Krishna Avendaño's Blog, page 4

February 6, 2018

Abandono de la orilla liberal


En el pasado encontraba en la admonición a mis cofrades una fuente de entretenimiento. Más que optimista, era profundamente ingenuo: creía que las palabras bastarían para enderezar los rieles torcidos por los que traqueteaban la literatura y el liberalismo. Aunque bordeando ambas fronteras, me centraré por el momento en la ideología. En cualquier caso mi faceta como liberal fue la que me granjeó más éxitos antes de que lo echara todo por la borda e ingresara a la orilla de la transparencia, que es un modo un tanto pretencioso para denominar la vida como NEET y hikikomori parcial.
TIPO Y ANTITIPO
Varios reconocimientos en el currículum, el padrinazgo de una fundación alemana, la suficiencia que otorga el saberse miembro fundador del un movimiento sin precedentes, eran señales inequívocas de que el camino estaba pavimentado para que yo me embutiera en las túnicas de un ideólogo ejemplar. La situación y mis compañeros me lo pedían. La modestia fingida es siempre más repulsiva que la arrogancia; yo siempre entendí mi valía y es por ello que acepté interpretar el papel. El precio por acceder sería alto. De la misma manera en que yo era conciente de mis aptitudes también lo era de mi incompetencia social. Mi sitio estaba detrás de un escritorio, no en una mesa privada de debates, mucho menos frente a un gran público. 
Recuerdo cuando jugaba a ser poeta. Yo recién había publicado una plaqueta con la cual no gané ningún premio pero sí el mote de la revelación del año. Fue dar el primer paso al escenario para que se me disolvieran los fémures y las tibias. Ya en el suelo, recité con gritos demenciales los versos. Afortunadamente la poesía era lo último que importaba, de modo que pude justificar mi pánico bajo el argumento del performance. Esa fue la tarde en la que me bautizaron como la revelación del año y el día en que decidí retirarme de la poesía. Por desgracia, no basta con dejar de escribir versos para quitarse el estigma de Rimbaud de Copilco y la neurosis me impedía conjurar la paciencia necesaria para que el entusiasmo por mí menguara. Sabotearse a uno mismo es un fino arte. En un medio donde todo es válido, excepto la decencia y el disenso, la ignominia se gana mediante la articulación del discurso equivocado. 
La única estética de la poesía salvaje es que no tenía estética. No se nos exigía demasiado, salvo ser libres. Claro está que la libertad equivale a repudiar la sensatez. En otras palabras, teníamos que firmar con la mano izquierda y rendir culto al dios de nuestro tiempo: el progresismo. No fue difícil caer del pedestal. Aproveché que no era solo una revelación de la poesía, sino también del pensamiento liberal. A la sazón de los eventos políticos del 2012, hice públicas mis opiniones y, para asegurarme la enemistad, no fuera que me reverenciaran como los comunistas con sensibilidad lírica a Ezra Pound, ridiculicé a un poetastro que escribía más panfletos a favor AMLO que versos mediante la creación de un meme, acaso mi mayor contribución al arte posmoderno.
La debacle de mi faceta lírica fue lo que en teología se conoce como tipo y antitipo. Yo no era un poeta salvaje convencido, sabía que escribiendo endecasílabos no llegaría tan lejos como vomitando sandeces seudopoéticas. Escribe Joseph Brodsky: «Nada revela mejor la debilidad de un poeta como el verso clásico y esa es la razón por la se lo rehúye universalmente». Como no podía ser de otra forma, no solo rehuíamos del verso clásico, sino que atacábamos a quien osara cultivarlo, lo llamábamos reaccionario. Mi plan, tan  ingenuo como advenedizo, era ganarme un espacio para después, con la tranquilidad que otorga saberse acogido en un medio, devolver a mis versos la dignidad que por complacer a mis colegas les había negado. Cuando hice mi entrada al restaurante donde se organizaba la creación del movimiento liberal y vi a todas esas caras entusiastas, en mis adentros intuía el desenlace. Lo intuía pero no lo quería aceptar. Era un liberal honesto, que no quepa duda, pero con un eco de moralidad incómoda en mi fuero interno. Una reverberación que, pensé, podía suprimir, porque a diferencia de la literatura la ideología que abanderábamos exigía la disolución de la individualidad en tanto que comunicadores de la misma. No he escrito una desfachatez: se nos exigía no predicar nuestros malestares morales; hacerlo implica la ruina del liberalismo. ¿Qué era más importante, se nos preguntaba, externar nuestro aborrecimiento personal hacia comportamientos degenerados o promover el derecho de los degenerados a expresarse? Como liberales no éramos moralistas, sino difusores de una ética universal.
Pasados varios meses de reuniones en una casita de San Ángel, se decidió que era momento de dar a conocer al público de la ciudad nuestra organización. Sería una velada memorable que incluiría varios discursos y un ágape de vino tinto y montaditos de queso tipo manchego, jamón serrano y Pan Bimbo. Se nos requirió que a modo de presentación respondiéramos a la pregunta «¿por qué soy liberal?». Las consabidas justificaciones ideológicas de mis camaradas pueden intuirse y no seré yo quien las repita: ábrase una página del Mises Institute o del CATO y alguien la estará enunciando. La mía, si no me equivoco, fue la más memorable de la velada. Soy liberal porque es la única ideología que me impide exterminarlos. Una cuarta parte del auditorio se rio por mi ingenio, otro cuarto emitió risitas nerviosas, los demás se quedaron de piedra, cruzando miradas. Muy serio, expliqué cómo el liberalismo ampara nuestro derecho al odio. Y yo los odio a todos ustedes, dije.
Terminado el evento, un par de colegas me amonestaron por lo imprevisto de mi declaración, no tanto por el contenido. Sabían que mi estilo era provocativo y que nunca me prestaría a regurgitar lugares comunes. Pasado el susto, me conminaron a seguir. Ellos se encargarían de convencer a los tibios, yo pregonaría las consecuencias más incómodas de nuestro ideario. No me importaba ser el apóstol del odio, del racismo y de la discriminación. La doctrina establece que por cada cien ponentes adustos que adormecen a su público debe haber un tío terrible, de largas y ensortijadas greñas, devoto del power metal, el progresivo, la literatura salvaje, que disemine con rabia el evangelio del anarcocapitalismo. En el mundo anglosajón y en España ya estaban tomados los puestos con figuras como David Muh CP Friedman o el heroico Jorge Valín, Ministro plenipotenciario de Turismo de Somalia. ¿Quién de entre mis solemnes camaradas estaba dispuesto a que la ignominia cayera sobre su nombre? 
La más exitosa de  mis charlas se celebró en una casona de la Condesa. Basándome en la premisa de que los derechos son concesiones graciosas del Estado, afirmé que el derecho a la vida no existe. Quise decir que la vida se defiende porque es un valor individual por sí mismo, pero eso no lo entendió una doña tan ofuscada como emperifollada que, a la hora de las preguntas y respuestas, me tildó de devorador de niños. Un sujeto menos prosaico pero igual de indignado preguntó con ironía mal disimulada: ¿Quieres decir que no debemos garantizar el derecho a la salud?  Tomé el micrófono y pedí «un aplauso a la compresión del camarada». El público, menos la doña, pero incluido el rojito, celebró mi respuesta. Esa misma noche, la noche de mi consagración pública, me emborraché con mis compañeros liberales en un bar de lo más nice, me caí del Metrobús, me rompí el tobillo izquierdo, y uno de mis camaradas, un tórrido obeso de 1.90 que detentara un pasado en las filas del nazismo mejicano, hizo el favor de regresarme a mi casa.
Ese era el antitipo. El día en que me bautizaron como la revelación de la poesía y decidí dejar de serlo, mis compañeros poetas y yo íbamos camino a mi casa por la línea 3 del metro. La noche en que hasta los comunistas me aplaudieron, un compañero me regresaba a mi departamento entre clamores de que con nosotros el liberalismo triunfaría en México. A través del parabrisas del auto del tórrido, las brumas etílicas que maceraban mi hígado y me empañaban los cristalinos me regalaron la visión de un largo dedo naranja arañando el cielo añil. Intuí que no alcanzaría una cumbre más elevada que aquella, y no porque no fuera capaz de superarme. Tan cierto como que era liberal, lo era mi desprecio. No me había obnubilado los sentidos para celebrar, sino para hacer menos insoportable la camaradería. Esa noche, cuando entré a mi edificio, ebrio y con el tobillo roto, supe que no faltaba mucho para que yo me rehusara a salir. Los medios para el encierro ya los tenía —ganar tres veces al hilo el mayor certamen de ensayos liberales del continente y un espíritu ahorrativo pagan bien—, tan solo me hacía falta el desprestigio.
DESVANECIMIENTO
Interpreto esta necesidad de crítica a la inminencia de la fase final de los últimos tiempos o acaso como respuesta a  las turbulencias del fin del calendario maya. Algún desajuste en las cuerdas del cosmos ocurrió en el 2012, pues se nos exigió dejar las actitudes tibias. Así fue como me convencí de que mi papel era dar voz a los inconformes con la infestación progresista en las entrañas del liberalismo. Parafraseando a Marx, pero sobre todo influenciado por el diagnóstico de otro Joseph —Ratzinger, no Brodsky— hiciera de nuestra época como un tiempo dominado por la dictadura del relativismo, acuñé el término «liberalismo vulgar» a propósito de una noticia en la que se hablaba de un campamento en Estados Unidos donde obligaban a los niños a travestirse. Naturalmente, el campamento era privado, de modo que no había nada que de suyo atentara contra las bases de nuestra filosofía. Inconforme con este claro descarrilamiento moral y horrorizado al darme cuenta de que yo había contribuido mucho a este mediante mis provocaciones, afirmé que todo individuo que antepone el derecho a la degeneración representa un liberalismo vulgar. En algún momento comenzaron a llamarme profeta. Y como un profeta, yo me desplazaba por el suelo como por las aguas. En pleno idilio con el ayuno intermitente y la dieta cetogénica una serie de hernias discales me robaron la sensibilidad de la mitad del cuerpo. Se pensará que el aliento de mi público resarcía aunque fuera un poco las molestias de la anestesia. La realidad era otra. En secreto, como sucedió con la poesía salvaje, buscaba la forma de desasociarme del liberalismo. El conservador quiere barrer el desorden, limpiar el polvo de los altares falsos. Cuando por fin me di cuenta de esto, que yo no era más que un intendente de la catedral progresista, supe que mis críticas serían vanas si antes no salía del templo. 
Desde luego, no soy tan sublime. Mi repudio al liberalismo mejicano era también de raigambre personal. No eran tan insufribles las reuniones en la sede de la fundación alemana, las risotadas del público o los debates sin fin entre progres y conservadores como los cariñitos que intentaba propinarme el entonces director, monstruoso becerro prieto de ciento ochenta kilos que gustaba de deslizar sus grasoso apéndices por mis clavículas.
APOSTILLAS AL LIBERALISMO VULGAR
La originalidad murió con la primera ficción. Si queremos ser más helénicos, diríase que la semilla de todos los textos occidentales está en la épica homérica. En buena medida, todo conocimiento no es más que reciclaje y maquila de ideas previas. Muéstrenme un pensador original y yo erigiré un altar en su honor. Con la misma seriedad con la que mis seguidores se refieren a mí como un profeta, digo que abandoné la academia por el inconveniente moral que me supone ser un regurgitador profesional de conocimientos. En realidad, nunca me tuvo con mucho cuidado quién fue el primero en inventarse aquello del liberalismo vulgar. ¿Y para qué angustiarse, si la mayoría en el medio encontraba vomitivo el concepto de la propiedad intelectual? Ofendido por mi desagravio a un autor que, francamente, nunca leí, un anónimo dejó un comentario ardoroso en mi viejo blog:


