Carla Bataller Estruch's Blog, page 2

January 23, 2024

¡Ya está a la venta «Un flechazo a la luna», de Emily X.R. Pan!

Hoy se publica en el sello Puck mi traducción de Un flechazo a la luna, una novela íntima y desgarradora de la autora Emily X.R. Pan. La obra es un retelling que mezcla el mito de Chang’e y Houyi con Romeo y Julieta y lo sitúa en los años 90 con dos adolescentes, Luna y Hunter, como protagonistas.

Se trata de un libro que, aunque breve, invita a reflexionar sobre las expectativas que depositamos en las generaciones más jóvenes, sobre todo en familias de la diáspora que se vieron obligadas a migrar en busca de un futuro mejor. Un flechazo a la luna habla precisamente de cómo los dos protagonistas ansían romper las esperanzas que su familia deposita en ellos para labrarse un futuro propio, lejos de su pueblo natal.

Aunque terminé de traducir esta novela en verano de 2022 y ha llovido un poquito desde entonces, aún recuerdo el proceso de traducción con cariño. Acostumbro a leer antes las novelas que voy a traducir, y justo me llegó el encargo cuando había comprado un ejemplar en inglés para mí.

Un flechazo a la luna, de Emily X.R. Pan, es una novela autoconclusiva de fantasía con romance juvenil y múltiples puntos de vista, en la que se habla de mitología, diáspora y expectativas familiares. Si estos temas te interesan, no dudes en preguntar por ella en tu librería de confianza. Aquí te dejo la sinopsis:

La puntería de Hunter Yee con el arco y la flecha siempre es perfecta, aunque todo lo demás en su vida va mal. Harto de que lo atormenten los errores que su familia cometió en el pasado, lo único que le impide escapar de allí es su hermano pequeño, un viento sobrenatural y una chica fascinante en su nuevo instituto.

Luna Chang tiene miedo al futuro. La graduación se acerca y las expectativas de sus padres la asfixian. Pero entonces empieza a romper las normas y su vida da un giro inesperado por culpa del extraño nuevo chico de su clase, la llegada de unas luciérnagas mágicas y una grieta inquietante que se extiende por toda la ciudad de Fairbridge.

Mientras Hunter y Luna sortean la enemistad y los secretos de sus familias, todo a su alrededor se desmorona. Solo pueden confiar en su amor… pero se les acaba el tiempo y el destino se saldrá con la suya.

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Published on January 23, 2024 01:46

January 21, 2024

«Voces de lo insólito: Año 1», ya disponible

Tras meses de trabajo, por fin se publica la antología Voces de lo insólito: Año 1, donde se recopilan las nueve historias que Aitana Vega Casiano y yo hemos traducido para nuestro pequeño proyecto de ficción corta, Voces de lo insólito.

Desde que lo fundamos en abril de 2023, teníamos claro que queríamos publicar una antología anual, tanto para darle un nuevo formato a los relatos como para facilitar su lectura. Y el resultado ha sido maravilloso. Gracias a la cubierta que ha diseñado Maria Picassó y a la maquetación de Rebeca Cid, abrir esta antología es como adentrarse en un mundo lleno de posibilidades, sentimientos y aventura.

Los nueve relatos que componen Voces de lo insólito: Año 1 son historias que nos han emocionado a Aitana y a mí, que nos han removido por dentro y se han quedado de un modo u otro en nuestros corazones. Entre sus autores, podemos encontrar a gente más conocida, como Annalee Newitz y Angela Slatter; a escritores inédites en castellano, como Shaoni C. White, Iori Kusano, Allison King y Dominique Dickey; a autores noveles, como Maryan Mahamed, y a voces emergentes que empiezan a resultar familiares por estos lares, como Eugenia Triantafyllou y Samantha Mills.

Si te gustan la fantasía, la ciencia ficción y el terror, te animo a que te suscribas el tiempo que quieras a Voces de lo insólito para conseguir esta antología que hemos organizado con mucho cariño. En 2024 vamos a seguir publicando más relatos, a organizar más ciclos de lectura (ojo, que el próximo ya está anunciado) y a disfrutar de la comunidad que hemos creado en Voces. Ojalá te veamos pronto por allí. ❤

Cubierta diseñada por Maria Picassó
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Published on January 21, 2024 01:13

January 1, 2024

Un nuevo año

Comienzo la entrada sin saber bien qué decir. Nunca me ha gustado el fin de año, aunque adoro comenzar cosas nuevas. Tampoco soy mucho de escribir un listado de propósitos, aunque intente plantear algunos cambios en el mobiliario mental. Ni me gusta echar la vista atrás hacia lo que ha pasado este año, porque suelo tener una memoria nefasta y solo me acuerdo de lo malo.

Pero este ha sido un año de cambios, de aprender a conocerme y saber cuándo poner límites o cuándo abrirme más. He empezado a ir a clases de pintura, por ejemplo, algo que no me había atrevido a hacer nunca porque ¿y si se me da mal? (Spoiler: no se me da de pena, pero tampoco es que sea un as del pincel). También estoy empezando a ver que tengo gente cerca, no solo al otro lado de la pantalla. O que me gusta hacer deporte, pese a la pereza extrema cinco minutos antes de salir de casa. O que la apatía es mi peor enemiga y la responsable de muchos pensamientos que no me gustaría tener.

Año de cambios, como ya he dicho. ¿Y qué será 2024? Espero que sea un año tranquilo, de estabilidad, de reforzar lo bueno e ir despachando lo malo, aunque cueste. De leer tochos, que me dan miedo, y de mostrarme un poco más, porque en los últimos años me da la sensación de haber perdido mi voz personal.

También quiero hablar más de libros, de las cosas que hago tanto en mi trabajo como entre bambalinas. En 2024 se publican libros que jamás soñé traducir, como Space Opera, de Catherynne M. Valente, o Sangre y espina, de Margaret Owen (y otro que aún no puedo contar, pero que me ha obligado a enfrentarme a mi impostore). También voy a seguir al pie del cañón en Voces de lo insólito junto con Aitana Vega Casiano, porque adoro publicar nuevas voces, nueva narrativa corta, nuevas formas de entender el mundo que nos rodea o el mundo que imaginamos en nuestras mentes. Y quiero seguir conectando con más personas, abriéndome a ellas y conociéndolas. Esto es algo que siempre me da mucho miedo, porque, al exponer el alma, luego cuesta curar las heridas.

En fin, ¿propósitos para 2024? Seguir, seguir, seguir adelante, que ya es, y sobrevivir y luchar y traducir y leer y no desesperarse por el mundo de mierda en el que vivimos. Hay cosas buenas ahí fuera, y ojalá todo el mundo tuviera acceso a ellas. Ojalá 2024 sea el año en el que nos demos cuenta de que todo el mundo tiene derecho a una vida digna.

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Published on January 01, 2024 01:52

December 10, 2023

Reseña de «Black Sheep», de Rachel Harrison

Me ha dado por leer terror en diciembre, así que me puse a mirar en la pila física y digital qué tenía de terror. Hacía tiempo que no me daba por el género, con lo que había poco donde elegir, pero encontré una novela de Rachel Harrison, una de las autoras que más me hacen disfrutar del terror.

Descubrí a Harrison con Cackle hace ya un par de años, y me encantó, y este mismo año leí también Such Sharp Teeth, que me dejó un poco fríe. Su terror es muy actual, con mujeres siempre en el foco y tramas un tanto tópicas, pero con algunos elementos que a mí me han llegado a sorprender para bien.

Total, que me apetecía leer terror, me habían enviado una copia de prensa de lo nuevo de Rachel Harrison, que sale en enero, y allá que fui, a por Black Sheep.

En el centro de Black Sheep tenemos a Vesper, la oveja negra de la familia, que a la tierna edad de 18 años se marchó de su hogar para no volver. No es que tuviera una mala infancia ni una familia disfuncional. Simplemente no creía en ese «Señor» al que le rezaba con tanto fervor su familia y el resto de la secta a la que pertenecían.

Black Sheep me ha sorprendido. Me ha hecho reír un poco, sufrir por la protagonista y alzar alguna que otra ceja con escepticismo hacia el final porque no sabía cómo acabaría la cosa, ya que yo lo veía todo muy chungo. Pero lo he disfrutado muchísimo y me ha dado ganas de seguir leyendo terror y de desempolvar la pila de novelas terroríficas.

No sé si Rachel Harrison sacará más novelas en 2024, pero yo estaré ahí en primera fila para leerlas.

¡Gracias a Titan Books por el ejemplar en digital!

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Published on December 10, 2023 00:58

December 7, 2023

Charla sobre traducción de novela romántica queer

El próximo martes 12 de diciembre, de 18 a 19:30, impartiré una charla en línea sobre traducción de novela romántica queer organizada por Asetrad. La he titulado Charla sobre conceptos y traducción queer en la novela romántica, que es un título aburridísimo, lo sé, pero quería dejar claro lo que se espera de la actividad.

La dinámica será la siguiente: habrá cosas un poco teóricas, como por ejemplo por qué considero que la traducción queer es un tipo de traducción especializada, pero también habrá ejemplos prácticos sacados de novelas románticas reales. Hablaremos de sesgos, homofobia, neologismos, diversidad y escenas picantonas, y también intentaremos pasárnoslo bien en el proceso.

La charla dura hora y media y os digo desde ya que recopilé tanto material que me habrían hecho falta como diez horas para explicarlo todo, pero he intentado hacer una charla para todos los públicos, es decir, tanto para gente que sabe del tema como para personas que quieren iniciarse en la terminología queer.

Esta es la primera charla del ciclo Cómo seducir a un traductor que ofrece a Asetrad para sus socies, pero también para gente de otras asociaciones y público en general (aquí podéis inscribiros). Habrá otras dos charlas más sobre traducción de novela romántica, a saber:

¿Traducir escenas de sexo es tan divertido como parece? , impartida por Puerto Barruetabeña. La gracia de la traducción , impartida por Xavier Beltrán.

Además, al final del ciclo se celebrará una mesa redonda con les tres ponentes y que estará centrada en la traducción de novela romántica.

Si os interesa pero tenéis alguna duda sobre las inscripciones, os recomiendo que preguntéis directamente a Asetrad, ya que yo solo iré (virtualmente) a dar la chapa sobre cosas queer. Me hace muchísima ilusión poder compartir con vosotres todo lo que he aprendido mientras investigaba para estar charla. ¡Os prometo que hay cosas muy, muy interesantes!

Foto de cabecera: Elena Rabkina en Unsplash

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Published on December 07, 2023 07:18

August 27, 2023

Morera y Lechuza, de Aliette de Bodard

Relato publicado por primera vez en Matreon y nominado a los premios Ignotus de 2023. Puedes leer el texto directamente o descargarte la versión en Epub aquí.Traducción de Carla Bataller Estruch 

Año del Dragón Âm, quinto año de la Emperatriz Pacífica y Armoniosa, Nébula de la Gran Morera

Thuỷ estaba en la cabina de El gobio en el pozo, con los bots dispuestos sobre los hombros y aferrados a sus muñecas, mientras observaba el corazón de la nébula.

No había nada extraordinario en ella: la Nébula de la Gran Morera era grande, con estrellas nacientes dispersas en su interior y tan remota que llegar hasta allí, incluso por los espacios profundos, había requerido un viaje de tres meses. En la pátina de la cabina de Thuỷ (una capa fina como una pantalla que le mostraba los datos combinados de todos los sensores de El gobio en el pozo) tampoco había gran cosa que ver: una oscuridad que parecía extenderse absoluta desde el centro de la pátina y el correspondiente pico de gravedad de la luz captada.

—No pienso avanzar más, niña —dijo la Gobio. La nave proyectó su avatar en la cabina: una versión más pequeña de sí misma, con el metal del casco reluciendo con la luz característica de los espacios profundos.

Thuỷ suspiró.

—Lo sé, señora. Ese era el trato, ¿no? Gracias por llevarme tan lejos.

Toqueteó uno de los bots, palpó su cuerpo pequeño, del tamaño de un puño; las piernas frágiles de metal extendidas sobre su corona de sensores. Debería consolarla, pero ya había dejado atrás todo consuelo.

Llegar allí le había exigido tanto… No solo por los tres meses, sino por la investigación, la cabezonería y el soborno de una decena de oficiales por todo el Imperio, desde el Primer Planeta hasta las estaciones y orbitales sin número. Persiguiendo un rumor tan escurridizo que casi era un mito.

Thuỷ se miró la mano: una fina tracería de luz materializó el pase que le había comprado a un exdelegado borracho de Asuntos Militares. Le dijo que la llevaría hasta allí, justo al corazón de los gradientes gravitacionales… Y, lo más importante: también la sacaría.

—¿Crees…? —La Gobio calló un momento—. ¿Crees que este es el lugar correcto? ¿Crees que ella está ahí?

La Gobio usó el pronombre para «ejecutora», ya que transmitía tanto admiración como temor.

—No lo sé. ¿Quieres averiguarlo?

—Me lo puedes contar después. —La carcajada de la nave fue breve y carente de humor—. Si sobrevives.

Oscuridad, en el centro. Una persecución absurda que conducía a otro agujero negro o a algún fenómeno parecido… o justo lo que estaba buscando, lo que necesitaba. Lo que Kim Lan necesitaba con desesperación.

Rehabilitación. Perdón.

—Si sobrevivo —dijo Thuỷ; no quiso pensar en eso y quitó la pátina con un gesto de la mano—. Voy a prepararme.

**

Veinte años antes

En los confines de los planetas numerados, la rebelión contra el Trono del Dragón no era tanto un crimen atroz sino más bien algo completamente banal: un acto de desesperación, un instinto de supervivencia o la rabia contra las pérdidas inevitables por las guerras del imperio. Un contagio como una cerilla que enciende un papel tras otro: una hija siguiendo a la madre, un hermano del alma o de sangre siguiendo al otro.

Thuỷ se contagió por seguir a Kim Lan, como siempre hacía.

Estaban en la casa de té, tomando algo y viendo a la poeta del centro avanzar en su actuación; invocaba pátinas etéreas con cada movimiento de sus mangas, fragmentos breves de imágenes, sonidos y olores como otras realidades, algunas en las que la guerra, la escasez de comida o los cortes de la red no aparecían en absoluto.

«Necesito ayuda», había dicho Thuỷ cuando Kim Lan le preguntó qué tal le iba todo. Y, al pensar en sus problemas (las deudas, la falta de alimento, el valor de su sueldo que se reducía más y más con cada mes que pasaba), aquello fue demasiado y casi se había echado a llorar.

Kim Lan la miró pensativa. «Espera aquí», dijo, y regresó con una persona a la zaga.

—Mira, hermana pequeña —dijo Kim Lan—. Esta es Bảo Châu, una amiga mía. Puede ayudarte con los impuestos atrasados.

Châu era una mujer mayor imponente, como las señoras del mercado que lo han visto todo: un moño sujeto con horquillas tan afiladas como dagas y bots del color del óxido y la oscuridad del espacio, casi invisibles sobre la túnica austera y utilitaria que llevaba.

—Thuỷ, ¿verdad? Entrenaste para ser Maestra del Viento y el Agua.

Thuỷ se sonrojó.

—Sí. Fue en el año del Buey Dương. Cuando se quemaron las escuelas.

No las volvieron a abrir después de eso, solo redujeron el número de plazas disponibles… y la gente como Thuỷ se había marchado. Nunca tuvieron una oportunidad, porque procedían de los márgenes del imperio y carecían de medios para pagar por los regalos del vacío a oficiales con tal de facilitar su paso por el sistema.

—Sí —dijo Châu. Sonrió, pero con tristeza—. Puedo arreglar lo tuyo con el Ministerio de Hacienda, pero, a cambio, nos deberás una.

A Thuỷ le habría gustado preguntar a quiénes incluía ese «nos», pero ni con veinticinco años era tan ingenua.

—¿Qué queréis?

—Nada que no nos puedas dar. Experiencia. Hay naves que necesitan un apaño. Sistemas que necesitan… un empujón.

