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Los altavoces del Tercer Reich clamaban venganza.
Toda oposición fue declarada ilegal. Las leyes germanas, el aparato de represión de la Gestapo y las SS, y el fanatismo antisemita
entraron en vigor de inmediato. Rudolf sabía
procuraban proteger la inocencia de su hijo Samuel, pero el niño, que iba a cumplir seis años, tenía la madurez de un adulto; observaba, escuchaba y entendía sin hacer preguntas. Al principio Rudolf medicaba a su mujer con los mismos tranquilizantes
Steiner debía evitarlo en público, porque no se podía permitir líos con el comité nazi del barrio.
Ahora Adler no participaba en los juegos de póker en la trastienda de Steiner.
No ignoraba que eran judíos, como otros ciento noventa mil habitantes del país, pero eso nada significaba.
Los viernes por la tarde los Steiner solían ser invitados al shabat en casa de los Adler. Rachel y Leah, su cuñada, se esmeraban en los detalles: el mejor mantel,
Los Adler pertenecían a la burguesía secular y culta que caracterizaba a la buena sociedad vienesa en general y a la judía en particular.
Podían ser despojados de todas sus posesiones, como había ocurrido constantemente a lo largo de la historia, pero nadie podía quitarles la preparación intelectual.
amistad de Adler y Steiner se basaba en profundas afinidades y valores: ambos tenían la misma curiosidad voraz por la ciencia, eran amantes de la música clásica, lectores impenitentes y simpatizantes clandestinos del partido comunista,
Le había comprado nominalmente el local del consultorio y su apartamento, para impedir que se los confiscaran.
en esas propiedades estaba invertido todo el capital del médico, traspasarlas a nombre de otro, aunque fuera su amigo Peter, fue una medida extrema que tomó sin consultarlo con su mujer. Rachel jamás lo hubiera aceptado.
de que la histeria antisemita se calmaría pronto, ya que no tenía cabida en Viena, la ciudad más refinada de Europa, cuna de grandes músicos, filósofos y científicos, muchos de ellos judíos.
Ella venía de darle la última clase a su mejor alumno, un chico de quince años que estudiaba piano con Rachel desde los siete, uno de los pocos que tomaban la música en serio.
—Váyase pronto a su casa, frau Adler. Andan grupos
de muchachos alborotados por las calles. Usted no debe andar sola. Enseguida va a oscurecer.
Sintió que a pesar del medicamento que acababa de tomar, los nervios podían traicionarla en plena calle —necesitaba sus gotas—, y
su marido estaba cerrada a esa hora inusitada.
Era una pieza relativamente fácil, que el niño aprendió en menos de una semana, pero Beethoven siempre resultaba impresionante.
prodigio, pero sentía horror por cualquier forma de jactancia y nunca lo mencionaba, esperaba que otros lo hicieran.
El apartamento de los Adler era espacioso, cómodo, con muebles pesados de caoba, destinados a durar la vida
Lo tocaba desde chica con maestría, pero en la adolescencia, al comprender que carecía del talento necesario para convertirse en concertista, se resignó a enseñar. Era una buena maestra.
—Estás equivocado. La situación será cada vez peor. Se requiere ceguera selectiva para pensar que los judíos podemos seguir existiendo con cierta normalidad.
—Ya has hecho mucho por mí, pero no puedes protegerme. Los nazis nos consideran un tumor maligno que debe ser extirpado de la nación. ¡Mi familia ha vivido en
Hitler tiene para rato en el poder y tratará de adueñarse de Europa. Creo que nos llevará a la guerra. ¿Te imaginas lo que eso sería? —¡Otra guerra! —exclamó
—Los judíos somos los chivos expiatorios. La mitad de la gente que conozco está tratando de escapar. Tengo que convencer a Rachel de que nos vayamos.
—Es casi imposible conseguir visa para Inglaterra o Estados Unidos, esas serían las mejores opciones, pero sé de varias personas que se han ido a Sudamérica… —¡Cómo
Además, todavía no lo he decidido, primero debo convencer a Rachel. Será difícil que acepte dejar esta vida que hemos formado con años de trabajo, dejar incluso a su padre y su hermano.
Volaron algunas piedras y oyeron el ruido inconfundible de cristales rotos, que fue acogido por un clamor de celebración. La
Ayúdame a cerrar la farmacia! —exclamó Steiner, pero Adler ya estaba en la calle corriendo en dirección a su casa.
Para distraer a Samuel, le pidió que tocara algo, pero el niño parecía paralizado,
De pronto algo se estrelló contra la ventana y el vidrio cayó al suelo en mil pedazos. Su primer impulso fue calcular cuán costoso iba a ser reponer esa ventana
Rachel se vio aplastada contra el ancho pecho de ese viejo gruñón, que le decía algo incomprensible, mientras ella se debatía llamando a su marido.
—Son nazis, ¿verdad, mamá? —Sí. —¿Todos los nazis son malos, mamá? —No sé, hijito. Debe de haber buenos y malos.
—Pero los malos son más, creo —dijo el niño.
En los cuatro años de la guerra perdió todo lo que le daba sentido a su vida: su único hijo, que pereció en el campo de batalla a los diecinueve años, su mujer adorada, que se suicidó de pena, y su fe en la patria, que a fin de cuentas no era más que una idea y una bandera.
vieneses que no salieron a vitorear a las tropas alemanas el día de la anexión, porque no se identificaba con esos hombres que marchaban con paso de ganso.
solo vidrio intacto en las tiendas; ardían hogueras donde los amotinados tiraban lo que sacaban de casas y oficinas, desde libros hasta muebles; la sinagoga ardía por los cuatro costados ante la mirada
Vio cómo arrastraban a un rabino por los pies, la cabeza ensangrentada rebotando contra el empedrado; vio cómo golpeaban a los hombres, cómo les arrancaban
de la multitud era contagiosa y liberadora, de que él también sentía el impulso de destrozar y quemar y gritar hasta ahogarse, que
el piano al balcón con la intención de lanzarlo a la calle, pero resultó más pesado de lo esperado y optaron por destriparlo.
ministro de Propaganda de Alemania, hablando en nombre de Hitler, había anunciado que las manifestaciones en represalia por el asesinato del diplomático
Era una invitación al saqueo, la destrucción y la matanza.
—Están a salvo. Si encuentra al doctor Adler, avíseme. Vivo en el apartamento número veinte del segundo piso. Soy el coronel en retiro Theobald Volker.
noche entre el 9 y el 10 de noviembre de 1938, la Noche de los Cristales Rotos, no oscureció.
—le dijo a su amigo, pero no obtuvo ninguna reacción.
Steiner regresó al hospital. A la luz del día la destrucción era evidente en toda su magnitud. Las calles estaban cubiertas de basura, vidrios y escombros, todavía
Tomó el papel de abuelo tan en serio que no dejaba al niño solo ni un momento, y para eso debió modificar sus hábitos de viudo.
Volker sabía que esos días preciosos con el chico estaban contados.