Si a Carson le importa detentar el título de la originalidad, no lo impediré. Imagino lo improbable que dos lectores de Marx lleguen al mismo chiste y lo usen para beneficio de su agenda personal. Quisiera detenerme en algo más importante. Obsérvese lo tramposo del argumento anónimo, que en buena medida es, por lo que entiendo, el de Carson (a quien, desde luego, seguiré sin leer): el fin de conservadores y reaccionarios —en realidad cualquier antiprogresista que no esté bendecido por el agua santa del libertarismo— es crear una sociedad económica desigual —entiéndase miserable, ignórese cualquier matiz—  por el puro placer de hacerlo. No es que las convicciones de los conservadores sean nobles pese a que sus métodos sean los equivocados; son malignos por definición. Solo el libertarismo purifica el espíritu. Los credos seculares no han trascendido la necesidad de una narrativa teológica.
Por otro lado, anónimo me acusa de libertario vulgar, lo cual es francamente absurdo. Intentaré responder la difamación del modo más socrático posible: ¿Puede un católico ser un budista vulgar? No estoy seguro, si bien en épocas de vibrante ecumenismo, como el que pontifica el porteño de San Pedro, todo es válido y posible. En todo caso, para seguir con el argumento, se puede afirmar sin género de dudas que un protestante es un cristiano vulgar, pero no un católico vulgar. Vamos, que nada pone en evidencia la estrechez cerebral como la dificultad para establecer categorías. De esta incapacidad, propia de mentes medianas —la mayoría, por efecto de la muy discriminadora ley de los grandes números—, se valen los habilidosos verbales para propagar su discurso.
Recientemente un viejo camarada me preguntaba si todo liberalismo es vulgar, a propósito de dos tuits que, para variar el tono, no versaban sobre la debacle de mis neurotransmisores auspiciada por mi afición a los ansiolíticos. Dije: «Recordatorio de que conservadurismo y progresismo son una falsa dicotomía que enmascara a un mismo engendro nacido de la revolución ilustrada contra el orden tradicional». En su mayor parte el liberalismo es vulgar, por simple hecho de que la vulgaridad es abundante en tanto que la sofisticación es escasa. Al momento de escribir el tuit, yo pensaba en Gloria Álvarez, reconocida mercadóloga del libertarismo, que en el apelativo de marxista cultural se colgaba una medalla al mérito. En el imaginario pueril de los que en la sensación de la rebeldía fincan la piedra de toque de su existencia, el mayor logro al que aspiran no es a la transmisión adecuada de las ideas sino al vilipendio: se validan a sí mismos según la ira que suscitan en otros. Ni que decir está que el provocador tiene su lugar y momentos adecuados, que para eso hasta en el circo hay división laboral y las masas no están para interiorizar sesudas retóricas, ni constituye una aberración el que haya quien prefiera el mensaje sencillo a la enrevesada enunciación. Filosofar es privilegio de ociosos.
Quizá el camarada leyera mal el tuit o acaso mi redacción fuera torpe. La vulgaridad, me parece, en tanto que cuestión de estilo y formulación, ha de rastrearse en el contenido y en la forma. Dicho de otro modo, hasta en el vertedero de la filosofía hay niveles y nunca será de idéntica jerarquía el panfleto progresista de una catedrática que alcanzó su puesto gracias a una cuota de género que una sola línea de los cuadernos de Gramsci. Con lo cual no valido al artífice de  lo que hoy se ha dado en llamar marxismo cultural. Hay, en este sentido, un liberalismo de retórica decente. La cuestión es si hay un liberalismo que ontológicamente no sea vulgar. Esto parece ser lo que angustia a mi camarada. Podría teorizar al respecto, pero no tengo ni las energías ni el interés para hacerlo. Para seguir con la figura retórica, un budista no tiene porqué aleccionar a un católico sobre la trinidad. La paz se alcanzará cuando se entienda que hay diálogos que de suyo son imposibles.
ANULACIÓN
¿Quién quiere sufrir, quién exaltarse? Como la existencia misma, el pánico es un absurdo abrumador. No fue ante un gran público ni en medio de una refriega intelectual cuando me derrumbé. Sucedió un sábado por la noche. Peleaba un boxeador tan antipático como fino para el contragolpe. Su rival, un pobre eslavo acarreado no sé si de Odesa o de Kiev, presto para el sacrificio en una arena del DF. Serhii Fedchenko no pasará a los anales de la historia del boxeo pero sí a los del pánico. Imposible confundir la emoción con el terror. El arte brutal de Márquez tenía para mí el efecto que unas semanas después me daría el Rivotril. De modo que esos martilleos en el pecho, los jadeos, el sudor, las manos heladas, las piernas adormecidas, no eran signos del fervor de un fanático. Estaba solo en mi cuarto, viendo un hombre destrozar a otro, mientras mis nervios se encargaban de hacerme pedazos.
Intenté resistir los embates de mi organismo durante una semana. Las tardes subsecuentes fueron de taquicardia y las noches de despertares súbitos. Con una película de Kurosawa como telón de fondo, pastiche profético de dos textos de Akutagawa, nervioso adicto al barbital, siete días después, un domingo, entendí cuán insoportable era yo mismo y fue así como sucumbí a la tentación del adormecimiento químico. Para ello debía ponerme en manos de un psiquiatra. Hombre de nobleza excepcional, el doctor López me recetó un frasco de clonazepam ni bien relaté mis tribulaciones. La primera gota fue iluminadora: la desdicha es insustancial, la premura una nota estridente en el arrullo que debiera ser la experiencia. Lo comprendí: era el momento de la retirada definitiva; de todas formas ni el mundo ni la academia ni yo teníamos nada que ofrecernos los unos a los otros. Los trastornos psiquiátricos, por auténticos, me daban la posibilidad providencial de efectuar un alejamiento legítimo. 
Mi asesor de tesis, entonces uno de los únicos tres docentes liberales de la facultad de economía, aceptó que su estudiante modelo, el único liberal de una generación mayormente socialdemócrata, se tomara un descanso para recuperarse de la depresión y los trastornos de pánico. Debes estar muy agobiado, así solo y con ese proyecto monstruoso, me dijo. El título de la bestia era El enfoque de la escuela austriaca en el marco de las teorías de los ciclos económicos endógenos. Estaba más que claro que iba a fracasar. El profesor para quien yo era esclavo en la modalidad de servicio social —el segundo de los tres liberales, académico que firmaba con su apellido artículos que yo escribía (Cervantes, como para mostrar que la literatura palidece frente a la realidad cotidiana)— aceptó mi retiro de buena gana, me deseó buena suerte y que regresara con nuevos bríos para concluir los dos meses de servicio que me faltaban (y los artículos que a él le daba pereza escribir). El tercer profesor, cuya pinta era más de rumbero caribeño que académico —pelo crespo, piel parda, bigotito a ras; un Thomas Sowell del son jarocho— es el único a quien, de vez en cuando, por medio de Twitter, atormento con mis dolores existenciales y exaltaciones al moe, y a su vez él me martiriza difundiendo las infamias de Gloria Álvarez. A pesar de que el rumbero Zavaleta era mi preferido es una lástima que no trabara con él una relación significativa. Tenía grandes planes para para nosotros: cuando tomé la decisión de irme, él aún no daba el salto definitivo al liberalismo, pero ya se le notaba en la forma de impartir clases y de ponerme puntos extra por atreverme a decir que la educación pública es criminal, estando yo en una universidad pública, que pronto sería el siguiente en caer; si todo marchaba bien, lo usaría para salir avante en el examen profesional. Es bueno saber que ahora es él, tal como profeticé, quien organiza la mayor parte de las ponencias liberales en la facultad.
