Krishna Avendaño's Blog, page 2
April 25, 2024
El invierno de Murakami: La ciudad y sus muros inciertos
Murkami es un autor que muy rara vez da explicaciones. Sus obras, por lo general, toman por asalto el mundo desarraigado de la posmodernidad individualista y lo imbuyen de una extrañeza surreal que, en su despliegue y confusión con el presente fenoménico, desvela la oquedad del progreso. Porque esto es la vida en el capitalismo global avanzado: una sucesión de episodios cuya impronta son el tedio y el confort. Abolidos el drama y la tragedia, tan solo restan las reminiscencias. El caso de Japón es particularmente significativo: mientras Occidente luchaba por rehacer su hegemonía durante los estertores de la Guerra Fría, el país de los Yamato se erigía en una de las mayores potencias económicas. Se escribían manuales sobre el segundo milagro japonés —siendo el primero su precipitada industrialización en el periodo Meiji—, las empresas occidentales se desvivían por incorporar a su estructura las prácticas de management nipón, y corría el rumor de que el Palacio Imperial valía más que la economía de California. Y de repente, la burbuja se pinchó. Japón entraba en una depresión deflacionaria cuya duración y consecuencias no sospechaban los que hasta entonces vivían intoxicados por el humo de la prosperidad: tres décadas de estancamiento, un sistema bancario esclerótico, el mayor déficit del mundo, suicidios a la alza y el desplome de las tasas de la natalidad. En ese país de viejos y de jóvenes alienados que apenas se reproducen, no sorprende que un melancólico y desarraigado crónico como Haruki Murakami se erigiera en la voz preminente de la literatura popular.
Acaso nada fuera tan molesto para las élites que la levedad posmoderna de un aficionado al jazz conquistara no solo las librerías de Japón, sino las del mundo entero. No hay sorpresa en ello. El mundo de Murakami refleja con pulso melancólico la realidad genérica de los sitios que la globalización ha devorado y, deliberadamente, desprecia los tropos asociados al espíritu Yamato: Japón es una vaguedad en el misma de una globalidad homogénea, Tokio podría ser Nueva York y Toru Watabe llamarse John Smith porque en el ámbito de lo moderno la particularidad y el arraigo son las primeras víctimas. Quizá también ello explique el boom de la literatura menor frente a su contraparte más intelectual y comprometida. Me refiero a esa que con frecuencia es adaptada al 2D y cuyos temas son, casi siempre, la fantasía, las batallas, la comedia romántica, el slice of life, los predicamentos de adolescentes atribulados y la obsesión por renacer en mundos alternos —el isekai—. En pocas palabras, escapismo para jóvenes extraviados que no saben relacionarse los unos con los otros. Solo uno de los grandes lo entendió hacia el final de su vida: Kenzaburo Oe, otrora crítico de Murakami, comentó, no sin despecho, en su novela ¡Adiós, libros míos! que los escritores habían fracasado y que cultura ya le pertenecía a los directores de anime. Él mismo, en un acto de rendición, seleccionó y premió un libro que en nada se diferencia de una novela ligera convencional y que se llevaría al manga (Los atajos de Yuuko). Y el propio Murkami, que no alberga gran simpatía por estos géneros, es acaso el más prolífico de los autores del isekai: un testamento a la renuncia de este mundo globalizado sin mayor interés.
La ciudad y sus muros inciertos es su última incursión en la novela. Precisamente porque muy rara vez se toma la molestia de explicar algo sobre sus libros, y cuando lo hace siempre es con años de distancia, sorprende la inclusión de un epílogo que, en rigor, solo puede leerse como una justificación. Práctica que, sobre todo, suele verse en la consabida novela ligera. Lo que este colgajo revela es algo que cualquier conocedor del universo Murakami puede advertir en las primeras cinco páginas, que La ciudad y sus muros inciertos no es más que una variación de una novela que publicó en los años 80 como respuesta al fracaso de un relato breve: El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas. Alguna vez dijo Álvaro Enrigue que las novelas, en último término, son cuentos que han fallado. Para Murakami esto es particularmente cierto: Norwegian Wood, El fin del mundo... y Crónica del pájaro que da cuerda al mundo son versiones agrandadas y laberínticas de cuentos que necesitaban expresar más. Los resultados, por lo general, habían sido satisfactorios, si no es que exquisitos, como lo atestigua la Crónica…, que es, con diferencia, la mejor de sus obras. La ciudad y sus muros inciertos, sin embargo, adolece de un mal que aqueja a Murakami desde que con 1Q84 puso el sello a su carrera. Luego de ese monstruo de mil páginas, todo lo que ha publicado cae en el ámbito de la autoparodia: Los años de peregrinación del incoloro Tsukuru Tazaki es un melodrama de autoayuda, sin la intensidad ni la sutileza que caracterizó sus obras realistas (Al sur de la frontera, al oeste del sol, Norwegian Wood), donde la melancolía y la tristeza están el servicio de sí mismas, y por lo mismo es cursi; con setecientas páginas, La muerte del Comendador es una versión impotente de la Crónica; La ciudad... no solo versiona El fin del mundo..., sino que también invoca a Kafka en la Orilla.
Para un autor como Murakami, un estilo torpe es peor que la repetición de temas, y eso se debe a que, en rigor de verdad, no es sensato esperar que de su pluma se desprendan nuevas aristas. Él mismo, aludiendo a Borges, lo confiesa en el epílogo: hay escritores que, por estar casados con un tema, gastan toda la vida en la confección de un mismo libro, y él es uno de ellos. De ahí que sorprenda La crónica del pájaro que da cuerda al mundo: un monumento surreal, pletórico de personajes memorables, en el que se integra el típico extravío del hombre moderno con el recuerdo de las grandes catástrofes del siglo XX. La pluma de Murakami nunca ha sido la más elegante, sus símiles van de lo obvio a lo ridículo, y sin embargo funcionaba gracias a su ingenio para crear situaciones sorprendentes, extrañas e intrigantes, su humor absurdo y un prodigioso sentido del ritmo. La ciudad..., en contraste, es artificiosa y aburrida en su pretensión de lirismo. Hay, no obstante, un pecado mayor que los intentos poéticos de quien está vedado al aflato: la mala elección de la voz narrativa. Por qué alguien consideraría buena idea emplear la segunda persona, es inexplicable. Pero no conforme con ello, Murakami no usa esta voz narrativa para llevarte al centro de la acción —como lo hiciera Carlos Fuentes en Aura o en algunas secciones de La muerte de Artemio Cruz—, sino para dedicarte una carta de amor adolescente. Por 150 páginas eres la sombra de una niña desarraigada con un noviecito que solo puede pensar es ti. Es extraño y es cursi. En definitiva, la horca es poco castigo para aquel que usa la segunda persona en narraciones largas. Yo mismo deseo estrangularme en estos momentos. La segunda persona debe estar proscrita.
Por fortuna, la segunda parte de la novela, la más extensa, regresa a la primera persona que tan bien maneja Murakami. Su protagonista no nos es ajeno, carece de nombre, pero lo reconocemos porque es el mismo que lleva 45 años peregrinando la literatura de su creador. En esta ocasión se halla escindido entre dos mundos: el Japón contemporáneo y una ciudad amurallada donde habitan unicornios y gente sin sombra. Hay algo curioso: este hombre ya no tiene treinta años, sino casi cincuenta. El mundo de las murallas y el Japón del siglo XXI se han sumido en un invierno perpetuo. Los paisajes de casi toda la novela son glaciales, los seres humanos también. El protagonista se encarga de una biblioteca, mira la nieve, a una gata que camina solitaria por jardines blanquecinos, ve un fantasma que lleva falda, sostiene conversaciones insustanciales con su compañera de trabajo, come muffins de arándanos en una cafetería donde suena un jazz desangelado, piensa en su novia de juventud y en los unicornios que mueren al finalizar el otoño, el pelo se le cae, bebe un poco de whisky, le da lo mismo si tiene o no erecciones, pero al menos sigue siendo un fetichista de orejas. El caso de las mujeres no es mejor: si antes rezumaban vida o una vocación verdaderamente trágica, las de ahora son treintonas demolidas, esclavas de la inercia laboral, que apenas dicen tres palabras. Murakami, al parecer, también se ha helado.
March 8, 2024
Sobre el declive mexicano y la banalidad de la democracia
Difícilmente se podría encontrar un testimonio más elocuente de la insalvable ruina mexicana que una fotografía de la triada que contiende por la presidencia. Las caras, los nombres y los partidos son distintos, pero las ideas son en esencia las mismas. El oficialismo y la oposición no disputan ideas contrapuestas de lo que debería ser el país. La suya es una contienda por erigirse en el epígono de la moda progresista que ha vuelto del mundo Occidental una parodia de sí mismo.
Es necesario aclarar un par de cosas: ni el declive da marcha atrás ni la "salvación" es posible en este momento de la historia. En realidad nunca lo es, porque el mismo concepto de encausar y redimir por siempre a una sociedad a través de medios humano es bastardear la teología. Pero así, en burdos términos soteriológicos, piensan los líderes, los administradores, los burócratas y también las masas que al depositar sus votos en las urnas alivian por unos segundos su insignificancia. La grandeza de los sistemas políticos es solo temporal, y para ello se requiere de grandes hombres que reclamen para sí las riendas de su tiempo. El de México fue Porfirio Díaz. Unas tres décadas después, Lázaro Cárdenas quiso ser otro. Y en cierto modo triunfó: su visión de lo que debía ser México trascendió de tal modo que casi cien años después este país no es más que la excrecencia de la mitología infame a la que llamamos «nacionalismo revolucionario».
A falta de grandes hombres, no hay nada que frene el declive de las sociedades. El colapso es un vector, un camino y una marcha lenta pero incesante. Los individuos, en contra de lo que cree el liberalismo ingenuo, por lo general solo se arrastran en el lodazal de su tiempo y en él sobreviven como buenamente pueden. Algunos triunfan en sus pequeños ámbitos de acción y, al hacerlo, mejoran las vidas de los otros. Quizá esto sea lo único que importe.
La conclusión lógica de este diagnóstico es la futilidad de la democracia en la mayoría de los casos. Su relevancia es, en todo caso, pragmática. Y desde luego la participación no es un imperativo categórico: el hombre es un ser social, pero nada lo obliga a contribuir a los asuntos públicos. La aritmética ciudadana sería trascendente si es que el desvarío de «la voluntad general» fuese una teoría válida. Pero no lo es. En el ámbito de lo político, la única verdad es el poder. Cómo se conquista y cómo se mantiene son cuestiones accesorias. Atatürk tenía razón: la soberanía se arrebata (y el resto es una nota al margen). Ir a las urnas puede tener sentido práctico cuando se necesita legitimar a un gran hombre —la vía pacífica siempre es preferible— o, cuando menos, a un administrador competente. Pero México carece de ambos. Lo que tiene es a un pelele rancio al que seguramente le seguirá el interregno de una señora sin voluntad propia (gran logro del feminismo). La oposición no es mejor ni más digna. El slogan de su mascota más reciente, la procaz Xóchitl Gálvez, podría ser "el progresismo soy yo", con todo lo que esto implica: la perversión del lenguaje, el travestismo como nuestro más alto valor, ginecocracia, inclusión forzada, fronteras abiertas a poblaciones hostiles y esa extraña obsesión norteamericana con negrear la historia. Lejos ha quedado el consuelo de una visión económica responsable por parte de la mal llamada derecha (progresismo edulcorado): lo que hoy interesa es promover energías verdes y poco rentables, un satélite en la órbita, tantos subsidios como sea posible. Sobre el tercer fantoche que aparecerá en las boletas no es necesario opinar.
Ya que en las próximas elecciones solo se pone en juego quién administrará el declive, el único acto auténticamente moral es la apatía política y vivir lo mejor que uno pueda mientras todo lo demás implosiona. A estas alturas, ni México ni Occidente merecen mi consternación.
December 29, 2023
El niño y la garza
Antes de su proyección en las salas de cine, poco y nada se sabía de la que, supuestamente, sería la última película de Hayao Miyazaki. Retazos, el esbozo de un pájaro azulado, un título, la promesa de que la carrera de una leyenda tocaba a su fin, y poco más. Ahora que la película ha dado vuelta al mundo escasean las palabras para describir el galimatías que es El niño y la garza. No es la perplejidad silenciosa de quien ha visto la gloria, es la mudez de quien solo atina a sentirse confundido e incluso traicionado. El estupor que causa El niño y la garza solo se puede rastrear en el peor de los crímenes en que puede incurrir un director: la incomunicación.
Hubo una época en que Ghibli vendía mejor sus espejismos. El viaje de Chihiro, no la más entrañable pero sí la más popular y más laureadas de las obras de Ghibi, no relata nada interesante, pero es de una factura tan vívida y trepidante que uno se olvida por momentos de la oquedad que tras de ella se oculta. La película, pese a sus limitaciones narrativas, exuda vida. Se trata de una fórmula que Miyazaki venía empleando desde sus años de Laputa, y es la correcta para quien escasea de genio escritural: a falta de historias interesantes, la imagen y el ritmo han de imponerse. La forma como sucedáneo. El estilo como justificación.
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El niño y la garza se pretende más sofisticada de lo que es. Su esencia es el tedio, su estructura un enredo, su mensaje un hato de veleidades. La principal virtud de Miyazaki, la imaginación de mundos inverosímiles, cae aquí en el ridículo. Poco importaría que por enésima vez en la filmografía del nipón un niño viaje a una realidad paralela, digamos hacia una tierra laberíntica regida por una monarquía de pericos y un Albert Einstein aficionado al Jenga, si la travesía llevase hacia algo significativo, trascendental, a esos pasadizos del trágico espíritu humano que solo se desvelan por medio del quehacer artístico. Aquí, sin embargo, están todos los vicios del peor Miyazaki: personajes blandos y olvidables subsumidos a una pretendida enormidad visual; una trama simple y más bien tramposa que se escuda a la sombra de un arte francamente caduco —de los festines de Chihiro ya solo queda pan con mermelada y tripas de pescado—; las típicas actuaciones acartonadas que en nada ayudan dar vida a los pobres diseños de Ghibli. La animación, en rigor vetusta, tampoco es la gran cosa. Mucho se habla y se mienta sobre los métodos artesanales, el dibujo a mano, el cuidado y la grandeza de antaño, cuando lo cierto es que el CGI, cuando se nota (que es casi siempre), abarata el producto final. Los fieles de Miyazaki no están dispuestos a aceptar que el genio ha quedado desfasado, y todo debido a su terquedad.