No añadió más: solo miró a Thuỷ mientras sorbía su té como si fuera uno de los mayores manjares en la corte imperial del Primer Planeta.

Thuỷ miró a Kim Lan, que le devolvió la mirada con firmeza. Alzó las manos como si sostuviera un cuenco invisible de ofrendas: el mismo gesto que habían hecho en el compartimento de su madre, con los brazos entrelazados para hacer un pacto vinculante como en el huerto de melocotoneros.

«Aunque no nacimos el mismo día del mismo mes del mismo año, esperamos morir así…».

Una junto a la otra, y siempre lo habían hecho de esa forma: durante los años en los que todo se volvió más y más difícil, durante los fracasos del imperio; en la muerte de la madre de Kim Lan y en el compromiso fallido de Thuỷ; durante las fiestas y la hambruna y los días de guerra.

El castigo por la rebelión no solo era una muerte lenta para ella, sino para nueve generaciones a su alrededor. Pero era la hermana por juramento de Kim Lan… y había llegado la quinta notificación fiscal en cinco meses, la comida en la mesa escaseaba, sus padres ancianos estaban cada vez más delgados y se producían más y más fallos en los sistemas y los bots del compartimento.

—Lo haré —dijo, y Kim Lan sonrió.

—Bienvenida, hermana pequeña

**

Thuỷ había olvidado lo que se sentía al salir.

Al principio avanzó con una lanzadera y luego, a medida que la gravedad aumentaba, tuvo que abandonarla y ponerse una piel sombra para evitar estropear la lanzadera y contraer otra deuda más con la Gobio que no podría pagar.

La tela fina y flexible de la piel sombra estaba empapada y se le pegaba a su propia piel, incluso antes de salir al vacío; las manos se aferraban al pequeño remolque que la ayudaba a maniobrar. A su alrededor, la luz caía en franjas, pero por delante solo había una oscuridad creciente y los sensores de sus bots le recordaban con alertas periódicas que la gravedad aumentaba de forma progresiva.

Mientras se adentraba, trazaban su curso. El espacio empezó a distorsionarse, y el tiempo también. Los sensores registraban la profundidad de la distorsión, cuánto se ralentizaba respecto a la Gobio y en qué medida debería corregir las comunicaciones. La marca de la mano empezó a brillar mientras navegaba entre fragmentos de rocas; no veía nada, pero por delante y por detrás se abrió un pasadizo, un empujón suave de la gradiente gravitacional en un camino que no era un punto muerto.

El remolque pesaba una barbaridad en sus manos. La marca le dolía y luego desapareció; «ahí», pareció decir sin palabras.

Thuỷ colgaba en la oscuridad, en el vacío; ingrávida y sin nada, tan solo el sonido de su propio pulso en el pecho y los oídos, su propia respiración.

«Ahí».

Se había equivocado: la oscuridad no era tan absoluta. Unas estrellas lejanas brillaban a su espalda… y, por delante, en las sombras, había algo: una silueta inmensa que de repente estaba demasiado cerca, demasiado grande, a punto de tragársela por completo en sus pliegues.

Era cierto. Ay, ancestros, todo era cierto: el pasado, la cárcel.

La prisionera.

La lechuza con la lengua de la luna. La ejecutora de la voluntad de la emperatriz, la nave que había recorrido los confines del imperio asesinando y ejecutando rebeldes, uno tras otro: en compartimentos, en casas de té, en medio de multitudes. Sembró el terror necesario para terminar con la rebelión.

Thuỷ se acordó del rostro de Hải, del rostro de An, de cómo se quedaron quietas durante un instante después de que el grito de la Lechuza las encontrara, el brillo tembloroso en el abismo de sus ojos, liberado de repente y extendiéndose en manchas moteadas por toda su piel, las manchas desprendiéndose, los huesos derritiéndose y todo su cuerpo cayendo fofo como un abrigo que se vacía de repente; las multitudes en la explanada apartándose despacio de la sangre que manchaba los suelos de metal, silencio absoluto y, en cada semblante, esa verdad contundente e inadmisible: qué afortunados se sentían de no haber sido el objetivo de la Lechuza.

—Una visitante. Hacía demasiado tiempo que no tenía compañía.

La voz era femenina, clara y sarcástica. Usó el pronombre para señora: una brecha de edad y estatus entre las dos, pero no demasiado grande.

—Ejecutora. —Thuỷ usó el mismo pronombre que la Gobio había empleado.

Una carcajada resonó a su alrededor en la oscuridad.

—¿Ejecutora? Un título que hace tiempo que no tengo. ¿Qué te trae aquí, pequeña? —El pronombre no era ni siquiera el de las niñas, sino uno subordinado, de una súbdita ante la autoridad—. ¿Por qué has entrado en mi órbita?

—Tienes una cosa que quiero.

—¿Ah, sí?

Algo se encendió en ese momento: una luz, luego dos, luego diez mil y, de repente, estaba suspendida, pequeña, ingrávida y completamente insignificante, en la órbita de una nave del tamaño de toda una ciudad. La luz era tan intensa que cegaba; incluso aunque el traje oscureció de inmediato el visor, solo captó un vistazo: un momento breve de claridad para ver unas protuberancias afiladas y el casco repleto de portillas de armas, antes de que lo único que percibiera fuera esa luz intensa y dolorosa.

Kim Lan, riéndose de ella después de que robaran los Graneros, con los vehículos llenos de plantones de arroz y alcohol barato. Kim Lan, alzando el brazo en ese brindis fantasmal, un recordatorio del juramento que habían hecho… Bebiéndose el té de un trago cuando se enteraron de que la Lechuza había matado a Diễm My y también a Vy… y luego ese último té del que habían disfrutado juntas, su rostro acalorado mientras hablaba de la amnistía imperial. Cómo de desesperada y pálida estaba.

—Tengo una amiga.

—Ah. —La voz de la Lechuza era burlona—. Ah. Una amiga muerta, deduzco.

Se acordó de Hải y An y Châu, y de los años huyendo, de que las atraparan una a una, las mataran una a una.

—Tú las mataste —dijo, con los puños apretados. Usó el pronombre plural.

—Ah, varias amigas, pues. Eres una pequeña rebelde, ¿eh?

—Antes. —Hacía mucho tiempo, en otra vida. La madre superiora diría que Thuỷ necesitaba dejar pasar aquello, librarse de las preocupaciones de su vida anterior. La madre superiora tenía buena intención, pero no lo entendía—. Eso ya no es relevante.

—¿No? —Su carcajada llenó el espacio alrededor de Thuỷ—. Irrelevancia. Qué curioso. Maté a tus amigas y lo disfruté. Cada instante, desde el decreto imperial de sus muertes y la búsqueda hasta que las encontré; ese aumento paulatino de poder en el sistema de localización hasta que al fin pude disparar, hasta que las sentí, desgarradas, sin huesos, hasta que las vi caer al fin y todo terminó. Dime: ¿todo eso es irrelevante?

Había un motivo por el que la Lechuza estaba allí y no era solo que reinase la paz en el imperio o que hubiera una nueva emperatriz, una que intentaba unir de nuevo la tela rasgada de su sociedad, hacer que los exrebeldes habitaran las mismas estaciones y planetas que los oficiales leales. La Lechuza estaba allí porque era un monstruo. Porque quizá había un momento y un lugar para una despiadada ejecutora, pero una que disfrutaba de la matanza y el dolor… A esa mejor llevarla bien lejos, mejor hacerla inofensiva y encerrarla, al menos hasta que se la volviera a necesitar.

—Para —dijo Thuỷ.

—¿Me lo suplicas?

No, porque eso nunca la detendría, ¿verdad?

—No he venido por eso. Tú no mataste a mi amiga.

—Ah.

Silencio, pero supo que le había picado la curiosidad.

—Eres una testigo.

—¿Lo soy?

Thuỷ se obligó a respirar.

—Aceptó la amnistía. Tienes su declaración.

—Yo no tomaba declaraciones. ¿Por eso estás aquí? Ve a ver al magistrado.

—La magistrada está muerta. —Incinerada en las mismas revueltas que mataron a Kim Lan, pero el archivo que subió a la Lechuza aún seguiría en la memoria de la nave—. No hay ningún registro.

—¿Y por eso has venido hasta aquí, a por el mío? —Otra carcajada, pero sin humor—. ¿Es eso lo que quieres?

Thuỷ tragó saliva, con un regusto amargo sobre la lengua. ¿Qué quería? Perdón. Expiación. La sonrisa de una mujer muerta; la mentira de que todo volvería a estar bien, un roce y un brindis. Cosas muertas, recuerdos muertos, sentimientos muertos.

—Murió como rebelde. Toda su familia sigue bajo la orden de exterminación. —Habían huido, claro. Fuera del alcance del Imperio, hacia lugares inciertos, estaciones y orbitales aislados, los centros mineros en pequeños asteroides donde no se hacían demasiadas preguntas siempre y cuando trabajases—. Quiero revocarla.

Silencio. La nave delante de Thuỷ (grande, enorme, cegadora e inflexible) no se movió. No le hacía falta: atraía a Thuỷ despacio hacia sí misma, hacia la inexorable órbita de cada una, en un abrazo eterno.

—Deduzco que no has venido hasta aquí para intentar convencerme.

Thuỷ tragó saliva.

—No.

—¿Las llaves de mi libertad? —El tono de la Lechuza era curioso—. No las tendrás, ¿verdad?
Thuỷ tenía un pase y casi esperaba que no funcionase. Ni por asomo dejaría salir a la nave de esa cárcel que habían construido para ella.

—No.

—No me interesa el dinero.

—De eso no tengo.

Ya no… no después de volver, sobornar a demasiada gente y encontrar una nave mental que estuviera dispuesta a llevarla tan lejos.

—Y claramente no me darás tu vida, porque no podrás ayudar a tu amiga si estás muerta. Aunque tampoco es que valga mucho, verdad.

Eso dolió. Thuỷ había huido de esa vida para salvarla (al ponerla por encima de todo, incluso de los lazos de una sororidad por juramento) y, al desestimarla como si nada, la Lechuza presionaba poco a poco las viejas heridas hasta abrirlas.

—¿Qué puedes darme que ansíe tanto?

Thuỷ tragó saliva.

—Puedo arreglarte el sistema armamentístico.

La risa de la Lechuza destrozó a Thuỷ, como si el sistema de armas siguiera operativo, como si pudiera gritar y hacer que Thuỷ se derrumbara igual que las demás.

—Mis armas. ¿Y me dejarás aquí? ¿Por qué crees que me interesa eso?
Thuỷ había tenido tres meses en los espacios profundos para cavilar sobre aquello… y, antes de eso, en el monasterio, cuando descubrió que la Lechuza seguía viva, pensó que quizá había una oportunidad de limpiar el recuerdo de Kim Lan.

—Decían que era tu grito. El sistema armamentístico. —Silencio de parte de la nave—. Cuando te detuvieron por los crímenes de guerra, te lo quitaron. Era demasiado peligroso. Incluso en la cárcel. Incluso en medio de la nada.

—¿Has acabado de contarme cosas que ya sé?

Thuỷ insistió. No le quedaban muchas más opciones.

—Pero para ti no es eso, ¿verdad? Un grito es una voz. Te arrebataron una parte de tu voz.

—¿Y crees que puedo usar esa parte para algo que no sea matar? —El tono de la Lechuza era ligero e irónico.

—Creo que quieres recuperarlo. Aunque estés prisionera. Aunque no tenga un uso práctico. Creo que lo quieres recuperar porque siempre será parte de ti.

—Parte de mí. —Silencio, pero afilado—. No has respondido a mi pregunta, ¿eh?

—No. ¿Acaso importa? ¿A quién vas a matar aquí fuera?

La respuesta tácita colgó en el aire: obviamente, Thuỷ era el único objetivo vivo.

—Deduzco que quieres una garantía de que sobrevivirás.

—No —dijo Thuỷ. Mantuvo el tono informal, como si no le diera importancia… pero por dentro vio el rostro de An, el rostro de Châu, oyó la deformación de sus cuerpos muertos en el suelo. Todo eso le ocurriría a ella si la Lechuza decidía que no valía la pena mantenerla con vida. ¿Y cuándo había decidido una genocida y ejecutora imperial que valía la pena perdonar la vida a los exrebeldes?—. Quiero ver la declaración de mi amiga para asegurarme de que la tienes, pero no necesito tu garantía. Vine con una nave mental.

—Lo sé. Está demasiado lejos para salvarte.

Thuỷ sonrió bajo la piel sombra.

—No lo entiendes. Si no vuelvo, sabrá que me has matado y llevará las pruebas a los planetas numerados. Tus carceleros sabrán que te he arreglado las armas. ¿Cuánto crees que las conservarás?

Silencio. Notaba el pulso de la gravedad a su alrededor, estrechándose… como rabia acrecentándose despacio.

—Qué lista —dijo la Lechuza, aunque parecía una amenaza. Algo brilló en el campo de visión de Thuỷ, no un archivo con su autenticación, solo una imagen de él: «Yo, Phạm Thị Kim Lan, reconozco que he errado y que la Emperatriz Pacífica y Armoniosa ha elegido extender su misericordia infinita del mismo modo que extiende su gracia, como una tela que nos cubre a todos con las estrellas del cielo…».

En la parte inferior, bajo el sello bermellón, aparecía la firma familiar y contundente de Kim Lan, autenticada por su sello personal.

La declaración. Era real. La Lechuza la tenía. Thuỷ podría… al fin podría enmendar lo que había hecho.

Algo cambió en la masa de luz delante de Thuỷ. Un ligero ajuste, pero de repente pudo ver la nave: el grueso del casco; la forma marcada y estilizada de los bots recorriendo cada superficie; las finas y acanaladas aletas propulsoras, cerca de los transmisores iónicos en la parte trasera… Las pinturas del casco, que Thuỷ casi esperaba que fueran manchas de sangre, en realidad representaban flores de albaricoque, poemas caligrafiados y un río de estrellas a la sombra de unas montañas, una obra de arte inesperada y tan delicada que quitaba el aliento. Algo se movió: un desplazamiento laborioso de bots que atrajo la mirada de Thuỷ hacia un trozo de oscuridad en el centro de la imagen, entre dos montañas.

—Entra, pues, chica lista. A ver qué puedes hacer.

**

Quince años antes

La noche en que ayudaron a escapar a los niños de An y Châu de la cárcel, lo celebraron.
An y Khiêm estaban en el escondite, un compartimento vacío en el hábitat de Albaricoque Đỗ que habían ocultado a toda prisa bajo la pátina de una casa de té concurrida. Nada que soportase un escrutinio imperial de cerca, pero, en los espacios vacíos y desolados de un hábitat medio destruido cuya gran parte de los habitantes había sido evacuada, serviría.

Châu y An se emborracharon e hicieron pátinas elaboradas, como era su costumbre: mares de estrellas, dragones fantasmales, naves espaciales que crecían poco a poco hasta llenar el espacio… y los niños de An reían y bailaban y recitaban poesías ebrias mientras las patas de sus bots chasqueaban por el suelo.

Thuỷ debería haber sentido alivio por su éxito, pero a medida que avanzaba la noche, mientras reflexionaba sobre las escaramuzas en los planetas numerados, la letanía de naves perdidas (suyas no, porque su pequeña organización apenas tenía recursos para unas cuantas lanzaderas, pero había más esquirlas de rebelión en otros lugares), mientras reflexionaba sobre la Flota Imperial… La tensión en su pecho creció y creció, hasta que el compartimento se le antojó demasiado pequeño, demasiado hacinado, y salió fuera a por aire mientras sujetaba la fría porcelana de su taza de té.

Fuera, el pasillo estaba desierto y en silencio; no el silencio habitual de los hábitats, con algún que otro siseo leve en el fondo de los filtros de aire y, de vez en cuando, el chasquido de las patas de los bots sobre el suelo mientras pasaban de arreglar una cosa a otra. Ese silencio sonaba como el preludio del final. Las pátinas eran mínimas: pantallas parpadeantes de las estadísticas vitales, como el oxígeno y la temperatura, pero nada de noticias, videoclips ni los adornos de otros compartimentos. Tan solo el metal fatigado que parecía tan vacío como Thuỷ.

