Pedro Cayuqueo's Blog, page 130
July 16, 2017
A propósito del Sename
LA CHAMBONADA de la Cámara de Diputados por virtud de la increíble presión del gobierno, ha dejado atónita y con mucha rabia a gran parte de la población. Los argumentos van y vienen pero es evidente que los niños realmente vulnerables han sido de hecho vulnerados. El gobierno y la Cámara se lavaron las manos. Las comisiones para investigar son irrelevantes.
El tema de los niños no es nuevo, ya se sabía con detalles escabrosos desde la comisión 1 del Sename, cuyo informe es de febrero del 2014, días antes de asumir Bachelet. La pregunta es qué ha hecho el gobierno desde entonces. La respuesta es básicamente nada, en proporción a la magnitud del problema entonces denunciado. Esa era exactamente la cruda conclusión de la comisión 2. Por eso, claramente había una dolorosa negligencia del gobierno. Esa es la enorme irresponsabilidad del gobierno que no quiere asumir. A meses de terminar su período, ya no fue capaz de hacer las leyes y reestructuraciones, que estaban presentadas al Congreso en la administración anterior, pero que fueron literalmente eliminadas por la retroexcavadora.
Al final, en la política el gran tema es acerca de las prioridades, y para los gobiernos es también la calidad de gestión de los recursos que por definición son menores al ideal. Hoy, en relación al tema, todos le echan la culpa a todos. Nadie asume absolutamente ningún tipo de responsabilidad. Al final, el chivo expiatorio es casi siempre el ministro de Hacienda. Pero la verdad no es así. Las prioridades las define la política. Los niños no fueron apoyados porque así lo definió el gobierno, no el ministro. La única pregunta del ministro cuando le exigen más gasto en algún tema es simple: ¿a quién le reduzco?
Las prioridades de Bachelet no son las mejores. El bono vitalicio marzo/invierno cuesta unos US$ 500 millones cada año, o sea, unos $ 325.000.000.000. Claro, dan votos y los niños vulnerables no. Los 50 nuevos parlamentarios cuestan varias decenas de millones de dólares al año y simplemente no se necesitan. El Sename sí los necesita. La Presidencia tiene tres aviones muy caros; quizás uno es suficiente, porque el Sename necesita mejor atención. El Estado paga recursos en educación que los padres están dispuestos a aportar y que podrían ir a esos niños. Los casi 100.000 nuevos funcionarios públicos que no se necesitan, sino al revés, son más de US$ 1.000 millones al año, pero claro, una gran parte de esos empleos son para partidarios que votan. TVN pide $ 65.000.000.000 y parte de su trabajo es hacer telenovelas y programas de farándula.
La construcción de los hospitales se deben hacer en base a concesiones, de modo de tener recursos para temas como el Sename, pero la ideología los supera. El Censo era absolutamente innecesario e ideologizado; ahí se nos fueron unos $ 35.000.000.000 que los niños necesitaban. Bachelet gasta cuatro veces lo que produce y se endeuda para pagar gastos corrientes hipotecando así el futuro de esos niños. El Estado financia ahora generosamente a la política, y ésta abandona a los niños, una paradoja.
No solo los ejemplos del derroche de recursos por parte del Estado es algo feroz, sino que también hay otras prioridades abandonadas por la política. Por ejemplo, los viejos, los enfermos terminales, las enfermedades costosas, la situación de las cárceles, la ciencia y tecnología, el deporte masivo, la educación rural, la infraestructura, etc. El Transantiago cuesta unos US$ 1.000 millones solo por la inexcusable deficiencia técnica del gobierno, y nunca hubo responsables. Los niños quedaron atrás. Las indemnizaciones de empresas estatales, los bonos tipo BancoEstado, los cuoteos políticos, las denuncias de irregularidades del aparato estatal, en fin, todo redunda en las prioridades. Los niños siempre quedan atrás.
Uno de cuatro pesos del producto chileno es gastado por el fisco, lo que junto con las reformas estructurales improvisadas y mal diseñadas, es algo que ha deteriorado severamente a la economía. El no crecer económicamente como podríamos, significa menos recursos para las políticas sociales. La respuesta de la ideología de izquierda tiene siempre una sola solución: subir los impuestos, pero jamás racionalizar los recursos que ya se tienen. Muchas de las instituciones públicas están anquilosadas, no se necesitan más universidades estatales sino mejorar las que ya hay, no se necesitan más ministerios sino menos, en fin. Felipe Kast fue elocuente en sus prioridades: los niños por delante. La negligencia ha sido brutal.
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El karma de Guillier
A VECES pareciera que el senador independiente está desplegando su candidatura solo acompañado de su sombra, como un náufrago en una isla lejana, buscando desesperadamente la forma de arrancar de ahí y retornar al mundo. Pero no hay salida; por más que se instalen rumores sobre una improbable bajada o desistimiento, soñando con encontrar a última hora una alternativa de remplazo, para la Nueva Mayoría las cartas están echadas: simplemente no existe posibilidad de renunciar a Guillier porque, entre otras cosas, es hasta ahora la única, ¡la única! candidatura que según las encuestas tiene alguna opción de no perder con Sebastián Piñera en segunda vuelta.
