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January 13 - May 2, 2019
durante los siglos IV y V la Iglesia cristiana demolió, destrozó y fundió una cantidad de obras de arte simplemente asombrosa.
La obra de Demócrito, uno de los mayores filósofos griegos y padre de la teoría atómica, se perdió por completo. Solo un uno por ciento de la literatura latina sobrevivió a los siglos. El noventa y nueve por ciento se perdió. Es mucho lo que se puede conseguir con las romas armas de la indiferencia y la pura estupidez.
Agustín afirmó ante una congregación en Cartago: «¡Dios quiere, lo mandó, lo predijo, comenzó ya a llevarlo a efecto, y en muchos lugares de la tierra ya lo ha realizado en parte: la extirpación de toda superstición de paganos y gentiles!».[13]
La homosexualidad masculina se prohibió; la depilación se despreciaba, así como el maquillaje, la música, los bailes sugerentes, la comida sofisticada, las sábanas moradas, la ropa de seda... La lista seguía y seguía.
Juan Crisóstomo alentó a los miembros de su congregación a espiarse mutuamente. Entrad en las casas de los demás, decía. Meteos en los asuntos ajenos. Rehuid a quienes no cumplan. Después informadme de todos los pecadores y los castigaré como merecen. Y si no informabas sobre ellos, entonces él podía castigarte a ti también. «Así
Los amantes del arte observaban horrorizados cómo una gente demasiado idiota para apreciarlas y, sin duda, para reproducirlas, destruía algunas de las grandes esculturas del mundo antiguo.
Muchos romanos y griegos no sonreían mientras veían cómo se suprimían sus libertades religiosas, se quemaban sus libros, se derruían sus templos y unas bestias con martillos destruían sus estatuas.
antes del auge del cristianismo, pocas personas habrían pensado en describirse a sí mismas por su religión.
Los obispos cobraban cinco veces más que los profesores, seis veces más que los médicos, tanto como un gobernador local.
un monje dividió todos los pensamientos demoníacos en ocho categorías principales: gula, lujuria, avaricia, tristeza, cólera, acedía, vanagloria y orgullo.
Aparecieron complejas demonologías que lo explicaban todo, desde la creación de estas criaturas (una caída miltoniana de la gracia), hasta su pestilencia (repugnante), su geografía (Roma era uno de sus lugares favoritos), el tacto de su piel (mortalmente frío) e incluso sus costumbres sexuales (variadas, imaginativas y persistentes). Todo se tenía en cuenta, también el modo en que los demonios planeaban superar las dificultades logísticas y lingüísticas que implicaba la dominación del mundo. «No debemos pensar que existe un espíritu de la fornicación que seduce a una persona que, por ejemplo,
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Un monje anciano se vio «asediado» por unas mujeres desnudas que se sentaron junto a él durante la comida, mientras que otro vio cómo un demonio se afianzaba en su regazo en la forma de una niña etíope que había visto de joven. Otro monje recibió en el monasterio la visita de una aparición particularmente intemporal, un funcionario de rango medio del Gobierno. El funcionario agarró al monje, que empezó a forcejear con él. A medida que se desarrollaba la pelea, el monje se dio cuenta de que no estaba en presencia de la burocracia sino (la distinción parece ser muy sutil) de la pura maldad. Eso,
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Un monje registró los actos de lo que llamó el «demonio del mediodía», que atacaba entre las diez de la mañana y las dos de la tarde. Durante esas horas, el monje debía estar trabajando, pero ese demonio en concreto se lo impedía y hacía «que el sol parezca avanzar lento e incluso inmóvil y que el día aparente tener cincuenta horas. A continuación, lo apremia a dirigir la vista una y otra vez hacia la ventana y a salir de la celda, para observar cuánto dista el sol de la hora nona», la hora de la cena. El demonio podía entonces obligar al monje a sacar la cabeza de la celda para ver si allí
