que la maleza en la orilla de un arroyo. Solo tiene que cruzar la calle —eso es lo más peligroso— y luego avanzar agachado en línea recta, pegado a los laterales de los coches que dan a la acera.
«No parece tan difícil», piensa.
Álvaro se regala unos minutos para relajarse, para coger fuerzas.
—Vale —susurra—. Cuenta hasta tres, como decía papá. Cuenta hasta tres y antes de acabar la cuenta, cuando vayas por el dos, ponte en marcha. Si terminas de contar, toda la adrenalina acumulada se evaporará igual que el vaho sobre un cristal: cuando dejas de exhalar, deja de empañarse…
La fuerte respiración entrecorta el susurro…
—Tengo que hacerlo ya. Uno… Dos…
Álvaro se lanza a la carrera, doblado sobre sus rodillas, ayudándose con las manos como un gorila o un cervatillo recién nacido. Antes de que pueda pensar si le han visto aquellos seres, ya se halla detrás de un nuevo coche y, sin frenar ni un instante, prosigue a medio correr, tal y como lo había planeado.
A menos de diez metros de la alargada boca negra del callejón, decide despegarse de la línea de vehículos y cruza en diagonal la acera hasta adentrarse en la abertura. La oscuridad total cae sobre él como un bálsamo que distiende sus rodillas, convirtiéndolas en gelatina. El alivio es enorme. Ahí no pueden verle.
La fatiga de la carrera y los nervios van disminuyendo al tiempo que el corazón tamborilea cada vez con menos fuerza.
Decide adentrarse un poco más en la penumbra antes de encender la linterna.
Avanza con cautela, mientras guiña los ojos en un intento de adaptarlos a la oscuridad. No resulta del todo inútil. Esa noche el cielo no está negro por completo. Hay una luna creciente velada por una cortina de nubes que produce un brillo espectral en el firmamento, y ese brillo desciende difuminado hacia el callejón. Así pues, cuando su visión se acostumbra a esa penumbra, Álvaro empieza a distinguir sombras y bultos. Siluetas que en su imaginación cobran la forma de monstruos, como un montón de ropa sobre la silla en un cuarto sin luz.
De repente, los tentáculos del miedo paralizan todo su cuerpo igual que si le hubiera acariciado una medusa.
Una idea horrible, espantosa, empieza a materializarse en su mente.
¿Y si hay zombis ahí dentro? ¿Y si alguno de esos bultos es en realidad uno de ellos, expectante, listo para abalanzarse sobre él y alimentarse con su existencia? ¿Y si Sandra ha sido atacada, infectada, y ahora se está arrastrando con su pierna rota hacia él, reptando cual serpiente, deslizándose en la oscuridad para rodear con su gélida mano uno de sus tobillos y…?
Su pulgar izquierdo toma la iniciativa sin esperar órdenes del cerebro. Pulsa el botón de la linterna y la luz actúa como un disolvente. Todas esas horripilantes ideas desaparecen, junto con el miedo. Allí no hay ningún zombi. Solo papeles desperdigados por el suelo, bolsas de basura desgarradas cerca de un contenedor grande, y otras inmundicias tales como excrementos tan secos como los troncos que echaba a la chimenea; marcas oscuras de orines prehistóricos, el cadáver esquelético de un gato. Todo ello despide un hedor insoportable. Álvaro se cubre los orificios de la nariz con el dorso de la mano derecha. Todavía sostiene la emisora.
El callejón es largo; tal vez veinte metros. Solo se ha adentrado unos diez, por lo que el haz de la linterna no alcanza el pequeño muro que corta la calleja.
Pasa por delante del contenedor y unos pasos más allá al fin la ve. Sandra. Aparece en el círculo de luz como un delincuente abatido al que iluminan desde un helicóptero.
Está bocabajo, con la cabeza sobre uno de sus brazos; el otro lo tiene flexionado a un costado, la emisora a unos centímetros de sus dedos, rozando el índice y el corazón. Probablemente sin batería.
