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Tenemos que recordar siempre que justificación y santificación son dos cosas diferentes. No obstante, hay puntos en los cuales coinciden y puntos en que difieren.
Ambas comienzan al mismo tiempo.
La justificación, es Dios declarando justos a aquellos que reciben a Cristo, basándose en que la justicia de Cristo es imputada a la cuenta de aquellos que lo reciben. La santificación es, de hecho, hacer justo al hombre en su interior, aunque sea en un grado muy débil.
En la justificación, nuestras propias obras no tienen nada que ver y una fe sencilla en Cristo es lo único necesario. En la santificación nuestras propias obras son de suma importancia y, por eso, Dios nos insta a luchar, a velar, orar, esforzarnos, luchar y trabajar.
La justificación es una obra terminada y completa, y el hombre es justificado perfectamente en el instante cuando cree. La santificación, comparativamente, es una obra imperfecta y nunca será perfecta hasta que lleguemos al cielo.
La justificación es el acto en el que la justicia de Cristo se imputa al creyente y no es fácil que otros la disciernan. La santificación es la obra de Dios dentro de nosotros y, porque su manifestación es externa, no puede esconderse de la vista de los demás.
Estoy convencido de que una de las grandes razones de la oscuridad y de los sentimientos inquietos de mucha gente bien intencionada en lo que respecta a la fe cristiana, es su costumbre de confundir y no diferenciar la justificación de la santificación. Nunca podremos recalcar demasiado que son dos cosas separadas. Es cierto que no pueden ser divididas y que cualquiera que es partícipe de una de las dos es partícipe de ambas. Pero nunca, nunca, deben ser confundidas y nunca deben olvidarse las diferencias entre ellas.
Despertemos todos a la realidad del estado peligroso de muchos cristianos. “Seguid… la santidad, sin la cual nadie verá al Señor” (He. 12:14). Entonces, ¡qué cantidad enorme hay de seguidores de una supuesta religión que es totalmente inútil!
Los cristianos que parecen siempre iguales, por lo general, están descuidando la comunión íntima con Jesús y, por ende, contristando al Espíritu.
Nuestra perfección absoluta está por venir y el sentido de expectativa de obtenerla es una razón por la cual debiéramos ansiar el cielo.
Estemos convencidos, no importa lo que otros digan, de que santidad es felicidad, y que el hombre que pasa por la vida con más paz es el hombre santificado.
Moralidad y respetabilidad de conducta, como las tenía el joven rico.
Santidad es el hábito de ser de un mismo sentir con Dios, según se describe su sentir en las Escrituras.
El hombre que más coincide con Dios, es el más santo.
El hombre santo se esforzará por rechazar todo pecado conocido y guardar todo mandamiento conocido.
El hombre santo luchará para ser como nuestro Señor Jesucristo.
que se negaba continuamente a sí mismo con el fin de servir a otros, - que era humilde y paciente ante insultos inmerecidos,
que estaba lleno de amor y compasión por los pecadores,
Se ahorrarían mucho tiempo y se prevendrían muchos pecados si los hombres se preguntaran más seguido: “¿Qué hubiera dicho y hecho Cristo si hubiera estado en mi lugar?”.
El hombre santo procurará humildad, longanimidad, mansedumbre, paciencia, bondad y control de su lengua.
Soportará mucho, sobrellevará mucho y será lento en habla...
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El hombre santo procurará dominio propio y auto-negación. Trabajará para mortificar los deseos de su cuerpo,
El hombre santo procurará practicar un espíritu de misericordia y benevolencia hacia los demás. No permanecerá inactivo todo el día. No se contentará con no hacer daño.
El hombre santo procurará pureza del corazón. Aborrecerá toda suciedad y contaminación de su espíritu, y buscará evitar todas las cosas que puedan llevarlo a ellas. Sabe que su propio corazón es como paja y será diligente en mantenerse lejos de las chispas de la tentación. ¿Quién se atreverá a hablar de fortaleza sabiendo que alguien como David puede caer?
El hombre santo procurará la humildad. Anhelará, modestamente, estimar a otros mejores que él. Verá más maldad en su propio corazón, que en el de cualquier otro en el mundo.
Las personas santas debieran apuntar a hacer todo bien y debieran avergonzarse de permitirse hacer algo mal, si pueden evitarlo. Al igual que Daniel, deben procurar no tener ningún cargo contra ellos, excepto su “relación con la ley de su Dios” (Dn. 6:5). Deben esforzarse por ser buenos cónyuges, buenos padres y buenos hijos, buenos patrones y buenos siervos, buenos vecinos, buenos amigos, buenos en privado y buenos en público, buenos en su lugar de trabajo y buenos en su hogar. Poco vale la santidad, si no lleva este tipo de fruto.
En último lugar, el hombre santo procurará una mentalidad espiritual. Se esforzará por consagrar sus afectos enteramente a las cosas de arriba y considerar las cosas de la tierra mucho menos importantes. No descuidará la vida actual, pero el primer lugar en su mente y pensamientos lo dará a la vida venidera.