Pero el ánimo suicida del oficialismo es inobjetable: Guido Girardi intentó convencer a los chilenos que votar por su candidato era en realidad un ‘castigo’; la senadora Adriana Muñoz tuvo que dejar su idea del generalísimo en un cajón después que la llamaron al orden por el diario; a Juan Pablo Letelier, el parlamentario encargado de juntar las firmas, lo conminaron también en público a terminar la pelea con los notarios; Osvaldo Andrade pidió derechamente terminar con las ‘pendejerías’ y a Guillier, transformarse de una vez en candidato; y por último, los partidos fueron notificados que si querían un ‘militante’ dispuesto a seguir instrucciones, mejor se buscaran a otro.
Parece un guión de los locos Adams, pero no lo es. En rigor, el desequilibrio que rodea la candidatura de Guillier no difiere mucho del que afecta a la Nueva Mayoría y al propio gobierno; uno cuyos rasgos develan un proyecto político en fase terminal, secuela entre otras cosas de niveles de rechazo y desaprobación inéditos, que se han mantenido estables por casi tres años. Así, el efecto de la alta dosis de desafección y desencanto que hoy embargan a la centroizquierda, no podía ser otro que volver cada día más difícil coordinar, organizar y desplegar el trabajo propio de una campaña presidencial.
Con todo, la falla geológica que desde el inicio viene agrietando los cimientos de la Nueva Mayoría es todavía más profunda; una fractura asociada a su inconsistencia estratégica, al descomunal error de diagnóstico que la explicó en su origen, a las desacertadas políticas públicas que marcaron y definieron su gestión, y a la enorme desconfianza e incertidumbre que terminó extendiendo en la población. Su actual divorcio en dos candidaturas presidenciales fue, al final, el destino inevitable de todo este entuerto, consecuencia lógica del oportunismo que la llevó a ordenarse tras la popularidad de Bachelet, y del delirio adolescente de una generación que, en su hora nona, realmente pensó que podía cambiar el mundo.
En resumen, Alejandro Guillier no es ni el culpable ni el castigo de esta larga travesía de errores consumados. El karma de su candidatura fue más bien terminar transformándose en un verdadero símbolo, en la encarnación casi perfecta del castigo y la culpa de todos los demás; los mismos que lo metieron en esto solo en función de las encuestas que ahora cuestionan y que, en noviembre próximo, deberán concurrir resignados a votar por él.
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Matar a los pobres
“MATAR A LOS pobres” es una canción del grupo Dead Kennedys en la que, encarnando irónicamente a las elites de izquierda y derecha, fantasean con borrar a los pobres mediante bombas de neutrones. Y mientras los barrios marginales “desaparecen bajo una luz brillante”, los acomodados de todos los bandos hacen una fiesta, bailan y brindan con champaña.
En Chile hemos elegido métodos menos elegantes. A la mayoría de los pobres no los matamos: los silenciamos, los apartamos y los despreciamos. No les quitamos el voto (solo a los presos), pero ponemos todos los incentivos para que no voten. A veces aparecen en la televisión, y nos reímos de ellos. De “esos locos pobres”.
A los más débiles entre los pobres, eso sí, los matamos. O los dejamos morir, que es a veces más fácil. Una buena helada en invierno. Una que otra pasada de mano en el Sename. O no meternos cuando se matan entre ellos. Como se van yendo por goteo, pasa piola. Además, es “culpa de todos”. Sus muertes no importan más que a la crónica roja, como la de Sergio Landskron, a menos que se vinculen a alguna agenda de elite. Tienen que tener algún cuento extra, como Daniel Zamudio, para generar empatía.
Como los pobres reales son demasiado pobres y, en todo caso, necesitamos algo de cultura popular para entretenernos, la inventamos. O “rescatamos”. Su cueca brava, su cañita de vino a precio de botella. “Firme junto al pueblo”. Algo guachaca. Quizás unos blogs moralizantes que idealicen a Fruna o que supongan que todos los pobres son de izquierda (o deberían serlo). Ah, y los blocks de Villa San Luis. Porque es más fácil hacer un museo de la integración social donde no hay pobres a 20 kilómetros a la redonda, que tratar de pensar políticas públicas que la posibiliten hoy en día.
También es importante, al parecer, que los pobres reales a los que les perdonamos la vida no se suban por el chorro. No deberían creer que tienen derecho a opinar sobre lo que no entienden. O a cuestionar lo que le enseñan a sus hijos. O a vender cosas en la calle. O al debido proceso si carterean. Y menos a ventilar por las calles tanta xenofobia, transfobia, homofobia, machismo y evangelismo. Si el debido proceso no fue inventado para los pobres, mucho menos la libertad de expresión. O la educacional, la de culto y la de comercio. El Nico Eyzaguirre dijo la pura verdad: los patines para los que saben patinar.
Tanto desprecio, claro, quizás tenga una reacción. Puede que toda la incorrección política popular reprimida en pro de consensos culturales cosmopolitas, vaya acumulándose en algún lado. Puede que los muertos quizás tengan seres queridos que no perdonen tan fácil. Puede que un día los humillados se levanten a votar y terminemos con las fronteras cerradas a la migración, con un populista de presidente y con algún líder religioso de ministro de Educación. Quizás ahí nos arrepintamos de no haberlos tomado en serio y de creer que podíamos llegar e imponerles lo que nos diera la gana, sin explicaciones ni mediaciones políticas. De haber preferido reírnos de ellos en vez de tratar de entender lo que querían decir. O de haberlos dejado morir entre informe e informe que explicaba que se estaban muriendo, pero que nadie tenía la culpa.