Lo peor es la posición de la pierna izquierda. La derecha está extendida con normalidad, pero la otra yace en un ángulo imposible. Si uno no mira bien, no ve nada fuera de lugar, tan solo una pierna doblada por la rodilla, con la parte inferior apuntando hacia fuera. Pero si se observa con atención, uno comprende que ese ángulo es demasiado recto, demasiado perfecto, aplastado contra el suelo. También distingue una diminuta protuberancia que estira el vaquero en la curva de la rodilla, como si un extraño pene erecto luchara por atravesar la tela. Por último, el pie está retorcido y el talón de Aquiles se ha desprendido de su prisión de carne, mostrando su frágil mortalidad igual que una aguja de punto. A Álvaro se le revuelve el estómago. Lo que les dijo Sandra antes de que se cortara la comunicación se queda corto.
—¡Chicos, mierda! ¿Me oís? —había escupido la emisora de Damián en la casa—. ¡Estoy herida! He perdido el equilibrio al saltar el muro de un callejón… ¡Agg!... ¡Mierda! Joder… Creo… Creo que me he roto una pierna. ¡Agg!
—Tranquila, Sandra —le dijo Damián tras coger el walkie-talkie. Intentaba mostrarse tranquilo, pero en el tono de su voz se advertía una ligera conmoción. Todos estaban nerviosos. En cuanto oyeron el mensaje de la mujer, interrumpieron sus actividades y prestaron atención, expectantes.
—No grites o te oirán —prosiguió Damián. Entonces Gema le arrancó la emisora de las manos.
—¿Tienes las provisiones, Sandra? —preguntó. En su voz no había ni rastro de nerviosismo, solo una pragmática dureza preñada de preocupación.
Sandra no respondió de inmediato. Se produjo un silencio sepulcral.
—Sí —replicó al fin.
—Vale. Esto es lo que haremos, Sandra…
«Lo que haremos, Sandra —piensa ahora Álvaro—, es enviar a uno de nosotros, uno que no importe demasiado (desde luego Damián, Silvio o yo, no, claro), solo uno, sí, porque si también resulta que la caga, no es lo mismo perder a un miembro del equipo que a dos, tres o cuatro. Es importante formar parte de un grupo. Hay más posibilidades de sobrevivir, pero también hay que ser inteligente, hay que pensar en términos de conservación. En caso de que sea imprescindible perder gente, que sea de uno en uno, por favor».
Desde que vivía en esa casa, Álvaro había empezado a ver al ser humano con otros ojos. Ya había sacado conclusiones tristes y desesperanzadoras con anterioridad, pues no solo tuvo que huir de los muertos. Sin embargo el comportamiento de la mayoría de las personas de ese grupo había hecho a sus conclusiones ascender unos grados más de desolación.
En ese mundo los otros seres humanos no son tal para el prójimo. Son tan solo un recurso más, como puede serlo la comida, las armas, la leña, la ropa y el calzado. Pero este recurso tiene una ligera diferencia con los demás. No resulta del todo imprescindible. Si la supervivencia pasa por acabar de algún modo con la otra persona que forma parte de tu grupo, lo haces. Álvaro está seguro de que si Damián y Gema se vieran en una situación de vida y muerte, y la solución era quitar al otro del medio, por mucho amor que se tengan, lo harían. Y el chico teme que no son los únicos dispuestos a ello.
En ese mundo, cuando el estómago advierte su doloroso vacío, el primero en llenarlo es el más rápido con el cuchillo.
No todos son así: Carla, por ejemplo, o él mismo; pero también es cierto que nunca se ha visto complicado en una situación tan desesperada. No nos conocemos a nosotros mismos hasta que no tenemos a la muerte exhalando su aliento en nuestra nuca, de eso estaba convencido Álvaro. Y aquella noche más que nunca.
En cualquier caso, ahí está Sandra, con la pierna destrozada y la mochila llena de provisiones en la espalda.
Se acerca con paso lento a la mujer al tiempo que susurra su nombre. Nada, ni un murmullo. Cuando llega a su altura, echa un vistazo al muro. Una estructura de ladrillos enfoscados de unos dos metros y medio. Algunos de los ladrillos están rotos, hendiduras que ascienden irregularmente para permitir escalarlo. Uno de los pies de Sandra debió hacer migas un orificio, de arcilla frágil y vieja. Entonces perdió apoyo, y se desplomó sobre la pierna izquierda.