Una crítica común al anime contemporáneo es el “síndrome de la misma cara”: diseños uniformes, calcos, modelos en 2D que no hacen sino replicar arquetipos. La misa enfermedad que Ghibli ha padecido desde su nacimiento en los años setenta. Si Miyazaki y sus cofrades se ven absueltos no se debe a la honestidad intelectual, sino por el fanatismo ciego. Mientras tanto, estudios como KyoAni han logrado elevar el anime a lo inusitado. Un concierto de Hibike! Euphonium o una OVA de Violet Evergarden consiguen crear mundos con los que Ghibli ya solo puede soñar. Un autor de pésimas historias, pero esteta de primer orden, como Makoto Shinkai ha elevado la animación a niveles que está vedados al inerte y vetusto Miyazaki. Quizá el acento teleológico de nuestra posmodernidad sea una farsa, pero en cualquier caso es un hecho que el tiempo y la técnica avanzan, se imponen a pesar de la estulticia de un hombre que ya solo sueña con antiguas cumbres.
Seré franco. Miyazaki y Ghibli son un relato de gloria que nunca he comprendido, una mitología inasible. Si hubo buenos filmes, estos salieron casi siempre de la visión de Isao Takahata. La tumba de las luciérnagas, que acaso en muchos imaginarios sea el barco insignia de la animación japonesa, es superior en casi todos los aspectos a su contraparte escrita. Cosa, por lo demás, poco frecuente en el campo batalla del arte. ¿Puede la voluntad de un hombre, el director, elevar la imaginación de otro? Takahata fue capaz, incluso omitiendo esos aspectos escabrosos, terribles, profundamente trágicos y humanos que atravesaban al original: el incesto, la perversión, el hambre de carne que el hombre aun profesa ante su desolación. La tumba de las luciérnagas, pese a la entendible censura, triunfa porque es ante todo un relato del desarraigo y la derrota en el que, sin embargo, se demuestra que el hombre, en su tragedia, es una criatura que en su afán de supervivencia todo lo desafía, incluso si es su propio fin.
El niño y la garza busca la empatía fácil. Los bombardeos aliados han arrasado el hospital donde duerme la madre del protagonista. Y luego nada. La vida continúa, el padre del héroe se casa con una mujer idéntica a su vieja amada, se mudan a la provincia, el niño se arrastra por los días con la inercia de quien únicamente sabe sobrevivir, una garza antipática se aparece, hay una torre, un terreno prohibido, un mundo paralelo en su interior. Los japoneses disfrutan este género de historias. Murakami las ha contado múltiples veces, en ocasiones con fortuna (Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, su obra maestra), en otras de manera desafortunada (La muerte del Comedandador). Cuando uno despierta del sopor, tras sobrevivir al paso de caracol con que avanza el filme, lo real y lo histórico pierden todo significado. Ha sido en vano el fantasma de la guerra. Lo que importa son las bandadas de pelícanos hambrientos que, a falta de peces, devoran almas humanas; un reino que rige un rey perico; un Einstein, tal vez un reflejo del artista, que acomodando juguetes pretende poner en orden a su mundo irreal. Miyazaki quiere transmitir un mensaje: afronta el mundo, acepta su dolor, vive, construye. Pero falla: la amenaza se ha disipado, el drama humano se reduce a los conflictos escolares, la guerra y sus consecuencias no interesan. Y lo peor, al espectáculo le sobran cuarenta minutos.
Miyazaki solo tiene una producción genuinamente buena: Mononoke Hime. Algunas regulares, como Kaze Tachinu, y otras, como Chihiro, que sin narrar nada de interés al menos tienen la cualidad de activar la secreción de oxitocina por dos horas. El niño y la garza es una receta para el coma.
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November 25, 2023
El primer pájaro del mundo
Con diez años Iria Krilsdievsfrei vio al primer pájaro del mundo. Su plumaje de hielo reflejaba la claridad del cielo desnudo, el bronce y la plata de las lunas vagabundas que ya se ocultaban tras la pantalla del alba y el oro solar que, con timidez, se anunciaba desde el oriente. Cantaba como quien lo ha perdido todo y, ya sin fuerzas, musita sus últimas plegarias: trinos ahogados, apenas más sonoros que la brisa, invocando al invierno. Al advertir la presencia de Iria, el pájaro interrumpió su balada y fijó los ojos en los de ella. Ahí, en esas pupilas, Iria vio la noche, una noche honda, sin salida, y alrededor de esta las aguas del primer deshielo. Las montañas en el horizonte, la maleza que reptaba por sus tobillos, la piedra que se le había enterrado en un talón, la tierra y el aroma a humedad, las hojas muertas, los árboles e incluso el ave habían desaparecido. Iria se halló sola en la vastedad del silencio. Frente a ella se desplegaba un lago celeste cuyas aguas se derramaban en un pozo negro que todo lo devoraba. Tuvo miedo, pero también una urgencia irrefrenable: debía cruzar las aguas y alcanzar el centro.
Volvió a oír el canto del ave, ahora una sinfonía confusa, insoportable: cada nota era una historia, un relato total, la novela definitiva, el peor de los libros, el recuento largo, obsesivo y espiral de todas las cosas, el testamento de cada ser que ha sentido. Iria lo padeció todo: la apatía y el tedio cotidianos, la impotencia y la furia, el deslumbramiento, la congoja, la risa, la vergüenza y el orgullo, el terror y la desazón de los que no comprenden su tragedia, la fascinación de quienes la entienden y la piden a gritos, la suma completa de los éxtasis ocasionales. En esas páginas también leyó los peores versos y conoció la poesía que abre ventanas, resquicios, hendiduras hacia lo insondable, y oyó, entre los rumores de cada pensamiento, las armonías y las disonancias de todos los lenguajes, los balbuceos del primero en hablar, la sílaba que lo sellará todo.
Sobre la superficie del lago contempló el reflejo y las estelas de un estallido y la silueta insondable de lo que había antes de que el tiempo y las cosas se formaran. Aparecieron de pronto el espacio, el vacío, el caos, la materia, la negrura cuajada de estrellas rabiosas y una roca desolada que poco a poco fue mutando. Todo sucedía a la vez: el surgimiento de las aguas y la última lluvia, los estragos que dieron forma a los continentes y la deriva que ha de destruir sus formas, los truenos y el silencio, la furia de montes encendidos, el temblor de la tierra y sus fracturas, la aparición y eventual muerte de los árboles, las bestias y los hombres. Conoció los ciclos sin fin del ascenso y el declive, oyó el relato de todos los posibles dioses, los mitos y sus transfiguraciones, entendió las ciencias que ya nadie recuerda, vio el último descubrimiento, aprendió las palabras que se han extraviado y asistió al fin de su propio lenguaje.
La negrura en el centro del lago seguía llamándola. Antes de avanzar, tanteó la superficie con un pie solo para comprobar que el agua había desaparecido. Era principios de invierno, la tierra estaba fría, la niebla se arrastraba por los campos como si el cielo se hubiera echado a descansar sobre la hierba, la escarcha blanqueaba las hojas y las piedras. Briznas de pasto y maleza volvían a cosquillearle los dedos de los pies, el aire a refrescarle la cara, el silencio asfixiante de las cumbres la envolvía una vez más. El sol pálido que se asomaba por el este disipaba los últimos rastros de la madrugada. El prado volvía a ser el mismo que visitaba todas las mañanas, y también lo eran sus anodinas peculiaridades: un altar de piedra sobre el que ya nadie dejaba ofrendas —casa de un dios abandonado—, doce ciruelos erguidos en un semicírculo, un extraño odre colgado de las ramas de un almendro, huesos y restos de comida. El pájaro seguía en la copa del árbol, pero ya no cantaba ni veía a la niña que lo observaba. Cuando Iria amagó con acercarse, el ave extendió las alas y, sin más, emprendió el vuelo dejando tras de sí una estela de nieve fina.
***
En los Sótanos del Cielo la primavera era tiempo de celebración y nostalgia. Las flores blancas de los ciruelos se ofrecían como símbolos de una abundancia efímera y presagios de heladas venideras. Nacimiento y declive, fugacidad y destino, la vida entera estaba contenida en el alvar, el árbol sagrado de los mrüsinde. Los pinos, por comunes, apenas detentaban significado. Había una excepción: un árbol albino cuyas hojas permanecían nevadas sin importar el calor y el paso de las estaciones. Se volvió objeto de reverencia y de incertidumbre. ¿Qué causó que el pino de los Bindersbrond, antes verde e irrelevante como todos los pinos, se tornara lívido y así permaneciera tras uno de los inviernos menos memorables de todos, el de 7459, cuando las ventiscas apenas hicieron estragos y las aguas apenas se congelaron? Iria conocía la respuesta porque pudo ver al primer pájaro del mundo reposar entre sus ramas, y cuando éste se fue vio también la escarcha que trepaba por la corteza y los copos que se acumulaban entre las ramas y las hojas. Pero no dijo nada. Ese sería su secreto.
Cerrar la boca, encerrarse en uno mismo, fingir desapego, desconfiar siempre del extraño, ¿no es acaso la esencia del mrüsind? Esas eran las cosas que enseñaban los mayores a los niños. A veces también hablaban de la injuria, del éxodo, de una rabia inextinguible, de la impotencia, de cómo las montañas se fueron vaciando, primero por la huida de los que quisieron conocer otras geografías y más tarde por la llegada del invasor. El silencio mantenía con vida a los mrüsinde, la palabra los acercaba a la muerte. Con diez años, Iria no tenía más remedio que interpretar el mundo y lo que la rodeaba a partir de lo que susurraban las personas de más experiencia. Aquella era una realidad escabrosa y enferma: un rey, hacía unos cien años, había abandonado a un dios falso por otro dios farsante y en el proceso había vendido sus tierras, que, desde luego, incluían a familias enteras; en revancha, algunos desquiciados habían descendido de las montañas para matar a los varones extranjeros y preñar a sus mujeres con híbridos estériles que luego serían abandonados; habían ardido árboles y templos; las aguas de los pozos amanecían envenenadas; y los dioses no hacían nada al respecto. Mientras oía esas historias y veía cómo la furia arruinaba las facciones de los adultos, en la mente de Iria fermentaba una idea que la acompañaría por el resto de sus días: el tiempo es un veneno lento.
Quizá por ello anhelaba pocas cosas. No pensaba en términos de patria, ni de complicadas teologías; no deseaba banderas ni himnos marciales, tampoco a un rey ni a un héroe, sino los prados, la nieve y el horizonte. Ante sus ojos, los caprichos de la gente apenas interesaban. Ellos eran muy poca cosa ante Enäm, el mundo que, sin ceremonias, se presentaba ante todos tal cual era: vasto, generoso, cruel y despiadado por momentos. Rehuir de las personas le parecía lo más natural, sus coetáneos la aburrían, detestaba la cacofonía de las voces. Escapaba. De la amistad, de la cordialidad, de la bulla, de esos vecinos y extraños que casi todos los días peregrinaban la casa de su padre en busca de consejos, propuestas matrimoniales, ideas para una insurrección y los dioses sabrán qué otras cosas. Krilsdiev, por fortuna, le permitía marcharse. Entonces seguía los caminos sinuosos del pueblo y se convencía de que, en efecto, su corazón tan solo exigía esas tierras que hacían frontera con las nubes, las vistas magníficas y aterradoras que se dibujaban al filo de los precipicios, las laderas escarpadas que los kyre1 escalan con gran habilidad, y sobre todo las posibilidades que ofrecían las sendas que el viento, los animales, los hombres y quizá los dioses trazaron centuria a centuria en la tierra.
Eso decía, pero la realidad es que solía regresar al mismo sitio. Un acantilado al poniente del pueblo donde se despliegan estructuras que personas anteriores a nosotros habían dejado ahí y de las que solo quedan pilares, muros semidestrozados, escalinatas, caminillos de piedra y una torre que quizá en otro tiempo fuera un observatorio astronómico. Iria escalaba hasta el punto más alto, donde pervivían los escombros de una casa, un templo, un palacio, nadie lo sabía, nadie se había interesado en investigarlo. Pastos y flores diminutas crecían entre la piedra, escondiendo los garabatos ignotos con que los antiguos escultores habían firmado su obra. Iria se sentaba sobre el Alféizar de los Suicidas. Así lo llamábamos porque se erigía sobre el borde del acantilado. El abismo, sin embargo, revelaba que a esta ciudadela no la habían erigido desesperados, sino hambrientos: las laderas de la montaña eran largos escalones artificiales, construidos por hombres y no por vientos milenarios, que funcionaban como terrazas donde los antiguos cultivaban hortalizas. Eso se sabe porque el método pervive.
Recuerdo un encuentro en particular. Nada más sentarme a su lado en el alféizar, Iria alargó la mano y rozó mi párpado izquierdo con el índice. ¿Por lo menos ganaste?, preguntó sabiendo de antemano la respuesta. La empujé con el hombro. Por supuesto que no, respondí. Pobre, pobre Šogansfraw, se burló, su índice recorriendo el perímetro de mi ojo cerrado y amoratado. No me jodas, dije, la tomé de los hombros y la tendí sobre la piedra. Se rio. Era un día de verano, tranquilo y apenas cálido como suelen ser en los Sótanos del Cielo. Lejos del vagmarvrwik2, un soplo de brisa empujaba los cabellos plateados de Iria en dirección del abismo. Ella, sin resistirse, miraba impasible mi único ojo sano. ¿Qué vas a hacer?, preguntó. De qué hablas, dije. Tomó aire y respondió: De las palizas que tu hermano y nuestros papás llaman entrenamiento. Aflojé la presión a sus hombros, pensando que Iria, aunque no terminaba de entenderlo todo, estaba en lo cierto: la mía era una situación inviable. Y, sin embargo, necesaria. Se requería de hombres preparados para la batalla que liberaría estas montañas. ¿Cuándo se daría la revuelta? Primero había que amasar una fuerza lo bastante grande para hacerle frente a los invasores. A tales efectos, Krilsdiev y su lugarteniente, es decir mi padre, se dieron a la tarea de reclutar a los varones de este y otros pueblos aledaños.