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Floja por un año
DESDE EL principal semillero de candidatos a la Presidencia de nuestro país, como son los noticieros de TV y sus fulgurantes rostros, irrumpe una de las noticias que agitó la semana. Trata sobre una periodista que anuncia “año sabático” en Londres, exprimiendo los ahorros de toda una vida para darse el merecido placer de “ser floja un año”.
Tan esforzado proyecto adquiere otro tono ante sus pares cuando se enteran que, en realidad, negoció unas luquitas por fuera con su empleador y no lo pasará ni tan mal ni con una billetera tan ajustada. El hecho concluye con la renuncia del rostro.
Sobra advertir que se trata de un suceso de suyo intrascendente, tal como suele ocurrir con nuestra pueblerina pauta informativa, pero que ha conseguido despertar en este humilde observador un par de reflexiones.
En lo inmediato, comprobar una vez más este apetito voraz de las figuras televisivas por hacernos partícipes de sus proyectos personales, como si fuesen efectivamente relevantes. Gustan de alcanzar notoriedad pública, ventilando sus cuitas y alegrías personales, para luego sollozar y reclamar ante las cámaras por el asedio o la impertinencia de algún colega suyo convertido a eso que osan calificar de “periodismo de farándula”.
En este caso en particular, la protagonista nos hace también saber que su vida ha estado sometida al qué dirán, un yugo del cual ella era absolutamente ignorante pues vivió muchos años en tierras lejanas y, por lo visto, mucho más cultas. Informada de esta calamidad nacional por su padre, se ve presionada a comprarse un Audi.
Pero el trauma no concluyó con la marca de los cuatro anillos, porque luego su vida se vio arrastrada por un apetito consumista que la llevó a acumular una casa, después otra, una más en la playa, un departamento. Y luego, nos informa, cambió el Audi por un Volvo y así, consumir y consumir.
Terrible, acomplejada y arbitraria lectura de la realidad para una profesional a quien la sociedad concede, precisamente, la labor de conocer y transmitir los hechos más relevantes que conforman nuestra agenda informativa.
Me permito, finalmente, añadir una acidez más: ¡de esta cantera estamos sacando los candidatos a la Presidencia de la República! Y no me digan que los rostros de TV no comparten características como el afán de protagonismo y cierta tendencia a la infalibilidad. Si no me cree, pregunte a quienes se enfrentan con el propio candidato en su intento por rescatar la alicaída campaña de Guillier.
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La fe de los mentirosos
Marcela Aranda no es como nosotros. Ella entró al Parlamento por la puerta ancha, asesoró a diputados, asistió a reuniones que a otros -especialistas, asociaciones profesionales- les estuvo vedada, influyó en leyes, recibió sueldo de un gobierno y se paseó por seminarios y congresos hablando de confabulaciones internacionales, de proyectos legales que no existían, de normas descabelladas que sólo estaban en su imaginación; hizo todo eso como quien arroja trozos de carne a una manada de perros hambrientos ansiosos por lanzarse a cazar una presa.
El salvoconducto que exhibe la señora Aranda para circular por salones legislativos consiste en una intensa fe, la misma que usa para acarrear a un puñado de seguidores envalentonados por una causa celestial. “Vamos al Congreso, trabajamos con diputados y senadores en leyes que tienen algún carácter relevante para Dios”, dijo en una entrevista, detallando su lugar en nuestro orden político. Ella es, por lo tanto, la vocera de Dios, o al menos, de sus prioridades legislativas, que a juzgar por el discurso de la señora Aranda se concentran en un solo objetivo: sembrar la alarma en torno a los genitales de los niños. Eso no significa que su empeño se concentre en denunciar los abusos sexuales que ocurren, por ejemplo, en los hogares dependientes del Sename -en su inmensa mayoría relacionados con organizaciones religiosas-; mucho menos se preocupa de indagar en quiénes son los agresores de los abusados. Aranda tampoco habla de las altas tasas de hacinamiento en que malvive el 23% de niños, niñas y adolescentes de nuestro país. A la señora Aranda no le interesa discutir sobre las causas de los suicidios adolescentes ni sobre el acoso escolar, menos aún la forma en que los padres de los niños transgénero -personas heterosexuales, la gran mayoría creyentes, cuya única intención es cuidar que sus hijos sean felices- pueden evitar que sus niños sean violentados. Ella jamás parece pensar en el sufrimiento ajeno, lo único que la guía, según sus propias palabras, es encontrar la presencia del diablo. Y la encuentra en algo que ella llama “ideología de género”, el eje de todos esos males que ella difunde en sus cuentas de redes sociales que no son más que un vertedero de noticias falsas. La señora Aranda publica allí notas sobre países en donde supuestamente se legaliza el sexo con animales o programas sanitarios del primer mundo en donde se tortura a los recién nacidos. Un resumidero de fantasías abyectas que aseguran que el infierno está en las sociedades desarrolladas y no en los estados gobernados por fanáticos religiosos integristas.