—Pareces triste. —Kim Lan se deslizó sin esfuerzo a su lado—. Toma.

Llevaba una cesta de dumplings y sus bots se la pasaron a Thuỷ.

Esta no habló durante un rato.

—¿Te has enterado? Se rumorea que La lechuza con la lengua de la luna viene hacia aquí.

—Mmm. —Kim Lan se sentó mientras mordisqueaba una bola de masa. Su cabello descansaba sobre un conducto roto, que chirriaba, y los bots lo apartaron con cuidado—. Viene hacia aquí, sí.

—¿Y no tienes miedo? —Fue el turno de Kim Lan de no decir nada—. Estamos perdiendo, ¿verdad? Hemos salvado a Châu y a los niños, pero nunca vamos a ganar. Nunca vamos a derrocar a la emperatriz.

Ni siquiera cambiarían el imperio… o, si lo hacían, era un cambio que traería su destrucción y la exterminación de todas las personas en los hábitats del cinturón.

—Piensas que esto va sobre ganar —dijo Kim Lan.

—¿Y de qué va si no?

El semblante de Kim Lan se endureció.

—De sobrevivir.

—¿Cómo vamos a sobrevivir contra la Lechuza?

Había oído los rumores. Había visto los videos. Había visto que daba igual dónde estuvieran las víctimas: cuando los sistemas de armas ponían las miras en ellas, morían como si el largo dedo de la muerte las señalase desde la órbita de la Lechuza.

Ellas. Ellas morirían, las destrozarían a modo de ejemplo para cualquiera que osara rebelarse.

—No lo sé —respondió Kim Lan con un suspiro—. ¿Crees que habrías sobrevivido a un sexto aviso fiscal? ¿Y tus padres?

Tenía comida para ellos. Alcohol y alimentos robados. Y los recaudadores de impuestos y los oficiales habían huido del sistema a raíz de sus actividades. Y, aunque tuviera muchos defectos, nunca se había mentido a sí misma.

—No —replicó Thuỷ.

—Ahí lo tienes.

—¿Cómo crees que algo de eso nos protegerá contra la Lechuza? ¿Cómo?

—No lo entiendes. —El tono de Kim Lan era suave—. Las decisiones que hemos tomado fueron para llegar hasta aquí. Una cosa tras otra. —Agarró la mano de Thuỷ durante un instante—. Sé que tienes miedo. No pasa nada. Estoy aquí. Siempre estaré aquí.

Y, durante un momento, regresaron a esa cocina, acaloradas por la bebida y la juventud, sus caminos unidos inextricablemente por decisión propia.

Thuỷ alzó la taza y miró los cables expuestos del hábitat. Los bots correteaban por ahí, tristes y solos, como si se avergonzaran de en qué se había convertido ese lugar. Las palabras del juramento de sororidad resonaron en la mente de Thuỷ. «Aunque no nacimos el mismo día del mismo mes del mismo año, esperamos morir así…».

—Esperamos morir así. —Un juramento como el del huerto de melocotoneros, ahora y para siempre—. Aunque el objetivo no es morir.

Kim Lan sonrió.

—Exacto. Hemos llegado hasta aquí. Y llegaremos más lejos, ya verás. Siempre hay una salida. Y ahora, vuelve dentro, ¿quieres? Te estamos esperando para la siguiente ronda de holos poéticos.

**

Año del Dragón Âm, quinto año de la Emperatriz Pacífica y Armoniosa, Nébula de la Gran Morera

Thuỷ había esperado (en realidad, no supo qué esperar cuando entrase en la Lechuza) algún tipo de guarida extravagante con pasillos llenos de sangre y huesos en ataúdes, algo que carecía de sentido porque ¿para qué iba a tener la Lechuza esas cosas a bordo?

En vez de eso, había un pasillo muy parecido al de los hábitats: destartalado, con pocos bots y trozos de cableado expuesto y agujeros donde se habían caído los paneles, aunque la gravedad no era tan intensa como para que Thuỷ se mantuviera de pie. Era un poco como los asteroides mineros: la leve sensación del peso de sus huesos, pero nada que le impidiese flotar. Thuỷ se agarró a su remolque mientras atravesaba la nave.

Y, con su avance, las luces se encendieron.

Eran azules y rojas y doradas; despacio, fueron pasando de un color a otro en un festival imposiblemente lejano. Débiles y parpadeantes, las pátinas al despertarse no eran lo bastante opacas para ocultar las ruinas de abajo. Pero en una ocasión fue hermoso: imágenes de paisajes estelares y templos del Primer Planeta, holos de preciosas estatuas y teteras y figuras de jade; armonías tenues y rotas de una música irreconocible.

—Por aquí —dijo la Lechuza. Un grupo de bots guio a Thuỷ por la nave.

Más pasillos, más vacío: cabinas desocupadas sin adornos, como compartimentos saqueados tras la guerra civil. Y espacios más grandes que serían como pabellones, pero que ahora permanecían vacíos con suelos rayados y deshechos flotantes. Y una puerta, que se abrió como por arte de magia en una pared cualquiera, tras un cuadro translúcido de un dragón en medio de las estrellas.

Dentro, oscuridad, y en el centro de un círculo de luz que se ampliaba gradualmente, algo que parecía un árbol con ramas afiladas. Y, sobre él, una masa enorme y palpitante de carne y mecanismos.

La nave. La Mente que conducía el cuerpo, conectada a cada sensor, a cada sala, a cada pátina a bordo.

—¿El sistema de armas está en la sala del corazón?

El lugar más vulnerable de una nave, como el cerebro de un ser humano… ¿y le acababa de dar acceso así como así a Thuỷ?

No, así como así no.

Porque los bots, los que escaseaban por el resto de la nave, estaban allí. Todos: un mar de metal brillante entre la Mente y ella, con las patas erizadas… como un filo, una multitud agitada que esperaba una señal para tragársela entera.

—Si intentas algo —dijo la Lechuza, en un tono ligero y conversacional—, te ahogaré.

Thuỷ intentó respirar y fracasó. Lo único que veía era los bots, cómo se alzaban, cómo la arrollarían; le cortarían el traje y le romperían el visor para dejarla abierta al ahogo del vacío.

Por Kim Lan. Hacía aquello por Kim Lan. Por lo que no había conseguido hacer en otra vida.

—Quiero pruebas —dijo—. De la declaración.

—¿Antes de que me arregles? Me parece que no.

—Luego no me darás nada.

—¿No? ¿Es que no confías en mí?

—Eres una asesina. Así que no.

—Yo no abandoné a mi amiga. —El tono de la Lechuza era malicioso—. ¿Qué valor tienen tus promesas?

«Aunque no nacimos el mismo día del mismo mes del mismo año, esperamos morir así…».

Las palabras la quemaron.

—No la abandoné —replicó Thuỷ con demasiada rapidez y dolor—. ¡No la abandoné!

—Lo que tú digas. —Ahora se burlaba de ella—. Aun así… no voy a darte nada hasta que lo arregles.

Ni por asomo iba Thuỷ a arreglar la nave sin ninguna garantía. Sopesó sus opciones, sus tácticas de negociación, y no se le ocurrió nada interesante.

—Pues supongo que estamos en un punto muerto, porque no pienso empezar.

Había un agujero en una pared, cerca de los bots… y algo brillaba dentro. Al acercarse, vio la pátina: una ilusión de lo que había ahí antes. Detrás, sin embargo…

Su intuición había acertado: los carceleros se dejaron llevar por la pereza. Era el fin de la guerra y tenían prisa para llevar a la Lechuza a un lugar donde no tuvieran que preocuparse por ella. Solo arrancaron los conectores y destrozaron los paneles de control, pero no habían destruido de verdad el sistema. Sabían que podrían necesitarlo de nuevo, en días menos pacíficos.

—Estaba ahí, ¿verdad?

La Lechuza no habló, pero Thuỷ sintió que la temperatura de la sala cambiaba. Aprobación.

Thuỷ soltó el remolque y usó su superficie imantada para pegarlo a la pared y apagó los sensores de proximidad del traje. Abrió el remolque, el espacio de almacenamiento, para revelar fila tras fila de piezas sobrantes y componentes electrónicos; todo lo que aparecía en los diagramas que el delegado militar le había vendido. El delegado creyó que solo era por curiosidad; estaba seguro de que Thuỷ no se atrevería a hacer nada con ellos. Se había equivocado.

Otro cambio en la temperatura: interés, tensión. Thuỷ se arrodilló y miró dentro.

—Tardaré seis horas en arreglarlo. Puede que ocho.

Silencio a su alrededor. La Mente palpitaba en su trono. Los bots la observaban. Thuỷ era el centro de atención de toda una nave y le pesaba como plomo.

Thuỷ reflexionó un instante. A la Lechuza no le importaba la declaración de Kim Lan de ninguna forma: solo quería que la arreglara. Quería recuperar las armas como parte de sí misma, de su poder. El problema principal no era su falta de voluntad: era la desconfianza y la tendencia natural de la Lechuza a provocar y causar dolor a otras personas.

—Mira lo que te digo —intervino Thuỷ, y se obligó a sonar despreocupada—. Podemos crear una caja fuerte. Un lugar que contenga la declaración de mi amiga… y que solo se enviará si arreglo el sistema.

—Eso puedo detenerlo en cualquier momento, ¿no?

Thuỷ negó con la cabeza.

—Será una caja fuerte donde las dos renunciemos a nuestros privilegios de acceso de una forma irrevocable. Yo no podré alterarla y tú tampoco. Pero no enviará la declaración hasta que el sistema esté operativo de nuevo, así que tú lo recuperas y yo recibo el pago, por así decirlo, si lo termino todo con éxito.

—He oído hablar de esas cosas —dijo la Lechuza. Más silencio. Thuỷ supo que la idea la tentaba.

—Te lo enseño —propuso Thuỷ. Se acercó flotando a la alcoba y empezó a juntar las conexiones para crear la caja fuerte… y, cuando toda la atención de la nave se centró en ella, supo que la había convencido.

**

Ocho años antes

Thuỷ se despertó de sopetón. Alguien llamaba con insistencia a la puerta del piso franco.

El imperio. Las había encontrado. Se las llevarían para ponerlas ante la Lechuza… o las arrestarían para ejecutarlas públicamente y darles la muerte lenta que aparecía en las pesadillas de Thuỷ en los últimos meses de su huida… La misma muerte que habían recibido los niños de An: los bots les cortaron la carne trozo a trozo y retransmitieron el olor y los gritos por todos los hábitats…

Cálmate. Se levantó, los bots se dispusieron sobre sus hombros; les costó encender los sensores.

Llevaban tiempo sin un apaño.

Los golpes habían parado. Thuỷ pasó por encima de las demás, que dormían acurrucadas en el suelo y empezaban a despertar: Ánh Lệ se frotaba los ojos, a Vy le costaba enderezarse y parecía que nada pudiera despertar a Diễm My, que solo había murmurado algo y había vuelto a dormirse como si no pasara nada. Qué suerte ser joven.

—Ya voy yo —le dijo Thuỷ a Ánh Lệ y Vy… con más confianza de la que sentía.

Respiró hondo, se preparó y abrió la puerta.

Era Kim Lan, pálida; los bots se apretaban contra un trapo ensangrentado en su costado.

—¡Hermana mayor!

—No pasa nada. —Kim Lan hizo un gesto con las manos, pero temblaba—. Nadie me ha seguido. ¿Puedo pasar?

—Claro.

La hizo entrar y cerró a cal y canto la puerta. Los arreglos que le habían hecho a la red y las cámaras de vigilancia seguían en su sitio. Los comprobó dos y tres veces mientras Kim Lan se sentaba con las piernas cruzadas en una mesa baja, respirando con fuerza. Sus bots le quitaron el trapo; Thuỷ envió los suyos a buscar vendas de sus escasas provisiones.

—¿Qué ha pasado?

Kim Lan hizo una mueca.

—Hace unos días tuve una escaramuza con la milicia. —De cerca, su piel era una red de puntitos rojos. Venas reventadas. No tenía buen aspecto—. Me han dado por muerta. Aunque tuve que salir al espacio sin una piel sombra durante unos segundos.

Kim Lan permaneció en silencio mientras se bebía el té. Ánh Lệ y Vy la acompañaban, y hasta Diễm My empezaba a quejarse mientras sus bots la pinchaban para que se despertara.

—¿Cuánto tiempo tenemos? —preguntó Thuỷ. El imperio las encontraría. Acabarían como el resto.

—Podemos ir a otro hábitat —propuso Vy. Le temblaba la voz—. O dejar el cinturón e ir a los Territorios Externos o a los Arroyos Gemelos.

—No he venido para que huyáis a otra parte —dijo Kim Lan al fin—. He venido porque traigo noticias.

—¿Noticias?

—No os habréis enterado. La Emperatriz Calma y Fuerte ha muerto. Su heredera ascenderá al trono en cuanto se acaben las ceremonias. Va a ofrecer una amnistía.

—¿Una amnistía? —Thuỷ le daba vueltas a las palabras. No tenían sentido.

—Nos han perseguido —dijo Vy—. Nos han matado una a una. ¿Por qué van a…¿

—No pueden seguir luchando contra la mitad de su población —explicó Kim Lan con un tono amable—. La guerra civil está destrozando el imperio. Podrían matarnos a todas. Sería mucho trabajo. De ahí la amnistía.

—Jamás —se negó Vy.

Kim Lan dejó la taza en la mesa.

—Ya se lo he dicho a Thuỷ. No luchamos para ganar. Luchamos para sobrevivir. La nueva emperatriz dice que quiere establecer reformas. Hacer del imperio un lugar mejor.

—¿Y tú te lo crees?

Después de tanto, después de todos los años que habían sobrevivido…

—Es posible. O quizá no. Sé que cada vez somos menos. Nos matan una a una. Prefiero coger la salida antes de que muramos todas. Si sobrevivimos, siempre podemos luchar otro día.

—Quieres aceptar la amnistía.

—Sí —dijo Kim Lan—. Es mi decisión. No voy a vender a nadie.

Su mirada desprendía dureza. Esperaba una pelea… pero todo el mundo en la mesa estaba cansado y asustado y agotado. Su luz se había apagado hacía mucho tiempo.

¿Cómo podía…? ¿Cómo podía Kim Lan creer al imperio, a la gente que los había matado de hambre hasta que no tuvieron otra opción que rebelarse, a la gente que había matado a Châu y a Hải y a An y a los niños de An como un hecho sin importancia para intimidarles?

—Nos matarán —dijo Thuỷ—. Una amnistía solo es una forma de hacernos salir. La Lechuza sigue en el sistema. ¿Por qué han dejado a su ejecutora si van a permitir que todo el mundo viva?

Kim Lan no dijo nada.

—¡No podemos fiarnos!

Pero ella había tomado su decisión, ¿verdad? Thuỷ respiró hondo.

—Necesito un poco de espacio —dijo. No había espacio en el piso franco, de tan pequeño que era, pero se las había apañado para poner unos filtros de privacidad que creaban la ilusión de estar a solas; el sonido de la discusión de las demás llegaba apagado y todo parecía visualmente lejano.

¿Cómo podía? ¿Cómo podía hacer aquello, por qué esperaba que Thuỷ la siguiera, por qué…?

—Hermana pequeña. —Era Kim Lan, que le pedía con amabilidad que la dejara entrar.

—No.

—Tienes miedo. Lo sé. Y no pasa nada.

—No tengo miedo —dijo Thuỷ, quitando los filtros de privacidad durante un segundo para incluir a Kim Lan. Ahora mantenían una conversación semiprivada, una que las otras no oirían a menos que se esforzaran—. Creo que estás siendo desconsiderada e imprudente.

—¿Y que os pongo en peligro a todas?

No, eso no.

—No quiero perderte —confesó Thuỷ, y dolió decirlo en voz alta.

