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Entre 1989 y octubre de 1990 se mantuvo un encendido debate sobre qué hacer con los archivos de la Stasi. ¿Debían abrirse o quemarse? ¿Debían ponerse bajo llave durante cincuenta años y luego abrirlos, cuando la gente que aparecía en ellos hubiese muerto o, posiblemente, perdonado? ¿Cuáles eran los peligros de saber? ¿Y los peligros de ignorar el pasado y volver a caer en lo mismo, solo que con banderas, pañuelos o cascos de distinto color? Al final, algunos archivos se destruyeron, otros se pusieron bajo llave y otros se abrieron. La Runde Tisch decidió que la Hauptverwaltung Aufklärung (el
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cuales no eran pocos los relacionados con la administración de Alemania Federal, donde se habían infiltrado numerosos espías de la Stasi— que, ni que decir tiene, eran demasiado peligrosos.
En agosto de 1990, el primer y único parlamento electo de la RDA aprobó una ley que garantizaba el derecho del pueblo a ver sus propios expedientes. Pero el gobierno de Alemania Federal, en su borrador del Tratado de Unificación de ambos países, recomendó que se enviaran todos los expedientes a los archivos federales de Koblenz, en Alemania Federal, donde lo más probable era que se guardasen bajo llave. Los ciudadanos de a pie de la RDA estaban horrorizados. Temían que se siguiera utilizando toda la información sobre ellos, o que no llegasen a saber nunca cómo había manipulado sus vidas la
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De esta sala se pasa a otra más pequeña. En un principio pienso que contendrá más kitsch revolucionario, pero aquí solo hay libros y medallas bajo cristal. De hecho, la mayoría de las cosas son papeles, aunque cuando empiezo a leerlos comprendo por qué merecen una sala aparte: son los planes de 1985 de la Stasi y del ejército para invadir Berlín Occidental.
La película son imágenes captadas por un aficionado de los manifestantes irrumpiendo en el edificio en la fría noche del 15 de enero de 1990.
Pasamos por delante de un aseo con una «H» de Herren. —Solo necesitaban aseos de caballeros —dice—. Las mujeres no podían pasar del rango de coronel y, de todas formas, solo había tres. Esto era un Männerklub. —Asoma la cabeza en un pequeño cuarto para un centinela—. Mire esto —me dice. Sobre la mesa todavía hay un calendario de enero de 1990—. No, allí. —Me señala la otra pared, detrás del escritorio. Hay un manchón sobre la pintura—. Ahí es donde el colega se reclinaba en su silla y apoyaba su gorda y grasienta cabeza sobre la pared. —Está asqueada—. Eso no sale.
En la RDA gran parte de la geografía no era más que teoría porque la gente no podía salir del Bloque del Este. Si los orientales pensaban alguna vez en Australia era como en un lugar imaginario al que ir en caso de catástrofe nuclear.
Hay un buen puñado de cosas que no se pueden hacer en este país de forma anónima: desde comprar una tarjeta para un móvil hasta viajar en tren. He tenido que demostrar mi identidad tan a menudo que ahora siempre llevo conmigo el pasaporte, como una fugitiva.
¿El Insiderkomitee, derechos civiles y dignidad del hombre? Ya he oído antes ese nombre. Es una sociedad más o menos secreta formada por antiguos empleados de la Stasi que escriben estudios en los que cuentan su perspectiva de la historia, presionan para que se les concedan subsidios a ex funcionarios y se apoyan los unos a los otros en caso de juicio. Mantienen estrechos vínculos con el partido sucesor del SED, el Partido del Socialismo Democrático, y se dice que es posible que todos ellos tengan acceso a las decenas de millones de marcos que pertenecieron al SED y que todavía no han
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Miro a herr Winz y de pronto me doy cuenta de que aquí el horizonte está abarrotado de víctimas: de los nazis, de Stalin, del SED y de la Stasi, y ahora toda esta caterva de aspirantes a víctimas de la democracia y de la aplicación de la ley.
—Teníamos gente por todas partes —me dice. Su principal interés parece ser haber enviado a jóvenes orientales comprometidos a vivir en Alemania Federal, donde se dejaban ver por los servicios de seguridad occidentales, que acababan reclutándolos—. Los teníamos bien arriba. Günter Guillaume era secretario del
canciller Brandt y Klaus Kuron estaba en la contrainteligencia de la RFA; también teníamos a la mujer que preparaba a diario los informes de inteligencia del canciller Kohl.