Esta semana, Marcela Aranda consagró su carrera -¿de predicadora?, ¿de líder política?- paseando un bus naranja seguido por un puñado de personas que repetía injurias voz en cuello y acusaba de crímenes abominables a un grupo de activistas LGBTI. Los activistas debían soportar los insultos. “¿No pedían tolerancia? ¿No les gusta que los aguanten a ellos?”, se burlaban los tripulantes del bus.
La señora Aranda se refugia en la libertad de expresión para difundir falsedades sin que nadie le exija pruebas sobre el origen de la basura que reparte. Ella tiene la certeza de que hay un plan para arrebatar niños y maltratarlos, un apocalipsis del que, según ella, es responsable una minoría inspirada en satanás. Aranda utiliza la misma estrategia que los ansiosos de poder utilizaban durante la Edad Media para capturar la atención de la muchedumbre prejuiciosa: la culpa de los males siempre recaía sobre las minorías -judíos, musulmanes, herejes o gitanos-, quienes solían ser acusados de pervertir o asesinar niños. Una argucia de manual que acababa impulsando la violencia desatada en contra de los diferentes.
Esta semana, la señora Aranda consiguió que los medios de comunicación le dieran tribuna para esparcir su mugre como si se tratara de ideas o puntos de vista. Recorrió la ciudad predicando la fe de los mentirosos, la moral de los despiadados y la libertad de los matones. Esta semana, gracias a ella, los abusadores y los ignorantes sintieron que no estaban solos, que podían sacar la voz y exigir que respetáramos su sagrado derecho a cultivar el odio contra los más débiles, con la impunidad garantizada que brinda la tradición.
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¿Cuál es el paréntesis?
Parece que no era acertada la idea de que el gobierno de Sebastián Piñera entre el 2010 y el 2014 constituía un paréntesis histórico. Esta idea nacía, desde luego, de la dificultad de la derecha para ganar las elecciones en todo el siglo XX y de su falta de mayorías (incluso relativas) desde 1958.
Además, era una idea basada en el supuesto de que la historia llevaba la dirección de la centroizquierda; aún no está demostrado que esta última idea fuese completamente errónea. Pero en algún punto, por alguna razón que la historia todavía se reserva para sí, alguien, algunos, entendieron que la dirección correcta estaba más a la izquierda que la demasiado modesta centroizquierda. A partir de cierto momento -otro instante elusivo, misterioso-, alguien, algunos, pensaron que estaban creadas las “condiciones objetivas” para cambiar de velocidad. Y de alcance, ¿por qué no?
Pero ahora, a poco más de cuatro meses de las elecciones presidenciales, empieza a parecer que el paréntesis era éste, el segundo gobierno de Michelle Bachelet, que nació con un aire de reivindicación respecto del anterior, como si en efecto aquel primer gobierno de la misma Presidenta hubiera sido de una centroizquierda demasiado modesta. Este segundo mandato, en reparación de aquella modestia debía mover la aguja (“correr el cerco”, prefieren algunos), ya sin los contrapesos tradicionales, que solían ser el centrismo, la DC, el PR, alguna de las facciones socialistas, porque en esta ocasión esos contrapesos se habían rendido sin condiciones ante la sola idea de regresar al gobierno. La mejor prueba era que hasta habían cedido a la creación de la Nueva Mayoría. Será difícil recordar qué hizo el centrismo en este cuatrienio, aparte de tener altos funcionarios.
La cara de paréntesis la tiene más marcada, porque otra vez, como la anterior, parece posible que la Presidenta vuelva a entregar la piocha de O’Higgins al líder de la oposición. Si esto ocurre, la única diferencia será que las perspectivas de que (lo que quede de) la Nueva Mayoría vuelva a recuperar el gobierno serán mínimas por un tiempo largo, mientras que la actual oposición podrá desplegar esa legión de nuevas cabezas que ha estado amamantando en centros de estudio, think tanks y fundaciones.
En ese caso se habrá configurado la condición de paréntesis del actual gobierno -no del anterior-, cosa que lo resignifica completamente: quiere decir que no era un gobierno inevitable, que la historia no seguía la dirección que pensaban sus promotores, incluso que pudo haber una equivocación o un embrujo entre los electores. ¿Y cómo quedan en ese caso las “reformas estructurales”?
Bueno, quedan, en primer lugar, como están: inconclusas, pendientes, a medio camino. Es difícil que sean desmontadas o revertidas. Más probablemente sean ajustadas o corregidas. Pero ¿se recordará al gobierno por esas reformas, por haber iniciado un cambio social de grandes magnitudes? ¿O se dirá más bien que fueron parte de los esfuerzos valientes y mal ejecutados de aquel paréntesis, aquella rareza que ocurrió en la primera mitad del siglo XXI?
Se dispone hoy de cierta evidencia de que el diagnóstico inicial -un Chile sentado sobre un volcán a punto de estallar- era exagerado, unilateral y erróneo. Pero sólo en muchos años más vamos a saber si como consecuencia de ese diagnóstico se inició la solución de problemas de fondo o si, por el contrario, se erró el rumbo y se perdieron años de oportunidades. Para entonces es probable que ya no esté presente ninguno de sus protagonistas. Porque este es uno de los problemas de las “reformas estructurales”: son impunes.