Álvaro se agacha y posa una mano en el hombro de la chica. Trata de no mirar el afilado tendón. En cuanto sus dedos toman contacto, Sandra alza la cabeza, ofreciendo a Álvaro una espantosa máscara de dolor y terror. Los desorbitados ojos parecen estar muy lejos de allí, y las mandíbulas están tan estiradas que parecen a punto de desencajarse, pues la boca, abierta como un pozo sin fondo, ha empezado a despedir un grito aterrador. Los nervios de Álvaro se crispan. El chillido reverbera en todas sus células, retrocede y cae de culo. Durante un momento el tiempo se detiene. La linterna, aún en su mano, aplastada contra el pavimento, enfoca ese rostro fantasmal, dilatado en una mueca de extremo sufrimiento. Pero ya no oye el grito. No solo se ha detenido el tiempo, también ha enmudecido el universo. Sin embargo, de pronto, una alarma interior empieza a sonar como un despertador. En su cerebro se está cociendo una sucesión de ideas: grito más los tres zombis que hay en la calle, cerca de la farola intermitente.
De improviso, el tiempo vuelve a ponerse en marcha, y con él regresa el sonido.
El chillido de Sandra continúa hendiendo la fría noche, desafiando el aire de sus pulmones. Pero a él se ha unido otro ruido: pisadas apresuradas y gruñidos y gritos más graves que los de la mujer.
Álvaro voltea la cabeza y ve horrorizado la fuente de ese nuevo estruendo.
Los tres monstruos han entrado en el callejón y se precipitan hacia ellos en una torpe carrera mortal. El que encabeza la marcha está a unos diez metros del contenedor y percatarse de ese hecho es lo que invita a Álvaro a ponerse en movimiento. Solo hay una forma de salir vivo de ahí. Trepar el muro de unos dos metros y medio, siendo él no muy buen escalador y además apoyándose en esos inestables ladrillos rotos, es una muerte segura. Pero el contendor… Lo tiene a dos metros de distancia, y ellos están…
En el segundo que le ha llevado pensar en sus opciones, han avanzado quizá tres metros. Las matemáticas y la ley de la física están a su favor.
Se pone en pie de un salto, como accionado por un resorte, y corre. Los ojos clavados en el cubo de basura, la linterna aferrada en su mano izquierda, la emisora en la otra.
Cuando está a punto de alcanzar la tapa, su pie impacta contra un objeto y tropieza. Álvaro agita los brazos para no perder el equilibrio. La emisora sale volando de sus manos. No consigue estabilizarse y al final cae, pero no del todo. Está con las cuatro extremidades apoyadas en el suelo, igual que un atleta esperando el pistoletazo de salida. Su frente roza el lateral de plástico del contenedor, por poco no se ha estrellado contra él. Observa lo que ha provocado el traspié. El cadáver del gato. Proyecta la cabeza hacia arriba para ver la distancia que le separa de los zombis. Horrorizado comprueba que ya no hay distancia alguna de separación: el primero de ellos se está arrojando sobre él con un salto. Por suerte, Álvaro lo ve con el tiempo justo, y sus reflejos hacen el resto.
Sin soltar la linterna de la mano izquierda (como si la tuviese pegada a ella), extrae con la derecha la barra de uña del cinturón y mueve el brazo en un amplio arco horizontal. El duro hierro impacta en el costado del infectado, justo antes de desplomarse en el mismo sitio donde hace unas milésimas de segundo había estado Álvaro. El rostro desfigurado del muerto viviente se hunde en las costillas astilladas del gato.
El golpe no ha sido muy fuerte; Álvaro no tuvo tiempo apenas para sujetar la barra con fuerzas y esta se le escapa de la mano fofa, tras el impacto.