—Una vez me preguntaste si estábamos perdiendo. Lo estamos —explicó con delicadeza—. Dije que debíamos sobrevivir. Y eso es lo que hay que hacer ahora. No se puede sobrevivir si vamos de un piso franco a otro y perdemos a más gente con cada día que pasa.

—Yo… —Thuỷ intentó hablar y solo encontró la verdad—. No puedo. No puedo hacerlo. No puedo seguirte. No puedo caminar hacia la posibilidad de una matanza total.

—Tienes miedo.

—¡Estoy siendo racional!

—¿Y yo no?

—Tú… tú no dejas de fijar los términos y esperas que yo los siga.

—¿Por el juramento? —Kim Lan se rio, y fue una carcajada triste—. Te libero de él. No hace falta que hagas nada que no quieras.

—No… ¡No funciona así! —Thuỷ había hecho cosas… Tantas cosas. Había saqueado lugares, luchado contra la voluntad del imperio y, durante todo ese tiempo, tenía el consuelo de saber que no estaba sola. Que Kim Lan estaría con ella. Que estarían allí para la otra. Pero eso se había convertido en unos grilletes: un pozo gravitacional que la atraía aunque ella no quisiera, solo porque Kim Lan se había adelantado—. ¡No puedo romper el juramento!

—Claro que puedes. —Kim Lan se rascó el vendaje entre el enjambre de bots y luego se puso en pie—. Como he dicho: haz lo que quieras.

Pero sonaba enfadada y decepcionada.

Thuỷ se sentó e intentó ser amable. Intentó seguir a Kim Lan como era su deber.

Pero las demás estaban muertas porque el imperio las había matado. La Lechuza rondaba los hábitats buscando una oportunidad para encontrar sus señales y atacarlas; la milicia vigilaba y habían preparado los potros de ejecución en todos los tribunales del cinturón. La amnistía nunca sería una realidad y, si llegaba a serlo, alguna persona demasiado entusiasta de la milicia las mataría antes de que pudieran aceptarla.

Había hecho un juramento con Kim Lan.

«Estoy aquí. Siempre lo estaré. Hemos llegado hasta aquí. Y llegaremos más lejos, ya verás».

Y, en ese momento, empequeñecida y asustada y enfadada en ese piso franco que ya no era seguro, supo que no podía ir mucho más lejos.

**

Año del Dragón Âm, quinto año de la Emperatriz Pacífica y Armoniosa, Nébula de la Gran Morera

Arreglar los sistemas fue una tarea lenta y laboriosa: sacar los conectores, encontrar nuevos y que fueran compatibles, cuidar el cableado expuesto.

—Has dicho que yo no maté a tu amiga. —La voz de la Lechuza salió del pantano de sus pensamientos—. ¿Cómo murió?

Por no pensar. Por no ir con cuidado.

—Hubo una escaramuza en el hábitat del Lotus Vũ. Una persona de la milicia se asustó y la mató.

Thuỷ solo se había enterado más tarde, después de marcharse en plena noche, después de unirse al monasterio y cortar todos sus lazos familiares para asegurarse de que el imperio no pudiera encontrarla ni hacer responsable a su familia por sus actos. Después de cambiarse el nombre y pasar desapercibida durante años y creer que el silencio de Kim Lan se debía a su enfado… sin darse cuenta de que había muerto y su familia se ocultaba.

—Ah. Las revueltas. Las mismas que destruyeron el tribunal. La guerra nunca es benévola. —Casi sonaba amigable.

Thuỷ introdujo una pieza cilíndrica en su sitio y los bots la rodearon para comprobar las conexiones.

—¿Perdiste a alguien en la guerra?

Silencio. La Lechuza se rio.

—Perdí mi libertad.

—Tendrías familia —dijo Thuỷ. Le parecía… mal decir aquello, como si así reconociera que los monstruos eran gente a quienes conceder el perdón.

Las luces palpitaban con suavidad mientras Thuỷ añadía otro conector a la rejilla que tenía delante.

—Soy tan vieja que he perdido a todo el mundo. Tampoco es que importe.

—Pues debería.

Una carcajada, amarga y herida.

—¿Me tienes lástima?

—No sé si lo llamaría así —dijo Thuỷ—. Eso no cambia lo que eres o lo que hiciste. Ni el hecho de que disfrutaste de todo.

—Lástima sin perdón. —Las luces parpadearon en la sala del corazón de la Lechuza y las pátinas débiles y diminutas se encendieron, pero en esa ocasión eran personas: un mar de rostros y cuerpos que caminaban y hablaban y reían. Al principio, Thuỷ no supo quiénes eran, hasta que vio la cara de An, la cara de Hải, la cara de Châu. Toda la gente que la Lechuza había matado. Una especie de homenaje conmemorativo a modo de burla… excepto porque la impresión general era de una pérdida profunda.

—Como he dicho: no es que importe.

—Te hacen compañía —dijo Thuỷ al fin. No sabía si sentir rabia o tristeza.

—Sola en la oscuridad y en el silencio —rio la Lechuza, pero su voz estaba cargada de un dolor antiguo—. Supongo que sí.

Una última pieza: no un conector, sino una que Thuỷ había hecho a partir de los diagramas. Era larga y sinuosa e iba desde los condensadores hasta el sistema de mira. En cuanto la introdujera y comprobara su conexión, lo habría terminado de arreglar y la Lechuza volvería a estar operativa, sola en la oscuridad. Le parecía un momento increíblemente solemne y anticlimático a la vez.

Introdujo la pieza, comprobó las conexiones; inspiró para intentar apaciguar sus nervios.

—Ya está —dijo.

Las luces se encendieron. No eran débiles, ni enfermizas ni translúcidas, sino fuertes y decididas. Hubo unas vibraciones, como las de un motor acelerando (o el latido de un corazón), tan fuertes que Thuỷ las notó a través del traje. La caja fuerte liberó la declaración de Kim Lan y la transmitió automáticamente a Thuỷ y de ella, a la Gobio.

«Hermana mayor».

Ya estaba hecho. Tenía todas las pruebas que necesitaba para exonerar a Kim Lan, para restituir su nombre, el nombre de su familia.

—Ya está —repitió… y fue a agarrar el remolque para dirigirse de vuelta a la Gobio y al mundo que la aguardaba—. Se acabó.

Se sentía mareada y débil. Su futuro era incierto.

«Se acabó».

Más que acabado, ¿no? Había montado la caja fuerte y la transmisión a la Gobio. Dispuso todo lo necesario para que la nave enviase la declaración y lidiara con el magistrado que restituiría el nombre de Kim Lan. Thuỷ había hecho que su presencia fuera innecesaria en todo el proceso.

Las luces parpadearon en el sistema de armas arreglado y, en cierta forma, no se sorprendió cuando la Lechuza rio.

—Sí, se ha acabado, ¿verdad?

Se oyó un zumbido largo dentro del traje sombra, un silbido imposible que subió de intensidad; las mismas vibraciones de antes, pero esa vez la atravesaron hasta que los huesos de su cuerpo vibraban en sintonía, en un ritmo candente que la había atrapado y jugaba entre sus costillas, en su pelvis, en la piel… Cada vez más y más alto hasta que le dolió todo. Y no paraba…

El grito de la Lechuza. El castigo para los rebeldes, para las personas desleales al imperio. Para aquellas que habían abandonado a sus amigas.

Thuỷ había ido a buscar el perdón en una nébula y, en cierto modo, lo había sabido, siempre lo había sabido, que no saldría de allí después de arreglar los sistemas de la Lechuza.

—He acabado —dijo—. ¿Crees que vale la pena? Lo desmontarán después de que haya muerto.

—Ay, niña. Has visto tanto y tan poco. Esta es mi voz. Forma parte de mí. Prefiero gritar una vez más con toda mi gloria que no usarla jamás. Valdrá la pena. Todo valdrá la pena.

Has visto tanto y tan poco.

Pero, en un nivel profundo y primario, ya lo había visto todo.

La presión aumentaba sin cesar en su interior. Los bots se estallaron uno a uno, como petardos. Lo único que Thuỷ oía era un silbido sin fin, esa vibración que seguía y seguía, que le llenaba los huesos hasta reventar; le dolían los ojos y la nariz y la boca sin cesar, chorreaban… y los pulmones también le vibraban y le costaba respirar y hasta el líquido que le llenaba la boca, la sangre salada, también parecía temblar… y todo era como debería ser…

Thuỷ rio con amargura.

—¿Vi tan poco? Yo decidí venir aquí. Porque lo sabía.

—Ja. Fueron tus propias decisiones. Todas conducen aquí, al perdón y la muerte. —El tono de la Lechuza era burlón. Thuỷ apenas veía la sala del corazón o la Mente: todo se alejaba a una distancia imposible. Estaba enroscada sobre sí misma, intentando a duras penas mantenerse quieta… para no ceder al temblor, porque, en cuanto lo hiciera, todo volaría y sus huesos estallarían igual que los bots, uno a uno hasta que no quedase nada…—. Una última oportunidad para aplacar el alma de tu amiga. Justicia.

Esa palabra pareció rasgar a Thuỷ.

Todas sus decisiones. Toda su vida.

Y aun así…

«Te libero del juramento».

«Tú no dejas de fijar los términos y esperas que yo los siga».

También habían sido las decisiones de Kim Lan.

«Piensas que esto va sobre ganar. Y va de sobrevivir».

Siempre había seguido a Kim Lan y, sin embargo, no tenía por qué. Podría haber sido diferente. Kim Lan podría haber preguntado antes de aceptar la amnistía. Podrían haberlo hablado, llegar a un acuerdo. Podrían haber hecho algo que no implicase que Kim Lan tirase del juramento hasta que Thuỷ no pudiera soportar más las consecuencias. Su juramento era de sororidad, no de obediencia. Y no fue ella quien lo rompió.

—Lo podría haber preguntado —susurró a través de la bruma roja.

—¿Has dicho algo? Calla, niña. Ya casi ha acabado.

Lo podría haber preguntado.

Thuỷ había ido allí a expiar una muerte que ella había causado, pero lo cierto era que… Kim Lan también era responsable de lo que había pasado. De su propia muerte.

Y lo cierto era… que Thuỷ también se merecía vivir.

—No se ha acabado —dijo despacio. Y, cuando no hubo respuesta—: ¡No se ha acabado! —gritó a través de pulmones retorcidos y costillas rotas.

La cosa que la sujetaba, el grito de la Lechuza, se detuvo durante una fracción de segundo. Interés otra vez.

—¿Por qué?

Se merecía vivir y solo podía sobrevivir de un modo, si funcionaba.

—Porque… —Thuỷ se obligó a respirar, a tragar bilis y sangre—. Eso sería demasiado fácil.
Silencio. Thuỷ permaneció en ese abrazo de huesos y órganos colapsando, sin poder moverse…

—Lo disfrutaste —dijo—. Disfrutaste matándolas. Causando dolor. Sufrimiento.

—Siempre.

El tono de la Lechuza era malévolo.

—Pues dime una cosa. ¿Es más fácil mi muerte o mi culpa? —Silencio de nuevo. El abrazo flaqueó, pero no desapareció—. Quieres soltarme, adelante. La muerte sale barata.

—Querías morir —dijo la Lechuza, y Thuỷ sintió su frustración. La reflexión sobre cómo infligir más dolor.

—Quería morir. Quiero hacerlo —respondió Thuỷ, y no era del todo una mentira, solo una incertidumbre. Pensó en la fila de rostros de la sala del corazón… No un homenaje, sino un escudo poco adecuado contra la soledad—. Deberías saber el castigo que es la soledad.

No añadió nada más. Aguardó.

La sala se distorsionó y dobló; la presión en los huesos de Thuỷ se incrementó hasta arrancarle un grito de puro dolor mientras todo parecía a punto de resquebrajarse. Y entonces desapareció por completo y se vio acurrucada en el vacío, jadeante y con dificultades para recuperarse.

—El peso de la culpa —dijo la Lechuza, con crueldad—. Vete. Porque se te da de maravilla convertir tu vida en un infierno.

Thuỷ se estiró, músculo tras músculo. Buscó el remolque, temblorosa, con el sabor de la sangre y la sal en la boca. Lo encendió en silencio y atravesó la nube de escombros de los bots rotos.

«Vete».

«La muerte sale barata».

«Vete».

Thuỷ se aferró al remolque al salir de la Lechuza, mientras se alejaba de todos los rostros de personas muertas en la sala del corazón (la cara de Kim Lan solo era un recuerdo doloroso pero tenue) y se dirigió hacia la Gobio y el largo viaje a su hogar para darle un sentido al resto de su vida.

SOBRE ALIETTE DE BODARD

Aliette de Bodard escribe ficción especulativa. Ha ganado tres premios Nebula, un premio Ignyte, un Locus y seis galardones de la British Science Fiction Association. Es la autora de A Fire Born Exile, un retelling sáfico de El conde de Montecristo en el espacio (2023), de Historias de Xuya (2022) y de muchas otras novelas, relatos e historias cortas. En la actualidad vive en París.

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Published on August 27, 2023 05:21

August 1, 2023

De finales y comienzos

Quizá desconozcas esta faceta mía, pero durante casi tres años fui editore de ficción corta para un proyecto editorial independiente. Se inauguró con la pandemia y cerró unos meses antes de que se declarara el final de la emergencia. Diciembre de 2022 fue, para mí, el fin de una era y el inicio de otra.

Me di cuenta de que me gustaba lo de editar y traducir relatos, poder traer nuevas voces al español, descubrir nuevas perspectivas y cosmologías, dar pie a que más gente leyera historias maravillosas repletas de emociones. Así que contacté con una amiga, Aitana Vega Casiano, con quien ya había trabajado y compartía esta pasión, y nos pusimos manos a la obra.

Así nació Voces de lo insólito, nuestro rinconcito de relatos. Ahí publicamos una historia al mes, ya sea de fantasía, terror o ciencia ficción. Y ahí es donde hemos dado un nuevo escenario a voces tanto emergentes como consolidadas que publican sobre todo en inglés, como son Annalee Newitz, Shaoni C. White, Eugenia Triantafyllou, Maryan Mahamed y Iori Kusano. El objetivo de Voces de lo insólito es publicar a mujeres, personas queer y gente racializada. Y, personalmente, uno de mis objetivos es publicar a muches escritores no binaries.

Llevamos cinco meses en el aire y por ahora todo va sobre ruedas. Aitana y yo conocemos bien nuestros ritmos, los puntos fuertes y débiles de cada une, lo que nos gusta y lo que no; nos turnamos también para traducir los relatos y encargarnos de lo que toca cada mes, para dividirnos la carga y disfrutar a partes iguales. Para publicar un relato, les dos debemos de estar de acuerdo, así que debatimos a ver qué encaja en Voces, pero también qué nos remueve por dentro. Coincidimos en que el relato de octubre es nuestro favorito, porque es una montaña rusa de emociones de la que aún nos estamos recuperando. A ella le gusta más el terror, a mí la fantasía o la ciencia ficción, siempre y cuando me haga sentir cosas.

Y no solo publicamos ficción, sino también intentamos que la gente conozca un poco más a estes autores mediante biografías y entrevistas. El nombre de Annalee Newitz es el más conocido y a lo mejor no necesita mucha presentación, pero Maryan Mahamed solo ha publicado un relato, que es el que trajimos a español, claro. Eugenia Triantafyllou, Shaoni C. White y Iori Kusano tienen más rodaje, pero solo en ficción corta y poesía, con lo que quizá sus nombres no suenen tanto como los de otres grandes escritores de novela.

El proyecto sigue en marcha y, gracias a las aportaciones de la gente, creceremos cada mes un poquito más. El dinero no va para nosotres, sino para adquirir relatos (hemos podido subir la tarifa y estamos muy contentes con ello), dar regalitos de vez en cuando, pagar bien a quienes nos echan una mano con el diseño y mejorar el proyecto. Es muy bonito poder compartir nuestro entusiasmo con otras personas que también se emocionan con estos relatos.

