Zoé Valdés's Blog, page 3243

October 4, 2010

Cara a cara con un ángel.

CARA A CARA CON UN ÁNGEL.


Zoé Valdés.



Desde años esta lectura me estaba destinada,


desde una calle, un estante, unos ojos,


desde la adolescencia y la vejez de su autor.


Desde una casa con columnas salomónicas,


la única en la barriada.


Desde estas letras a mis ojos hay una sabiduría de siglo.


Desde aquellas manos a mis manos hay un silencio metafísico.


Desde hacía años este libro estaba esperándome.


En la brevedad del recinto de la poesía.[1]


Extraño y cómico poema escrito a la edad de dieciséis años después de haber descubierto la poesía de José Lezama Lima. Hoy resulta raro evocarlo en voz alta, porque advierto que mi primer encuentro con el autor de Paradiso, ocurrió de manera fantasmagórica y al mismo tiempo muy carnal, yo leía a Lezama y la lectura me permitía convivir con sus citaciones pascalianas, con sus inquietudes metafóricas, y sus sueños de vivencias oblicuas, reservándomelo como un padre, o un amigo mayor que buscaba y encontraba mis ojos para contarme alguna anécdota jocosa de juventud. El poema también se me antoja cómico, basta con repetirlo lentamente para presentir la ansiedad de joven poeta, el añorado y al mismo tiempo incomprensible tormento de madurar que me invadía en aquellos años. Los de mi primer libro de poesía, un libro cuyo título aqueja presuntuosidad: Respuestas para vivir, cuando en verdad sobraban las preguntas para vivir. Aún hoy y cada vez menos carezco de respuestas para vivir. Pero en verdad, mi admiración por la obra recién hallada del poeta, no era nada extraña ni cómica en aquel momento. José Lezama Lima fue uno de los más grandes sabios de la literatura universal; por el contrario, para la dictadura cubana era solamente un ser insoportablemente ambiguo, que poco a poco fue convirtiéndose en incómodo. De modo que venerar a un poeta tan inmenso que lo convertía en enemigo del pueblo, en artista de "torre de marfil", incluso a pocos meses después de su fallecimiento, resultaba muy peligroso. Sus libros estaban prohibidos en las librerías, salvo en La Avellaneda, cuyo librero conocía y amaba la obra de Lezama.


Creo recordar que había llovido toda la noche, la madrugada, y que la mañana brillaba perfumada a salitre. Mi madre se había ido temprano al trabajo, fue alejándose su olor a mandarina y a restaurante, y yo remoloneaba en las sábanas revueltas, en la cama donde ambas dormíamos. Vestida, casi digo disfrazada, con el uniforme de secundaria, la trusa debajo, los cuadernos dentro de una bolsa plástica con un candado plástico (la moda de la época) y una toalla camuflada fingí que tomaba el camino de la escuela. En lugar de la calle Obispo me dirigí a la parada de la ruta 58. Las escapadas a las costas de Cojímar, en solitario, o acompañada de un amigo y una amiga, constituían mis proezas preferidas. Aquel día probablemente gocé poco del chapuzón, a las doce del día el sol picaba fuerte, intransigente, como gustaba decir mi abuela. Regresé a las calles habaneras dispuesta a caminar.


Lo que más me gusta es caminar las ciudades de mi vida: La Habana en sueños, París en vigilia. El sol enceguecía y yo atravesaba la calle Monte a tientas, el asfalto derretido debajo de mis zapatos colegiales, los "vaquetetumbo", como se les llamaba a este tipo de zapatos, me situaban en una dimensión explosiva, a la espera de un acontecimiento fabuloso, del milagro que la alteración de la adolescencia sitúa como dintel de las emociones venideras.


