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January 13 - May 2, 2019
Es una historia en la que se destruyeron grandes obras de arte, se profanaron edificios y se suprimieron libertades. Es una historia en la que se consideró fuera de la ley a quienes se negaron a convertirse, se los acosó a medida que la persecución se intensificaba y hasta fueron ejecutados por unas autoridades fanáticas.
Mucha de esta destrucción fue obra de los fanáticos cristianos que asaltaron el templo con herramientas toscas, atacaron a los dioses «demoníacos» y mutilaron algunas de las mejores estatuas que Grecia había producido jamás.
Cerca de los mármoles de Elgin, en el mismo museo, hay un busto de basalto de Germánico. Su nariz se amputó con dos golpes y en su frente se cinceló una cruz.
En Atenas, una estatua de Afrodita de tamaño sobrenatural se encuentra desfigurada por una burda cruz tallada en la frente;
En el Museo Arqueológico de Esparta, una colosal estatua de la diosa Hera mira a ciegas, con los ojos desfigurados por cruces. Una hermosa estatua de Apolo procedente de Salamina está castrada y tiene en la cara las marcas de los duros golpes que partieron la nariz del dios. En el cuello tiene cicatrices que indican que los cristianos intentaron decapitarlo sin éxito.
Un libro reciente sobre la destrucción de estatuas a manos de los cristianos, centrado únicamente en Egipto y Oriente Próximo, tiene casi trescientas páginas llenas de imágenes de mutilaciones.[270]
Las arboledas sagradas de los antiguos dioses, por ejemplo, esos tranquilos santuarios naturales como el que Plinio tanto admiraba, sufrieron los ataques de las hachas y la tala de sus antiquísimos árboles. Las pinturas, los libros, incluso los galones, podían percibirse como obras del demonio y, por lo tanto, retirarse y destruirse.
como fanfarroneaba un predicador cristiano, los cristianos rompían las flautas de los «músicos de los demonios» y las hacían pedazos.
Los escritores cristianos aplaudían esta destrucción e incitaban a sus gobernantes a cometer actos de violencia aún mayores.
«No te harás imagen —decía—. No te inclinarás a ellas —continuaba—, ni las honrarás; porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos, sobre los terceros y sobre los cuartos, a los que me aborrecen.»
La velocidad con que la tolerancia se convirtió en intolerancia y, más tarde, directamente en represión, sorprendió a los observadores no cristianos.
La destrucción en Siria fue particularmente salvaje. Los monjes sirios —sin miedo, desarraigados, fanáticos— se volvieron célebres tanto por su vehemencia como por la violencia con que atacaban templos, estatuas y monumentos, e incluso, se decía, a cualquier sacerdote que se opusiera a ellos.
En las décadas de los 380 y los 390, se empezaron a emitir leyes contra todo ritual no cristiano con una creciente rapidez y ferocidad.
Luego, en el 392, cayó el Serapeo. Casi ningún acontecimiento, con la excepción del saqueo de Roma por los visigodos en el 410 d.C., resonaría con más fuerza en la literatura de la época.
el obispo Teófilo siguió demoliendo numerosos santuarios en Egipto. La hagiografía no documenta esos ataques como actos de vandalismo deplorables o, siquiera, vergonzosos, sino como prueba de la virtud santa.
Algunos de los santos más famosos de la cristiandad occidental comenzaron sus carreras —como gustan de alardear estas narraciones— demoliendo santuarios.
San Benedicto, san Martín, san Juan Crisóstomo; los hombres que lideraron estas campañas de violencia no eran excéntricos incómodos sino hombres que pertenecían al corazón de la Iglesia.
En Alejandría, las imágenes de «idolatría» se sustrajeron de las casas privadas y los baños y se quemaron y despedazaron en una jubilosa manifestación pública.
Un tratado judío conocido como el Avodá Zara daba instrucciones detalladas sobre cómo maltratar adecuadamente a una estatua. Se puede profanar una estatua, recomendaba, «cortando la punta de su oreja o nariz o dedo, al golpearla —aunque su volumen no quede disminuido— queda profanada».
Una estatua desnuda de Afrodita era, escribió asqueado un historiador cristiano, «más vergonzosa que la de cualquier prostituta frente a un burdel»
«Los ídolos que Cristo hizo pedazos, jamás los volverá a restaurar el artesano —celebró Agustín—.
Si bien se podían requerir meses de esfuerzo, años de experiencia y siglos de conocimiento acumulado para construir un templo griego, hacía falta poco más que fanatismo y paciencia para destruirlo.
el obispo Marcelo había destruido el vasto y aún muy popular templo de Zeus en Apamea con sus oraciones y la ayuda de un hombre que «no era constructor, ni albañil, ni artesano de ninguna clase». Hoy, Marcelo es adorado como un santo en la Iglesia ortodoxa.[309]
quienes llevan a cabo y alientan los ataques rara vez son descritos como violentos, crueles o desalmados: son simplemente «fervorosos», «píos», «entusiastas» o, en el peor de los casos, «excesivamente vehementes».
