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pollerines de olán.
les enseñó a leer y escribir y a sacar cuentas,
un segundo antes de que el oficial de los ejércitos regulares diera la orden de fuego al pelotón de fusilamiento,
Varios siglos más tarde, el tataranieto del criollo se casó con la tataranieta del aragonés. Por eso, cada vez que Úrsula se salía de casillas con las locuras de su marido, saltaba por encima de trescientos años de casualidades, y maldecía la hora en que Francis Drake asaltó a Riohacha.
nació y creció con una cola cartilaginosa en forma de tirabuzón y con una escobilla de pelos en la punta.
—Vete al carajo —le gritó José Arcadio Buendía—. Cuantas veces regreses volveré a matarte.
Fue así como emprendieron la travesía de la sierra.
donde trataba de acordarse del rostro de ella y se encontraba con el rostro de Úrsula,
Se llamaba Pilar Ternera.
y le había permitido entender por qué los hombres le tienen miedo a la muerte.
Poco a poco se fue contaminando de ansiedad.
hasta llegaron a sospechar que el amor podía ser un sentimiento más reposado y profundo que la felicidad desaforada pero momentánea de sus noches secretas.
José Arcadio y la muchacha no presenciaron la decapitación. Fueron a la carpa de ella, donde se besaron con una ansiedad desesperada mientras se iban quitando la ropa.
De pronto, casi cinco meses después de su desaparición, volvió Úrsula.
Eran hombres y mujeres como ellos, de cabellos lacios y piel parda,
Fue así como Arcadio y Amaranta hablaron la lengua guajira antes que el castellano,
agarrados todo el día a las mantas de los indios, tercos en su decisión de no hablar el castellano, sino la lengua guajira.
a Rebeca sólo le gustaba comer la tierra húmeda del patio y las tortas de cal que arrancaba de las paredes con las uñas.
Mientras tanto, por un descuido que José Arcadio Buendía no se perdonó jamás, los animalitos de caramelo fabricados en la casa seguían siendo vendidos en el pueblo. Niños y adultos chupaban encantados los deliciosos gallitos verdes del insomnio, los exquisitos peces rosados del insomnio y los tiernos caballitos amarillos del insomnio, de modo que el alba del lunes sorprendió despierto a todo el pueblo.
Mediante ese recurso, los insomnes empezaron a vivir en un mundo construido por las alternativas inciertas de los naipes, donde el padre se recordaba apenas como el hombre moreno que había llegado a principios de abril y la madre se recordaba apenas como la mujer trigueña que usaba un anillo de oro en la mano izquierda, y donde una fecha de nacimiento quedaba reducida al último martes en que cantó la alondra en el laurel.
Lo saludó con amplias muestras de afecto, temiendo haberlo conocido en otro tiempo y ahora no recordarlo. Pero el visitante advirtió su falsedad. Se sintió olvidado, no con el olvido remediable del corazón, sino con otro olvido más cruel e irrevocable que él conocía muy bien, porque era el olvido de la muerte. Entonces comprendió. Abrió la maleta atiborrada de objetos indescifrables, y de entre ellos sacó un maletín con muchos frascos. Le dio a beber a José Arcadio Buendía una sustancia de color apacible, y la luz se hizo en su memoria. Los ojos se le humedecieron de llanto, antes de verse a
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Fue así como se enteró Úrsula de la muerte de su madre, por pura casualidad, una noche que escuchaba las canciones con la esperanza de que dijeran algo de su hijo José Arcadio.
Pietro Crespi se despidió con un discursito sentimental y prometió volver muy pronto.
Fue el primer entierro y el más concurrido que se vio en el pueblo, superado apenas un siglo después por el carnaval funerario de la Mamá Grande.
La pusieron a orinar en ladrillos calientes para corregirle el hábito de mojar la cama.
la inviolabilidad del secreto conyugal,
Cada vez más asombrado de la lucidez de José Arcadio Buendía, le preguntó cómo era posible que lo tuvieran amarrado de un árbol. —Hoc est simplicisimum —contestó él—: porque estoy loco.