No digo de ninguna manera que la santidad impide la presencia del pecado que ya mora en el hombre. No, lejos de esto. El hecho de que la desgracia más grande del hombre santo es que carga un “cuerpo de muerte” que, a menudo, cuando quiere hacer el bien, “el mal está en él”, que el viejo hombre está observando todos sus movimientos y, por así decir, tratando de hacerlo retroceder cada vez que da un paso (Ro. 7:21). Pero la excelencia del hombre santo es que no se queda en paz con el pecado que mora en él, como lo hacen algunos. Aborrece el pecado, se lamenta por él y anhela librarse de él. La
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La santificación es siempre una obra progresiva. La historia de los santos más brillantes que jamás han vivido contiene muchos “peros”, “sin embargo” y “no obstante” hasta el final.
El más santo de los hombres tiene imperfecciones y defectos cuando es pesado en la balanza de la santidad divina. Su vida es una batalla continua contra el pecado, el mundo y el diablo y, a veces, no lo vemos vencedor, sino vencido.
Y esto digo audaz y confiadamente: Que la verdadera santidad es una gran realidad. Es algo en el hombre que puede verse, conocerse, señalarse y que es percibido por todos los que lo rodean. Es luz: Si existe, se ve. Es sal: Si existe, su sabor se percibe. Es un óleo preciado: Si existe, no se puede esconder.
Todos tenemos que estar dispuestos a ser indulgentes con las caídas, con la sequedad ocasional de los cristianos.
Pero después de admitir todo esto, no puedo entender cómo alguien merezca ser llamado “santo”, si peca a sabiendas y no se humilla ni se avergüenza por ello. No se le puede llamar “santo” a alguien que, a sabiendas, descuida habitualmente sus deberes y, conscientemente, hace lo que sabe que Dios le ha ordenado no hacer. Bien dice Owen: “No entiendo cómo alguien pueda ser un verdadero creyente si su carga más pesada no es el pecado, no siente dolor por él y no lo ve como un problema”.
El ropaje blanco que Jesús ofrece y que viste la fe, tiene que ser nuestra única justicia, el nombre de Cristo, nuestra única confianza y el libro de la vida del Cordero, nuestro único derecho al cielo. Aun con toda nuestra santidad, no somos más que pecadores.
tenemos que ser santos porque la voz de Dios en las Escrituras claramente lo ordena.
Tenemos que ser santos porque es la única gran finalidad y propósito por el cual Cristo vino al mundo.
En suma, decir que los hombres son salvados de la culpa de pecado, sin ser salvos del dominio de éste en sus corazones, es contradecir el testimonio de todas las Escrituras.
Tenemos que ser santos porque es la única evidencia fehaciente de que contamos con una fe salvadora en nuestro Señor Jesucristo.
Santiago nos advierte que la fe muerta existe: Es una fe que no va más allá de profesarse con la boca y no tiene influencia alguna sobre el carácter del hombre (Stg. 2:17).
La verdadera fe salvadora es distinta. La verdadera fe siempre se verá en sus frutos: Santificará, obrará por amor, vencerá al mundo y purificará el corazón.
Sospecho que, salvo raras excepciones, los seres humanos como han vivido, así mueren. La única evidencia segura de que somos uno con Cristo y que Cristo está en nosotros, es la vida santa. Los que viven para el Señor, generalmente, son los únicos que mueren en el Señor.
El alma del hombre que puede pensar en todo lo que sufrió Jesús y aun así aferrarse a los pecados por los cuales sufrió, está enferma. Fue el pecado el que entretejió la corona de espinas. Fue el pecado el que traspasó las manos y los pies de nuestro Señor e hirió su costado. Fue el pecado lo que lo llevó a Getsemaní y al Calvario, a la cruz y al sepulcro. ¡Qué fríos deben estar nuestros corazones si no aborrecemos el pecado y nos esforzarnos por librarnos de él, aunque tengamos que amputarnos la mano derecha y arrancarnos el ojo derecho!
Tenemos que ser santos, porque serlo, es la única evidencia fidedigna de que somos verdaderos hijos de Dios.
Si los hombres no se parecen en nada al Padre celestial, es en vano hablar de que son sus “hijos”. Si nada sabemos de santidad, podemos engañarnos todo lo que queramos, pero el Espíritu Santo no mora en nosotros: Estamos muertos y necesitamos que nos vuelvan a la vida.
todos los que son guiados por el Espíritu de Dios,…” y, sólo ellos, “…son hijos de Dios” (Ro. 8:14).
“No digas”, dice Gurnall, “que tienes sangre real en tus venas y que eres nacido de Dios, a menos que puedas probar tu realeza por atreverte a ser santo”.
Nuestra vida estará haciéndole bien o mal a los que la observan. Es un sermón silencioso que todos pueden leer. Es realmente triste cuando son un sermón para la causa del diablo y no para la de Dios.
Creo que los cristianos inconstantes e impuros hacen mucho más daño de lo que nos imaginamos. Están entre los mejores aliados de Satanás. Echan por tierra con sus vidas lo que los pastores edifican con sus palabras. Causan que las ruedas del carruaje del evangelio giren con dificultad. Les proveen a los hijos de este mundo, un sin fin de excusas para mantenerse como están. “No veo la necesidad de tanta religión”, dijo hace poco un comerciante no creyente. “Noto que muchos de mis clientes hablan siempre del evangelio, la fe, la elección, las promesas divinas y lo demás, pero estas mismas
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¡Líbranos, Señor, de matar a las almas por nuestra inconstancia y nuestro andar indiferente! ¡Oh, sea por el bien de otros y no por ninguna otra razón, que nos esforcemos por ser santos!
Tenemos que ser santos porque nuestra tranquilidad actual dep...
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