Entré en mi librería preferida, La Avellaneda, especializada en volúmenes antiguos, y de ocasión. Como de costumbre hundí mi dedo en la fila de libros, ordenados al azar. Extraje un tomo grueso escondido detrás de algunos delgados de la colección Pluma en ristre, (unos cuadernos de mediocres poetas revolucionarios) leí el primer verso de Muerte de Narciso: "Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo…"[2] Y sentí que para mí se abría una puerta, la gran puerta. Quizás esa puerta a la que se refiere en el inicio de la novela Oppiano Licario:


"En aquella casa había que vigilar el lenguaje de la puerta".[3]


Y el ángel respiró a pocos centímetros de mi mejilla, un soplido atabacado, susurró un saludo que me era desconocido: "¿Qué tal de resonancias?" Tosió y atronó en una carcajada gruesa. Muchos años después me enteré que Lezama gustaba dar la bienvenida de ese modo tan sonoro a sus jóvenes discípulos poetas. El librero, un español de pura cepa, farfulló masticando él también un cabo ceniciento de un tabaco barato de los que vendía el gobierno en la bodega por la carta de racionamiento:


-José Lezama Lima, gran poeta. Un sabio. Murió en agosto… Está prohibido. El precio del libro: cinco pesos…


Del interior de las páginas cayó una banderita cubana de seda. Yo no tenía los cinco pesos. Pedí al librero que separara el ejemplar hasta que pudiera regresar con el dinero. Corrí al trabajo de mi madre, En aquella época cinco pesos era mucho para nosotras, sin embargo mi madre los sacó del bolsillo: "Espero que sea para comer y no para leer, mírate, das lástima", ironizó. Regresé casi volando. Durante el trayecto mi mente no cesaba de repetir ese verso: "Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo". Jamás había leído nada más enigmático y seductor. Devoré el tomo de Poesía Completa, y a partir de entonces dediqué con obsesión mi tiempo a averiguar en mi entorno si alguien había conocido al poeta. Nadie había oído hablar de él, o puede que nadie deseara hablar de él. Sólo un pintor, Carlos Alberto García, sabía algo, lo suficiente, y fui yo quien le prestó el preciado volumen.


Pasó todo aquel tiempo de temblores mientras copiaba versos lezamianos en un cuaderno e intentaba imitar su estilo, adoraba la poesía de aquel escritor cuya vida resultaba cada vez más intrigante, casi me había adaptado a la idea de no conseguir sus otros libros, pues el régimen los había prácticamente desaparecido, salvo aquellos que la gente guardaba celosamente en escondrijos caseros, en un estante, tapado, por ejemplo, con otro libro en cuyo lomo se podía leer el título Obras completas de Ernesto Ché Guevara, una joyita del realismo socialista cubano, y del hombre nuevo, nada más parecido que al hombre hitleriano.


"En el verano de 1976 yo escribía unos versos terribles y usted moría.


En ese mismo verano me fui a explorar la soledad cósmica, el laberinto de los muertos, sin saber, que dentro de unas horas allí estaría usted, dialogando con los espectros y humedeciendo el caos con su aliento desmesurado…


…Un hombre menudo de frente ancha y ojos vivos reaccionó sencillamente cuando usted lo citó.


Y se abrazaron eternamente, estrujándole con su corpulencia la levita impecable a Martí.


'Los locos somos cuerdos'


Y por primera vez le oí reír con su inconfundible acento asmático:


'Gracias maestro


Por hacer posible


Lo imposible'.


El encuentro de esas dos luces fue demasiado para mis ojos reales


Entonces sospecho que sólo demoraré unos segundos en volver a la lentitud de la vigilia, a continuar con una página de Enemigo Rumor."[4]


Enemigo rumor, título de uno de los primeros poemarios de JLL. Este poema, Encuentro con José Lezama Lima fue publicado también, como el que encabeza este texto, en ese librito de juventud, el cual cité con anterioridad, titulado Respuestas para vivir, en el año 1986, por la editorial Letras Cubanas. Si bien el poemario había obtenido un premio importante de poesía en México, sólo pudo publicarse siete años más tarde. La justificación –dada verbalmente por uno de los temerosos editores- consistió en que se me había ido la mano escribiendo poemas eróticos y, para colmo, además esos cuantos poemas dedicados a José Lezama Lima complicaban el asunto, argumenté que también había poemas dedicados a Haydée Santamaría, el hombre viró los ojos en blanco. Haydée Santamaría, aunque heroína y combatiente junto a Fidel Castro, única directora de la Casa de Las Américas hasta el día de su muerte, había cometido el "error contrarrevolucionario" de suicidarse, tal tontería de dedicarle un poema empeoraba la situación de la publicación de mis versos. Pero esa es sólo una pequeña historia, que menciono solamente para recordar que si bien a Lezama lo oficializaron con bombos y platillos unos años después, hubo una época en que visitarlo y leerlo podía costarle a cualquiera perder el trabajo, la traversée du desert, como calificarían la situación los franceses, o sencillamente, la enajenación y adversidad de por vida.