Sin pensarlo más, se pone en pie. Al tiempo que se levanta extiende el brazo y abre la tapa del contenedor con la mano libre. Mientras se sumerge de cabeza en una nueva oscuridad, ve por el rabillo del ojo que los otros zombis ya están encima de él, a punto de atraparlo; pero es demasiado tarde para ellos. No obstante, con todo, antes de que su cuerpo entero sea tragado por el interior del cubo y pierda el conocimiento al estrellarse contra el fondo, siente cómo una garra tira de su chaqueta de pana y arranca un pedazo de tela.
—¡Mierda! —grité en un susurro más alto de lo que pretendía.
En ese momento, el entumecimiento del costado empezó a palpitar, como reclamando atención. ¿Y si el manotazo no rompió solo la tela de la chaqueta? Llevé mi mano hacia la zona. No quería hacerlo, no deseaba sentir con qué se toparía. Aun así no detuve el movimiento. Deslicé los dedos entre la abertura de la tela, hasta que llegaron a su destino. Y el destino no era piel suave y uniforme. El destino era una viscosidad carnosa de bordes irregulares que no paraba de latir. Y entonces el entumecimiento dio paso al escozor primero y a un ardiente dolor después.
—Mierda… Me ha arañado —corroboré con un hilo de voz a la luz de la linterna.
«No solo te ha arañado —me aclaró una desconocida voz interior—. Te ha desgarrado la piel. Ha hundido sus putrefactas e infectadas uñas en tu carne, y se ha llevado un pedazo a su estómago, al tiempo que dejaba en ti un regalo de agradecimiento…».
—Mierda —repetí.
«No puedo estar más de acuerdo con esa conclusión».
Sacudí la cabeza para alejar de mi mente a esa voz, junto con la histeria.
Quizá no tuviese razón. Tal vez solo fuera un rasguño superficial. Al fin y al cabo, llevaba horas ahí dentro y seguía vivo. ¿Cuánto tardaban en morir y convertirse las personas infectadas? Supuse que depende de la gravedad. Así que quizá aún tenía una oportunidad. Quizá.
Lo que estaba claro es que permanecer ahí no iba a resolver mi problema. Tenía que volver al refugio. Tenía que regresar y desaparecer con Carla. Ella me curaría, porque era una herida sin importancia.
Si me quedaba ahí dentro un minuto más, abriría de nuevo la puerta a la histeria, y esta vez tenía la sensación de que irrumpiría igual que la policía en una redada.
Alcé el brazo derecho con la intención de abrir un poco la tapa del contenedor, pero a la altura del hombro, cayó inerte, sin que yo pudiera impedirlo. Era igual que si hubiese perdido fuelle, como el motor de una lancha escasa de gasolina. Volví a intentarlo, y de nuevo el brazo descendió presa de un súbito entumecimiento.
Dirigí la linterna hacia él, plegué hacia arriba la manga de la chaqueta y la camiseta y el alma se me derrumbó a los pies. El brazo estaba amoratado, surcado por oscuras venas que resaltaban como ríos en un mapa. Me subí la camiseta y comprobé, con pánico creciente, que todo el costado derecho presentaba el mismo aspecto. No había que ser muy listo para saber que el nacimiento de aquel río de venas y corrupción de la piel era el arañazo.
«Te dije que no era un simple arañazo».
—¡Calla! —grité, y en esta ocasión con todas mis fuerzas. Solo que mi voz me pareció más aguda de lo normal.
Me mantuve un rato en silencio. Esperaba escuchar gruñidos y pisadas acercándose.
Nada. Ni un ruido. Sandra hacía mucho que había dejado de gritar. Imaginé, reticente, que, mientras estaba inconsciente por el duro golpe al zambullirme de morros en el contenedor, los tres monstruos del infierno se lanzaron a por ella. Ahora sería uno de ellos, si habían dejado algún resto de su cuerpo. Las provisiones estarían desparramadas, llenas de sangre infectada y pedazos de Sandra.
Aquel pensamiento incitó un acceso de risa.
—Jódete, Gema —chillé al hediondo interior del cubo—. Jódete, Silvio. Jódete, Damián.
Traté de controlarme. Debía esforzarme por conservar la puerta cerrada. Bajo ningún concepto podía permitir el acceso al pánico y la histeria. Necesitaba atesorar mi instinto de supervivencia como una valiosa reliquia.