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Una consecuencia del concepto de los demonios fue que los pensamientos malvados pasaron a ser culpa del demonio y no del hombre; una peculiaridad exculpatoria que significaba que incluso los pensamientos más pecaminosos podían ser —y eran— libremente reconocidos. En escritos de una sinceridad asombrosa, la mentalidad monacal queda al descubierto cuando los monjes confiesan verse martirizados por visiones de mujeres desnudas —por no mencionar de otros monjes— «que cometen el pecado obsceno de la fornicación»; visiones que dejaban su alma atormentada y sus muslos ardientes. Los monjes escriben
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Todo lo que tenía que ver con las viejas religiones era demoníaco. Como tronaba Agustín: «Todas las gentes estaban subyugadas por el demonio, pues le fabricaron templos, le construyeron altares, le instituyeron sacerdotes, le ofrecieron sacrificios, le adjudicaron agoreros como oráculos».[40]
Esta tensión entre lo divino y lo doméstico persistiría. Más de 1.500 años después, a principios del siglo XX, Stephen Dedalus, el protagonista de Retrato del artista adolescente, de James Joyce, daba vueltas a cuestiones como si el bautismo con agua mineral era válido, si una pequeña partícula de la comunión contenía todo el cuerpo y toda la sangre de Cristo o solo una parte de ellos y si, en caso de que el vino consagrado se avinagrara, Jesús todavía seguiría presente en el vinagre o preferiría una cosecha más reciente. En el siglo IV, Agustín respondió a su angustiado corresponsal con una
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Los cristianos habían sido salvados, los demás no. Los cristianos tenían razón; las demás religiones estaban equivocadas; más que eso, estaban enfermas, locas, condenadas, o eran malvadas e inferiores. Empezó a utilizarse un nuevo y violento vocabulario de repulsa al hablar de las demás religiones y cualquier cosa relacionada con ellas, lo que significaba prácticamente cualquier ámbito de la vida romana.
Los que criticaban el cristianismo, advertía el apologeta cristiano Tertuliano, no hablaban con un intelecto libre. Atacaban a los cristianos porque estaban bajo el control de Satanás y sus soldados de a pie. El «campo de batalla» de esos temibles soldados no era otro que «vuestras mentes, a las que, con oculta inspiración, incita y dispone para los perversos juicios y los inicuos tormentos».[45] Los demonios eran capaces de «tomar posesión de las almas de los hombres y bloquear sus corazones y hacer que dejen de creer en Cristo».[46]
«Ningún hombre será privado de la completa tolerancia», anunció su famoso Edicto de Milán, del 313 d.C., añadiendo que «todo hombre puede tener completa tolerancia en la práctica de cualquier devoción que haya escogido».(2) Bonitas palabras. Que como muchas otras bonitas palabras, resultaron estar vacías. Los clérigos cristianos no podían —ni querían— permitir ese liberalismo. A sus ojos, el clamor rival de la religión romana no implicaba una oportunidad para un culto distinto pero igualmente válido; no era más que una oportunidad para la condena. El diablo se apoderaba de todo niño recién
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«Descendamos hasta las cosas más pequeñas —dijo Agustín a una congregación evidentemente desobediente—. Él mismo da la vida a vuestras gallinas.»[48]
Una nueva generación de predicadores inflexibles pronunciaba un sermón intimidatorio tras otro, en los que quedaban claras las opciones del pueblo. Al decidir a quién venerar, las congregaciones no elegían entre un dios u otro; estaban escogiendo entre el bien y el mal, entre Dios y Satanás. Permitir que alguien siguiera un camino distinto al del verdadero cristiano no era libertad, era crueldad. La libertad para errar era, sostendría con vigor más tarde Agustín, libertad para pecar, y pecar era arriesgar la muerte del alma. «La posibilidad de pecar —como dijo más tarde un papa— no es una
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Oponerse a la religión de otros o reprimir su devoción no eran, decían los clérigos a sus congregaciones, actos de maldad o intolerancia. Se contaban entre las acciones más virtuosas que los hombres podían hacer. La Biblia misma lo exigía. Como instruían las palabras inflexibles del Deuteronomio: «Y derribaréis sus altares, y quebraréis sus imágenes, y sus bosques consumiréis con fuego; y destruiréis las esculturas de sus dioses, y extirparéis el nombre de ellas de aquel lugar».[52] Los cristianos del Imperio romano escucharon. Y a medida que avanzaba el siglo IV, empezaron a obedecer.