—El enemigo ha hecho propaganda de guerra contra nosotros, una campaña de calumnias y difamaciones. Por eso no suelo identificarme ante la gente. Pero en Potsdam hay personas que vienen y me dicen —pone voz lastimera—: «Teníais razón. El capitalismo es aún peor de lo que nos dijisteis. En la RDA una mujer podía andar sola por la noche. Podías dejar abierta la puerta de casa». Tampoco hacía falta, pienso; de todas formas podían ver por dentro.
—Antes de que cayese el Muro no había borrachos —me explica Julia—. Bueno —se corrige—, al menos en el parque. No había ningún sin techo como ahora. Tal vez no estaban en el parque, pero lo cierto es que borrachos había. Los alemanes del Este bebían el doble per cápita que los del Oeste. A veces la falta de casas los obligaba a vivir situaciones insostenibles: parejas divorciadas que seguían viviendo juntas, o recién casados con sus familias políticas. Hubiese escasez de lo que hubiese, siempre podías comprar cerveza o licores. La gente se emborrachaba en el trabajo, y después del trabajo, y
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—Es una larga historia —repite. Me doy cuenta de que es la palabra clave para «no historia». Cambia de tercio y me pregunta por mi viaje a Leipzig. Le cuento que conocí a una mujer cuya vida ha estado ensombrecida y controlada por la Stasi, y que una hilera de agentes de la Stasi se alinean en la mía. Le digo que estoy buscando más gente, gente que viviera el comunismo, ese experimento del siglo XX con los humanos.
Julia y yo nacimos el mismo año, en 1966, lo que hace posible
e invita a realizar todo tipo de cálculos sobre nuestros universos paralelos. Cuando cayó el Muro tenía veintitrés años, forma parte de la afortunada generación de jóvenes que pudieron ponerse a la altura de sus coetáneos occidentales.
En la RDA a la gente le hacían reconocer una serie de ficciones como hechos. Algunas de estas ficciones eran generales, como la idea de que la naturaleza humana es una obra en constante cambio que se puede mejorar y esto debe hacerse a través del comunismo. Otras eran más específicas: que los alemanes orientales no eran los alemanes responsables del Holocausto; que la RDA era una democracia multipartidista; que el socialismo era paz y amor; que no quedaban antiguos nazis en el país; y que, bajo el socialismo, la prostitución no existía.
Siempre que estaba con él, la vigilancia era intensa y descarada. La pareja apenas podía salir de casa sin que le parase la Policía y le pidiese que se identificaran; cuando no era así, la Policía los esperaba en algún control a las afueras de la ciudad.
—No importaba cuándo saliésemos de casa, o dónde fuésemos, siempre había alguien que nos paraba —me cuenta. A veces les registraban el coche—. Si les decíamos que íbamos al cine, se largaban un buen rato con mi documento de identidad y el pasaporte de él para que nos perdiésemos el principio de la peli.
Para mí era claramente un mero acto de lógica RDA: «estoy con un extranjero occidental, luego me van a seguir».
Era una condición para mantenerse cuerdos que ambos aceptasen la «lógica RDA» y la ignorasen.
—Si nos hubiésemos tomado las cosas tan en serio como los occidentales nos habríamos… ¡nos habríamos suicidado! —ríe Julia, pero noto cierta inquietud. La luz de neón de la cocina ha empezado a vibrar—. Vamos, que te podías volver loca si te pasabas la vida pensando en esas cosas.
—El colegio era estricto —cuenta—. Tenía cosas que eran realmente traumáticas, como lo que llamábamos «tortura televisiva». En los años ochenta la mayoría de la gente de Alemania Oriental veía canales occidentales, sobre todo las noticias.15 Nadie veía el telediario de la RDA, a pesar de que lo ponían todos los días en las cadenas estatales, en versión larga y corta.
El telediario duraba tanto porque cada vez que mencionaban a Erich Honecker lo anunciaban con todos y cada uno de sus títulos.