Me olvidé de la batalla. Deserté. Presentarse a un combate cuando no hay posibilidades de ganar supone un desgaste inútil de energía y fuerza vital que bien puede ponerse al servicio de cosas más nobles, como la contemplación de la obra divina, la escritura de endecasílabos o el anime. ¿Quién lucha para perder? El imbécil. Yo no enviaba mis ensayos por el mero gozo de difundir mi pensamiento. Incluso en la época en que mi perspectiva no era el encierro, andaba en pos tanto del prestigio intelectual como del premio en metálico —o en moneda fiduciaria, para decirlo en los términos yo hubiera usado entonces, cuando era un ferviente defensor del patrón oro y la banca libre—.Más que nada porque, diría Marx, mis habilidades no daban para producir valor objetivo. O lo que es lo mismo: la labor física me aterraba, las interacciones prolongadas me drenaban la poca vitalidad. Recoger los premios por mis textos era todo lo que podía hacer, y hasta eso fue complejo. La directora del concurso que gané tres veces al hilo puso todo de sí para que yo no cobrara los cheques —en una ocasión tuve que esperar más de seis meses—. Supongo que no le agradó que nunca le tendiera la mano o que no me presentara al circo de la premiación. Hay códigos básicos de comportamiento que mi incompetencia no comprende y que yo, desde luego, no me esmero en aprender. Es así. Es bueno que al apático no le dé el sol. Todos se benefician.
La insensibilidad, claro, es ilusoria. No pude permanecer inmune a la decepción. La salida: cerrarme aún más. Hace por lo menos dos años que, ni por error, veo las noticias. ¿Con qué sentido si ya conozco la narrativa? Un solo hombre no puede contra toda la iniquidad. La deploro pero no me lleno de ella. Si todo el horror conduce al mismo acantilado y yo ya había atisbado el precipicio, ¿para qué insistir en gritar al fondo, qué sentido hay en horrorizarse ante la más novedosa ramificación de lo abyecto? Me apena la situación de los que aún desean arruinar su ánimo, llenándose con los hechos del mundo; el vertedero es solo uno y está frente a nosotros. No, el dolor no vale la pena. Cuando se entiende esto, la decepción y el asombro ya no son posibles. Queda, si acaso, la lástima. Una lástima por los que no han tocado fondo. Un pronto agotamiento previene iras innecesarias.
San Pío X explica que no fue la traición el peor de los crímenes de Judas, sino el creer que estaba más allá del perdón: en su soberbia se convenció de que Dios no podría obrar su misericordia en su alma desesperada. La historia de Judas tiene un correlato en las ciencias del comportamiento. Es la indefensión aprendida, el punto en que el individuo se convence de que no se despejarán las brumas en su panorama. Perdido el sentido de sí mismo, solo quedan el suicidio, la pena eterna o la anhedonia. El suicidio, creo yo, es el privilegio de quienes además de haber padecido de un sufrimiento objetivo y ejemplar han completado una gran obra: Akutagawa y Dazai se ganaron la muerte. Los demás solo tienen su pequeño y vano desasosiego, ante el cual queda o la exaltación o el adormecimiento. Sufrir constantemente es una franca molestia. La insensibilidad, por tanto, es la respuesta. Y ya que yo no sentía el suelo, me pareció que lo más coherente era apartarme, ver impávido el derrumbe desde la ventana de mi habitación.
Un año después yo ya no era nadie. En el movimiento encontraron a otro chico prodigio. Me enteré de que la secrecía de los certámenes en los que participaba era una farsa. Hikikomori desesperado y desvergonzado, envié mi mejor texto bajo seudónimo, solo para recibir, semanas más tarde, mucho antes de que el jurado diera por iniciada la faramalla de las deliberaciones, un correo anónimo en el que se me informaba que ni siquiera se molestarían en leer mi obra. No fue tan amargo. El concurso lo ganó, por fin, el sempiterno segundo lugar a quien yo inmerecidamente había opacado, rosarino cuyo combate irrefrenable contra el progresismo lo catapultara en 2017 al odio de las feministas de la América Hispana. De todas maneras, mi desvanecimiento seguía y cada vez eran menores mis requerimientos tanto calóricos como materiales. Un hikikomori charro no precisa más que de un cuarto para él solo y, quizá, unas cuantas figuras de anime, no muchas, solo las justas. También un poco de medicación contra el hipotiroidismo, pero eso lo descubriría hasta hace poco, cuando me di cuenta de que no era normal que no me crecieran las uñas, se me cayera el pelo a raudales, que mi temperatura corporal estuviera a 35 grados en promedio y que mis mañanas, por decirlo con enrevesada lírica, se tornaran blandas.
ANTICLÍMAX
Nada tan vulgar como el melodrama moderno. A cuatro años y medio de mi renuncia he perdido mis cualidades proféticas. No habré recobrado el entusiasmo por lo moderno, pero he reconquistado la calma y me he reconciliado con los carbohidratos. La indefensión aprendida no es del todo como el pecado al espíritu. A veces incluso se me puede ver deambular por el vecindario. El asfalto ya no se siente como agua. Las uñas ya me crecen. Mi presencia suma apenas sesenta kilos al planeta. Minimizo el incordio que supone mi presencia manteniéndome al margen. Minimizo el incordio que me supone el mundo manteniéndome al margen. Soy un hombre cortés.
Aquí el anticlímax de la historia: he dejado de escribir y aleccionar porque en algún momento entendí que no vale la pena enmendar la plana a un liberalismo tan enamorado de sí mismo y del espíritu de nuestro tiempo que ha cedido la búsqueda de la trascendencia y en cambio celebra la vulgaridad. He renunciado porque al fin he comprendido que nada hay de heroico en una existencia consagrada a cantar odas a cuán vil puede ser un hombre. Quizá vuelva a escribir poesía, esta vez en endecasílabos. 
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Published on February 06, 2018 17:08

