Al fondo del vacío,
un vaivén de azarosos cataclismos
preludia cada lengua y cada ruina.
Detrás del corazón —el canto trémulo
del tiempo al desgajarse
y este yo que contempla su oquedad:
el nombre impronunciable
que a los días precede,
el eco de esta muerte ya trazada
en el no instante, cuando nada es
ni ha sido.
Ahí, donde se oculta el vendaval
ya agotado y la calma esculpe ocasos
ígneos, se disipan la memoria,
los espejos, las aves, el añil
y la plata que al cosmos encendieron.
Es un cuarto nocturno,
una cruel catacumba, este recinto
que solo me contiene.
Quisiera, si es posible,
un momento de asfixia, un fervor
irrefrenable, una tragedia humana,
conocer el temblor desesperado
ante la finitud,
la zozobra del hombre que navega
el mar de su extinción
y vuelve a su silencio.
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