Sacude la cabeza por la verborrea de esas anoticias. Pero peor que las anoticias eran las antinoticias. Los estudiantes también tenían
que ver Der Schwarze Kanal (El canal negro), con Karl-Eduard von Schnitzler. Ya me han hablado de ese hombre, el antídoto humano contra la perniciosa influencia de la televisión occidental.
El trabajo de Von Schnitzler era mostrar fragmentos de programas de la televisión occidental que se veían en la RDA (desde noticias, pasando por concursos, hasta Dallas) y hacerlos añicos.
Vamos, que uno podía tener sus dudas sobre Occidente, yo las tenía, pero también teníamos la sensación de que nuestro propio país quería que nos tragásemos un hatajo de mentiras, y de que nuestro futuro dependía de que estuviésemos de acuerdo con todas y cada una de ellas.
Los tres pasaron dos horas juntos, con café y tarta, todo muy formal. Había venido para convencer a Irene y a Dieter de que persuadieran a Julia para que rompiese con el novio italiano. La gente daba por hecho, si no conocían a Julia, que él era su pasaporte al exterior. El Estado estaba utilizando todas las vías que podía para evitarlo.
Julia se graduó en 1985 con sobresaliente en todo y fue a Leipzig a hacer las pruebas de ingreso para la licenciatura de Traducción e Interpretación. Suspendió. —El examen escrito no podía ser más fácil y corto. Pero luego estaba el examen de política…
Julia pensaba que podía trabajar de recepcionista en un gran hotel, así podría practicar idiomas. Postuló en Berlín, en Leipzig, en Dresde. Era una estudiante de sobresaliente que hablaba inglés, ruso, francés y un poco de húngaro. Siempre conseguía entrevistas. Se presentaba con sus mejores ropas y aceptaba los cumplidos de la dirección. Todos los hosteleros sin falta mostraban su entusiasmo y se quedaban impresionados. Le mandaban hacerse una revisión médica rutinaria, le estrechaban la mano calurosamente y le decían que esperaban volver a verla pronto.
vano. Julia sabe ahora que todos los hoteles y los restaurantes tenían que contrastar los nombres de todos los nuevos empleados con la Stasi.
Julia me explica que significa «guía turística», pero que en la RDA la palabra «guía» (Führer) fue prohibida después de lo de Hitler, el Führer. Como el verbo führen también significa «conducir», eso suponía que tampoco había conductores de trenes (sino un Lokkapitän o «capitán de locomotora») ni permisos de conducir (sino Fahrerlaubnis o «permiso de marcha»).
Julia fue a la oficina de empleo, cogió un número y esperó una cola interminable. Estaba rodeada de gente que había vivido experiencias similares, explicables o no. Se volvió hacia el hombre que tenía detrás y le preguntó: —¿Cuánto lleva usted en paro? Antes de que este pudiese contestar, una funcionaria, una mujer fornida en uniforme, salió de detrás de una columna. —Señorita, usted no está en paro —ladró. —Claro que estoy en paro —dijo Julia—. Si no, ¿por qué iba a estar aquí? —Esto es la oficina de empleo, no la oficina del paro. No está en paro, está buscando empleo. Julia no se amilanó:
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Voy sumando ficciones made in RDA en la cabeza: que «der Führer» no solo fue eliminado de la historia, también del vocabulario; que las noticias de la tele eran reales y que, en contra de la experiencia de Julia, no había paro. Sin tener culpa de nada, Julia Behrend había caído en el hueco entre la ficción de la RDA y su realidad.
—Pero señorita Behrend —replicó el comandante N.—, ¿cómo va a ser eso? —Entrelazó sus dedos sobre el escritorio—. En la República Democrática de Alemania no hay paro.
—Antes que nada, tengo unas preguntas sobre estas cartas. Julia miró su mano y vio, bajo esta, su propia letra. Estaba confundida. Miró con más detenimiento: eran copias de las cartas que le mandaba al novio italiano. Siempre había barajado la posibilidad de que leyesen su correspondencia. A veces las cartas que recibía desde el extranjero habían sido rasgadas de forma brutal y vueltas a pegar con papel de celo; luego le ponían una pegatina: «Deteriorada en transporte».