Literatura comprometida


Comencemos, como ya es costumbre, con una anécdota que nos servirá como pretexto para detonar el artículo. En esta ocasión la historia es estelarizada por dos escritores en esquinas opuestas del mundo. La literatura de ambos no podría ser más distinta la una de la otra, pero si forzamos las comparaciones en el ánimo de buscar alguna coincidencia significativa es que estos dos personajes, por merecimientos y circunstancias ajenas a la de su oficio, trascendieron en sus respectivos campos. Uno de ellos, flacucho y de mirada compungida, consiguió convertirse a sus veinte años en el líder regional de una agrupación de estudiantes comunistas. El otro, rechoncho y con afición por las boinas, le escribe en sus ratos libres odas a Stalin. Al primero lo obligan a retractarse de sus acciones y él, sin siquiera dudarlo, acepta con tal de que lo dejan en paz; lo que resta de su vida lo pasará escribiendo, drogándose e intentando suicidarse. El segundo se convierte en el escritor nacional e incluso le ofrecen que se postule para presidente, pero la modestia y la vejez lo hacen conformarse con el Nobel.
Si la literatura sirve para tender puentes, que sean los sinsabores y las glorias del compromiso político las encargadas de hilvanar la narrativa de esta reflexión. La insistencia de que la escritura no sea vana y de que la vida del artista discurra por cauces más nobles que los de largas horas frente a la página en blanco y prolongadas caminatas por las plazas no es una innovación de la modernidad. Si no me remonto a un pasado tan lejano es porque tal vez tengamos a nuestro alrededor personas que experimentaron las mismas inquietudes que esos dos escritores. Aunque seamos producto de un milenio más desapasionado, todavía, de mano de padres y familiares, nos llegan los ecos de esos años que parecían bullir con ideales de transformación. Yo diría que no es para tanto y que todas las épocas son más o menos parecidas. Ideales y gente presionando el cambio hay en cada década, es solo que a veces el ruido y la nostalgia romántica de los años pasados nos impiden dimensionar adecuadamente el de nuestro tiempo.
A veces, contra todo pronóstico, consigo reunir el valor para salir a la librería que está cerca de mi casa, solo para darme cuenta de que cada cierto tiempo aparece la nueva novela contestataria  de algún joven escritor nacional o de una vieja vaca sagrada. Entonces vuelvo sobre mis pasos y, a pocos días de la fecha límite para lanzar el nuevo número de la revista, me planteo escribir un breve ensayo dirigido a nuevos escritores para advertir acerca de los peligros de las obras que anteponen su mensaje a todo lo demás.
El caso de Osamu Dazai, el primero de los personajes de la anécdota, es ejemplar porque nadie termina de creerse que en alguna ocasión tuviera convicciones sólidas. La teoría más aceptada es que si llegó hasta donde llegó dentro de su célula de revoltosos fue porque él quería ser parte de algo. No era la acción transformadora la que le interesaba, sino el saberse una persona que iba en contra de la norma. Ese era el espíritu de los burai-ha: antes del romanticismo y de los ideales de igualdad estaba la obsesión por situarse en los márgenes, y qué mejor manera de encontrar el rechazo que ser parte de un grupo que desafiaba las normas establecidas de un país enamorado de sus sueños imperiales. Este episodio de juventud que se reitera en varios pasajes de la obra de Dazai no podía faltar en Indigno de ser humano, donde el recuento de aquellos días se hace de forma desapasionada, en un tono más cercano a la burla que al de la nostalgia. Oba Yozo confiesa que aquel muchacho solo llevaba puesta una máscara porque para él era fácil cumplir con las expectativas de los demás; si sus compañeros de célula lo querían, él podía ser el más ferviente comunista. Eso es lo que hizo Oba Yozo toda su vida, aparentar ser alguien. No se crea que a él le preocupaba entender el mecanismo que relaciona las crisis cíclicas con la composición orgánica del capital.
La impostura de aquel muchacho tiene un paralelismo con la de Ushimatsu Segawa, el protagonista de la que es considerada como la primera gran novela moderna de Japón. El precepto roto, escrita por Shimazaki Toson en 1906, narra las peripecias de un maestro que lucha consigo mismo y con la sociedad por guardar un secreto que podría devastar su vida. Los eta eran en la época del Japón feudal una casta de marginados, conformada por gente cuyo trabajo estaba relacionado con la muerte —sepultureros, carniceros— y que en tiempos del predominio budista se pensaba que engendraban lo peor del espíritu del hombre. La Restauración Meiji supuso un cambio de paradigmas y con ello un vuelco en las aspiraciones nacionales. Se requería que los valores fueran distintos, más acordes con la visión que Occidente propagaba por el mundo. Una de las reformas significativas de aquel periodo fue la supresión del sistema de castas, lo que significaba que, al menos en la teoría, los eta gozarían de la misma condición de ciudadanos que el resto. Las costumbres profundas de un pueblo, sin embargo, persisten a pesar de las intenciones legales, sobre todo si han sido acarreadas durante siglos. De poco sirvieron las promesas de igualdad jurídica, porque los eta siguieron siendo blanco de desprecio. El precepto roto, además de ser la historia de cómo Ushimatsu Segawa revela su secreto, es una denuncia a los vicios de un país que, pese su transición a la modernidad, no pudo ver que en el día a día los prejuicios seguían siendo los mismos. Se trata, pues, de una obra comprometida y es también, por sí misma, una muy buena novela. Necesaria, podría decirse, si uno está interesado no solo en una problemática social, sino también en la conformación de la literatura japonesa contemporánea.
Podría pensarse que la denuncia es un valor añadido a lo que en principio era un relato sencillo aunque bien armado. Esta idea no está lejos de la verdad. El precepto roto incomodó a muchos, pero también se convirtió en un bestseller de la época, precisamente porque era una toma clara de postura. En la obra, de hecho, y como contraste al apesadumbrado Segawa, aparece Rentaro Inoko, un escritor bien conocido que se mueve entre el desprecio y la admiración de la gente porque él mismo es un eta que se atreve a hablar por los suyos.
¿Basta entonces el compromiso para garantizar la calidad de una obra o sirve al menos para sumarle puntos a un libro que de otra forma no sería tan interesante? Si la respuesta fuera sí, bastaría con incluir algún comentario social en una novela que por su naturaleza no lo amerita y de esta forma tendríamos un libro trascendente. Solo hay que imaginar las posibilidades: la revolución de la literatura fantástica, una historia de aventuras protagonizada por un chico transgénero que desafía los convencionalismos de una sociedad steam punk donde un gobierno militar obliga a los alquimistas a hacer experimentos en personas juzgadas como inferiores, todo para la creación de una raza suprema. O tal vez no se necesite llegar a ese grado de ridiculez y baste con escribir otra novela acerca del narcotráfico situada en la frontera.
Las cosas no son tan fáciles y lo cierto es que el compromiso no garantiza la calidad de las obras. De hecho, puede condenarlas y volverlas caricaturas insoportables, sobre todo cuando una novela o un poema se vuelve un medio y no un fin en sí mismo.
Volvamos a los protagonistas de la anécdota. El segundo personaje es Pablo Neruda, a quien sus ideales lo transformaron en la viva imagen del escritor comprometido latinoamericano, que para muchos es bellísima: un poeta de la periferia que le canta lo mismo al amor y a la cebolla que a uno de los tiranos más obtusos que ha visto la historia humana. Neruda, como mucho de sus pares, desarrolló su obra—la auténtica, no sus fanfarrias al terror— en la época en que jóvenes, trabajadores o burgueses acongojados por su clase cantaban al unísono el himno de la Internacional, pensando que son las superestructuras económicas las que determinan una época y que era necesario forzar el cambio y no esperar a que el derrumbe del modo de producción capitalista cayera bajo el peso de sus contradicciones intrínsecas.