Es casi seguro que el movimiento no hubiera ganado popularidad de no ser por el árbol nevado. Hasta ese momento parecía que la historia de estas tierras había alcanzado su conclusión. Un imperio benevolente, que por lo general toleraba nuestra forma de vida, había vencido. Los dioses habían dejado de obrar prodigios y, en consecuencia, los mrüsinde empezaban a olvidarlos. El propio Krilsdiev apenas se molestaba en dejar cada cierto tiempo un odre lleno de aguardiente cerca del altar familiar, nunca sobre este, como si le dijera al dios olvidado que si quería alimentarse tendría que hacerlo por su cuenta, igual que todos los mortales. Por lo general el odre amanecía vacío, pero nada sobrenatural sucedía. Todos daban por hecho que no eran los dioses, sino los borrachos del pueblo quienes se beneficiaban de las ofrendas. A decir verdad, las cosas marchaban bien: de vez en cuando un recaudador de impuestos se aparecía por el pueblo, llegaba algún funcionario a pronunciar un discurso o nos visitaba una comitiva del gobierno buscando trabajadores. El único interés que tenían estas tierras estaba en que representaban un paso natural entre el sur y los reinos del norte del continente. Solo aquí la cordillera se adelgazaba los suficiente para que los vrwize, un pueblo de valles, costas y estepas, se adentraran a los confines septentrionales de Aila. El oeste, dominado por la Liga Istenista, no era opción. El este era vigilado por moles aún más elevadas, inviernos perpetuos y rumores del vrtawus, una bestia alada que, se dice, solo vive para devorar al hombre. Se esperaba que en una década se abrieran nuevas rutas comerciales y que las tierras altas se integraran a la gran metrópolis eltarana.
La aparición del árbol de nieves perennes renovó la creencia en los milagros, en un dios que no estaba dispuesto a abandonar a su pueblo y en algo incluso más inverosímil para estos tiempos de derrota y hartazgo: aún había hombres dispuestos a empuñar las armas y conducir a su gente hacia la libertad. Sobre Krilsdiev corrían muchos rumores, a cada cual más ridículo: se decía que oía voces divinas, que en sus venas corría la sangre de Arlion, el gran héroe de nuestros mitos, o que directamente era su reencarnación. Los más fanáticos encontraban ofensivas esas habladurías: Krisldiev, afirmaban, no podía ser reducido a categorías mundanas. No oía a los dioses porque le hubieran concedido una gracia especial, es que él mismo era un dios que se había encarnado en un eryn.
Yo solo veía hombres desesperados, y sospecho que Krilsdiev, en su fuero interno, también. El pudor y quizá también algún resabio del antiguo temor a los dioses le impedía confirmar las habladurías, pero el pragmatismo le aconsejaba que lo mejor era no desmentirlos. Desde las deportaciones del año 7456, las poblaciones mrüsinde de la cordillera se habían hundido en la desesperanza. Los que quedaron sobrevivían por pura terquedad, por ese imperativo biológico de avanzar con la mayor lentitud posible hacia la muerte. El eryn es particularmente obstinado: apenas envejece, tiene poco interés en el tiempo, cambia muy poco de ideas, detesta las reformas, sus lenguajes permanecen intocados por siglos, se conforma con las pequeñas comarcas que habita, suele desconfiar del mundo, de sí mismo. Krilsdiev no. Su sola presencia recordaba las mitologías, encendía la fe que se creía perdida. El vagmarvrwik confirmaba que el tiempo de los eryne había llegado.
—No tengo interés en suicidarme —proclamé con desinterés, tumbado bocarriba, las manos en el vientre, los cabellos de Iria cosquilleándome una mejilla—. En este pueblo no hay más alternativa que la lucha. Aprenderé a sobrevivir, a soportar las palizas, a defenderme. Quizá consiga vencer un día a mi hermano.
—Podrías huir, dejar la espada, dedicarte a otra cosa —sugirió Iria.
—¿Y arruinar mis perspectivas de matrimonio?
—Hay mujeres de sobra en el valle.
—El valle no tiene a Iria Krilsdiesvsfrei Bindersbrond.
—¿Por eso peleas, por mí? No me halagas. Debe haber algo más grande que un matrimonio concertado.
—¿Qué cosa?, ¿estas montañas, estas ruinas, estos dioses que no hablan pero que quieren nuestra sangre?
—¿Y el hyrelv?3
Esa fue la primera vez que oí a Iria mencionar al primer pájaro del mundo, el pájaro de hielo. Conocía el mito por culpa de los viejos ruidosos que de vez en cuando mi padre invitaba a la casa. La renuencia de Krilsdiev a revelar con cuál de todos los dioses se comunicaba propició el clima perfecto para la especulación. Esta era particularmente fructífera gracias a que no se puede hablar de una teología mrüsind sistemática; los relatos varían de montaña a montaña, las deidades cambian de nombre y de funciones, los ritos difieren según el pueblo. Una leyenda apuntaba a la existencia de un ave primordial de nueve alas y nueve colas que arrastraba al sol a través de la bóveda celeste, siguiendo una ruta oblicua que el Único trazó al principio de los tiempos. Otra versión, menos ofensiva desde la perspectiva astronómica, narraba la lucha entre cuarto aves primigenias —una de luz, una de aire, una de fuego, una de hielo—, que el Creador había confinado a esta jaula, nuestro mundo; de su lucha incesante resultaban las estaciones.
—Pelear por un pájaro imaginario...
—El hyrelv es real —afirmó.
—¿Y ese pájaro invisible le dijo a tu padre que era hora de hacer la revolución?
—¿Por qué migran las aves, Woran? —preguntó con tal seriedad que decidí suprimir las ganas de seguirme burlando.
Había mitos al respecto. La mismísima suerte del valle y de estas montañas está relacionada con la leyenda de esas aves que vienen del norte para devorar los frutos venenosos del kastvrwik. Criaturas fronterizas, se decía que tenían la facultad de acceder tanto al mundo de los hombres como al de los dioses. Repartían bendiciones, traían desgracias, anunciaban la gloria, cantaban a la tragedia.
Preferí no invocar la mitología y, a la pregunta de Iria, respondí de la manera más razonable que se me ocurrió:
—Para buscar tierras más cálidas.
—¿Y qué ven cuando viajan?
—Las nubes, el sol, qué sé yo.
—También nos ven a nosotros, lo que hemos construido, las huellas que dejamos. Lo han visto todo desde que el tiempo es tiempo. Son los ojos de Dios.
—Vaya.
Iria rodó sobre su costado y apoyó la mejilla sobre los antebrazos. Traté de no verla a los ojos. El cielo despejado, con el espectro de sus dos lunas a mediodía en el cenit, me produjo vértigo.
—¿Qué haces aquí?, ¿a qué viniste? —preguntó.
—A verte —respondí.
—Esa es una razón, pero no la única. Estás harto, yo lo sé. Necesitas un respiro. Ya no quieres pelear, y mucho menos por este pueblo.
—Supongo que estás en lo cierto —suspiré. La cara me punzaba, apenas veía con el ojo derecho, probablemente se me había aflojado un diente y quizá tuviera un par de costillas astilladas.
—Las aves también necesitan reposar después de un gran viaje. El destino de las personas les es indiferente mientras haya árboles.
No supe qué decir sin sonar antipático. Por supuesto que a las bestias no les interesa lo que hagan los hombres.
—Papá no vio nada —reveló.
—Cómo lo sabes.
—Porque yo vi al pájaro de hielo y él me vio y después vi todo, vi los días, las noches, te vi llegar, oí esta plática y todas las que tuvimos y que tendremos y ya el futuro es para mí puro recuerdo, pero también bruma, una ruina, escombro sobre escombro, una escritura indescifrable, la música que solo el creador oye, el hondo silencio de cada corazón vacío, y vi partir al ave y vi la nieve coronar la copa del árbol, las hojas tonarse en hielo, el tronco cubrirse de escarcha, las raíces congelarse.
No resistí más y giré la cabeza con tal de ver a Iria cara a cara. Sonreía con una malicia deliciosa. Los colmillos sobresalían, acechantes. Los rayos oblicuos del sol le encendían las pecas, gotitas de sangre, la sangre de la presa que ha devorado.
—Deja de joder —le dije, turbado, inquieto, ansioso, el corazón a mil, fingiéndome estólido.
—Jamás —respondió, inocente, los ojos entrecerrados—. Este mundo es una burla. La burla de los dioses.
1Especie de felino parecido al lince.
2Árbol de nieve, de vagamar (nieve) y vrwik (árbol)
3Pájaro de hielo, de hyr (hielo) y elv (ave).
November 6, 2023
Le dedico mi silencio - Mario Vargas Llosa
Es adecuado, metafísicamente correcto, que un peruano que conquistó la literatura, dos academias de la lengua, el premio Nobel y hasta tres nacionalidades, se retire con senda huachafería. Hace tiempo sabemos que el último Vargas Llosa poco tiene que ver con el autor de esas obras maestras que, en su cruzada por renovar el lenguaje, todavía aspiraban a la novela total. Su última incursión en la épica apareció poco después de que lo laureara el rey de Suecia. El sueño del celta, que narraba la incursión de Roger Casment en el Congo Belga y su gesta contra el yugo con que Inglaterra sometía Irlanda, fue un periplo más bien atropellado, irregular, a tramos soporífero, que anunciaba el cansancio de un novelista que ya solo podía recordar esos instantes de éxtasis en los que consiguió atisbar esas alturas reservadas para los genios. Nada más apropiado que Tiempos recios, penúltima novela del peruano, en la que retoma y termina de ajusticiar a un personaje de La fiesta de El Chivo. ¿Qué hace un escritor que a sí mismo se sabe mitológico y, al mismo tiempo, más mortal que nunca? La respuesta, desde luego, es volver a su propia Ítaca. Agotado, trastabillante, el peruano universal, muchas veces renegado, sabe que regresará a los acantilados miraflorinos para no volver más.
Con Le dedico mi silencio, Varguitas apuesta por una estrategia poco novedosa, típica de ese marasmo impreciso de la posmodernidad, que consiste en hibridar la narrativa y el ensayo1. De un lado, la historia de un periodista vuelto narrador, de otro reflexiones entorno a un tema que solo podrá interesar a unos cuantos: el vals peruano. En medio, una hipótesis improbable: será la música popular, y no la política y la economía, lo que en último termino hermanará al pueblo fratricida en que se había tonado el Perú de los años ochenta. El resultado, igual que el libro que mil veces rescribe el protagonista, es desigual e insatisfactorio. Sobre todo en el primer tercio de la novela, los pasajes enciclopédicos en torno al valsecito incurren en ese pecado que tanto irritaba al joven Vargas Llosa: la acumulación innecesaria de páginas. Lo que interesa son las desventuras de Toño Azpilcueta, un filosofastro idealista, escribidor de tres al cuarto, maniático con pavor a las ratas y tal vez a los cuyes, que sueña con elaborar una teoría social en cuyo centro se halle la música popular, de la que un negrito ignoto, Lalo Molfino, sería la apoteosis.
Huachaferías ya había escrito Vargas Llosa: los pasajes sentimentales de Lituma en los Andes son huachafos —necesitaban serlo de cara a la barbarie—, Don Rigoberto es a final de cuentas un huachafo con pedigrí, el enamorado de Travesuras de la niña mala padece de la huachafería del latinoamericano que romantiza sus tragedias, El héroe discreto es un melodrama huachafo. Solo hacía falta una teoría unificada de la huachafería. No solo por fin la tenemos, sino que las páginas en las que Varguitas desarrolla el concepto son las más gloriosas. Peruanismo que, por lo demás, siempre encontré fascinante desde mi accidentada mexicanidad. No fui el único afectado. Algún escribidorzuelo a quien tuve el mal tino de iniciar en las letras llegó a ganar un concurso con un libro de cuentos en el que sus mexicanos enamorados usaban las palabras "huachafo, huachafería" con la facilidad de quien invoca güeyes, chales y chinga a tu madres. El juego de apariencias tiene mucho de huachafería, afirma Varguitas, pero no parece que subsumir lo huachafo al kitsch, como hizo ese bastardo mío —los personajes, escritores gays, bebían tecito inglés y usaban sandalias de jebe—, sea exaltar lo huachafo ni huachafear la escritura. Es simple ridiculez. Quizá sea cierto, como quiere creer Azpilcueta, que solo el alma peruana entiende genuinamente la huachafería. Los demás somos navegantes de la cursilería, y pocas cosas hay tan cursis, tan patéticas, que el mariachi.
Aunque no tan metaliteraria, Le dedico mi silencio evoca a Historia de Mayta. Un escritor a la búsqueda de un personaje real cuya historia y detalles son tan inciertos que ya solo pueden recrearse por medio de la ficción, un Perú asediado por el terrorismo de Sendero Luminoso, las utopías y su fracaso inescapable. Pero a diferencia de Mayta, donde la opresión y la amenaza vibraban en cada una de sus páginas, Le dedico mi silencio se erige en una comedia liviana, tan ridícula y al final tan divertida que uno se pregunta si la mención superficial al terrorismo no juega en detrimento de la novela, de la Historia misma, la historia que se escribe en mayúsculas, la que recuerdan no los seres ficticios sino la gente carne y hueso. Quizá eso sí que sea una auténtica y redomada huachafería.
Su congénere J.M. Coetzee había hecho una apuesta similar en Diario de un mal año y en cierta medida con su insufrible Elizabeth Costello (que Vargas Llosa eligió en su momento). Mejor librado sale Álvaro Enrigue con su monumental Muerte súbita.
October 20, 2023
Un poema
Al fondo del vacío,
un vaivén de azarosos cataclismos
preludia cada lengua y cada ruina.
Detrás del corazón —el canto trémulo
del tiempo al desgajarse
y este yo que contempla su oquedad:
el nombre impronunciable
que a los días precede,
el eco de esta muerte ya trazada
en el no instante, cuando nada es
ni ha sido.
Ahí, donde se oculta el vendaval
ya agotado y la calma esculpe ocasos
ígneos, se disipan la memoria,
los espejos, las aves, el añil
y la plata que al cosmos encendieron.
Es un cuarto nocturno,
una cruel catacumba, este recinto
que solo me contiene.
Quisiera, si es posible,
un momento de asfixia, un fervor
irrefrenable, una tragedia humana,
conocer el temblor desesperado
ante la finitud,
la zozobra del hombre que navega
el mar de su extinción
y vuelve a su silencio.
