LOS PREDICADORES DE AUTOBÚS
Luis Britto García

No está completo el templo del autobússin el santo pintado en el parabrisas, ni la feligresía de pasajeros sinel predicador que se colea a solicitarlimosnas o vendernos la salvación en una sola cuota.
La prueba de que existe la bondad humana es quenunca le cobran pasaje los autobuseros al orador de colectivo, y sospecho quemucho pasajero viaja gratis fingiendo que ofrece baratijas tan feas que nadie las compra.
Presuntos enfermos mendigan en la colamostrando supuestos certificados médicos tan mugrientos que nadie se atreve aleerlos.
Hace diez años los estudiantes de laFederación de Centros Universitarios suplicaban para la operación del corazóndel niño Oscar con alcancías forradas de diagnósticos.
Los pedigüeños de la Asociación deSordomudos limosnean en el autobús entregándonos tarjetas con el alfabetomanual, y nos conmueven por el doble mérito que requiere hablar por señas yagarrarse al mismo tiempo del pasamanos.
No falta quien clama por la madre quenecesita el medicamento imprescindible o el pasaje para la peregrinación endonde conseguirá el milagro, y la prueba de la verdad de sus palabras es lacantidad de años que consigue mantenerla viva con la misma historia.
De repente entra al colectivo la ancianaque pide para comprar libros, y como muestra de su vocación lectora se lanza acantar “Amor eterno” al estilo Rocío Durcal.
Pero en los días que vivimos se predicacon las obras, y los auténticos oradores de autobús le entregan a uno un dulce,un lápiz, una medallita, una tarjeta con signo del zodíaco de manera que pareceque en vez de estar pidiendo estuvieran regalando.
Se cumple asíen el autobús el proverbio árabe según el cual si los pasajeros no ruedan hasta la mercancía la mercancía rueda hastalos pasajeros.
El emparejamiento de la muestra con elcliente es lotería tan difícil como ladel matrimonio, y a veces le ofrecen un chupón al viejito, tinte para canas al niño, medias nylon al caballero.
A veces la oferta linda con la ofensa,como cuando le ofrecen peines al calvo,abecedarios al analfabeto, pintura delabios al macho, espejitos al feo, cortaúñas a quien se rasca con zarpas de bruja mala.
En lugar de leer el horóscopo vislumbro eldestino en las fruslerías que me ofrece el vendedor de turno: lápices decolores prometen arcoiris; gomas de borrar aconsejan olvido, un metro puedeadvertirme que debo andarme derechito.
Parece que el autobús fuera cotillónespléndido con el cual un hada madrina nos devuelve las baratijas que perdimosen las piñatas de la infancia.
Y de repente sentimos que viajamos en unasorpresa, como un cartucho de papel de seda que con las grajeas de las paradasofreciera la bisutería que no sirve más que para despertar la esperanza.
Repartida la mercancía comienza elpredicador su homilía diciendo: “Señorasy señores un instante de su tiempo”, porque es convicción generalizada que eltiempo del pobre y el del escritor pertenecen a todo el mundo.
“No estoy pidiendo ni robando”, continúael orador de colectivo, como amenazándonos con la posibilidad de que si laventa fracasa todavía encontrará formas para averiguárselas.
“Este dulce(o dije, o estampita, o carrete de hilo, según el caso) cuesta la suma de mil bolívares pero nosotros loofrecemos en ochocientos, y dos por la suma de mil doscientos”, añaden paraenredar al público con argumentos deministro de Finanzas y dejarlo sumando y restando y multiplicando y dividiendohasta que llegue el palo cochinero.
“Es una suma que no enriquece ni empobrece anadie”, aclara el declamador para calmarel eterno temor del necesitado de que los ricos serán cada vez más ricos y lospobres cada vez más pobres.
“Estamos en una misión para salvar a lajuventud del mundo de las drogas” (o para proteger niños de la calle, o asilar ancianos, o construir una basílica para los santosdespedidos del Vaticano): el predicador del autobús siempre aboga por una causanoble, pero sin tinte político definido ni visible sectarismo religioso, novaya a ser que el pasajero en lugar de bajarse de la mula lo baje del autobús.
Este discurso tiene más o menos detalles yfantasías según la duración del trayecto necesario para entregar lasquincallas, soltar la perorata y embolsillar el pago: en las largas autopistaspuede durar más que las Siete Palabras; en las paradas cercanas termina en loque espabila un cura loco.
Entoncesregresa el orador pasando el cepillo y en verdad son pocos los dotados de uncorazón tan inconmovible que no nos bajamos de la mula para salvar a lajuventud de la droga o enseñar oficios cristianos a las jovencitas en riesgo deperderse por las calles.
Es tan difícil devolver la baratija que nospusieron entre manos como regresar a la calle al gatito que aspira a mascota,sobre todo si pensamos en los peligros que puede correr en manos de un dueñodesconsiderado.
Parece quelos oradores de autobús hubieran sido mesoneros de arepera por su versatilidadpara repartir baratijas, recitar pedidos, recoger mercancía devuelta, llevar la cuenta, cobrar,dar el vuelto y agradecernos por colaborar con la salvación del mundo, todo almismo tiempo y sin que se le pierda ni una palabra ni un centavo.
Entre laavenida Libertador y las Fuerzas Armadas aborda los autobuses un predicadorcriollazo, que cuatro en mano improvisauna canción que se refiere detalladamente a todos y cada uno de los pasajeros,los cuales pagan por la emoción de sentirse consagrados en verso.
Amigos dignosde todo crédito me aseguran que por Charallave se monta un pasajero que traspedir ayuda amenaza que si no se la dan se suicida allí mismo.
En Quito escuché predicadores de autobús quepromovían cursos de lectura veloz y en Guadalajara apóstoles del tinte deyerbas para zapatos y en Monterrey me deleité con un poeta que vendía en elmismo paquete cuadernitos con poemas y cacahuates, ambos deliciosamentetostados.
Pues ahorahasta la Poesía se apura para no perder el autobús y los Poetas en Tránsito sesuben y se apean como peatones en las unidades de transporte para ofrecer elcotidiano dije del verso sin exigir otro pago que el aplauso, la única suma que verdaderamente no empobrece nienriquece a nadie.
Y para despedirme no encuentro palabras mejoresque las de un niño tímido que después de repartir algunos caramelos sólo acertóa recitar: “Es todo cuanto tengo que decir por hoy, muchas gracias”.

TEXTO/FOTOS;LUIS BRITTO
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