En ese contexto la idea del arte por el arte, más que insuficiente, era despreciable porque reducía la palabra escrita a un simple regodeo de sus formas y la enclaustraba en la más vil y vanidosa intrascendencia. El artista, por lo tanto, debía dejar de ser un sujeto pasivo, enamorado del saber puro. No bastaba con poseer amplios conocimientos si estos no se traducían en acciones. Antonio Gramsci no nos dejará mentir: el intelectual se define no por su inteligencia ni por su sabiduría, sino por su impacto en la conformación de un discurso. No importa hacia dónde apunten las ideas, el intelectual no es esa persona que lee muchos libros, no es el viejo que lo sabe todo, es el hombre capaz de incidir en el pensamiento de las masas. Por eso no era suficiente escribir versos ajustados a una métrica perfecta, debía haber algo más. El poeta estaba situado en el lugar idóneo para dar un vuelco a las nociones culturales de una sociedad.
La pregunta es cómo hacerlo o si es que es posible llevar a cabo semejante empresa sin demeritar la obra en el proceso. De ahí que uno de los temas que más persisten en la literatura del siglo XX sea el del lugar que debe ocupar el artista respecto al mundo. Claro que el compromiso no es propiedad exclusiva de la izquierda. Allí está Mishima como un autor de tintes reaccionarios como contraejemplo. Él fue un hombre que hizo de su obra y de su modo de vida un proyecto artístico y político. Cubierta con los lirios de fastuosas descripciones sobre el Japón que se transformaba, sus cuentos y novelas eran en esencia una plataforma de acción. Él, dicho sea de paso, despreciaba a Dazai por considerarlo pusilánime, alguien que quería morir no por la pureza de un ideal, sino por la fragilidad de su espíritu. Tampoco veía con buenos ojos a Kenzaburo Oe, de quien se decepcionó rápidamente después de haberlo considerado una revelación de las letras japonesas. Tal vez, en este último caso, el recelo tuviera su génesis en la incompatibilidad ideológica. Mientras que Mishima enarbolaba los valores imperiales, el yamato damashi, Oe era un moderno, un demócrata con sueños pacifistas.
Hace algún tiempo llegó a mis manos The Crazy Iris and Other Stories of the Atomic Aftermath, una antología de cuentos editada por Kenzaburo Oe en la que se presentan nueve narraciones centradas en las experiencias de Hiroshima y Nagasaki. Quisiera destacar un texto que toca la preocupación del artista por definir su papel ante el mundo. Las pinturas sin color de Ineko Sata se trata de un cuento donde la narradora, tras asistir a una exposición póstuma y ver una serie de cuadros monocromáticos, recuerda los encuentros que tuvo con el pintor. Lo significativo es que él fue un sobreviviente de la bomba atómica y que, a pesar de ser miembro de una agrupación comunista, en todo momento se negó a formar parte de los movimientos que buscaban el desarme nuclear. Parecía paralizado, conforme con su situación y con tener una credencial que lo acreditaba como alguien de ideas progresistas. En cambio, él conminaba a la narradora a que tomara parte en los movimientos. Ella se pregunta por qué si él permaneció inmóvil esperaba que otros actuaran en su lugar.
Ineko Sata fue una militante convencida durante toda su vida e incluso podría sugerirse que, por su carácter, estaría más cerca de Neruda. Sin embargo, ahí donde el poeta optó por un lenguaje plañidero para exaltar al camarada del gulag, Sata parecía más preocupada por responderse cómo podría incorporar sus convicciones y angustias en una obra donde la literatura hablase por sí misma. Son estas preocupaciones que destila el cuento de Sata las que me llevan a preguntarme en qué momento la literatura deja de ser literatura para volverse propaganda. Queda claro que, si todas las obras comprometidas fueran como la Oda a Stalin, no valdría la pena plantearse esta cuestión. Bastaría con leer aquellos versos, que ni siquiera tienen la atenuante de ser competentes desde el rigor técnico, para entender que allí no hay literatura ni lírica. Pero ese no es siempre el caso. Esa frontera que delimita el compromiso y la denuncia de la promoción vulgar y el berrinche sin sustancia es esquiva, es una línea que se difumina y que nos obliga a especular y a tomar postura. Debemos, entonces, como críticos o simples lectores, preguntarnos: ¿esto que tengo frente a mí, antes que funcionar como un documento de denuncia, se sostiene por su arte? ¿Qué hace de Las pinturas sin color o El precepto roto grandes narraciones? Debe haber algo más que el descontento, que el mensaje y las buenas intenciones del autor para que nos atrevamos a afirmar sin cortapisas que nos encontramos frente a textos notables.
Tal vez todo se reduce a reiterar que sin fundamento ni ideales estéticos no hay obra que valga. La consecución de la belleza es la piedra de toque de toda forma de arte. Belleza no solo como lirios o cerezos en flor, también como sombra o brutalidad. Las pinturas monocromáticas en el cuento de Sata no eran solo una alegoría o un reflejo del estado emocional de un individuo y de un país, eran también cuadros con una voz propia, con una técnica refinada, compuestos mediante trazos que por sí mismos resonaban con las emociones de los espectadores aun si ellos no entendían el horror de la bomba atómica ni conocían la desesperanza. Esas pinturas, en realidad, eran solo paisajes japoneses en los que no se advertía la presencia del desastre nuclear. ¿Cómo es posible darle un significado a esas casas solitarias y a esos llanos sin color? La narradora entonces se pone frente a un cuadro que contrasta con todos los demás. La idea es la misma, un paisaje, una casa, pero a diferencia del resto aquí destacan dos elementos: los colores vivos y la arquitectura; la casa y lo que la rodea es claramente occidental. Debe haber un significado. La narradora nos advierte que sería un error apresurarse con una interpretación obvia —el color representa la victoria de Occidente, el gris la derrota nacional—porque, tonos aparte, los cuadros monocromáticos no muestran escombros ni naturaleza arrasada y, por lo tanto, no reflejan el pesar ni el patetismo de los vencidos.
Matices, símbolos y lecturas profundas son elementos que pueden surgir del arte pero que no lo anteceden.Lo importante es que hay un espacio para la interpretación. Las pinturas son valiosas por cuenta propia porque quien las ve, al querer desentrañar su significado, puede formar parte de ellas. ¿Qué sentido tendría si todo fuera evidente, emoción pura, lágrima fácil? El efectismo es para el momento —uno muy fugaz, por cierto, que se difumina pronto—, no para la trascendencia.
¡Despertad, oh, jóvenes de la nueva era! Hemos dado con la respuesta. Una obra fallida es aquella que antepone su mensaje al resto de sus elementos, la que no ofrece más sustancia que el vitriolo de sus palabras o las proclamas de sus oraciones. O, dicho de otro modo, para que esto sea considerado un consejo y no una mera reflexión, consideren, antes de embarcarse en un proyecto aleccionador, si no sería más conveniente escribir un panfleto o una entrada en su blog personal. Si creen que su obra vale más que un folleto que se entrega en las puertas de una universidad pública y son capaces de trabajar esa idea, darle la forma de una historia sólida, con situaciones verosímiles y personajes auténticos, que sean hombres y no puro discurso, adelante, el ejercicio de la literatura auténtica los espera.
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Published on February 06, 2018 16:47