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July 8, 2023
Historia universal de la derrota (relato breve)
Aunque este es un relato independiente, se recomienda al lector revisar primero Los árboles del corazón. Ya que los temas del exilio, el desplazo cultural, la muerte de las tradiciones, el burocratismo y la decadencia son universales, no es completamente necesario conocer las particularidades del mundo imaginario en que se desarrolla este cuento. Salir de la Tierra es, en todo caso, una manera de protestar: en un mundo como el nuestro, abyecto y en declive, la literatura y la imaginación se vuelven cada día más inviables. Lo propio es crear mundos alternos y lenguas novedosas, y a través de ellos explorar el tema universal del hombre: la tragedia.
Historia universal de la derrota
Ülhiet išin bworaštü
Vaguedades y aburrimiento, las dos constantes que se aglutinan en la antesala de la memoria. De pronto, surgen una colina, un jardín, árboles cargados de flores blancas, casas viejas y una silueta en la lejanía acercándose por un camino de piedra. El observador: un niño de cinco años al que un tedio infinito lo asquea. No se queja, no intenta remediarlo, lo soporta porque es todo lo que puede hacerse en este vecindario derruido y desolado. Cuando los pasos se detienen, la silueta se pinta de colores y adquiere un rostro de facciones gráciles que el tiempo apenas ha endurecido. La edad se le nota en el semblante alicaído, los hombros cansados, la grisura intermitente de su barba. Un aroma dulzón, distinto al de las flores, envuelve el jardín. ¿Tus papás?, pregunta el hombre. El niño apenas se molesta en alzar los hombros. ¿Tu hermano?, insiste. Misma respuesta: una mirada indiferente y hombros elevándose. Se oye un suspiro, seguido de una noticia celebratoria: Matamos a un goču al amanecer. De una canasta de mimbre saca un amasijo envuelto en tela blanca. Al extraño se le nota orgulloso. Son las mejores vrwinkorpe que vas a probar, dice. Cuando las desenvuelve, el aroma dulzón de la sangre inunda el jardín. Diles a tus papás que son mi regalo de despedida.
Como no alcancé a preguntarle adónde se iba ni volví a oír de él, hube de recurrir a las preguntas. Cuando éstas se toparon con el silencio de los adultos, me refugié en la imaginación. Más tarde hallé los libros. Pero no fue consuelo, porque me encontré frente a la tragedia de la historiografía: lo que la tinta no registra ascienda a la categoría del mito o desciende a las simas del delirio.
Fue en la biblioteca de los Dvendr donde descubrí la obra más importante de mi formación intelectual. Escrita en tres tomos, Historia universal de la derrota se plantea como un recorrido milenario desde el poblamiento temprano de Zithma hasta lo que su autor, Mahfani Ibasa, denomina la Era de los Retornos: el periodo que comienza con el redescubrimiento del archipiélago y que alcanza su cenit con la vuelta de los barcos a las costas de Ikelos. El análisis de Ibasa descansa sobre la premisa de que el tiempo de los usdare[1] es un compendio de derrotas y que la memoria se estructura en torno a la tragedia. La realidad material será, en todo momento, producto de una catástrofe en constante renovación. La postura de Ibasa es persuasiva porque, como participantes de los hechos, permite explicar las razones de lo que pareciera arbitrario: nuestro pedazo de historia, las conquistas, la decadencia y el nacimiento de las nuevas formas de pensar. Pero sobre todo es una idea atractiva porque a la vez que justifica a los vencedores, ofrece a los derrotados un consuelo postrero: el opresor será oprimido, caerán las torres de la injusticia y sobre sus escombros se elevarán monumentos renovados.
Crecer en un tiempo de ideales desaforados me ayudó a aceptar la tesis ibasiana. El argumento disidente era siempre el mismo: Eltar no merecía seguir existiendo bajo el dominio iskraísta, el valle debía volver a manos de sus pobladores originales. La historia reciente está repleta de altercados que, naciendo del mismo apetito emancipatorio, culminaron en la ignominia. Pienso, sobre todo, en la nefasta década de los sesenta, que vio el Alzamiento de Krilsdiev (7460), la Revuelta de los Nobles (7463) y el Terror de Hrešan (7465-). Un historiador honesto hablaría de guerra civil, pero como lo que tenemos en las universidades son escribidores con miedo a perder su puesto y en el poder a administradores de la cosa pública, no gobernadores en cuanto tales, tan solo se habla de «descontento social», «tensión colectiva» y sandeces por el estilo.
La historia que intento narrar, pero que se me escapa de las manos porque ni siquiera tiene asideros firmes en mi memoria, se remonta a la mañana en que vi aquella silueta avanzar por la pendiente que llevaba hacia mi casa en los Uraturwalü. Mamá había preparado un puré de papas y una confitura de moras para acompañar las vrwinkorpe, mi padre consiguió un tonel de cerveza —el primer vaso lo colocó en el altar familiar y lo consagró a los ürile— e incluso me permitió dar mi primer trago. Mi hermano, normalmente un huraño insufrible, se permitió una carcajada al ver la evolución de mi gesto mientras el brebaje me descendía por la garganta: primero fue la repulsión, luego la curiosidad y por último un mareo delicioso. Parecíamos felices, pero no celebrábamos nada. Más bien se trataba de un festín parecido al que los deudos ofrecen en honor de los que acaban de morirse, una práctica infame, depravada y poco solmene. O al menos así es como la califican los habitantes del valle, creyentes de Isteni e Iskra por igual, para quienes la muerte debe ser ocasión de ayuno y todo género de mortificaciones.
El hombre que nos trajo el cesto de embutidos era una criatura insustancial. Se apellidaba Dval[2], Ževlem[3], Brond[4] o algo por el estilo. Partía junto con sus hijos varones a un lugar impreciso. Antes de irse me preguntó si había oído hablar de Farlostendr. Negué con la cabeza. Es un lugar al norte, me dijo. Lejos, muy lejos, hay una cordillera más alta y terrible que la nuestra, y detrás de ella prados verdes, lagos y campos fértiles hasta donde alcanza la vista. Ahí es donde empezó todo y donde todo continuará. Por eso se llama Farlostendr, la región atemporal. El hombre se levantó, dejando la cesta sobre el pórtico, a un lado de mis piernas. El aroma dulzón de la sangre de goču me hizo agua la boca. ¿Volveré a Farlostendr?, se preguntó al darme la espalda y partir.
Una semana después y en cuestión de un solo día Los Sótanos del Cielo se despoblaron casi por completo. Desde el techo de mi casa alcancé a ver a una fila de hombres y mujeres jóvenes avanzado hacia la llanura en plena madrugada. Tenían las manos atadas y junto a ellos iba un cortejo de militares de caballería[5]. La mayoría eran vrwize, pero también había algunos eryne del valle. Uno de ellos ondeaba una bandera con la insignia del imperio: dos medias lunas plateadas uniéndose sobre un fondo azul profundo. Trataba de localizar a mi padre y al tipo de las vrwinkorpe cuando mi hermano me agarró por los pelos de la nunca y con una ira incontenible me dijo: Presta atención, no los olvides, esos son tus enemigos. ¿Los llevan a Farlostendr?, pregunté. Qué sabes tú de Farlostendr, espetó y en todo el rato, hasta que el horizonte se tragó al séquito, no pronunció una sola palabra más.
Se los conoce como «los que no volvieron», pero también se les puede conferir el mote de «aquellos sobre quienes no hay razones para escribir». Cuántos fueron sacados de sus casas y obligados a emigrar a otras tierras es algo que difícilmente se podrá esclarecer. No conviene saberlo o es que no hay manera: los mrüsinde se negaban a participar de los censos, ahuyentaban a punta de machete a los intrusos, no guardaban registros. Y así como sus números no estaban claros, tampoco formaban una unidad coherente; vivían dispersos en las montañas, encerrados en sus comunidades, tan abstraídos de las gentes del valle como de otros mrüsinde. A veces los pueblos se amigaban gracias a las alianzas matrimoniales, pero la mayor parte del tiempo se trataban los unos a los otros con la distancia de quienes desconfían de su propio reflejo. Hay razones para afirmar que miles, si no es que decenas de miles, sufrieron la misma suerte que la gente de mi vecindario: el imperio necesitaba mano de obra y qué mejor que aprovechar a esos descarriados que cocinan con sangre de goču y hablan el idioma de las aves.
Comprender a cabalidad el episodio resulta tan complejo para el historiador como para el niño que una madrugada vio desfilar a los hombres y las mujeres de su pueblo. En mi cabeza infantil se entremezclaban el mito de Farlostendr, la ausencia del padre, el silencio materno, el enojo perpetuo de mi hermano, la indignación tensa pero silenciosa de los que quedaban y la locura de un grupo de mujeres que se pavoneaban por los Sótanos del Cielo exhibiendo unas cartas que, afirmaban, les enviaban sus esposos e hijos desde el exilio. Sin amistades ni aficiones, pasaba los días entregado a tareas monótonas: ayudaba a mamá a amasar el pan, atendía el huerto, recorría las calles vacías del barrio, hablaba con la üril invisible del altar, que por algún motivo se llamaba Läyþrin —yo le decía Laütrin—. ¿Cómo se podía alcanzar la certidumbre en condiciones semejantes?
Mi padre, Krilsdiev y otros adultos, aunque no todos, regresaron al cabo de tres meses. No hubo grandes recibimientos ni interrogatorios; fue como si jamás se hubieran ido. Los días siguieron su marcha habitual. O eso debía parecer. Precisamente la fachada de la normalidad permitió a Krilsdiev planificar lo que sería su movimiento. Y mientras él ideaba la forma de revindicar a los mrüsinde de esta y otras montañas, yo hartaba a mi padre con preguntas: ¿estuviste en Farlostendr?, ¿viste la cordillera del norte?, ¿te escapaste de los vrwize?, ¿te hicieron algo?, ¿por qué volvió tan poca gente?, ¿qué fue del resto y sobre todo del tal Dval, Ževlem, Brond, ya sabes, el tipo de las morcillas?
—Woran —me calmó mi padre—, nadie va a los lugares que no existen.
—Entonces no estuviste en Farlostendr.
—Lejere čta Farlostendrno[6] es una manera de decir: no sé adónde voy. O en este caso, no sé adónde me llevan —papá hizo una pausa y pensó si merecía la pena abundar sobre un tema que jamás entendería un niño; decidió que sí—: Tu hermano me contó que esa madrugada subieron al techo. ¿Me viste en la procesión?
—No.
—Tu papá es más astuto—se ufanó—, me les escapé, Woran. Por eso pude volver.
Mi padre se libró del exilio gracias a la mediocridad de los burócratas eltaranos. Como tantos otros disidentes que en la resistencia hallaban el sentido de sus vidas, imaginaba estar combatiendo a un enemigo perfecto que, en realidad, solo existía en sus delirios. No comprendía, ni le convenía entender que la decadencia determina el ciclo vital de todos los órdenes sociales, que los gobiernos, sean tiránicos o legítimos, se tornan complacientes y finalmente ineptos incluso para impartir la injusticia. Solo hay que imaginar el descuido, la estupidez y el aburrimiento de esos burócratas que no supieron guardar el secreto de que todos los mrüsinde mayores de doce años serían expulsados de las montañas. En vez de movilizar a las tropas de una sola vez, enviaron pequeñas compañías militares a distintos puntos de la cordillera. Los rumores del éxodo forzoso llegaron con varios días de antelación a mi pueblo. De ahí que el tipo de las vrwinkorpe se diera el lujo de sacrificar el goču y preparar los embutidos; esa no es una labor de unas cuantas horas. Todavía me pregunto por qué se resignó a su suerte. ¿Creía que de verdad lo llevarían a Farlostendr?, ¿estaba cansado de los Sótanos del Cielo?, ¿suponía que si no aceptaba el exilio purgarían a sus seres queridos?, ¿creía que el enemigo representaba el mal absoluto? Mi padre, Krilsdiev y los otros adultos fueron apenas más inteligentes; se refugiaron en pueblos aledaños por los que ya había pasado el ciclón de las deportaciones. Cuando los funcionarios se apersonaron en mi casa y comprobaron que solo estábamos mi madre, mi hermano y yo, un niño de once años y otro de cinco, aceptaron la situación, anotaron algo en sus libretas, se fueron sin hacer preguntas y no volvieron más.
Hasta la fecha sigue sin quedar claro por qué ordenaron la movilización forzosa de los mrüsinde. Contra el imaginario victimista, vale recalcar que las condiciones políticas de la época no invitaban a la concordia. A cargo de Eltar se encontraba Eisibas Šakra, hombre sensible, gobernante mediano, muy amigo de otro inoperante, el rey Varlek III. Se recuerda su gestión por la creación de un zoológico, un jardín botánico, el tendido de calles redundantes que no llevaban a ningún sitio y que hasta la fecha solo sirven para marear a los kastne, vecindarios para los cuales el adjetivo «fantasmagórico» resulta impreciso debido a que en ellos no habitaba ni una sola alma, un par de estatuas ecuestres y muchas otras de jovencitos de ambas especies a medio vestir, y la hipertrofia del aparato burocrático. Eisibas se mostraba indiferente al poder, despreciaba los asuntos de Estado, lo delegaba todo, pasaba las tardes (y algunos decían que las noches) con su amigo el rey. Aparecía en público cuando era estrictamente necesario: durante las festividades religiosas, al lado de los sacerdotes; al pronunciar un discurso desapasionado que seguramente versaba sobre la gloria del ejército; detrás de Varlek el Indolente cuando este deseaba un feliz año nuevo. Sus ratos libres los dedicaba a leer novelitas insulsas, a organizar tertulias y a tomar el té con sus criados.
¿Por qué un indolente del calibre de Eisibas estamparía su firma en la orden 3451, que en lenguaje vago estipulaba «con objeto de la reconstrucción moral del imperio, se ordena la movilización inmediata de todo geru que cumpla los siguientes requisitos: a) ser varón de entre doce y cuarenta años; b) ser mujer de entre doce y treinta años; c) estar en pleno uso de sus facultades físicas y mentales»?
Nótese que en el original se emplea el término geru, que en runaenek[7] denota a las poblaciones paganas, sin importar raza, especie o nacionalidad; los mrüsinde de los Uraturwalü son apenas una fracción dentro del universo de los ingobernables que han quedado atrapados en las fronteras del imperio. Un hecho está claro: la orden provino del centro y no de Esibas. Si el objetivo hubieran sido específicamente los mrüsinde se habría empleado el término dolmaček (montañés) o, si necesita mayor precisión, geru dolmaken (pagano de la montaña). Pero esta información no estaba al alcance de la población general, ni mucho menos de Krilsdiev, mi padre y otros que, tras salvarse del exilio, empezaron a soñar con crear un movimiento de gran evergadura, capaz de unificar por fin a los mrüsinde de los Uraturwalü. En aquel entonces se pensaba que las deportaciones eran consecuencia de un incidente previo: La Madrugada de las Luces.