Para lograrlo, pensé en Carla, en aquella noche en la que hicimos el amor por primera vez y en nuestro futuro juntos, aquel que le prometí con mis ojos desde el umbral.
La risa se cortó. Volvía a ser yo mismo. Apagué la linterna, la introduje en el bolsillo del pantalón, y levanté la tapa con el brazo izquierdo, nada más que un resquicio.
Lo primero que me llamó la atención fue que la oscuridad ya no era tan intensa. Una claridad grisácea bañaba el callejón: estaba amaneciendo.
Dirigí los ojos hacia el fondo, a mi derecha. Sandra seguía ahí, empapada de sangre, con orificios en forma de dentadura donde antes había carne. El brazo flexionado al costado, el que tenía la emisora rozando los dedos índice y corazón, había quedado reducido a finas tiras de piel alrededor del hueso, visible como el armazón de un viejo barco hundido. El tendón de Aquiles había desaparecido, al igual que parte de la pantorrilla. Si no fuera por los apelmazados hilos de cabello, nadie podría decir que aquel bulto sanguinolento era la cabeza. La mochila había quedado destrozada allí donde los infectados intentaron abrirse paso por la deliciosa espina dorsal. Creí percibir un ligero movimiento de uno de los pocos dedos intactos del brazo doblado debajo del rostro, pero mi estómago hambriento no soportó más aquella horrible escena y miré hacia el otro lado.
No había ni rastro de los tres zombis. Con las panzas llenas del manjar Sandra, se habían olvidado de mí.
«¿Seguro que se han olvidado de ti —regresó la voz—, o es que ya no eres comida para ellos porque ahora formas parte de su grupito de amigos?».
Abrí del todo la tapadera del contenedor y me puse en pie con el fin de acallar, una vez más, la sarcástica voz. Durante unos segundos temí no ser capaz de sostenerme. Una súbita debilidad se cebó con mi pierna derecha, pero me agarré al borde del recipiente antes de caer. En esta ocasión no quise echar un vistazo; sabía lo que me encontraría si plegaba la pernera. Por el contrario, decidí mover la pierna, como si estuviera calentando, y poco a poco comenzó a recobrar la sensibilidad. Tal vez la infección no había llegado hasta el final de la extremidad.
Cuando supuse que podría dominarla, pasé la pierna izquierda por encima del borde, y a continuación hice lo propio con la contraria. Respondió sin demasiada dificultad. Estaba un tanto entumecida, pero podía andar.
Renqueante, muy despacio y alerta, con el lumbar palpitando dolorosamente, inicié el avance hacia la franja de claridad cada vez mayor que se abría ante mí. Cuando los ojos se acostumbraron a la luz, distinguí en frente, al otro lado de la calle, la fachada del Casino Tres Ases.
Al llegar al extremo final, me detuve. Asomé la cabeza apenas unos centímetros y vi, en mitad de la calzada, bastante lejos, la silueta de los tres muertos, de espaldas. Las dos farolas seguían iluminando, pero ya no era necesaria su luz. El cielo teñido de gris arrojaba suficiente visibilidad al mundo. No me alarmé. Si no hacía ruido, no me oirían y por tanto no voltearían sus rostros cadavéricos. Así que reanudé la marcha, sigiloso.
Crucé la calle con la intención de acercarme al casino. Por entonces ya comencé a sentir embotada la cabeza y, por alguna extraña razón, la acristalada fachada, astillada en su mayor parte, me atraía como la lombriz a los peces. Cuando estuve frente al edificio, comprendí qué me había arrastrado hacia allí. Recordé las dos ocasiones en las que entré al local. Recordé que me lo pasé bien. Perdí todo el dinero, sí, pero los juegos eran divertidos. De modo que si uno elimina la parte desagradable (y tan atractiva para otros) de las apuestas, y se queda solo con los juegos, se podía tirar horas pasándolo bien.
—Mira, Carla —dije a mi imagen reflejada en el escaparate espejado—. Vendremos aquí. Tal vez incluso podamos vivir ahí dentro.
Entonces me fijé mejor en mi reflejo, y el mundo desapareció.