Aunque me he ido un poco por las ramas, espero que esta entrada haya servido para picaros un poco la curiosidad. Me gustaría escribir una de estas un par de veces al año, para presentar los relatos nuevos y emocionarme un poco más en otro lado. Ya llevamos cinco, así que voy a aprovechar para presentároslos:

Le traductore, de Annalee Newitz. Leí este relato en 2020 y llevaba rondándome por la cabeza desde entonces: inteligencias artificiales perezosas, traductores especializades en trasladar sus crípticos mensajes, un mundo que se recupera de la guerra… Breve, intenso y, encima, va sobre traducción. Te sonsaca alguna sonrisa a la vez que especula sobre cómo sería el trabajo de les traductores en un futuro… ¿lejano?Donde crece el brezo, de Shaoni C. White. Este relato lo descubrió Aitana, siempre fan del terror. Es una historia inquietante sobre traumas pasados, canciones malditas y el poder del agua. Cuando lo compartió conmigo, le dije a Aitana que sería complicado de traducir, pero ella no se dejó achacar por nada y lo tradujo de un modo maravilloso.Flor, hija, tierra, semilla, de Eugenia Triantafyllou. Esta autora griega siempre acaba fascinándome con sus historias oscuras, aunque quizá esta sea la más luminosa que ha escrito hasta la fecha. Habla sobre buscar un lugar seguro, flores y echar raíces (casi literalmente).Evaluación de rendimiento, de Maryan Mahamed. El primer y único relato que publicó esta autora consiguió dejarnos al borde de las lágrimas. El fuerte de esta historia es su capacidad empática, su estructura dinámica y su brevedad. Ojalá podamos leer más cosas de Mahamed en el futuro.puedo ofrecerte un huevo en este momento difícil, de Iori Kusano. Describir este relato es… complicado. Y eso que no es nada complejo, pero sí que me parece que tiene más de lo que parece a simple vista. Habla del después, del trauma al abandonar un lugar que creías tuyo. Este mensaje se puede aplicar a tantas cosas en la vida que aún le estoy dando vueltas.

Estos son solo cinco relatos, pero vendrán muchos más. Es el inicio de una larga carretera con muchas curvas, pero de las buenas, de las que te dejan con una sonrisa en la cara por la emoción del vértigo, de la velocidad, de la compañía. Así que dime… ¿te gustaría acompañarnos en este viaje? Ven, te esperamos.

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Published on August 01, 2023 07:39

July 9, 2023

Nosotras, las chicas que no sobrevivimos, de E. A. Petricone

Relato publicado por primera vez en Matreon y nominado a los premios Ignotus de 2023. Puedes leer el texto directamente o descargarte la versión en Epub aquí.Traducción de Carla Bataller Estruch

No estamos donde nos enterraron. Estamos donde nos retuvieron. Ahora flotamos y vemos desde arriba el menudo edificio en el bosque, las placas largas de metal oxidado, la hierba disecada acumulada en los laterales como una pira, una araña posada sobre un borde corroído. Pero, cuando estuvimos vivas, solo conocimos el interior del sótano, donde tuvimos las cosas habituales que tienen las chicas cuando las mantienen cautivas y las matan.

Somos trece chicas. Puede que penséis: «Ah, pero ¿de verdad os podéis llamar chicas?». Ninguna tiene menos de dieciocho años, eso es cierto. Pero «chicas» nos hace resistentes, en cierto modo, a la suposición de que nos merecemos estar aquí. «Chicas» suena a que deberían habernos protegido.

Tampoco es que las chicas estén protegidas, pero estamos muertas, así que concedednos esto.

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Esta es Sandy. La odiamos. Era la «novia» de Trevor. Atrajo a muchas de nosotras aquí.

«No lo hice», protesta.

No la escuchéis. Quizá no nos haya traído con un camino de gominolas y la promesa de una casa de chuches, pero nos sonreía, se reía con libertad y de un modo tan amigable que nos hacía sentir cómodas cuando subíamos al coche.

«Mira, tienen a una mujer con ellos», pensábamos. «No serán asesinos».

Ahora lo entendemos: debes presuponer que todos son asesinos.

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Estamos donde nos retuvieron. Arrastran a la nueva chica por la puerta pesada de metal con una tela envolviéndole la cara. La catorce.

Rolly la guía mientras Trevor le aprieta el cañón de la pistola en la espalda, conduciéndola por las escaleras. Hasta aquí abajo.

«Ay, no», pensamos. «Ay, no».

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Esta es Kaitlyn. Le gustaba la repostería, hacía sobre todo esas galletas que, una vez las pruebas, ya no compras más galletas en las tiendas. Nos dice que a veces añadía ralladura de limón a las galletas de chocolate. «La gente no lo espera y, si te pasas, la has jodido, pero ¿el toque justo, con la mantequilla y el azúcar moreno? Es perfecto».

Kaitlyn llevaba una prótesis en la pierna izquierda. La tienen arriba, en una cocina desconchada llena de manchas.

El color favorito de Kaitlyn es el rosa fresa del glaseado.

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A Jenn le encantaban las películas románticas muy ñoñas. Minipunto si ocurrían en Navidad. Escuchaba esas películas en cualquier mes del año, incluso en agosto. Dale un encuentro bonito, dale una primera aversión como en Orgullo y prejuicio, dale un malentendido terrible (pero no irresoluble), dale un beso y quizá una propuesta de matrimonio al final. Lo que sea mientras todo el mundo acabe feliz.

Jenn es ciega (incluso ahora), pero dice que entiende el concepto de color y que no hay nada como el rosa de las rosas. Pétalos suaves contra los labios, un aroma tan embriagador como la pasión. «Me gusta lo clásico», dice.

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Ojalá fuéramos zombis. Ojalá fuéramos vampiras. Ojalá fuéramos mujeres lobo. Ojalá fuéramos demonios con garras enormes. Ojalá llegara la luna llena y nuestras historias terminasen con nosotras quitándonos a nuestros captores de entre los dientes. Ojalá hubiéramos sido más fuertes. Ojalá estuviéramos vivas.

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La chica nueva tiembla y sabemos la de vueltas que le da la cabeza, como una hélice sin aire que girar. Intenta comprender lo que la rodea, busca un sitio al que agarrarse.

Y el olor. Huele a ellos aquí abajo; no hay duda de lo que le pasará.

Se llama Monica. No deja de presentarse. No les pregunta a Trevor o a Rolly sus nombres; seguramente cree que, si no puede identificar a nadie, dejarán que se marche.

Coopera y a lo mejor no te matan. Coopera demasiado y a lo mejor les facilitas que te maten. Lucha desde el principio, contra viento y marea. Coopera, oriéntate, encuentra el momento adecuado para atacar…

O, al menos, esa es la idea. Monica intenta escapar, pero no hay ningún resorte suelto ni ninguna púa como en una película de acción. Duda un milisegundo y ahí es cuando Trevor la agarra del pelo y la arrastra el resto del camino.

Forcejea. Llora. Suplica. Le atan el tobillo con una cadena que no le permitirá alejarse más de tres pasos del futón manchado y lleno de esporas de la esquina.

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Netta trabajaba de granjera. No le gustaba el trabajo pesado, pero adoraba el canto de los pájaros en el borde de los terrenos. Los reconoce por cómo cantan, por el sonido de sus alas. Nos hace reír imitando al sinsonte maullador, que siempre está enfadado (miau) o al elegante, pero desafinado, ampelis americano (scrii). Nos enseña a sisear cuando vemos tordos, porque, joder, menuda panda de gilipollas.

«Al menos mis bebés no venían conmigo», no deja de repetir. El pájaro favorito de su hija era el carbonero, el de su hijo el arrendajo azul. Les enseñó a estirar las manos llenas de pipas de girasol, a ser pacientes mientras los pájaros reunían valor para aterrizar en ellas.

«Mi hermana y yo estábamos unidas», nos cuenta. «Estoy segura de que cuidó de ellos cuando no regresé a casa». Asiente para sí misma y le damos la razón enseguida: seguro que sí.

A Netta le gustan sobre todo los jilgueros, pájaros que casi no doblan ni el tallo de un cardo con su peso pluma. En primavera, los machos lucen unas plumas amarillas muy alegres, y ese es su color favorito.

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Deanna vivía encima del garaje de su primo y, cuando volvía a casa de trabajar en una tienda, se pegaba maratones de series hasta que se quedaba dormida.

Cuando sus amigas del instituto le escribían, las ignoraba, no porque no le cayeran bien, sino porque la idea de responder la hacía sentir pesada. Lo mismo pasaba con la colada, con el correo, con salir de casa en general.

Después de hablar con Sasha, Deanna piensa que seguramente estaba deprimida. Se pregunta si podría haberse puesto mejor.

«Cuando toqué la puerta del coche, sentí una descarga en los ojos, como si hubiera tocado un cable de alta tensión. Y lo supe», nos cuenta.

Intentó darse la vuelta con tranquilidad, negarse de forma amistosa, pero eran tres contra una, así que nada. Deanna recuerda con claridad que consiguió enganchar un dedo en la manilla de la puerta cuando la metieron en el asiento trasero. Pero estaba cerrada.

Su color favorito es el morado de las lilas que había en el jardín de sus vecinos de cuando era pequeña.

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Queréis que dejemos de hablar sobre nosotras. Queréis que hablemos de ellos. Todo el mundo quiere saber cosas sobre ellos y, si alguna vez los pillan, es lo único que oiréis. Queréis saber si sus madres les hacían ponerse vestidos cuando no querían, si sus padres les encerraban con perros rabiosos, si algún tío les obligó a matar conejitos con un martillo.

O queréis saber lo que nos hicieron.

Como si no lo supierais.

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Vale. Trevor es la clase de chaval guapo si no tienes mucho donde elegir. Es el que lleva la pistola. Es el que decide a quién le toca primero. Lleva una petaca en el bolsillo y, cuando se la ofrecía de vez en cuando a Sandy, ella siempre lo convertía en un gesto muy teatral: alzaba el interior de la muñeca y extendía el brazo poniendo ojitos como una concubina seduciendo a un rey.

Rolly (el primo de Trevor, aunque es complicado) tiene esa mirada vacía y la piel hueca que te hace pensar que sus padres no le daban de comer. Antes de reírse, siempre hay una pausa de un milisegundo en la que mira a Trevor para asegurarse de que es algo de lo que puede reírse de verdad.

Pero no es tonto, no te dejes engañar, no lo taches de atrasado y de cómplice confiado. Lo disfruta igual. Fíate de nosotras.

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Lily aún se está acostumbrado. «Quería vivir, de verdad. Lo quería tanto», repite sin cesar.

Por ahora, lo que sabemos es que estaba en la universidad y no le iba demasiado bien. Se tomaba Adderall para intentar ser más productiva, pero no tuvo el efecto esperado.

Su color favorito es el verde bosque.

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Tenemos miedo de que Trevor siga adelante, pero echa un vistazo a su reloj.

—Tengo que hacer acto de presencia —le dice a Rolly—. Vigílala.

En otras palabras: no empieces sin él. Monica dispone de más tiempo. Intentamos no pensar en la inevitabilidad que atraviesa las paredes como moho.

Trevor y Rolly se turnan para salir del sótano y hacer algún que otro recado o sentarse en un restaurante cercano. Lugares donde gente que les conoce les verá actuar con normalidad. Han hecho eso desde que mataron a Sandy. Trevor sobre todo. Se creerá listo.

A lo mejor lo es. Nadie los ha pillado por ahora.

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Trevor tintinea dos llaves mientras sube las escaleras. La llave para el grillete rebota en una goma turquesa (¿turquesa?, sí, a nosotras también nos sorprendió). Pegó un trozo de cinta adhesiva en ella y escribió «Libertad» con permanente negro.

Ja.

Trevor deja la goma (turquesa como un loro que parlotea en medio del gris mugriento del piso de arriba) en un gancho pequeño fuera de la puerta de metal. La llave de esa puerta, sin embargo, siempre se queda con Trevor. Siempre.

La puerta de metal es compleja. Hay una especie de mecanismo que permite abrirla con facilidad a la persona que entra desde la cocina, pero que requiere a dos personas para abrirla desde el lado del sótano, aunque no esté cerrada. De hecho, cuesta tanto que Trevor usa una espátula corta de metal («una pala, por la hoja cuadrada», nos corrige Netta con educación) para empujar la puerta un poco hasta que pueden pasar.

Si nos dislocásemos los tobillos, podríamos mirar esa abertura tentadora. Miraríamos el obelisco de luz atravesándola como si fuera santo, divino. Ahí empieza la vida. Pero, cómo no, estamos en el lado equivocado de la puerta.

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Estaréis pensando: ¿de dónde han sacado una puerta como esa? ¿Quién es el propietario del edificio? ¿Quién tiene tiempo para atraer y matar a mujeres? ¿Cómo han podido salirse con la suya tantas veces?

Pues aquí estamos. Suponemos que tenían muchas ganas.

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Zoe era adicta a las metanfetaminas y fue fácil traerla al sótano. Su última jefa, una mujer robusta que dirigía una cafetería en medio de la nada, la trataba bien. La acorralaba en la cocina para decirle que estaba demasiado flaca y que debía aprender a cocinar.

«Calienta primero la sartén», le decía. «Luego añade el aceite». Y, la verdad, Zoe disfrutaba de trabajar con cazuelas y sartenes, con comida.

Pero robó dinero. Con la vida que llevaba, era inevitable que la despidieran… «O quizá no», dice, y a lo mejor por eso sintió algo arañándole las entrañas cuando su jefa no la miró a los ojos, cuando le dijo que no llamaría a la policía. «Lárgate y ya está».

Los colores favoritos de Zoe es el amaranto y el verde lima; no la hagáis elegir.

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Rolly está hablando con Monica. Qué suerte: Monica trabaja como desarrolladora júnior en una empresa de videojuegos, la que hace un RPG que le gusta mucho a Rolly. Se sienta junto al futón para acribillarla a preguntas. ¿Puedes usar las granadas para teletransportarte a la Sala de los Ancianos? ¿Cómo se desbloquea el mapa secreto? ¿Es cierto que si le preguntas a Behemot qué tipo de pasta de dientes usa puedes domarlo?

Monica es lista.

—Ay, tío —dice, sacudiendo la cabeza—. Vas a flipar con la nueva actualización. Es que ni te lo imaginas.

Y Rolly (ese cagón de mierda) abre la boca un poco para exclamar de asombro. Se sienta más erguido en el suelo, junto al futón donde nos retuvo, boquiabierto y tan inocente como un niño la mañana de Navidad.

—Aunque me cuesta pensar con… —Monica señala la cadena—. ¿Crees que me la podrías quitar para que hablemos de verdad?

Pese a que ya no respiramos, todas contenemos la respiración.

La tentación hace sufrir a Rolly.

—La llave está arriba.

—No me iré a ninguna parte —bromea Monica, pero su desesperación hace que se le quiebre la voz.

Rolly observa el grillete del tobillo durante un rato largo.

—No —dice al fin.

Suspiramos. Monica tiene una desventaja clara: es la número catorce y muchas mujeres antes que ella han intentado una maniobra similar.

De manera inexplicable, Rolly empieza a explicarle el RPG.

A ella, la persona que trabaja para esa empresa.

Pero, de nuevo, Monica es lista. Actúa con naturalidad y le pregunta a Rolly con qué tipo de personaje juega, sus estadísticas, las misiones que ha completado. Alza las cejas, dice «ooh», impresionada con sus respuestas (aunque, según Kaitlyn y Octavia, que jugaban a ese mismo juego, Rolly es un novato de cabo a rabo).

—Conozco al tipo que diseñó esa modificación —comenta Monica en un momento dado—. Seguro que le gustaría oír tus ideas. Podría decirle algo… Dime lo que harías con el Pantano Rojo.

Se inclina de un modo tan convincente que Rolly sigue charlando y solo nosotras podemos ver que, cada vez que Monica se recuesta para señalar con la postura su conformidad, «ah, sí, por supuesto», sus ojos recorren la habitación buscando una oportunidad.