Era un grupo que no formaba sus creencias a partir de experimentos u observaciones, sino únicamente a partir de la fe, y que, aún peor, en realidad estaba orgulloso de ello. Estas personas peculiares eran para Galeno el epítome del dogmatismo intelectual. Cuando quería comunicar adecuadamente la estupidez de otro grupo de médicos, Galeno utilizaba a esa gente como analogía para expresar la profundidad de su irritación. Eran los cristianos. Para mostrar hasta qué punto otros doctores eran dogmáticos, utilizaba la frase: «Uno podría enseñar más fácilmente novedades a los seguidores de Moisés y
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mundo de Galeno, solo los que carecían de educación creían en cosas sin motivo. Para mostrar algo, uno no solo tenía que decir que era así. Había que probarlo, hacer la demostración. Lo contrario era, para Galeno, el método de un idiota. El método de un cristiano.
Durante los primeros ciento y pico de años de cristianismo, no hay menciones a la nueva religión en los escritos romanos. Después, alrededor del paso al siglo II, empezaron a aparecer, aunque de manera fragmentaria y gradual, en los textos de los no cristianos. En el 111 d.C., hay una carta de Plinio, el gobernador romano. Después, unos cuantos años más tarde, aparecen algunas referencias seductoramente breves en historias romanas; una breve sección en los Anales del historiador Tácito y otra mención en una historia de Suetonio. Y eso era todo. Ninguna de esas descripciones era particularmente
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De repente, alrededor del 170 d.C., un intelectual griego llamado Celso lanzó un ataque monumental y vitriólico contra la religión. Está claro que, a diferencia de otros escritores que hasta entonces habían escrito sobre el cristianismo, Celso sabía mucho sobre él. Había leído las escrituras cristianas, y no solo eso; las había estudiado con gran detalle. Lo conocía todo, desde la creación hasta la virginidad de María y la doctrina de la Resurrección. Está igualmente claro que lo aborrece todo y, con frases juguetonas, sardónicas y en ocasiones muy sencillas, lo refuta vigorosamente. ¿La
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La Iglesia católica y sus «multitudes inútiles», a su vez, mostraron un glorioso desdén por los argumentos de Gibbon, y rápidamente pusieron su Decadencia y caída del Imperio romano en el Index Librorum Prohibitorum, su lista de libros prohibidos.(4) Hasta en la liberal Inglaterra, el ambiente se volvió intensamente hostil hacia el historiador. Gibbon dijo más tarde que le había conmocionado la respuesta a su obra. «Si hubiera creído —escribió—, que la mayoría de los lectores ingleses se sentían tan afectuosamente vinculados al nombre y la sombra de la cristiandad [...] quizá podría haber
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Ciento cincuenta años después de la crítica de Celso, hasta el emperador de Roma se declaraba seguidor de esa religión. Lo que sucedió después fue mucho más grave que cualquier cosa que Celso hubiera podido imaginar. El cristianismo no solo ganó partidarios, sino que prohibió que la gente adorara a los antiguos dioses romanos y griegos.
