Capitán Jenny - Capítulo 40


CUARENTA





En la cubierta del barco inglés, el capitán William White se desgañitaba tratando de que sus hombres fuesen más rápidos en cargar y disparar.

Gobernaba un navío recio, capaz de atravesar una tormenta en pleno océano sin incomodar demasiado al pasaje, pero no estaba suficientemente armado. Si por él hubiera sido, hacía tiempo que se habrían efectuado cambios para proveerlo de más cañones, aunque ello significase navegar más lentos y contar con menos espacio. Ahora, lamentaba no haber insistido en ello. Porque aunque él se tenía por un buen capitán, con experiencia en el tipo de problemas en el que se encontraban metidos, y confiaba ciegamente en los hombres a su cargo, leales y valientes donde los hubiese, también era cierto que defender una nave con la poca artillería de la que disponía, ante un enemigo que ya preparaba los ganchos de abordaje, iba a resultar una heroicidad.

Sin embargo, daría la última gota de su sangre, como lo haría sin duda el resto de su tripulación, para defender la vida de las mujeres que llevaban a bordo.

Volvió a observar a sus rivales y, esa vez, pudo distinguir perfectamente al sujeto que capitaneaba el barco pirata: alto y fuerte, de cabellera oscura ondeando al viento, mostraba la imagen de un individuo capaz de todo.

-¡Cargad! –gritó fuera de sí, cuando una nueva andanada casi los alcanzó-. ¡Cargad!

En la cubierta inferior, en el camarote ocupado por Isabel I, las dos jóvenes muchachas que la acompañaban, sollozaban aterradas escuchando el rugir de las gargantas de los marineros y el estruendo de los cañones. Lo que habían emprendido como un viaje de placer, se había convertido en una batalla cruenta en la que podían perder la vida.

La reina, por el contrario, simulaba mantener la calma. Nadie, viéndola tan erguida, hubiera pensado que se encontraba tan asustada o más que sus damas de compañía, a las que intentaba calmar sin éxito.

Pero es que ella no se podía permitir flaquear en un momento así. Nobleza, obliga, se dijo siempre. Y ella era ni más ni menos que la reina de Inglaterra. Ningún sucio pirata haría que perdiese los papeles.

A pesar de no ser habitual en ella las muestras de cariño, permitió que las dos muchachas se cobijaran a sus pies, les acarició mecánicamente la cabeza y fijó su mirada en la puerta del camarote. Sabía que afuera, dos hombres montaban guardia, pero era consciente también de que de poco o nada serviría su lealtad si los indeseables que atacaban terminaban por abordar la nave. Si se habían atrevido a dispararles exhibiendo la insignia real, nadie podía asegurar que no pasarían a toda la tripulación a cuchillo.

Controló a duras penas un espasmo de horror al escuchar los gritos de muerte que se iban extendiendo por cubierta.

No temía por ella. Nadie se atrevería a ponerle un dedo encima, aunque Inglaterra hubiera de pagar después un descomunal rescate por su persona. Temía por la tripulación, por el capitán White que tan bien la había servido siempre y, sobre todo, por sus dos jóvenes pupilas, lamentando ahora haberlas llevado consigo. Eran demasiado bonitas para que los degenerados que les atacaban obviaran sus encantos.

Una explosión hizo añicos el cristal del ojo de buey del camarote, obligándolas a las tres a respingar. Las muchachas gritaron, se apretaron más contra las piernas de su soberana y rezaron en voz alta.

Isabel cerró los ojos y rezó también en silencio por los que morirían en la confrontación. Y por Inglaterra, si una andanada enemiga acababa con su vida.    



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Published on March 11, 2013 16:01
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Reseña. Rivales de día, amantes de noche

Nieves Hidalgo
Preciosa la que ha hecho Lady Isabella de Promesas de amor.

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