El mismo año en que se firmó la orden 3451, una banda de trescientos mrüsinde descendió de las montañas con la misión de aterrorizar a Eltar y a sus habitantes. Se cuenta que durante tres semanas trescientos cuerpos de sacerdotes, burócratas, militares, terratenientes y nobles brotaron de los acueductos o aparecieron en lotes baldíos, callejones, al lado de oficinas de gobierno, en los jardines de las casas, en plena ruta comercial. También se ha dicho que nueve meses más tarde nacieron camadas de híbridos. Hasta qué punto es verdad o leyenda urbana, no se sabe. Los chismosos agrandan los acontecimientos porque de otra manera sienten que la vida carece de emoción. Como órgano del régimen, la prensa no entiende de objetividad. No hay departamento policial que sepa guardar los registros. Los nobles jamás hablarían de la deshonra y sus esposas nunca reconocerían a un hijo ajeno, producto de la violación, y menos si es un lašek. Nada hay tan raro en la sociedad eltarana como un híbrido que no se críe en un orfanato. De lo que no cabe duda es que los trecientos mrüsinde, armados con facas, aperos, antorchas y galones de aceite, secuestraron y asesinaron a ciento veintidós sacerdotes. Como pincelada final, un espectáculo de llamas: quince templos ardiendo —diez de ellos consagrados a Iskra y cinco a Isteni— iluminaban la madrugada eltarana.
Habría que corregir a Ibasa: la historia es una colección de errores.
Los mrüsinde pensaron que el gobierno eltarano usó las deportaciones como represalia por la Madrugada de las Luces. La realidad es que la orden 3451 se redactó mucho antes, en una oficina al oeste del imperio donde las noticias de Eltar llegaban con meses de retraso. Cuando despacharon el memorándum los trescientos apenas empezaban a elucubrar sus planes. Y cuando llegó a manos de Eisibas, tras meses de papeleos y largas semanas de viaje, la principal preocupación del gobierno ya no estaba en atrapar a los criminales sino en reconstruir los templos. La administración parecía satisfecha con haber atrapado a veinte borrachos que tuvieron el mal tino de celebrar los incendios en un prostíbulo. De los doscientos ochenta restantes, al menos una tercera parte se quedó en el valle y los demás volvieron a las montañas. Cuántos culpables fueron deportados, no se sabe con exactitud.
Cuatro años después moría Eisibas, a causa de un infarto que lo sorprendió en su jardín, y lo sucedía Erlem Gunarum. Maestro de la intriga y los ajedreces políticos, promovía la tesis de que el terrorismo de los trescientos debía entenderse en el contexto de una conjura continental que, de ningún modo, podía tener origen en los Uraturwalü. ¿Cómo podría esa panda de montañeses endogámicos urdir un plan tan sofisticado?, se preguntaba el nuevo gobernador, para quien los mrüsinde eran simples mercenarios del enemigo eterno: el istenista. Iria jamás perdonaría a Gunarum, si bien sus motivos resultan sorprendentes. No le reprochaba el encarcelamiento de su padre —siempre supo a qué atenerse, me decía, sus actividades iban contra ley—, ni siquiera que los iskraístas incautaran su casa, sino que la propaganda de Gunarum pintara a Krilsdiev como un agente del imperialismo istenista. «Papá jamás habría aceptado a un dios distinto de los nuestros».
La hipótesis más convincente acerca del móvil de los mrüsinde se la oí a Varion. Lo conocí en La Hondonada, una cárcel de mínima seguridad para presos políticos donde pasé unos meses durante mi primer año de servicio en el ejército. La versión oficial no me convencía y la de los mrüsinde, específicamente la de mi hermano, me parecía igualmente surreal. Supuestamente un grupo de eltaranos subía con frecuencia a las montañas para secuestrar niñas. Los trescientos habrían bajado al valle para tomar venganza. Otras explicaciones apelaban a los lugares comunes de la sensiblería: la injusticia, el abandono, el olvido histórico, el encono milenario de los desheredados. Es mejor descartar esas tesis. Sus autores son, por lo general, intelectuales que jamás han visto la sangre porque ni siquiera han empuñado en toda su jodida vida un cuchillo, ni siquiera para picar cebollas. Sus criados lo hacen todo. Varion opina —el tiempo presente es deliberado— que no tiene sentido buscar el origen de la violencia: no es que perdiéramos el rumbo, nacimos extraviados. O lo que es lo mismo, la vida es el error primordial a partir del cual desembocan los pecados.
—Por eso Krilsdiev era un imbécil y los trescientos unos santos. El héroe de estos miserables —se refería a sus compañeros de cárcel, la mayoría mrüsinde que habían apoyado el movimiento del susodicho— pensaba que el problema yacía en las condiciones inmanentes de la sociedad eltarana. Si así fuera, bastaría con actualizar las leyes y cambiar a los gobernantes para alcanzar la paz. Pero no es así. La corrupción precede a la carne. Y quizá también al espíritu. Los trescientos nunca pretendieron corregir este desastre, lo vivificaron. Nos recordaron el horror, nos dieron la verdad, nos arrebataron los espejismos. Esa es la verdadera justicia.
Si al argumento de Varion le restamos la desesperación y ese gusto patológico por el sufrimiento, nos quedamos con una tesis inquietante que quizá explique la prevalencia de la criminalidad: llega un momento en que en las sociedades decadentes el mal se convierte en una costumbre. Es una maldad redundante, superficial, tautológica.
Se ignora el destino oficial de los que no volvieron. La Orden 3451 nunca fue del todo clara, se hablaba poco de ella, se procuraba esconder o destruir cualquier documento que la mencionara. Pensar que el imperio conservaba un sentido de la vergüenza se antoja ridículo. ¿Qué apariencias había que cuidar? ¿Quién sometería a escrutinio a los funcionarios que diseñaron el plan y al emperador que lo aprobó? ¿Estaban dispuestos los historiadores, los académicos y hasta los teólogos de ideas progresistas a jugarse la libertad, si no es que la vida, con tal de denunciar la ignominia? Desde luego que no: callaron cuando se precisaban sus palabras. Los que hicieron ruido fueron una decena de editores, mecenas y poetastros. Algunos como Varion terminaron en La Hondonada. Ellos se permitían apostarlo todo porque ese todo, visto en perspectiva, era una nada. La felicidad o al menos una satisfacción breve podían conquistarse con el menor de los logros, incluso si los precios a pagar eran la ruina de sus negocios, la cárcel o incluso la vida. ¿Temía el imperio una posible alianza de pueblos exiliados, un movimiento separatista, la exacerbación del terror, que una verdadera élite —y no una bola de artistas y editores amargados— aprovechara el carácter ignominioso de la Orden 3451 para fraguar un golpe de estado o que los istenistas del extranjero se valieran del mismo argumento para lanzar una invasión como nunca se había visto, recordándoles a sus tropas que castigar al seguidor de Iskra era una obligación moral?
Y yo mismo… ¿qué puedo hacer con los trozos de información que he ido recolectando a lo largo de mi carrera militar? Componer unas memorias o acaso un homenaje a Sakra Eisibas. Si no fuera por la incompetencia de su administración y ese gusto tan nefasto por construir edificios que a la postre se convertirían en almacenes, oficinas gubernamentales y archivos, no habría hallado una copia de la Orden 3451 en un edificio semivacío, custodiado por un guardia soñoliento y una bibliotecaria frustrada, donde se apilaban carpetas olvidadas. Me habría quedado con las explicaciones fantásticas, ahistóricas o posiblemente cercanas a la realidad que se barajaban en los Sótanos del Cielo. Antes de conocer los contenidos de la orden solo teníamos el mito, la confusión, el imaginario derrotista, la culpa.
Mientras dirimíamos la verdad, los más conspicuos teorizaban que la orden deportación fue una farsa y que en realidad habían ejecutado a todos los mrüsinde. Me parecía un argumento flojo: ¿para qué tanta sofistería y ocultamiento si el imperio podía arrasar los Uraturwalü y salirse con la suya? En la guerra no hay decoro que valga. El poder no requiere de mayores florituras para preservarse. Al contrario, siempre imaginé que esas pobres gentes debían tener algún uso: mano de obra esclava o carne de cañón. Pero que estuvieran vivos no significaba nada ni ofrecía mayor consuelo. Las montañas no volverían a ver sus antiguos habitantes. Era mejor aceptarlo en vez de caer en la desesperación, como ese grupo de mujeres en los Sótanos del Cielo que juraban recibir una o dos veces al año las cartas que sus esposos e hijos les enviaban. Nadie nunca las tomó en serio, y con razón: ellas mismas eran las autoras, de las cartas, de una esperanza vacía.
[1] Término eltarano que engloba a las dos especies, los eryne y los vrwize, y a los lašeke o híbridos.
[2] Montaña.
[3] Meseta.
[4] Cumbre.
[5] Se ha elegido emplear el término «caballería» por pura deferencia al lector terráqueo. Lo que los militares montan es el kastn, animal cuadrúpedo y omnívoro, de orejas caídas, cornamenta retorcida parecidas a la del carnero, que en las regiones septentrionales de Aila presenta un largo pelaje.
[6] Me voy a Farlostendr.
[7] Idioma del Imperio Iskraísta de los Runaen. En este caso Woran emplea el término oficial del idioma, y no su versión en eltarano: runanšhul.
April 14, 2023
Soledad y plenitud. El liberalismo ante la disolución del ser social.
La irrupción del liberalismo en el pensamiento occidental supuso el punto de quiebre de una larga tradición filosófica y moral. No solo se vieron trastocados la economía, el derecho y la ética, sino también la ontología misma del hombre. Se inaugura, por así decir, una antropología radical que ya no ve en la persona un ser que encuentra sentido en la comunidad, pues su esencia no es otra que la de aquello que, por derecho natural, posee: el cuerpo, el albedrío, tal vez el alma. Se halla solo frente a sus semejantes y, siguiendo a Kierkegaard, solo frente a Dios. El liberalismo, sin embargo, no pretendió la negación absoluta de lo precedente. Las ideas que los hombres se hacen de la vida, de sí mismos, de la sociedad, del sitio que ocupan en esta deriva aparente que es el «estar aquí», se alimentan de conceptos, obsesiones, metafísicas y ritos compartidos a lo largo del tiempo. Estos maduran, se renuevan, dan a luz a nuevos paradigmas y, en el proceso, dejan resabios que permean la cultura donde se desarrollan las personas. El liberalismo es rompimiento, pero también continuidad. Es un vericueto en el sendero oblicuo que, en las tierras occidentales, trazaron los trotamundos del conocimiento: filósofos, hombres de fe, curiosos y escépticos.
En sus etapas iniciales, se buscó reinterpretar los grandes temas del pensamiento desde una perspectiva fundamentalmente distinta: la del individuo en tanto que unidad fundamental de la realidad. Donde previamente la polis —la comunidad de hombres libres— era el centro de las preocupaciones políticas, ahora lo será el sujeto que la habita. La salud del cuerpo político y la protección de la res publica interesan solo en la medida en que su mantenimiento coherente beneficie al hombre, pues solo en un entorno de leyes que procuren la seguridad y la propiedad privada será posible la búsqueda plena de la felicidad. Quienes afirman la fe, lo hacen bajo el entendido de que, en esencia, no hay más que la salvación del alma individual; la Iglesia no es masa, sino unidad en la diversidad de espíritus singulares que reclaman la dicha perfecta en compañía de su creador. Si, por el contrario, los discursos escatológicos se han inmanentizado y la plenitud ha de buscarse en este mundo, parecería que todos los esfuerzos intelectuales, políticos y filosóficos deben encaminarse a dilucidar qué condiciones maximizan el bienestar económico y psicológico de cada hombre.
La revuelta idealistaKant visualizaba el conocimiento a la manera de una obra de teatro donde el individuo es autor y protagonista. Sobre el escenario de esta metaficción, el yo-autor es un yo-empírico que, al ver y expresarse, interpreta y representa la historia que su yo-trascendente (el escritor) ha creado. Es un hombre solo en su perplejidad. El mundo cobra sentido a partir del filtro de la razón, pero esta no es suficiente para verbalizar la verdad última, que es inasible e incomunicable. A primera vista y en su peor expresión, parecería que el idealismo kantiano arroja al individuo hacia un solipsismo atroz en el que el mundo toma forma solo a partir de los caprichos de la mente. Lo real existe, pero solo cobra relevancia en la medida en que los sentidos configuran su propia versión no ya de lo puramente fenoménico, sino también de la sustancia. ¿No sería esta la expresión más exaltada y acaso absurda de la individualidad
Naturalmente, lo dicho aquí no es algo que el propio Kant hubiera suscrito. Tal y como fue planteado, su sistema retomaba la tradición del realismo metafísico y se oponía al más descarnado racionalismo. El mundo abarca más que la experiencia privada. Aunque no sean aprehensible, existen una verdad, un orden, una intuición trascendente. Dios, sin embargo, no es verdad revelada y cognoscible, sino que aparece en las honduras de la mente como concepto de bien supremo o «idea que la razón a priori bosqueja de la perfección moral y enlaza […] con el concepto de una voluntad libre»1. Dada la imposibilidad de probar racionalmente la existencia de Dios, sin importar cuánto lo busque el intelecto, el hombre ha de fundamentar su moral en el imperativo categórico: «obrar solo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal»2. De esto se desprende que, en los órdenes ampliados —la nomenclatura desafortunada con que Hayek quiso rebautizar a lo social—, uno ha de actuar según las pautas del imperativo práctico: tratar a la humanidad como un fin en sí mismo y no como un medio.
«La moral kantiana casi es ya una religión mundana», afirma Dalmacio Negro3 en su estudio sobre las formas históricas del Estado. En efecto, las pautas kantianas jugaron a favor de la abrogación de todo sustento metafísico y trascendente en lo moral, quedando la razón emancipada, libre ya para configurar sus propios imperativos a partir de valoraciones íntimas. «[L]a voluntad y la razón individuales se quedaron solas consigo mismas, dependiendo de su propia capacidad o poder —de su libertad según Hobbes, Freedom is Power—, convirtiéndose la razón individual en autoridad para todo»4.