Irónicamente, es posible que el resultado más estructural del cuatrienio no sea una reforma, sino un deterioro: el crecimiento. Hace ya tiempo (porque no siempre fue así) parece haberse instalado una cierta repulsa entre esta palabra y la idea de izquierda que prevalece en Chile. La noción de crecimiento, que es tan cercana al sentido común, se presenta en este ambiente como una especie de abstracción capitalista de la que hay que alejarse: no hay que mencionarla y, sobre todo, no hay que darle prioridad alguna. Los dos gobiernos de Bachelet marcan los récords del bajo crecimiento promedio desde 1990 en adelante. El actual será el más bajo de todos -un pobrísimo 1,85% en el cuatrienio-, lo que podría explicarse por el fin del “superciclo” de las materias primas, pero esa explicación no tendría valor para el anterior, donde no se aprovechó la vigencia de los altos precios externos.
Los ministros de Hacienda -Andrés Velasco en el primer cuatrienio y Rodrigo Valdés en el actual- han tenido una importancia indiscutible en los dos períodos de Bachelet, pero su función principal parece haber sido la de contener la voracidad con que el aparato fiscal se gasta el dinero de todos. Las peleas de Velasco contra las peticiones de otros ministros son legendarias, y la imagen del ministro Valdés quedará marcada por los insultos proferidos a gritos por la presidenta a la CUT -miembro de un partido de gobierno, nada menos.
Aun así, el déficit fiscal está en un rango récord, la deuda del país se acerca a un cuarto del Producto y la inversión ha bajado a un quinto. El resultado de eso es que la agencia Standard & Poor’s bajó por primera vez la clasificación de riesgo del país. En pocas palabras, esto significa que desde esta semana a Chile le costará más caro el dinero que pida prestado.
Ni siquiera el ministro de Hacienda podría sostener, manteniendo el rostro, que este es un resultado de la situación externa. En su explicación pública mencionó, como uno de los factores causales, algo que llamó “el efecto de las demandas de gasto que hemos tenido”. Nótese el “hemos tenido”: demandas caídas del cielo. Debió decir “hemos creado”, pero a continuación tendría que haber agregado “sin crear crecimiento”. El Estado de la Nueva Mayoría ha gastado y gasta como no lo haría ningún tahúr; y suma y agrega personal -por lo general, con contrataciones irregulares- como no lo haría ni el más atrevido corsario, y pide más y más recursos como no lo haría un lobo hambriento. De ese comportamiento no se puede esperar resultados distintos de los conocidos.
Por lo tanto, tampoco podría esperar que sus “reformas estructurales” pudiesen completarse a tiempo, ni siquiera a un mismo ritmo, como para que se pudieran convertir en los monumentos por los cuales sería recordada. Está, estuvo siempre condenada, acaso sin darse cuenta, a un medio hacer, y sin tiempo para preocuparse de la sucesión, también a un medio hacer con un final abierto.
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Una derecha más diversa
Hoy la derecha -o centroderecha, como prefiere presentarse el sector- está probablemente más cohesionada de lo que nunca lo ha estado en los últimos 20 años. El fenómeno responde con seguridad a varios factores. La desastrosa gestión cumplida por el actual gobierno no es el menos importante y es muy posible que, entre otras variables, también haya contribuido a la recuperación del liderazgo contenido que viene ejerciendo Sebastián Piñera a este lado del espectro.
Lo curioso, sin embargo, es que tal vez nunca como ahora la centroderecha fue más diversa. A diferencia de hace 10 o 20 años, donde con suerte era posible distinguir una errática y poco articulada facción liberal del tronco conservador ampliamente dominante, hoy reconoce filas en el sector un abanico de sensibilidades más amplio. Actualmente, en la centroderecha conviven conservadores persistentes con liberales clásicos; católicos con agnósticos; libertarios de fibra un tanto anárquica, creyentes del Estado mínimo, con tecnócratas, unos más eclécticos y otros que siguen tributando a las verdades de Chicago; intelectuales jóvenes que están reivindicando la discusión política frontal con la izquierda con políticos ya no tan jóvenes de cuño nacionalista y que se formaron en sectores populares; gente que sigue creyendo que el mercado resolverá todos o casi todos los problemas del país con gente que tiene muchas dudas al respecto y que, por lo mismo, piensa que la política debiera tratar de responder a los problemas de desigualdad que tiene la sociedad chilena.
Esta diversidad no solo es enriquecedora desde una perspectiva pluralista. También es un factor fundamental para cualquier grupo político que quiera llegar al gobierno. La diversidad es un dato que pasó a ser parte del país y todo indica que la fantasía de tener gobiernos completamente monolíticos es en la hora actual, más que extemporánea, una estupidez. Los tiempos ya no están para eso. Se dirá que una derecha menos heterogénea que la actual ya consiguió el objetivo del gobierno el 2010. Pero fue en circunstancias muy especiales. La centroizquierda llegó a esa elección con quien, habiendo sido un presidente discreto, demostró en la campaña ser un mal candidato. La convocatoria que tuvo Marco Enríquez-Ominami en esa oportunidad, que capturó alrededor del 20% de los votos, fue además un factor muy desequilibrante para la antigua Concertación. La verdad es que la derecha entró a La Moneda un poco por descarte, por fastidio, por la sensación de siesta que se había adueñado del país tras cuatro gobiernos consecutivos del mismo signo, y no en último lugar, porque, de todos los líderes de la antigua Alianza, Sebastián Piñera era por lejos el de perfil más centrista.