Por escoger un ejemplo entre muchos, en el 386 d.C. se aprobó una ley que tenía como objetivo a «quienes discuten de religión» en público. Esa gente, advertía la ley, eran los «perturbadores de la paz de la Iglesia» y «pagarán el castigo por alta traición con sus vidas y su sangre».[66]
Celso también pagó su precio. En este ambiente hostil y represivo, su obra desapareció. No ha sobrevivido ni un solo volumen sin adulterar del primer gran crítico del cristianismo. Casi toda la información sobre él también ha desaparecido, incluido su nombre completo, del que solo conocemos el apellido; qué lo llevó a escribir su ataque, o dónde y cuándo lo escribió. La larga e ignominiosa práctica cristiana de censurar había comenzado. Sin embargo, por un inesperado giro del destino literario, la mayoría de sus palabras han sobrevivido. Porque ochenta y tantos años después de que Celso
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la Doctrina verdadera de Celso parece vigorizantemente directa. No solo atacó a María y a Moisés. Todo el mundo tuvo críticas. A Jesús no lo había concebido el Espíritu Santo, escribió Celso. Esto, se ríe, era muy improbable porque María no era tan hermosa como para tentar a una deidad.[68] Más bien, dice, a Jesús lo engendró de manera bastante más ordinaria un soldado romano llamado Pantira.(5) Cuando se descubrieron el embarazo y la infidelidad de María, se la acusó de adulterio y «el carpintero la aborreció y la echó de casa».[69]
Las escrituras divinas, dijo, eran basura; la historia del jardín del Edén era «muy tonta» y la cosmogonía de Moisés «muy simple».[70] Las «profecías» que habían anunciado la llegada de Jesús no tenían ningún sentido, puesto que «a infinitos otros se le podrían aplicar las profecías con mucha más verosimilitud que a Jesús». El día del Juicio también era motivo de burla. ¿Cómo exactamente, preguntaba Celso, iba a producirse todo aquello? «Otra tontería suya es creer que, cuando Dios, como un cocinero, envíe su fuego, todo el género humano quedará asado y solo ellos sobrevivirán.»[71] Desdeñaba
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Celso dice estar estupefacto por el grado en que las enseñanzas de Jesús parecen contradecir muchas de las establecidas en el Antiguo Testamento. ¿Cambian con el tiempo las reglas de un dios supuestamente omnisciente? Si es así, «¿quién miente: Moisés o Jesús? ¿O es que el Padre, al enviar a este, se había olvidado de lo que ordenara a Moisés?». O quizá Dios, consciente de que estaba cambiando de opinión, envió a Jesús como mensajero legal para dar noticia de que «condenando sus propias leyes, arrepentido, mandó a su mensajero para estatuir las contrarias».[73] Celso tampoco puede entender por
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Los testigos que ofrece la Biblia son, para Celso, poco fiables. De la resurrección dice: «¿Y quién vio todo esto? Una mujer furiosa, como decís», y otra persona, quienes inventaron estos «rumores».[78] Por lo tanto, la Resurrección se debió a «cierta predisposición de espíritu» o quizá a «un delirio».[79] A Celso, la afirmación de que Cristo era divino le parece una imposibilidad lógica. «¿Cómo puede ser inmortal un muerto?»[80] La idea de que Jesús vino para salvar a los pecadores también se trata con displicencia. «¿Qué preferencia es esa por los pecadores? —pregunta—. Entones, ¿no se lo
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Celso desdeña la idea de que un ser omnipotente necesite llevar a cabo esa tarea de constructor, hacer tanto en un día, tanto más en un segundo, un tercero, un cuarto, etcétera, y en especial la idea de que, después de su trabajo, Dios, «cansado, como si realmente fuera un mal trabajador, necesitó sumirse en la ociosidad».[82] Para muchos intelectuales como Celso, la idea de un «mito de la creación» no solo era inverosímil sino redundante. Durante este periodo, en Roma, una teoría filosófica popular e influyente ofrecía una visión alternativa. Esta teoría, epicúrea, afirmaba que en el mundo