Joaquín de Fiore, en su teleología de la historia, pregonaba el advenimiento de la Edad del Espíritu: un tiempo utópico, contemplativo, de dichas para el cuerpo y el alma. En opinión del abad calabrés, la esencia de Dios se revela progresivamente, en paralelo al despliegue de la historia. Gracias a este conocimiento, la Edad del Espíritu estará caracterizada por la construcción de un orden político acorde a la voluntad divina. La Iglesia institucional será abolida y en su lugar quedarán monasterios —orden horizontal en vez de vertical—, mientras que la moral pública dimanará del conocimiento cada vez más perfecto que las personas tienen de Dios. Para desgracia del abad, la Reforma, el liberalismo y quizá también Kant, el epónimo de la teleología positiva, traerían consigo la Edad de la Subjetividad. Cada quien es maestro y artífice de su satisfacción. Lo divino es deseable, como deja entrever el idealista, pero no una necesidad.
La virtud, la libertad y la satisfacciónLa perspectiva puramente psicológica y subjetiva del bienestar incomodaba a los clásicos. El Gorgias de Platón bien puede ser el diálogo seminal de las obsesiones occidentales: en él ya estaban contenidos los temas que, siglos y milenios después, seguirían tratando las más altas figuras de la filosofía. Calicles, adversario de Sócrates, representa un proto Nietzche a punto de confesar la voluntad de poder, un Raskólnikov a las puertas de cometer el acto reservado a los hombres excepcionales. Platón, tras el disfraz de Sócrates, pregunta si acaso es peor cometer una injusticia o recibirla, y al hacerlo pretende condicionar una respuesta: nada es más trágico para el alma que ser injustos, pues «lo que hace el agente, lo sufre el paciente»5; el mal no solo es bidireccional, sino que su veneno es acaso más mortífero para el injusto. En definitiva, «el más dichoso […] es aquel que impide absolutamente la entrada del mal en su alma; puesto que […] este mal es el mayor de todos los males»6. Calicles, sin embargo, adopta una postura subjetivista: la desdicha solo existe en la medida en que uno la experimenta; el injusto, mientras no sienta penurias, puede regodearse de sus actos. Convendría que los hombres se comporten con rectitud, pero si pueden maximizar su bienestar por medio de argucias, injusticias y, en último término, de sus poderes innatos, no hay criterios claros para declarar que la falta de virtud disminuye la satisfacción humana.
Claramente, Kant no adoptará la postura cínica de Calicles. Si para algunos clásicos, como Aristóteles, la felicidad es el fin último al que aspiran las personas, y esta se encuentra solo por medio de una vida libre y volcada a la contemplación intelectual, para Kant el principio de la felicidad es de importancia secundaria, a tal grado que esta no debe fundamentar las leyes morales. De hecho, considera que «el principio de la propia felicidad es el más rechazable»7, ya que este es, en el mejor de los casos, un principio empírico, puramente personal. La felicidad no es un problema de la razón pura, sino de la praxis: la experiencia enseña que ciertas conductas son preferibles a otras, pero no se trata de universales. «Para ser feliz no cabe obrar por principios determinados, sino solo por consejos empíricos»8. Como ocurre con la búsqueda intelectual de Dios, «cuanto más se preocupa una razón cultivada del propósito de gozar de la vida y alcanzar la felicidad, tanto más el hombre se aleja de la verdadera satisfacción»9. La ley moral, al ser lo más alto, perfecciona la dicha, pero no se trata, como en Platón, de un supuesto fuerte. Al introducir la subjetividad inherente al imperativo categórico, Kant relaja, acaso sin proponérselo, las exigencias de la virtud clásica.
La antigüedad y el catolicismo consideran que un espíritu no es libre si sucumbe a sus bajas pasiones. El dominio de uno mismo es la precondición de un alma emancipada que, a través de la virtud, puede acercarse a lo más elevado: la virtud, el bien, Dios. Lo contrario, ceder a los bajos apetitos, hacer del albedrío y de la subjetividad deidades, implica esclavizarse a la naturaleza caída y rechazar la fuente de toda plenitud auténtica. Kant, como un pragmático redomado, considera que no hay razón más libre que aquella que se apega a la ley moral. Pese a ello, resulta difícil afirmar que su sistema establezca las exigencias que se encontrarían en la metafísica y la teología clásicas. Kant parece confiar demasiado en los hombres, en la criatura falible y dañada, y en su capacidad de apegarse a esos imperativos morales que perfeccionan tanto la libertad como la felicidad. Apenas sorprende que el liberalismo, en su expresión más desaforada, reduzca las prescripciones del idealista a un axioma que se presume de validez universal: el principio de la no agresión o la idea de que aquello que no dañe la propiedad ajena es permisible. La libertad y la felicidad, al ser compañeras, ya no requieren de moral más alta que aquella que un principio estrictamente jurídico. Los apetitos mundanos y las bajas pasiones, siempre y cuando no dañen físicamente al vecino y a sus bienes, son un instrumento legítimo de felicidad.
El Estado bifronte: enemigo y aliado de la libertadEl autor de El Leviatán era un individualista aterrado y desesperado. Como explica Bertrand de Jouvenel, Hobbes supone que «en la energía concupiscente del corazón reside la esencia del hombre, y es ahí de donde emanan sus valores»10. Al elevar los deseos a fundamento de lo praxeológico, Hobbes sienta las bases del gran tema de la antropología liberal: la primacía de las voluntades individuales en todo ámbito de la existencia. Estas, a su vez, explican la evolución de la especie humana, pues «la lucha por las cosas deseadas confiere a los hombres la inteligencia»11. Nótese que, en concordancia con las tesis del liberalismo moderno, no es la cooperación sino la competencia, el proceso puro de mercado, el factor que dota a los hombres de su humanidad. El protoevolucionismo hobbesiano es, sin embargo, pesimista: en estado de naturaleza se puede llegar a cierto grado de concordia temporal —mediante el comercio, por ejemplo —, pero nada impide ni supone ilegitimidad alguna que un individuo cualquiera se arrogue la potestad de matar y tomar lo que él desea. Las condiciones de paz, por lo tanto, han de crearse.
Para las tesis contractualistas, específicamente en el caso de Hobbes, el Estado surge como una entidad artificiosa, compuesta de individuos autónomos, cuyo fin último consiste en garantizar la paz entre voluntades que luchan por imponerse las unas a las otras. Aunque renuentes y antipáticos al culto estatal, los liberales clásicos harán eco de las preocupaciones hobbesianas al reconocer la vocación competitiva, muchas veces violenta, del ser humano. En ausencia de gobierno, los hombres revierten al estado de naturaleza, comienzan a depredarse y se aniquilan. Quizá sea cierto, como explican los iusnaturalistas, que la propiedad privada es materia sacra, pero ¿acaso la consigna de la naturaleza interesa a la criatura concupiscente que solo desea su propio bienestar? Hobbes descree del bien fundamental, se burla de ingenuos, y en su cinismo se erige en el pensador político que mejor expresa las contradicciones intrínsecas a la concepción individual de la existencia. El hombre, que es puro deseo y voluntad, al saberse solo y en guerra perpetua con otras individualidades solo tiene dos opciones: reiterar el ciclo de la violencia o unirse en pacto con sus semejantes a fin de invocar un dios a quien es menester sacrificar parte de su libertad. Aceptará el miedo, la vigilancia y la amenaza con tal de maximizar su propio bienestar. El objetivo de vivir a la sombra del Leviatán no será la comunidad, sino habitar pacíficamente en un orden territorial compuesto de individuos desagregados que compiten los unos con los otros. La salud del cuerpo político es la de las células que lo componen. El Leviatán debe regir mediante el miedo y la amenaza porque ningún gobierno, ningún deus mortalis, cambiará la naturaleza del hombre ni sus deseos por encumbrar en lo más alto su propia voluntad.
John Locke, que se mostraba contrario en muchos aspectos a Hobbes, reclamaba la existencia del orden republicano —como después también hará Kant12— como instrumento de salvaguarda de las libertades individuales. Foucault no se equivoca cuando afirma que «Locke no hace una teoría del Estado, sino que hace una teoría del gobierno»13, pero no ve que este sistema republicano dimana de una teología económico-política que ha cambiado por completo el propósito de Dios y la criatura: el mundo entero es, por mandato divino y ley natural, potencialmente apropiable; la economía natural, es decir la liberal y racional, será una forma de glorificar a Dios. Para que esto sea posible, se necesita de un gobierno donde la soberanía recaiga en las leyes y no en un solo hombre. Pero el reconocimiento y la necesidad del Poder no desaparecen; subsisten en la medida en que la tendencia de las personas es ignorar la ley natural y rendirse a sus deseos. El liberalismo desconfía del Estado, pero lo reclama. El gran enemigo es, al mismo, el garante de la preservación. En ese sentido, Patrick Deneen acierta cuando postula que
Un objetivo principal de la filosofía lockeana consiste en expandir las perspectivas de nuestra libertad —definida como la capacidad para satisfacer los apetitos— a través del auspicio estatal. La ley no es una disciplina para el autogobierno, sino un medio para expandir la libertad personal […]. Cuando Locke argumenta que la ley trabaja para incrementar la libertad, en realidad se refiere a la liberación de las cadenas del mundo natural.14
Sin estas ataduras, la plenitud del hombre ya no está circunscrita a consideraciones trascendentes, quedando tan solo la justificación individual y un vago sentido de solidaridad con la propiedad de sus semejantes. El argumento que Deneen desarrolla en el libro citado parece contradictorio: el triunfo del liberalismo es también su derrota. Y es así porque Leviatán, que había surgido para garantizar la paz y la seguridad a los individuos, nunca estará conforme con su sitio en la historia. El Poder, como enseña Jouvenel, no tiene más vocación que su crecimiento y para ello busca ser él mismo la plenitud escatológica. La ley positiva, libre ya de toda atadura trascendente, ampliarán los ámbitos en que pueden desenvolverse las fuerzas del Estado. A medida que se hipertrofia y cambia de máscaras, Leviatán entenderá que el miedo no es la única forma de control. El confort, ese yugo suave, será un método mucho más eficaz. De ahí que los liberales, perplejos ante la nueva advocación de su criatura, vean en el Estado de bienestar a un tirano con máscara benevolente.
Así nace Asterión y los hombres erigen su casa, el laberinto. Si la bestia del mar imponía el culto profano por medio del terror, el Minotauro lo hace por la seducción. De la movilización total de las tropas a la pedagogía estatal, el totalitarismo es la historia de la bestia que exige el sacrificio de los mejores y de los inocentes, y es también el relato de los hombres que, como los cretenses, se rinden a las exigencias del monstruo. Entregar el hijo, dejarlo a las puertas del laberinto, no será más una proposición abyecta. ¿Y qué se recibe a cambio? Derechos de nueva creación, bienaventuranzas pasajeras; nada más que huesos y despojos.
Probablemente, con Herbert Spencer comienza el vuelco hacia el anarquismo capitalista. Si las sociedades resultan de un proceso evolutivo y competitivo, la entelequia estatal emerge como un obstáculo para el pleno desarrollo de la especie humana. Su existencia anula la espontaneidad, distorsiona el comportamiento, promueve los vicios, la pereza y un sentido de la dependencia. Un entorno así solo favorecería la selección de individuos poco aptos, rémoras que en el parasitismo encuentran una estrategia evolutiva óptima. Hobbes no se equivocaba al postular que la energía concupiscente del corazón pone en marcha la historia. Pero erraba al sostener que se requería del Estado. Cada vez más anárquico, el liberalismo postulará que la solución al estado de guerra es la ley natural, con la devoción a la propiedad privada como eje de la moralidad. Ese, y no otro, es el sentido pleno del imperativo categórico.
Hayek, por su parte, tratará de distanciarse de la crudeza spenceriana para elaborar una teoría evolutiva de los órdenes espontáneos. La moral y la religión reaparecen, pero ya solo como instituciones culturales que, a semejanza del dios kantiano, conviene preservar como forma de defensa ante la ley positiva del Estado. Para los nostálgicos, sin embargo, quizá sea demasiado tarde. El Minotauro reclama un nuevo sacrificio y el hombre libre, como el anarca jüngeriano, que a diferencia del anarquista reconoce y acepta la inevitabilidad del Poder, ya solo puede huir. El bosque interno, su propia periferia, será su único espacio de felicidad.
1Kant, Immanuel. Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Pág 33
2Ibíd, pág 43.
3Negro, Dalmacio. Historia de las formas del Estado.
4Ibíd.
5Platón. Gorgias o la retórica en «Diálogos», pág. 165
6Ibíd. Pág 167.
7Kant, Immanuel. Op. Cit. Pág 59
8Ibíd. Pág 40
9Ibíd. Pag 23.
10Jouvenel, Bertrand de. Sovereignity: An Inquiry into the Political Good. Pág 282
11Ibíd., pág. 283.
12Véase La paz perpetua.
13Foucault, Michel. Nacimiento de la biopolítica. Pág 117.
14Deneen, Patrick. Why Liberalism Failed. Págs 48-49.
March 16, 2023
Las bestias de la escritura
1. La bestia del silencio
El pitido del tren que se muere en la lejanía anuncia el fin de los dominios del hombre. Camino largo tiempo, bajo cielos desnudos, lastrando el agobio que inspira el pálido verde sin fin de la planicie. De pronto, entre unos arbustos, aparece una niña pálida, de nariz chueca, cuerpo tan frágil como el ala de un pájaro y ojos grises. Contempla una planta, murmura algo en el dialecto local y, terminada la frase, se lleva una hoja a la boca. No puedo decir si ha enloquecido o si se trata de un juego típico de las infancias agrestes. Qué sabré yo de las formas que adopta el ocio en las periferias de la civilización si me crié en el vientre mismo de la bestia urbana. A mis primeros años le sobraron opciones de entretenimiento. Fueron tantas que me di el lujo de rechazarlas en vez de aprovecharlas. Si tuviera que definir mi infancia, emplearía la palabra trinchera. Ignoro si esta es una descripción adecuada. Desearía un lenguaje más neutro en el que no pesaran el romanticismo ni la faltalidad que suelen atribuirse a los periodos formativos. Que mi descripción se lea con la frialdad con que el cerebro capta las instrucciones de una etiqueta.