«Los estudios modernos, influidos por un sesgo cultural judeocristiano», con frecuencia han pasado por alto o minusvalorado estos ataques, e incluso, en ocasiones, «han presentado la profanación cristiana desde un punto de vista positivo».
A finales del siglo IV, el orador Libanio observó qué ocurría y lo describió desesperado. Él y otros adoradores de los antiguos dioses veían, sus templos «en ruinas, sus rituales prohibidos, sus altares derribados, sus sacrificios suprimidos, sus sacerdotes expulsados y sus propiedades divididas entre un puñado de granujas».
brillante orador Símaco escribió una apelación. En primer lugar, rogó al emperador que permitiera la diferencia religiosa entre sus súbditos. Haciéndose eco de Herodoto, Celso, Temistio y muchos otros predecesores, señaló que «cada uno tiene sus propias costumbres, sus propios ritos» y que la humanidad no está capacitada para juzgar cuál de ellos es mejor, «cuando todo razonamiento está velado». No pide ninguna restricción al cristianismo. «No se puede llegar por un solo camino a un secreto tan grande»,
independientemente de si el politeísmo grecorromano era en verdad «tolerante», no hay duda de que las formas antiguas eran liberales y generosas.
Para un cristiano, el hecho de razonar no implicaba ninguna ambigüedad; todo estaba explícitamente contado en la Biblia.
Como decían las atronadoras palabras del Deuteronomio, no era tolerancia lo que se requería frente a otras religiones y sus altares. Al contrario, los fieles debían arrasarlos.
Para un cristiano no existían visiones diferentes pero igualmente válidas. Había ángeles y había demonios.
Es razonable considerar único lo que todos honran. Contemplamos los mismos astros, el cielo es común a todos, nos rodea el mismo mundo. ¿Qué importancia tiene con qué doctrina indague cada uno la verdad?»
Porque la sabiduría de este mundo es necedad para con Dios. Corintios I, 3:19
El control que muchos obispos tenían sobre sus feligresías era firme hasta el punto de resultar inflexible. Eran los guardianes del cielo y, por tanto, podían cerrar esas puertas en la cara a quienes les disgustasen. En los siglos IV y V, los obispos controlaban de hecho las milicias de creyentes, y no tenían miedo de usarlas.
Si hubieras atracado en el hermoso puerto de la ciudad en el siglo III d.C., habrían subido a tu barco los funcionarios del rey Ptolomeo III Evergetes. Estos habrían llevado a cabo un rápido registro de la nave, pero no en busca de mercancías de contrabando, sino de algo que allí era considerado mucho más valioso: libros. Si los encontraban, se confiscaban, se bajaban del barco y se copiaban. Las copias —los bibliotecarios eran plenamente conscientes de la falibilidad de los escribas y preferían los originales— se llevaban después de vuelta a los barcos y los originales se etiquetaban como «de
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quizá hubiera hasta 500.000 pergaminos en el siglo III d.C. Sin duda, había tantos que por primera vez hubo que inventar un sistema de clasificación de los pergaminos para tenerlos todos localizados. Fue con mucho la mayor biblioteca que el mundo había visto jamás y que vería en siglos. Las famosas bibliotecas monásticas posteriores palidecían en comparación; las primeras normalmente tenían alrededor de veinte libros, y hasta las bibliotecas más grandes del siglo XII contenían no más de unos quinientos, además, como es natural, esas colecciones estaban muy centradas en los textos cristianos.
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En 1338, la biblioteca de la Sorbona de París, la más rica del mundo cristiano, en teoría ofrecía al préstamo 1.728 obras, 300 de las cuales, como señalaron los registros, ya se habían perdido.
Alejandría no solo coleccionaba libros, sino también intelectuales. Se trataba a los estudiosos con reverencia y se les obsequiaba con maravillosas facilidades. La biblioteca y el Museion les ofrecían una existencia encantadora; había pasarelas cubiertas para pasear, jardines en los que descansar y una sala en la que dar conferencias. Casi todas las necesidades estaban cubiertas; los estudiosos recibían un estipendio de los fondos públicos, alojamiento y comidas, en un elegante comedor con el techo abovedado. De manera un tanto incongruente, es posible que también hubiera un zoo. El objetivo
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En un mundo cada vez más dividido por límites sectarios, Hipatia mantuvo un comportamiento decididamente equidistante, tratando a no cristianos y cristianos con una igualdad meticulosa. El propio Orestes era cristiano. Personas de todas las fes se agolpaban para oír sus conferencias y acudían a su casa en tropel para oírla hablar. Los devotos se reunían a su alrededor constantemente. Quienes habían recibido sus enseñanzas llegaban a mostrar una agitación extática en sus alabanzas; eran los «afortunados» que podían sentarse a los pies de esta «hija luminosa de la razón».