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Si todo en el universo ha sido «formado por fortuitos encuentros, ¿dónde está el Dios ordenador?».[86] La respuesta es evidente, no hay dios. Ningún dios hizo aparecer por arte de magia a la humanidad de la nada, ninguna divinidad le insufló vida, y al morir, los átomos simplemente se reabsorben en este gran mar de materia. «No hay cosa que se engendre a partir de nada por obra divina», escribió Lucrecio en su gran poema Sobre la naturaleza de las cosas, y «nada regresa a la nada».[87] La teoría atómica, por lo tanto, eliminaba la necesidad y la posibilidad de la creación, la resurrección, el
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La superstición, escribió el biógrafo griego Plutarco, era una terrible aflicción que «humilla y desalienta al hombre».[88] La gente veía los terremotos, las inundaciones, las tormentas y los rayos y daba por hecho que, en ausencia de cualquier otra explicación, «suceden por poder divino».[89] En consecuencia, la gente intentaba apaciguar a estos dioses temperamentales. Los escritores como Lucrecio sostenían que el atomismo, correctamente aplicado, podía hacer pedazos este miedo. Si no existía un creador, si los rayos, los terremotos y las tormentas no eran las acciones de unas deidades
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algunas de las mayores figuras en la primera Iglesia se volvieron en contra de los atomistas.[91] A Agustín le disgustaba el atomismo precisamente por la misma razón por la que a los atomistas les gustaba; debilitaba el terror de la humanidad al castigo divino y al infierno. Los textos de las escuelas filosóficas que defendían la teoría atómica se vieron afectados.
«la pérdida de la totalidad de las obras de Demócrito es la mayor tragedia intelectual resultante del colapso de la vieja civilización clásica».[92] Sin embargo, la teoría atómica de Demócrito nos ha llegado, aunque a través de un fino hilo; estaba en un único volumen del gran poema de Lucrecio que se hallaba en una sola biblioteca alemana, que solo un intrépido cazador de libros acabaría encontrando y salvando de la extinción. Ese volumen único tuvo una asombrosa vida después de la muerte; se convirtió en una sensación literaria, devolvió el atomismo al pensamiento europeo, creó lo que
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A Celso no solo le irritaba el hecho de que los cristianos fueran unos ignorantes en materia filosófica, sino también que los cristianos, de hecho, disfrutasen de su ignorancia. Celso los acusa de, al reclutar, buscar activamente la idiotez. «Entre ellos se dan órdenes como estas —escribió—; nadie que sea instruido se nos acerque, nadie sabio, nadie prudente (todo eso es considerado entre nosotros como males)». Los cristianos, proseguía, «bien a las claras manifiestan que no quieren ni pueden persuadir más que a necios, plebeyos y estúpidos, a esclavos, mujerzuelas y chiquillos».[94] Hacían
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La idea del diluvio era, para Celso, una versión «corrupta» del mito clásico, un «cuento» que los cristianos contaban a los niños pequeños.[101] Para ellos era la verdad. Incluso en la Inglaterra del siglo XIX, la Iglesia aún lo defendía como tal. En
aquel momento, la autoridad de la historia no estaba en peligro de erosión tanto por unos filósofos desdeñosos como por la nueva ciencia de la geología. La auténtica edad de la Tierra estaba empezando a dificultar la creencia en la creación, sobre todo en una que había tenido lugar, como célebremente afirmara un teólogo cristiano, el 23 de octubre del 4004 a.C. Muchos píos académicos victorianos lucharon contra esta nueva y amenazadora ciencia, entre ellos, de una manera un tanto extraña, algunos geólogos. En su discurso inaugural, William Buckland, el primer profesor de geología en la
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El imperio no carecía, observó Celso, de predicadores carismáticos que reivindicaban su origen divino, abrazaban la pobreza o anunciaban que iban a morir por la humanidad. «También los que están fuera de sí (extáticos) y los mendicantes dicen ser hijos de Dios venidos de lo alto.»[103] Como señalaba Celso, Jesús no era el único que había afirmado haber resucitado. ¿Creían los cristianos que esas otras historias de alzamientos de entre los muertos eran «cuentos, y tales parecen», pero que ellos habían hallado «un desenlace de vuestro drama más congruente y convincente»?[104]