Ahora el desafío para el sector es distinto. Y lo es tanto porque el Chile de hoy no es igual al del 2010, cuando el país parecía haber sorteado relativamente bien la crisis mundial de dos años antes, sino también porque la sociedad chilena, incluida la propia derecha, en la actualidad está mucho más politizada que entonces. Algo importante ocurrió en estos tres últimos años que la política dejó de ser un juego de máscaras. La elección del 2013 quizás fue la última que el país decidió en función de mistificaciones, de imágenes salvíficas y de la confianza que inspiraba una candidata acogedora y buena onda que prometió mayor igualdad y pronto entregará un país deprimido, sobregirado, con empleos de poca calidad y un aparato público desfinanciado y que hace agua por todos lados. Hoy el escenario político podrá parecer a muchos una chacra -está bien: lo es-, pero hay que reconocer que en sus aguas subterráneas está bastante más cruzado que antes por dilemas sustantivos y cruciales. ¿Adónde queremos ir como país? ¿Vamos a tomar o no en serio el crecimiento? ¿Vamos a confiar en los mecanismos de la democracia representativa o queremos apostar al asambleísmo caótico y perpetuo? ¿Vamos a atender o no con bienes públicos tangibles las demandas de protección que vienen planteando los sectores medios emergentes? ¿Cuál es la idea, mentirle a la gente diciéndole que el Estado se hará cargo de su bienestar, cosa que jamás podrá hacer, o plantearle que se concentrará en despejar mejor la cancha para facilitar la superación y el ascenso meritocrático?
Aparte de estar más preparada para participar de esta discusión, hoy la centroderecha está también interesada en provocarla. Donde antes eludía el debate, ahora lo busca. Su cambio de actitud coincide con la crisis de la centroizquierda. Muchas dudas y malos diagnósticos, múltiples confusiones y reiterados desencuentros internos terminaron dividiendo al oficialismo en dos candidaturas presidenciales que, cuál más, cuál menos, siguen hasta el día de hoy sin encontrar su destino. Presionada, además, desde la izquierda por una coalición nueva, el Frente Amplio, que por la vía de las asambleas y de la expansión de los derechos sociales quiere sacar al país a la brevedad de las órbitas del capitalismo, la Nueva Mayoría probablemente sabe lo que no quiere -que gobierne la dere- cha-, pero aún no se pone de acuerdo en lo que quiere.
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Posverdad y verdades a medias
Confieso que el término posverdad no me gusta, todos los “post” suenan atractivos, y se ponen de moda intelectual y periodística rápidamente, pero son facilistas, sólo señalan algo que viene después, pero que no se define, sin embargo, este concepto apunta a un fenómeno real que ha cobrado fuerza en la política.
El término posverdad no es tan nuevo, fue usado por primera vez por Ralph Keyes en el año 2004, en su libro La era de la post verdad, teniendo como subtítulo “Deshonestidad y decepción en la vida contemporánea”, sin embargo, su uso extendido sólo data de hace pocos años.
Su éxito es tal, que ha entrado muy recientemente como neologismo en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, con la definición que sigue: “Toda información o aseveración que no se basa en hechos objetivos, sino que apela a las emociones, creencias o deseos públicos”. Tal definición es muy cercana a la del Diccionario de Oxford, que la eligió como la palabra del año y la define como un adjetivo que “señala circunstancias en las cuales los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que las apelaciones a la emoción y las creencias personales”.
Estas definiciones tienen un cierto parentesco con el viejo dicho que algunos le atribuyen a Stalin de que “si la realidad no calza con mis ideas, tanto peor para la realidad”.
En el debate sociológico, el concepto de posverdad aparece algo más complejo.
El sociólogo francés Michel Wieviorka señala que “lo importante no es solo que hay gente que miente, sino que hay gente que quiere escuchar mentiras. La posverdad no es únicamente las creencias sin base o contraria a los hechos objetivos, sino que implica un acuerdo entre quienes hacen un discurso basado en mentiras y los que quieren creer en esas mentiras”.
Sobre todo, pienso yo, porque se sienten cómodos con ellas, los interpretan, coinciden con sus prejuicios, sus preferencias, sus deseos o sus broncas y poco importa si ese discurso se encuentra muy lejos de una visión razonada y de los datos que entrega el análisis de la realidad.
En eso se basó el encuentro de muchos estadounidenses de la América profunda, aquella que no habita en las costas, detesta lo cosmopolita y piensa que Darwin era un peligroso terrorista, con el discurso guerrero, de supremacía nacional y antielitista de Trump.
También eso es lo que hizo creer a una mayoría inglesa y galesa de que Gran Bretaña ganaría mucho con el Brexit. Comulgaron con ruedas de carreta de tamaño XXL, creyendo en estulticias tales como que Gran Bretaña pagaba 400 millones de dólares cada semana a Bruselas a cambio de nada.
Esa cifra nunca existió, era un invento producido por una cierta prensa. Lo que sí existe realmente hoy es una Gran Bretaña con profundos problemas, donde incluso las entidades financieras de la city se están trasladando a Frankfurt.