El miedo y la autocensura


Desde hace un tiempo se ha planteado el debate de si la escritura es un mero oficio o si es, en sí misma, acción transformadora. Esto nos devuelve a la pregunta primigenia: ¿por qué escribimos? Para contar historias, desde luego, pero decirlo así, con tal contundencia y simplicidad, puede suscitar en muchos la idea de que la literatura solo es entretenimiento.¿No deberían los escritores perseguir fines más nobles y trascendentes? ¿Qué hay de los grandes proyectos, de la búsqueda a través del lenguaje de los temas que por siempre han afligido al hombre?
No pretendo zanjar el debate con mis ideas particulares. Esto, en realidad, no es más que una provocación para el lector —decida usted y no espere declaraciones dogmáticas en lo que resta de artículo— y una forma de decir que entre las diversas estirpes de la fauna literaria están los que opinan que toda escritura es un acto moral, una toma de postura. Supongo que hay algo de verdad en eso porque desentenderse del mundo y de sus predicamentos es tarea vana incluso para un hikikomori que ya no ve noticias ni lee el periódico pero que da consejos de escritura. Que detrás del acto de tomar la pluma esté implícita una visión personal de la realidad no equivale a decir que todo cuento, novela o personaje es una declaración de principios. Y, sin embargo, esto que me parece tan evidente suele no serlo a los ojos de muchos críticos y lectores. Lo que es peor, el miedo a dar una imagen equivocadade uno mismo —o mostrarse tal y cual se es sin el velo de las expectativas— suele imponer cotos sobre la creación y a este cerco se le conoce como autocensura.
Mientras escribo esto recuerdo que el terror a decir ciertas cosas y a plantear situaciones que nos son incómodas no parece propio de la época actual. Hoy en día, en las sociedades democráticas, como en la que redacto estas palabras, se flamea la bandera de la libertad de expresión como nunca antes. El miedo al lenguaje, se nos dice, es cosa del pasado o de los totalitarismos. No escribo desde la Rumanía de Herta Müller que la llevó a afirmar que «cuando nos callamos nos volvemos desagradables», que imponía normas sobre lo que podía o no decirse. Ni siquiera desde el Estados Unidos puritano que mandó a juicio a Nabokov por el escándalo que supuso la publicación de Lolita. Transcurre el 2016 y la habitación en la que escribo, en la que me he dado el lujo de recluirme, está situada en el corazón de una ciudad occidental y libre donde los discursos ya no son censurados, a menos que sean incorrectos.
El discurso incorrecto. La piedra de toque de nuestras sociedades modernas. He aquí una píldora, querido lector: a cada época le corresponde una narrativa social, un relato preponderante. Hay quienes dedican su vida a combatirlo o a creer que lo hacen y otros a ser complacientes, ya sea por genuino convencimiento o por la comodidad que ofrece la vida dentro de unos márgenes bien delimitados. También están los que aceptan y replican este discurso por el miedo a ser parias en un mundo que exige actuar de cierta manera. Y, desde luego, no faltan jamás los que lo aceptan todo por los deseos de entrar a un círculo cultural cuya cuota de inscripción es tener y difundir determinadas ideas.
No hace muchos años, en la tolerante Francia, Michel Houellebecq tenía que presentarse a los tribunales para defender su novela Plataforma de un grupo de facinerosos bienintencionados que acusó al escritor de ejercer un discurso de odio. Las motivaciones parecennobles.¿No estamos acaso en la época de la tolerancia y la aceptación? Sería lamentable que siguiésemos permitiendo que la gente de la cultura exponga ideas peligrosas, que haga eco de las voces que no creen en el sueñomulticultural. En la novela, el protagonista y su mujer construyen un resort en sudeste asiático donde los viajeros occidentales van a desfogar sus bajos instintos. El choque cultural que esto genera lleva a un grupo de musulmanes a cometer un atentado, que más tarde es justificado por la prensa occidental: es entendible la masacre porque, en primer lugar, los europeos no debieron provocar a los radicales. No sospechaba Houellebecq que un decenio más tarde la publicación de otra de sus novelas, Sumisión, estaría acompañada de un acto similar al que describía en la novela que en 2001 lo llevaría a los tribunales.
Más preocupados por no herir susceptibilidades que por la libertad de expresión, muchas organizaciones a mediados de los dos mil tomaron partido por los ofendidos que pretendían la censura y no por el autor, que debió exiliarse por un tiempo de su propio país. Houellebecq se mantuvo firme en sus ideas y produjo obras tanto o más cáusticas que la que lo llevó a juicio. En La posibilidad de una isla parece llegar a un punto de quiebre: un comediante misántropo presiona los límites de la ofensa y el mal gusto y en el proceso hace una fortuna, pero solo porque sabe elegir a sus víctimas, entiende a quién es lícito insultar y a quién no.
No seré tan deshonesto para negar que en estas líneas hay mucho de mi propia postura, pero lo que nos interesa no es la diatriba política con la que usted puede estar o no de acuerdo. El punto que me interesa tratar es el miedo y la desconfianza que ciertas temáticas suscitan en los escritores. Regresemos a Nabokov. Lolita parte de la fascinación que siente Humbert Humbert, un hombre de más de cuarenta años, por las nínfulas o niñas preadolescentes. La novela, al construirse en primera persona y bajo una óptica subjetiva, nos muestra los deseos de H. H. sin el filtro de la moral del escritor o de la sociedad e incluso se arriesga a mostrar a una Lolita que está lejos de personificar la pureza y la inocencia absoluta: ella incita, fascina y decepciona tanto a lectores como al propio Humbert porque muestra una faceta más rica que la que existe en la mera idealización de la juventud que apenas despierta. La hebefilia, lo sabemos bien, no es la mayor de las virtudes en occidente, de manera que el escándalo venidero era ineludible. La apuesta de Nabokov fue valiente, porque de haber cedido a las presiones de su entorno es probable que hubiera guardado aLolita en un cajón.¿Cuántas veces dejamos de escribir por el miedo a que nuestra literatura se entienda no solo en clave de ficción, sino como una declaración de principios, una confesión de lo que en realidad somos? Cierto es que hay escritores comprometidos con una causa —y casi siempre producen una pésima literatura por anteponer el ideal a la historia—, otros que revelan deseos y fobias personales a través de sus libros y otros que, simplemente, quieren narrar una historia.
No me detengo en los primeros porque su mención no vale la pena. Dentro de los segundos pienso en Kenzaburo Oe, el mayor escritor que ha dado Japón, a quien el nacimiento de un hijo discapacitado le trastornó la vida y los libros. La obra más famosa de Oe es Una cuestión personal y trata sobre un padre que busca la manera de asesinar a un hijo deforme. Menos conocido, Agüí o el monstruo del cielo es una segunda versión de la novela. En ambas historias se exploran dos escenarios: en una, el padre mata al hijo, en otra tal vez no lo hace.Como personas, en ambos casos, no hacemos sino horrorizarnos ante un crimen cuya posibilidad se explora desde la perspectiva no de la sociedad, sino de quien está a punto de cometerlo;como lectores descubrimos que la literatura nos puede conectar incluso con lo peor del ser humano, acaso porque nosotros también llevamos dentro el germen de la corrupción o porque necesitamos experimentar, al menos en la ficción, el horror para poder rechazarlo. El hijo de Oe creció bien dentro de sus limitaciones y ahora se dedica a la música, pero el autor debió atravesar por el escrutinio del público cuando decidió externar sus miedos; bien pudono hacerlo y aspirar a una vida más cómoda en la que no tuviera que responder a la pregunta: ¿en serio intentaste matar a tu propiohijo?
La cuestión de fondo es si vale más la comodidad al impulso de tratar un tema que por su naturaleza puede ser rechazado de inmediato. No por su obra, pero sí por sus ideas, Ezra Pound optó por el silencio durante los últimos años de una vida que lo llevaría de ser el gran renovador de la lírica a un viejo recluido en un centro psiquiátrico. Un silencio literal: el poeta dejó de hablar y cuando lo hacía apenas musitaba lo necesario. Knut Hamsun pasó del estatus de escritor nacional de Noruega a ser separado de su esposa, despojado de sus bienes y a ser encerrado en un asilo para dementes y decrépitos. La experiencia, a los noventa años, lo llevó a escribir una última novela en la que debió defender su inocencia al tiempo que hacía un recuento del proceso que atravesó durante sus años finales. Las historias de Osamu Dazai sufrieron un boicot nada velado por parte de Yasunari Kawabata, a quien le desagradaba la «nube siniestra» que se cernía sobre sus historias, pero en vez del silencio y a pesar de la miseria que lo llevó cuatro veces a intentar el suicidio, el burai-ha,  como así mismo se hacía llamar, optó por seguir con su estética en vez de ceder a las temáticas de «pajarillos y danzarinas» del Nobel.
Pienso que muchas veces sobreestimamos el rol personal de nuestras creaciones. Es descabellado asumir que aquellos que se meten en la piel del asesino y racionalizan sus acciones son en el fondo asesinos; lo hacen porque necesitan darle verosimilitud a un personaje, dotarlo de entrañas en vez de presentarlo como una caricatura. El gore divierte a muchos, la novela negra que es protagonizada por el criminal fascina a tantos otros.Esto es interesante, porque si no nos escandaliza la gran cantidad de historias sobre gente cuyo pasatiempo es matar, sí nos afectan temáticas que dejan secuelas diferentes a la muerte: violaciones, secuestros, tortura. ¿Por qué entonces hay temas que nos parecen más sensibles y perturbadores que otros? Tal vez por sus efectos traumáticos. La muerte es un instante, el padecer es un proceso.
Aunque yo soy de la idea de que, contrario a lo que postulan las tesis posmodernas e inmanentes, existe en efecto una moral objetiva, entiendo que las escalas de valores de los individuos y las sociedades no son siempre las mismas. Hace pocos meses platicaba con la directora de esta revista acerca del fenómeno de cierta saga que ponía al sadomasoquismo como una fantasía benigna, rosa y deseable. A mí me pareció que el tema, aunque vulgar, era inofensivo porque lo que es de mala calidad se degrada pronto y mientras sigue con vigencia tan solo alimenta a un nicho; a ella, por el contrario, le molestaba en especial porque tuvo la oportunidad de trabajar con mujeres abusadas y en el fondo su argumento es que es irresponsable tratar el tema con tanta ligereza.
Si bien todavía no me desdigo de mi postura, que puede ser tildada de cínica, sin duda heredera de mi paso por las aulas de una facultad de economía, pienso que es posible elaborar una síntesis de todo este debate. Si entendemos que es inadmisible la censura, que más vale hacer caso a nuestra necesidad de contar una historia que sucumbir a un miedo pusilánime, lo menos que se le debería exigir a un escritor es que, una vez tomada la decisión de afrontar un tema sensible, lo haga con la seriedad que se merece. En Nabokov se comprueba este compromiso, que no era político ni con una sociedad que le exigía determinado posicionamiento al escritor, sino con la literatura misma. Solo si entendemos esto podemos concluir que es cierto que escribir es un acto moral. Lolita no es una simple fantasía ni un ejercicio pornográfico, es una disertación sobre el deseo, es también un viaje y es, ante todo, una novela enorme.
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Published on February 06, 2018 16:37