A los diecinueve años conocí a un hombre bastante interesante, salvo que hablaba por los codos de sí mismo, pero era sumamente inteligente, después de varios furtivos encuentros nos citamos en el Parque de los Enamorados, esa primera noche nos acostamos. Antes de apagar la luz me preguntó qué poetas yo leía, y sin apenas escuchar mi respuesta confesó que había publicado una novela, y que ya iba escribiendo la segunda. Respondí, sin pensarlo dos veces, que amaba a José Lezama Lima, pero que seguramente él ni siquiera sabía de quién estaba hablándole. Se le congeló el habla, encendió la luz, fijó inquisitorial mis pupilas con las suyas. ¡Él había sido más que discípulo del gran poeta, les había unido una hermosa amistad! ¿No sería yo una espía? Masculló entre dientes. Me mostró varios de sus libros, ¡por fin pude acariciar Paradiso publicado por las ediciones Era, en México! En un tabique de madera que sostenía el techo había pegado con una tachuela una foto de nuestro escritor. Una imagen suya medio borrosa por el humo espeso del tabaco velaba la mitad de su rostro; tal y como el retrato estaba colocado, a una altura considerable, enmascarado por la humareda, y amarillento y envejecido el papel por la humedad, apenas pude percibir sus rasgos, además de que la emoción me invadía al tener delante de mí una foto de mi ídolo.


Mi relación con este hombre duró siete largos años, él no se cansó de repetir que yo lo quería debido al azaroso detalle de que él había madurado cerca de Lezama, y que yo entonces lo amaba por carácter transitivo. A veces, cambiaba el disco, y aseguraba que Lezama me había enviado misteriosamente desde el más allá, que yo era su Diosa Blanca, y citábamos a Robert Graves. No es verdad, o sí, qué importa, pero ahora pasado el tiempo, me doy cuenta que su único misterio consistía precisamente en haber sido la figura inspiradora de uno de los poemas más hermosos que se hayan escrito jamás de parte de un hombre a otro: El esperado. Azar, aprendí a amar esa palabra y a utilizarla en su amplio sentido lezamiano  gracias a la filosofía de peregrinaje inmóvil del Maestro. El mismo se llamaba el Peregrino Inmóvil. La vida, como la lectura, puede ser una consecuencia imaginada de azares.


Un mediodía salí resuelta a pasear por el cementerio de Colón, buscaba algunos monumentos del art-decó, como la tumba de Catalina Lasa Baró, diseñada por Lalique, entre otros. A la entrada del cementerio, detuve mis pasos ante la tumba de Gonzalo de Quesada y Miranda, quien fuera amigo de José Martí; de súbito un inmenso lagarto de color intensamente morado me cortó el trayecto, no había visto de dónde había salido semejante animal. El lagarto espejeaba y dirigió sus abombados ojos al cielo azul adornado de pocas nubes, enceguecido por la luz comenzó a recular, y yo a seguirlo atónita, plena de delirium tremens, hipnotizada; hasta que el lagarto cambió de color, imitando el gris fulgurante de la piedra, y allí quedó varado. Leí el texto frontal de la tumba, extraído del largo poema Noche insular: Jardines invisibles, en la cual nos habíamos inmovilizado:


"La mar violeta añora el nacimiento de los dioses,


ya que nacer es aquí una fiesta innombrable…"[5]


¡Me hallaba, junto a un lagarto de piedra, en la tumba de José Lezama Lima! Regresé a buscar un ramo de flores, conseguí unas pobres margaritas japonesas de múltiples colores, todo lo que quedaba en la desolada florería situada enfrente al camposanto, el valle de Proserpina.


Así, a partir de compartir cama con el elegido, o sea con aquel amigo del gran poeta, pude leer todo. Ese hecho cambió mi vida. Devoré casi todos sus libros, y luego pasé al Curso Délfico, una lista inmensa de tomos útiles para formar la sensibilidad de un escritor según el criterio, el gusto de José Lezama Lima. Entregaba a sus discípulos aquella lista y les prestaba los títulos, al serle devueltos, entonces comentaban las lecturas en un éxtasis de conocimiento. Una auténtica iniciación poético-filosófica. El primer título era Le grand Meaulnes de Alain Fournier, una novela sobre la amistad en la adolescencia, acerca del descubrimiento de los primeros sentimientos hondos de lealtad y amor. Después le seguía Le Gaspard de la nuit de Alöysius Bertrand, y así una serie de textos poéticos, entre los que confluían los nombres de Jorges Luis Borges, Bioy Casares, y por supuesto En busca del tiempo perdido de Marcel Proust.


