Solteros: cómo aman los chilenos
Es interesante la imagen que los dating shows están entregando sobre la vida amorosa nacional. De hecho, si Espías del amor (CHV) es capaz de escenificar situaciones de desesperación tal que los protagonistas carecen de certezas respecto a la identidad y el género de sus parejas , en Solteros, de Canal 13, aquello toma un tono más bien triste, como si el goce televisivo dependiese de exhibir la precariedad afectiva de una generación.
El show tiene una premisa sencilla: dos mujeres y dos hombres se conocen en el set, forman parejas, pasan tiempo juntos y luego deciden quién se queda con quién. Entre medio, comparten casas, tienen citas, hacen juegos sexies, hablan con sicólogos, tienen escarceos amorosos y se hacen confesiones demoledoras. Por supuesto, el casting es malévolo: todos están quebrados y fracasados, todos están solos o han sido abandonados, o tienen fobias de las que ni siquiera son conscientes. Gracias a lo anterior, el espectador accede a sus relatos como si se tratase de un culebrón acelerado. Con esto, Solteros juega a ejecutar un melodrama comprimido de las historias de los concursantes. Si en un capítulo era posible ver la neurosis incontrolable de un hombre que no soportaba el humo del cigarrillo de sus posibles parejas, en otro veíamos cómo una muchacha luego era hostigada por un pretendiente que la había hecho dormir en una pieza pintada de azul donde en un muro estaba la insignia del club de fútbol Everton.
Ahí está la gracia. El programa funciona desde una suerte de realismo que puede ser leído como esa clase de etnografía falsa que solo la televisión puede construir. Acá hay cuerpos y familias, pero también está la arquitectura de habitaciones donde los concursantes transitan, algo que funciona como metáfora de sus pulsiones sentimentales. En ese sentido, el programa opta por filmar todo casi siempre desde tiros de cámara que empequeñecen el espacio, asfixiándolo. Pero aquello, en vez de determinar cierto tono dramático produce el efecto contrario; es el principal de los atributos cómicos de cada capítulo, que quizás se burla de quienes participan, poniéndolos en situaciones que prueban su tolerancia.
Por eso verlo provoca cierta incomodidad; el programa narra el deseo desde la luz turbia del fracaso y de la trampa, usando el lirismo involuntario de la mentira y la obsesión, mientras colecciona momentos que pueden verse como cómicos pero que en realidad son trágicos. Lo anterior es más bien triste pero se constituye en el material perfecto para perpetrar un relato televisivo. En la era de Tinder y el sexo virtual, Solteros posee la poesía de un romanticismo desfigurado por el encanto de unas promesas de amor que han sido repetidas tantas veces que han perdido todo sentido.
Entre las confesiones y los desencuentros, entre las suegras y los bailes eróticos, aparecen las biografías de sus protagonistas, que son casi siempre construidas con imágenes que explotan la crudeza de lo cotidiano, acaso una desesperanza intangible que no puede ser fingida. Quizás esto es lo más perdurable de Solteros pues aquello se cuela en las habitaciones donde viven sus protagonistas, en los destellos de una clase media chilena que las teleseries y la ficción televisiva parecen haber olvidado; algo que aquí se exhibe como una serie de espacios dibujados por la soledad y la ansiedad y las lágrimas, que tratan de apuntalar frente a la cámara los fragmentos de un discurso amoroso que dote de sentido a las vidas de los concursantes.
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