De las primeras ficciones la necesidad de la literatura

La anécdota comienza con un robo. Tiempo atrás, entre la pluma y las computadoras, se dice que existía un artefacto rudimentario y escandaloso que combinaba la tecnología de las teclas y la tinta. Las escuelas, al menos donde tiene lugar esta historia, lo usaban como un instrumento de tortura. Durante varias horas a la semana los estudiantes debían aprender a maximizar la productividad de la escritura mediante la memorización de las teclas y la posición de las manos y los dedos respecto a ellas. A veces también se enseñaba una oscura técnica que consistía en dibujar garabatos que después uno podía traducir a lenguaje humano. Lo llamaban taquimecanografía. 
La maestra encargada de impartir esa asignatura era una señora que no pesaba menos de ciento treinta kilos, llevaba el pelo corto, teñido de naranja y uno de sus ojos era de cristal. Algún sociópata llegó a pensar que era buena poner a semejante personaje al frente de una clase de secundaria, donde en el contexto de la adolescencia temprana de sus sujetos lo que abunda no es precisamente la prudencia de los alumnos. El resultado era de esperarse: nadie nunca se tomó en serio esa clase. Podríamos citar como excepción a un muchacho que, en vez de entregar las trescientas hojas de ejercicios de mecanografía, presentó como trabajo final una historia original de la misma extensión, que pergeñó cada noche con la máquina de escribir Olivetti que le robó al director de la escuela. 
Un giro sentimental de esta anécdota podría llevarnos a pensar que en el fondo del ojo de cristal había una persona sensible que trataba de mostrarles a sus alumnos el camino de las letras, pero la realidad, por suerte para quienes con sensatez emprenden una cruzada contra la cursilería, suele derrumbar las expectativas almibaradas de nuestra imaginación. La señora, la verdad sea dicha, solo quería canalizar la amargura de las burlas exigiendo trabajos inmensos a sus estudiantes y, por otro lado, dio la casualidad que ese mismo semestre aquel alumno de trece años, por imposición de otra profesora, había leído con asombro La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa. Eso le bastó para convencerse a sí mismo de que a partir de ese momento necesitaría tanto los libros como la pluma. O, para ser fieles al relato, la máquina de escribir del director de la secundaria. A él tampoco le agradaba la señora del ojo artificial ni mucho menos su método de enseñanza, así que apostó a la apatía de la maestra: en vez de dedicarse a teclear trescientas hojas de ejercicios de mecanografía escribiría una historia propia y, dado el desinterés de la señora por el contenido del texto, estaba convencido de que aprobaría con la mejor nota.  
La anécdota es mundana, casi una burla. Tal vez sería mejor recordar a un adolescente que fue enviado a un colegio militar donde, con el fin de sobrevivir a la brutalidad, se dedicaba a escribir novelitas eróticas para entretener a sus compañeros y no ser víctima del maltrato de los mayores. También está la historia de una mujer acosada por la policía secreta de su país, incapaz de suicidarse porque eso sería hacerle un favor al gobierno, a quien la literatura le ofreció la única manera de resistir a las presiones del Estado comunista. El primero, Mario Vargas Llosa, afirma que las ficciones nacen «para dar a los seres humanos aquello que la vida real es incapaz de darles, para hacerlos vivir más vidas de las que tienen y de manera más intensa de la que viven, algo que su imaginación y sus deseos les exigen y la vida real, la vida confinada y mediocre de sus existencias reales, les niega cada día» .La segunda, Herta Müller, mucho más pesimista como consecuencia de su experiencia bajo el terror de Ceaușescu, está convencida de que buscamos la literatura no para escapar de una realidad con la que no estamos conformes sino más bien para padecerla y tratar de entender el absurdo que es el día a día. Aunque separados por dos maneras en apariencia opuestas de relacionarse con las letras, una idealista y otra sombría, y salvando los contrastes estilísticos entre ambos —la prosa de pretensiones totales de Vargas Llosa ante el minimalismo y los silencios de Müller—, sus obras encuentran grandes similitudes porque exploran la lucha, la resistencia y la derrota del individuo ante las arbitrariedades de la realidad. 
Ante esas épicas en la vida de los grandes autores, pareciera que la necesidad común por la literatura es vana. La historia de un alumno que roba una máquina de escribir para librarse de una asignatura parece irrelevante. Querer comparar la vida en el terror con una rebelión pueril equivale al insulto porque se estaría trivializando el drama humano. Tal vez por eso hay en muchas personas el deseo por llevar a cuestas un fardo de experiencias más significativas que le permitan decir: yo escribo porque no me basta con soportar este mundo, porque necesito trastocarlo con mis palabras e ideas. El anhelo de trascendencia parece más noble ahí donde la adversidad es mayor, porque entonces la literatura deja de ser entretenimiento y, en la mente de las personas que se adhieren a esta opinión, adquiere un sentido superior.
Pero regresemos por un momento a la anécdota. Aquella historia escrita en la Olivetti jamás vería la luz. La pereza del estudiante fue tal que se negó a capturarla en computadora. Tal vez, sin advertirlo, intuyó el insoportable anacronismo en que había incurrido al no usar un procesador de textos en primer lugar. Finalizado el ciclo escolar, ya con fama de ser el escritor de la clase, le habían encargado reinterpretar, a modo de obra de teatro, un cuento clásico. El alumno se desveló torciendo la trama, cambiando ratones por motoristas y princesas por tomboys que usaban botas y que no conseguían la felicidad porque el príncipe, un fetichista que usaba el pretexto de un zapato perdido para complacer su parafilia, las prefería vestidas de acuerdo a la tradición. Aunque ensayaron por semanas el texto con el aval de los maestros, la directora decidió que la obra no era apta para la escuela. 
Con los años, alentado por otra profesora de lengua española, el personaje conoció el mundo de los certámenes literarios, en los que llegó a ganar un par de menciones honoríficas —nunca el primer lugar. Decepcionado, incursionaría en la lírica y llegaría a publicar un poemario de juventud titulado Una ciudad transgénica. Participaría en una antología seudopoética con fines políticos solo para tener algo de que presumir en su currículum. Al poco tiempo, después de una vergonzosa lectura de poesía en un auditorio, decidiría alejarse de los poetas de su ciudad. Más tarde, en contra de lo que había sido su intención cuando robó la Olivetti, concentraría el grueso de su actividad literaria no en la novela sino en la creación de ensayos.
Así fue como en 2012 gané un premio con un ensayo político-literario titulado El síndrome de Kafka o el arte y el individuo, en el que exploro una paradoja en la que viven muchos autores: el deseo de una sociedad donde su arte sea negado. No es tan descabellado como suena en un principio. Se trata, en realidad, de un guiño al viejo debate entre Georges Bataille y Sartre. Para el primero la literatura tenía sentido solo si era transgresora —esto es: la creación individual nace de la inconformidad del autor—, mientras que para el segundo «querer que la literatura exista es ante todo desear un mundo en que la literatura sea posible, un mundo que reconozca su derecho a existir» . Hay autores que ven en la comodidad el peor de sus enemigos. En ese sentido, siempre sospeché que la mayoría de los autores relevantes pertenecen, deliberada o accidentalmente, al primer grupo, siendo Franz Kafka el más paradigmático de todos: su literatura no habría existido de no ser por su constante rebelión contra el padre o contra la burocracia. Bataille explica que aunque Kafka titulara su famosa epístola como Intentos para escapar de la esfera paternal su deseo más profundo era no huir de ella, sino vivir dentro de ella como un outsider, porque solo en el interior de ese mundo opresivo era capaz de producir su literatura.
Es una cuestión interesante, sin duda, pero al final del camino, librando las discusiones teóricas y las exégesis que puedan hacerse acerca de la obra de un autor, todo se resume en la necesidad de buscar un sentido y de esta manera responder a la preguntas de por qué escribimos y por qué sentimos la urgencia por los libros. Lejos de tomar partido por la idea de la trascendencia —la literatura es solo tal si es que esta tiene un punto de partida ético— como única forma de validar la escritura, prefiero remontarme a otras épocas en que los grandes clásicos si bien fueron escritos para hacer comentarios sociales también se entendían, sin vergüenza alguna, como una forma de entretenimiento para aquellos que tenían la posibilidad de leer . Sí, es válido que las ficciones solo sean una forma de pasar el tiempo, porque hay historias en apariencia triviales que necesitan ser contadas, porque hay lectores que no piden otra cosa más que un relato bien armado, y eso, en muchos casos, puede detonar la necesidad de la literatura en las personas sin que haya grandes tragedias ni arbitrariedades. Se trata del deslumbramiento, esa experiencia que sucede cuando una obra —en mi caso La ciudad y los perros, en otro bien podría tratarse de una saga juvenil—que, irremediablemente, nos arrastra al universo de la palabra escrita.
Hay en la ficción un componente de farsa, de estafa verosímil. Es posible que aquella historia de la Olivetti no refleje con fidelidad lo que en realidad sucedió, tal vez no hubo ojo de cristal o es que la única mentira que me he permitido a lo largo de esta reflexión es la de las trescientas páginas originales. En realidad se trataba de una versión personal de una obra ajena. Un fanfiction, aunque entonces yo no conociera el término. Dicho así, la esnobería se escapa y parece emerger la banalidad, pero estoy convencido de que no es el caso. Me gustaría recordar las palabras del autor que me hizo descubrir la literatura, quien al recibir el Nobel declaró en su discurso que: «las primeras cosas que escribí fueron continuaciones de las historias que leía pues me apenaba que se terminaran o quería enmendarles el final». Dicho en posmoderno: Vargas Llosa empezó escribiendo fanfics de las novelas que leyó de joven, y no fue sino hasta muchos años después que, gracias a esos primeros acercamientos, pueriles si se quiere, logró escribir La ciudad y los perros y el resto de su obra.
Daré mi opinión. Escribimos porque nos hacen falta historias, porque el vacío nos hace sentir inconformes, porque es insoportable que ese relato que tenemos en mente no forme parte tangible del cosmos incompleto en el que vivimos. Podemos racionalizar esto, decir, por ejemplo, que el sentido de nuestras letras está en las causas nobles, pero en el fondo lo que nos perturba es la falta de esa historia que necesitamos contarnos, primero, a nosotros mismos. Con suerte, esa historia logrará ser relevante para alguien más, acaso también un punto de partida.
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[1] Vargas Llosa, Mario. "¡Cuidado con Elizabeth Costello!" El País. Web. 3 Oct. 2003.[2] Hollier, Denis. Abset Without Leave. French Literature under the Threat of War. Harvard Unversity Press.[3] Por eso muchos clásicos se publicaron bajo un formato seriado. Así lo demuestran Los miserables de Víctor Hugo o Soy un gato de Natsume Soseki. De hecho, la publicación en un solo tomo, como forma exclusiva de presentar los libros, es algo relativamente reciente. Es solo con el advenimiento de la modernidad que se perdió la costumbre de la novela por entregas.[4]  "Mario Vargas Llosa - Discurso Nobel: Elogio de la lectura y la ficción". Nobelprize.org.
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Published on February 06, 2018 16:30

June 16, 2013

Mario Santiago Papasquiaro o la vanguardia no significa nada cuando la poesía es mala

Los poemas de Mario Santiago Papasquiaro son, como mucho, una muy extraña curiosidad antropológica de nuestros convulsos tiempos. Uno se pregunta por qué algo tan decididamente malo ha logrado cierto estatus de culto. Después uno recuerda el nombre clave que yace detrás del poquito reconocimiento que este chilango tiene: Roberto Bolaño, quien no dejaba de encumbrar a su gran amigo mexicano y que hasta le regaló un personaje (Ulises Lima) en una novela fundamental como lo es Los detectives salvajes. Decía Bolaño, rebosante de su bromance son su amigo, que el autor del recientemente publicado Arte & Basura era el mejor poeta que había conocido. Todo esto, si no tomamos en cuenta lan  nostalgia del chileno, es una mentira monumental: este tipo debe ser el peor poeta que ha nacido en estas tierras y uno de los más infames a nivel universal. Su figura, si tenemos que alojarla en la memoria colectiva como un castigo por todos los crímenes de la humanidad, es ya un arquetipo de todo lo caricaturesco del poetastro que cree que está revolucionando algo y que no es diferente al niño que, mientras mienta madres, cree que está ejerciendo un acto de insurrección supremo.