Vale decir, la posverdad funciona y permite ganar elecciones en el mundo de hoy, donde predominan las malas noticias, una economía mundial que tiende a crecer lentamente, un aumento en muchas regiones de las desigualdades sociales, conflictos bélicos cruentos donde se mezclan fanatismo religiosos e intereses terrenales con efectos desastrosos a nivel humanitario. Un aumento del temor a los cambios y un repliegue hacia las emociones más atávicas, sobre todo el miedo.
La posverdad que surge de la mano del populismo nos conduce, sin embargo, a un mundo más fragmentado y peligroso.
Desde una perspectiva democrática y de progreso, la respuesta no puede ser otra que defender nuestro patrimonio de civilidad, de derechos individuales y sociales, el universalismo y la democracia representativa.
Es en ese sentido que genera esperanza la Francia, que dijo no a Marine Le Pen y apoyó a Macron, y la Alemania tanto de Merkel como de Schulz.
Hay también una forma más sofisticada de la posverdad que no niega por entero los hechos y los datos objetivos, pero “tortura las cifras hasta que ellas hablen” y digan lo que se quiere oír.
Muy recientemente en nuestro país ha sido presentado por el PNUD un informe llamado “Desiguales”, que trae una valiosa información sobre la desigualdad, a través de diversas metodologías y aspectos multidimensionales que incluyen importantes visiones en la subjetividad de las brechas sociales.
Por cierto, hay una parte interpretativa y propositiva con la cual se puede estar más o menos de acuerdo, pero en su conjunto es serio y equilibrado.
Lo curioso es que refiriéndose al mismo documento, la extrema izquierda saca conclusiones que nos acercan a un apocalipsis inevitable, producto de que habitamos una suerte de infierno social casi esclavista, y la derecha más doctrinaria concluye que los avances sociales ya alcanzaron su zenith y las reformas a la realidad actual son innecesarias. Ni lo uno ni lo otro.
El documento, al mismo tiempo, que analiza la larga raíz histórica de la desigualdad y señala que lo avanzado es aún insuficiente para alcanzar un desarrollo inclusivo, plantea que en las últimas décadas Chile, “de la mano de un crecimiento económico relativamente acelerado y siempre positivo, ha mejorado su infraestructura, ha ampliado notoriamente su cobertura educacional, ha profundizado la oferta de servicios sociales, ha profesionalizado la labor estatal y muy centralmente ha incrementado el ingreso de las familias y ampliado el acceso a bienes, signos evidentes de una transformación de las condiciones de vida. A todo ello hay que sumar una notoria reducción de la pobreza. Esto es cierto tanto en términos absolutos como en comparación con el resto de los países de América Latina”, y más allá de América Latina, agregaría yo.
Sin bien la tendencia positiva es clara, su futuro no está garantizado en el actual cuadro político.
En el debate presidencial, si bien nadie encarna por entero una posición de posverdad, se presentan muchas verdades a medias y visiones distorsionadas.
Desde la visión oscura e ideologizada del Frente Amplio hasta la visión de la derecha, que naturalmente aprovecha los errores abundantes y frecuentes de la gestión del gobierno para desprestigiar la necesidad de las reformas sociales.
En verdad, la visión de un cambio reformador, gradual y razonado hoy “no tiene quién le escriba” con una centroizquierda dividida.
La izquierda tradicional aparece desmejorada y liviana, incapaz de defender su propia obra y débil en la propuesta, mirando con ojos tiernos a un neopopulismo que la ignora con desprecio y el centro socialcristiano está atrapado quizás injustamente en el “laberinto de su soledad”.
Ojalá la situación actual no se eternice y se retome el camino que permitió avanzar, teniendo como norte el porvenir.
Chile no requiere de regresiones conservadoras, ni de neopopulismos polarizadores. Más igualdad requiere al mismo tiempo crecimiento, un esfuerzo productivo innovador y diversificado, el cual, a la vez, necesita una sociedad más inclusiva.
Justo lo que hoy no parece estar, por lo menos en letras destacadas, en el menú que se nos está presentando.
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July 15, 2017
Villa San Luis
NO HAY nada más enredoso y poco confiable que la memoria. Es selectiva y cree que no puede haber si no una. Suele ser tosca y compulsiva -mendiga a menos que exija nuestra compasión-, y si se la excita suficientemente provoca conflictos que no logran resolverse. ¿Cuántas vidas se han sacrificado discutiendo a cuál religión en pugna le pertenecería Jerusalén; importará si el Huáscar sea de Chile o de Perú; disminuirá la altura de Colón porque a cierto folclorismo histórico le ha dado por eliminar sus estatuas (ofenden la “memoria de los vencidos)”?
Según nuestro autoproclamado guardián de la memoria averiada -el Consejo de Monumentos Nacionales- la Villa San Luis (lo poco y nada que queda) merece ser declarada monumento nacional, entendiéndose por eso hoy día, una capilla o sagrario donde recogerse a fin de permitir a los chilenos “recordar lo que ahí pasó”. ¿Y qué fue lo que pasó? En realidad, no solo lo que pregona el relato compasivo tipo “Machuca”, la única versión que recogió el CMN: el “hubo aquí, una vez, una población de pobres en medio de un barrio de ricos, luego vino el Golpe, los desalojaron, y hasta hace poco pretendían borrar todo vestigio de ésta, nuestra memoria, fuera que vale oro el terreno, así que si ahora los ricos se quedan con cuello, algo se compensa”.