Monica, la chica esta, es lista.

Pero la mayoría de nosotras también lo éramos.

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Esta es Ellie. El color favorito de su prometido era el verde, así que el suyo también lo era. Dedicaba horas a editar fotos de los dos para Instagram. Le gustaba arreglarse para él, cocinar para él, buscar recetas en Internet para que él no se aburriera.

No dijimos nada hasta que un día, atónita, comentó: «No tenía una vida propia» y se abrieron las compuertas de las lágrimas.

Ellie pensó que, si les contaba lo mucho que amaba a su prometido, le iría bien: que quizá la verían como la propiedad de otro hombre, del mismo modo que puedes desembarazarte de un chico en una discoteca inventándote un novio, aunque ella tenía un prometido de verdad.

Hay que reconocérselo: Ellie no se asustó, no gritó, no les dio nada con lo que disfrutar hasta que le arrancaron el dedo con el anillo de compromiso.

Tardó un poco en pensarlo, pero su color favorito es el naranja oscuro.

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Nos encogimos debajo de su pistola, sus cuchillos, sus puños, sus pantalones desabrochados. Lloramos. Hicimos los que nos decían. Les mandamos a la mierda. Intentamos convencerles de que pararan. Desaparecimos mentalmente. Gritamos y suplicamos no, no, por favor, no. Intentamos resistirnos. Intentamos seducirlos intentamos razonar con ellosintentamosintentamossolorespirar.

Al final todas morimos sintiendo un dolor terrible, con mucho miedo. E incluso al morir, nos adentramos en una oscuridad sin consuelo.

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El libro favorito de Theresa de su niñez, el que le hacía leer a su madre una y otra y otra vez antes de dormir, se titulaba Ofelia y la zarigüeya huyen de casa.

Ofelia, la zarigüeya («en inglés, las crías de zarigüeya se llaman joeys», nos cuenta Theresa), vivía con su madre en una madriguera acogedora debajo de un gran roble.

Un día, después de pelearse con su madre, Ofelia se escapa de casa, pensando: «No voy a volver nunca… Así aprenderá». Se aleja más y más, hasta que se adentra tanto en el bosque que ningún árbol ni ninguna roca le resultan familiares.

Cuando empieza a llover, Ofelia se da cuenta de lo sola que está, del miedo que da el bosque y de cuánto echa de menos a su madre. Pero la lluvia ha borrado todo el olor y las sensaciones. No recuerda el camino a casa.

Temblando debajo de una hoja amplia («pues claro que no se ha puesto el abrigo, eso es algo que le diría su madre»), echa a llorar. Está muy perdida, ¿cómo va a encontrar el camino de vuelta?

Pero entonces, la esquina de la hoja se levanta ¡y los ojos que la miran son los de su madre!

—¿Cómo me has encontrado? —le pregunta Ofelia mientras la abraza con fuerza en la llovizna.

—Yo siempre te encontraré, pequeña —responde su madre, y ahí Theresa cuenta que su madre pronunciaba esa frase con cariño o con un tono amenazador, según cuánto la había trastornado Theresa ese día.

El libro acaba con la madre y la cría (joey) de vuelta en la madriguera. Cuando Theresa recita la última parte (la lluvia sigue, pero dentro de la madriguera se está calentito y seco; la madre de Ofelia echa una manta suave por encima de las dos y se acurrucan; lo último que Ofelia oye antes de quedarse dormida es «estás en casa, a salvo, a salvo»), lloramos. Todas, incluso las que no tienen padres. Según lo que nos ha contado, Netta odiaba a su madre, la odiaba de verdad, y hasta ella se limpia las lágrimas inexistentes. Queremos oír la historia de nuevo.

Theresa se preocupa por su madre y por lo que le haya pasado; si cree que Theresa ha muerto, si cree que sigue viva.

El color favorito de Theresa es el azul cerúleo de las nomeolvides.

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Ojalá hubiera un momento, uno tan bajo y ofensivo que rompiera algo en nosotras y pudiéramos invocar un poder que nos superase. Un chasquido, llamas en los ojos y, entonces: nos levantaríamos, con los grilletes rotos, y arrancaríamos la puerta de sus goznes. Qué gratificante sería.

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Por eso estáis aquí, ¿no? Tenéis una erección narrativa, esperáis que hagamos algo. Que luchemos. Que brillemos. Que le otorguemos fuerza sobrehumana a Monica.

No podemos. Sabéis desde la primera frase que estamos muertas. ¿Por qué nos exigís tanto?

¿Creéis que no deseamos lo mismo?

Al principio pensamos que, entre todas, ¡podríamos combinar nuestra energía psíquica y hacer algo! Romper la cadena, abrir la puerta. Coger un palo largo, empalarlos a los dos y dejarlos junto a la carretera para los cuervos.

Pero, a ver. Si todas las mujeres que han sufrido una muerte terrible tuvieran la habilidad de manifestar poderes sobrenaturales de forma conjunta, el mundo sería un lugar muy diferente, ¿no creéis?

De hecho, deberíais desear que no tuviéramos poderes.

Nos abandonáis. Siempre. Escribís libros sobre ellos. No dejáis de intentar empatizar con ellos. Los lleváis en vuestras manos, en vuestros corazones, para siempre, pero a nosotras nos abandonáis en una tumba solitaria, igual que hicieron ellos.

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Sí, algunas de nosotras a veces vendíamos nuestros cuerpos por dinero. No os diremos quiénes.

¿Os aburrís? ¿Os estamos aburriendo?

Qué queréis de nosotras.

¿Queréis que llevemos vestidos blancos de sacrificio y coronas de flores? ¿Queréis que os demos las gracias y os besemos las manos por escucharnos?

¿Queréis que seamos más interesantes: más violentas, más poderosas, capaces de asesinar a nuestros captores con el dedo meñique?

¿Queréis ser como ellos?

¿Queréis mordernos los pechos? ¿Agarrarnos el interior de los muslos, sujetarnos hasta que aparezcan moratones en nuestra piel como islas en el mar?

¿Llenarnos de vuestra basura y decir que eso nos convierte a nosotras en basura?

Venga, decid lo que queréis.

No os haremos caso. Estamos muertas.

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Esta es Octavia. Sus padres eligieron ese nombre por la autora de ciencia ficción, no el personaje de Shakespeare. Lo irónico es que estaba viciada a las historias de fantasmas, nunca tenía suficientes.

«Los fantasmas suelen ser mujeres», dice, encogiéndose de hombros. «Interpretadlo como queráis». Octavia es la que más se frustra por lo impotentes que somos, porque ha leído sobre el resto de posibilidades. «¿No podemos ser poltergeists? ¿No podemos alzar un puto lápiz?».

Cuando la capturaron, Octavia consiguió acertar un puñetazo magnífico. Como de boxeo, no los arañazos mediocres que logramos la mayoría. Trevor, ese malnacido patético, lloró de dolor y lució un moratón durante dos semanas. Octavia pagó por ello.

El color favorito de Octavia es… Sí, uno fantasmal: el azul plateado de las mariposas que perseguía cuando era pequeña.

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Una parte pequeña de nosotras, fina como las marcas blancas de las uñas, quiere que Monica muera. Porque estamos muy cansadas de observar. Que ella sobreviva cuando nosotras estamos muertas es inconcebible.

No le deseamos nuestro destino a nadie. Deseamos nuestro destino a todo el mundo.

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Ese sonido. Giramos las cabezas como lechuzas.

Un coche. Un coche que produce un crujido al entrar por el camino de tierra lleno de malas hierbas que conduce al edificio. Un sedán de cuatro puertas que no pertenece a Rolly ni a Trevor.

Estamos en medio del bosque, pero nos sorprenderíamos menos si un tiburón se abriera paso a mordiscos hasta aquí. Estamos tan anonadadas que, cuando Jenn pregunta qué coño está pasando, nos cuesta mover la boca.

La matrícula indica que el coche es de alquiler. La conductora y la acompañante parecen mujeres profesionales. Americanas, blusas. «Esa chaqueta es de Prada», dice Lily de repente, e intercambiamos miradas para hablar sobre ese hallazgo más tarde. La conductora, una mujer que aparenta estar en la treintena, sale y examina el edificio y la hierba alta susurrante.

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La mujer en el asiento del copiloto alza el móvil hacia diferentes puntos del aire y gruñe con frustración. Tendrá casi treinta años y habla con el tono cansado e irritado de alguien que lleva todo el día repitiendo lo mismo.

—Aquí no hay cobertura y vamos a llegar tarde.

Nos sorprende que la mujer joven es la superior de la mayor y pensamos «joder, qué mal está el mercado laboral», pero hasta eso lo echamos de menos.

—Es que era raro —dice la mayor, con una mano apoyada en el techo del coche—. No me lo pareció solo a mí, ¿no? Esos tipos la miraban. Fue siniestro.

—Todos los hombres miran así —dice la joven. Se rinde y guarda el móvil en la bolsa de tela—. Es lo que hacen.

—Fue siniestro.

—Si parásemos por cada pervertido que hay, nunca haríamos nada —espeta la joven—. Ni siquiera sabes lo que viste.

—Había algo que…

—Vale, no quiero desdeñar tu perspectiva ni nada. —La joven parece estar repitiendo algo que oyó en un taller de recursos humanos—. Pero estás exagerando. Vamos a llegar tarde.

—Ese edificio… —dice la mayor, señalándolo.

—Será un laboratorio de metanfetaminas. Si la viste, seguramente esté metida en eso. Ni sus furgonetas están aquí.

«¡Las esconden!», grita Theresa, y el resto nos sobresaltamos… Lo cual es absurdo, porque ¿qué nos podría pasar ahora? Pero los hábitos de las vivas tardan en desaparecer. «¡Esconden las furgonetas!».

Desesperada, con un grito que le atraviesa la garganta, chilla: «¡Está aquí!».

Eso nos saca de nuestro aturdimiento y entonces nos ponemos a gritar todas, alejándonos lo que podemos del edificio, moviendo los brazos para intentar llamar la atención de las mujeres vivas: AQUÍ, AQUÍ, AQUÍ, AQUÍ.

—Esto afectará a nuestras cifras —dice la joven. Respira hondo, con aire de responsable—. No quiero parecer una… ya sabes, pero si no nos ponemos en marcha ahora mismo… O sea, no podré no poner esto en tu evaluación.

Un destello de miedo cruza el semblante de la otra mujer; vemos su batalla entre la intuición, el pragmatismo y el instinto de conservación.

—Vale —accede al fin. Examina el menudo edificio por última vez y luego cede y regresa al asiento del conductor.

AQUÍAQUÍAQUÍ.

Ninguna alza la barbilla en una pausa clarividente mientras nos dejamos las gargantas gritando. Retroceden por el camino como el sol que se aleja de la sombra de la Tierra.

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Ahora vemos a Monica de un modo más trágico. Casi la han ayudado. Casi la han rescatado.

Rolly tiene prohibido empezar con lo peor, pero eso le deja libertad para muchas cosas. Monica hace lo que debe. Se resiste. Con soltura, lo golpea, cambia su peso, intenta desestabilizarlo, conseguir una oportunidad.

Pero él es grande, ya ha hecho esto antes y, por los arañazos sangrientos bajo el cabello negro de Monica, vemos que ya la han golpeado al menos una vez en la cabeza hoy, y eso afecta a todo tu sistema de formas que no siempre puedes predecir.

Observamos, destrozadas y desnudas como los hilos de un apio.

Muchas nos sentamos en ese asiento de copiloto en un momento u otro. Vimos cosas, cosas que activaron alguna parte primitiva de nuestro cerebro: ahí hay peligro.

Pero, si iba a interferir con nuestros sueldos, con lo que la gente decía de nosotras…

Como ha dicho la chica joven: si parásemos cada vez que vemos a un pervertido, ¿qué conseguiríamos hacer?

Es más fácil sonreír. Es más fácil restarle importancia. Es más fácil poner los ojos en blanco a mujeres con mala leche que exageran por todo.

Es más fácil elegir y defender una realidad donde nada va mal.

Es más fácil decir que algunas mujeres deben estar en el sótano.

¿Quién nos puso ahí en realidad?

Todos vosotros.

Todas nosotras.

Quizá nos merezcamos los monstruos que decidimos no cazar.

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Reyna estaba obsesionada con las cosas que sabían a granada. Cacao de labios con sabor a granada. Granada en la base del maquillaje. Granada en el champú, en el chocolate, en la bebida que pedía en el bar.

«Me da igual si soy una básica», nos dice. «A mí dame granada».

Un día compró una granada de verdad en la verdulería, una fruta rara, redonda y roja con un penacho en la parte inferior que sobresalía como una trompeta.

¿Y qué pensó?

«No supe qué leches hacer con ella», dice Reyna, y eso nos hace reír a todas. Con una sonrisa, acaba: «Es una fruta rara de cojones».

Su color favorito es… «Coño, claro»: el rojo granada.

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Sasha estaba haciendo un máster en trabajo social. Le ponía los cuernos a su novio y ahora se pregunta si se enteró. Le preocupa que, después de su desaparición, la policía lo considerase a él o a su amante como sospechosos.

«¿Le ponías los cuernos?», pregunta Sandy, horrorizada, y todas nos llevamos las manos a la cabeza porque «hostia, Sadny».

El color favorito de Sasha es el azul pálido del cielo.

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Trevor mató a Sandy porque le dijo que se remetiera la camisa. Con eso se ganó el grillete, la cadena, el futón y todo lo demás. Sandy insiste en que él no quería hacerlo, que ella no es como nosotras y que Trevor estaba tan hecho polvo después porque la quería mucho.

Pero si apoyas a unos asesinos… ¿De verdad te sorprende tanto que acabes muerta?

Sasha es la que más defiende a Sandy, y eso nos asombra, considerando que Sandy la atrajo al sótano ella sola. Cuando supo a lo que quería dedicarse Sasha, Sandy «confesó» entre lágrimas que estaba en una relación abusiva y ¿no podría ayudarla a recoger sus cosas para que pudiera escapar?

En cuanto Sasha pisó el menudo edificio, supo que allí habían pasado cosas malas, cosas que superaban su experiencia. Enseguida echó mano al móvil para llamar a la policía… Pero, claro, no había cobertura.

Sandy fingió llorar y le suplicó que, por favor, la acompañara al sótano a por sus cosas y luego se marcharían. «Creo que no puedo hacerlo sola, por favor por favor por favor no me dejes».

«No lo haré», le prometió Sasha, cogiéndola del brazo, abrazándola y asintiendo. «Tú y yo estamos juntas en esto. Te lo prometo».

Atravesaron la puerta de acero. Bajaron las escaleras.

Justo antes de llegar al fondo, Sandy empujó a Sasha de cabeza contra una viga y, antes de que pudiera recuperar el equilibrio, Sandy la había atado como «regalo». Sasha casi se había arrancado la pierna cuando Trevor y Rolly abrieron la pesada puerta de acero, con Sandy revoloteando a su alrededor y proclamando: «¡Tachán!».

Y, aun así, Sasha nunca se da por vencida con Sandy. Ni un centímetro: la defiende de cada paliza fantasmal y de cada venganza que desearíamos darle.

A muchas nos gustaría que Sasha pusiera los pies en la tierra, pero Rachel no está de acuerdo y, en general, la escuchamos. «Sasha creía en ayudar a los demás. Se jugó la vida por eso», nos dice con amabilidad.

Pero aún nos quejamos, no nos gusta, porque al contenernos es Sandy quien se beneficia. Pero, quién sabe, a lo mejor con terapia Sandy no sería así.

Sí, Sandy tiene un color favorito.

Y a quién le importa.

«Es el blanco», interviene de todas formas. «Blanco como un vestido de novia».

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Depositamos muchas esperanzas en el coche. Pero ahora no podemos hacer nada, excepto esperar un tiempo hasta aceptar a Monica, darle la bienvenida como una de nosotras. Abrimos los brazos, listas para abrazarla.

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El coche llega de nuevo por el camino.

