El factor Molina

La tenacidad de la Presidenta Michelle Bachelet para sostener a su gabinete parece tener dos orígenes: uno personal y uno político. En la primera categoría está esa imputación que la persiguió durante todo su primer cuatrienio, según la cual tenía dificultades para tomar decisiones, un fantasma que no ha terminado de esfumarse, a pesar de las autoafirmaciones invertidas para eliminarlo.


El origen político es algo más claro. Cuando hay tanta gente presumiendo, promoviendo o requiriendo un cambio de gabinete, es razonable entender que hay segundas intenciones -no importa si vienen de la oposición, la propia Nueva Mayoría o los medios de comunicación-, todas las cuales pasan por propinarle al gobierno algún grado de derrota política, alguna demostración de que no es el propietario de la verdad. Después de todo, un cambio de ministros envuelve el reconocimiento de una equivocación, aunque siempre se lo trata de presentar como el inicio de una nueva etapa.


Pero he aquí que por el escenario se ha cruzado la doctora Helia Molina, con una de las renuncias ministeriales más extrañas de los últimos años. Si es cierto, como ha dicho, que puso su cargo a disposición en cuanto pudo hablar con el ministro secretario general de Gobierno, entonces la desautorización emitida desde su propio ministerio sólo pudo ser una manera -probablemente decidida desde La Moneda- de volver irreversible esa decisión inicial.


Abruptamente aislada de su mando y de su rango, la ministra no podría dar ningún otro paso que no fuera “hacia el costado”, como dice la siutiquería en boga.


Los gobiernos siempre están infectados de pequeñas conspiraciones. En el primer mandato de la transición, el Presidente Patricio Aylwin consiguió mantener a todo su gabinete, con una sola excepción: el ministro de Salud Jorge Jiménez, destituido a fines de 1991. El doctor Jiménez salió, en apariencia, por una huelga de los médicos de urgencia, pero, como no tardó en saberse en los salones de aquellos días, el motivo de fondo fue una conspiración de otros ministros que lo dejó sin piso frente al Presidente.



La manera en que salió la ministra Molina tiene el mismo aire enrarecido del caso de Jiménez.



Con todo, esto no basta. Es cierto que la ministra, como reconoció, hablaba en público con más frecuencia y menos prudencia que lo esperado de su cargo. Quizás le afectaba también esa rara disonancia que hace que personas que en privado son simpáticas se conviertan en lingotes en cuanto se enciende una grabadora. Sin embargo, este no es un problema que le sea exclusivo en el actual gobierno, como tampoco lo es la verborragia. En el campo más amplio del oficialismo, esta última está más cerca de la epidemia.


Lo más cierto es que, en nueve meses de gestión, la ministra había llegado a convertirse, dentro de su esfera, en el estandarte de lo que los empresarios han llamado “hostilidad” contra la iniciativa privada -concesiones, isapres, fármacos, clínicas-, la negación reiterada de lo que el gobierno ha querido promover, enfrentado al eje de la caída de la inversión como “cooperación público-privada”.


En este punto, el de la doctora Molina deja de ser un caso individual, pierde su carácter de excepción y muestra una fractura más profunda. Durante todo el 2014, el programa de reformas estructurales del segundo gobierno de Bachelet se vio tensionado entre las ansias maximalistas y las fuerzas moderadoras, con un cierto predominio de las primeras, al menos en cuanto a retórica pública.


Este puede haber sido inicialmente un reflejo de la constitución, un tanto vertiginosa y un tanto improvisada, de la Nueva Mayoría; la nueva coalición se creó sobre la base de un acuerdo grueso sobre las transformaciones que el país requiere, un acuerdo que quizás satisfacía los estándares de algunas ciencias sociales, pero no los de la política, que siempre es detalles, plazos y ajustes con acuerdo a la realidad.



A estas alturas ya no se trata de lo mismo, sino más bien de las dificultades de conducción política de un grupo donde conviven, no exactamente visiones antiéticas, sino más bien expectativas diferentes, con distintos cálculos y alcances.


Si esto es así, entonces un cambio de ministros tendría que conciliar la evaluación sobre sus respectivas gestiones con la necesidad de ordenar la casa para por lo menos atemperar las tensiones y evitar los tropiezos del primer año. Y quizás en ese caso ya no se hable sólo del gabinete.

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Published on January 04, 2015 07:28
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Ascanio Cavallo
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