La historia en toda su extensión es más complicada. Desde fines de los años 60 a nuestros días se han ido sucediendo, no una sino tres historias o proyectos, todos trancados, o como siempre ocurre en Chile, empatados. Uno lee lo que han escrito los dos principales arquitectos a cargo y comienza a captar lo que ha estado en juego.
La propuesta inicial de Miguel Eyquem aspiraba a construir una ciudad dentro de la ciudad (centro cívico con municipalidad, museo, oficinas, tiendas, conjuntos habitacionales, huertos y estadio) concordante con el inmenso espacio ambiental que abarcaría Vespucio-Kennedy-Rosario Norte-Los Militares. Lo de Miguel Lawner durante la UP, focalizado en una pura reivindicación de clase, pretendía atacar la segregación haciendo viviendas sociales en medio de uno de los barrios burgueses más conspicuos, propósito que la dictadura paró, imponiendo su ideal mercantil no menos tendencioso.
Los resultados están a la vista. Terminaron por primar intereses inmobiliarios conscientes del valor del metro cuadrado (el Ejército uno de los favorecidos), quedando en el camino la visión utópica planificadora y el “foquismo” urbano-revolucionario-social. Lo que no se dice, sin embargo, es que estas tres fases obedecen a un mismo patrón zigzagueante de un Estado que manda a hacer e impone sus términos aun cuando, después de un tiempo, se vuelve amnésico, echa marcha atrás, y borra con una mano lo que con la otra, ya antes, suscribiera (el CMN es un ente estatal y su vicepresidente el otro día se abrazó con Lawner).
La suerte de la Villa San Luis, además de resumir la historia nacional, hace patente que el problema es el Estado, errático, ahora dedicado a consagrar “altares de la patria”.
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July 14, 2017
Guillier, el galán
QUE LA cosa no anda, es claro. Pasar de héroe a villano en tan pocos meses, es un récord mundial. Porque Guillier no solo se cae en las encuestas; también en sus filas cunde la decepción, las peleas y la desafección. La sensación de que se equivocaron al elegirlo parece evidente. Lo dicen casi todos.
Pese a que algunos plantean que cargar con la mochila de este gobierno es una tarea imposible, o que la división de la Nueva Mayoría ayuda poco, la verdad es que la idea de que el centro del problema es el propio Guillier, cunde por todas partes. De alguna manera, su figura es la mejor descripción del anti candidato.
Es cierto que no tiene muchas ideas, que se equivoca mucho, que ha sido incapaz de mostrar liderazgo. Pero, lo que más inquieta es su apatía, una que disfraza con una tranquilidad que desespera, casi al punto de caer en la frivolidad.
Para él, nada malo ha pasado. Todo se derrumba a su alrededor, pero el candidato no pierde la calma y la sonrisa. Ni siquiera se despeina. Da la impresión de que, incluso, lo sigue pasando bien. Es cierto, todas estas son cosas pueden verse como virtudes, esto es, que es capaz de enfrentar la adversidad con templanza. Pero lo suyo cae más bien en la despreocupación, la apatía, como si perder fuera algo que no tiene importancia.
Tiene algo de galán. De esos que creen que pueden conquistar a todos, o todas, con su sola presencia. Le dicen una y otra vez que no, pero el hombre no ceja en su intento, mostrando un optimismo que solo tienen los verdaderos galanes. Algún día, alguien caerá, pensará, cuando en la práctica el único que cae es él mismo.
Ahora, para ser justos, Guillier no ha cambiado. Siempre ha sido así. Nunca engañó a nadie y los conquistó así. Por eso, es consecuente. Y lo defiende con carácter, como cuando esta semana le pidieron tener un generalísimo y él, con mucha soltura, dijo que no le gustaban los liderazgos verticales. Lo suyo es lo horizontal.
Pero, bajo esa excusa, no soluciona problema alguno. Se hace el lindo, navegando en las aguas turbulentas, como si nada pasara. O, peor, nada importara. Frente a esto, algunos, los más radicales, piensan en sacar otro candidato. Los más, saben que ya es tarde. Es lo que hay, repiten con no poca angustia.
Al final, entonces, parece ser que el sueño de Guillier era ser candidato. Ser presidente nunca estuvo en su radar. Por eso no tiene programa, equipos ni estrategia alguna. Lo suyo es simplemente buscar firmas para estar en la papeleta de noviembre. A estas alturas, ni siquiera sabe si estará en la segunda vuelta. Lo que sí tiene claro es que, de ser así, no votará por Piñera, como dijo esta semana, aumentado las dudas en torno a su figura.
Si es así, el hombre ya ganó. Lo suyo era solo competir, tener cámaras, ser el elegido. Si pierde, como es probable, es problema de los otros, los que lo eligieron. Él seguirá durmiendo como siempre, sin mayores preocupaciones, porque esa es la esencia del galán. Lo de él es un juego, que no va más allá de coquetear con la fama, algo que ya consiguió en un nivel que nunca antes en su vida imaginó.
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