Basta con revisar la antología que la gente de Almadía sacó hace poco. La edición, huelga decirlo, es excelente, como ya nos tienen acostumbrados. Uno puede encontrar fotos de los originales del amigo de Bolaño. Uno de los más significativos, y que remiten a uno de los pasajes más memorables de Los detectives salvajes, cuando Ulises Lima persigue a una mujer hasta Israel, es un intento de poema escrito sobre un ticket que tiene letras hebreas impresas. El valor arqueológico y fetichista de este libro es importante, pero solo eso: el resto, en efecto, es basura. Por ejemplo, en un momento paroxístico, en pleno afflatus divino, el sublime amigo de Bolaño nos dice:
Chinga su maSuma chin gaPut/ah su:má¡Putah!...S...UUU...Mah

Poesía francesa me pelas la verga

Más allá de los dos minutos de diversión que estos versos le procuraron al amigo de Bolaño, la reiteración de esta clase de textos ininteligibles, absurdos y seudocontestatarios nos recuerdan que la transgresión por sí misma es solo útil para que alguien se burle de ella. Sin embargo, en un arranque de lucidez, el amigo de Bolaño escribió: A la poesía que la salve su chingada madre. Yo ya me cansé. Quizá él se reconocía como lo que era. Algo que parece recordarnos Juan Villoro cuando cuenta que en los talleres literarios el amigo de Bolaño les decía a los que gustaban de sus poemas "pues qué pendejo estás". Si ya desde un principio estos textos no estuvieron hechos para que alguien los encontrara bellos, mucho más patético resulta cuando muchos jovencitos ochenteros se reúnen frente a la tumba del amigo de Bolaño para escupir estos versos e intentar revivir el legado estéril del infrarrealismo. 
En una nota adicional, no deja de ser curioso que, al ser el amigo de Bolaño un intento de poeta antiinstitucional, el prólogo lo escriba Luis Felipe Fabre, escritor de mediana categoría entre cuyos méritos se encuentra el haber sido sido jurado del premio Elías Nandino, en el que, oh sorpresas de la vida, ganó cierto poeta joven al que ya le había prologado varios textos y cuya poesía conocía más que de sobra.
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Published on June 16, 2013 19:20

February 2, 2013

De marzo del 79: La verborrea de los seudopoetas

Ante un modesto auge que ha tenido cierta poesía joven, sobre todo en las publicaciones de las universidades y en los certámenes literarios enfocados a las nuevas voces, hoy invadidos por los nacidos en la década de los ochenta, vale la pena recordar uno de los más bellos poemas de Tomas Tranströmer: Från mars -79 aparecido en Det vilda torget, libro del que ya había traducido un poema.
Cansado de todos los que vienen con palabras, palabras pero no lenguaje
viajé a la isla cubierta de nieve.
Lo salvaje no tiene palabras.
¡Las páginas no escritas se despliegan en todas direcciones!
Me encuentro con huellas de pezuñas de corzo en la nieve.
Lenguaje, pero no palabras.

La poesía de Tranströmer es paradigma de austeridad y concreción. Quien se sumerja en las obras del escritor sueco difícilmente hallará elementos ociosos en sus versos. Sus imágenes son precisas y sus metáforas, la mayoría sorprendentes y de gran belleza, llegan en su justa medida. Es tan así, que incluso la producción que Tranströmer logró en vida hasta antes de accidente cerebrovascular que lo dejaría con afasia y la mano derecha paralizada es reducida: apenas trece libros, la gran mayoría compuestos por una veintena de poemas. Parece ser que tal y como recordaba su amigo y también poeta Lasse Södeberg, daba la impresión de que, haciendo el promedio entre edad y versos, Tranströmer escribía uno o dos poemas al año. Quizá lo cierto es que había una dosis saludable de pudor y modestia en él. En definitiva, para el sueco la poesía no se trataba de vomitar todas las palabras que se le venían a la mente. Él entendía que la labor del poeta es necesariamente la de un orfebre del lenguaje.
Cuando uno recuerda ese primer verso, "cansado de todos los que llegan con palabras, palabras pero no lenguaje", solo puedo pensar en muchos de esos escritores retóricos e intrascendentes que hoy en día son publicados por las revistas antes mencionadas y que se escudan detrás de la bandera del vanguardismo para justificar el poco aprecio que se tiene por la profesión poética. Cabe aclarar que el retoricismo está lejos de ser un pecado. Solo pensemos en el gran poeta retórico del siglo XX: T.S. Eliot. 
No obstante, la consigna renovadora del lenguaje no es nueva: ya desde el siglo de oro había escritores que pugnaban por el verso libre. A eso debemos sumar que las vanguardias concebidas como tales tuvieron un auge efímero en las primeras décadas de 1900. La insurrección no es cosa exclusiva de nuestros tiempos, y eso ya lo entendían nuestros bisabuelos. Esta misma tendencia pero llevada al extremo sería tomada por diversos movimientos: Hora Zero en Perú y años más tarde los infrarrealistas mexicanos. Su legado poético a la luz de la literatura universal ha sido escaso, sino es que de muy poca importancia con descargo de lo que ellos proclaman: solo se recuerdan y leen entre ellos y para los demás no son otra cosa que una curiosidad de nuestros tiempos.
sueño que soy un átomo o una mitocondria alrededor de mí los libros se sacuden el polvo por sí mismos el ventilador de mi cuarto es un calamar negro.

—Lauri García Dueñas (Mi país es un zombi)

Creer que los poetas de la generación de los años ochenta que hoy en día deambulan por las universidades están revolucionando algo suscita más ternura que asombro. Hay que ser under y rebelarnos en contra de todos los poetas instucionales, proclaman, como si la misma consigna no la hubiera hecho un tal Roberto Bolaño en los años setenta. 
búscame en google
sí, quizá encuentres uno de esos cuates
triple w punto ache-o-mónimo ponto negativo
uno de esos tipos
a los que habré de toparme uno de estos días
para decirle chócalas

—Daniel Malpica. Punto de Partida.

Ellos emulan a Papasquiaro y a Verástegui. Nadie puede decir qué es y qué no es un poema, afirman cada vez que presentan sus textos ininteligibles, burdos, plagados de referencias posmodernas y de poco oficio que tan solo traslucen el hecho de que ellos no son más que escritores improvisados. 
 Laaassssssssssss mmddddd
ekkkkeeellllll.aaaaa,,,maaa...a.......sle..,,smañññlle..w,,s a ss....as,,ww,,,,w,,,ms sssw.sss.,dlllllle---s..elñññññae.--.s------sss....a—wñññallllsppsñña,,,,sñas.....sññels.s sñle.-s.ñsñ.,s sle-.s slañw- .xax.a, -añsk+s *ddkkss.s sllllleks s-.lsñ.d,d,.s-

—Víktor Ibarra Calavera. Punto en línea.

Se les olvida que Vallejo renovó el lenguaje poético desde las bases, a partir de un conocimiento preciso de qué es la poesía, y no solo por un mero afán contestatario y típico de adolescentes tardíos: Trilce se entiende solamente como una consecuencia de la voz modernista que uno puede encontrar en Los heraldos negros. 
alcanzar a las ardillas
esperar el recreo
hasta agotar el lápiz
se repite la    a
a     a     a     a
la   e   e   e   e    y las demás
se llena un cuaderno
como un calendario

 —Carla Xel-Ha.

Tampoco hay que alamarse demasiado. Libelos como "Mi país es un zombi", un buen muestrario de las voces pertencientes a estos seudopoetas improvisados, se extinguirán tan pronto como nacieron.
No pienses,
la televisión y el YouPorn
lo harán por ti
y gratuitamente te harán famos@
—Esther M. García.  La doncella negra.

Palabras, palabras pero no lenguaje.
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Published on February 02, 2013 17:16