Un sepulcro en el viento
Manuel Contreras Sepúlveda vivió para contradecir esa desgraciada sentencia que Bertolt Brecht puso en boca de la martirizada Pelagia Vlasova: luchó toda la vida, pero no fue bueno, ni mejor, ni muy bueno, ni siquiera imprescindible. Y a pesar de eso, Contreras luchó toda su vida, con denuedo, con dureza, convencido de que su lucha era la de un héroe: hasta la noche del viernes, cuando la muerte lo alcanzó ya convertido en una de las figuras más repudiadas de la historia de Chile. Nada de héroe: sólo el viento negro del desprecio.
¿Imaginó alguna vez el oficial Contreras que este iba a ser su destino, a cambio de cuatro años ejerciendo un poder letal, pero siempre fáustico, delegado y prestado y quitado a cambio de que el día menos pensado ya no valiese un peso? ¿Habría entregado sus 86 años por esos miserables cuatro?
El infortunio personal de Manuel Contreras debió empezar, como todos, en algún punto ignoto de los años 30. Pudo haberlo superado, como casi todos, en los venideros. Contreras casi no conoció desde entonces otra cosa que el Ejército, al que entró antes de cumplir los 15. Fue un buen alumno, esforzado y tenaz, como se esperaba de los futuros oficiales, y siguió siéndolo en las academias que le tocaron dentro del arma de los Ingenieros.
Progresó en su carrera dentro de un Ejército que, pasada la Segunda Guerra Mundial, se iba deslizando poco a poco en el oscuro dualismo de la Guerra Fría, y en un país que se debatía por salir de la pobreza sin ponerse de acuerdo en la estrategia con que abordaría ese esfuerzo titánico. El oficial Contreras no pudo darse cuenta de que empezaba a ser arrastrado por esa ola, como no se daban cuenta muchos de sus compañeros y la mayor parte del país. Debió imaginar que su carrera se construía con la sola fuerza de su voluntad, porque eso es lo que creía haber aprendido en su lucha contra la adversidad.
Cuánta carencia tuvo que haber en esa existencia para poner tanto empeño en demostrar que no las tenía. Quería parecer temible, a pesar de esa fisonomía regordeta y mofletuda; quería ser imponente, con la porfía de su estatura; quería ser fuerte, pero siempre dependió más de su revólver que de sus músculos; quería saber mucho de inteligencia política, lo que nunca le reconocieron los verdaderos especialistas. Y quería tener poder.
Allí empezó su perdición histórica. En el momento más crudo que siguió al golpe de Estado de 1973, inventó la DINA y la puso a disposición del general Pinochet, que por esos días le temía tanto a la izquierda como a los propios altos mandos militares que habían estado a un tris de dejarlo al margen. Pero Contreras era sólo un coronel. Y es parte de su proverbial torpeza no haberse dado cuenta de que con ello crearía una colección de generales, almirantes y, más tarde, ministros y políticos civiles que no tolerarían esa posición anómala y desproporcionada. En alguna parte de su raciocinio, Contreras tuvo sin embargó razón: ninguno de esos mandos superiores tuvo el coraje de denunciarlo en público; una inmensa mayoría prefirió limitar su rechazo a los espacios cerrados de la conspiración, un silencio que alimentó su propia leyenda tal como él la deseaba.
Tampoco se dio cuenta de que ese poder tenía límites, aunque muchos le dijeran lo contrario. Contreras entendió el poder como miedo, y el miedo como sufrimiento. Bajo su mando la DINA mató, hizo desaparecer, flageló y traumatizó a millares de chilenos, como si todo eso no dejase rastro, como si nunca nadie fuese a saber que ellos fueron sus víctimas. Extremando esos arranques de desmesura, llevó el puño metálico de la DINA hasta fuera de las fronteras, persiguió a enemigos menores y mayores, perpetró la mayor de las traiciones en un Ejército disciplinado -asesinar a un ex comandante en jefe- y cayó en la trampa de atentar contra un ex canciller en el centro de la capital de Estados Unidos. Este crimen inició su caída: un año después de cometerlo, hacia fines de 1977 las huellas encontradas por el FBI eran tan incontestables, que Pinochet lo sacó de la DINA, lo ascendió a general y unos pocos meses después lo pasó a retiro. La discusión sobre el rango que alcanzó en el Ejército tiene algo sardónico: Contreras fue uno de los generales más breves de la historia militar chilena, y quizás el único que recibió sus preseas únicamente como precio por su silencio.
Contreras vivió desde entonces especulando con los secretos que guardaba, aunque cada año los iba perdiendo, hasta que el mayor de todos -que todas las órdenes fueron dadas o cohonestadas por Pinochet- ya era totalmente público e innecesario. Vivió irradiado por esos cuatro años de gloria omnipotente, cada uno de los cuales se convertiría en más de un siglo en condenas a presidio. Habría tenido que vivir más de dos historias de Chile sólo para completar las sentencias ya dictadas, y un milenio para alcanzar las que deja pendientes.
Ese fue el tamaño de su desgracia. Ayer, el cuerpo del oficial Contreras fue cremado y sus cenizas quedarán entre los suyos, incluso aquellos a quienes condenó a ocultarse para siempre. Ninguna tumba llevará su nombre.
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