El retórico griego Luciano, que describió a los cristianos como «esos infelices», escribió el relato satírico de uno de esos hombres, un charlatán (como lo veía Luciano) que vivía en Grecia llamado Peregrino. Desesperado por alcanzar la fama, este pseudofilósofo se dejó el pelo largo y viajó por el imperio predicando lugares comunes. Vivió de la caridad, se ganó una reputación entre los crédulos, y finalmente se suicidó saltando a una hoguera para «ser útil a la humanidad indicándole cómo se debe despreciar la muerte».[105]
Celso sugería que si la gente estuviera mejor educada sería más reticente a los charlatanes como Peregrino o, ciertamente, como Jesús, al que Celso consideraba poco más que un «hechicero».[114] Los «milagros» que Jesús llevó a cabo, creía, no eran mejores que la clase de cosas que los estafadores vendían constantemente a los crédulos en todo el Imperio romano. En un mundo en el que el cuidado médico era infrecuente, muchos afirmaban tener poderes mágicos. Si una persona viajaba a Oriente, se cruzaba con gentes que, en las plazas públicas, «por unos óbolos revelan tan venerables enseñanzas,
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Celso mete el dedo en la llaga. El primer cristianismo tendría que pasar una considerable cantidad de tiempo y de esfuerzo vigilando los límites entre la santidad y la hechicería. Se derramó una gran cantidad de tinta sobre el tema de Simón el Mago. Un rápido resumen de la vida de Simón deja claro por qué era tan amenazador; Simón realizó varios milagros, reunió a un grupo de seguidores que creían que era un dios —entre ellos, una prostituta—, y uno de sus discípulos «persuadió a quienes lo seguían de que nunca morirían».[117] Sus seguidores llegaron a agasajarle con una estatua con la
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Había aprecio por las ingeniosas historias de los ateos, que se contaban una y otra vez. Cuando un hombre pidió a un filósofo griego que fuera con él a un santuario a rezar, el amigo le respondió que debía pensar que Dios estaba muy sordo si no podía oírles desde donde estaban.[119]
Como escribió Plinio el Viejo: «Considero fruto de la debilidad humana buscar el aspecto o la forma de Dios. Cualquiera que sea Dios, si es que es un ente distinto [...], es todo él percepción, todo él visión, todo él audición, todo él alma, todo él inteligencia, todo él el absoluto».[121] Plinio sugería que la divinidad que existiera debía encontrarse en la propia humanidad: «Dios —escribió— significa para un mortal ayudar a otro mortal».[122] Roma no era un imperio de ateos; incluso los emperadores eran deificados después de su muerte, y su «genio» o espíritu divino reverenciado a partir de
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Roma no era un modelo de pluralismo religioso. No tenía ningún escrúpulo a la hora de prohibir o eliminar prácticas —fueran druídicas, báquicas o maniqueas— que por alguna razón parecieran perniciosas. Pero asimismo, podía admitir dioses extranjeros, aunque, como con tantas otras cosas en Roma, primero había que cumplir un proceso burocrático. Ignorar ese proceso y adorar a un dios extranjero que no estuviera aceptado era un acto socialmente inadmisible; se incurría en el riesgo de perturbar el contrato con los dioses ya reconocidos y extender el desastre y la peste. Este era uno de los
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Agustín se maravillaría del hecho que los paganos fueran capaces de adorar a tantos dioses diferentes sin discordia, mientras los cristianos, que solo adoraban a uno, se escindían en incontables facciones enfrentadas. De hecho, muchos paganos como Celso parecían elogiar activamente la pluralidad. Para los cristianos, esto era un anatema. Cristo era el camino, la verdad y la luz, y todo lo demás no solo era erróneo, sino que arrojaba al creyente a la oscuridad demoníaca. Permitir que alguien mantuviera una forma de adoración alternativa o una modalidad herética de cristiandad no era permitir la
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