Hace un buen rato que volví de aquella especie de desconexión. Pero no ha sido la única vez; ya van tres. No sé el tiempo que duran. Solo sé que el sol se ha hecho dueño del cielo por fin. Ya llevo bastante tiempo consciente desde la última desconexión, el suficiente como para rememorar todo lo sucedido hasta ahora.
Continúo frente al casino, y no dejo de contemplar la imagen que hay ante mí. Una cara. Mi cara. A simple vista parece normal, pero si se observa con atención el cuello, el lado derecho concretamente, se puede distinguir el mismo color morado estriado por ríos de venas. Y ahora mismo, esa corrupción se ha extendido hasta rozar el ángulo de la mandíbula.
Hay algo más. He perdido el miedo a esos monstruos. De hecho, ya no siento nada, ni siquiera el dolor del costado. Y a ellos ya no les intereso. Lo sé porque tras volver de la última desconexión, el escaparate me ha mostrado sus reflejos. Están aquí conmigo, a mi lado, y no me tocan ni un pelo. Creo que estoy a punto de morir. Algo me dice que la próxima vez que el mundo desaparezca será la última, y que cuando vuelva a abrir los ojos, seré uno de ellos.
De pronto se me ocurre una idea que me habría hecho reír si aún sintiera algo.
Aquellos desvanecimientos se parecen más a un callejón oscuro que a una desconexión. No me apago de improviso. No. Es como si en cada una de esas ocasiones me adentrara en una calleja cada vez más oscura conforme avanzo. Y luego, sin detener mis pasos, se produjera el efecto contrario. En medio de toda esa negrura, un punto de luz, más amplio cuanto más me acerco, hasta alcanzarlo, y entonces vuelvo en mí. Sí, eso es más correcto…
Y ahora, al parecer, estoy regresando a ese callejón. Estoy convencido de que en esta ocasión no habrá salida, ningún punto de luz. Todo a mi alrededor está cada vez más negro, más negro… más negro…
Abro los ojos.

February 17, 2022
La llama de la eternidad
El inmenso cuello del Brontosaurio se elevó hacia el cielo igual que un látigo alzado por un brazo dispuesto a ser descargado sobre la espalda de algún pobre esclavo. Parecía como si el enorme animal quisiera alcanzar las nubes, teñidas de carmín, y arrancar un pedazo de ellas. Pero en realidad, lo que hacía era olfatear el cálido aire preñado de estío. De pronto, este había acariciado las campanas del instinto del dinosaurio. Algo había cambiado: se había vuelto más denso, vibrante…, peligroso.
Sin embargo, en ese preciso instante, otro aroma cruzó el aire como un raudo velociraptor. Una fragancia más primaria, más urgente. Un Brontosaurio hembra se paseó por delante del macho que había percibido ese enrarecimiento en el aire. La cabeza de este se inclinó, curiosa, observando la elegante cadencia de la cola que barría la fresca hierba brillante de rocío al son de una excitante cadera.
El látigo descendió entonces, azotando el viento, detenido de golpe hacía unos minutos, y aún sin hacer acto de presencia.
Algo imperativo, más antiguo que su especie misma, se agitó en el interior del animal, y se traspasó a la parte baja de su abdomen, entre las patas traseras. Aquella inmensidad (no tanto como su cuello) candente empezó a florecer, igual que un árbol a lo largo de los años, solo que esta alcanzó el límite en unos segundos.
Con pesado caminar que hacía temblar el mundo, se fue acercando a la hermosa dinosauria, cuya cola iniciaba un irresistible ascenso, incitándolo a fundirse con ella en la posteridad.
Y mientras el Brontosaurio macho se impulsaba para alzarse sobre las patas traseras, se dejaba caer contra el lomo de su compañera de baile reproductivo y la llama de ambos se unía para convertirse en un único fuego, una enorme estrella fugaz rasgó el cielo, transformando el mundo en una cegadora explosión.

*Este microrrelato fue escrito para la convocatoria de la web Dentro del Monolito en la que se animaba a escribir una historia cuyo tema era el dinoporno (sexo + dinosaurios) con un máximo de 200 palabras.