La mujer joven, con la cara enrojecida, grita cuando la mayor abre la puerta.

—En cuanto haya cobertura voy a llamar…

Y entonces todas oímos a Monica gritar.

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Vemos que alzan la cabeza como animales de presa. Intercambian una mirada, se olvidan de todo lo anterior. Siguen sus pensamientos como huellas de conejo en la nieve. «Peligro. Sal de aquí, no te metas, llama a la policía como mucho y solo desde una distancia segura».

—Llama a la policía —dice la mayor, saliendo del coche.

—Pero tú… —La joven ahora parece mucho más joven.

—Retrocede e inténtalo desde la salida.

En su intercambio, aprendemos sus nombres: Danielle es la mayor. Kelsey es la joven.

«Danielle. Kelsey. Danielle. Kelsey». Nos repetimos sus nombres como si nos pasáramos cubos de agua en un incendio.

Danielle se ha quitado los tacones razonables y se acerca corriendo a la puerta en unas medias que son un par de tonos más oscuras que su piel. Kelsey, con el rostro empalidecido, sube al asiento del conductor, retrocede con una mano en el volante y con la otra sujeta el móvil delante de ella.

«¡Debería estampar el coche en el edificio!», grita Reyna, presa de la frustración. Quizá tenga razón, pero esto es lo que hay.

Volvemos con Danielle. Tiembla; con una mano sostiene los tacones y con la otra abre con cuidado la mosquitera oxidada. Los gritos de Monica salen del sótano como agua hirviendo.

Danielle se detiene en el arco de la mugrienta cocina y sabemos lo mismo que ella: que esa es su última oportunidad para retroceder. Sabemos que quiere hacerlo.

Traga saliva. Sigue adelante.

**

Alcanza la puerta pesada de acero que conduce al sótano y mira la pala que la mantiene abierta.

«Llévate algo contigo», le gritamos, señalando varios objetos que hay en la cocina y que podría usar como arma (sabemos que se pueden usar como armas porque emplearon muchos de ellos en nosotras). La tubería abandonada en un rincón. Cuchillos. Tijeras de podar. La prótesis de Kaitlyn contra la pared.

Aun así, no coge nada, solo los tacones que lleva en la mano. Tuerce el cuerpo con cuidado para pasar por encima de la pala hacia la escalera.

Rolly cree que es Trevor el que baja, porque no se da la vuelta enseguida. No hasta que Danielle no puede contener un grito ahogado. Ahí sí que gira la cabeza.

Monica, nuestra chica, sí, chica, aprovecha esta oportunidad para darle patadas a Rolly hasta derribarlo.

¿No habría sido maravilloso si se hubiera abierto la cabeza contra el hormigón y hubiera muerto en el instante? Pero no: todas sus partes fundamentales rebotan en el futón y se levanta enseguida, desesperado.

Ahí se lía gorda. Monica le grita a Danielle, le pide «la llave, ¿tienes la llave?, ve a por la llave». Pero a Monica le cuesta hablar y Danielle acaba de encontrar a una mujer apaleada y atada en un sótano.

Vitoreamos cuando Danielle golpea a Rolly con sus tacones y él chilla como la rata que es.

Pero, flacucho o no, es más grande que Danielle y ya ha hecho esto antes. Se lanza a por ella y Danielle no es lo bastante rápida para eludirlo; cae al suelo con un golpe que sonsaca un gruñido a sus pulmones. De pie otra vez, Rolly se aparta del alcance de Monica.

Le patea las costillas a Danielle mientras Monica le grita que pare, con las manos en la cabeza, estupefacta por lo mal que han salido las cosas. Rolly sigue dando patadas un buen rato antes de parar.

Danielle se contrae en una bola en el suelo, paralizada por el dolor y la anticipación de la siguiente patada. Monica ha retrocedido hasta la pared de hormigón; la cadena tintinea. Rolly enrolla el cinturón que se había quitado alrededor del cuello de Danielle y lo aprieta fuerte, tirando de todo su cuerpo con fuerza.

No.

NO.

NONONONONO

Gritamos gritos que nadie oye, aullamos como lobas a las que les han negado la luna.

Dos, dos contra uno, y aun así…

**

Rachel fue la primera. Qué día más horrible tuvo. Su piso se inundó por una avería en el calentador de agua, el casero amenazó con echarla cuando le pidió dinero para vivir durante un tiempo en otra parte y no había podido limpiar antes de su entrevista de trabajo.

Fue a la entrevista de todos modos, se obligó a mirar a los entrevistadores a los ojos y decir que no estaba teniendo un buen día, pero que había ido igualmente. «Eso es lo que hay que hacer, ¿no? ¿Venir pase lo que pase?».

Pero el entrevistador más joven le miró los pantalones sucios, arrugó la nariz y le dijo que debería haber llamado para concertar otra cita. El mayor pareció sentir más compasión, pero estuvo de acuerdo («pobre, lo has intentado») y no admiró su tenacidad.

Aun así, Rachel respondió a las preguntas lo mejor que pudo. «Si me hubieran escuchado, sabrían que sé de lo que hablo», dice.

Desanimada, Rachel se sentó en la cafetería mirando su móvil casi sin batería, calculando qué le costaría más, si coger el autobús o compartir un coche. Cuánto podría recorrer andando, si era realista. Llovía.

(Por más que lo intentamos, no sabemos por qué Rachel no triunfó como artista: dibuja en la niebla y es muy buena. ¿No debería haberse hecho rica vendiendo sus cuadros? Nos dice que ser «creativa» es muy duro).

Y allí estaba, sopesando sus opciones, mientras la camarera la fulminaba con la mirada por pillar una mesa y solo pedir café y por ir tan sucia, cuando tres personas más o menos jóvenes entraron, dos hombres y una mujer.

Desesperada, Rachel preguntó si tenían un cargador de móvil. En vez de apartar la mirada, parecieron interesarse por ella, encantados de ayudar. Le hicieron preguntas y escucharon con atención sus respuestas. Fueron muy simpáticos. Trevor contó una historia graciosa sobre cómo Rolly le llenó la furgoneta con gallinas a modo de broma. «¡El olor!», gritó por encima de sus carcajadas.

«¡Vamos en esa dirección!», dijo Trevor cuando Rachel mencionó su barrio, en términos vagos y sin decir el nombre concreto de su calle; conocía las normas de hablar con desconocidos. «Ven con nosotros, no te gastes el dinero», insistió Rolly.

Si solo hubieran sido dos hombres, nunca habría considerado aceptar esa oferta. Pero estaba Sandy, que asentía y le sonreía. «Nosotros te llevamos».

Cuando Rachel se aupó agarrándose del asa sobre la puerta de la camioneta y entró en el asiento trasero, todos ser reían («no te preocupes, este no es el de las gallinas») como si fueran viejos amigos, nerviosos por el inicio de un viaje por carretera. Recuerda que vio a Trevor y Rolly intercambiar miradas; esperaba que no se estuvieran replanteando lo de llevar a una desconocida. No se podía creer lo majos que eran.

Como fue la primera, la trataron con impulsividad, descuido, frenesí; solo duró tres días. La gente que no sabe de qué coño habla dirá que tuvo suerte.

«¿A que molaría que me hubieran cogido en el trabajo?», nos dice Rachel a veces. «¿A que molaría?».

**

La oscuridad no nos ofreció ningún consuelo. Nada sólido, nada a lo que aferrarse. Cuando tocamos nuestros cuerpos abandonados (ligeros, vacíos, hundidos), no pasó nada. Cuando agarraron nuestros cadáveres con dureza, nuestras mentes colapsaron, convertidas en gritos; nuestros pensamientos, como nuestros codos, chocaban contra las escaleras mientras arrastraban los cuerpos a un lugar al que no podríamos seguirlos.

Porque ¿a quién le importan las chicas que no sobrevivieron?

A vosotros no. Queréis las chicas que se salvan. Queréis chicas que ganen. O, al menos, chicas que sobrevivan. Todos nuestros nombres juntos solo harán que ellos sean más memorables; a nosotras no nos aporta nada.

Es terrible presenciar nuestro propio descenso a la irrelevancia. Nuestras vidas se disuelven ante nuestros ojos, licuadas, sumergidas en la oscuridad.

Nunca fui una persona.

Nunca fui nada más que carne.

Mi vida no significó nada.

No era nada, no era nada noeranada…

Y entonces Rachel se enderezó delante de nosotras, sólida como la piedra. «¿Cuál es tu color favorito?», preguntó, guiándonos a través del hormigón por el que no podíamos ver.

Tuvo que repetir la pregunta varias veces antes de que pudiéramos concentrarnos. Responder fue como apartar agua pesada, nos obligaba a sacudir los pliegues, los recuerdos como tela pesada, pum. Desenrollar nuestras vidas sobre un escritorio y por el pasillo, con los dedos rozando por instinto las infancias, cuando el color importaba más: trozos de lápices de colores, rotuladores baratos revividos con saliva, arcoíris en las manos… ¿Eso desapareció? Seguimos la miríada de hilos posteriores; los colores brillaban con tanta fuerza que parpadeamos.

Si respondíamos con una única palabra, Rachel nos presionaba con delicadeza para sonsacarnos más. «¿Morado? ¿Qué tipo de morado? ¿Rosa? ¿Qué tipo de rosa?».

Su color favorito es el rojo de la vida, incluso después de todo lo que le hicieron. Cuando era joven, su madre tuvo que ayudar a dar a luz a su amiga en la cocina y Rachel nunca olvidó la escena llena de gritos y de vida, el rojo en ella y el rojo en las mejillas del bebé.

**

Un ruido en la puerta pesada resuena como una campana en el silencio y rompe el hechizo. Ay, no, ¿Trevor?

No. Es Kelsey.

Baja a toda prisa la escalera del sótano, con algo en cada mano y la goma turquesa en la muñeca. Cuando Rolly se abalanza a por ella, Kelsey le apunta con algo y, aunque se agacha, consigue rociarle gas pimienta en la oreja.

En el ojo habría sido ideal, pero aceptamos la oreja porque Rolly se aparta, golpeándose la cabeza y tosiendo.

A pesar de la sensación del gas pimienta, Danielle se pone de pie de nuevo y lo empuja para que pierda el equilibrio. Kelsey apunta con el espray y dispara; no acierta en los ojos, pero algo le cae en la boca y, por la reacción de Rolly, a nosotras nos parece bien.

Intenta levantarse, pero Danielle baja el brazo y le golpea en la nunca con el mango de la pala.

Rolly se derrumba y pensamos: «que no os engañe», pero Danielle va muy por delante de nosotras: le da la vuelta a la pala y lo golpea una y otra vez en la cabeza con el borde afilado.

Monica se ha fijado en la llave, cómo no. Se ha pasado una eternidad mirando los agujeros de la cerradura de su grillete, imaginando sus curvas, deseando su existencia.

—La llave —le dice a Kelsey y señala su muñeca. Kelsey coge el candado, saca la llave con el cuidado de una costurera enhebrando una aguja. Todas tosen por el gas pimienta, jadean con los ojos llorosos y la garganta pegajosa.

Danielle sigue golpeando hasta que el cráneo de Rolly queda totalmente aplastado e, incluso después de darle tres patadas a su cuerpo sin vida, aún apoya dos dedos en el cuello para asegurarse de que no habrá ningún despertar milagroso digno de película de terror.

Nos encanta Danielle.

«¿Dónde está?», pregunta Zoe, flotando sobre la masa de la cabeza de Rolly. «¿Dónde está? Se quedará atrapado con nosotras, ¿no?».

La idea es como un rayo: a algunas nos entusiasma y a otras nos horroriza. Nos reunimos, como brujas alrededor de un caldero, para observar cómo el cuerpo de Rolly se detiene por completo.

Y todo para nada, porque Rolly no viene con nosotras. Que consiga abandonar este mundo sin tener que enfrentarse a nosotras nos enoja. Otra cosa que nos niegan. Otra injusticia.

Regresamos al oír el clic de la llave, el neumónico hhh del grillete abriéndose. Monica se acerca la pierna liberada al pecho y se frota la marca de un rojo rabioso en el tobillo.

—El otro —grazna—. El otro tiene una pistola.

—¿La policía? —pregunta Danielle con una tos. Se quita la americana y, sin decir nada, se la da a Monica, que enseguida mete los brazos por los agujeros para taparse.

Kelsey está doblada, limpiándose las lágrimas y los mocos de la cara con la parte inferior de su camisa cara.

—No —dice con culpa—. Tenía que volver, tuve un presentimiento…

—Bien hecho —dice Danielle con voz ronca y abraza a Kelsey antes de girarse para seguir tosiendo. La fuerza hace que se le resbale la pala de entre los nudillos blancos y caiga al suelo.

«¿La pala?». La idea se nos ocurre a todas a la vez, incluida a Monica.

«La pala la pala lapala».

La pala de la parte superior de las escaleras. La pala que era la única cosa que mantenía abierta la puerta pesada de acero. La puerta que solo Trevor puede abrir desde fuera una vez se cierra.

**

—La puerta —grita Monica con tanto desespero que Kelsey y Danielle suben las escaleras enseguida hacia la fina franja de luz que bordea el marco.

De puro milagro, lo que hace la puerta tan letal es lo que las salva: le cuesta tanto moverse en sus goznes que el cerrojo no ha encajado del todo. No están encerradas.

Pero queda el problema de empujarla y abrirla. El olor del gas pimienta y de la sangre persiste en los peldaños. Kelsey empuja y la fuerza del rebote casi la envía escaleras abajo. La puerta no cede.

—Joder. —La voz de Danielle es un lamento.

—Solo tenemos que abrirla lo suficiente para pasar —dice Kelsey con la determinación de un comandante diciéndoles a sus soldados que aguanten (quizá sea buena jefa y todo) y se aprieta contra la puerta de nuevo. A las de abajo, dice—: Necesitamos la espátula.

«Pala», la corregimos todas automáticamente, aunque las chicas vivas nos ignoran.

Monica gruñe, se limpia la sangre de la nariz y se pone en pie tambaleante mientras Danielle arrima el hombro junto a Kelsey. Gruñen por el esfuerzo e intentan mantener el equilibro, porque están en la parte de arriba de las escaleras y lo que faltaba es una chica con la espalda rota.

En el cuarto peldaño, Monica resbala con su propia sangre y casi cae escaleras abajo, pero se endereza, sigue andando y usa la pala como el pico de un escalador.

La adrenalina está menguando. La puerta pesa mucho. Están débiles por el spray pimienta en los ojos y la nariz y los pulmones y la piel, heridas por la pelea de una forma que pueden y no pueden nombrar.

«Deprisa». Trevor volverá pronto y tiene una pistola. «Deprisa».

Las chicas vivas se esfuerzan, respiran desincronizadas, observan cómo la abertura se abre más despacio que la manecilla de los segundos de un reloj y cómo se cierra de nuevo.

Vuelven a empujar, agotadas. Danielle se aprieta el abdomen, el sitio donde Rolly la ha molido a patadas.

—A la de tres —dice Kelsey entre estertores. Fulmina con la mirada el metal bajo el puño y se gira hacia las otras—. A la de tres la empujamos con todas nuestras putas fuerzas.

Danielle se apoya en su sitio, coloca bien los pies. Monica se sitúa en la parte inferior izquierda de la puerta, lista para empujar y meter la pala en la abertura en cuanto se abra lo suficiente.

¿Eso que oímos es el sonido de los neumáticos de Trevor en el camino o es nuestra imaginación?

¿Listas?

Sabemos que estamos muertas. Sabemos que no podemos hacer nada.

Uno.

Pero aquí estamos, todas excepto una acercándonos a ellas, con los brazos estirados, las palmas hacia la puerta.

Dos.

«Sandy», espeta Sasha y, para nuestra sorpresa, Sandy la escucha, se acerca y entrelaza su brazo con el de Sasha. Oímos la promesa: «Juntas».

Verlas nos hace algo: lo retuerce, nos separa de todo lo que ocurrió antes. Nada de perdón: no, nosotras nunca perdonaremos. Es algo más grueso. Más fiero.