El autor de Paradiso había prestado a su ex discípulo la edición en la cual había estudiado a fondo la escritura proustiana, o sea siete viejos y apolillado volúmenes de la monumental obra del gran escritor francés, acotados nada más y nada menos que por él mismo. En la primera página aparecía la estilizada y sencilla caligrafía en tinta verde, y la firma, apenas las iniciales de su nombre. Luego, las anotaciones, persiguiendo la respiración, el ritmo desigual, trazado con su vaho de asmático en las huellas de hondas zancadas de aquel otro asmático.


Una cálida noche, si mal no recuerdo de febrero, me dirigí a Trocadero 162, la casa de columnas salomónica, en los bajos había vivido el poeta, y su viuda aún habitaba la casa repleta de viejos sueños y recuerdos. Parada en la ventana que daba a la calle pronuncié las buenas noches más tímidas de mi vida. María Luisa Bautista leía, levantó los párpados y en tono cansado preguntó qué deseaba. Respondí que sólo hablar un rato con ella, y proseguí a presentarme como lo que era, una empedernida lectora de su marido, esto le hizo gracia. Sabía que habitualmente, María Luisa desconfiaba de todo y de todos, quizás se sentía muy sola, y por esa razón aquella noche entreabrió la puerta, revisó mi indumentaria con los ojos apagados, cuidadosamente de pies a cabeza, se hizo a un lado, atravesamos el dintel, y me invitó a sentarme junto a ella. La luz era de una mortandad terrible. Reparé en el cenicero de cristal de Murano, en el sillón donde escribía Lezama, dispuesto frente a nosotras, una tanagra con los brazos en jarras parecía que se desplazaba lentamente encima del armario, desde el cuadro del pintor Jorge Arche un saludable Lezama parecía que iniciaría una conversación de un instante al otro, un retrato del escritor en sus años mozos, y varios objetos familiares que a menudo resaltaban en los textos lezamianos se hicieron sumadamente reales.


Conversamos María Luisa y yo de mí y de ella, al rato abordamos el tema de su esposo, evitó confiar demasiadas anécdotas de orden político, insistió en que le dijera en realidad con qué objetivo había ido a visitarla. Respondí que no lo sabía, que necesitaba estar cerca, muy cerca, del lugar donde Lezama había escrito su obra. María Luisa se levantó, desapareció en el fondo de la casa, de allá regresó con un ejemplar de Oppiano Licario, en la edición cubana que su autor no consiguió ver, el disco –agotado o desaparecido en las tiendas- de Casa de Las Américas dedicado a la poesía, y el poemario Fragmentos a su imán. También hojeamos juntas un álbum de fotos. Hacia al final descubrí con estupor a un Lezama extremadamente obeso y cansado, aquel gordo que en algunas ocasiones pasó por debajo del balcón de mi casa, paseando con dificultad, y a quien dos niñas traviesas, una amiguita de la escuela y yo, lanzábamos migajas de pan mientras gritábamos: "Ahí viene, el viejo de las alforjas", por los inmensos bolsillos descolgados del traje. Supongo que ruborizada de vergüenza, las orejas ardientes, respondí a la viuda, que era la primera vez que veía el rostro del admirado escritor. María Luisa, muy amable, me regaló uno de los acontecimientos más bellos de mi vida, conduciéndome por las diferentes piezas de la casa, pude tocar los libros del escritor. Su mesa se hallaba intacta, con los libros que la muerte había dejado a mitad de lectura. El cuarto último evocaba su infancia, los muebles de su niñez, el caballito de madera en el que se había balanceado mientras imaginaba figuras en las losetas del piso. En la siguiente pieza se encontraba la urna de cristal con la mascarilla mortuoria y las gruesas manos de Lezama.