N. abrió el cajón de su mesa y sacó una gruesa carpeta que colocó, cerrada, sobre el escritorio. —Y ahora, señorita Behrend, vayamos con usted. Hizo un análisis de la evolución de su vida. —Lo sabía todo sobre mí —dice—. Sabía todas las asignaturas que había escogido y las notas que había sacado. Lo sabía todo sobre mis hermanas, mis padres. Sabía que mi hermana pequeña quería estudiar piano en el conservatorio. El comandante N. se consideraba lo suficientemente informado como para hacer afirmaciones psicológicas. Le dijo que era evidente que había cuestiones que su padre no entendía, que
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—Como seguro que habrá deducido, estamos interesados en su amigo. —Y entonces lo soltó—: Queríamos proponerle que, si quiere ayudarnos, nos veamos de vez en cuando, para charlar.
—Bueno, si se replantea el asunto y toma otra decisión, no dude en llamarme a cualquier hora. —Le dio la tarjeta con su número de teléfono—. Ah, y señorita Behrend, una cosa más: no debe hablar con nadie sobre nuestra pequeña charla; ni con sus padres, ni con sus hermanas ni con sus amigos más cercanos. Si lo hace, lo sabremos. Esta tarde nunca ha ocurrido. Nunca ha estado en la habitación 118. Si me ve por la calle, no haga como que me reconoce, debe pasar de largo; las razones son evidentes, claro, como estoy seguro de que habrá comprendido hace tiempo.
Al parecer, había un método llamado Staatsratsbeschwerde para que la gente le escribiese directamente a Erich Honecker si necesitaban algo que no podían conseguir, o para quejarse de algo —sacude la cabeza—, como si los ciudadanos tuvieran en realidad voz y voto.
N. le dijo que habría serias repercusiones para ella, y posiblemente para su familia, por haber violado su promesa de guardar silencio. Le recordó que Katrin, su hermana pequeña, soñaba, si no estaba equivocado, con estudiar piano en el conservatorio. Le dijo que contactaría con su superior, el dirigente regional, y vería qué acciones tomar al respecto.
Pero ¿qué quiere decir con «que tuvimos que sufrir»? Los alemanes se pirraban por Hitler. Es verdad que después de ser elegido cambió las estructuras de poder por una dictadura, pero también es verdad que cuando terminó la guerra la gente hubiese sido capaz de volver a votarlo.16 Aquí todo el mundo se pasa la vida clamando inocencia.
Dos cosas. Hay un hombre de la Stasi que cuando era joven trazó la línea por las calles por donde se construiría el Muro, y está dispuesto a hablar de ello. Se llama Hagen Koch: una vez lo llevamos a un programa sobre el checkpoint Charlie. Y lo que me dijiste de convertir un mundo en otro me hizo pensar en otra persona; un tipo que se llama Karl-Eduard von Schnitzler, que era el jefe de propaganda del régimen. Puede que también le interese hablar contigo.
El canal negro se estuvo emitiendo en el Este desde 1960. Se suponía que era una forma de contraprogramar Das Rote Optik (La visión roja), una crítica al socialismo que se podía ver en el Este a través de los canales occidentales. Los lunes por la noche la Deutsche Fernsehfunk, por entonces el único canal de Alemania Oriental, ponía viejas películas de antes de la guerra, de la época dorada de los estudios; el Partido decidió que tanto estas como los programas occidentales requerían de algunos comentarios. Le dieron el puesto a Karl-Eduard Von Schnitzler.
Durante mucho tiempo, los trabajadores de las centrales eléctricas estuvieron alerta los lunes por la noche. Al principio, porque todo el mundo ponía a la vez la película, de modo que se producía una sobrecarga. Luego, cuando empezaron a emitir El canal negro, los operarios se las tenían que ingeniar para evitar que el suministro eléctrico se colapsara por una bajada de tensión, porque todo el mundo apagaba a la vez sus aparatos.
Karl-Eduard von Schnitzler se convirtió en una institución de un solo miembro y en la cara más odiada del régimen. A finales de 1989, cuando los manifestantes gritaban «¡Nosotros somos el pueblo!» y «Elecciones libres», también gr...
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La sede de la cadena oriental estaba en Adlerhof, en las afueras de Berlín Este.
Kurt Tucholsky, sobre sus compatriotas y los mostradores: todos se postran ante ellos y todos aspiran a estar detrás de uno.