La planicie continúa. A medida que avanzo, destellos dorados lastiman la vista. La ilusión del imperio salvaje se derrumba. Nada hay de natural en la alfombra dorada que se tiende sobre la llanura, maizales que se devoran la tierra. De tan escasas que son las personas, la abundancia del grano, como huella de la presencia humana, produce el escalofrío de quien pasea por unas ruinas que, pese al tiempo, se han mantenido en pie, casi intactas. Los campesinos aparecen a cuentagotas. Apenas percibo los murmullos de las hojas, el polvo que levantan los zapatos, el crujido del suelo, el gañido de las aves y los ladridos de los perros. Los hombres carraspean más de lo que hablan. Se comunican mediante gestos y los sonidos primitivos de sus gargantas mudas.
¿Son así de parcos los jornaleros en todo el mundo? Mi madre, socióloga de formación, solía contarme una historia de sus años universitarios. Nunca fue una persona de sensibilidades teóricas, pasaba de largo las bibliotecas, prefería entrevistarse con personas, observarlas, involucrarse. Lo contrario a mí, un introvertido patológico que se recluyó en la biblioteca y consiguió evitar todas las prácticas de campo. Eventualmente fue a parar a una zona agraria de su estado natal. Habrá oído no más de una decena de palabras en español o en la lengua local. Caras rajadas, manos gruesas y ásperas, gestos duros, bocas cerradas. Hasta sus borracheras eran silenciosas. Tomaban el pox, un destilado rascabuches que entre los no iniciados inducía visiones dantescas, sin musitar palabra, apretando el cuello de la botella y los ojos extraviados en el horizonte incierto de los que ya no pueden ser rescatados.
Una anécdota simple, sin moraleja, la observación de una muchacha citadina, intimidada. Así me lo parecía. No habría vuelto a pensar en ella si no fuera porque ahora, frente a mí, todos esos hombres, también de cajas rajadas y manos ásperas, tienen las bocas selladas. ¿Han superado la necesidad de las palabras o es que estas son insuficientes? Podría acercarme a uno de ellos y preguntar el porqué de su renuencia a comunicarse por medio de fonemas. Muy pronto renuncio a la idea, seguro de que no habrá respuesta satisfactoria. No es que el silencio sea una elección consciente. Por lo general se trata de una tiranía.
Temo haber perdido la razón. En vez de pensar en agua, alimento o refugio me asaltan las dudas del lenguaje. Y es tanto el tiempo que paso en el marasmo de las intrigas lingüísticas que, sin darme cuenta, han pasado ya varias semanas. El campo sigue con vida. El maíz, aunque nadie lo perciba, está unos milímetros más cerca del cielo y sus granos, ahora cubiertos de pelos dorados, se han hinchado dentro de las pencas. Los hombres, igual de callados, y yo con vida. Reconforta saber que si miro a mi izquierda la milpa desaparece y lo que se ve es mi propio reflejo translúcido y, a través de él, un naranjo, un limonero y una higuera atrapados entre moles de edificios. Si vuelvo a la llanura, este cuerpo mío podrá sobrevivir a sus inclemencias hasta que me lo proponga. O, mejor dicho, hasta que el relato no se sostenga más y yo tenga que poner un punto final. Mientras tanto, desde mi escritorio, me encomiendo a la imaginación y vuelvo al llano de los hombres parcos.
El hierbajo que la niña se llevaba a la boca se conoce, en el dialecto local, como «cardo de leche». Sus tallos son espinosos y si uno los quiebra sueltan una sustancia blancuzca. La niña regresa todos los días a la planicie, elige una planta, la observa y, cuando la sostiene en las manos, murmura, las arranca del anonimato, les regala un nombre. Al cardo de leche lo llama un día «costilla pinchosa» y, al otro, «cuello de agujas». En su fragilidad, la niña carga dos grandes pesos: el idioma del que los demás han renegado y la encomienda que, generaciones atrás, Dios confirió a Adán, bautizar al mundo.
Pasados los años se verá subyugada por la belleza y la diferencia con que los distintos idiomas ven los fenómenos naturales y a los hombres mismos. Cuando se haga de una pluma, escribirá que «con las palabras en la boca aplastamos tantas cosas como con los pies sobre la hierba. Pero también con el silencio»[1]. Y se preguntará: «¿Qué se consigue hablando? Cuando se desmoronan los pilares de la mayor parte de la vida, también se caen las palabras»[2].
2. La bestia del terror
La relación de Herta Müller con el lenguaje es acaso una de las más hondas, ambiguas y fascinantes a las que todo lector puede tener acceso, tanto más cuanto que invocar su nombre es aludir a una de las mayores estilistas de la narrativa en el último siglo. Terror, trauma, silencio, supervivencia, derrota y supervivencia conforman las aristas de un proyecto literario que, mediante la novela, la poesía y el ensayo, ha explorado el abismo de aquellas existencias sitiadas por la amenaza totalitaria. Un examen amargo, doloroso, necesario, que pone de manifiesto lo que preferiría ignorarse: el ser humano no es la víctima indefensa de la historia, sino el principal actor de su corrupción.
Müller entiende, y nos deja ver, que en su cruzada por abarcar la totalidad de la experiencia humana y trascender la historia, las expresiones del terror no se limitan a imponer su huella por medio de la violencia física. Ante todo carcomen las palabras, alteran significados, modifican los parámetros de la comunicación, erigen laberintos en la ya absurda realidad cotidiana, y de este modo pervierten, hasta volver inasible, el concepto que el hombre tiene de sí mismo. Aspiran, en suma, a crear un ser novedoso, disminuido, dependiente, confuso y enfrentado. En la sociedad totalitaria tardía, la batalla deja de ser entre individuos contra el Estado para trocarse en una contienda entre personas aterradas: vecinos enfrentados los unos a los otros, padres que sospechan de sus hijos. El hombre aterrado ya no busca derrocar al soberano. En el mejor de los casos tan solo aspira a soportar el transcurso de los días, en el peor hace caer a otros para así ganar la simpatía de quien controla los destinos. Colabora con la policía secreta más por un instinto de supervivencia que por amor al régimen o a una ideología. Otros, simplemente, callan, se retiran, pelean en silencio.
El rey se inclina y mata es un documento de gran relevancia no solo para los estudiosos de la obra mülleriana, sino también para aquellos interesados en explorar los mecanismos mediante los cuales opera el terror en las tiranías. Ya desde la primera página la autora describe y machaca al lector con episodios de su crianza silenciosa, entre gente parca, para recalcar que la mudez era el único medio del que disponían quienes en la tiranía de Ceaușescu conseguían sobrevivir. Allá donde se controla el lenguaje, se resiste de tres formas: gritando, escupiendo o cerrando la boca. Pero ¿quién, se pregunta Müller, estaría dispuesto a vociferar, gastar saliva y perder la vida en el proceso? Desde luego que hay algo muy noble en la resistencia, y sin embargo no todos tienen aspiraciones heroicas ni se sienten atraídos por el martirio. Aguantar es también una forma de hacer frente al tirano, y no porque esta sea la táctica de las masas iletradas es menos válida. Puesto que las tiranías proyectan una sombra siniestra sobre la lengua de los individuos, y ya que comentar y celebrar el heroísmo o lamentar la gran tragedia se ha vuelto un lugar común en la escritura política, este ensayo mío debería ser una denuncia al ruido y un elogio del silencio. A la sombra de estos dos colosos se resguarda el individuo discreto. La historia del terror no es solo la épica de los que se alzan y caen sino también el rumor de los que resisten en los márgenes.
El episodio de la niña que nombra las plantas está iluminado por algo más que el sol inclemente del Bánato rumano. Vista desde la lente de las tradiciones poéticas, las estelas que atraviesan el episodio remiten a una imaginería wodswrothiana: se trata, por una parte, del recuento de una infancia en la que el sujeto, aún inocente pese a vivir en un mundo opresivo, puede deslumbrarse por todo cuanto lo rodea y forjar, a partir de este acercamiento, una relación simbólica, lingüística con su medio —esto es, la primera epifanía del que está destinado a ser poeta—; por otro, y más allá de toda simbología lírica, subyace una preocupación que habrá de perseguir a Herta Müller a lo largo de su vida en tanto que persona y artista: la afirmación de la individualidad. Cuando al cardo de leche lo llama «cuello de agujas» no solo está imaginando nuevas formas de nombrar lo que existe, sino que se rebela ante una convención que se le antoja arbitraria. ¿Por qué la planta, se pregunta la niña, se define por lo que guarda —la leche en el tallo— y no por lo que exhibe —las espinas—? Porque las palabras, por más rico que sea el lenguaje hablado, siempre serán insuficientes para todo lo que se oculta detrás de una forma.
En una lengua deforme, sostiene Müller, no hay quien pueda sentirse en casa. Los regímenes totalitarios se aprovechan del idioma para deformar las personalidades e instigar el odio. En tales condiciones no puede decirse que el idioma que nos viene de la cuna sea una patria. La víctima del terror tiene a su disposición un conjunto de verbos y sintagmas que lo mismo pueden usarse para fines nobles como para socavar las individualidades. Si el idioma materno es un accidente, el habla, en cuanto tal, representa un rasgo inequívoco de la condición humana, una capacidad infinita que excede fronteras y tramas políticas. Esta certeza, en opinión de Müller, es la piedra de toque de toda esperanza: la escritura como una posibilidad de establecer una relación íntima y única con el mundo, con su drama, su dolor, su alegría.
Silencio y lenguaje no son categorías antitéticas. Ambas pueden ser fuga, traición o la última orilla del náufrago. Allá donde los campesinos callaban y los supervivientes de los campos de trabajo soviéticos se negaban a rememorar verbalmente su exilio, Herta Müller hizo de la palabra el motor de su resistencia, pese a que nunca pudo sentirse parte de una comunidad lingüística. El rumano era la lengua de los comunistas y los nacionalistas recalcitrantes, facciones que despreciaba por igual. El alemán, el idioma de su literatura y también la lengua con la que en su pueblo natal la sometían al escarnio: esos pobladores, antes mudos, encontraron abominable el rumor de que una poeta había pergeñado un conjunto de cuentos en los que se narraba el paisaje desolado, corrupto y sin esperanzas donde malvivían los campesinos de la minoría alemana. «Acaso era patria aquel lugar por el mero hecho de que yo conociera la lengua de las dos facciones que decían ser sus representantes?», se pregunta. «Precisamente porque la conocía, lo que sucedió fue que jamás pudimos ni quisimos hablar la misma lengua»[3].
La literatura de Herta Müller es limitada en cuanto a temas. Salvo por Todo lo que tengo lo llevo conmigo, libro que explora las deportaciones de las minorías alemanas a los campos de trabajo soviéticos, sus novelas transcurren durante la tiranía de Ceaușescu y tienen como protagonistas a la misma mujer y a los mismos desposeídos. Si las tiranías fincan su existencia en la pretensión de la eternidad, idealmente los individuos han de combatirlas con idéntico afán. Es todo cuanto pueden hacer los que no han cedido su individualidad y a su disposición solo cuentan con la pluma. Porque, en última instancia, aún cuando se huye y se recuperan las libertades políticas e incluso en el caso de que los regímenes caigan y los cadáveres de los tiranos sean exhibidos en una plaza, el terror no se disuelve por completo. Vive dentro, como una bestia, y asalta en los momentos que menos espera el superviviente. Herta Müller, a las orillas de un lago berlinés, veía unos patos deslizarse por la superficie del agua cuando de pronto fue invadida por una repulsión incontrolable: las aves lacustres se parecían demasiado a las que adornaban las vajillas del tirano. El pasado vive atrapado en el presente bajo disfraces inesperados, códigos inescrutables del recuerdo y del trauma. Ni los cielos despejados ni las fronteras abiertas bastan para romper los muros internos de los que viven sitiados. Pero si uno no tiene intenciones de suicidarse o abrazar la locura, el oficio literario puede ser una cuerda que se tiende sobre el abismo. El riesgo de caer es más grande que el de llegar a tierra firme, pero si se quiere sortear la negrura no hay más opción que respirar hondo, abrir bien los ojos, aguzar el oído, darse valor y aferrarse a los finos hilos de la palabra.
3. La bestia del corazónEl miedo no es el único animal que ruge en las entrañas. Hay otro: la bestia del corazón. A esta criatura Herta Müller le dedica una novela, la más poderosa de su producción. Escrita el año 1994 desde el exilio, La bestia del corazón pinta un mural fracturado en el que se plasman las vidas de un cuarteto de personajes sitiados por el terror totalitario. La bestia aparece por primera vez en boca de una abuela que consuela a su nieta. Aplaca la bestia de tu corazón, le ruega. ¿Habla del pánico, la desesperanza, la asfixia? Todo lo contrario: en la literatura de Müller la bestia del corazón se refiere a las ansias sin reservas de sosbrevivir aún cuando el destino, los tiranos y hasta los dioses están contra uno. ¿Por qué la abuela desalienta a la niña? Porque empeñarse en sobrevivir y preservar la individualidad en un mundo cercado es una apuesta fútil: los cementerios, los basureros y los lagos están repletos de los cadáveres de quienes quisieron ser ellos mismos. La novela, sin embargo, no es un canto esperanzador: en la pretensión por imponerse a las circunstancias habrán caídas, derrotas, suicidios y, en el caso de algunos exiliados, una libertad que no sabe a nada. ¿No sería mejor callar, negarse a prestar la pluma al desespero y a la indefensión? La bestia en el corazón de Müller dice: no calles, escribe. Y ella lo hace. Una y otra vez vuelve al sitio del que siempre quiso escapar. Murallas a las que retornará mientras no se agote su tinta.
Vargas Llosa diría que la escritura es una forma de rebelión contra un mundo que, por mundano, horrible o insuficiente, no nos satisface. Se escribe con propósito de enmienda. Llevado al extremo, se podría sugerir que empuñar la pluma es desafiar a lo divino en el sentido de que nos damos a la tarea de completar la labor mal hecha del Creador. No creo, sin embargo, que siempre sea así. Más en la línea de Camus, Herta Müller argumentaría que buscamos la literatura no para escapar de una realidad con la que no estamos conformes, sino más bien para padecerla y tratar de entender el absurdo que es el día a día (aunque al final, como se sabe, el absurdo sea incognoscible)[4].