Nos giramos a la vez hacia la puerta de metal, como el pico de un pájaro contra el cascarón de un huevo. Soltamos chispas, mostramos todos los colores que fuimos, todos los colores que nunca seremos, todos los colores que queremos para ellas. Un espectro crepitante de pérdida, nuestros pigmentos vibrantes en el lienzo.

Apiladas como leña unas sobre otras, nos apoyamos contra la puerta de metal, apretamos nuestras manos inexistentes por arriba y por debajo de los hombros de las vivas. La voz de Kelsey, como un resorte a punto de accionarse, como una campana a punto de sonar, como un fósforo a punto de encenderse, como una soga a punto de tensarse. Y todas juntas: empujamos.

SOBRE E. A. PETRICONE

Escritora amante de las cosas extrañas, oscuras y, a menudo absurdas, Petricone ha publicado en medios como Apparition Literary Magazine, Nightmare, Liminality y otros sitios maravillosos. En 2022, su novelette Nosotras, las chicas que no sobrevivimos, ganó el Shirley Jackson Award. En la actualidad vive en Massachusetts.

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Published on July 09, 2023 22:54

June 28, 2023

Escritores no binaries que deberías conocer (II)

Tenía muy pendiente publicar más entradas sobre escritores no binaries que todo el mundo debería conocer y leer, y aquí os traigo la segunda. Podéis leer la primera aquí, en la que presento a K. B. Wagers, Talia Hibbert y Neon Yang.

C. L. Clark (elle/ella)C. L. Clark, fotografiade por Jovita McCleod

C. L. Clark fue editore del podcast de ficción fantástica PodCastle y autore de múltiples relatos como «Forgive Me, My Love, for the Ice and the Sea» y «La cocinera» (disponible en español en el podcast de Las escritoras de Urras); ha coordinado, además, la antología We’re Here, con la mejor ficción especulativa queer que se publicó 2020 en inglés. Y también ha debutado por todo lo alto en formato largo con The Unbroken, la primera parte de una trilogía titulada The Magic of the Lost, en la que Clark ha volcado todos sus estudios sobre colonialismo y poscolonialismo. The Unbroken presenta una sociedad basada en la época imperial francesa y sus colonias en el continente africano. Balladaire, el imperio colonizador, recuerda demasiado a la propia Francia; mientras que Qazāl, el territorio ocupado, bebe claramente de la cultura árabe. Lo que se narra aquí es el principio del fin: una revolución cuyo único objetivo es liberar a Qazāl de las fuerzas opresoras de una vez por todas, ya sea mediante negociaciones o empleando la violencia si es necesario.

La protagonista de The Unbroken, Touraine, aparece en Qazāl en pleno conflicto. Secuestrada de niña y convertida en una soldado fiel al imperio colonizador, Touraine regresa por primera vez a su hogar para descubrir que, en realidad, no pertenece a ninguna de las dos naciones. Touraine es un ser intermedio: se ha criado en Balladaire, posee toda su filosofía de vida y sus costumbres, pero el imperio la trata como carne de cañón y la usa para oprimir a su propia gente. El choque que se da en Touraine entre libertad y obediencia, entre lealtad y rebelión, es uno de los elementos que más destacan de esta novela. Todo el debate interno de la protagonista, las pugnas de poder que se desatan a su alrededor entre opresores y oprimidos, hacen que The Unbroken sea de gran actualidad, pues nos permite reflexionar sobre conflictos reales, como puede ser la ocupación de Palestina.

Sin embargo, que exista este tipo de opresión en The Unbroken no significa que existan otros. Le autore crea un mundo muy interesante donde no se dan casos de homofobia ni de sexismo o, por lo menos, no con la misma intensidad que en nuestra realidad. Las mujeres ocupan cargos de poder importantes en el ejército y las relaciones entre mujeres se tratan con total naturalidad. No obstante, Clark también aprovecha para reflexionar sobre un tema importante: a pesar de que el sexismo sea casi inexistente en su libro, a pesar de que las mujeres tengan poder, aún hay hombres que no dudan en enarbolar su ego y su sentido de la superioridad para aprovecharse de las mujeres. Así, Touraine es víctima de varios intentos de violación por el simple hecho de que la consideran inferior por ser de Qazāl.

Aunque The Unbroken es la primera novela de C. L. Clark, ha cosechado ya muchas alabanzas entre la crítica. Este mismo año, además, se ha publicado su secuela, The Faithless, y es posible que la conclusión de esta trilogía llegue en 2024.

Biografía de C. L. ClarkTrilogía The Magic of the LostThe Unbroken (2021)The Faithless (2023)Relato «La cocinera» (2018), disponible en Las Escritoras de UrrasAkwaeke Emezi (elle)Akwaeke Emezi, fotografiade por beowulf sheehan

Akwaeke Emezi es una fuerza de la naturaleza. Tras publicar su primera novela, Agua dulce (2018), no ha dejado de trabajar en distintos proyectos y en experimentar con diversos géneros literarios. Agua dulce, por ejemplo, se puede leer en clave de fantasía, pero al mismo tiempo se basa en algunas experiencias reales de le autore. Narra la vida de Ada, una niña con «un pie en el otro lado», habitada por ogbanjes, unos espíritus igbo.

Con su segunda novela, Mascota (2019), se incursionó en un terreno más juvenil, pero tratando temas muy importantes, sobre monstruos y la forma de combatirlos. Aquí Emezi no habla de monstruos metafóricos, sino de monstruos bien reales que viven entre nosotres, en nuestra sociedad. La protagonista, Jam, una adolescente trans, ha crecido en una ciudad un tanto utópica: se han abolido las cárceles y se ha implantado un sistema de redención para dichos monstruos. La gente vive en paz y harmonía, pues los monstruos no existen ya y los «ángeles» les protegen de todo mal. Hasta que, un día aparece Mascota, una criatura que, por su apariencia grotesca, podría considerarse un monstruo, pero que en realidad ha venido a cazar a uno de verdad. Jam tendrá que ayudarle a encontrarlo y, por el camino, descubrirá que en su ciudad no todo es tan bonito como parece.

A partir de estas dos novelas de corte fantástico, Akwaeke Emezi se incursionó más en la ficción realista con La muerte de Vivek Oji (2020), donde explora cómo fue ser una persona queer en la Nigeria de los años 90. Dear Senthuran: A Black Spirit Memoir (2021) es una íntima autobiografía epistolar donde trata temas como la salud mental, la identidad y el éxito literario que ha alcanzado en los últimos años. Curiosamente, aunque pudieran parecer dos obras de géneros literarios radicalmente diferentes, le autore afirma que Dear Senthuran es una especie de continuación de Agua dulce.

En los últimos años ha publicado Bitter, la precuela de Mascota, que habla sobre la revolución necesaria para alcanzar esa sociedad utópica; el poemario Content Warning: Everything y la novela romántica You Made a Fool of Death with Your Beauty. Estas tres novelas, junto con Dear Senthuran, siguen pendientes de publicación en español, aunque Bitter sí que verá la luz en catalán gracias a Indòmita.

Biografía de Akwaeke EmeziAgua dulce (publicado en español por Consonni)Original: Freshwater (2018)La muerte de Vivek Oji (publicado en español por Consonni)Original: The Death of Vivek Oji (2020)Dear Senthuran: A Black Spirit Memoir (2021)You Made a Fool of Death with Your Beauty (2022)Content Warning: Everything (2022)Saga MascotaMascota (publicado en español por Crononauta, y en catalán por Indòmita)Original: Pet (2019)Bitter (próximamente en catalán en Indòmita)Original: Bitter (2022)
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Published on June 28, 2023 01:34

June 15, 2023

Perspectivas fuera del binarismo: una reflexión

[Artículo publicado originalmente en 2021 en la Revista Salmacis, ya desaparecida]

Cada vez que una persona usa «elle» en redes sociales, otra persona, bien o mal intencionada, decide corregirla. Ya hemos oído de todo: elle no existe; la RAE no lo acepta; hablas en asturiano, italiano o catalán; qué retrasado, retrasada eres por hablar así; a mí no intentes imponerme tu ideología. Ataques personales, insultos y la propagación de tu perfil en perfiles de ultraderecha: las personas que usamos el lenguaje no binario directo conocemos muy bien lo que es que nos acosen por intentar crear un lenguaje nuevo que nos aúne a todes, a pesar de que los seres humanos llevamos siglos y siglos creando nuevos lenguajes para nombrar nuestra realidad. Pero hay personas a quienes esto no les entra en la cabeza. Del mismo modo que a un romano del siglo II no le entraría en la cabeza el concepto «inteligencia artificial» tal y como lo entendemos ahora.

Pero la cuestión es que el lenguaje no binario no es un capricho. Si se ha creado es por una razón: para reflejar una realidad que concierne a un grupo de personas que no se identifican con el clásico binarismo de hombre y mujer. Por eso nos autodenominamos no binaries: porque no encajamos en esos dos constructos sociales. O quizá encajamos en ambos. O puede que estemos a medio camino o fuera de ellos por completo. «No binarie» es un concepto paraguas que alberga una cantidad inmensa de experiencias e identidades. No es algo nuevo ni que se haya creado ahora. Las personas llevamos siglos jugueteando con el género, rompiendo normas sociales y juntándonos con gente afín que se siente igual que nosotres. Pero ahora, con las redes sociales y la información instantánea, es muy fácil enviar un tuit insultando a una persona a la que no entiendes. Antes… Bueno, antes tenías que enviar una carta y esperar a que la otra persona te respondiera. Si quería, claro.

Las personas no binarias estamos, poco a poco, a paso de tortuga, reclamando el lenguaje para que nos incluya también a nosotres. Este fenómeno se da en casi todos los idiomas, y si digo «casi» es porque, obviamente, no los controlo todos. En español tenemos el famoso pronombre «elle» y en catalán parece que «elli» es el más extendido. Pero en inglés nos encontramos con una cantidad asombrosa de pronombres, desde el más aceptado («they») hasta otros más imaginativos, como «fae», pasando por muchas formas distintas, como «ey» o «zie». El inglés siempre ha gozado de una capacidad extraordinaria para crear nuevas palabras, pero el español tiene un hándicap en forma de Real Academia de la Lengua que ejerce una presión soberana y sobreprotectora sobre su querido idioma y que nos embiste con sus normas, hasta el punto de que aún tenemos que pelear por el simple hecho de usar «elle» y la terminación -e como morfema de género. Es una lucha que, en mi opinión, la RAE lleva las de perder. Academia solo hay una, pero hablantes somos muches.

En este sentido, la literatura juega un papel importantísimo. En teoría, la RAE recopila los usos lingüísticos de les hablantes y es a través de la literatura, entre otras cosas, donde estos usos se manifiestan. Mediante los libros, tanto originales en español como traducidos, el uso del lenguaje no binario directo (término acuñado por le traductore y doctorande Ártemis López) se ha ido extendiendo por nuestro idioma. Y, por fin, las personas no binarias podemos vernos reflejadas en alguna parte.

Pero aquí viene el problema: la fuerte influencia de la RAE. Cuando estás escribiendo o traduciendo una obra con personajes no binarios, ¿qué norma sigues? La equivalencia de they = elle está ya casi asentada, pero ¿qué hacemos con otro tipo de pronombres? Cuando usamos morfemas de género, ¿qué determina cómo debemos aplicarlos? Un truquillo es pensar en cómo hacemos el femenino de las palabras y aplicar entonces la -e (por ejemplo: «traductor, traductora, traductor), pero ¿qué ocurre con palabras como «monje» y «monja», donde «monje» ya acaba en -e? ¿Por qué no existe aún una norma que regule todo esto?

Al final, las personas que usamos el lenguaje no binario debemos confiar en la transmisión desinteresada de conocimientos. Estos conocimientos existen y deberían estar recopilados en algún sitio u organismo más o menos oficial, pero por ahora debemos confiar en la buena fe de les usuaries que dedican entradas de blogs o fanzines a hablar sobre lenguaje no binario.

Sin embargo, el desconocimiento prevalece y sus consecuencias son la supresión, eliminación y omisión de las personas no binarias. Cuando una persona del mundo literario, ya sea traductore, editore o correctore, se encuentra con un personaje no binario, a veces no saben con qué se han topado exactamente y deciden cambiarle el género o suprimirlo. Aunque la supresión no es, ni por asomo, un recurso tan nocivo como el cambio intencionado de género, sí que priva a las personas no binarias de una representación esencial que, ahora mismo, pedimos como agua de mayo y, sin embargo, nos llega en cuenta gotas.

Pero esto no ocurre solo con los personajes. Las personas no binarias existimos también en la realidad. El lenguaje no binario directo no es producto de la fantasía de une escritore. Y, a menudo, cuando la prensa se encuentra con una persona no binaria real, tampoco sabe cómo reaccionar. El caso reciente más sonado surgió con la polémica de la traducción al holandés del poema de Amanda Gorman. El encargo recayó en Marieke Lucas Rijneveld, autore no binarie, y distintos periódicos y medios se lanzaron a hablar de elle en femenino, precisamente porque le perciben como mujer (la expresión de género y cómo lo percibimos darían para otro artículo). No es el único: la editorial catalana que ha publicado a Akwaeke Emezi, autore nigeriane, decidió emplear el femenino también para referirse a elle en la misma portada de su novela Aigua dolça.

Las páginas en Wikipedia dedicadas a Marieke Lucas Rijneveld en catalán y en español también muestran distintas formas de reaccionar ante una persona no binaria. La página en catalán, una vez más, trata a le escritore en femenino, mientras que la página en español hace malabares para no tener que usar el género no binario directo. Y es que no todes les editores de Wikipedia en nuestro país, que suelen ser usuaries que se ofrecen a modificar de forma voluntaria la web, aceptan este lenguaje y a menudo lo vetan por completo.

No obstante, no todo son malas prácticas y falta de respeto. Aunque medios de comunicación, editoriales y grandes portales de información aún no acaben de entender ni de respetar a las personas no binarias, cada vez más lectores, editores, traductores, correctores y libreres son más conscientes de la necesidad de escribir, traducir y publicar literatura desde una perspectiva no binaria. Traducir personajes no binarios usando los pronombres y el género de su elección no es solo una cuestión fundamental de respeto y sentido común, sino también de profesionalidad. Si, por ejemplo, traducir «chair» por «estantería» es erróneo, porque no es el equivalente directo, ¿por qué aceptamos que «they» se traduzca por «ella» o «él» si tampoco son los equivalentes directos?

Para muchas personas, lo de emplear pronombres y morfemas nuevos les parece muy complicado, pero al final todo es cuestión de practicar. Cuanto más los leas, cuanto más los oigas, cuanto más los uses, más fácil te resultará. No importa si te equivocas al principio; la cuestión es no hacerlo de mala fe. Y, al igual que cuando conoces a una persona nueva le preguntas su nombre, también es de ser educade preguntarle por sus pronombres.

Espero que, con estas reflexiones, os haya animado a expandir un poco vuestros horizontes e investigar distintas formas de percibir el género.

Carla B. Estruch se dedica a la traducción desde 2016. Por sus manos han pasado productos audiovisuales de diversa índole y más de una treintena de libros, sobre todo de ciencia ficción, fantasía y terror. Entre sus traducciones destacan obras como Binti, de Nnedi Okorafor; Sistemas críticos, de Martha Wells (ambas ganadoras del premio Ignotus otorgado por la Asociación Española de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror); Pageboy, de Elliot Page, y Las mareas negras del cielo, de Neon Yang, con la que fue finalista al premio Matilde Horne a la Mejor Traducción de Género Fantástico en 2022.

Ha escrito sobre género y fantástico en medios como la Revista Mercurio, Jot Down, La Nave Invisible y Salmacis. También ha impartido talleres y charlas en universidades y convenciones de toda España. En la actualidad, se dedica a tiempo completo a la traducción literaria.

Foto de cabecera de Katie Rainbow 🏳️‍🌈 en Unsplash

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Published on June 15, 2023 07:57