Código rosa: sentidos comunes

Una mujer descubre que su hijo supuestamente muerto en realidad fue vendido por la clínica donde dio a luz. Una mujer es abandonada por su marido y se obsesiona con las cirugías plásticas a tal nivel que queda en coma. Una mujer se muda a Santiago con su familia; su esposo se vuelve violento y casi la mata. Todas estas son las historias que Código rosa exhibe en las tardes de Mega como un modo de disputar el lugar de Lo que callamos las mujeres, que dan por Chilevisión.


No es una decisión extraña: es parte de la política de Mega, que hizo lo mismo con los culebrones y los realities. De hecho, casi es inquietante la precisión con que abordaron la forma cerrada del género: una presentadora (Karla Constant) introduce el caso, accedemos a una realidad familiar donde la normalidad se quiebra, escuchamos luego una voz en off que detalla el derrumbe, después la crisis se acelera hasta convertirse en una catástrofe (si hay un poco de riesgo vital, mejor), al final lo que está en peligro se salva por los pelos, un nuevo estatus de normalidad aparece y la voz en off suelta alguna moraleja mientras suena por ahí alguna canción de Arjona.


Eso, a grandes rasgos. Nada nuevo pues la gracia del formato está justamente en esa capacidad predictiva decretada por aquella estructura común, en el hecho de que el espectador sabe de antemano lo que va a pasar. Así, las historias de Código rosa son tristes y quizás atroces porque eso es lo que persiguen, una identificación básica con el público donde el sensacionalismo termina cumpliendo una suerte de rol público, como si la ficción tuviese la intención de disparar una serie de advertencias sobre lo real sobre temas como la violencia familiar o el abuso sexual. Las noticias y los escándalos del presente se cuelan acá pues uno puede entrever los ecos de casos actuales como el del cura Joannon, el del cirujano plástico Aníbal Lotocki o las perturbadoras noticias diarias de femicidios locales.


Eso le da al show una sustancia, una cercanía que su estética precaria aumenta. Como el de Lo que callamos las mujeres, su estilo descansa en cierta carencia de estilo, algo que se traduce en una especie de realismo involuntario, en un drama que quizás es cercano justamente por la condición terrible de lo que vemos en pantalla. Mientras, los personajes en crisis recorren los espacios interiores de casas genéricas, calles de villas residenciales, de cafés intercambiables y plazas de barrio vacías. La presencia de actores que no son rostros acá resulta fundamental. En ellos descansa la verosimilitud de lo que vemos. Figuras como Soledad Pérez, Alejandra Herrera o Alex Zisis pueden ser percibidos como ciudadanos a pie con vidas similares a la del espectador, protagonistas posibles de lo que se relata porque justamente han crecido con él, cambiando con él a través de los años como si participaran de una historia común.


Patrimonio secreto del melodrama local, queda en el aire la pregunta sobre cómo estos shows abordan la figura de la mujer a la hora de referirse a su lugar tanto individual y colectivo. El didactismo de la moraleja anula cualquier complejidad, volviéndose quizás un consuelo a lo terrible de lo que se cuenta, a la sensación perversa de que la vida se puede desmoronar en cualquier momento producto de un determinismo ciego o de la crueldad de azar. En ese sentido, la supervivencia al aire de Lo que callamos las mujeres y el futuro de Código rosa está más o menos asegurada. Shows como estos están construidos sobre una base estricta de limitaciones y restricciones formales, algo que les permite ser pauteados desde una serie de códigos morales que aspiran a darle sentido al mundo. Es el consuelo que la ficción puede proponer ante la incertidumbre de lo real en tanto educación cívica de los afectos; es el lugar común escondido tras el sentido común, es la luz neutra de un drama falso que se convierte en la resolana de la comedia humana.

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Published on December 06, 2015 05:43
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Álvaro Bisama
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