Al explorar el tema de los autores que escriben en tiempos de terror, Herta Müller se apresura a aclarar que su compromiso personal no es con una ideología, aun cuando la escritura sea un acto moral[5], sino, ante todo, con la belleza. Acaso porque esta confronta directamente a la vulgaridad innata de lo absurdo. Sin embargo, la belleza a la que aspira Müller no se encuentra en los ribetes del idioma ni el encumbramiento de lo que el autor, a título personal, tiene por noble. De hecho, Müller asegura que «ante la brutalidad, toda belleza pierde su sentido propio, revierte en lo contrario, se vuelve obscena»[6]. Se escribe para sobrevivir, pero solo en la medida en que la supervivencia es una expresión de la tragedia humana. El arte, entonces, debe registrar tanto el dolor como la gloria sin perderse en dibujar torpemente los contornos de la forma. En el pensamiento de Müller, y este es quizá su mayor aporte al quehacer literario, la belleza implica el encuentro doloroso con uno mismo, con la bestia que, en nuestro corazón, reclama la tragedia, la vida.
[1] Herta Müller, La bestia del corazón, p. 13.
[2] Herta Müller, El rey se inclina y mata, p. 33.
[3] Ídem, p. 32.
[4] Camus insiste en que «sería un error creer que la obra de arte puede ser considerada, al fin y al cabo, como un refugio de lo absurdo. Ella misma es un fenómeno absurdo y se trata solamente de su descripción. No ofrece una solución al mal del espíritu. Es, por el contrario, uno de los signos de ese mal que repercute en todo pensamiento de un hombre» (El mito de Sísifo, p. 132).
[5] En el caso de Müller, es imposible disociar su literatura de una denuncia a la corrupción moral que se derivan de las tiranías.
[6] Herta Müller, El rey se inclina y mata, p. 36.
March 5, 2023
Los árboles del corazón (relato breve)
Cada primavera las aves migratorias cruzaban la cordillera del norte y regresaban al valle para devorar el veneno que les ofrecían los hombres. Tras el deshielo, los árboles del corazón recobraban sus colores y se cargaban de frutos dorados, redondos, de piel fina, grandes como el puño de un adulto. Un sorbo de su jugo y una mordida de su carne podían matar a diez personas, pero nunca a un pájaro. Los primeros habitantes del valle vieron en los kastvrwikur1 una invitación a la discordia, al asesinato y al suicidio. Un arma de guerra y desesperación que ni siquiera era buena para cazar, pues impregnaba los músculos y la sangre de la presa hasta volverlos tóxicos. También se llegó a decir que la existencia de esos árboles era, en realidad, la venganza de Enam, el mundo, contra las criaturas que conquistaron la tierra, segaron los campos y desviaron las aguas. Por eso disculparon a los habitantes del cielo, las aves a quienes las gentes del valle aprendieron a reverenciar como dioses. Tan pronto se oía un concierto de trinos extranjeros, los paganos respiraban con tranquilidad: las aves del norte devorarían los frutos y erradicarían, aunque fuera por unos meses, uno de los tantos instrumentos que los hombres tienen a su disposición para alcanzar la muerte.
Nunca vi un kastvrwik. La historia de estas tierras se decidió sesenta y cinco años antes de mi nacimiento. Se diría que fui afortunado. O un auténtico maldito. Nacer en la ignominia, no conocer la nobleza, ser incapaz de esa nostalgia que a tantos carcome y desespera, ¿es en serio una condición trágica? Según relatan las crónicas orales, no fueron pocas las embarazadas que al oír el trote de los caballos invasores corrieron a comer los frutos. En condiciones desesperadas, cuando ya todo está decidido, matarse es la única manera de recuperar lo que antes quedaba en manos del albedrío personal: la posibilidad de avanzar por cuenta propia hacia un destino. Otras tantas, las que más tarde terminaron de esclavas y de putas, si no se suicidaron usaban los frutos para envenenar a sus señores.
Lo que en el imaginario del pueblo de mi infancia fue una gesta heroica quedó consignado en los libros de texto como un episodio patético. Apenas se reconocen treinta y cuatro víctimas: un ministro de finanzas, cuatro generales y veintinueve cadetes borrachos que se dieron cita en un tugurio clandestino. La historiografía del Imperio es curiosa: incluso cuando los académicos reducen el acto heroico a una caricatura, en cierto modo toman partido por las putas al admitir que los viciosos se merecían una muerte deshonrosa. Los libros, sin embargo, omiten a los seiscientos militares que amanecieron sin vida en sus camas. Mencionarlos habría implicado postrarse ante una humillación silenciosa y admitir que lo que no lograron los hombres paganos con sus espadas lo consiguieron unas mujeres con jugos.
El mundo, antes una incógnita insondable, empezó a cobrar sentido cuando cumplí los seis años. Los adultos se habían cansado de pintarme un panorama amable. Estábamos en guerra. La gramática que nos hermanaba no era la de nuestra lengua, el erynšhül2, sino la del resentimiento. Asómate al valle, me decían. Eso fue nuestro. Todavía lo es. Lo será de nuevo. Yo, porque no tenía más remedio, asentía. Juraba con ellos que muy pronto el mundo volvería a abarcar más que las barriadas miserables donde malvivíamos en calidad de presos.
¿Creía en algo? ¿Me importaba el trazado de unas calles lejanas que, desde mi sitio en la colina, se desplegaba como una proyección, antojadiza y errática, de hombres antiguos? Eltar era solo un nombre, el valle un simple lugar, el Imperio una idea abstracta. A mí me bastaban los metros cuadrados de mi casa, la quietud de las cumbres, esa frialdad que, inevitablemente, nos arrojaba a las fauces del silencio. Cuando callan las personas, el trino de los pájaros deviene elocuente. Parecen narrar una historia: la del principio de las cosas, la de un bien posible y la de un mal inacabable.
Pero yo solo imaginaba. Si Iria no hubiera renunciado a las palabras, tal vez me habría traducido el canto de las aves. Podía pasarse largas horas observando los árboles y los cielos como si en ellos hubiera un mensaje oculto. Después de mucho acompañarla, de buscarla por los callejones del barrio y de encontrarla a las puertas del bosque, entendí que persiguiendo aves intentaba soportar el decurso de los días. Si le decía que todos estaban preocupados, ella se encogía de hombros; si le preguntaba qué hacía, señalaba a la distancia, luego me veía, alzaba el dedo índice y luego abría los brazos. Su cuerpo sin palabras intentaba transmitir una historia que todos conocíamos pero que temíamos contar, la del primer pájaro del mundo, un ave que arrastra los días y las noches y que trae los inviernos.
Es un ave eterna pero indiferente al destino de los hombres. Ellos, en cambio, se preocupan demasiado por las tramas que se tejen en el tiempo. Adoran o pretenden corregir el pasado, desprecian o enaltecen su presente, quisieran conquistar el mañana. Y es por esta fijación que actúan. Por lo general, las cosas se les salen de las manos. Digamos que hay dos sectas, una adora al mundo, la otra a lo que está fuera de él. Intentan convivir, pero sus visiones de lo que es correcto lo impiden. Llega el día en que alguien decide zanjar las disputas, y para tales efectos ordena que los mundanos se sometan. Naturalmente, ellos deciden rebelarse. Los disturbios escalan a tal grado que se hace necesario restaurar el orden. Una manera de hacerlo consiste en tomar prisioneros, de preferencia por la noche, cuando los rebeldes están demasiado adormilados para poder reaccionar. Si en el proceso hay que azotar a unos cuantos niños llorones, así sea.
Iria vio cómo se llevaban a su padre, el hombre que peregrinaba el valle contando historias sobre pájaros que arrastran los días y las noches. Más que un acto inocente, era un llamado a la insubordinación. Cuando Krilsdiev proclamaba que la muerte de los dioses es también las de los pueblos, politizaba un concepto religioso que él conocía mejor que nadie. La tradición mrüsind3 atribuye a los hombres y a los seres divinos —los ürile4— una existencia condicional y recíproca. Se dice que en los tiempos primordiales realizaron un pacto en virtud de los dones que el dios creador les otorgó. A cambio de poseer únicamente espíritu, los ürile contarían con vidas largas, casi eternas, y la facultad de ordenar las cosas a su antojo —los vientos, los mares, el trueno e incluso la fortuna—. Los hombres tendrían la carne, el alma y un sitio en la tierra, pero también la muerte, el hambre, la envidia, la desesperación, la nostalgia, en fin, los vendavales imprevisibles del sentimiento. El üril no padece hambre física, ni tiene sangre, pero necesita de la memoria para sobrevivir. Este es el privilegio y, tal vez, la condena de los hombres: aun si mueren las lenguas y las tradiciones, él seguirá vivo, siempre a la búsqueda de un lugar.
Krilsdiev se preocupaba más por su gente que por la suerte de los ürile. Temía, en todo caso, que olvidar a los seres divinos desencadenara la ruina. Jamás un hombre ha de ponerse por encima de los seres ultraterrenos, repetía al padre de Iria, porque así como él los alimenta y los mata con el olvido, así también es presa de la necesidad y del temor a la desolación que arraigan en su propia alma. Esta criatura no soporta la soledad, teme a las reverberaciones de su corazón en la noche, desprecia la idea de que sean sus pasos los únicos que se oigan, implora por una compañía, añora que algo lo trascienda y atienda sus plegarias. El üril renace tantas veces como el espíritu lo pida. Pervive en el miedo, en la sospecha, en la esperanza de que el tiempo y la historia no sean fenómenos aleatorios. El alma terrena los reclama porque el hombre no soporta los naufragios. De entre los ürile los más viejos son aquellos que se alimentan de la desesperación y el anhelo. Necesitan al hombre, pero no lo aman, pueden prescindir de él, devastarlo si es preciso. Su lealtad, como la de cualquiera, es con los suyos. Les enfurece la muerte de los ürile más débiles —así como uno aborrece el sufrimiento de un hermano menor o el asesinato de un niño— y sobre todo los carcome la impotencia. Siendo capaces de hundir la tierra, levantar montañas, rellenar los abismos y hasta empujar los astros, nada pueden hacer por su estirpe cuando triunfa la desmemoria. No sorprende que los mrüsinde atribuyan el ascenso y la caída de los imperios al humor de los ürile. Intervienen en la historia, se coaligan, bajo nombres distintos, con los pueblos de fe firme, las naciones conquistadoras.
Krilsdiev estaba convencido de que el declive inicia cuando el hombre empieza a creer que se basta a sí mismo, que no necesita de leyes ni de dioses, que puede vivir tan solo de lo que le da la tierra o de su inteligencia o de lo que puede comprar con el dinero. Y no está del todo equivocado; sobrevivir de ese modo es más que posible. Pueden pasar generaciones hasta que se avizoren las estelas de la decadencia. Los tiempos de la divinidad juegan a favor del olvido. Cuando un üril iracundo arroja sus maldiciones sobre los desmemoriados, los escépticos y los apáticos, la sensación de tragedia se ha desvanecido. Quedan el rendimiento, la aceptación y una melancolía inútil. Krilsdiev temía que abandonar a los dioses degenerase en la muerte de la comunidad y en el triunfo irrevocable de un imperio extranjero. Iria creía en los pájaros, su padre en los hombres. Ella buscaba los trinos, él la elocuencia de los discursos.
Yo, sentado al filo del acantilado, entre el temor a perderlo todo y la seguridad de que con o sin dioses seguiría vivo, me limitaba a observar. No creía en demasiadas cosas ni intentaba entender los mecanismos que subyacen a la realidad. Los días, simplemente, pasaban. Y en ellos estaba Iria Krilsdievsfrei, extraviada en la insensatez de nuestro siglo, un tiempo de guerras como son todos los tiempos, cazando aves míticas para, sin saberlo, aplacar una furia divina que era capaz de condenarnos.
El Gran Incendio fue, en opinión de Krisldiev, el castigo que los ürile infringieron sobre los desmemoriados. Por una semana las llamas devoraron los campos y arrasaron los hogares por donde se extendían los árboles del corazón. Se diría, de nuevo, que fui afortunado. A la comarca de mi niñez, ese páramo en los Sótanos del Cielo, los Uraturwalü5, solo llegaron columnas difusas de humo, el rumor de los alaridos y el aroma de la carne chamuscada. Mi cielo fue siempre de un azul devastador, las hierbas crecían tímidas por los caminos, ríos delgados serpenteaban en su trayecto al gran lago del valle, la quietud reinaba mientras que las tierras bajas ardían. Pensar en esos días nefastos, imaginarlos en vez de recordarlos, vivirlos por medio de las historias que contaba Krilsdiev, fue la suma de mi tragedia infantil. Los que vivían lejos de la cumbre, apiñados entre árboles malditos, perdieron algo más que la casa, un bosque y el favor de los dioses. Renacieron como alimento de la tierra: cenizas y un montón de huesos que, una vez pulverizados, esparcieron por campos de trigo.
El valle reverdeció, los graneros desbordaron de abundancia, se tendieron caminos de piedra, llegaron nuevos habitantes y otros idiomas. Donde una vez hubo árboles se erigieron altares, estatuas y templos, pero ya no en honor a los ürile. Los dioses viejos se fundieron en el nombre de uno nuevo: Iskra. A los niños que no conocieron los árboles del corazón y a los que eran demasiado jóvenes para recordarlos se les dijo que aquel fue un incendio santo. La mera existencia de los árboles, afirmaban los predicadores, se debía a una de las dos fuerzas principales que rigen la creación: el mal. Y este mal solo puede florecer donde no se conoce el nombre de Iskra, la fuente única del bien y la virtud. Entonces los niños se arrodillaban, besaban el suelo con las frentes, se mostraban agradecidos.
Los pájaros nunca volvieron, pero ahora teníamos un dios.
1De kast (corazón) y vwrik (árbol). La desinencia -ur representa el plural nominativo para sustantivos de género inanimado. Nótese que el título del relato es Kastvrwikursen, donde -sen es la forma definitiva plural de la palabra. En erynšhül no hay artículos.
2Literalmente, “palabra de eryn”. Eryn, en este caso, es una especie que habita el mundo donde transcurre esta historia. Alternativamente, puede traducirse como eltarano.
3Aunque mrüsind se traduce aquí como pagano, la palabra quiere decir “celoso, necio, terco”.
4Nótese que el plural nominativo de üril, al ser de género animado, será ürile y no ürilur,
5De urat (sótano) y wal (cielo). Véase que el genitivo singular animado (walü) aparece a continuación del sustantivo.