Si descubrir Paradiso a una edad tan joven fue para mí decisivo en mi carrera de escritora, ya que me enfrenté a una prosa sutil, de un gran aliento hermético, difícil y estimulante, y por eso al mismo tiempo gozoso, nunca antes visto en la literatura cubana, y sin duda de una densidad filosófica inconmensurable, que me enseñó a paladear e investigar cada metáfora en su eternidad, Oppiano Licario significó el momento cumbre de la iniciación. Aunque la primera es una novela acabada, y la segunda fue truncada por el fallecimiento del autor, Oppiano Licario alcanza una dimensión de locura lírica, de erotismo desbordante del lenguaje mismo, como cuando Lezama explica entre jocosa y doctoralmente las disímiles lecturas del verbo templar de donde deriva el acto sexual, la gula y la apreciación musical en el argot cubano:


"…de la misma manera que decimos 'templar' al cumplimiento del acto sexual, que es una palabra en extremo delicada, pues alude también a la preparación de las vibraciones adecuadas de un instrumento musical. Se la comió alude a ser suya, con la violencia del acto y con la totalidad del signo a la mujer. Pero 'templar' es la coincidencia adecuada de los acordes, es como dice Cervantes, música de entre sueños. Así el acto sexual para el cubano es como comer en sueños, el bosque, la raíz y la bondad de lo que comemos y el acto posesivo, están unívocos en su imagen, templados los humores en el sueño. Si precisamos que 'se la comió' es palabra con la que se hace referencia, algo hazañoso, triunfal."[6]


Oppiano es un personaje agigantado e inasible, en él se acumula el misterio y la historia, la luminosidad de la imago, y la nubosidad penumbrosa de la muerte. Oppiano levita y sólo interrumpe su vuelo cuando Ynaca Eco Licario, Ecohé: vida, su hermana-hija, necesita de la irradiación de su sombra protectora, Oppiano es la sabiduría sin límites. El que pretende que conociendo a José Cemí, la semilla y el ídolo, constituye la única fuente de conocimiento a la que Ynaca Eco debe aspirar. Licario es el alter ego de Lezama, o lo que es lo mismo, El Magíster.


Si el primer verso de Muerte de Narciso, nos abre esa puerta a lo insólito, al deseo telúrico. Oppiano Licario nos conduce por el laberinto del pensamiento y la poética lezamianos, un canto a la vida concebida sólo para vivirla en poesía, en hechizo, y en estado total de embriaguez literaria. Porque José Lezama Lima no era solamente un poeta, un inmenso escritor, o un sabio, era desde su alma, todo él, hasta el humo y la ceniza de su tabaco que escribía encima del pliego que le hacía su barriga a la camisa, un ser inmensamente culto. Eternamente reidor, igual a un rollizo y travieso ángel del conocimiento y de la poesía.


París, marzo del 2004.


Zoé Valdés.


[1] Poema titulado El libro que acabo de leer. Página 23, Respuestas para vivir, Zoé Valdés. Editorial Letras cubanas, La Habana 1986.

[2] Muerte de Narciso. Página 13. José Lezama Lima. Poesía completa. Editorial Letras Cubanas, La Habana 1970


[3] Oppiano Licario. José Lezama Lima. Página 17, capítulo I. Editorial Arte y Literatura, sin fecha, La Habana.


[4] Poema Encuentro con José Lezama Lima, página 68. Respuestas para vivir. Zoé Valdés. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1986.


[5] Poesía completa. José Lezama Lima.  Noche Insular: Jardines invisibles. Página 68. Editorial Letras Cubanas. La Habana, 1970.


[6] Oppiano Licario. José Lezama Lima. Página 94. Editorial  Arte y Literatura, La Habana, sin fecha.


JLL en mi antiguo escritorio:




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Published on October 04, 2010 03:27

Carson McCullers.

Una de mis escritoras favoritas:




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Published on October 04, 2010 02:57

October 3, 2010

Marilyn oculta. Por Elsa Fernández-Santos.

Poemas y otros secretos de Marilyn Monroe, en El País.


Raros footages de MM:




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Published on October 03, 2010 14:34

Sakineh: La horca por compasión. Por Mikel Ayestarán.

En ABC.


El gobierno iraní ha decidido ser "compasivo" con Sakineh, después de haberle propinado doscientos latigazos, y de condenarla a la lapidación, ha cambiado esta última decisión por el horcamiento. ¡Qué compasivos!



Filed under: Política, Religión, Sociedad Tagged: Irán, Mammoud Ahmadineyad, Sakineh Mohammadi Ashtiani
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Published on October 03, 2010 07:45

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Zoé Valdés
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